Tesis sobre el concepto de historia y otros ensayos sobre historia y política - Walter Benjamin - E-Book

Tesis sobre el concepto de historia y otros ensayos sobre historia y política E-Book

Walter Benjamin

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El enorme volumen de trabajos, interpretaciones y "apropiaciones" de la obra y las ideas de Walter Benjamin que se han realizado a lo largo de los últimos decenios amenazan con hacer parecer redundante cualquier nuevo intento de aproximación a él y a su obra. Sin embargo, como establecen los editores del volumen en su brillante introducción, es el propio Benjamin quien proporciona las claves para enfrentar su pensamiento con algún sentido, entre ellas «mantener a raya toda forma de optimismo reconociéndola como ilusión paralizadora». El presente volumen, que pivota sobre sus indispensables tesis «Sobre el concepto de historia», se redondea con ensayos no menos decisivos, como «Fragmento teológico-político», «Capitalismo como religión», «Teorías del fascismo alemán», «Para una crítica de la violencia» y «Eduard Fuchs, coleccionista e historiador». Edición y traducción de Jordi Maiso y José Antonio Zamora

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Seitenzahl: 254

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Walter Benjamin

Tesis sobre el concepto de historia y otros ensayos sobre historia y política

Edición y traducción de Jordi Maiso y José Antonio Zamora

Índice

Estudio introductorio

Tesis sobre el concepto de historia y otros ensayos sobre historia y política

Sobre el concepto de historia

Fragmento teológico-político

Capitalismo como religión

Teorías del fascismo alemán.

Para una crítica de la violencia

Eduard Fuchs, coleccionista e historiador

Créditos

Estudio introductorio

«... y ese enemigo no ha cesado de vencer». Aproximación al concepto político de historia en Walter Benjamin

De los que vengan tras nosotros no reclamamos el agradecimiento por nuestras victorias, sino la rememoración de nuestras derrotas.

Benjamin 1972, 1240.

I. Claves de aproximación

Quizás nadie se habría sorprendido tanto como el propio Benjamin de la relevancia que han alcanzado su figura y su pensamiento en el mundo académico que en vida le cerró las puertas. La presencia de sus controvertidas y en muchos sentidos enigmáticas aportaciones teóricas no cesa de crecer tanto en la teoría social y la filosofía política como en la teoría de la cultura, la estética o la teoría de los medios. Una parte significativa de la intelligentsia contemporánea, de Derrida a Žižek, pasando por Agamben, Bensaïd, Eagleton, Löwy y otros, ha convertido a Walter Benjamin en una particular fuente de inspiración para sus propias propuestas, colocándolo en el centro de nuevas controversias que prolongan el marco de la disputa intelectual en el que se movieron los debates en torno a la edición de sus escritos o a sus relaciones con los miembros más destacados de la Teoría Crítica. Junto a esto nos encontramos con una montaña de trabajos de interpretación que reconstruyen las constelaciones históricas o intelectuales de los escritos de Benjamin, analizan en detalle y en profundidad cada uno de ellos e intentan poner en valor, como suele decirse en la neolengua comercial que invade el mundo académico, este o aquel aspecto de su obra, en buena parte fragmentaria, en nuevos contextos disciplinares, culturales o políticos. Sin menospreciar en absoluto todo el trabajo desarrollado en décadas de análisis exhaustivo y muchas veces riguroso, no puede evitarse la impresión de que también Benjamin ha sido víctima de una poderosa maquinaria de pormenorizado destripe, minuciosa exégesis, incontables repeticiones y dudosas aplicaciones que parecen haber agotado y gastado hasta los más iluminadores fogonazos teóricos de quien temía premonitoriamente ese tipo de asimilación (Benjamin 1934, 692 [306]). Benjamin amenaza con convertirse en un clásico moderno.

Su singular trayectoria vital y su trágico final no han dejado de alimentar la épica del outsider, convertida en reclamo fácilmente reconocible por los consumidores de «cultura crítica». Los suplementos de cultura y la ingente legión de infatigables «productores culturales» cabalgan de aniversario en aniversario o de novedad editorial en novedad editorial, para repetir los manoseados términos que identifican la «marca» Benjamin (rememoración, mesianismo, «tiempo ahora», imagen dialéctica, estado de excepción, etc.), completamente degradados a clichés. Como efecto de la acumulación y la repetición, cada nuevo intento de interpretación hace frente a la sensación de que todo está dicho, de que resulta imposible no convertir toda nueva aproximación en una repetición de lo ya sabido, en el mejor de los casos con algún matiz diferente, y que por lo tanto quizás sería preferible dejar que se imponga el silencio. Pero la inercia que domina los mecanismos de la producción cultural (instituciones académicas, editoriales, congresos y eventos, etc.) no puede dejar de seguir sacando provecho de un material tan jugoso y con tantos predicamentos para afirmarse en el marco de una economía de la atención. Parece que no hay posibilidad de escapar a este círculo fatídico.

Por esta razón, cualquier nueva confrontación con W. Benjamin debería al menos aclarar primero en qué sentido es posible hablar de la actualidad de su pensamiento, sabiendo que esto no puede hacerse del modo como habitualmente se concibe la actualidad del pasado, esto es, como prolongación, pervivencia o vigencia. Tampoco apoyándose en la figura del «adelantado a su tiempo», utilizada demasiado a la ligera para convertirlo en un peculiar contemporáneo y dispensarse así de tener que dar cuenta de las rupturas, las quiebras, las extrañezas y la discontinuidad entre Benjamin y nosotros. Pero, entonces, ¿cómo hacerlo? No cabe duda de que su propia reflexión al respecto representa un buen punto de partida. Nadie se ha preguntado con tan contundente radicalidad como él en qué consiste establecer una relación con el pasado y cuáles son los peligros que la acechan. Más que el descrédito o el desprecio, advertía, hay que temer cierto tipo de trasmisión del pasado: «La forma en que se le rinde homenaje como “legado” es más perniciosa de lo que podría ser su desaparición» (Benjamin 1972, 1242). Pero ¿cómo evitar este sometimiento del pasado al conformismo por medio de una repetitiva exaltación? ¿Cómo alejarse en la medida de lo posible de la trasmisión dominante de los llamados «bienes culturales»? Las reglas que Benjamin pone en nuestras manos poseen plena vigencia a la hora de confrontarnos con su pensamiento: escapar a la ilusión de la continuidad, no buscar la empatización, atender al contenido de experiencia como núcleo temporal, reconocer qué demandas nos plantea ese pasado, qué reclama de nosotros, descubrir en él lo que potencia nuestra comprensión del presente y nuestra capacidad de reacción a las amenazas que alberga y mantener a raya toda forma de optimismo reconociéndola como ilusión paralizadora. Y, no lo olvidemos, acometer la tarea con una enorme dosis de desconfianza frente a nuestro propio propósito, dudar de nuestras buenas intenciones, especialmente de las buenas.

Mucho de lo que Benjamin pensó y escribió para de­sentrañar su presente posee un índice temporal que no puede ser ignorado. Las líneas de fuerza teóricas y políticas que atraviesan sus textos y les imprimen su sello específico, en buena medida a contrapelo de las líneas dominantes en su tiempo, ya no están a disposición de nuestro presente. Sin embargo, las cesuras históricas y teóricas que han roto la continuidad de dichas líneas son, al mismo tiempo, la condición de posibilidad para hacerse con el contenido de experiencia que albergan esos textos, algo que solo puede conseguirse desde una conciencia agudizada de la encrucijada actual en la que dicho contenido, al mostrarnos su núcleo temporal, se vuelve significativo para quienes habitamos el presente. «Pues no se trata de exponer las obras […] en el contexto de su época, sino de presentar en la época en la que surgieron la época que la conoce, esto es, la nuestra» (Benjamin 1931, 290). Importa, por tanto, comprender bien de qué hablamos cuando nos referimos al núcleo temporal de la verdad que «se encuentra al mismo tiempo en lo conocido y en el que conoce» (Benjamin 1982, 578 [744]).

Como dice Benjamin, hay que agarrar por los cuernos al presente para poder interrogar el pasado (Benjamin 1930, 259). Así pues, no se trata de averiguar lo que ese pasado «tiene que decirnos» hoy, como si pudiéramos hacerlo desfilar ante una tribuna que ocupamos por derecho propio y a resguardo de cualquier contrariedad. Esta entronización del presente como instancia que juzga al pasado se basa en una abstracción respecto a su propia constitución y en una ceguera frente las convulsiones que sacuden sus cimientos. Como si la engañosa imperturbabilidad garantizara una mirada limpia y objetiva sobre el pasado. Al contrario, son precisamente las sacudidas que en cada caso determinan el «ahora» las que sirven de puente y pueden generar conocimiento. En Dialéctica negativa, recordando la crítica de Walter Benjamin a la conocida frase de Gottfried Keller de que la verdad no puede salir corriendo y escapársenos, pues el pasado supuestamente está fijado para siempre y solo espera ser constatado, Adorno sugiere que, en virtud de su índice histórico, lo que caracteriza a la verdad es justamente la fragilidad (Adorno 1966, 45 [42]). El núcleo temporal de la verdad tiene que ver, por tanto, con la fragilidad, con lo que hace a la teoría vulnerable a las quiebras históricas, a sus contradicciones y a sus bloqueos. Ninguna otra guía podrá ayudarnos a cumplir con la cita a la que nos convocan los textos que se publican en este volumen.

Es significativo que para caracterizar el conocimiento histórico Benjamin utilizara, en una de las notas para la Obra de los pasajes, la imagen de una balanza de dos platillos. Uno cargado con una infinidad de hechos del pasado, y el otro, con el conocimiento del presente. En este segundo platillo recomendaba colocar solo unos pocos hechos, pero masivos y de enorme peso (Benjamin 1982, 585 [753]). Para Benjamin, esos pocos hechos de gran peso eran la descarnada lucha de clases, el fascismo ascendente y la guerra que se avecinaba. ¿Qué debemos poner nosotros en la balanza? Quizás hoy estemos de nuevo en condiciones de señalar unos pocos hechos contundentes y de gran peso que determinan el campo de fuerzas de nuestro presente: la amenaza de colapso sistémico y ecosocial, el creciente autoritarismo y el aumento imparable de seres humanos tratados como sobrantes y entregados a múltiples formas de violencia aniquiladora. A lo que habría que añadir que, en nuestro caso, ya no contamos con la posibilidad –que quizás tampoco estuvo del todo disponible en el momento en que la anhelaba y demandaba Benjamin– de un golpe revolucionario capaz de detener el curso catastrófico de la historia, que marcha a toda velocidad hacia el abismo. Quizás seamos la primera generación que empieza a contar con una más que probable aniquilación de la humanidad, fruto de procesos que nunca llegó a controlar realmente o sobre los que ha perdido el control. También en ese sentido nuestra experiencia se ha vuelto más pobre y nuestro horizonte más oscuro.

Con todo, quizás la actual constelación histórica ofrezca justo por ello una nueva posibilidad de actualización del pensamiento de Benjamin como no se ha dado en décadas anteriores. Antes de la irrupción de la última gran crisis, no eran pocos los que pensaban que la Europa fordista y postfordista había enmendado radicalmente la plana a los pronósticos y a los propósitos recogidos en sus textos. Los hechos parecían incontrovertibles: no había sido la alianza del materialismo histórico y la teología la que había ganado la partida al fascismo y al nacionalsocialismo, sino la fuerza militar y la potencia económica del capitalismo liberal aliado. La socialdemocracia, que Benjamin tanto criticara, era la que había cambiado a fondo las sociedades capitalistas y las había convertido en un espacio de prosperidad y relativa justicia social. Es más, los intentos de provocar un «estado de excepción» real bajo condiciones posrevolucionarias habían conducido a un terrorismo desesperado, mostrando su inviabilidad (Faber 2017). Así pues, todo intento de actualizar sus tesis sobre la historia o su pensamiento político parecía fuera de lugar. Ambas aportaciones tan solo poseían valor como testimonio de un tiempo de oscuridad y de esperanzas revolucionarias irrecuperables, a lo sumo interesantes para ejercicios académicos efectistas. Pero nada más. Quizás por eso, lo que destacaba entonces en ese horizonte era el Benjamin crítico de la cultura, teórico de los nuevos medios, precursor de una estética de la mercancía, etc. Ese otro Benjamin podía ser celebrado como mentor del giro icónico y de los nuevos regímenes de percepción, como anticipador de una estetización de la realidad ahora reconocible en infinidad de fenómenos y defensor de la ampliación tecnológica de las capacidades humanas de comunicación y acción. Claro que todo ello desvinculado de las pretensiones de revolución social y política con las que Benjamin asociaba estas transformaciones.

Sin embargo, la amenaza de colapso ecosocial y sistémico, la expansión del autoritarismo que vivimos en nuestros días y el peligro de que de nuevo una parte significativa de la humanidad sea suprimida o se la deje sucumbir conceden una especial significación a las reflexiones benjaminianas sobre el concepto de historia, que es, en forma eminente, un concepto político. No solo sus textos tardíos son una reacción a lo que estaba en juego con el ascenso al poder del nacionalsocialismo y los efectos inmediatos que produjo; toda su obra «puede ser leída como un entramado sutil de percepciones y sensaciones políticas» (John 1999, 74). Así pues, aunque la exhaustiva reconstrucción de su itinerario personal e intelectual llevada a cabo por J.-M. Palmier parece reforzar la idea de un joven Benjamin más interesado por interrogantes metafísicos y estéticos que por las quiebras sociales y políticas que sacudían la Europa de la I Guerra y los convulsos años de la República de Weimar (Palmier 2006, 148), estos acontecimientos están presentes en el trasfondo de su ocupación intelectual de estos años con los elementos teóricos del anarquismo romántico, el misticismo esotérico, el judaísmo, el neokantismo o la crítica literaria. Solo así resultan explicables la crítica del capitalismo y de la violencia encarnada en el Estado o la distancia frente a la visión progresista de la historia de gran parte de la izquierda tras el fracaso de la revolución fuera de Rusia; esos elementos de crítica y distancia aparecen formulados en algunos de los escritos y fragmentos inéditos de su primera etapa recogidos en este volumen. Buscar en la obra o el epistolario de Benjamin informaciones sobre determinados acontecimientos a partir de las cuales reconstruir una teoría del fascismo o una historiografía directa de los hechos no lleva a resultados reseñables. Pero esto no significa que, desde su fase temprana, Benjamin no dirigiese sus esfuerzos teóricos a la elaboración de un concepto político de historia capaz de dar cuenta del desastre que se avecinaba y que, cuando empezó a desplegarse en toda su potencia destructiva, al menos evitara toda complicidad con ella y ofreciera algún tipo de resistencia, por desesperada que fuese. Las tomas de posición política, sea respecto al Frente Popular, los procesos de Moscú o el pacto Hitler-Stalin, sea en sus análisis de los posicionamientos políticos y estéticos de los intelectuales antifascistas, constituyen referencias importantes a tener en cuenta en la «politización» de Benjamin. Pero lo que interesa aquí es sobre todo el modo en que su sensorio intelectual las registra en constelaciones conceptuales cuyo potencial crítico puede ser rescatado para el presente.

En una nota introductoria probablemente redactada para acompañar la publicación de algunos pasajes del Diario de Moscú (1927) en el diario francés L’Humanité, Benjamin atribuye retrospectivamente la radicalización política de su generación al fracaso de la revolución de 1918, del que responsabiliza al «espíritu pequeñoburgués y advenedizo de la socialdemocracia» (Benjamin 1927, 781). Este fracaso abría un doble frente en los esfuerzos de Benjamin por desentrañar el momento histórico: por un lado, comprender qué fuerzas y dinámicas profundas habían desencadenado la gran conflagración y de qué manera seguían determinando la evolución posterior y, por otro, desvelar las complicidades de ciertas representaciones de la historia y de la política en la izquierda europea que solo debilitaban la capacidad de resistencia frente a aquellas fuerzas y dinámicas. La guerra había puesto de manifiesto que, bajo las relaciones de dominación vigentes, la técnica estaba en condiciones de producir una violencia que ya no podía ser controlada en el marco del Estado de derecho liberal. Su complicidad con ella había quedado patente hasta en el apoyo de la socialdemocracia a los créditos de guerra y en el sofocamiento de toda pretensión revolucionaria radical que afectara al orden social vigente en la posguerra. El nacionalsocialismo representaba una prolongación de esta dinámica y de sus efectos destructivos, que acabarían por aniquilar hasta las últimas y minoritarias resistencias. Frente a esto, el optimismo racionalista de la socialdemocracia reflejaba una pérdida de realidad que dejaba indefensos a los oprimidos en su lucha contra esa violencia que amenazaba con volver a asolar Europa.

Para Benjamin, la violencia fascista era inseparable de la contradicción que analizara Marx entre el nivel de desarrollo histórico de las fuerzas productivas y su configuración en las relaciones sociales capitalistas. A falta de alternativa, esa contradicción abocaba a formas de estabilización política que se aprestaban a desviar las crecientes capacidades industriales hacia modos de empleo extrasociales y destructivos. De ahí la urgencia de elaborar una protohistoria de la modernidad capitalista capaz de dar cuenta de las fantasmagorías que enmascaraban el dominio de clase y el orden de producción capitalista con su carácter violento y destructivo, al tiempo que alimentaban una empatización con la mercancía y una irreflexiva conformidad con la dinámica catastrófica de la historia. Pero esta crítica no se elabora ex novo, a partir de un encuentro supuestamente decisivo con la comunista Asja Lacis en 1924, que según ciertas interpretaciones habría enterrado al Benjamin metafísico y teológico para alumbrar un Benjamin materialista y marxista, definitivamente político. Como ya hemos señalado, no solo es preciso leer los escritos tempranos de modo político: también resulta evidente que la presencia de la teología se agudiza en su pensamiento sobre el tiempo y la historia en los últimos años como respuesta a una realidad histórica marcada por la dominación fascista (John 2000, 58ss.). Tampoco en el «giro hacia el pensamiento político» –por seguir la expresión del propio Benjamin en su carta a Scholem de 21/7/1925 (Benjamin 1996, 60)– está ausente la teología (Uwe Steiner 2016, 51). El propio Benjamin habla de un proceso de completa transformación de la masa de imágenes y pensamientos provenientes de su pensamiento metafísico y teológico, que ahora nutren su «actual condición con toda su fuerza» (carta a W. Kraft, 25/5/1935, Benjamin 1999, 88)

En este contexto, la referencia implícita a una praxis transformadora constituye un elemento fundamental de su concepto político de historia. Pero esta referencia no se produce en forma de una ilustración reflexiva de una praxis dada por existente que, por medio de la teoría, se cualifica y se hace consciente de sí. Tampoco en forma de una proyección y planificación en el orden del pensamiento que señala a la praxis su objetivo y su camino. Benjamin reflexionó de modo cada vez más insistente y desesperado sobre el papel de los intelectuales en una constelación de peligros y amenazas excepcionales, pero no sucumbió a la tentación del pastoreo teórico de la praxis emancipadora, y menos aún se hizo trampas al solitario transfigurando al sujeto llamado a enfrentarse al fascismo en un luchador victorioso empujado por el vendaval del progreso. La relevancia de una praxis liberadora y capaz de hacer frente a la barbarie capitalista y nacionalsocialista se unía en su pensamiento a la percepción más aguda del derrumbamiento del sujeto al que se suponía llamado a ello. El sujeto de esa praxis no es imaginable sin la realidad de la praxis misma. Y esta tensión irresoluble al margen del efectivo devenir histórico afecta a la posibilidad de hablar de un sujeto de manera afirmativa y directa. Como veremos más adelante, el papel que Benjamin atribuye a lo mesiánico está directamente emparentado con esta tensión y con el ímprobo esfuerzo por mantener a raya dos tentaciones igualmente peligrosas: en primer lugar, la ilusión de un sujeto epistemológicamente competente para penetrar y desentrañar el verdadero carácter del curso histórico y su dinámica catastrófica al margen de una praxis real de resistencia y oposición; en segundo lugar, la identificación con dicho curso histórico como destino irremediable y la negación de toda posible intervención liberadora allí donde su poder aniquilador la exige de modo más imperioso. A pesar de la conciencia del peligro, Benjamin se resistía desesperadamente a renunciar a la esperanza de una transformación y, al mismo tiempo, se veía asediado por el temor de que ya era muy tarde para ello. De ahí su percepción agudizada de las innumerables oportunidades perdidas a lo largo de la historia y su aviso constante sobre la posibilidad de volver a perderla.

Este esfuerzo cristaliza de modo especial en la «hermenéutica del peligro» practicada por Benjamin (John 1991, 67). Esta consistía en exponerse en máxima proximidad a las amenazas históricas para desentrañarlas y combatirlas desde la comprensión más cabal de las fuerzas que ellas desencadenaban, por más que esta exposición entrañara el riesgo que la antigua mitología atribuía a la contemplación de la Gorgona: quedar petrificado al mirarla. Quizás esto explique la obstinada resistencia de Benjamin a abandonar Europa (Adorno 1968, 186 [177]). Esta hermenéutica del peligro parte de un sujeto del conocimiento que se sabe amenazado de destrucción por el proceso mismo que intenta describir. No se trata pues de un sujeto con poder, que establece una relación libre y soberana con su objeto, sino que este (la dominación nacionalsocialista) le viene impuesto sin que él pueda substraerse y amenaza su integridad psíquica, política o incluso física. Esa coacción del objeto a conocer sobre el sujeto cognoscente no puede eliminarse mediante una reflexión sistemática y distanciada. Pues solo en el ámbito del peligro es posible aclararse verdaderamente sobre él y sus raíces. Solo en el origen mismo de la catástrofe puede identificarse la fuerza que esta desencadena y solo ahí puede ponerse a prueba la esperanza en una fuerza contraria. Sin embargo, esa cercanía al peligro puede llevar también a la pérdida total de la distancia y por tanto a una sumisión al estado negativo que cierra todas las posibles salidas o busca refugio en proyecciones distópicas de hundimiento y destrucción total. Esta ambigüedad de la hermenéutica del peligro no puede resolverse a priori en el ámbito de la teoría, dado que la exposición al peligro es real y no meramente imaginada. Pero precisamente aquí quizás se haga visible la estructura profundamente apocalíptica del pensamiento de Benjamin: en el intento de una fundamentación no teleológica de la acción que confiere un sentido a la resistencia y la oposición en medio de una situación desesperada.

Una de las cuestiones más controvertidas sobre la obra de Walter Benjamin es la referida a su continuidad y sus posibles rupturas. Él siempre se movió en constelaciones cargadas de tensiones irresueltas, cuyos polos adoptaron diferentes configuraciones a la vez que cada uno de ellos se modificaba y reformulaba. Pero el tópico de una evolución desde un pensamiento metafísico en la juventud hasta un materialismo histórico de corte marxista en la última etapa de su vida no se sostiene (Blättler/Voller 2016, 17s.). En una carta dirigida a Gretel Adorno en abril de 1940, en la que pone en relación la escritura de las tesis «Sobre el concepto de historia», su último escrito, con la constelación histórica y política ocasionada por la guerra, Benjamin advierte que en ellas recoge pensamientos que ha guardado consigo «durante veinte años» (Benjamin 1999, 435). Esta declaración pone en evidencia que las categorías de continuidad o ruptura no nos sirven para acercarnos a los textos recogidos en este volumen, que recorren asimismo ese periodo de veinte años. Quizás podría hablarse de una continuidad no homogénea de preguntas, planteamientos y campos temáticos que en la última etapa buscó inspiración en el materialismo histórico.

Si en este volumen colocamos en primer lugar las tesis «Sobre el concepto de historia» –que cronológicamente es el último escrito– es porque el pensamiento de Benjamin va ganando en intensidad y determinación en la confrontación con un presente cada vez más claramente catastrófico. Eso se refleja en este texto como en ningún otro. La centralidad que adquiere aquí el «problema del recuerdo (y el olvido)» permite reconocer el foco en el que confluyen muchas de las líneas teóricas trabajadas previamente y, al mismo tiempo –como le confiesa a Gretel Adorno en la mencionada carta–, es la cuestión en la que quería concentrar todos sus esfuerzos a partir de ese momento. Dado que concedemos a la confrontación con la catástrofe histórica un valor clave para la interpretación de toda su obra, también consideramos que las tesis «Sobre el concepto de historia» deberían servir de guía para la lectura del resto de textos. Esto se justifica además porque las tesis están claramente conectadas con las consideraciones epistemológicas y de teoría de la historia formuladas en los materiales para la Obra de los pasajes, así como con el artículo sobre Eduard Fuchs, del que Benjamin retoma pasajes centrales en ellas. Como le escribe a Horkheimer el 22 de febrero de 1940, en las tesis se exponen los planteamientos fundamentales que están en la base de sus trabajos sobre Baudelaire y sobre la protohistoria de la modernidad capitalista (Benjamin 2000, 400).

Pero si puede decirse que las tesis se encuentran en cierto modo en el punto de intersección de todos los esfuerzos teóricos de Benjamin en su última etapa, al mismo tiempo, también son el testimonio de una exposición radical al cierre de horizontes que representan el fascismo, el nacionalsocialismo y el comienzo de la II Guerra Mundial, frente al cual pretenden abrir una grieta, por pequeña que sea, a la posibilidad de una acción de contestación y transformación radical que se había vuelto extremadamente improbable. El gesto mesiánico y apocalíptico de resistir desde la debilidad al destino mítico de una violencia que se reproduce incansablemente conecta con su temprano artículo «Para una crítica de la violencia», así como con fragmentos que no encontraron una forma acabada, pero que hoy reconocemos como inspiradores de toda su trayectoria: «Capitalismo como religión» y «Fragmento teológico-político». Su mirada retrospectiva a la I Guerra y a la estetización del horror en «Teorías del fascismo alemán» pone asimismo de manifiesto su premonitoria percepción del desastre que se avecinaba.

Entre las muchas dificultades a las que se enfrenta la recepción de los escritos de Benjamin destaca el carácter fragmentario, inconcluso y variante de los mismos, que impide identificar una obra claramente diferenciable de su recepción. Podría decirse que, en este caso, es la recepción la que en buena medida ha generado una parte importante de la obra misma (Schöttker 1999). No solo los escritos no publicados, también muchos de los que aparecieron en vida están incrustados en un lecho de notas, suplementos y versiones que los superan en extensión y despiertan tanto interés como los escritos mismos. Interpretación y construcción van inevitablemente de la mano. En este sentido, las obras de Benjamin pueden ser vistas en muchos casos como un «proceso» que no quedó cerrado con su muerte. Y ese proceso sigue en marcha con una nueva edición de sus obras y su legado en la misma editorial que publicó sus escritos reunidos bajo la dirección de R. Tiedemann y H. Schweppenhäuser. Sin negar la importancia de una lectura integral de los textos y de los entramados textuales con los que están imbricados, este volumen pretende ofrecer un primer acceso a los textos mismos en la versión más canónica, intentado combinar fidelidad y fluidez en la traducción. Para los textos publicados en vida la elección de la edición de referencia no platea grandes dificultades. Pero no es este el caso de las tesis, de las que existen seis o siete versiones entre manuscritos y mecanografiados y sabemos que Benjamin no deseaba ver publicadas en ese estado. A pesar de todos los esfuerzos de la nueva edición de sus obras por ampliar la nómina de manuscritos mecanografiados de las tesis, su nuevo editor termina concluyendo que fue correcta la decisión editorial de Tiedemann y Schweppenhäuser de considerar la versión publicada en el primer volumen de los Gesammelte Schriften como aquella que se corresponde del modo más preciso con la intención de Benjamin (Raulet 2010, 214). A eso nos atenemos también aquí.

Los conceptos de «historia» y «política» constituyen los dos polos del espacio teórico en el que se sitúan los textos reunidos en este volumen. Sobre cada uno de ellos existen infinidad de interpretaciones y comentarios que pueden ser de gran ayuda. En el caso de las tesis, poseen gran valor sin duda los de Konersmann (1991), Gentili (2002), M. Löwy (2005) y R. Mate (2006). En relación con el ensayo «Para una crítica de la violencia» también es posible remitir a interpretaciones y comentarios de indudable interés, como los de Derrida (1997), Agamben (1998), Maura (2010) o Menke (2018). A continuación, ofrecemos por nuestra parte algunas pistas para la lectura con acentos propios que pueden ser de ayuda. En estas pistas no se trata de analizar en detalle el contenido de cada uno de los textos en particular sino de presentar las líneas temáticas fundamentales que permiten una lectura adecuada de los mismos.

II. Teología y política

Benjamin confiaba en la capacidad expresiva de las imágenes para exponer relaciones complejas y de difícil abordaje discursivo. La relación de su pensamiento con la teología aglutina no pocas de ellas. La primera que viene a la mente es la de que su pensamiento se relaciona con la teología como el «papel secante» con la «tinta» (Benjamin 1982, 588 [757]). Con esta imagen, Benjamin parece dar a entender una pretensión de total absorción y completa desaparición de la teología en su pensamiento. Este estaría empapado de ella, pero lo estaría de una manera que pretende eliminar todo rastro. Probablemente una parte importante de las corrientes del pensamiento moderno ilustrado se reconocería en esta intención de completa absorción y borrado. Pero las apariencias engañan. Benjamin da a entender al mismo tiempo que la pretensión no se puede consumar o no se consuma de hecho. Bien porque hay elementos que se resisten a ser absorbidos, bien porque el volcado comporta riesgos que pueden conducir a un resultado paradójico. Estamos ante una difícil operación en la que está en juego la propia profanización de la teología. Si nos fijamos detenidamente en la imagen, nos daremos cuenta de que no se trata simplemente de trasladar o traducir los contenidos teológicos a conceptos secularizados, no se trata de elevar hegelianamente a concepto racional las experiencias religiosas, sino que se trata de una forma de pensar que se orienta por un «vuelco dialéctico» de momentos dispares, que busca la máxima tensión entre ambos polos.

El tampón desearía absorber toda la tinta, pero no es seguro que lo logre. A la modernidad secularizada le gusta presentarse como heredera que cancela la herencia y la amortiza. Pero ¿es así? En un fragmento temprano que ha sido titulado «Capitalismo como religión» (infra, 85-89), Benjamin define el capitalismo como un «fenómeno esencialmente religioso». Aquí la modernización capitalista, bajo la aparente negación del universo religioso, se revela como una secularización malograda, como el reino del destino mítico, de la culpa y el castigo, de las fantasmagorías y las alucinaciones. Parece que no hay escapatoria al dominio de la religión, que allí donde impera la racionalidad de los contratos, de la instrumentalidad y el cálculo, de los intercambios de equivalentes, de las preocupaciones y necesidades inmanentes de los seres humanos, funciona un culto sin pausa ni final que ni libera de la angustia de la existencia ni cancela la deuda elevada a divinidad aniquiladora y demoledora: el Moloch «capital». Pero si la modernidad capitalista no ha escapado al hechizo de la religión, entonces quizás haya que repensar de modo radical la relación entre la religión y lo profano, si es que se pretende una verdadera liberación del culto sacrificial que se perpetúa tras su cancelación solo aparente.

En una nota publicada póstumamente con el título de «Fragmento teológico-político» (infra, 83-84), Benjamin establece una línea divisoria radical entre la religión y lo profano, entre el «Reino de Dios» y lo histórico, que, sin embargo, permite pensar una forma de relación entre ambos en claro contraste con las formas convencionales de leer el concepto de secularización. Lo interesante del planteamiento de Benjamin es que su manera de concebir la relación de lo profano y lo mesiánico se dirige directamente contra esa especie de secularización fracasada que pone al descubierto su fragmento «Capitalismo como religión», en el que, como hemos visto, se denuncia la transformación gradual de los elementos paganos del cristianismo en la praxis capitalista. Con una nueva lectura de la relación entre lo profano y lo religioso, Benjamin pretende contribuir a una profanización radical, todavía pendiente, del orden de lo profano y, por lo tanto, a una salida de la lógica pseudoreligiosa del capitalismo.