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Fui yo quien dejó a W., tras una relación de seis años. Por cansancio pero también al no verme capaz de cambiar mi libertad, recuperada tras dieciocho años de matrimonio, por una vida en común que él deseaba fervientemente desde el principio. Unos meses después, W. me anunció que se iba a vivir con una mujer cuyo nombre no quiso decirme. A partir de ese momento caí presa de los celos. La imagen y la existencia de la otra mujer se convirtió en una obsesión, como si hubiera penetrado dentro de mí. Esa es la ocupación que describo aquí.
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Seitenzahl: 49
Veröffentlichungsjahr: 2022
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LA OCUPACIÓN
ANNIE ERNAUX
TRADUCCIÓNLYDIA VÁZQUEZ JIMÉNEZ
CABARET VOLTAIRE2022
PRIMERA EDICIÓNoctubre 2022
TÍTULO ORIGINALL'Occupation
Publicado por
EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.
www.cabaretvoltaire.es
©2002 Éditions Gallimard
©de la traducción, 2022 Lydia Vázquez Jiménez
©de esta edición, 2022 Editorial Cabaret Voltaire SL
BIC: FA
ISBN-13: 978-84-19047-15-1
Dirección y Diseño de la Colección
MIGUEL LÁZARO GARCÍA
JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA
FOTOGRAFÍAS
Cubierta: Head, 1997 ©Gerhard Richter
Guarda: Annie Ernaux, 2001 ©Pierre-Franck Colombier
Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.
LA OCUPACIÓN
Con la conciencia de que, si tenía el valor de ir hasta el final de lo que sentía, acabaría por descubrir mi propia verdad, la verdad del universo, la verdad de todas esas cosas que nunca terminan de sorprendernos y de hacernos daño.
JEAN RHYS
Después de dejar al señor Mackenzie
He querido escribir como si tuviera que estar ausente cuando se publicara el texto. Escribir como si tuviera que morir y ya no hubiera jueces. Aunque sea una ilusión, quizá, creer que el advenimiento de la verdad dependa solo de la muerte.
Mi primer gesto al despertarme era cogerle el sexo, empinado por el sueño, y quedarme así, como aferrada a una rama. «Mientras siga asida a esto, me decía, no estaré perdida en el mundo.»
Si reflexiono hoy sobre lo que significaba la frase, me parece que quería decir que el único deseo posible era ese, tener el sexo de aquel hombre agarrado con la mano.
Ahora está en la cama de otra mujer. Puede que ella haga el mismo gesto, tender la mano y cogerle el sexo. He estado viendo esa mano durante meses, y me daba la impresión de que era la mía.
Sin embargo, fui yo quien dejó a W. unos meses antes, tras una relación de seis años. Por cansancio pero también al no verme capaz de cambiar mi libertad, recuperada tras dieciocho años de matrimonio, por una vida en común que él deseaba fervientemente desde el principio. Seguíamos llamándonos por teléfono, nos veíamos de vez en cuando. Me llamó una noche, me anunció que se mudaba de su apartamento para ponerse a vivir con una mujer. A partir de ese momento, deberíamos seguir ciertas reglas a la hora de telefonearnos —solo a su móvil—, a la hora de vernos —nunca por la noche ni los fines de semana—. Por la sensación de debacle que me invadió de inmediato, supe que había surgido un elemento nuevo. A partir de entonces, la existencia de esa mujer invadió la mía. Solo pensaba en y por ella.
Esa mujer me llenaba la cabeza, el pecho y el vientre, me acompañaba a todas partes, dictaba mis emociones. Al mismo tiempo, aquella presencia ininterrumpida me llevaba a vivir intensamente. Me provocaba sacudidas internas que nunca antes había conocido, desplegaba en mí una energía, una inventiva de la que jamás me habría creído capaz, me mantenía en una actividad febril y constante.
Estaba, en ambos sentidos de la palabra, ocupada.
Aquel estado alejaba de mí preocupaciones y disgustos cotidianos. En cierta manera, me ponía fuera del alcance de la mediocridad habitual de la vida. Pero la reflexión que suelen suscitar los acontecimientos políticos, la actualidad, tampoco hacían mella en mí. Por mucho que intente hacer memoria, aparte del Concorde que se estrelló nada más despegar contra un Hotelissimo de Gonesse, nada en el mundo del verano del año 2000 me dejó recuerdo alguno.
Por un lado, estaba el sufrimiento, por otro, la incapacidad de mi mente a la hora de pensar en otra cosa que no fuera la constatación y el análisis de dicho sufrimiento.
Necesitaba a toda costa enterarme de su apellido y de su nombre, de su edad, su profesión, su dirección. Descubría por primera vez que esos datos, retenidos por la sociedad para definir la identidad de un individuo y que se pretende, a la ligera, carentes de interés para el conocimiento real de una persona, eran, al contrario, primordiales. Solo si los conseguía, podría extraer de la masa indiferenciada de todas las mujeres un tipo físico y social, figurarme un cuerpo, un modo de vida, elaborar la imagen de un personaje. Y en cuanto me dijo, reticente, que tenía cuarenta y siete años, que era profesora, divorciada con una hija de dieciséis años y que vivía en la Avenue Rapp, en el distrito 7, surgió una silueta de traje de chaqueta estiloso y blusa a juego, peinado impecable, recién salido de la peluquería, y preparando las clases en un despacho envuelto en la penumbra de un piso burgués.
El número 47 adquirió una extraña materialidad. Veía las dos cifras por todas partes, inmensas. Ya solo era capaz de contemplar a las mujeres en función del paso del tiempo y de un envejecimiento cuyos signos valoraba yo comparándolos con los míos. Todas las que me parecían tener entre cuarenta y cincuenta años, vestidas con esa «sencilla distinción» que uniformiza a las vecinas de los barrios elegantes, eran dobles de la otra mujer.
Me di cuenta de que odiaba a todas las profesoras —algo que sin embargo había sido yo, y que seguían siendo mis mejores amigas—, porque de repente las encontraba demasiado seguras de sí mismas, sin fisuras. Así que recuperé la percepción que tenía de ellas cuando estudiaba en el instituto y me impresionaban tanto que pensaba que nunca podría desempeñar semejante oficio y parecerme a ellas. Era el cuerpo de mi enemiga, propagado al conjunto del nunca mejor dicho cuerpo docente.