La pareja que engañó a todo el mundo - Maisey Yates - E-Book

La pareja que engañó a todo el mundo E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Eso sí que era no perder de vista al enemigo... La mayoría de las mujeres matarían por estar entre los brazos de Ferro Calvaresi. El enigmático italiano era uno de los hombres más ricos del mundo y uno de los empresarios más importantes del mundo de la tecnología. Pero Julia Anderson no era como la mayoría de las mujeres. Ella era tan rica como Ferro y tan ambiciosa como él. La única manera de conseguir aquel proyecto era que los dos adversarios se asociaran. Pero no esperaban que la prensa se creyera tan fácilmente aquella farsa. ¿Acabarían creyéndosela ellos también y haciéndola realidad para siempre?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Maisey Yates

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La pareja que engañó a todo el mundo, n.º 2291 - febrero 2014

Título original: The Couple Who Fooled the World

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4023-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Por su diseño y su facilidad de uso, el nuevo sistema operativo está muy por encima de cualquier competidor –Julia Anderson se giró para señalar la pantalla de alta definición que tenía detrás, en la que se estaba proyectando la interfaz de su ordenador para que lo vieran las miles de personas del público y los millones que estaban viendo la presentación por televisión y por Internet desde todos los rincones del mundo–. Tiene un diseño impecable, fácil de utilizar y estéticamente agradable, algo que, como todos sabemos, también importa. En tecnología no importan solo los cables, lo que importa es la gente.

Sonrió para las cámaras, segura de su buen aspecto. Menos mal que tenía un estilista personal y todo un equipo que se encargaba de que estuviera perfectamente peinada y maquillada porque sin ayuda, era un completo desastre. Se lo habían dicho muchas veces. Pero con una legión de personas que se aseguraban de que estuviera presentable, se veía capaz de enfrentarse al mundo entero, literalmente, con total confianza.

–Pero el diseño no lo es todo –tomó aire y volvió a mirar al ordenador–. También tiene que haber una buena seguridad. El nuevo cortafuegos que hemos incluido es el más seguro que hay ahora mismo en el mercado. Es capaz de identificar y bloquear las amenazas más sofisticadas, por lo que podrán tener la tranquilidad de saber que sus datos están protegidos.

En ese momento vio parpadear la imagen del monitor que tenía delante y apareció en el centro un vídeo que enseguida ocupó la pantalla entera. Julia se quedó helada mientras todo el mundo tenía los ojos puestos en ella y en la pantalla gigante que había a su espalda, donde se podía ver lo mismo que había en su ordenador.

–¿Seguro? A mí no me lo parece, señora Anderson. Puede que nos proteja de los pocos piratas informáticos que utilizan Anfalas porque cualquiera que use el programa Datasphere podrá entrar en el equipo sin ningún problema.

Sintió un sudor frío en la nuca. Le ardían las mejillas. Ferro Calvaresi era una auténtica pesadilla que la perseguía. Aunque, para ser justo, también lo era ella para él. Y los dos eran una pesadilla para Scott Hamlin. En pocas palabras, tenían la costumbre de molestarse los unos a los otros, pero aquello era demasiado.

El rostro de Ferro, ese rostro tan hermoso que resultaba enervante, había invadido toda la pantalla y, por tanto, su presentación. Su petulante sonrisa era la demostración de un fallo de seguridad del que Julia no sabía nada.

–Cualquiera no, señor Calvaresi –le rebatió, tratando de mantener la calma porque sabía que su humillación se estaba viendo en todo el mundo. El lanzamiento de su nuevo sistema operativo era la noticia del día, igual que ocurría cada vez que salía cualquier producto de Anfalas. Y Ferro acababa de estropearlo–. Casi se necesita tener un máster en tecnología para saber utilizar Datasphere. Sin embargo, los ordenadores Anfalas están pensados para el usuario.

–Pues su usuario acaba de sufrir un ataque. Quizá haya algún dato bancario al que pueda acceder.

Le hizo un gesto a uno de los técnicos para que cortara la comunicación entre el ordenador y la pantalla, que se quedó en negro al mismo tiempo que cortaba también el sonido. La voz y el rostro de Ferro seguían en su ordenador.

–Se acabó –le dijo, lanzándole una mirada fulminadora. Luego levantó la mirada hacia el público–. Les pido disculpas por la interrupción. Ya saben cómo es la competencia. No me extrañaría que estuviese intentando compensar ciertas carencias –el público estalló en carcajadas.

Los miembros de la prensa se morían de impaciencia, pero sabían que no debían bombardearla a preguntas antes de que llegara el momento indicado. Julia era muy estricta y no le gustaba que sus presentaciones sufrieran interrupción alguna.

Qué rabia.

Enseguida le llevaron otro ordenador y pudo proseguir con la demostración. Estaba claro que la parte en la que hablaba de la seguridad del nuevo sistema había quedado deslucida, así que optó por pasar directamente a hablar de la alta definición de los nuevos monitores y mostrar las bondades de los programas de edición de imagen y sonido, dos cosas que siempre causaban mucho efecto entre sus clientes.

Y cuando terminó decidió esquivar a la prensa. Salió a toda prisa del escenario, se puso las gafas de sol y agarró el bolso de manos de su ayudante.

–¿El coche?

–Por la puerta de atrás. Hemos puesto otro frente a la puerta principal para engañar a la prensa.

–Gracias –dijo Julia.

Habría querido abrazarse a él y echarse a llorar, pero Thad la habría regañado por estropearse el maquillaje. De todas maneras, ella jamás mostraría semejante debilidad. Los débiles no sobrevivían ni en la vida ni en los negocios, por eso ya nunca daba muestra alguna de vulnerabilidad. Sabía por experiencia que no debía hacerlo.

Lo que haría sería irse a casa, a su mansión con vistas al mar, mirar por la ventana y comerse un litro de helado. Sí, señor, se iba a entregar a la ingesta de calorías. Y después... después planearía una buena venganza contra el maldito Ferro Calvaresi.

Salió del edificio por la puerta de atrás, se metió en la limusina que la esperaba y cerró la puerta rápidamente para marcharse de allí cuanto antes.

–Hola.

Apenas giró la cabeza se quedó boquiabierta. Allí estaba Ferro, con su sonrisa burlona.

–¿Qué demonios...? ¿Qué haces en mi coche?

–Es el mío. Es que todas las limusinas se parecen.

–¿Entonces qué has hecho con mi coche?

–Le dije al conductor que se fuera, que ya tenías coche. Y que tenías una reunión... conmigo.

–¿Para poder darte un puñetazo en la cara por el numerito que has montado en mi presentación?

–Parece que has olvidado lo que ocurrió en mi último lanzamiento.

Julia trató de no sonreír.

–¿El qué?

–Las bolsas que dimos a los asistentes con el lanzamiento del nuevo teléfono de Datasphere tenían dentro tu OnePhone. Y luego proyectaste vuestro eslogan publicitario en la pared.

–OnePhone puede con todos –recordó riéndose–. No pasa de moda.

–No estoy de acuerdo.

–El problema es que tu presentación no era nada comparada con la mía. En la vuestra no había más que un grupo de informáticos. Mis presentaciones son todo un acontecimiento.

–Solo porque cada vez que sacas un producto nuevo lo conviertes en un espectáculo.

–Ese es mi estilo y a la gente le gusta. Marco tendencias, Calvaresi.

–¿Ah, sí? Las tendencias siempre pasan, si no, pregúntaselo a los vaqueros lavados a la piedra.

–Yo no dejo de evolucionar –replicó–. Mis productos no pierden importancia –el coche se puso en movimiento–. ¿Dónde vamos?

–A mi despacho.

–Mi jornada de trabajo ha terminado.

–No, Julia. A no ser que quieras perderte la oportunidad de tu vida.

–Acabo de tenerla ahí dentro –se miró las manos. Aquellas uñas no parecían suyas con esa manicura tan cuidada. Aunque no todo era tan fácil. Con cosmética y ropa cara, podía esconder a la loca de los ordenadores, pero seguía estando ahí. Lo que no haría sería dejar que el mundo volviera a ver a esa muchacha débil y vulnerable nunca más–. Yo me encuentro con las oportunidades de mi vida constantemente –volvió a mirarlo–. Oportunidades con las que la mayoría de la gente no se encuentra nunca. ¿Por qué? Porque trabajo mucho y porque soy un genio. Lo que quiere decir que, si paso de esta oportunidad, surgirá otra antes de la cena.

–Yo no apostaría por ello.

–Pareces muy seguro.

Ferro la miró fijamente y esbozó una ligera sonrisa.

–Barrows se ha puesto en contacto contigo.

–¿Cómo lo sabes?

La sonrisa creció en sus labios.

–No estaba del todo seguro hasta ahora. También se han puesto en contacto conmigo. Y con Hamlin. Nos están tanteando para diseñar el nuevo sistema de navegación de sus coches de lujo.

–¿Ah, sí? –preguntó sin entonar la pregunta.

Aquella oferta era lo más importante que le había ocurrido desde que el OnePhone se había convertido en el teléfono móvil más vendido en Estados Unidos. La posibilidad de que millones de coches fueran equipados con sus sistemas de navegación era algo increíble. Impresionante. Pero parecía que se enfrentaba a una dura competencia.

–Así es. Y, si quieres conseguirlo, yo puedo ayudarte.

–No necesito tu ayuda.

Ferro no se inmutó.

–Claro que la necesitas. Acabo de hacer que parezcas tremendamente vulnerable y poco preparada. Me parece que necesitas mi ayuda más de lo que crees.

Julia apretó los dientes. No había nada que odiara más que la palabra «vulnerable».

–¿Dónde está la trampa, Calvaresi?

–Tendrás que verme más –dijo, con una gran sonrisa triunfal.

Dios. Qué irritante era. Y qué guapo, lo que le hacía aún más irritante.

–¿Por qué? Si tienes intención de hacer más numeritos como el de hoy, no me va a hacer ninguna gracia tener que verte.

–La mayoría de las mujeres se alegrarían de verme más a menudo.

–La mayoría de las mujeres no se disputan contigo los beneficios del mercado ni el liderazgo como mejor empresa de tecnología del mundo.

–Ni tampoco me ocasionan tantas molestias. Pero estoy dispuesto a dejarlo pasar por un buen motivo.

–¿Qué buen motivo?

–Te seré sincero. Yo no puedo optar a ese proyecto, pero tú tampoco. Carezco de la... simplicidad de tus productos.

–Desde luego los tuyos no están pensados para el usuario.

–Porque no quiero empobrecerlos solo para vender más, a menos que sea necesario.

–Eres un esnob.

–Bueno –continuó diciendo–, el caso es que no tenemos la tecnología necesaria para que el sistema de navegación sea fácil y accesible para todo el mundo. Pero sabes que mis procesadores son mejores y más duraderos que los tuyos. Hamlin es capaz de ofrecer una versión mediocre de mi procesador y de tu interfaz. Ninguna de las dos cosas sería tan buena como el original, pero es cierto que su procesador es mejor que el tuyo y su interfaz es mejor que la mía.

–¿Cómo sabes todo eso?

–Gracias al espionaje industrial, por supuesto.

–Eso no está bien.

–Sí, claro, como si tú nunca lo hubieras hecho.

Julia fingió estornudar y aprovechó para mirar por la ventana. Después de siete años, seguía impresionándole el paisaje de la costa californiana. Allí había empezado de cero una nueva vida.

Se había reiniciado por completo.

En aquel momento necesitaba una manera de huir por un instante de Ferro, de sus preguntas, sus sonrisas y de ese aroma masculino que desprendía, y no era nada fácil en un entorno tan reducido como el del interior de la limusina.

Muchos informáticos olían como si acabaran de salir de una cueva e incluso tenían la espalda algo encorvada de estar frente al ordenador. Quizá si no hubiera contratado al asesor de imagen, también ella habría acabado así porque lo cierto era que en su vida eran mucho más importantes los códigos binarios que el aspecto que tuviera. Las veces que había intentado arreglarse sola había acabado con una pinta ridícula. Sin un asesor, era un absoluto desastre.

Ferro, sin embargo, no era así. Tenía una elegancia y un atractivo sexual a los que rara vez prestaban atención las personas de su inteligencia, incluyéndola a ella.

Julia no podría lograr semejante atractivo sexual, ni siquiera con ayuda, aunque quisiera.

–Deduzco que tu silencio significa que estás de acuerdo –dijo él, con sequedad–. No quiero que Hamlin se haga con el proyecto porque lo quiero yo. Y estoy seguro de que a ti te pasa lo mismo.

–Sí –admitió ella sin apartar la mirada del paisaje. Al ver que la limusina tomaba un desvío, se giró hacia Ferro–. Pensé que íbamos a tu despacho.

–Sí, al de mi casa.

Julia frunció el ceño.

–¿Por qué?

–No quiero que nuestra alianza se haga pública hasta que sepa cómo presentarla al mundo.

–Hablas mucho en singular para estar proponiéndome que trabajemos juntos.

–¿Tienes algún problema? –le preguntó, desafiante.

–Uno no puede pensar en singular cuando se trabaja en equipo, Ferro, no sé si lo sabes.

–Odio los tópicos.

–Por algo se convierten en tópicos. Porque son ciertos.

–No necesariamente.

El vehículo se detuvo junto a un puesto de seguridad. Ferro bajó la ventanilla, puso el dedo pulgar en un escáner y luego le pidió a Julia que hiciera lo mismo.

–No va a reconocer mi huella.

–Lo sé, ni te servirá para que se abra la puerta, pero guardo el registro.

–¡Tienes un registro de huellas dactilares! Qué paranoico.

–¿Te parece innecesario?

Julia se encogió de hombros y le dio la razón a regañadientes. Seguramente ella era uno de los motivos por los que Ferro era tan paranoico, pues a menudo había tratado de descubrir todos sus secretos profesionales. Pero él también lo hacía.

–Ahora tú –le dijo él.

Miró a la ventana de su lado.

–¿Qué quieres, que pase por encima de ti para sacar la mano?

En sus ojos apareció un brillo malévolo.

–Eso es.

Julia sintió que le ardían las mejillas, pero tuvo mucho cuidado de no mirarlo a los ojos y de no parecer nerviosa. Estaba acostumbrada a los hombres y a sus insinuaciones, hasta el punto que ya ni la afectaban. Especialmente cuando llevaba puesta su coraza; esa imagen que ofrecía al mundo. Solo tenía que volver a comportarse como la ejecutiva fría y agresiva de siempre y recordar que Ferro Calvaresi solo pretendía intimidarla. Y ella jamás se dejaba intimidar por ningún hombre.

Así pues, respiró hondo y estiró el cuerpo por encima de él. Al rozarle el pecho le dio un vuelco el corazón y sintió algo tremendamente inquietante en todo el cuerpo. Algo que la dejó temblorosa y sin aliento.

Ahí estaba otra vez ese olor. De cerca podía apreciar todos los matices. Notó el aroma intenso de la loción de afeitado y otro más suave del jabón. Los dos cubrían esa piel limpia, tersa y masculina...

No estaba muy familiarizada con los olores masculinos, así que no sabía si había acertado en su interpretación. Claro que tampoco debería estar pensando en cómo olía Ferro Calvaresi.

«Pon el dedo en el escáner y apártate de él, estás retrocediendo».

Volvía a ser la adolescente triste y solitaria que había sido en otra época. La muchacha que no encajaba en ninguna parte y que finalmente había dejado de intentar hacerlo. Pero entonces lo habían intentado sus padres por ella y había sido aún peor porque había descubierto lo que ocurría cuando se era vulnerable, ingenua y confiada.

Apartó el recuerdo de su mente, se estiró un poco más para llegar al escáner e intentó no sentir el roce de su brazo en el pecho. No volvió a respirar hasta que oyó el pitido que confirmaba que la máquina había registrado su huella y pudo volver a su asiento.

Habían avanzado apenas unos metros cuando apareció otra puerta.

–No puede ser –murmuró Julia.

–Esta se abre con una clave –aclaró él mientras marcaba dicha clave en el teclado de su teléfono.

–Vaya.

–¿Es que tú no tienes el teléfono sincronizado con el sistema de seguridad de tu casa?

–No. Pero tengo un montón de juegos de lo más sofisticados.

–¿Cómo es posible que tus teléfonos se vendan más que los míos? –le preguntó, arrugando el entrecejo.

–¿No acabas de oír las palabras «juego» y «sofisticado»? Por eso se venden tanto.

–Pero eso no tiene ninguna utilidad práctica.

–Es posible, lo que ocurre es que la mayoría de la gente no tiene sistemas de seguridad de paranoicos.

–¿Cómo es el tuyo?

–Igual de paranoico que el tuyo, pero no necesito controlarlo desde el teléfono.

–Tendrás que reconocer que esto también es muy sofisticado.

–Está bien.

El coche se detuvo frente a una enorme casa que recordaba a un palazzo italiano. Ferro salió con una enorme sonrisa en los labios, le abrió la puerta a Julia y le ofreció una mano. A ella volvió a darle un vuelco al corazón al notar otra vez su olor.

–Corta el rollo, Calvaresi, esto es una reunión de negocios –salió del coche por si sola y cerró la puerta, teniendo mucho cuidado de no rozarlo en ningún momento–. No hagas nada que no harías con otro rival profesional.

–Tendré en cuenta que te pone nerviosa que te toque.

–¿Que me pone nerviosa? De eso nada. Lo que ocurre es que no quiero jueguecitos. Dime qué es lo que quieres para que pueda volver a casa cuanto antes. A estas horas del día, necesito urgentemente una copa de vino.

–Entonces pasa y tómatela aquí porque no va a ser una reunión corta.

–Claro que lo va a ser porque intuyo que no me va a gustar lo que me vas a proponer.

–No te va a gustar, pero no eres tonta y por eso me vas a escuchar.

–¿Ah, sí?

–Sí. Sabes que tienes algo que necesito y yo tengo algo que tú necesitas. La única manera de conseguirlo es que unamos nuestras fuerzas.

–Prefiero arder en el infierno.

–Estupendo, pero eso no servirá para conseguir el negocio, mientras que trabajar conmigo sí lo hará.

–No, solo conseguiré la mitad.

–La mitad es mejor que nada. Y mejor que lo consiga Hamlin.

–¿Y por qué crees que prefiero que consigas tú el negocio a que lo consiga Hamlin? –le preguntó.

Julia sabía que Scott Hamlin era un cretino y jamás había oído nada bueno de él. En su empresa había personas que habían trabajado para él y no describían a su exjefe con buenas palabras precisamente, pero quizá también sus antiguos empleados hablaran mal de ella y de Anfalas. También había contratado algunos exempleados de Ferro y a menudo les había oído mencionar la palabra «tirano».

Pero lo cierto era que ni a ella ni a Ferro los habían acusado nunca de acoso sexual. Hamlin era un machista asqueroso que carecía por completo de escrúpulos. Si había algo que odiaba era a esos hombres que se creían con derecho a abusar de una mujer solo por el hecho de ser hombres, de pagar un sueldo a esa mujer o por cualquier otra razón absurda.

Así pues, sí, la verdad era que prefería que Hamlin fracasara. Pero no quería parecer demasiado entusiasmada.

–Te conozco bastante y no te tengo demasiado cariño –miró la hora en su extravagante reloj exclusivo y puso en marcha el cronómetro–. Tienes un minuto para convencerme de que entre. Si no lo haces, me marcharé.

–Lo siento, cara mia, pero yo no hago así las cosas.

–¿Entonces ni siquiera vas a intentarlo?

–Solo puedo decir una cosa. Más vale lo malo conocido...

Capítulo 2

¿Se supone que eso tiene que despertar mi curiosidad?

Ferro estaba molesto y toda la culpa era de Julia Anderson. Pero era algo habitual. Esa mujer era un peligro.

Nadie le hablaba así. Nadie lo trataba así. Pero claro, también era cierto que muy pocas personas estaban tan cerca de ser como él. La empresa de Julia había aparecido de repente cinco años antes y rápidamente se había hecho popular en todo el mundo. El propósito de Anfalas era llevar al gran público la tecnología capaz de hacer realidad sus fantasías.

Como era obvio, su visión del negocio era muy popular; una gran visión creativa combinada con un talento natural para la tecnología que Ferro no había visto en nadie excepto... en sí mismo. Eso la convertía en una temible adversaria.

Aunque ella se creía más temible de lo que era, como había demostrado ese mismo día con la manera en la que había recibido su oferta y creyendo que podía hacerse con el control de la situación.

Pero eso no iba a ocurrir.

–Sí, y parece que lo he conseguido.

–¿Tú crees? –cruzó los brazos bajo esos pechos pequeños y perfectamente formados e inclinó la cabeza a un lado, lo que hizo que la melena rubia le cayera libremente sobre el hombro.