La pesadilla de los años veinte - Radosław Budkiewicz - E-Book

La pesadilla de los años veinte E-Book

Radosław Budkiewicz

0,0
4,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
  • Herausgeber: e-bookowo.pl
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

- ¡Lo sabía! - exclamó.
- ¿Qué sabías?
- Que hubiera algo así. Probablemente haya drogas dentro. ¡Opio!
- Chico, puedes comprar opio y cocaína sin ningún problema... al fin y al cabo la Coca-Cola lleva cocaína, no es nada malo - argumentó Adrien, que al fin prefería el café, pero no le importaba una botella de esta bebida con gas. Steve asintió y Connor murmuró algo en respuesta.
Wright, que era el más veterano de todos y poseía los recursos más grandes de sentido común, se acercó a su camioneta. Pasó un momento allí, y cuando volvió tenía una palanca en la mano.
- Esta es la caja extra, ¿no? - preguntó, pero no esperó respuesta. Se persignó. Metió brutalmente la palanca entre las tablas, golpeó el extremo plano con la palma abierta y luego empujó con todo el peso de su cuerpo hasta que la madera se soltó con un estruendo. Los cuatro pequeños delincuentes se acercaron a la caja abierta como buitres, mirando con avidez el interior.
Allí, entre los periódicos arrugados y la paja, no había absolutamente nada. Al menos esa pudo ser la primera impresión. El tío con gafas maldijo y buscó entre la paja arrugada y el papel con su mano temblorosa, hurgando por unos buenos minutos. Inmediatamente saltó de la caja como quemado, con un grito en su pálido rostro joven. Connor también retrocedió, inseguro de lo que estaba pasando. Sin embargo, Steve se acercó y deslizó con cuidado su mano dentro del cajón.
Un momento después maldijo e hizo la señal de la cruz con terror en sus ojos.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Radosław Budkiewicz

LA PESADILLA DE LOS AÑOS VEINTE

 

 

Copyright by Radosław Budkiewicz & e-bookowo

Tłumaczenie:

Karol Radziszewski

Kamila Olchawa

Zuzanna Chęcińska

Katarzyna Ogińska

Agata Borkowska

Wiktoria Siwiec

 

Editor: Internet Publishing House e-bookowo

www.e-bookowo.pl

Contacto: [email protected]

 

ISBN 978-83-8166-236-9

 

 

Todos los derechos reservados.

Reproducción, distribución en parte o en su totalidad

sin la autorización del editor está prohibido

Número I 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

Para ti, papá

 

 

Capítulo 1

 

El sol por fin se escondió detrás del oeste. El cielo seguía brillando en tonos rosados por mucho tiempo, descendiendo paulatinamente a un tono más oscuro, para finalmente convertirse en el color púrpura, muy fuerte y frío. Aunque la luz del día se estaba desvaneciendo y hasta la noche aún quedaba un poco de tiempo, las espesas nubes daban la impresión de que era más tarde de lo parecía. Para la mayoría de las personas y de los animales, aquello significaba prepararse para dormir y disfrutar de un descanso merecido.

Para la mayoría.

Unos pocos, tanto las personas como los animales de caza, recientemente se pusieron a cazar.

Las nubes poderosas y densas cubrían la mayor parte del cielo. En algún lugar, a cierta distancia, se oía el bajo murmullo de una tormenta que se acercaba incesantemente. A este crujido le acompañaba el zumbido tosedor de un viejo y desgastado camión Ford. Circulaba sin prisa, moviéndose por el costado, junto a la carretera, y marcando profundos surcos en la grava. La luz, amarilla y tenue, procedente de los faros, inundaba el paisaje más cercano.

Boston comenzó a despoblarse. Las calles y los callejones se vaciaban, convirtiéndose en un refugio para hombres y mujeres extraviados quienes, con prisa, se dirigían a sus casas o a su trabajo, a menudo ilegal. Los automóviles los hubo poco. Una camioneta vieja, un modelo que aún recordaba los tiempos de la Gran Guerra, era una de las dos máquinas que ahora pasaba por aquí. La otra era un clásico modelo “T”, que se movía con baja velocidad en la dirección contraria. Cuando pasó por ahí, los charcos borbotearon suavemente con el agua.

Un hombre, sentado al volante de una camioneta, golpeaba nerviosamente con los dedos el borde y aspiraba profundamente un cigarrillo casero. En la penumbra era difícil saber qué aspecto tenía. Indudablemente, tenía el rostro enrojecido, cubierto de barba rala, un poco canosa, y llevaba un sombrero viejo y deshilachado, deslizado hacia abajo de la frente. Un jersey grueso le cubría hasta la barbilla, protegiéndole del frío primaveral.

Al lado del hombre, en el centro del sofá, estaba sentado un hombre mucho más joven y delgado. Llevaba gafas, un fino bigote con el que pretendía parecerse a Chaplin y tenía el pelo peinado hacia atrás. Chafaba la gorra entre las manos con cierta inquietud, sin querer darse por vencido por el estrés y la tensión. Aunque la luz era tan tenue, era perfectamente visible que estaba aquí porque tenía que estar y no se sentía cómodo. La actitud totalmente contraria mostraba el tercer hombre.

Éste dormía apoyado a la ventanilla lateral con un sombrero que le cubría la cara. Era un caballero fornido y de aspecto fuerte. Tenía una barba, llevaba el uniforme de trabajo y tenía las manos cubiertas de grasa que parecían como si fueran unas rebanadas de pan. Su pelo era corto y oscuro, al menos así parecían los mechones sueltos que sobresalían de su gorra. Olía a sudor, a pescado y a grasa, pero sobre todo roncaba.

Las primeras gotas de lluvia primaveral golpearon sobre el parabrisas de la camioneta.

Unos pocos habitantes de Boston, al sentir el agua fría en la cara, aceleraron sus pasos, evitando las salpicaduras de los charcos. Para los tres que iban en el vehículo, la lluvia era una señal especialmente mala. El conductor chasqueó, masticando un pitillo y apretó el acelerador. El automóvil tosió una y otra vez, y comenzó a acelerar.

- Maldita sea, no llegaremos antes de la tormenta. ¡El suelo se nos va a mojar!

- Será más fácil a escarbar - murmuró el hombre somnoliento y sucio de grasa. Se movió, se estiró. Tal vez le despertó el sueño ligero o los sonidos de la tormenta que se aproximaba. El joven permanecía en silencio, sin saber si quería participar en esta conversación. Al final se quitó las gafas para frotar sus ojos y ganar tiempo.

- Coño, no va a ser así de fácil - refunfuñó el conductor. - ¿Has cavado alguna vez en el suelo húmedo? Al instante el barro lo tienes hasta los tobillos, ¡y luego sólo es peor!

- Pateaba más de una vez si lo esperaron de mí. No puedo creer que ese capullo irlandés siga dirigiendo en el puerto...

- ¿Quién lo ordenó, tal vez Reilly? Por Dios, lo siento.

- En fin, tenemos este joven quien hará el trabajo sucio, tú mismo lo encontraste, Steve.

- ¿Yo? ¿Yo qué? - intervino el hombre con gafas, poniéndoselas con prisa. Miró a sus socios mayores un poco asustado, dándose cuenta de que la parte más dura y pésima del trabajo va a recaer sobre él mismo.

- Sobre tú, yo y Adrien - dijo el conductor, ignorando al joven. - Escarbar en el barro será una pesadilla, pero no lo hacemos gratis. La retribución la dividimos en partes iguales, cada uno recibe un tercio.

- Bueno, con esa cantidad de dinero se puede vivir como el rey. Ahora no es como antes cuando había mucho trabajo y pocos dólares. Oye, chico, averigua quién murió últimamente, tal vez haya algún recién muerto - el trabajador sucio, Adrien, metió la mano debajo del asiento y sacó un periódico, ya arrugado. El hombre con gafas gruñó algo en voz baja, se ajustó las gafas y hojeó el "Boston Courier", buscando el obituario.

La penumbra, o más bien la oscuridad, no facilitaba leer las letras pequeñitas, y mucho menos por el hecho de que cuanto más se alejaban del centro de Boston, menos farolas había. El más joven de los tres entornó los ojos y acercó el papel a su cara. Pasó un buen rato así, mientras que la camioneta redujo la velocidad y giró al arcén cubierto de esbeltos álamos y abedules. Cuando el motor se apagó, el siniestro estruendo de la tormenta se intensificó. La lluvia también empezó a caer con más fuerza.

- Bueno... Jessup Clayton Ostig, de sesenta y cinco años, y Samantha Therese Erwin, de cuarenta y dos - dijo finalmente el joven, apartando la cara del periódico - Sólo esos dos fueron enterrados recientemente en Evergreen, señor Collins - añadió apresuradamente, explicándose innecesariamente al trabajador.

- Y tal vez media docena más. Sin nombre, sin hogar, sin esperanza. Esos son los que nos preocupan principalmente, chico - agregó Steve, el conductor, masticando un porro y mirando por las ventanas del coche aparcado. Al satisfacerse con el vacío y silencio, sonrió.

- Oye, ¡pero el profesor paga más por los frescos! – exclamó Adrien, ya completamente despierto, ajustó el sombrero y agarró el picaporte. Fue el primero en bajar de la camioneta e inmediatamente se dirigió a la parte trasera, de donde sacó una gran bolsa de yute y se la echó a la espalda con facilidad. Las herramientas de metal y de madera traquetearon.

- Claro que paga, pero hay que tener cuidado - continuó el conductor, cerrando la puerta del coche. - Nadie va a echar de menos al vagabundo, el alma volvió a Dios, pero el cuerpo se quedó con nosotros, recuerda estas palabras, Bob - corrigió su sombrero, mirando el cielo oscuro y las nubes ondulantes, y luego escupió asquerosamente al suelo. Los pequeños charcos brillaban en la luz tenue, y la superficie vibraba con las gotas de lluvia.

El joven con gafas fue el último en salir del automóvil. Renuentemente, como si tuviera miedo. Sopló en sus manos para calentarlas antes del trabajo que tenía por delante. Después empezó a buscar a una pala, una palanca y un pico en el interior del coche. Gimió, tratando de sostener todo en sus brazos, pero apenas llegó a dar unos pasos, las herramientas cayeron al suelo húmedo con mucho ruido.

- ¡Maldita sea! - dijo con voz temblorosa. Se inclinó hacia el suelo para recoger el equipo desperdigado mientras una luz suave, pero chirriante, inundó el área. El hombre con gafas miró con miedo el rostro del conductor que levantaba una lámpara en alto. Se limitó a negar con la cabeza, mirando a su alrededor. Todo parecía vacío y tranquilo. El cementerio estaba rodeado por un muro no muy alto, de ladrillo y piedra, cubierto de hiedra y maleza. Todo estaba coronado por una enorme puerta de hierro forjado.

Sin embargo, no había ornamentos, ni ángeles, ni cruces, ni santos porque las personas enterradas aquí, no sólo eran de ninguna fe o credo, sino que en su mayoría era gente sin familiares o pertenecía a la baja clase social. Por supuesto, sí que habían algunos de clases más altas, pero los había pocos. Adrien se quedó un rato frente a la puerta, considerando si sería capaz de romper cadena y candado.

Finalmente escupió por encima del hombro y empezó a andar a lo largo del muro, dirigiéndose hacia una pequeña colina. El muro era ligeramente reducido allí, pero había que tener cuidado con las raíces, piedras sueltas y el barro. La lluvia seguía cayendo muy poco, pero había que tener en cuenta que esto podía cambiar rápidamente. Los tres ladrones tenían que llegar al cementerio lo antes posible.

Subir la cuesta no era fácil, pero tampoco era un obstáculo; lo más perturbador era el equipaje. Llegar al muro, maldecir, resoplar y escupir duró, más o menos, quince minutos. Necesitaron otro tanto para superar el muro y mover todo lo que traían consigo.

- Me estoy haciendo demasiado viejo para esto - gimió el conductor y cayó de rodillas. Era el último de los tres en entrar en el cementerio. En la parte más antigua de la necrópolis se ubicaba el mayor número de las tumbas y capillas privadas, datadas en el siglo XIX. Aunque la mayoría de ellas se encontraba en un estado deplorable, con muros agrietados, escalones desmoronados, estatuas dañadas, inscripciones desgastadas, llantas oxidadas - era imposible no tener la impresión de que allí se podía encontrar con la historia.

Steve fue el primero y el más fiel de todos en hacer la señal de la cruz y rezar una breve oración. Los demás repitieron a regañadientes sus gestos y recogieron su equipaje, avanzando por el camino hacia la sección más nueva donde estaban enterrados los pobres y los olvidados. Después de caminar varios metros, los ladrones se sintieron más seguros dado que nadie los podía ver desde la carretera. El guardián que vigilaba el cementerio, seguramente estaba sentado en su cantina, bebiendo a la salud de Volstead y mirando las nubes de tormenta.

El momento era perfecto para los delincuentes.

Era de noche. Estaba a punto de caer un auténtico chaparrón y los arces, abetos y píceas centenarios que se extendían, amortiguaban el resplandor de la lámpara. Las agujas de aquellos árboles, tendidas en el suelo en una capa bastante gruesa, junto con las sucesivas gotas de lluvia, silenciaban los pasos de hombres. Cuando tronó, ya era obvio que nadie los oiría ni los vería.

La mayoría de las sendas no era estrecha, pero tampoco se las podía llamar anchas. Eran suficientes para que quepa un carro tirado por caballos para transportar uno o un par de ataúdes. Bastaba con llegar a la senda principal y seguir los surcos y las huellas de los cascos para llegar al destino, pero el barro se pegaba a los zapatos sin piedad y dificultaba la marcha.

- Bueno, chico, a trabajar - dijo Adrien en voz baja, tirando la bolsa con las herramientas al suelo mojado, evitando los primeros charcos que se formaban. Un momento después recogió una parte del equipaje del hombre con gafas y, mirando alrededor la serie de tumbas, clavó la pala en la tierra.

- Aquí no, por Dios - le corrigió Steve, quitándose el sombrero y secándose la frente sudada - Murió antes de Navidad, los gusanos ya se lo están comiendo. Esta vez el profesor no nos paga por el cadáver casi consumido. Ahí cavamos, la mujer primera, luego el campesino - señaló primero una placa sencilla con la fecha aproximada de la muerte, y luego un montículo de tierra en el otro extremo de la senda.

- ¿De dónde le conoces? ¿A ese profesor? - Adrien gruñió algo en voz baja y dentro de un rato, todos trabajaban rápida y eficazmente, como si desenterrar ataúdes y robar cadáveres no fuera para ellos algo cotidiano, sino algo totalmente común.

- ¿Recuerdas este invierno en que trabajamos para Shaun? - contestó Steve, removiendo la tierra rápidamente - Sabes, para este de Libby Murray.

- Bueno, Libby, recuerdo. Mi entrepierna aún arde.

- Shaun mencionó unas cuantas veces que se hará un cambio, que esto, que aquello, que Dios mismo bajaría a la tierra para la gente como nosotros, que el dinero fluiría como Charles, y entonces organizó una reunión para mí y eso fue todo. En fin, lo logramos - concluyó, metiendo la pala en la tierra y secándose el sudor de la frente.

- Lo logramos - repitió Collins, sin cesar el trabajo. Sonaba razonable, así era como se hacían las cosas en el negocio criminal. Por medio de conexiones. A través de referencias. De boca en boca. El hombre de gafas permaneció en silencio, escuchando la conversación. Su rostro parecía cada vez más pálido. No se imaginaba así un trabajo ilegal.

Casi media hora después, las palas golpearon las tablas de pino baratas. Los tres, sudorosos y cansados como criaturas infames, descansaron un rato. Así estaban arriesgándose, pero hicieron el trabajo bastante rápida y eficazmente. Levantaron la cara hacia el cielo, dejando que la lluvia fría les limpiara su piel de sudor y partículas de tierra. Adrien metió la mano en el saco y sacó una botella de leche llena de líquido ámbar.

- Adelante, conozco a un negro que trafica con alcohol ilegal, puedes confiar en él - Para confirmar estas palabras, inclinó la botella y bebió un gran trago. Después, pasó la botella adelante. El joven aceptó a regañadientes el brebaje, tragó un poco, frunció y torció la cara. El alcohol era fuertísimo, amargo, aceitoso, con un extraño regusto metálico, pero cumplía su función. Los otros dos se rieron a carcajadas al ver el joven asfixiado.

- Muy bien, ya basta, saquemos a la muerta y sigamos con este desafortunado, mientras el clima es soportable - concluyó el conductor, limpiándose la boca cuando le tocó el turno. Fue el primero en levantarse, saltó con una palanca en una mano y un martillo en la otra. Sacó un rosario, pasó el dedo por las cuentas y rezó una vez más. Luego lo metió de nuevo al bolsillo y deslizó hábilmente la varilla metálica aplanada entre las tablas.

Golpeó una y otra vez con el martillo en uno de los extremos. Se oyó el crujido de la madera. Entonces, los clavos sacados a la fuerza traquetearon, la tapa se derrumbó y un poco de la tierra y del barro se desprendió de las paredes ya que la lluvia era cada vez más fuerte. La pausa breve tenía sus consecuencias desastrosas.

El joven luchaba con la madera por el otro lado, mirando de vez en cuando a su amigo mayor. El último de los tres, en cambio, se quedó vigilando, con una lámpara en la mano, iluminando el agujero en el suelo para sus compañeros. Estaba acostumbrado a la oscuridad y además, no le molestaba la luz, así pues podía detectar fácilmente al vigilante o a otros “empresarios” similares. Sabía cómo se lo hace. Ni siquiera prestó atención al hecho de que el crujido de madera y el deslizamiento de la tierra cesaron de repente.

El ruido de la lluvia y el murmullo ocasional de la tormenta constituían el fondo sombrío de esta escena. Se podría pensar que todo estaba sacado de la imaginación enfermiza de algún cineasta pulp. Y esto no estaba lejos de la verdad.

- Santa María y José... - susurró Steve, llamando así la atención de Adrien. El joven, jadeando fuertemente, miraba distraído el ataúd abierto, sin poder creer en lo que veían sus ojos. En el interior, aparte de la arena y el barro, había un cuerpo joven, aún no mordido por el diente del tiempo, aunque un poco lívido y con las mejillas hundidas. El obrero, preocupado por el comportamiento de sus compañeros, miró hacia la tumba y se acercó con la lámpara. La caja hecha de tablas de pino no parecía alarmante a primera vista.

El problema era que los hombres observaban una mujer embarazada.

- ¿Qué os pasa? - gruñó Adrien, acercándose para mirar la tumba. No le importaba el barro y las piedras; empujó al sorprendido joven con violencia y se puso en cuclillas, apartando las tablas que quedaban. Se fijó que la tumba contenía un ataúd con el cuerpo de una mujer joven y embarazada. El trabajador maldijo en voz baja, escupió por encima del hombro y de nuevo comenzó a murmurar algo ininteligible.

Como obrero que trabajaba en el puerto de día a noche, tenía un carácter fuerte y nervios de acero, pero incluso él se sintió perturbado al ver una mujer preñada en la tumba. No era la primera ni probablemente la última vez que sacaba y vendía cadáveres, pero sí la primera que se encontraba con un caso así. Robaba cadáveres de madres, de hijas, pero nunca había visto el rostro tranquilo de una mujer con el embarazo tan avanzado.

Su vientre hinchado escondía el cuerpo de un niño preparado para salir al mundo.

La vida del pequeño terminó antes de empezar.

Era una verdadera tragedia y probablemente la causa directa del repentina crisis de Bob. Adrien miró rápidamente al hombre con gafas que se hizo pálido y comenzó a salir del pozo con pánico, ensuciándose con barro y agarrando desesperadamente el suelo con las manos. Tronó otra vez, un rayo atravesó el cielo, iluminando el cementerio durante un latido con blancura tenebrosa.

- ¡Por Dios! - gritó el joven, cayendo de rodillas y vomitando el pésimo contenido de su estómago en el que predominaba el alcohol. Rodó sobre su espalda, comenzó a toser y a temblar por todo el cuerpo. Era su primera vez. Necesitaba dinero y no tenía muchas opciones para ganarlo.

Se quitó las gafas y cerró los párpados, dejando que la lluvia fría le hiciera sobrio y le calmara un poco. Se esforzó por no romper a llorar.

- ¿De dónde lo has sacado? - preguntó irritado Collins.

- Pensé que sería capaz - dijo el conductor bruscamente, pero no le fue muy bien. - No me hago más joven, no duraré mucho y alguien tiene que ocupar mi lugar, ya sabes que la competencia no duerme - escupió de nuevo y empezó a mover las tablas y el suelo para poder llegar al cuerpo. Tomó la mujer por debajo de los brazos con cuidado y casi con ternura, y luego comenzó a sacarla del ataúd.

El obrero no dudó en ayudarle y, un instante después, agarró las piernas de la fallecida, sujetando a su compañero mientras éste trepaba por la húmeda pared de tierra, saliendo del agujero y arrastrando el cuerpo. Nadie perdía el tiempo. Se pusieron a trabajar inmediatamente y comenzaron a rellenar el hueco.

- ¡Oye, chico! ¡Mueve el culo y ven aquí!

- Jesús, dale un minuto - dijo Steve con furia, apoyándose en la pala.

- Me importa una mierda, ¡yo no voy a hacer todo el trabajo! - replicó el obrero en un tono igualmente agresivo, arrojando otra parte de de tierra en una tumba recién cavada.

El hombre de gafas permaneció inmóvil durante unos instantes muy largos. Sólo entonces se puso de rodillas con torpeza y buscó sus gafas. Todavía de rodillas, hizo la señal de la cruz con su mano temblorosa y miró a los ladrones.

- Yo... no creo que pueda... no pensé que... Dios, este hedor y... – repetía con voz débil, y las lágrimas se mezclaron con la lluvia que corría por su rostro. Levantó la cabeza y lanzó una mirada de disculpa hasta que finalmente vislumbró el rostro de la fallecida. Esto fue demasiado para él, se levantó y con creciente velocidad, resbalándose en el barro, comenzó a alejarse.

- ¡Eh, chico, vuelve! - gritó el conductor, presintiendo lo peor.

- Joder, ¡qué tipo has elegido! - exclamó Adrien, tirando la pala y persiguiendo al asustado hombre con gafas. El robo de cadáveres de las tumbas no era algo fácil ni agradable, pero un pánico así probablemente nadie lo esperaba. Rápidamente alcanzó al hombre, le golpeó una vez en la cara con la mano abierta y estaba a punto de abofetearle de nuevo cuando el joven levantó las manos en un gesto desesperado de rendición. Adrien paró, pero tenía la mano preparada para golpear.

- ¡Por favor!

- ¡¿Por favor qué?!

- Yo... ¡no puedo, de verdad! Señor Collins, ¡por favor!

- ¡Por tu culpa, estúpido hijo de puta, seguimos perdiendo el tiempo y arriesgando todo!

- ¡Disculpa!

- ¡Sabes, me importan un carajo tus disculpas! O coges la pala y lo haces con nosotros, o te vas a la camioneta y nos esperas, pero si vas a escapar, recuerda que te encontraré y que sé dónde están los ataúdes vacíos – dijo y dio un tirón al joven de gafas. Después le soltó. El joven tambaleó y cayó al barro, donde permaneció paralizado por el miedo durante un momento.

Finalmente, asintió y retrocedió lentamente hacia la tumba excavada. Adrien, furioso y cansado, volvió a su amigo y terminaron el trabajo con el humor pésimo. Unos minutos más tarde todo estaba terminado. Si no fuera por la tierra pisada alrededor y las innumerables huellas en la arena húmeda y en el barro, probablemente nadie habría sospechado que se había excavado una tumba.

Los ladrones se alejaron del lugar desafortunado y, suspirando fuertemente, de nuevo se pusieron a trabajar.

- ¿Es necesario que sea un hombre y una mujer? ¿No pueden ser unos cuerpos cualquiera? De todas formas, ya estamos jodidos – Adrien, como primero, lanzó la pala.

- Nos está pagando por un hombre y una mujer recién fallecidos - dijo el conductor con tristeza, quitando otra parte de tierra. También miró hacia el nervioso hombre con gafas que estaba al borde de una crisis nerviosa. La amenaza del trabajador portuario tenía sus bases claras porque el robo de tumbas no era la única ocupación de Adrien. Steve lo sabía, pero el joven sólo podía adivinarlo.

Finalmente, la pala golpeó las tablas de otro ataúd.

Uno, dos, tres.

Y una vez más. La madera gimió bajo la presión de los golpes metálicos y finalmente se derrumbó, desplomándose hacia dentro. No hubo tiempo para trabajar con la palanca, utilizaron simplemente su fuerza bruta. Los ladrones reaccionaron inmediatamente, sabiendo lo que podía pasar a ellos y al cuerpo. Adrien incluso se apartó con un salto, porque si no lo hacía, la pala podría golpear el cuerpo y dañarlo, y nadie de ellos lo quería. El profesor no pagaba por bienes dañados, sino por bienes frescos. Bienes enteros y adecuados para la investigación o lo que sea que estuviera haciendo.

El trabajador golpeó con sus espaldas contra la pared de barro de la fosa. La tierra húmeda y el barro que salpicaba por todos lados sólo sirvió al joven para que se despejara y se calmara. Jadeaba con fuerza y su corazón retumbaba en su pecho como una de las máquinas de fábrica. El hombre con gafas inmediatamente empezó a salir del pozo sin mirar el cuerpo.

- Necesito un trago - dijo Adrien, mirando el ataúd y las tablas rotas con los ojos muy abiertos.

- Tienes razón - confirmó el conductor, limpiándose la frente mojada. - Joven, haz algo útil y dame una botella - se dirigió al hombre con gafas. La lluvia caía ahora en oleadas. No aumentó ni disminuyó su fuerza, solo era agobiante.

Llegaron al ataúd y permitieron hacerse un breve descanso. El alcohol ayudaba en esas situaciones. Suprimía los miedos y la ansiedad, insensibilizaba y cubría el cuerpo y el alma con cierto tipo de indiferencia. La excavación y el transporte del cuerpo también podían hacer dos personas, aunque esto era un poco más difícil. Ya no podían contar con la ayuda del joven, si tocara el cuerpo, probablemente se desmayaría.

Como no iban a arriesgarse más de lo necesario, después de un rato volvieron a su trabajo interrumpido. Quitaron el resto de las tablas del ataúd, miraron el cuerpo de un hombre maduro con patillas e intercambiaron miradas significativas.

Este hombre era aquel por quien recibirán un montón de dinero.

- ¡Un tipo pesado, y no lo parecía! - gimió Adrien, colocando el cadáver sobre un gran trozo de lona robado indudablemente en el puerto. Steve, con la habilidad de un experimentado enterrador, envolvió el cuerpo y puso el rosario en la cabeza del difunto para un momento, luego se enderezó y puso sus manos en la espalda. Era tarde, la lluvia caía sin cesar, pero al menos la tormenta había pasado. Los truenos y relámpagos lejanos daban razones para la esperanza.

Eso fue lo único positivo de esa noche maldita.

- ¿Volvemos? - preguntó el hombre con gafas en voz baja.

- Sí, pero si dices algo a alguien, tú mismo acabarás en esa tumba - gruñó el trabajador, rellenando la tumba rápidamente con la tierra, sin cuidado. Cuando la mayoría de la tierra tomó más o menos la forma adecuada, jadeó y alcanzó los cuerpos. El cadáver de un hombre, gordo y elegantemente vestido, lo echó por encima del hombro con una gran habilidad que le puso la piel de gallina.

El cadáver de la mujer embarazada estaba designado a los otros dos. El conductor escupió en sus manos y levantó el cuerpo envuelto en la lona, esperando que el joven hiciera lo mismo. El hombre con gafas gruñó esperando bajo la intensa lluvia primaveral y tardó sólo un momento en coger el muerto. Con el disgusto pintado en su rostro pálido, comenzó a dirigirse hacia la pared.

 

 

Capítulo 2

 

En la parte occidental de Boston, la atmósfera también era sombría, aunque por una razón totalmente diferente. La policía, en colaboración con la Oficina de Investigación, ya había planeado incursiones contra los destilerías clandestinas antes de Navidad: ahora sólo había que poner en práctica esos planes.

Todo estaba, por supuesto, de acuerdo con la Decimoctava Enmienda y la Resolución Volstead, claro. Los forajidos, que preparaban el licor ilícito tendrían que ser atrapados, acusados y condenados, y el alcohol tendría que ser destruido por la comisión.

Por lo menos en teoría.

En realidad, todo era diferente. Por la noche, West Roxbury no se distinguía por nada en particular, pero para el ojo entrenado, la visión de unos cuantos coches más que se detenían en los últimos minutos podía despertar inquietud, igualmente como los funcionarios en uniformes que patrullaban constantemente la misma calle.

En la mayoría de las ventanas de casas adosadas estaba oscuro. Los casos aislados de luz tenue y parpadeante de velas o lámparas de aceite no parecían sospechosos. Está claro que hay muchos noctámbulos en el mundo.

Lo que más importaba a la policía era la casa acosada situada justo en la intersección, frente al almacén general de Miller. Según la información obtenida por los informantes, en ese edificio se encontraba una fábrica ilegal de alcohol. Como suelen decir, el mejor escondite es a plena vista. O sea, casi en el centro de la ciudad, a la vista de todos, casi nadie sospecharía algo así.

Y aún así...

- Señores, por favor - dijo en voz baja un hombre rubio, alto y delgado, bien afeitado, con el pelo cubierto con brillantina y peinado hacia atrás. Los lados de su esbelto cráneo estaban elegantemente afeitados, y sus profundos ojos azul-gris parecían cansados y estaban cruzados por venas sangrientas. Apretados y metidos entre las estanterías de productos en la desordenada y humeante tienda, los funcionarios y agentes echaron un vistazo al hombre rubio, pero casi nadie se preocupó por sus palabras. El barullo de las conversaciones no cesaba. Nadie tomó en serio a aquel hombre de menos de treinta años.

Uno de ellos incluso sacudió ostentosamente la ceniza de su cigarrillo.

- Como dijo el agente Perlman... tranquilos. Nos vamos en unos minutos. Esto no es un rodeo, conocéis tanto el plan como las órdenes, revisad las armas por última vez e id a sus puestos. - Un hombre un poco mayor que Perlman, en una gabardina desgastada, se puso un sombrero de fieltro en la cabeza.

Hablaba con un fuerte acento sureño que indicaba Texas o alrededores. Comprobó rápidamente su pistola reglamentaria, expulsando el cargador y deslizando el seguro hacia atrás. Asintió con la cabeza y todos empezaron a hacer lo mismo. Se quedaron en silencio, sólo interrumpido por el ruido metálico de las pistolas.

Dos funcionarios tenían subfusiles Thompson nuevos, recién introducidos, y tenían muchas ganas de probarlos en acción. Los demás iban armados con treinta y ocho, bastante baratos. Era un revólver muy eficaz en las manos adecuadas. Además, tenían unas escopetas de calibre doce.

Perlman parecía un poco confundido. Con mucha obediencia comprobó su pistola y respiró profundamente, mirando a través de los escaparates la calle sumida en la oscuridad y la lluvia. Se ajustó el cuello del abrigo junto con el sombrero y salió a la noche, dirigiendo casi una docena de hombres armados.

Los agentes que rodeaban la calle tomaron una posición. Algunos se acercaron a los automóviles aparcados, otros se quedaron junto a las escaleras que conducían a las viviendas vecinas, unos pocos se apoyaron en la pared de la puerta principal del edificio que albergaba la destilería ilegal.

Perlman empujó la puerta y como primero entró en la escalera oscura y sucia. Dos hombres corrían detrás de él, uno con una ametralladora y el otro con una escopeta. Ambos estaban preparados para disparar. Pisando con mucho ruido, golpearon con sus culatas las puertas de los pisos más cercanos, exigiendo con gritos que les respondieran y les dejaran entrar.

Los oficiales restantes bajo el mando del segundo agente, Elijah Shaw enviado desde Texas, se dividieron por otros pisos, mientras que el pelotón con el mayor número y fuerza, dirigido por Perlman, se dirigió hacia los sótanos.

Bajaron las escaleras, escandalosamente empinadas e incómodas, hasta llegar a un pasillo muy largo, decorado con una hilera de puertas en ambos lados. Este pasillo se extendía probablemente por debajo de toda la casa adosada o incluso era común para todas las casas de este lado de la calle. En cualquier caso, el final no era visible por completo.

El primer funcionario se agachó cerca de una puerta de al lado. El segundo lo abrió rápidamente.

Y, de repente, se desató el infierno.

No estaba muy claro quién disparó primero. El estruendo del disparo del rifle en los pasillos estrechos era dolorosamente ensordecedor, y el destello del fuego del cañón cegó por un breve momento, hiriendo los ojos con su brillante color. El hedor de la pólvora quemada no hizo más que empeorar la situación. Eso era sólo el principio. No hubo que esperar mucho tiempo para la respuesta. Cuando los oídos empezaron a acostumbrarse al primer estallido, se oyó otro disparo, y otro, y otro.

Se produjo una balacera caótica y violenta. La única ventaja fue que duró poco.

Alguien gritaba. Al recibir una bala perdida, una bombilla estalló con un crujido, inundando una parte del pasillo del sótano en la más absoluta oscuridad. Casi en el mismo instante, la oscuridad fue ahuyentada con el fuego de unos cuantos cañones de pistolas, revólveres y rifles. Alguien cayó al suelo con un grito, alguien se cayó por las escaleras, de las paredes y techos caía el yeso y el aire se llenaba de polvo sofocante.

- ¡No disparen! - gritó Perlman, moviéndose con su pistola. - ¡Ya basta, hijos de puta! - empezó a perder los nervios porque no esperaba aquella situación. Se suponía que fuera una acción rutinaria, como decenas de otras desde que se aprobó la Ley Volstead. Incluso soltó una palabrota y eso no ocurría muy frecuentemente. Se sintió avergonzado por ello. Su cara se sonrojó.

Algunos funcionarios empezaron a toser y a agitar las manos, tratando de deshacerse del exceso de humo y polvo. Aún se sentía el olor de quemaduras en el aire, pero ahora el hedor metálico de la sangre lo superaba. A lo lejos se oía el estruendo de las armas arrojadas sobre el suelo hecho del hormigón barato. Los policías empezaron a correr de un lado a otro, revisando todos los lugares y rincones de los sótanos.

- ¿Qué se supone que es eso? - gritó el agente, entrecerrando los ojos y luchando contra el humo que le mordía la garganta. A primera vista, las pérdidas de los funcionarios no parecían graves. Nadie parecía haber sido asesinado.

- Así salió, agente.

- ¿Así?

- Johnny fue el primero, y usted ya sabe lo bueno que es.

- ¡Vamos! ¡Johnny, explícate!

- Vio a ese de ahí con un agujero entre los ojos y no dudó ni un segundo - otro oficial comenzó a explicar la situación. Nadie respetaba a Perlman, todos pensaban que era un vago que raramente salía de su oficina. Por un lado, esto era cierto. De hecho, prefería sentarse detrás de su escritorio. Incluso en una situación tan grave como un tiroteo, casi nadie lo trataba como un agente de la Oficina de Investigación.

- Me ha tomado por sorpresa - dijo Johnny en voz baja, moviendo la barbilla. El hombre señalado por el policía tenía el bigote grueso y el pelo salado. Era un hombre delgado, pálido como la misma muerte, que llevaba unos pantalones marrones con tirantes y una camiseta blanca. En su frente, donde debería estar la ceja derecha, había un pequeño agujero ensangrentado. Una escopeta que parecía poderosa yacía a su lado. Iver Johnson. Perlman lo evaluó rápidamente.

- No me corresponde a mí explicarlo y... - Eugenio estaba a punto de decir algo, cerrando por fin este capítulo y pasando a cumplir con su deber, cuando sonó la voz excitada del otro de los agentes.

- ¡Agente, por aquí! – gritaba un policía de baja estatura, tirando de las mangas de la camisa a un hombre enfermizamente delgado. - En la bodega de carbón tienen un equipo bastante bueno, y la maldita cosa estaba escondida detrás de una caja con tarros. A Dios pongo por testigo de que tuvo suerte, porque si hubiéramos empezado a disparar allí... - silbó, orgulloso de sí mismo y empujó al flaco directamente por debajo de las piernas del agente. En todo caso, todavía era un niño. Probablemente no tenía ni dieciséis años y era el más joven del grupo.

Los otros estaban cerca de la edad de Perlman.

Un momento después, el pasillo se llenó de gente mientras los funcionarios realizaban detenciones apresuradas y examinaban a los heridos. La policía de Boston y los agentes de la oficina no perdieron a nadie: dos funcionarios resultaron ligeramente heridos, y además, uno estaba muy enojado porque no tuvo la oportunidad de disparar su ametralladora.

En cuanto a los criminales, la cosa era mucho peor: tres muertos, uno malherido y dos aterrados, pero sanos. El joven demacrado era uno de ellos.

Perlman, con la pistola lista para disparar, entró en la bodega mencionada y evaluó el equipaje con el ojo de profesional. Ocupaba cierta parte de la habitación, llegaba hasta el techo, pero no era una obra de arte. No debería tardar más que unos instantes en destruirlo, al igual que en escurrir el alcohol y luego deshacerse de ello.

- ¡Eugene! - El agente Shaw le llamó desde la distancia.

- Aquí, señor Shaw.

- Arriba está vacío. Hemos arrestado a media docena de unos pobres. ¿Tienes algunas bajas?

- Unos cuantos heridos - El rubio se encogió de hombros y guardó su pistola en la pistolera – Algunos están muertos, preferían morir que entregarse a las autoridades. John O'Sidey comenzó a disparar primero. Albert Smith revisa el local una vez más.

- Johnny, ¿eh? Este cabrón siempre está deseando ponerse a trabajar - asintió el tejano riéndose, pero los policías no se reían. Había una regla no escrita entre los agentes de no tocar a su propia gente. El hecho de que algún tipo anodino culpara del tiroteo a uno de ellos no anunciaba nada bueno.

- ¿Habrá consecuencias para él? - preguntó el agente.

- Sí, por supuesto - Shaw agitó la mano. - ¡Vamos, señores! Llevad vuestros culos a la comisaría e interrogad a estos idiotas. Johnny, Paul, quédense aquí y vigilen este desastre hasta que el equipo de transporte aparezca y prepare esto para su eliminación.