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En este relato, Sherlock Holmes se enfrenta a un misterio de alto perfil: la desaparición de la famosa "piedra de Mazarino", una joya de inestimable valor perteneciente a la Corona Británica. Con la ayuda de su fiel amigo, el Dr. Watson, el detective demostrará su habilidad para ver más allá de las apariencias, y usará todo su ingenio y astucia para atrapar a los responsables del robo, el conde Negretto Sylvius y su cómplice Sam Merton, y recuperar la espléndida joya.
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Seitenzahl: 253
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
La piedra de Mazarino
El puente de Thor
El hombre que reptaba
El vampiro de Sussex
Los tres Garrideb
El cliente ilustre
La piedra de Mazarino
Títulos originales: The Adventure of the Mazarin Stone, 1921; The Problem of Thor Bridge, 1922; The Adventure of the Creeping Man, 1923; The Adventure of the Sussex Vampire, 1924; The Adventure of the Three Garridebs; The Adventure of the The Illustrious Client, 1925.
Traducción: Amando Lázaro Ros
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: julio de 2025
REF.: OBDO520
ISBN: 978-84-1098-382-3
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
“MORTAL AGRESIÓN CONTRA SHERLOCK HOLMES”.
OCTUBRE DE 1921
DE A. CONAN DOYLE
UE UN PLACER para el doctor Watson verse de nuevo en la descuidada habitación del primer piso de Baker Street, que había sido el punto de arranque de tantas aventuras extraordinarias. Miró a su alrededor, fijándose en los mapas científicos que había en la pared, en el banco de operaciones químicas comido por los ácidos, en la caja de violín apoyada en un rincón y en el recipiente de carbón donde se guardaban en otro tiempo las pipas y el tabaco. Por último, sus ojos fueron a posarse en la cara fresca y sonriente de Billy, el joven pero inteligente y discreto botones, que había contribuido un poco a llenar el hueco de soledad y de aislamiento que rodeaba la figura sombría del gran detective.
—Parece que aquí no ha cambiado nada, Billy, y tú tampoco has cambiado. ¿Se podrá decir lo mismo de él?
Billy dirigió una mirada solícita hacia la puerta del dormitorio, que estaba cerrada, y contestó:
—Creo que está en la cama y dormido.
Eran las siete de la tarde de un encantador día veraniego, pero el doctor Watson se hallaba lo bastante familiarizado con la irregularidad del horario de vida de su viejo amigo para no mostrar ninguna sorpresa por ese hecho.
—Supongo que esto significa que se halla metido en algún caso.
—Sí, señor; precisamente ahora está dedicado al mismo con todo ahínco. Yo temo por su salud. Lo encuentro cada día más pálido y más delgado, y no come nada. «¿Cuándo le dará a usted la gana de comer, señor Holmes?», preguntó la señora Hudson, y él contestó: «Pasado mañana, a las siete y media». Ya sabe usted cómo vive cuando un caso despierta todo su interés.
—Sí, Billy, ya lo sé.
—Anda tras la pista de alguien. Ayer salió a la calle disfrazado de obrero en busca de trabajo. Hoy ha salido de anciana. Y a mí me la pegó, aunque tengo motivos para conocer ya sus artimañas.
Billy apuntó con el dedo hacia una sombrilla muy voluminosa que estaba apoyada contra el sofá, y dijo:
—Esa es una de las prendas del equipo de la anciana.
—Pero ¿sobre qué versa todo ello, Billy?
Billy bajó la voz, como quien habla de grandes secretos de Estado:
—No me importa contárselo a usted, señor, pero debe quedar entre nosotros dos. Se trata del caso del diamante de la Corona.
—¡Cómo! ¿Te refieres al que vale cien mil libras y ha sido robado?
—Sí, señor. Es preciso recuperarlo. ¡El primer ministro y el ministro del Interior estuvieron sentados en ese mismo sofá! El señor Holmes los trató con mucha amabilidad. Los tranquilizó y les prometió que haría todo cuanto estuviera en su mano. Vino también lord Cantlemere...
—¡Ah!
—Sí, señor; usted sabe lo que eso significa. Ese hombre es de los estirados, si se me permite decirlo. No tengo ningún problema con el primer ministro, y no tengo nada que decir contra el ministro del Interior, que me dio la impresión de ser un hombre cortés y servicial, pero se me atraganta su señoría. Lo mismo le ocurre al señor Holmes. Fíjese en que ese lord no tenía fe en el señor Holmes y se oponía a que se le diese intervención en este delicado asunto. Aseguraba que fracasaría.
—¿Y el señor Holmes lo sabe?
—Sí, el señor sabe todo lo que hay que saber.
—Bien, esperemos que no fracase y que lord Cantlemere se vea desairado. Pero, dime, Billy: ¿a qué viene esa cortina que tapa la ventana?
—El señor Holmes la colocó hace tres días. Tapa una cosa curiosa que hay al otro lado.
Billy avanzó y apartó la cortina que ocultaba el hueco que formaba el mirador.
El doctor Watson no pudo reprimir una exclamación de asombro. Había allí una reproducción de su viejo amigo, con su batín y todo, la cara vuelta en sus tres cuartas partes hacia la ventana y mirando hacia abajo, como si leyera un libro invisible mientras su cuerpo se hallaba profundamente hundido en el sillón. Billy separó la cabeza del muñeco y la mantuvo en alto.
—La cambiamos adaptándola a diferentes ángulos, a fin de que parezca aún más una cosa viva. Yo no me atrevería a tocarla si no estuviera bajada la cortinilla. Pero cuando está levantada, puede usted ver la cabeza desde la acera de enfrente.
—Ya antes de ahora hemos hecho algo por el estilo.
—Fue antes de que yo empezara a trabajar aquí —dijo Billy.
Apartó las cortinas de la ventana y miró a la calle.
—Hay ciertos individuos que nos vigilan desde allí enfrente. Ahora mismo veo a uno en la ventana. Mire usted mismo.
Watson había dado ya un paso hacia delante, cuando se abrió la puerta del dormitorio, y por ella salió la figura larga y delgada de Holmes; su rostro estaba pálido y seco, pero su andar y su porte eran tan llenos de vida como siempre. De un solo salto llegó hasta la ventana y volvió a correr la cortinilla.
“BILLY AVANZÓ Y APARTÓ LA CORTINA QUE OCULTABA EL HUECO QUE FORMABA EL MIRADOR”.
—Así está mejor, Billy —dijo—. Muchacho, su vida estaba en peligro; pero de momento no puedo pasar sin usted. Bien, Watson, da gusto verle otra vez en su antigua residencia. Llega en un momento crítico.
—Eso estoy viendo.
—Billy, puede retirarse. Este muchacho es un problema, Watson. ¿Hasta qué punto tengo yo derecho a consentir que corra peligros?
—¿Peligros de qué, Holmes?
—De una muerte súbita. Esta noche espero algo.
—¿Y qué es lo que espera?
—Ser asesinado, Watson.
—¡Una broma suya, Holmes!
—Aunque mi sentido del humor es limitado, es muy capaz de bromas mejores que esa. Pero, mientras llega el momento, podríamos pasarlo agradablemente, ¿verdad? ¿Nos está permitido el alcohol? El sifón y los cigarros se encuentran en su sitio de antaño. Quiero verle a usted en su sillón de siempre. Espero que no habrá aprendido a desdeñar mi pipa y mi lamentable calidad de tabaco. En estos días sustituye al alimento.
—¿Y por qué no come?
—Porque las facultades se afinan cuando se les hace pasar hambre. Seguro que usted, querido Watson, como médico que es, reconocerá que lo que la digestión nos hace ganar en aportación de sangre nos lo quita en capacidad cerebral. Yo soy un cerebro, Watson. Todo el resto de mi ser es un simple apéndice. Por consiguiente, es el cerebro al que tengo que atender.
—Pero ¿qué me dice usted de ese acechante peligro, Holmes?
—Ah, sí; por si se convirtiese en realidad, no estaría de más que usted cargase su memoria con el nombre y la dirección del asesino. Podría usted comunicárselo a Scotland Yard. Junto con la expresión de mi amor y mi postrera bendición. Su nombre es Sylvius..., el conde Negretto Sylvius. ¡Anótelo, hombre, anótelo! Ciento treinta y seis Moorside Gardens. N. W. ¿Se ha quedado con él?
El honrado rostro de Watson temblaba de ansiedad. Demasiado conocía él los inmensos riesgos con que cargaba Holmes, y sabía perfectamente que más bien habría en sus palabras cortedad que exageración. Watson era siempre un hombre dispuesto a la acción, y en ese instante se mostró a la altura de las circunstancias.
—Holmes, cuente conmigo. No tengo nada que hacer en un par de días.
—Veo que no mejora usted en su aspecto moral, Watson. Ahora ha sumado a los vicios que ya tenía el de decir mentirijillas. Todo en usted está delatando al médico atareado que tiene que atender consultas a todas las horas del día.
—La cosa no llega a tanto. Pero ¿no puede hacer detener al individuo en cuestión?
—Podría hacerlo, Watson. Eso es lo que tanto le molesta a él.
—¿Y por qué no lo hace?
—Porque ignoro dónde se encuentra el diamante.
—Sí. Ya me habló Billy..., la joya de la Corona que ha desaparecido.
—Sí, la magnífica piedra amarilla de Mazarino. He lanzado mi red y tengo dentro de ella el pez. Pero no he conseguido hacerme con la piedra. ¿Qué adelanto con prenderlos a ellos? Podemos hacer que el mundo sea un lugar mejor poniéndoles la zancadilla y apresándolos. Pero no es ese mi objetivo. Lo que yo necesito es la piedra.
—¿Y es ese conde Sylvius uno de los peces a los que se refiere?
—Sí, es el tiburón. Muerde. El otro es Sam Merton, el boxeador. Sam no es mala persona, pero el conde se ha servido de él. Sam no es un tiburón; es un gobio corpulento, estúpido y con cabeza de toro. Pero, a pesar de ello, anda aleteando dentro de mi red.
—¿Dónde se encuentra ese conde Sylvius?
—Lo he tenido toda la mañana a mi lado. Usted, Watson, me ha visto en ocasiones disfrazado de anciana. Jamás lo estuve de manera más convincente. Ese hombre llegó incluso a recoger mi sombrilla. «Permítame, señora...», me dijo muy amablemente. Es medio italiano, ¿sabe usted?, y cuando está de buen humor tiene toda la simpatía del sur, aunque cuando está de malas es el mismísimo diablo redivivo. La vida está repleta de hechos caprichosos, Watson.
—Habría podido acabar en tragedia.
—Sí, quizá sí. Le seguí hasta el antiguo taller de Straubenzee, en Minories. Straubenzee es el fabricante del rifle de aire comprimido, una obra magnífica, según tengo entendido, que supongo que debe de encontrarse en este instante en la ventana de enfrente. ¿Ha visto usted el muñeco? Sí, claro, Billy se lo enseñaría. Pues bien: en cualquier momento puede recibir un balazo en su hermosa cabeza. ¡Ah, Billy! ¿Qué ocurre?
El muchacho había reaparecido en la habitación con una tarjeta en una bandeja. Holmes la miró con las cejas arqueadas y con una sonrisa divertida.
—Ahí está él en persona. No me lo esperaba. ¡Coja el toro por los cuernos, Watson! Es un hombre de temple. Quizá conozca su fama como tirador de caza mayor. Desde luego que constituiría un final glorioso de su historia deportiva el que me echase a mí al zurrón. Esto demuestra que siente que le estoy pisando los talones.
—Avise a la policía.
—Tendré probablemente que hacerlo. Pero todavía no. ¿Quiere usted mirar con cuidado por la ventana, para ver si alguien merodea por la calle?
—Sí, cerca de la puerta hay un individuo que parece un matón.
—Será Sam Merton; leal, pero bastante idiota. ¿Dónde se encuentra ese caballero, Billy?
—En la sala de espera, señor.
—Hazlo subir cuando yo toque el timbre.
—Sí, señor.
—Hazlo pasar, aunque yo no esté en la habitación.
—Sí, señor.
Watson esperó a que la puerta estuviese cerrada y enseguida se volvió hacia su compañero.
—Mire, Holmes, esto no puede ser en modo alguno. Es un hombre desesperado, que no se detiene ante nada. Quizás haya venido para asesinarle.
—No me sorprendería.
—Insisto en quedarme con usted.
—Sería un tremendo estorbo.
—¿Para quién, para él?
—No, querido compañero, para mí.
—No puedo abandonarle.
—Sí, Watson, sí puede hacerlo y lo hará, porque usted nunca ha dejado de representar su parte en el juego. Estoy seguro de que seguirá haciéndolo hasta el final. Este hombre ha venido movido por sus propios motivos, pero quizá se quede para servir a los míos.
Holmes sacó un libro de notas y garabateó unas líneas.
—Lleve esto a Scotland Yard y entrégueselo a Youghal, del C. D. I. Después venga con la policía a realizar la detención del individuo.
—Esto sí que lo haré con mucho gusto.
—Quizá para cuando vuelva usted haya tenido tiempo para descubrir el paradero de la piedra preciosa.
Holmes hizo sonar la campanilla.
—Creo que saldremos por el dormitorio. Esta segunda salida resulta de gran utilidad. Quisiera ver a mi tiburón sin que él me viese a mí, y ya recordará que tengo mi manera propia de hacerlo.
De modo, pues, que un minuto después Billy introdujo al conde Sylvius en una habitación en la que no había nadie. El célebre cazador, deportista y hombre de mundo era un individuo corpulento, moreno, de formidables bigotes negros que daban sombra a una boca cruel, de labios finos, que estaban a su vez dominados por una nariz larga y encorvada como el pico de un águila. Vestía bien, pero su brillante corbata, centelleante alfiler y deslumbrantes anillos producían un efecto chillón. Al cerrarse la puerta a su espalda, miró a su alrededor con ojos agresivos y sobresaltados, como quien recela de una trampa en cada vuelta que da. De pronto sufrió un violento sobresalto al distinguir la cabeza impasible y el cuello del batín que sobresalían del sillón colocado junto a la ventana. Al principio, su expresión fue de puro asombro. Luego, una horrible esperanza centelleó en sus ojos negros y malvados. Echó un nuevo vistazo a su alrededor para cerciorarse de que no había testigos y después se acercó, de puntillas, con el pesado bastón en alto, a la figura silenciosa. Estaba ya tomando ímpetu para su acometida y golpe final cuando fue saludado por una voz fría y sarcástica desde la puerta abierta del dormitorio:
—¡No vaya a hacerla pedazos, conde! ¡No vaya a hacerla pedazos!
El asesino retrocedió tambaleándose, con la cara convulsionada de asombro. Hizo un movimiento como para levantar otra vez su pesado bastón, pero esta vez contra el original y no contra la copia; sin embargo, descubrió algo en aquellos duros ojos grises y en la sonrisa burlona que le obligó a dejar caer el brazo a un lado.
—Es una preciosidad —dijo Holmes, adelantándose hacia la imagen—. La hizo Tabernier, el modelador francés. Fabrica las figuras de cera tan bien como su amigo Straubenzee los rifles de aire comprimido.
—¡Rifles de aire comprimido! ¿Qué quiere usted decir con eso?
—Coloque su sombrero y su bastón en la mesa lateral. Gracias. Tome asiento, por favor. ¿Tendría algún inconveniente en dejar también a un lado su revólver? Muy bien; si lo prefiere, puede usted sentarse encima de él. Su visita ha sido muy oportuna, porque estaba anhelando echar una parrafada con usted.
El conde torció el gesto y le miró con unos ojos preñados de amenazas.
—También yo deseaba decirle algunas palabras, Holmes. Para eso he venido. No niego que hace un instante he tenido el propósito de agredirle.
Holmes, sentado en el borde de la mesa, balanceaba sus piernas.
—En efecto, me pareció que algo por ese estilo se le había ocurrido —dijo—. ¿Y a qué debo esas atenciones personales?
—A que usted se ha salido de su camino para molestarme. A que ha lanzado a sus hombres sobre mi pista.
—¡Mis hombres! Le aseguro bajo mi responsabilidad que no.
“CON EL PESADO BASTÓN EN ALTO... CUANDO FUE SALUDADO POR UNA VOZ FRÍA Y SARCÁSTICA DESDE LA PUERTA”.
—¡Eso son tonterías! Yo los he hecho seguir a ellos. Es un juego en el que pueden jugar dos personas, Holmes.
—Mire, conde Sylvius, es un detalle insignificante, pero yo le ruego que tenga la amabilidad de anteponer el «señor« a mi apellido cuando me dirija la palabra. Tendrá usted que convenir en que la rutina de mis trabajos me llevaría a que me tuteasen todos los maleantes de Londres, y hacer excepciones daría lugar a envidias.
—Pues entonces, señor Holmes.
—¡Magnífico! Pero le aseguro que al hablar de supuestos agentes míos está usted en un error.
El conde Sylvius se rió desdeñosamente.
—Hay otras personas que pueden ser tan observadoras como usted. Ayer fue un anciano; hoy, una señora de edad. No me han perdido de vista durante todo el día.
—Pues, la verdad, señor, que eso que me dice es un cumplido. El viejo barón Dowson afirmó, la noche anterior a su muerte en la horca, que lo que la justicia había ganado conmigo lo había perdido el arte escénico. ¡Y ahora es usted quien elogia amablemente mis pequeñas caracterizaciones!
—¿De modo que era usted..., usted en persona?
Holmes se encogió de hombros.
—Puede ver ahí en ese rincón la sombrilla que tan amablemente me entregó usted en Minories, antes de que empezase a sospechar.
—Si lo hubiese sabido, quizá no habría usted...
—... vuelto a esta humilde casa. Era muy consciente de ello. Todos tenemos que deplorar ocasiones que hemos desaprovechado. Ahora bien: como usted lo ignoraba, estamos aquí ahora los dos.
El ceño del conde se frunció aún más apretadamente sobre sus ojos amenazadores.
—Lo que me acaba de decir pone aún peor las cosas. ¡No eran sus agentes, sino su misma entrometida persona metida a comediante! Reconoce usted, pues, que me ha seguido los pasos. ¿Por qué?
—Vamos, vamos, conde. Usted se dedicó a matar leones en Argelia.
—¿Y qué pasa con eso?
—¿Por qué los mataba?
—¿Por qué? ¡Por sport, por la emoción, por el peligro!
—Y también, sin duda, para librar al país de aquel flagelo, ¿verdad?
—¡Exactamente!
—Pues ahí tiene usted en breves palabras mi porqué.
El conde se puso en pie de un salto y se llevó con un movimiento involuntario la mano al bolsillo del costado.
—¡Siéntese, señor, siéntese! Yo tengo una razón de tipo más práctico. Necesito el diamante amarillo.
El conde Sylvius se recostó en su silla con una sonrisa siniestra, y dijo:
—¡Caramba!
—Usted sabía que yo andaba tras sus pasos con ese objeto. La razón verdadera de que haya venido aquí esta noche es que quiere averiguar hasta dónde estoy enterado del asunto y hasta qué punto es absolutamente necesario eliminarme. Pues bien, debo decirle que, desde su punto de vista, sí lo es, porque yo lo sé todo, salvo un detalle que usted va a revelarme ahora.
—¿De verdad? ¿Y cuál es ese dato que le falta?
—El sitio en el que está el diamante.
El conde miró fijamente a su interlocutor.
—De modo que usted desea averiguar eso, ¿verdad? ¿Y cómo demonios voy a poder yo decirle dónde está esa piedra preciosa?
—Puede decírmelo y me lo dirá.
—¡Ah!, ¿sí?
—Conde Sylvius, conmigo no le valen los faroles.
Holmes miró al conde, y sus ojos fueron contrayéndose y encendiéndose hasta no ser más que dos puntas de acero amenazadoras.
—Usted es para mí como un cristal. Veo hasta la parte posterior de su alma.
—Pues entonces, como no puede ser menos, verá dónde se encuentra el diamante.
Holmes palmeó divertido, y apuntó al conde con su índice burlón, diciéndole:
—¡Ah! ¿Ve usted como lo sabe? ¡Usted mismo lo ha confesado!
—Yo no he confesado nada.
—Veamos, conde. Si se pone usted en razón, podemos hacer negocios. En caso contrario, se pillará los dedos.
El conde Sylvius alzó los ojos al techo y dijo:
—¡Y hablaba usted de que yo me tiraba faroles!
Holmes le miró pensativo, como mira un buen jugador de ajedrez mientras está pensando su jugada definitiva. De pronto abrió el cajón de la mesa y sacó de él un cuaderno de notas bastante abultado.
—¿Sabe lo que guardo en este cuaderno?
—No, señor; no lo sé.
—¡Lo guardo a usted!
—¿A mí?
—Sí, señor, a usted. Todo usted está aquí dentro; todo lo que ha hecho durante su vida repugnante e indigna.
—¡Maldita sea, Holmes! ¡Mi paciencia tiene sus límites! —exclamó el conde, con ojos relampagueantes.
—Todo está aquí, conde. La verdad acerca de la muerte de la anciana señora Harold, que le dejó en herencia la finca de Blymer, que usted perdió rápidamente en el juego.
—Está usted fantaseando.
—Y también la historia completa de la señorita Minnie Warrender.
—¡Bueno! De eso no va usted a sacar nada.
—Hay muchas más cosas aquí, conde. Aquí está el robo cometido en el tren de lujo de la Riviera el día trece de febrero de mil ochocientos noventa y dos. Y el cheque falsificado contra el Crédit Lyonnais.
—No; ahí está usted equivocado.
—Entonces es que en lo demás estoy en lo cierto. Pues bien, conde. Usted es jugador de cartas. Cuando el contrario tiene en su mano todos los triunfos, se gana tiempo poniendo los naipes encima de la mesa.
—¿Qué tiene que ver toda esta charlatanería con la piedra preciosa de la que estaba hablando?
—Despacito, conde. Refrene su ansiedad. Permítame abordar el asunto siguiendo mi fastidioso sistema. Tengo todo esto contra usted; pero, sobre todo, tengo una acusación bien probada contra usted y contra su matón en el caso del diamante de la Corona.
—¿De veras?
—Tengo al cochero que los llevó a ustedes dos a Whitehall y al que los recogió después allí. Dispongo del ordenanza que los vio a ustedes cerca de la vitrina. Cuento con Ikey Saunders, que se negó a cortar la piedra. Ikey se ha ido del pico y se acabó el juego.
Las venas de la frente del conde se dilataron y sus manos morenas y velludas se entrelazaron convulsionadas en un intento por dominar la emoción. Intentó hablar, pero no consiguió articular las palabras. Holmes le dijo:
—Ese es el juego que tengo. Pongo las cartas sobre la mesa. Pero me falta una: el rey de diamantes. Ignoro dónde se encuentra la piedra.
—Y no lo sabrá nunca.
—¿Que no? Vamos, conde, sea razonable. Medite sobre la situación. Le van a encerrar a usted por veinte años. Lo mismo que a Sam Merton. ¿De qué les va a servir el diamante? De nada, absolutamente. Pero si usted lo entrega, estoy dispuesto al toma y daca, aunque se trate de un delito. No nos hacen falta ni usted ni Sam. Lo que queremos es la piedra. Entréguela y, por lo que a mí respecta, puede usted vivir en libertad, mientras se porte bien de aquí en adelante. Si usted vuelve a cometer otro desliz... bien, será el último. Pero por esta vez el encargo que he recibido es el de recuperar la joya, no el de prenderle a usted.
—¿Y si me niego?
—Pues entonces, ¡qué le vamos a hacer!, me quedaré con usted.
Billy había aparecido en la puerta, en contestación a la llamada del timbre.
—Creo, conde, que convendría que también su amigo Sam asistiese a esta conferencia. Después de todo, es justo que sus intereses estén representados. Billy, junto a la puerta de la calle encontrará usted a un señor muy corpulento y feo. Invítele a subir.
—¿Y si no quiere, señor?
—No quiero violencias, Billy. No lo maltrate usted. Si le dice que el conde Sylvius le necesita, vendrá con toda seguridad.
—¿Qué es lo que va a hacer ahora? —preguntó el conde Sylvius cuando Billy desapareció.
—Hace un momento se encontraba aquí mi amigo Watson. Le conté que tenía en mis redes a un tiburón y a un gobio; ahora me dispongo a tirar de la red para que salgan juntos.
El conde se había levantado de su asiento y tenía la mano en la espalda. Holmes hizo que algo sobresaliese del bolsillo de su batín.
—Holmes, usted no morirá en la cama.
—Esa idea se me ha pasado por la cabeza muchas veces, pero ¿de verdad cree que tiene importancia? A fin de cuentas, conde, usted mismo tiene más probabilidades de morir en posición vertical que en horizontal. Pero esta clase de previsiones del futuro resultan morbosas. ¿Por qué no hemos de entregarnos sin restricciones al disfrute de la hora presente?
Los ojos negros y amenazadores de aquel maestro en el crimen se encendieron de pronto con luminosidad de fiera. La figura de Holmes pareció ir creciendo a medida que se ponía en tensión, dispuesto a todo.
—Amigo mío, no vale la pena andar palpando su revólver —dijo con voz tranquila—. Sabe usted perfectamente que no se atrevería a usarlo, ni aun en el caso de que le diese el tiempo necesario para sacarlo. Conde, los revólveres son instrumentos alborotadores y desagradables. Es mejor recurrir a los rifles de aire comprimido. ¡Ah! Me parece oír los pesados pasos de su estimable socio. Buenos días, señor Merton. Qué, resulta muy aburrida la calle, ¿verdad?
El boxeador profesional, que era un joven corpulento, de expresión estúpida y obstinada, se quedó como cortado en la puerta misma, mirando a su alrededor con desorientación. El estilo campechano de Holmes era algo nuevo para él, y aunque tuvo la sensación de que le era hostil, no supo de qué manera hacerle frente, y se volvió pidiendo ayuda a su más astuto cómplice.
—¿De qué se trata ahora, conde? ¿Qué es lo que quiere este individuo? ¿Qué hay de nuevo? —su voz era áspera y ronca.
El conde se encogió de hombros y fue Holmes quien contestó:
—Señor Merton, para expresarlo en pocas palabras, le diré que todo ha acabado.
El boxeador siguió hablando a su socio.
—Pero ¿es que este fulano se está haciendo el gracioso o qué? Pues yo no estoy para bromas.
—No, supongo que no —dijo Holmes—. Creo que puedo asegurarle que, a medida que avance la noche, se sentirá usted cada vez de peor humor. Bueno, conde Sylvius, vamos a ver. Yo soy un hombre muy ocupado y no puedo perder el tiempo. Voy a pasar a ese dormitorio. Considérese aquí como en su propia casa durante mi ausencia. Usted tendrá más libertad para explicar a su amigo cómo están las cosas sin que les cohíba mi presencia. Mientras tanto, tocaré en mi violín la Barcarola de Hoffmann. Dentro de cinco minutos volveré para que ustedes me den la contestación definitiva. Se ha dado usted perfecta cuenta de las alternativas, ¿no es así? ¿Los encarcelaremos a ustedes o recuperaremos la piedra?
“CONSIDÉRESE AQUÍ COMO EN SU PROPIA CASA DURANTE MI AUSENCIA”.
Holmes se retiró, recogiendo al pasar su violín, que estaba en un rincón. Unos instantes después llegaban débiles, a través de la puerta cerrada del dormitorio, las notas lánguidas y llorosas de la más obsesionante melodía.
—¿De qué se trata, pues? —preguntó Merton con ansiedad cuando su compañero se volvió hacia él—. ¿Sabe algo acerca de la piedra?
—Sabe demasiado acerca de ella. No estoy seguro de que no lo sepa absolutamente todo.
—¡Santo Dios! —la cara pálida del boxeador se volvió todavía más blanca.
—Ikey Sanders se ha chivado.
—¿Conque se ha chivado? Pues me las va a pagar, aunque me cueste la horca.
—Con eso no ganamos nada. Hemos de decidir ahora mismo lo que tenemos que hacer.
—Un momento —dijo el boxeador, mirando con recelo hacia la puerta del dormitorio—. Ese individuo es de aúpa y hay que estar alerta. ¿No nos estará escuchando?
—¿Cómo va a poder escuchar si está tocando música?
—Tiene razón. Quizás haya alguien detrás de una cortina. Hay demasiadas cortinas en esta habitación.
Al volverse para mirar vio por vez primera la efigie de la ventana, y se quedó de una pieza señalándola con el dedo, demasiado atónito para hablar.
—¡Bah! Es solo un muñeco —dijo el conde.
—Un truco, ¿verdad? ¡Santo cielo! ¿No andará en ello madame Tussaud? Es su viva imagen, con el batín y todo. Pero ¡las cortinas, conde!
—¡Al diablo las cortinas! Estamos perdiendo el tiempo y no andamos sobrados de él. Ese hombre puede mandarnos a presidio por el asunto de la piedra.
—¡Vaya si puede!
—Pero nos dejará libres con solo que le digamos dónde está el botín.
—¡Cómo! ¿Que se lo entreguemos? ¿Que le entreguemos lo que vale cien mil libras?
—O lo uno o lo otro.
Merton se rascó la rapada cabeza.
—Ese hombre está aquí solo. Vamos a darle un buen susto. Con apagar la luz nada tendríamos que temer.
El conde movió negativamente la cabeza.
—Está armado y en guardia. Si lo asesináramos a tiros, nos sería difícil huir en un sitio como este. Además, es bastante probable que la policía esté al corriente de todas las pruebas que él tiene. ¡Vaya! ¿Qué es esto?
Se oyó un leve crujido que parecía proceder de la ventana. Ambos hombres se volvieron, pero todo estaba tranquilo. Fuera de aquel muñeco extraño sentado en el sillón, no había sin duda alguna nadie más en el cuarto.
—Ha debido de ser en la calle —dijo Merton—. Vamos a ver, jefe: usted es el que tiene cerebro. Con seguridad se le ocurrirá alguna manera de salir del paso. Puesto que de nada sirven aquí los puños, el asunto pasa a ser de su incumbencia.
—A otros más listos que él les he dado el pego —contestó el conde—. La piedra la llevo encima, en mi bolsillo secreto. Yo no corro el riesgo de dejarla en parte alguna. Podría salir de Inglaterra esta noche y ser cortada en cuatro fragmentos antes del domingo, en Ámsterdam. Este hombre no sabe nada de Van Seddar.
—Creí que Van Seddar se iba la semana próxima.
—Iba a hacerlo. Pero ahora es preciso que salga en el primer barco. Uno de nosotros dos tiene que escabullirse con la piedra hasta la Lime Street y decírselo.
—Pero aún no está preparado el doble fondo.
—Pues tiene que arreglárselas sin él y correr el riesgo, porque no se puede perder un momento.
Una vez más se detuvo con la sensación de peligro que en todo cazador acaba por convertirse en un instinto. Miró fijamente hacia la ventana. Sí, aquel leve ruido procedía seguramente de la calle.
—En cuanto a Holmes —prosiguió—, le engañaremos con bastante facilidad, porque el condenado idiota no nos detendrá si consigue hacerse con la piedra. Pues bien: le prometeremos la piedra. Lo lanzaremos por una pista falsa, la piedra estará en Holanda y nosotros fuera del país.
—Eso ya me suena mejor —exclamó Sam Merton, con una mueca.
—Vaya a decirle al holandés que actúe adelantándose a ese hombre. Yo hablaré con ese idiota y lo engatusaré con una confesión falsa. Le diré que la piedra está en Liverpool. ¡Condenada música, que es un puro gimoteo! Me pone nervioso. Para cuando este hombre descubra que no se encuentra en Liverpool, estará ya a buen recaudo y nosotros sobre las aguas azules. Venga usted aquí, fuera de la línea de visión de ese ojo de cerradura. Mire, la piedra está aquí.
—¡Se atreve a llevarla encima!
—¿Dónde podría estar más segura? Si nosotros pudimos llevárnosla de Whitehall, lo mismo podía llevársela otra persona de mi domicilio.
—Déjeme que la vea.
El conde Sylvius dirigió a su socio una mirada poco halagüeña, e hizo caso omiso de la mano sucia que se tendía hacia él.
—¡Cómo! ¿Piensa acaso que voy a quitársela? Escuche, amigo: me están cargando un poco estos procedimientos suyos.
