La plenitud del amor - Jorge Ordeig Corsini - E-Book

La plenitud del amor E-Book

Jorge Ordeig Corsini

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Beschreibung

Dice Jesús: Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Pero... ¿qué mandamientos son esos? La mayoría de los cristianos respondería que los famosos Diez Mandamientos. Sin embargo, estos los dio Moisés al pueblo de Israel muchos cientos de años antes de Cristo. Es cierto que proceden del mismo Dios; pero Jesús habla de mis mandamientos. ¿Son acaso diferentes de aquellos? Unas palabras de Jesús lo resumen: no penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud. Este libro ahonda precisamente en esa plenitud y anima al lector a no conformarse con mínimos, a seguir de cerca a Cristo, meditando y viviendo sus enseñanzas.

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Seitenzahl: 245

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Table of Contents
Introducción. Si me amáis…
1. El marco necesario
La autoridad de Jesús
Máximos o mínimos
¿Más mandamientos?
Con ilusión y sin agobios
2. El mandamiento cero
Para qué nos ha creado
Construir el cielo en la tierra
3. La interioridad
El espíritu humano
El reino interior
Dios de la ausencia y de la presencia
¿Qué llevamos en el corazón?
4. Escuchar a Jesús
Escuchar a Yahvé
Aprender del maestro
La oración
5. Acoger el amor
Corresponder al amor
Acoger el amor humano
Acoger el amor de Dios
Amor a nosotros mismos
El camino del cielo
6. Fe y confianza
Confianza
¿Pedir o dar?
Fe y obras de fe
El taller de la fe
7. Ser agradecidos
En la escritura y en la tradición
Agradecimiento humano y sobrenatural
8. Amor a la verdad
Veracidad
La verdad de Dios
La verdad del hombre
9. La trascendencia
Tesoros en el cielo
El juicio
Sin miedos
10. Estar alegres
Dios quiere la felicidad de sus hijos
Alegría de hijos
Disfrutar la vida
Mirar al cielo
11. Subir el nivel
Cristianos de verdad
Santidad con obras
¿Qué es la santidad?
Santidad y felicidad
12. Los demás
Cuidar a los demás
Servir a los demás
El mandamiento nuevo
¿Hasta dónde?
13. Construir la paz
Paz en las familias
Dialogar en vez de discutir
14. Luchar contra el mal
El pecado y el mal
El mal en nosotros mismos
La importancia de estar en gracia de Dios
Hacer el bien
15. Perdonar… y pedir perdón
Aprender a perdonar
Los hombres sin remedio
El examen de conciencia
Pedir perdón
16. Transmitir el amor
La levadura en la masa
El querer de Dios
De la mano de Dios
17. La pobreza
Pobreza material y pobreza espiritual
No servir a dos señores
Administradores, no propietarios
La moneda de cambio para el cielo
18. Cuidar el amor
Felicidad y familia
La virtud de la pureza
Saber amar
19. Morir a uno mismo
Madurez humana
Madurez en el amor
Madurez cristiana
20. Almas de Eucaristía
El amor de Dios a los hombres
El amor de los hombres a Dios
Ecclesia de Eucharistía
21. Amor a Santa María
Las devociones marianas
La riqueza del amor a María
La ternura de María
22. Yo estaré con vosotros…

la plenitud del amor

Los mandamientos de Jesús

Jorge Ordeig Corsini

LA PLENITUD DEL AMOR

Los mandamientos de Jesús

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

© 2018 byJorge Ordeig Corsini

© 2018 de la presente edición, by EDICIONES RIALP, S. A.,Colombia, 63, 28016 Madrid (www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital): 978-84-321-5069-2

Depósito legal: M-38559-2018

ePub producido por Anzos, S.L. (Fuenlabrada, Madrid)

Introducción. Si me amáis…

Hay una frase de Cristo que resume el propósito de estas páginas: No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud (Mt 5, 17). Este libro está escrito, precisamente, para quienes deseen vivir el cristianismo en plenitud.

¿Cómo alcanzar esa plenitud? Dice también Jesús: Si me amáis, guardaréis mis mandamientos (Jn 14, 15). Es una frase clara, bien conocida por todos los cristianos que hayan leído los evangelios, y que nos da la pista de cómo alcanzar esa plenitud en el amor a Cristo. Pero… ¿qué mandamientos son esos?

Mil trescientos años antes de que naciera Jesús en Belén, Dios se manifestó a Moisés en lo alto del monte Sinaí y le dio las tablas de la ley, con los universalmente conocidos Diez Mandamientos. Esos mandamientos constituyen el fundamento de «la Ley de Moisés»: la Ley que ha regido y continúa rigiendo el comportamiento del pueblo judío.

Pero no gobierna solo a los judíos. Si se pregunta a los cristianos cuáles son los mandamientos de Dios, la casi totalidad de los encuestados contestará con los famosos Diez Mandamientos. Los sacerdotes tenemos la experiencia, relativamente frecuente, de alguna persona que se acerca al confesionario y nos dice algo parecido a «si yo no tengo pecados; yo no mato ni robo». Ya es triste reducir los Diez Mandamientos a dos, olvidando especialmente el mandato de amar a Dios sobre todas las cosas; pero todavía resulta más penoso que un cristiano —es decir, un seguidor de Cristo— ignore las enseñanzas de Jesús, bastantes de las cuales son auténticos mandamientos que deberíamos poner en práctica.

Los Diez Mandamientos no vienen de Jesús, sino que los dio Moisés al pueblo de Israel, muchos cientos de años antes de Cristo. Es cierto que son mandamientos revelados por Dios a Moisés; es cierto que forman un código moral y ético relativamente completo; es cierto que se pueden llamar con justicia «La Ley de Dios»; es asimismo cierto que Jesús declara vigentes los mandamientos de Moisés… pero no los prescribió Jesús. Y Jesús dice mis mandamientos. Un cristiano no puede desoír esa exigencia.

La frase de Jesús adquiere aún mayor relevancia cuando se pone en relación con el mandamiento más importante de la ley: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, y con todo tu ser (Mt 22,37). Esto es lo primero que cualquier cristiano debería tener en la cabeza y en el corazón durante toda su vida. Y, para un cristiano, el amor a Dios pasa por el amor a Jesús, Dios encarnado. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él (Jn 14, 21). El apóstol san Juan, al recoger estas palabras de Jesús, subraya la asociación inseparable entre el amor a Dios, el amor a Jesús, y la necesidad de aceptar y cumplir «mismandamientos».

Jesús nos dio muchas enseñanzas. En este libro haremos referencia a algunas pocas: no sería posible agotar el tema. Un autor distinto podría fijarse en otras indicaciones de Cristo, o presentarlas de modo diferente o con un orden distinto. En el fondo, estas páginas se pueden considerar como una mera introducción a lo que Jesús espera de nosotros. Cualquier persona deseosa de seguir a Cristo está obligada a volver una y otra vez a las fuentes seguras: a los cuatro evangelios y a todo el Nuevo Testamento. Allí descubrirá, cada uno, lo que Dios espera de él.

El marco necesario

La verdad os hará libres.

(Jn 8, 32)

Al emprender el estudio de los distintos mandamientos de Cristo, conviene hacer algunas consideraciones que enmarcan las palabras de Jesús y ayudan a comprenderlas.

La autoridad de Jesús

Encontramos en los evangelios bastantes momentos en donde Jesús rectifica o cambia la ley mosaica. Se enfrenta con los fariseos o los escribas y les indica que no han sabido entender la ley de Dios respecto al sábado, a la misericordia, al perdón, o a otros varios aspectos de la ley.

El evangelista san Mateo recoge, en el quinto capítulo de su evangelio, el famoso «Sermón de la montaña». En ese capítulo, después de las bienaventuranzas, Jesús sigue hablando y puntualiza la doctrina antigua, utilizando con frecuencia la frase pero yo os digo…

En varias ocasiones lo hace elevando el nivel de exigencia de un mandamiento ya existente: Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: Todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio (Mt 5, 21-22).

En otras parece que rectifica o pone nuevas leyes: Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón (Mt 5, 27-28).

Y otras, finalmente, son mandamientos nuevos, insospechados para quienes le escuchaban: Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores (Mt 5, 43-45).

Esa expresión, pero yo os digo, la utilizan los teólogos para demostrar la conciencia que Jesús tenía de sí mismo, de su divinidad: solo Dios podía atreverse a rectificar una ley entregada por Dios mismo a los judíos. Incluso los fariseos así lo entienden y, cuando le quieren acusar, utilizan el argumento de que Jesús estaba revolucionando la ley de Moisés, intocable para ellos.

El cristianismo tiene una verdad central, en torno a la cual se ha construido toda la fe. Esa verdad es muy sencilla en su expresión, pero enormemente enriquecedora y luminosa en sus consecuencias. Es, en su formulación más simple, decir «yo creo que Jesucristo es Dios». Una persona que afirme esta verdad es cristiana, aunque pueda pertenecer a distintas confesiones (como la ortodoxa, la anglicana, diversas comunidades protestantes, etc.). Por el contrario, si una persona se declara cristiana, pero no afirma la divinidad de Jesús, hay que decirle: «Tú no eres cristiano, porque solo somos cristianos los que reconocemos la divinidad de Cristo-Jesús».

Esa verdad, tan sencilla de formular, contiene en germen una enorme y trascendental exigencia. Si yo creo que Jesús es Dios, entonces debo admitir todo lo dicho por Jesús como verdades venidas de Dios; no puedo seleccionar de entre sus palabras qué cosas acepto y cuáles no.

Si alguna persona, declarándose cristiana, dice que no cree algunas de las cosas enseñadas por Jesús, de algún modo está negando la divinidad de Cristo, ya que Dios no puede equivocarse. Eso sucede con frecuencia cuando alguien ve a Jesús como un hombre extraordinario, un profeta quizás, pero no termina de admitir que sea Dios. Pero si, gracias a Dios, tenemos una fe firme en que Jesús es Dios, entonces cualquier palabra de Jesús es Palabra de Dios, y todo lo que Jesús dijo nos compromete hasta el fondo del alma.

Máximos o mínimos

A pesar de las escenas del evangelio donde Cristo, con su autoridad divina, rectifica, amplía o eleva las exigencias de la ley antigua, deja claro simultáneamente que no está derogando la ley de Moisés, los Diez Mandamientos, sino llevándolos a un escalón superior. Como hemos visto, afirma en san Mateo: No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud (Mt 5, 17). Los Diez Mandamientos siguen siendo actuales, aunque Jesús reforme algunos aspectos de la ley mosaica. Con esta premisa es lógico preguntarse: si los Diez Mandamientos están vigentes, ¿para qué unos mandamientos nuevos?

Pensemos unos momentos en una realidad conocida por todos: las autopistas, esas largas carreteras habitualmente con vallas a los lados. Los mandamientos de Moisés serían, en su mayor parte, como esas vallas que jalonan la carretera: lo importante sería no estrellarse contra ellas.

En cambio, las indicaciones de Jesús son en su mayoría para enseñarnos a correr, para ir más rápido por el camino hacia Dios. Un coche puede estar detenido en una autopista, o a una velocidad mínima: no tendrá riesgo de sufrir un accidente; pero no va a llegar a ningún lado. Su velocidad es tan mísera que empleará toda la vida para recorrer unos pocos kilómetros. Es importante no tener accidentes; pero no es menos importante una cierta velocidad si deseamos alcanzar nuestro destino.

Con una terminología más tradicional en el cristianismo, se podría decir que los mandamientos de Moisés, en su formulación inmediata, nos enseñan a evitar el infierno cuando llegue a su fin nuestra vida en la tierra. Los mandatos de Jesús, en cambio, nos enseñan el camino de la santidad y del cielo.

¿No es lo mismo? ¿Si evito el infierno no acabaré en el cielo, más o menos tarde? Pues sí, eso es bastante seguro; pero que un negocio no quiebre, no quiere decir que su dueño se haga multimillonario: puede estar trabajando toda la vida y no llegar a conseguir más que el dinero mínimo para ir sobreviviendo día a día. Los mandamientos de Moisés garantizan, de algún modo, que el negocio no quebrará. Los mandamientos de Jesús nos llevan a alcanzar el éxito total del negocio, a tener una enorme fortuna en el cielo con la que nos encontraremos cuando llegue la hora.

El cielo no es igual para todos. Es verdad que todos seremos felices en el cielo, pero la felicidad de cada uno puede ser mayor o menor. Con un clásico ejemplo de santo Tomás de Aquino, varios recipientes de distinta capacidad pueden estar todos llenos, pero cada uno contendrá un volumen distinto. Seguir a Jesús de cerca y poner en práctica sus consejos hace que esa capacidad nuestra de amar y de ser felices vaya incrementándose y, cuando lleguemos al cielo, tendremos lo que nos hayamos merecido. O, con una imagen del mismo Jesús, se trata de tener un tesoro en el cielo: el tesoro de cada uno será mayor o menor según lo ganado en esta tierra.

Los Diez Mandamientos son —especialmente los de formulación negativa, los que comienzan por un «no»— un código moral de mínimos: nos indican el mínimo indispensable para poder salvarse. Los mandamientos de Jesús son un código moral de máximos: nos conducen a anhelar la santidad, nos descubren el amor de Dios hacia nosotros y nos urgen a responder a Dios con un amor sin fisuras.

En esta sociedad donde nos encontramos, la «ley del mínimo esfuerzo» rige bastantes de nuestras actuaciones, y además es lo correcto en muchas ocasiones. Por ejemplo, en cualquier construcción, una buena ingeniería lleva a realizarla con el mínimo de materiales y de esfuerzo; o en un hogar cualquiera, si puede estar limpio con dos horas de trabajo, no hay por qué echarle cinco. Es una ley que manda en muchas de nuestras actividades.

Pero hay un ámbito en el cual la ley del mínimo esfuerzo no tiene sentido. Es cuando se mete por medio un amor verdadero. ¡No habléis a un enamorado de mínimos! Os mirará sin entender nada. El amor siempre busca los máximos: los máximos de entrega, de generosidad, de alegría, de amor.

Para vivir el cristianismo como espera Jesús resulta preciso buscar esos máximos del amor. El papa Juan Pablo I, en una audiencia de su corto pontificado, dijo: «Está escrito: Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas (Dt 6, 5-9). Aquel «todo», repetido y llevado a la práctica con tanta insistencia, es en verdad la bandera del maximalismo cristiano. Y es justo: Dios es demasiado grande, merece demasiado Él de nosotros, para que podamos echarle, como a un pobre Lázaro, apenas unas pocas migajas de nuestro tiempo y de nuestro corazón»1. El cristianismo verdadero no debe quedarse en los mínimos; nuestra fe nos impulsa a los máximos posibles de amor y de entrega alegre y confiada.

¿Más mandamientos?

Nos cuesta tanto cumplir los Diez Mandamientos, ¿y ahora debemos ponernos unos cuantos más?

No, no es eso: no se trata de tener veinte mandamientos en vez de diez, sino de vivir la fe de modo distinto, entendiéndola de un modo diverso a como la enfocaban los judíos. Para eso, entre otras cosas, bajó Dios a la tierra y se encarnó en Jesús. Si después de la vida de Jesús en la tierra, nuestro único código moral son los mandamientos de Moisés, se nos podría preguntar: ¿entonces para qué nació Jesús? Ciertamente, Cristo, con su vida y muerte en la cruz nos redimió y nos abrió las puertas del cielo. Pero la finalidad de la vida de Jesús en la tierra no se agota en la redención. El Hijo de Dios se hizo hombre, además, para darnos ejemplo de vida y enseñarnos el camino del cielo.

En el prólogo a su evangelio, san Juan lo resume sentenciando: La Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo (Jn 1, 17). La Ley Mosaica (no solo los Diez Mandamientos) es una larga serie de preceptos a cumplir. Jesús simplifica enormemente esos preceptos y nos ayuda a descubrir las grandes verdades que iluminan nuestra vida. Cuando se va entendiendo y profundizando el mensaje de Cristo, no hay más remedio que admitir la insondable sabiduría de una conocida sentencia de Jesús: La verdad os hará libres (Jn 8, 32). Las indicaciones de Cristo no restringen nuestra libertad, sino que le dan alas para volar en busca de la verdad y del bien.

Acercarse de este modo a la doctrina de Cristo nos abre un panorama apasionante. Es meternos por caminos de perfeccionamiento espiritual; es una invitación a quedarnos extasiados ante un mar sin orillas. Casi todos los mandamientos de Moisés nos invitan a cumplirlos… y a quedarnos tranquilos mientras no los infringimos. Los mandamientos de Cristo no son por lo general prohibiciones concretas, sino indicaciones positivas de cara a nuestro progreso espiritual.

En líneas generales, los pecados contra los mandamientos de Moisés son habitualmente por cometer una mala acción; contra los mandamientos de Cristo los pecados suelen ser de omisión, de no haber hecho lo que nos solicitaba.

Esta diferencia de enfoques explica la visión tan negativa que bastantes cristianos tienen de su religión; con frecuencia se oye la afirmación de que la Iglesia solo sabe prohibir cosas. Es resultado directo de haber insistido durante siglos en los mandamientos de Moisés, muchas veces haciendo especial hincapié en los mandamientos prohibitivos: no matar, no robar, no ser infiel, no mentir, etc.

La Iglesia, especialmente desde el Concilio Vaticano II, ha sido consciente de este problema y ha hecho un gran esfuerzo por subrayar la primacía del amor y la necesidad de entender los Diez Mandamientos desde una perspectiva positiva. El Catecismo de la Iglesia Católica (editado por primera vez en 1992), en la parte dedicada a La Vida en Cristo, utiliza los Diez Mandamientos como esquema explicativo, pero en cada uno de ellos hay una clara voluntad por darle la vuelta y exponerlo de modo positivo. Por ejemplo, cuando se habla del séptimo mandamiento (no robar), enfoca la exposición hablando en primer lugar del destino universal de los bienes, del respeto a la creación, del respeto a las personas y a sus propiedades, de la doctrina social de la Iglesia, de la justicia… Se intenta así que los cristianos no nos conformemos con no robar, sino que amemos toda una serie de virtudes positivas en relación con ese mandamiento. Igual hace al explicar los restantes mandamientos.

Es una orientación loable, y sería muy bueno que los cristianos entendiéramos así los Diez Mandamientos; pero ese esfuerzo no sería necesario si atendiéramos más a las palabras de Jesús. Ninguno de los mandatos de Cristo es negativo, ninguno comienza por «no». Son afirmaciones de amor y de plenitud humana y cristiana, no prohibiciones.

Proporcionan una visión muy distinta… y más exigente. Pero, aunque son exigentes, nos dan una visión alentadora de la vida cristiana. Vale la pena empeñarse en una lucha… si el premio es valioso. Los hombres no podemos ilusionarnos con cosas rastreras. Si el cristianismo se reduce a «no matar y no robar», es imposible que pueda ilusionar a alguien; eso explica —en parte al menos— la sensación de desgana existente hoy en tantos cristianos. Si nos damos cuenta de que Jesús nos llama por caminos de santidad y de perfección, por caminos de alegría y de amor, nos sentiremos impulsados a luchar con ilusión y esfuerzo, pues nos daremos cuenta de que vale la pena empeñarse en la lucha por alcanzar las metas propuestas por Jesús.

Con ilusión y sin agobios

Antes de comenzar a estudiar cada uno de los mandamientos de Cristo, conviene tener en cuenta una advertencia. Si oímos predicar a distintos sacerdotes —o incluso al mismo sacerdote en ocasiones diversas—, al tratar diferentes puntos del mensaje cristiano, podemos concluir que todos son el aspecto más primordial del cristianismo. También aquí, en este libro, cada capítulo puede parecer importantísimo, casi el más esencial de todos. No es que falte reflexión, ni que se esté exagerando, sino que la doctrina cristiana es un todo y los variados aspectos están muy relacionados entre sí.

Efectivamente, el esfuerzo por renacer al espíritu, la lucha contra el pecado, el mandamiento del amor, el deseo de santidad, vivir cara al cielo… son todos, cada uno, «el más importante». ¿Cómo es posible?: pues porque, en el fondo, estamos afirmando la misma verdad, pero viéndola desde distintos ángulos. La doctrina cristiana es un todo que, subjetivamente, miramos desde uno u otro punto de vista. La propia vida de cada uno llevará a atender al aspecto más oportuno según las cambiantes circunstancias personales.

Si esto no se tiene en cuenta, el estudio de la doctrina cristiana podría agobiar a algunas personas. Por el contrario, debemos saber englobar las distintas exigencias de Cristo dentro de la general vocación cristiana al amor y a la felicidad, como veremos más adelante. Dios no desea vernos agobiados, sino contentos y felices, precisamente por haber entendido y puesto en práctica sus indicaciones.

Los consejos de Cristo, igual que los Diez Mandamientos, no son reglas arbitrarias. Dios nos conoce más que nosotros mismos, nos ha creado, sabe de qué pasta estamos hechos. Sus prescripciones indican el camino que debemos recorrer si anhelamos entendernos a nosotros mismos, si ambicionamos alcanzar la felicidad aquí en la tierra (en la medida de lo posible) y después en el cielo. Cuando vayamos viendo los distintos preceptos de Jesús, intentaremos explicar cómo no solamente nos perfeccionan como cristianos, sino que nos ayudan a tener una vida humana más plena.

En conclusión: los mandamientos de Jesús nos ponen delante de los ojos un camino inagotable. Pero es una senda que vale la pena recorrer con ilusión y con ganas ya que, aunque siempre nos quedaremos lejos de la meta, habremos recorrido un camino más largo y más apasionante que si nos quedamos parados con la única esperanza de no cometer pecados.

El mandamiento cero

Creced y multiplicaos.

(Gn 1, 28)

Hemos visto en el capítulo introductorio la necesidad de fijar la atención en las palabras de Jesús, superando así los Diez Mandamientos de Moisés.

Sin embargo, el primer mandamiento que vamos a estudiar no es ninguno dado por Jesús; tampoco ninguno que Moisés haya transmitido de parte de Dios. Es muy anterior en el tiempo, tanto a Moisés como a Jesús. Es previo a toda la historia de la salvación. Para encontrarlo es necesario remontarse al mismo comienzo de la vida del hombre sobre la tierra.

El Génesis es el primer libro de la Biblia. En su primer capítulo cuenta la creación del mundo y del hombre. Utiliza un lenguaje simbólico: no admite una interpretación literal ni científica, no está escrito con esa intención. Pero sí transmite verdades espirituales: el modo de hacer de Dios y lo que Él esperaba de los hombres.

Durante los cinco primeros días de la creación Dios va creando diversas realidades y, al acabar cada día, el texto sagrado repite un estribillo: y vio Dios que era bueno. Es una gran indicación de la bondad de Dios y de cómo esa bondad se transmite a la creación salida de sus manos.

Al llegar el día sexto Dios crea a los animales y al hombre, este último a su imagen y semejanza. Declara entonces el Génesis y vio Dios que era muy bueno. Los días anteriores solo recoge que lo creado era bueno; al crear al hombre especifica que era «muy» bueno. Dios crea por amor y con amor; y la obra resultante de ese amor es muy buena, amable, digna de amor.

Antes de finalizar el relato del día sexto, se encuentra el primer mandamiento de Dios al hombre. El escritor sagrado lo resume diciendo: Dios los bendijo y les dijo: «Sed fecundos y multiplicaos; henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra» (Gn 1, 28).

Este es el primer mandamiento de todos. Lo podríamos llamar el «mandamiento cero», el que expresa la finalidad del hombre, lo que Dios espera de nosotros, declarado a nuestros primeros padres antes del pecado original.

La redacción de este mandamiento utiliza el lenguaje propio del Génesis, con su carga simbólica y expresión un tanto grandilocuente. Conviene trasladarlo a un lenguaje más sencillo. Dios espera de los hombres que vivamos, que seamos fecundos y llenemos la tierra. Defender y cuidar la vida se convierte así en la primera obligación y el primer derecho del hombre. Luego, indica a los hombres que se desarrollen, que gobiernen sobre los animales y sobre la naturaleza creada: es el camino de la plenitud humana, de la felicidad; es encontrar nuestro sitio en la tierra.

Por tanto, podríamos condensar ese mandamiento originario en «vive y sé feliz». Es lo que Dios espera de sus hijos; el fin propio del hombre; lo que Dios mismo pone como fin de nuestra existencia. Es el mandamiento no solo original, sino «originario», creante: es la palabra creadora de Dios, expresión de su voluntad. En el mismo acto con que nos crea nos da la finalidad; nos crea «para algo»; y ese «para algo» es ni más ni menos que este mandamiento cero: vive y sé feliz.

Para qué nos ha creado

La creación es un acto de amor tan sobreabundante que explota en un tremendo derroche de energía, dando lugar a todo el universo. Y la criatura más perfecta de toda la creación, la única querida por Dios en sí misma, es el hombre.

¿Qué espera Dios del hombre? ¿Para qué nos ha creado? En teología se afirma rotundamente que «el mundo ha sido creado para la gloria de Dios»2. Es una verdad clara, pero quizá no bien comprendida por el cristiano de la calle. Es más fácil entender que Dios crea al hombre con el mismo fin de unos padres cuando traen un hijo al mundo: para que viva y sea feliz. Cualquier buen padre desea eso a sus hijos… y Dios lo desea a los hombres. Y siendo felices, en esta tierra y en el cielo, será como daremos gloria a Dios.

Dios esperaba que fuéramos felices en la tierra; luego, de algún modo, se terminaría esta vida y seguiríamos viviendo con Él en el cielo, en una eterna felicidad de amor. El problema comenzó cuando el hombre desconfió de Dios, rechazó su amor y no le hizo caso. En ese preciso momento perdió el camino de la verdadera felicidad y, confundido, buscó la felicidad donde no se encontraba. Toda la historia de la humanidad, en el fondo, es simplemente esto: el hombre enceguecido buscando a tientas el camino del bien y de la felicidad.

Compadecido del hombre, Dios hizo lo que pudo: envió a profetas para que hablaran en su nombre e intentaran reconducirnos al buen camino. Los mandamientos de Moisés (y las indicaciones de los otros profetas) son el empeño de Dios para que los hombres encontráramos la senda correcta del bien y de la felicidad.

Pero el hombre no aprendió la lección y a lo largo de los siglos el pueblo elegido se olvidó de Dios frecuentemente, con consecuencias desastrosas. Transcurridos más de mil años desde Moisés, Dios mismo se encarnó en Jesús para redimirnos, para darnos la posibilidad de que se nos perdonaran los pecados, y para volver a indicarnos el camino del bien y de la felicidad con su palabra y con su ejemplo.

Construir el cielo en la tierra

Entender esto es esencial para comprender el cristianismo y poder seguir a Jesús con interés: el mandamiento cero, «vive y sé feliz», es el mandato original de Dios al hombre. Todos los demás mandamientos, tanto los de Moisés como los de Cristo, están dirigidos a facilitarnos el cumplimiento de ese primer decreto, ya que los hombres parecemos incapaces de alcanzar la verdadera felicidad por nuestras propias fuerzas.

Los mismos cristianos no hemos sido plenamente conscientes de este mandamiento cero, lo hemos olvidado con frecuencia y hemos pensado que solo alcanzaríamos la felicidad cuando llegáramos al cielo. Es cierto que Dios nos ha creado para la felicidad eterna en el cielo, pero también desea que alcancemos la mayor felicidad posible aquí en la tierra. El papa Francisco lo expresa diciendo: «Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está solo para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la felicidad de sus hijos también en esta tierra3». Los hombres nos complicamos y amargamos la vida con frecuencia, pero eso no es el querer de Dios.

San Juan Crisóstomo, uno de los grandes Padres de la Iglesia, animaba un día a quienes le escuchaban con una preciosa imagen: «Dios nos ha mandado que deseemos los bienes por venir y que apresuremos el paso en nuestro viaje hacia el cielo; mas en tanto que el viaje no termina, aun viviendo en la tierra, quiere que nos esforcemos por llevar vida del cielo. Es preciso —nos dice— que deseéis el cielo y los bienes del cielo; sin embargo, antes de llegar al cielo, yo os mando que hagáis, de la tierra, el cielo; y que, aun viviendo en la tierra, todo lo hagáis y digáis como si ya estuvierais en el cielo»4.

Es difícil decirlo de modo más bonito y más claro. Dios nos manda que convirtamos esta tierra en un rincón de cielo, que seamos aquí lo más felices posible, y que ayudemos a los demás a serlo. Esta es la finalidad del hombre sobre la tierra. Solo los que hayan colaborado en construir el cielo en la tierra tendrán libre entrada en el paraíso cuando pasen a la otra vida.

Las obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí (Jn 5, 36), dice Jesús. ¿Cuáles fueron sus obras?: dar de comer a los que tenían hambre, curar enfermedades, perdonar los pecados, llevar paz a los corazones, repartir alegría y amor por todas partes, ayudar a cualquier necesitado… Esas son las obras de Jesús, así es como se construye el cielo en la tierra.

¡En la tierra! Sin olvidarnos de esto. Cuando lleguemos al cielo, nuestra vida será distinta; pero ahora, mientras estamos aquí, nuestra espiritualidad no puede estar desligada de nuestro día a día. Deberíamos poder definir a un cristiano como un hombre llamado a anunciar que Dios nos quiere felices y haciendo felices a quienes nos rodean. Y no solo anunciarlo, sino que debería ayudar a conseguir la felicidad de quienes están a su lado.