La princesa de espinas - Intisar Khanani - E-Book

La princesa de espinas E-Book

Intisar Khanani

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Beschreibung

  Una princesa.  Dos destinos.  Una decisión imposible.  La princesa Alyrra, despreciada durante mucho tiempo por su familia, tiene la oportunidad de escapar y comenzar una nueva vida cuando el rey de Menaiya los visita con la intención de desposarla con su hijo, el príncipe Kestrin. Pero, en el camino a su nuevo hogar, una misteriosa y aterradora hechicera intercambia el cuerpo de la princesa con el de Valka, la doncella que la acompaña. Convertida en sirvienta, Alyrra deberá decidir entre aceptar un futuro humilde como criada o defender su derecho al trono y salvar a Kestrin del terrible destino que le espera.  Descubre el mágico mundo de Intisar Khanani.   "Intisar Khanani ha convertido un cuento de hadas tradicional en una historia moderna y sugestiva." School Library Journal "Un cuento fantástico evocador y hermoso sobre una chica y la familia que elige. ¡Me ha encantado!" Gail Carriger, autora best seller del New York Times "Un cuento profundo y hermoso que recomendaré durante años." S. A. Chakraborty, autora de City of Brass "Una vívida versión de un cuento clásico llena de amor, justicia y empatía." Emily B. Martin, autora de la serie the Creatures of Light "Deliciosa y vívidamente imaginada, La princesa de espinas toma un cuento popular y lo convierte en algo nuevo: una historia de y para nuestro tiempo, con lecciones que permanecerán con los lectores mucho después de que hayan terminado sus últimas y maravillosas páginas." G. Willow Wilson, autora de The Bird King  

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LA PRINCESA DE ESPINAS

Intisar Khanani

Traducción de Aitana Vega Casiano

Contenido

Página de créditos

Sinopsis

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43 

El cuchillo de hueso

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos

La princesa de espinas

V.1: noviembre de 2020

Título original: Thorn

© Intisar Khanani, 2020

© de la traducción, Aitana Vega Casiano, 2020

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: © Jenny Zemanek

Corrección: Isabel Mestre

Publicado por Wonderbooks

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-04-9

THEMA: YFH

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

La princesa de espinas

Una princesa.
Dos destinos.
Una decisión imposible.

La princesa Alyrra, despreciada durante mucho tiempo por su familia, tiene la oportunidad de escapar y comenzar una nueva vida cuando el rey de Menaiya los visita con la intención de desposarla con su hijo, el príncipe Kestrin. Pero, en el camino a su nuevo hogar, una misteriosa y aterradora hechicera intercambia el cuerpo de la princesa con el de Valka, la doncella que la acompaña. Convertida en sirvienta, Alyrra deberá decidir entre aceptar un futuro humilde como criada o defender su derecho al trono y salvar a Kestrin del terrible destino que le espera.

Descubre el mágico mundo de Intisar Khanani

«Intisar Khanani ha convertido un cuento de hadas tradicional en una historia moderna y sugestiva.»

School Library Journal

«Un cuento fantástico evocador y hermoso sobre una chica y la familia que elige. ¡Me ha encantado!»

Gail Carriger, autora best seller del New York Times

«Un cuento profundo y hermoso que recomendaré durante años.»

S. A. Chakraborty, autora de City of Brass

«Una vívida versión de un cuento clásico llena de amor, justicia y empatía.»

Emily B. Martin, autora de la serie The Creatures of Light

«Deliciosa y vívidamente imaginada, La princesa de espinas toma un cuento popular y lo convierte en algo nuevo: una historia de y para nuestro tiempo, con lecciones que permanecerán con los lectores mucho después de que hayan terminado sus últimas y maravillosas páginas.»

G. Willow Wilson, autora de The Bird King

#wonderbooks

#wonderfantasy

Para todas las niñas que alguna vez se han preguntado

si tienen lo que hace falta.

Capítulo 1

—Trata de no avergonzarnos —dice mi hermano—. Si es que puedes.

Miro el patio vacío y finjo no darme cuenta de cómo lord Daerilin sonríe a mi izquierda. Siempre ha disfrutado de los comentarios mordaces de mi hermano, sobre todo en los últimos tres años. Los demás nobles que nos rodean se remueven intranquilos, no sé si por diversión o por impaciencia. Madre frunce el ceño con la vista fija en las puertas. Quizá se está preparando para la visita del rey o piensa en que hay pocas esperanzas de que no la avergüence.

El ruido de cascos que se acercan se intensifica. Suena como una tormenta en ciernes, un estruendo sordo y constante que advierte de lluvias torrenciales y vientos huracanados. Entrelazo las manos con fuerza y deseo que todo termine pronto.

El grupo cruza las puertas abiertas al trote y las paredes de madera se hacen eco del ruido de los cascos sobre los adoquines y del tintineo de los arreos. Los primeros jinetes se apartan a un lado para dejar paso a los que vienen detrás. Y a los de más atrás. Miro a madre preocupada y luego de vuelta a los jinetes. Cuento una veintena de hombres con armaduras ligeras antes de darme cuenta de que debe de haber al menos el doble. En el centro, cabalgan cinco hombres, todos vestidos con elegantes atuendos similares. 

Sin una orden clara, la multitud de caballos y hombres se coloca en formación. Los guardias montados se alinean en dos filas para formar un pasillo entre nosotros y los cinco hombres del centro. Los nobles desmontan con ágiles saltos, como si no necesitaran las manos ni los estribos. Vislumbro al maestro de establos, que espera para llevarse a los caballos y los mira con las cejas levantadas y los ojos brillantes de admiración.

—Su majestad, el rey de Menaiya —anuncia uno de los hombres cuando el noble que deduzco que es su rey se adelanta y hace una ligera reverencia. Ignoro el resto de la presentación, las largas listas de títulos y la genealogía. En vez de escuchar, examino al rey. Aunque debe de ser mayor que mi madre, los años lo han tratado bien. Es alto y esbelto. Viste el tradicional manto veraniego de su gente: una prenda suelta y sin capucha, con los brazos y la parte delantera descubiertos y con bordados de plata que caen en cascada por los bordes y acentúan el color azul medianoche de la tela. Bajo esta lleva una túnica hasta la rodilla ligeramente bordada con plata y piedras preciosas y los curiosos pantalones sueltos de su pueblo. El pelo, de color negro y plateado, le cae suelto sobre los hombros, lo que resalta la tez marrón de su rostro y suaviza un gesto que, de otro modo, sería como el de un halcón. Unas finas patas de gallo se le forman en los rabillos de los ojos. Echa un vistazo al grupo de nobles que tiene delante y sonríe, pero su sonrisa está completamente vacía.

—Su majestad, la reina viuda y regente del reino de Adania —proclama el mayordomo Jerash en respuesta. 

Madre le devuelve la reverencia al monarca y los demás la seguimos. A pesar de llevar su mejor vestido de brocado, demasiado abrigado para principios de otoño, apenas posee la mitad de la majestuosidad que proyecta el rey.

Pero, claro, nuestro reino no es nada comparado con el suyo, un pedazo de bosque que por azar se encuentra protegido por las montañas que lo rodean. Menaiya es una tierra de amplias llanuras, granjas en el sur y bosques en el norte. Y soldados. Trago saliva y bajo la vista al suelo. Solo tenemos cincuenta hombres en toda la ciudadela. El rey ha traído a suficientes guerreros experimentados para apropiarse del lugar y anexionar nuestro reino al suyo con la misma facilidad con la que recogería una moneda del suelo.

Sin embargo, si los rumores que se oyen en las cocinas son ciertos, no ha venido para eso y, si lo ha hecho, su juego es mucho más largo.

A continuación, Jerash presenta a mi hermano, que se inclina un poco más que el rey. Después llega mi turno. Hago una reverencia, consciente del escrutinio del rey y de cómo me mira todo su séquito. No levanto la mirada y respiro despacio. Por favor, que sea amable y bueno, como era mi padre, y que haya enseñado a su hijo a serlo.

—Princesa Alyrra —dice el rey. Me incorporo y lo miro. Me observa como si fuera ganado y me repasa de arriba abajo antes de volver a mi cara con la mirada fría y calculadora de un carnicero—. Hemos oído hablar de vos.

—¿Mi señor? —Mi voz es firme y calmada, algo que he aprendido a fingir cuando solo estoy medio asustada. A pesar de mis plegarias, no veo ningún indicio de ternura en el hombre que tengo delante.

—Dicen que sois honesta. Una cualidad poco común.

Siento retortijones. Me fuerzo a esbozar algo parecido a una sonrisa. Es la única respuesta que puedo dar por la que mi familia no me despreciará. Mi hermano se ha puesto rígido y aprieta las palmas sobre los muslos.

—Sois muy amable —afirma mi madre, y da un paso al frente.

El rey me observa unos instantes más y hace esperar a mi madre. Justo cuando creía que por fin escaparía de mi historia y de cómo me ve mi familia, comprendo que me he equivocado. No sirve de nada esperar un futuro mejor. El rey ha venido a buscarme con la certeza de que a mi familia no le importo lo más mínimo.

Se vuelve hacia mi madre y le dedica una sonrisa cortés. Tras su invitación, la acompaña por los tres tramos de escaleras y cruzan las grandes puertas de madera del gran salón. Mi hermano y yo vamos detrás, seguidos de una mezcla de nuestros nobles y del séquito del rey.

—La honesta Alyrra —se burla mi hermano, lo bastante alto para que lo oigan quienes se encuentran más cerca—. Qué princesa tan lista y sofisticada debes de ser.

Ando como si no lo hubiera oído. Será una semana muy larga que pasaré vigilando mi espalda y escondiéndome por las esquinas. Con tantos invitados, el vino y la cerveza fluirán en abundancia, lo que solo empeorará las cosas. Aun así, no es la ira de mi hermano la que llena mis pensamientos mientras camino, sino lo que el rey pretende con esta visita y por qué.

Me las arreglo para escabullirme cuando el rey se retira a sus aposentos para refrescarse después de intercambiar los regalos ceremoniales de bienvenida y de tomar un refrigerio ligero. Se reunirá con mi madre, mi hermano y el Consejo de Lores antes de la cena. Aunque es poco probable que mi hermano venga a buscarme de inmediato, no me arriesgo y me escondo en uno de los pocos lugares que nunca se rebajaría a revisar.

Las cocinas bullen de agitación por la preparación del festín de esta noche. Cook grita órdenes mientras condimenta una olla. Dara, Ketsy y otras tres sirvientas se esfuerzan por seguir el ritmo mientras cortan, rebanan y destripan. Un soldado intenta moldear una masa aplastándola entre los dedos y la pobre Ano, que solo se ve arrastrada a la cocina en situaciones de emergencia, se pelea con fervor con el asado para atarlo a la varilla del asador.

—Dame eso —le pido al soldado, y rescato la masa de sus manos—. Ayuda a Ano con la cabra.

Me dedica una mirada de agradecimiento y se acerca a la chica junto al fuego. Ketsy se apoya en un banco a mi lado mientras pela zanahorias.

—¿Cómo son? —pregunto mientras la miro.

Apenas ha dejado atrás la infancia, pero me entiende a la primera.

—Corteses. No han dado problemas ni han molestado a las chicas mayores, como hacen algunos hombres que las persiguen quieran o no. Pero solo llevan aquí unas horas. Ya veremos.

Lo veríamos. Es difícil saber hasta dónde llegarán los modales de los menaiyanos a lo largo de la semana. Para entonces, ya tendremos una idea clara.

—¿Dara? —llamo a la chica más mayor, que está al otro lado de la mesa.

—Voy a servirles la cena —dice con una media sonrisa, sin apartar la vista de los guisantes que está desenvainando—. Después te diré lo que pienso. ¿Quieres que preste atención a algo en particular?

—Cuántos hablan nuestra lengua —respondo mientras doy la vuelta a la masa y la aplano de nuevo—. Si hablan del príncipe. Qué clase de hombre es. —Si es tan astuto y despiadado como su padre, añado en silencio.

Asiente.

—Veré qué puedo averiguar.

—¿Qué te crees que haces? —reprende Cook en voz alta.

Me vuelvo y me fulmina con la mirada, con las manos en las caderas. Detrás de ella, el asado ya está ensartado y voltea sobre el fuego; no hay ni rastro del soldado.

—No pasa nada —aseguro—. Solo amaso.

—Claro que pasa —espeta mientras entrecierra los ojos—. No pienso dejar que el rey crea que estamos tan desesperados que nuestra princesa tiene que ayudar en las cocinas. Dale la masa a Dara. Ve a sentarte en los jardines o a hacer lo que sea que hagan las grandes damas.

—No tengo ni idea de qué hacen las grandes damas —respondo, y aparto el cuenco de Dara mientras rodea la mesa para acercarse—. Solo soy una dama de mediana categoría y los jardines están llenos de hierbajos. No merece la pena sentarse en ellos.

—Dámelo —insiste ella, e intenta atrapar el cuenco.

—Dáselo o mañana te quedas sin desayuno —espeta Cook con un brillo en los ojos. Dudo, pero lo cierto es que suele cumplir las amenazas—. ¿Qué pasa si su majestad se entera de que andas por aquí?

—De acuerdo, está bien —claudico, y le doy el cuenco a una sonriente Dara.

—Ahora, largo —me amonesta Cook—. Podrás volver a echar una mano después de que… —Se calla, consciente, igual que yo, de que, tal vez, no haya un después—. Vete, niña —repite, más amable.

Elijo el camino desde las cocinas con mucho cuidado y doy un amplio rodeo para evitar las salas de reuniones y el salón principal. Las sesiones del primer día seguramente se centrarán en el estado de los dos reinos y la relación entre ellos. Los monarcas se medirán el uno al otro. Sin duda, madre y el consejo insistirán en el deplorable estado del camino a través de los pasos elevados y en que debería estar mejor apuntalado. Sin embargo, aunque nosotros dependemos del comercio con Menaiya, ellos cuentan con socios comerciales mucho más importantes. Me cuesta imaginar que al rey le preocupe demasiado el camino que atraviesa las montañas para llegar a un reino insignificante. Desde luego, no se obsesionará por ello con el fervor obstinado de mi madre y el consejo. A lo mejor el tema lo disgusta tanto que acorta la visita y se marcha mañana.

Soñar es gratis.

Aunque no me parece que esté acostumbrado a renunciar a lo que desea. Ojalá supiera por qué me quería a mí para su hijo. Sobre todo después de que se hubiera burlado de mí nada más verme delante de la corte.

Llego a mi habitación sin percances y cierro la puerta. Preferiría dar un paseo a caballo, pero está anocheciendo y no me atrevo a llegar tarde a la fiesta. Ya es bastante difícil mantener el favor de madre tal como están las cosas. Además, mi hermano podría buscarme en los establos.

Así que saco mis otros dos mejores vestidos, los cepillo y los inspecciono en busca de signos de desgaste. Guardo tres para ocasiones especiales y uno ya me lo había puesto para la llegada del rey. Tampoco es que nos visiten muchos reyes extranjeros. Tres vestidos son suficientes para asistir a las asambleas anuales y a los festejos cuando los vasallos de madre nos visitan, aunque sospecho que el rey y su corte esperarán más. Me encojo de hombros y me siento para arreglar un dobladillo descosido.

Jilna viene a ver cómo estoy cuando anochece. Ha trabajado para nosotros desde que tengo memoria, aunque sus responsabilidades han cambiado con los años. Cuando mi padre murió, fue a quien acudí para pedirle consuelo y, a medida que he ido creciendo, se ha convertido en lo más cercano que tengo a una doncella.

—Cook está montando un buen alboroto abajo. —Pasa las manos por el dobladillo remendado—. ¿Lo has arreglado?

—Ahora mismo. ¿Qué le pasa?

—La masa no ha subido, así que ha tenido que empezar otra tanda, el asado todavía no está listo y un sinnúmero de cosas más. —Jilna se endereza y esboza una sonrisa en su rostro cansado—. No estoy segura de si le gusta refunfuñar o si es su manera de asegurarse de que la feliciten cuando todo salga bien.

—Diría que un poco de ambos.

—¡Ja! —Se ríe y extiende el vestido sobre la cama—. Necesitarás joyas.

—¿Por qué?

—Para parecer más una princesa que una sirvienta bien vestida.

A pesar de los esfuerzos de Jilna, soy consciente del aspecto andrajoso que debo tener con el vestido viejo, el collar de perlas y mis tres anillos de oro cuando me reúno con mi familia en la pequeña sala de reuniones junto al gran salón para esperar al rey. Madre todavía lleva el vestido de brocado y un gigantesco broche de oro en el pecho. Mi hermano luce las largas cadenas de oro que una vez pertenecieron a nuestro padre. Cruza los brazos sobre el amplio pecho y planta las botas con seguridad. El rey hará gala de su prosperidad no con oro, sino con la riqueza sorda de los tejidos de sus ropajes y con el acabado perfecto de su calzado. Es una majestuosidad mucho más sutil e innegable.

—Ya viene —dice madre a mi hermano con voz aguda—. Sonríe.

Los dos lo hacen, una bienvenida brillante, alegre y falsa. El rey entra acompañado de dos de sus vasallos y les corresponde curvando los labios. Después me mira a mí. No me muevo y me pregunto qué espera, qué es lo que busca. Sus ojos, duros como el ónice, no me dan ninguna respuesta.

Cuando habla, se dirige a madre con un saludo silencioso que nos permite avanzar. Los sigo al gran salón para la cena y ocupo mi asiento habitual, como el resto de la corte.

—¿Buscáis aparentar? —La voz, alta y desdeñosa, es inconfundible. Tampoco es que fuera a olvidarlo. Durante tres años me he visto obligada a sentarme al lado del vasallo de mayor rango de mi madre y padre de mi némesis.

—Lord Daerilin —digo, y me atrevo a mirarlo—. Veo que os habéis puesto vuestro jubón de terciopelo.

Se sonroja ligeramente, pero no se detiene.

—Qué lástima que no tengáis algo más fino que poneros para un invitado de tal calibre. Sobre todo cuando ha venido desde tan lejos por vos.

—¿Es así? —pregunto en un tono con el que muestro solo una leve curiosidad.

Siento un vacío en el pecho. Me obligo a respirar y a mantener una expresión neutra. He discutido el tema largo y tendido con mis amigos entre los sirvientes, pero escuchar a Daerilin decirlo en voz alta me provoca escalofríos. Antes, solo era real a medias, una posibilidad extraña e improbable, una salida de cuento de hadas de una familia que me tiene muy poco afecto. Eso era antes. Ahora la realidad del rey es indiscutible: es astuto, frío y ha venido por mí.

—Suponía que el príncipe lo habría acompañado, en ese caso —añado. Necesito toda mi sangre fría para no aferrarme al tallo de la copa.

—¿Y dejar que la corte juegue a la política por su cuenta en un momento en que la familia real apenas controla a sus nobles y magos? Lo dudo. —Hace una mueca y toma el cuchillo—. Me resulta incomprensible que vuestra madre y vos seáis parientes.

A su señal, una sirvienta se adelanta y corta tres rebanadas de cabra asada. Las deja en mi plato antes de servirle a él, aunque yo no he hecho ningún movimiento con el cuchillo. Es una regla no escrita, desde aquel día hace tres años, que los sirvientes siempre atiendan mis necesidades primero. Una declaración de lealtad sutil pero firme que nunca deja de molestar a Daerilin.

Con disimulo, echo un vistazo a las mesas de los soldados. Las armaduras de cuero y bronce de los extranjeros brillan a la luz del fuego y llevan el pelo de ébano recogido en nudos apretados; destacan como halcones entre gorriones, con las empuñaduras de sus armas oscuras sujetas a las caderas. Nuestros soldados y nuestras mujeres se ven pálidos y descoloridos a su lado, con la piel y el cabello mucho más claros. Aunque nuestros hombres también llevan sus espadas y dagas, con bandas de buena voluntad que atan la empuñadura a la hoja, no poseen la gracia de los menaiyanos cuando caminan.

Mientras los observo, cruzo la mirada con el capitán extranjero. Igual que el resto de los soldados, lleva el pelo largo recogido en un nudo tenso. Sin ni un solo mechón que le suavice los rasgos, su aspecto es curtido y duro, sus ojos planos no revelan ninguna emoción. Aparto la mirada rápidamente y me vuelvo hacia Daerilin. Al menos me contará lo que mi madre no se ha dignado a compartir.

—Dudo que seamos un aliado fuerte para ellos —observo con cautela—. No comprendo por qué el rey vendría tan lejos por mí.

—A lo mejor quieren un ratoncito al que cazar —dice—. Los miembros de su corte mueren con una frecuencia bastante impresionante. No querrán disgustar a sus aliados más cercanos al matar por accidente a la novia. —Levanta la copa en un falso brindis—. Me atrevería a decir que nadie montaría un escándalo si algo os pasara.

Bajo la vista al plato, donde el asado yace sin tocar. Tal vez Daerilin solo quiere provocarme. Dios sabe que ha disfrutado de las burlas estos últimos años. No obstante, es cierto que la reina de Menaiya murió en extrañas circunstancias hace un año y que ahora quedan pocos miembros de la familia real.

La sirvienta se acerca por detrás, me llena la copa de zumo hasta dejarla casi llena y, por un instante, noto que me toca el codo para recordarme que no estoy sola. Le sonrío y me obligo a tomar un bocado de asado.

—Dicen —comenta Daerilin con ligereza— que no conviene contrariar al príncipe Kestrin. Tiene mucho carácter cuando se disgusta.

Ojalá se me ocurriera una réplica sarcástica, pero me falla el ingenio. Mejor permanecer en silencio que exponerme más a sus burlas. Cuando no respondo, Daerilin se vuelve para debatir una disputa territorial en el sur con la dama de su izquierda. La sirvienta me trae uno de mis pasteles de carne favoritos y, después de que apenas consiga probarlo, un pastelito. Me roza el hombro con la mano mientras da un paso atrás.

Miro de nuevo a los soldados extranjeros. El capitán come con moderación y con una mano apoyada en la empuñadura de la daga. Me observa todo el rato, sin vergüenza alguna, como si quisiera tomarme la medida. Da igual cuánto tiempo aparte la mirada, cuando me fijo en él, sus ojos siempre me observan. Dudo que se haya perdido ni un detalle. Al cabo de un rato, bajo las manos al regazo y dejo de fingir que como.

Capítulo 2

A la mañana siguiente, voy a ver a mi madre mientras se viste para el segundo día de reuniones con el rey. Despide a las doncellas con la mano y se mira en el espejo ovalado que cuelga en la pared. Es una de sus posesiones más preciadas, enmarcado en plata bien pulida y del tamaño justo para reflejar su rostro. Se alisa el elaborado peinado y nuestros ojos se encuentran a través del cristal.

—¿A qué debo el honor de esta visita? —pregunta con fría diversión, como si acabara de percatarse de mi presencia.

Me armo de valor para hablar.

—Quisiera preguntarte el propósito de la visita del rey.

—Ah. —Sonríe y entrecierra los ojos avellanados—. ¿Por fin se te ha ocurrido preguntar?

—He oído rumores —digo con cautela. Y, en caso de haber tenido alguna duda sobre ellos, Daerilin me las respondió anoche. Aun así, quería oírlo de su boca. En realidad, querría que me lo hubiera dicho antes de tener que preguntarle, así de tonta soy.

Suspira.

—El príncipe Kestrin ya tiene edad para casarse. Su padre ha venido a evaluar tu valía como novia.

—Mi valía —repito—. ¿Y cuál es?

—No demasiada —suelta sin miramientos—. Es lo único que me frena. No comprendo por qué se conformaría contigo. —Lo habrá consultado en detalle con el Consejo de Lores y ni siquiera ellos le han encontrado un motivo al interés del rey. El pensamiento me eriza el vello de la nuca.

—¿Qué ha dicho él? —pregunto cuando madre se da la vuelta—. Imagino que ayer hablasteis de ello.

Calla un segundo y frunce la boca con disgusto.

—Me dio dos razones y no me creo ninguna.

—¿Cuáles son?

—Que buscaba una alianza fuera de su propia corte, así que el príncipe Kestrin te eligió por propia voluntad. Y… —Me mira y sus ojos se oscurecen por la rabia—. Que se te conoce por ser honesta.

—Ah. —En un intento de desviar su furia, pregunto—: ¿Por qué me elegiría el príncipe?

—No lo haría.

Bajo la cabeza. Tal vez Daerilin tenga razón y lo que buscan es una novia a la que nadie echaría de menos si muriera de manera inesperada. Hace mucho que mi familia me considera prescindible y solo me ven como una herramienta para asegurar una alianza política. En Menaiya, ni siquiera tendré ese valor.

—Espero que lleguemos a un acuerdo mañana —dice por fin. 

Está preciosa con la luz de la mañana, que hace brillar su cabello castaño oscuro, le suaviza los rasgos y oculta su ira. No se me ocurre nada que decir, así que la miro y trato de comprenderla. ¿Mañana? ¿Prometida? ¿Sin que sepamos todavía por qué?

—Hasta entonces, procura no estorbar. —Se vuelve hacia el espejo. Como no me muevo, señala la puerta—. Puedes irte. Ya tengo bastante de lo que preocuparme sin que estés por el medio. Y no hables con el rey si puedes evitarlo. No hay necesidad de que descubra lo bobalicona que eres.

Me marcho en silencio. Me quedo unos segundos en el pasillo mientras considero pasar otro día entero encerrada en mi habitación, pero después me dirijo hacia los establos. Si mi madre quiere que me quite de en medio, mi deber es obedecer.

Redna ensilla a Acorn para mí de inmediato.

—Tu hermano acaba de venir a buscarte —dice en voz baja para que los soldados menaiyanos que cuidan de sus monturas en el pasillo central del establo no la oigan—. Mejor vete cuanto antes.

—Pasaré el día fuera —le aseguro.

—Hay fruta seca y un frasco de agua en la alforja. 

Le sonrío agradecida. Me da una palmada en el brazo y me entrega las riendas. Sigo el sendero que se aleja de la aldea hasta el bosque y mantengo a Acorn en un trote constante hasta que llegamos a los caminos forestales. Los árboles se elevan bien separados entre sí y la luz del sol estival salpica el suelo cubierto de hojas. Guío a Acorn hasta un valle que visitamos a menudo.

Al haberme ido tan rápido, no tengo nada que hacer, ningún libro para leer ni ningún bordado que terminar. Tampoco he venido a buscar las hierbas que crecen entre los árboles y en los claros para la anciana sabia. En su lugar, me siento en una piedra calentada por el sol a escuchar el suave zumbido de los insectos y el movimiento de la cola de Acorn mientras pasta y pienso en el rey, en su hijo y en las palabras de mi madre.

No entiendo las motivaciones del monarca y, si mi madre y sus lores tampoco lo hacen, es poco probable que encuentre una respuesta en el bosque. No obstante, sí sé que madre desea que el compromiso salga adelante. Lo que debo pensar ahora es cómo presentarme ante el rey para escapar de su desprecio el mayor tiempo posible. Tal vez hablara de la honestidad como si fuera una virtud, pero sus palabras eran una maniobra política. Expuso mi valía ante la corte con unas palabras amables para estudiar su reacción. No tardará en considerarme tan estúpida como mi familia, si es que no lo hace ya. Igual que su hijo. Y no sé qué hacer para protegerme.

Cuando la mañana deja paso al mediodía, se levanta una ligera brisa.

—Mi viejo amigo —digo mientras vuelvo la cabeza—. ¿Eres tú?

El Viento me responde con un soplo veraniego. «Aquí».

Sonrío. El Viento me ha visitado desde que era niña. Pronto aprendí que no le hablaba a nadie más y con el tiempo se convirtió en mi fiel confidente y en mi mayor secreto. No es apropiado visitar a los espíritus del bosque, aunque este no sea ni por asomo tan caprichoso como los cuentos antiguos que quisieron hacerme creer. Le digo:

—El rey de Menaiya ha venido de visita.

El Viento me agita las faldas. Desde la roca veo cómo las pocas briznas de hierba se doblegan por su suave influencia. «¿Visita?».

—Madre espera que me prometa con su hijo, el príncipe Kestrin.

Pienso en Menaiya, en sus amplias llanuras centrales y en su extraña lengua, de la que solo poseo un conocimiento rudimentario. No me imagino viviendo allí, en una ciudad sin bosques por los que vagar y sin nadie con quien hablar, solo un príncipe al que no conozco. Cuando levanto la mano para apartarme un mechón de pelo suelto, me doy cuenta de que me tiemblan los dedos. Entrelazo las manos con fuerza en el regazo.

El Viento se levanta y me peina el pelo hacia atrás. «No temas».

Ladeo la cabeza y medito. Es raro que el Viento encadene más de una palabra, así que debe de considerar que la situación es grave. Sonrío. ¿Qué sabrá el Viento del matrimonio?

—Siempre he sabido que tendría que casarme con alguien a quien apenas conociera, pero esperaba que fuera alguien que viniera a cuidarme, alguien con un corazón bondadoso. —Pienso en las primeras palabras de burla que el rey me dedicó, en la fría evaluación de su capitán y en la lejana corte. De repente, me cuesta respirar—. Tengo miedo —reconozco ante el Viento—, de lo que me vaya a pasar allí. No sé si sobreviviré, pues muchos miembros de su realeza no lo han hecho. Ninguna mujer.

El Viento se detiene. Me pregunto si lo entiende o si se ha quedado sin palabras.

Vuelvo a la ciudadela mucho antes de la cena. El Viento me acompaña, susurrando a través del bosque, y solo me abandona cuando el camino llega a la carretera principal. Redna me saluda con un asentimiento cuando cruzo las puertas y alcanza las riendas de Acorn con habilidad para ayudarme a desmontar.

—Siguen reunidos —me dice—. Pero será mejor que no te acerques a los salones.

Esta vez Cook no me echa. Señala un taburete junto a una de las mesas, me prohíbe que trabaje y me deja ahí. Nadie mencionará mi presencia fuera de las cocinas y menos aún con el rey aquí y con mi hermano al acecho.

—¿Has descubierto algo más? —pregunto a Dara—. ¿Han mencionado al príncipe?

—No, solo unos pocos hablan nuestra lengua y no son dados a chismorrear. El capitán, Sarkor, los vigila de cerca.

No me cabe duda.

—Pero no patean a los perros y no malgastan la comida —añade—. Lo cierto es que no me importaría que se quedara cuanto quisieran.

A mí no me importaría que se marcharan, si no me llevaban con ellos.

Al día siguiente, de camino al templo de la ciudadela, cometo un grave error. Asumo que las asambleas continúan y que puedo cruzar los pasillos sin preocuparme, pero, al acercarme a la entrada de la sala de reuniones, la puerta se abre. Retrocedo un paso y el estómago se me retuerce en cuanto me encuentro con mi hermano. Sonríe.

—Alyrra, qué sorpresa. —Cruza el pasillo y me agarra del antebrazo con fuerza—. ¿Qué tal si hablamos un rato?

Asiento con rigidez, consciente de que no me atrevo a apartarme ante las curiosas miradas de los demás nobles que abandonan la sala. Mi hermano me arrastra por el pasillo y la presión de su agarre es una advertencia de lo que se avecina.

—Princesa Alyrra. —Una voz desconocida me llama desde detrás. Mi hermano y yo nos volvemos a la vez y vemos al rey avanzar hacia nosotros—. Veo que deseáis conversar con vuestro hermano. Espero que no os importe que os robe unos minutos antes.

—Por supuesto que no, mi señor —responde mi hermano mientras me suelta el brazo. Se vuelve hacia mí con una sonrisa que es una oscura promesa—. Podemos hablar luego. Te encontraré.

El rey asiente en su dirección y me hace un gesto para que lo siga. Me pongo a su altura.

—¿Tenéis jardines? —pregunta—. ¿Algún lugar tranquilo donde hablar?

—Solo jardines de hierbas, mi señor.

—Suficiente —responde, y sus dientes destellan entre sus labios. Lo conduzco hasta la entrada trasera a los jardines y paseamos entre parcelas de eneldo, tomillo y cebollino. Espero, pues sé que hablará cuando esté listo.

—¿Cuánto os cuenta vuestra madre? —pregunta cuando nos acercamos al centro de los jardines.

Lo miro de reojo.

—Lo suficiente, mi señor.

Sus labios forman la primera sonrisa real que le veo.

—¿Sois sincera?

Me detengo junto a un lecho de borrajas.

—¿Cuánto necesito saber? Habéis venido a buscar una esposa para vuestro hijo.

—Así es —reconoce—. ¿Con qué frecuencia participáis en las reuniones entre vuestra madre y el consejo?

—Nunca, mi señor. Deberíais saber que no… —Dudo al darme cuenta de que no estoy en posición de decirle al rey lo que debería o no debería saber. Ni de poner en peligro esta alianza para mi reino.

—¿No qué?

Me cuesta encontrar una manera adecuada de terminar la frase.

—No creen que me corresponda asistir a esas reuniones.

—¿Acaso nunca heredaréis el trono?

Podría heredarlo, es cierto, pero dudo que el consejo lo permitiera dada mi historia y, desde luego, no ahora que voy a casarme y a entrar en otra familia real, una que estaría muy feliz de añadir nuestras tierras a las suyas. De cualquier manera, si mi hermano muriera, estoy segura de que el consejo me pasaría por encima en favor de nuestro primo más cercano.

—Es improbable —respondo al fin.

—Lo dudo —dice el rey—. Por mi experiencia, incluso los hombres jóvenes mueren. Lo que queréis decir es que el consejo no os aceptaría si vuestro hermano muriera sin descendencia y vos todavía no estuvierais casada. ¿Por qué?

Si ya conoce las respuestas, ¿por qué pregunta? Lo miro a los ojos y trato de bromear.

—Tal vez soy demasiado honesta, mi señor.

Se ríe.

—Y demasiado directa. Deberíais aprender a medir vuestras palabras. —Levanta una mano y me roza con las puntas de los dedos donde mi hermano me ha agarrado. Me estremezco por instinto, como si los moretones ya se hubieran oscurecido y fuera a verlos a través de la manga. Me observa y los ojos le brillan a la luz del sol—. Cuando estéis en Menaiya —añade—, vuestro hermano no volverá a haceros daño.

Hace una reverencia y me deja sola entre las hierbas.

El día siguiente lo paso entero en mis aposentos, retenida por la advertencia de madre de mi próximo compromiso y con el recuerdo de las palabras del rey como única compañía. Ya no sé qué pensar de él. ¿La promesa de protegerme de mi hermano fue una estrategia para animarme a pasar por alto las primeras palabras que me dirigió? ¿Piensa ganarse mi gratitud ahora con la intención de usarme para sus propios fines una vez que llegue a Menaiya? ¿Acaso le importa de verdad que no me hagan daño?

Cuando llega el golpe en la puerta que esperaba, es última hora de la tarde. El sirviente Jerash espera para acompañarme a las salas de reuniones. Es la primera vez que entro ahí desde que llegó el rey. 

Jerash anuncia mi llegada y se inclina antes de salir. Enseguida percibo la severa mirada de madre y la malicia de mi hermano. Se sitúan con el rey en la cabecera de una larga mesa. Ante ellos, sentados o de pie respetuosamente, están los vasallos más cercanos de mi madre así como los propios siervos del rey. Hago una reverencia. Cuando me levanto, miro a mi madre a los ojos.

Me sonríe igual que un mercader que acaba de vender sus mercancías.

—Alyrra, el rey de Menaiya te ofrece un compromiso con su hijo. ¿Aceptarás?

He tenido tiempo suficiente para sopesar la respuesta. Va dirigida tanto al rey como a mi familia. 

—Haré lo que desees, madre.

Mi hermano, sentado tras ella, frunce el ceño.

El rey arruga ligeramente los rabillos de los ojos, como si lo divirtiera. Seré leal, le dice mi respuesta. Y el compromiso transferirá mi lealtad a su familia. Tal vez sea suficiente para ganarme su protección en su corte.

—Es una buena alianza, hija —responde mi madre con tranquilidad.

—Entonces acepto. —Mis palabras recorren la habitación entre los movimientos inquietos de los nobles y las suaves exhalaciones de satisfacción. No había otra respuesta posible.

Un escribano de la corte deja un montón de papeles en la mesa ante mí. Reviso las hojas deprisa y me percato de que mi madre me ha concedido algunas propiedades fronterizas del reino para toda mi vida, algo que me ancle a Adania. En la última página solo hay unas pocas líneas escritas para dejar espacio a las firmas. Firmo con cuidado, complacida por la fluidez con la que escribo y porque la mano no me tiembla cuando dejo la pluma y me incorporo.

El escribano deja los papeles delante del rey. Mientras alcanza la pluma, su expresión no muestra satisfacción ni disgusto. No hay ningún indicio de emoción, muestra una compostura perfecta. Se inclina para firmar en representación de su hijo. Después, lord Daerilin y otro noble se adelantan para firmar como testigos, seguidos por los dos hombres que acompañan al rey. El escribano recoge los papeles y retrocede. El compromiso queda sellado.

El rey se vuelve a mirarme y sonríe, aunque no consigo discernir si es una sonrisa sincera o una de cortesía.

—Me alegra haber ganado una hija. —Sus palabras son claras y contundentes.

—Me honra que me acojáis en vuestra familia, mi señor. —Unas palabras ensayadas y peligrosamente vacías. No quería que cargara tan poco peso.

Miro al rey a los ojos y deseo que me vea fuerte, capaz y leal. Sin embargo, ya descubrió lo que mi familia opina de mí a su llegada y, desde entonces, me ha evaluado por su cuenta. Lo único que me da esperanza es la promesa que me hizo en los jardines, aunque pudo haber sido tanto una estrategia como una muestra de bondad. Aun así, es algo a lo que aferrarse.

Mi madre habla del honor que esta alianza traerá al reino. Después me despide.

El resto de la noche se desdibuja. Jilna me viste para la cena y me adorna el cuello y las muñecas con joyas del tesoro de la corona. Madre anuncia el compromiso en el gran salón mientras los soldados y los sirvientes vitorean. Se brinda en honor a la nueva pareja. Incluso lord Daerilin pronuncia un discurso sobre la amistad duradera entre los dos reinos, aunque no lo escucho a pesar de estar sentada a su lado y, al momento siguiente, ya no recuerdo sus palabras.

Abandono el salón en cuanto termina la comida. La cabeza me zumba por el barullo de tantas personas y tengo los ojos llorosos por el agotamiento. De una manera extraña y distante me doy cuenta de que hace un rato que unos pasos me siguen. Me pregunto de quién serán cuando una mano me agarra del brazo para hacerme girar y empujarme contra la pared.

—Ahora te crees que eres especial, ¿verdad? —Mi hermano se cierne sobre mí. Sus hombros me bloquean la luz y el aliento le apesta a cerveza. Tiene los ojos enrojecidos y entrecerrados por la bebida y la rabia.

—Hermano —digo como una boba. Me aprieta el brazo más fuerte y me presiona contra el muro. Su cara está a unos centímetros de la mía.

—¿Ahora vas a ser reina? ¿Te crees mejor que nosotros? —Sus dedos se hunden en mi carne y sus uñas atraviesan la fina tela de mis mangas y me desgarran la piel con moretones.

—No —vacilo, y el miedo se abre paso a través de la desolación que me ha atrapado. Necesito alejarme de él. Antes de que los menaiyanos nos vean, antes de que me haga daño de una forma que sea difícil de ocultar.

—Claro que no. —El pelo le cae por la frente mientras se inclina más para hablarme al oído—. Solo haces lo que te mandan, ¿no es así?

—Nunca ha sido elección mía —replico mientras trato de soltarme con desesperación.

Se ríe y me aprieta con más fuerza, hasta que se me escapa un débil gemido.

—No vas a ir a ninguna parte. Todavía no.

—Hermano…

—¿Sabes lo que hace un príncipe cuando se casa con una brujita como tú? —Me estampa con fuerza contra la pared. El pelo recogido en la parte de atrás de la cabeza es lo único que me salva de partirme el cráneo contra la piedra—. Se cuentan historias muy interesantes. Una mañana encuentran a la pobre princesita flotando en el pozo. Tropezó y se cayó por accidente. O encuentran su cuerpo bajo los muros del palacio; se arrojó en un ataque de locura. Esas cosas ocurren, ¿sabes? Son muy tristes. Pero la alianza se mantiene, la familia supera la pena y el príncipe vuelve a casarse. —Se ríe, me mete la mano en el pelo de la nuca y me fuerza a echar la cabeza hacia atrás para mirarlo—. Espero que se divierta contigo. Tal vez te eche a sus soldados y te deje elegir: un burdel o un cuchillo para la garganta. Te gustaría, ¿verdad?

—Él no es así —susurro temblando. «Por favor, que no sea así».

—¿Me llamas mentiroso?

Me trago un sollozo y niego con la cabeza. Me tira del pelo y las horquillas sueltas me raspan el cuero cabelludo.

—¿Crees que el compromiso te protegerá de mí, hermanita? ¿Después de lo que hiciste? ¿Te atreves a insultarme? —Levanta la voz y me escupe en la mejilla.

—¿La princesa se encuentra mal?

Mi hermano se sobresalta y se vuelve para mirar por encima del hombro a quien nos habla.

Me desplomo apoyada en la pared cuando deja caer la mano, el peso de mi cabello cuelga precariamente de las pocas horquillas que todavía lo sostienen.

—Esto no os concierne —gruñe.

—Si la princesa necesita un escolta hasta sus aposentos, será un placer asistirla —ofrece el hablante desconocido, y distingo el ligero acento de Menaiya.

Me aparto de mi hermano y me encuentro de frente con el capitán extranjero, Sarkor, el que me observó sin descanso durante la primera cena. Sus rasgos son planos y angulosos en la oscuridad del pasillo. ¿De verdad se atreve a desafiar a mi hermano?

—¿Necesitáis un escolta? —me pregunta con la cabeza ligeramente ladeada, como si fuéramos compañeros de baile. En su oreja izquierda, un pequeño aro de plata brilla en la oscuridad, engastado con una esmeralda.

Me cuesta dos intentos pronunciar las palabras.

—No. Gracias.

Doy otro paso a lo largo del muro y después otro. El capitán me observa impasible y mi hermano está tenso de ira. Me doy la vuelta y camino con pies inseguros. Solo es una huida temporal. Cuando mi hermano me encuentre de nuevo, estará el doble de enfadado. Será despiadado.

Detrás de mí, el capitán comienza a hablar, pero en voz demasiado baja para que distinga las palabras. Apenas puedo evitar salir corriendo al doblar la esquina. ¿Y si mi hermano ya se ha librado de él? Después sí que corro por el pasillo de mi habitación. Cierro la puerta de un portazo y echo el cerrojo. Respiro con dificultad. Apoyo la frente en la puerta y escucho en busca de pisadas de botas.

Cuando Jilna llega media hora más tarde, llama tres veces y anuncia su nombre para que sepa que solo es ella.

Estoy sentada en la cama hecha un ovillo y la oigo, pero no la dejo entrar. En este momento, no soporto que me toquen ni que me hablen, no quiero que la violencia de mi hermano se vuelva tangible y real por su presencia.

Está acostumbrada a mí y a estas cosas, así que, cuando no respondo, se va.

Me desvisto despacio y con torpeza. Paso los dedos por los moretones de los brazos y me cepillo el pelo, con cuidado en los puntos sensibles donde todavía me duele el cuero cabelludo. Sin embargo, no puedo olvidar las palabras de mi hermano ni tampoco escapar del eco de su voz.

Pasa mucho tiempo antes de que me duerma.

Capítulo 3

Cuatro soldados menaiyanos se ponen en guardia cuando salgo de mi habitación a la mañana siguiente. Me paro en seco con el corazón en la garganta. Flanquean la puerta y la pared contraria en un cuadrado perfecto. Todos son mucho más altos que mi hermano y posiblemente más versados en el uso de la violencia. No sé cuánto tiempo llevan aquí esperando.

Su capitán me defendió. Pienso en ello mientras los observo. Quizá los ha enviado para reforzar mi seguridad. No me miran ni me hablan y, cuando vuelvo a respirar con normalidad, no dejó de caminar. Me siguen.

Sabía por mis estudios que todas las fuerzas de Menaiya se dividen en tropas de cuatro hombres con diferentes habilidades para equilibrarse entre sí. Lo sabía, pero no me paré a pensarlo cuando el rey llegó con tantos soldados. Tampoco se me ocurrió cuando me prometió protección. Ahora ya no se me olvidará.

Me acompañan durante toda la mañana sin importar adónde voy. Cuando me cruzo con mi hermano por el pasillo, los soldados no se detienen para hacerle una reverencia y me siguen sin aminorar el paso. Él me fulmina con una mirada cargada de rabia. Si encuentra la manera de burlar a la guardia, estoy segura de que sufriré toda la fuerza de su ira.

Los soldados solo se separan de mí cuando entro en el gran salón para almorzar y me siento en el estrado. No obstante, siento sus atentas miradas desde su mesa y sé que me seguirán cuando termine. Ahora que soy suya, como bien dijo el rey, me protegerán como a una más. A pesar de sentirme agradecida, su silenciosa presencia me incomoda.

Después de la comida, el rey sale a cabalgar con mi hermano. Durante su ausencia, mi madre me hace llamar a sus aposentos para seleccionar las telas de mi nuevo vestuario. Espera a que los sirvientes sean enviados a diversos recados antes de hablar conmigo.

—Me he percatado de algo. —Da golpecitos con el dedo en un trozo de lino rosa y frunce el ceño—. El lino quizá sea una tela demasiado vulgar para vestir en la corte; solo te haremos dos trajes de viaje con él. Elige un rosa más oscuro para combinar con este.

—Sí, madre.

Me acerco donde se apilan los rollos de lino restantes y acaricio uno de color crema suave. Quedaría muy bien combinado con…

—Ese no —reprende madre—. El rosa oscuro.

Suelto el lino de color crema con una punzada de arrepentimiento y aparto el rosa oscuro, como me ha ordenado.

Señala el siguiente lote de telas, de precioso algodón traído del sur, y dice, para tomarme por sorpresa:

—Una tropa de soldados menaiyanos te ha estado siguiendo.

No levanto la cabeza mientras recojo las telas de algodón. Desde luego, es un hecho interesante.

—Estaban en mi puerta esta mañana.

—¿Están fuera ahora?

—Me han seguido hasta aquí.

—¿Acaso piensan que voy a atacarte? ¿O que no sabemos mantenerte a salvo? —Madre se incorpora y atrapa las telas con los ojos centelleantes.

Dejo que me las quite y siento cómo se me acumula rabia en el pecho. Nunca me ha mantenido a salvo de mi hermano. La única vez que recuerdo no temerlo fue antes de que mi padre muriera.

—Eso espero.

Se pone rígida, deja caer las telas y me abofetea. No es un golpe fuerte, al menos no comparado con los de mi hermano. Aun así, me sacude la cara a un lado y hace que se me salten las lágrimas.

Mi madre está delante de mí con la cara enrojecida e hinchada por la ira. No es para nada hermosa. Ahora la veo como nunca antes. No es distinta de mi hermano. Piensan igual, la impulsan los mismos deseos y las mismas pasiones guían sus acciones. Es tan indecisa, insegura y pequeña como él. No sé por qué no me he dado cuenta antes ni por qué no me asusta comprenderlo ahora. En cambio, siento una extraña alegría que crece dentro de mí en contrapunto al dolor de la bofetada. El sonido burbujea y escapa de entre mis labios y llena la habitación.

—Madre —digo con la voz aguda por la risa—. No eres tan inteligente como mi hermano. Él tiene cuidado de no dejar marcas que otros puedan ver.

Levanta la barbilla y abre las fosas nasales.

—No permitiré que mi propia familia me trate así.

—Eres tú quien me ha golpeado —señalo—. No al revés.

—Me has entendido a la perfección.

—Así es.

La miro a los ojos, consciente de que nunca me había enfrentado así a ella. Siento la misma emoción dulce que la primera vez que monté con Acorn sola por los bosques animada por mi padre. Mi padre, que nunca me pegó, que se sentaba conmigo y me contaba historias y que hablaba del honor como si significara algo más que proteger el orgullo a través de la política.

Madre sonríe de pronto y la fría belleza de su máscara vuelve a su sitio. 

—Veo que hay más en ti de lo que pensaba. Muy bien, Alyrra. Necesitarás el ingenio para sobrevivir en Menaiya. —Vuelve a sentarse—. Recoge los algodones.

Me agacho para recuperar la tela y la embriagadora sensación de éxito se desvanece cuando pienso en Menaiya. 

—Debería llevar una doncella conmigo, ¿no crees? —pregunto. Cualquier apoyo podría ser vital.

—Una doncella —asiente—. Y una compañera de viaje. No deberías viajar sola con una escolta de hombres.

—Había pensado…

—Te llevarás a Valka.

La miro horrorizada. 

—¡Madre! ¡Valka no!

—Suficiente. Será tu compañera hasta que llegues a Tarinon, después haz con ella lo que desees. Pero no la envíes de vuelta.

—Conoces mi historia con Valka. No puedo tenerla como acompañante. —No confiaría en ella más que en un gato con un ratón. Busco desesperada un argumento en su contra—. ¿Cómo va a aceptar Daerilin que se marche?

Yo misma noto la desesperación en mi voz. Valka es la única hija de lord Daerilin y la única razón de que me odie. Es inconcebible que esté de acuerdo con este plan, a menos que también considere a su hija prescindible ahora que ha perdido todo su valor en la corte.

Mi madre cierra los ojos con una profunda frustración. 

—Encuéntrale un marido, Alyrra. Debe casarse con alguien de su misma categoría, y tú destruiste sus posibilidades de hacerlo aquí. Es cosa tuya deshacerte de ella.

—Yo no destruí nada, fue ella. Sabes lo que hizo —replico, y me esfuerzo por no levantar la voz.

—Soy muy consciente de las acciones de ambas. Robar una baratija no es comparable a traicionar a un vasallo o a un igual de la manera en que lo hiciste. El rey de Menaiya es un idiota por hablar de «honestidad» cuando tus acciones demuestran deslealtad y estupidez.

Respiro hondo. Necesito cambiar el curso de la conversación. Madre nunca me perdonará por lo que pasó aquel día. Hace mucho tiempo que dejé de tener esperanza. Lo intenté al principio, hablé con ella de todo corazón y le expliqué que había visto a Valka con el broche de zafiro robado antes de que su dueño se diera cuenta de que había desaparecido. Cuando culpó a una sirvienta por el crimen y ordenó a los guardias que la arrestaran, no pude guardar silencio. Pero mi madre nunca me ha perdonado por humillar a Valka en público.

—Habrían colgado a la sirvienta por esa baratija —digo sin contenerme.

—¿Crees que me importa? —espeta—. Después de todo este tiempo, ¿crees que cambiaría el honor y la dignidad de uno de mis vasallos por una insignificante sirvienta?

No. Creo que ya lo sabía incluso entonces. Quizá por eso ordené a los guardias que registraran a Valka, para que, así, todos los nobles y los sirvientes los vieran sacar el broche de su bolsillo.

—Por tu culpa, Valka ha vivido en desgracia los últimos tres años y no ha vuelto a salir de las tierras de su padre —añade con rencor.

La sirvienta también abandonó la fortaleza; huyó antes de que alguien se acordara de ella, pero no vale la pena mencionarlo.

—Sabías que tu hermano se había fijado en ella. Sabías lo que esperábamos.

Lo sé muy bien, pues al día siguiente me empujó por primera vez por unas escaleras. Al menos, después de aquello, los sirvientes siempre han sido amables conmigo. Me avisan cuando mi hermano anda cerca con miradas rápidas o con un movimiento de los dedos.

—Lo siento —me disculpo—. Ojalá no hubiera culpado a la sirvienta.

—Ojalá tuviera una hija en la que confiase para no desbaratar esta alianza con los menaiyanos. Si, por el motivo que sea, te envían de vuelta a casa, honesta hija mía —dice madre con voz suave—, debes saber que ya no me serás útil de ninguna manera.

Asiento. Es lo que esperaba, pero, aun así, duele.

—¿Tengo que llevarme a Valka? No me fío de que no me traicione —añado en un último intento—. Me desprecia lo suficiente para tratar de perjudicar la alianza.

—Pues arréglale un matrimonio con algún noble menaiyano que viva lejos de la corte. Tienes la responsabilidad de disponer su futuro, y lo harás. —Mira de nuevo los algodones—. El azul —dice—. Combínalo con blanco.

Después de que mi madre me despida, visito el templo mientras la tropa de Menaiya vigila al otro lado de la puerta; luego, me marcho a mi habitación. No me gusta llevar a los soldados detrás donde quiera que vaya. ¿Se quedarán después de que el rey se marche? Me acerco a la ventana y sopeso las posibilidades, lo que mi hermano hará cuando por fin burle a la guardia.

Jilna llega cuando empieza a anochecer y me pide que me dé prisa en ponerme uno de mis mejores vestidos para la cena. Me da un buen pellizco en las mejillas para devolverles el color.

—Estás horrible —me regaña—. Como las gachas del día anterior que se han dejado toda la noche fuera. No querrás que el rey piense que no estás feliz con todo esto, ¿verdad?

Hago una mueca.

—No.

—Muy bien. Pues levanta la barbilla, sonríe y ve al gran salón. El banquete se celebra en tu honor.

Sigo las órdenes de Jilna y me siento en la mesa elevada con una sonrisa en la cara que me duele. Esta noche es la celebración oficial del compromiso; la comida y la bebida durarán hasta bien entrada la noche. Una compañía de artistas hace una gran entrada, dan saltos mortales y brincan por el salón hasta el estrado real. Hacen malabares con manzanas y dagas en patrones vertiginosos, cuentan chistes obscenos y participan en peleas fingidas donde lucen sus habilidades para caerse.

Los guerreros menaiyanos observan la actuación con las cejas alzadas y, de vez en cuando, cruzan alguna mirada. Cuando se ríen, sus expresiones no son gentiles. Los observo y me pregunto a qué clase de diversiones están acostumbrados mientras pienso en que ojalá el trovador de la corte hubiera ofrecido el entretenimiento de la noche en su lugar. Aunque su voz ya empieza a flaquear, sus baladas todavía son bellas.

Al final de la velada, tanto mirar y divagar ha terminado por agotarme y me siento frágil y vacía. Cuando abandono el estrado, los miembros de mi guardia se levantan de su mesa para seguirme a la habitación. Ya empiezo a reconocer sus caras, aunque todavía no sé sus nombres.

Hay un voluminoso paquete en mi habitación, está envuelto en terciopelo y descansa inocentemente sobre la cama. Me acerco con recelo, sin querer saber lo que contiene. Ni quién lo envía.

—¿Qué es eso? —pregunta Jilna al verlo.

Niego con la cabeza.

—Pues ábrelo —me apremia, impaciente.

Desenvuelvo la tela y descubro una capa de invierno. Está tejida con una lana más suave que ninguna otra que haya acariciado antes y bordada con el mismo color oscuro de la capa, un azul tan profundo como la noche. La lana está forrada con el pelaje oscuro de una criatura para la que no tengo nombre. No es una capa ordinaria, sino una obra de arte y tiempo que habrá llevado meses terminar. Acaricio el tejido y el forro de pelo con los dedos. Nunca me habían hecho un regalo así.

—Será del rey —dice Jilna, complacida—. Ya era hora de que te hiciera un regalo. Deberían haber sido joyas, pero ya habrá tiempo para ellas más adelante. Quizá las reservan para cuando conozcas al príncipe.

—¿Los sirvientes han descubierto algo más? —pregunto—. Sobre el príncipe, quiero decir.

Niega con la cabeza.

—No demasiado. Dara se las ingenió para sacarle algunas palabras a uno de los hombres; nada relevante, pero parece que lo tienen en muy alta estima.

Es mejor que nada. Lo respetan. Trato de no obsesionarme con que nuestros guardias respetan a mi hermano y admiran sus habilidades para la caza y la esgrima. Apenas les importa cómo trata a las mujeres inferiores a él, ni a mí ni a las sirvientas.

«Por favor —rezo—. Por favor». Sin embargo, no me saco de la cabeza la promesa de mi hermano ni las palabras de Daerilin sobre cómo es Kestrin en realidad, y no se me ocurre cómo terminar la oración.

Dejo que Jilna guarde la capa y me ponga el camisón. Apaga la lámpara y se marcha. Me acurruco bajo las mantas y me escondo del mundo. Me duermo casi al segundo a causa del agotamiento.

Despierto de pronto cuando un extraño sonido que no debería oírse en mi habitación me arranca de una tierra de sueños vagos e irregulares. Me incorporo sorprendida, tengo la respiración acelerada y el ruido me retumba en los oídos.

Silencio.

Me tumbo de nuevo. Quizá solo haya sido un sueño.

Un hombre se aclara la garganta.

Me levanto de nuevo, casi paralizada por el miedo y tan despacio como si me moviera bajo el agua. De nuevo, el silencio llena la habitación. Sin embargo, esta vez sé que no estoy sola. El primer pensamiento que se me ocurre es aterrador: mi hermano ha venido a cobrarse su venganza. Me llevo las mantas al pecho, como si fueran a protegerme.

—¿Quién anda ahí?

Alguien se mueve y provoca un leve susurro de tela, pero no veo nada.

—Mostraos —suplico con la voz aguda.

Hay otro susurro y vuelvo la cabeza con brusquedad hacia el sonido. Una llama cobra vida detrás de una mano ahuecada. Sin embargo, no ha habido ningún sonido de pedernal y acero, ni nada más que el movimiento de la ropa. Magia. Es la única explicación.

La llama se enciende con la mecha de una vela colocada en la repisa de la chimenea. El intruso retrocede. No es mi hermano en absoluto, porque este hombre tiene el pelo oscuro y la piel marrón suave. Viste con el estilo de Menaiya: una larga túnica oscura sujeta a la cintura y unos pantalones sueltos metidos en unas botas de montar. La luz se refleja en el metal de su costado —lleva una espada— y en sus ojos. Tengo la extraña sensación de que me ve perfectamente a pesar de la oscuridad.

Siento un cosquilleo en las manos por el miedo, pero todavía no me tiemblan. Si grito, ¿los soldados menaiyanos responderán?

—¿Qué queréis? —pregunto, demasiado asustada para moverme.

—Hablar con vos. —Su voz posee la misma entonación reveladora que la del rey.

—¿Por qué?

—Habéis cambiado vuestras lealtades.

—He ganado unas nuevas —concedo con cuidado. Al menos no ha intentado acercarse.

Me mira con atención antes de preguntar:

—¿Qué sabéis de Menaiya?

—Muy poco. Están el rey, su hijo y un tercero, un sobrino, creo. La reina murió hace un año. —Me detengo y espero a que me pregunte lo que de verdad quiere saber.

Sin embargo, solo me mira y su expresión es indescifrable entre las sombras y a la luz de una única vela.

Aprieto las sábanas con las palmas de las manos, deseando recolocarlas.

—Habéis venido de muy lejos para poner a prueba mis conocimientos.

Ladea la cabeza en una invitación para que continúe hablando.

—No estabais entre los soldados del rey. De hecho, vais vestido con más elegancia que todos ellos, excepto, quizá, su capitán. Así que debéis de haber venido solo. Es un viaje muy largo únicamente para hablar conmigo. —Aunque, para un mago, tal vez sea muy fácil. Me era imposible saberlo.

No responde.

Pruebo otra cosa.