2,99 €
La había contratado para que fuera su secretaria temporal… pero ahora quería que se quedara en su vida para siempre La sonrisa relajada y los ojos azules de Miles Kingsley hacían que todas las mujeres se enamoraran un poco de él nada más conocerlo. Siempre había ido por la vida sin problemas, con su deportivo y sus costumbres de soltero… hasta que contrató a aquella secretaria recién divorciada y con dos hijos… Miles no pretendía enamorarse. Ni siquiera debería gustarle su secretaria, pero el encanto y el agudo sentido del humor de Jemima le hizo replanteárselo todo. Ella no se dejaba deslumbrar por sus regalos ni por sus seductores comentarios… así que Miles no sabía cómo convencer a la encantadora mamá para que aceptara su romántica proposición.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 185
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Natasha Oakley
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La proposición del jefe, n.º 2082 - octubre 2017
Título original: Accepting the Boss’s Proposal
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-477-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
HABÍA cometido un error.
Jemima lo supo en cuanto vio lo que llevaba puesto la recepcionista. Kingsley & Bressington podían sonar como una agencia anticuada y formal, pero la realidad era completamente diferente, y la mujer de la recepción encarnaba eso.
Llevaba una camiseta marrón que ceñía un cuerpo elástico y flexible que siempre hacía que ella se sintiera vagamente deprimida. Y una bisutería de un intenso color turquesa a juego con la falda vibrante y el tono de los ojos. El aspecto que ofrecía era abrumadoramente joven y a la moda… a un mundo de distancia del traje que ella había pedido prestado. El color berenjena podía hacer juego con su cabello rojo perfectamente alisado, pero era demasiado formal para la agencia.
Tampoco estaba segura de cómo podría vestirse de forma diferente al día siguiente. Aunque su propio guardarropa no estuviera restringido a vaqueros y prendas de cuidado fácil, sus dos hijos ya la hacían ser demasiado consciente de lo que se ponía.
Miró alrededor del amplio espacio y se preguntó qué diablos hacía en un lugar tan moderno. De no saber que decepcionaría a Amanda, se largaría de inmediato. No era en absoluto lo que había querido.
Pero se obligó a mantenerse firme. No se trataba únicamente de un trabajo temporal, sino de recobrar la autoestima, de establecer un comienzo nuevo después del divorcio.
Tenía que ser fuerte. Por los niños. Todo el mundo lo decía…
Respiró hondo y aguardó a que la recepcionista concluyera la llamada de teléfono.
«Puedo hacerlo. Puedo». Se obligó a erguirse más y se concentró en irradiar confianza.
–Lamento mucho haberla hecho esperar. ¿En qué puedo ayudarla?
Se concentró en lo que había ido a hacer allí.
–Soy Jemima Chadwick. De Harper Recruitment. He venido a desempeñar el puesto temporal de secretaria para Miles Kingsley y debo preguntar por… –bajó el bolso del hombro y comenzó a hurgar entre pagos de Visa y diversos trozos de papel arrugados. En alguna parte estaba el pequeño bloc de notas en el que había apuntado todos los detalles que le había dado Amanda el viernes por la tarde.
En alguna parte…
–Saskia Longthorne –afirmó la recepcionista con autoridad–. Ella es quien se ocupa del personal temporal. Le comunicaré que está aquí.
Demasiado tarde Jemima sacó la hoja del bolso y miró las palabras que había garabateado.
–No tardará. Si quiere sentarse…
Había un leve deje de pregunta en la voz, pero a Jemima no le costó reconocer una directriz.
Estrujó el papel.
–Gra… gracias.
Se volvió y fue a ocupar uno de los sillones. Se hallaban distribuidos en un semicírculo en torno a una peculiar mesa de centro de cristal y eran lo bastante bajos como para requerir la misma habilidad que para sentarse y levantarse del asiento de un coche deportivo. Ocupó incómodamente el borde en un vano esfuerzo de que se le subiera la falda.
Esa mañana había estado preparada para el desafío de reconstruir su vida. Un nuevo comienzo… y ese trabajo temporal sólo era el primer paso. Pero una vez allí… la confianza se evaporaba. Todo en Kingsley & Bressington la hacía sentir incómoda. Estaba tan alejado de su experiencia personal, que dolía.
Pero ésa era la idea. Se había mostrado obstinada en que debía poner a prueba sus nuevas cualificaciones en varios puestos temporales antes de buscar algo permanente. Debería comprobar qué clase de entorno laboral prefería, empujar los límites un poco… Tal como le había dicho Amanda, podía llegar a sorprenderse a sí misma con las elecciones que tomara.
Al menos ésa había sido la teoría. Sentada en el despacho acogedor de Amanda Symmonds en Oxford Street, había parecido una buena idea. Pero en ese momento, prácticamente lo daría todo por estar en casa y meter a los chicos en la parte de atrás del Volvo para llevarlos al colegio. Algo seguro. Hacer lo que conocía.
A medida que pasaban los minutos, se hundió en el sillón y dejó de sobresaltarse con cada pisada que oía.
–¿Jemima Chadwick? ¿Señora Chadwick?
Alzó la vista ante el sonido de una voz masculina.
–Sí. Soy yo… –luchó por levantarse del sillón mientras aún aferraba el bolso–. Lo siento… me dijeron que esperara aquí a Saskia Longthorne –explicó tontamente al tiempo que miraba unos ojos de un azul intenso–. Se ocupa del personal temporal…
–Parece que Saskia está ocupada. Y ya que voy de paso… –extendió la mano–. Gracias por ayudarnos. Lo agradecemos.
Jemima trasladó el bolso al otro hombro y alargó la mano.
–De… de nada.
El apretón fue de ésos que tenían el doble objetivo de transmitir sinceridad pero que termina por lograr lo opuesto. Alto, moreno, atractivo… muy atractivo… y consciente de ello.
Todo en el él era cuidado y caro. Su traje era de un gris marengo con finas rayas azules y encajaba en su cuerpo musculoso como si se lo hubieran hecho específicamente a él. No era fortuito que hubiera elegido la corbata de un azul gélido, a juego con sus ojos increíblemente penetrantes.
–Soy Miles Kingsley. Trabajará conmigo.
Ella sintió que el estómago descendía en caída libre. No era lo que había querido. Él no era lo que había querido. Durante el trayecto en metro, había estado rezando para que Miles Kingsley fuera un tipo de hombre apacible con el que resultara fácil trabajar.
Amanda le había dicho que jamás había tenido una queja de ninguna empleada temporal que hubiera trabajado con Miles y en su mente lo había imaginado como un hombre controlado, sensato y maduro. De hecho, alguien no muy diferente de su difunto padre. Perfecto para una mujer que regresaba nerviosa al mercado laboral.
Pero no había nada «fácil» acerca de ese hombre. Era un hombre lleno de seguridad de unos treinta y tantos años, que se consideraba un regalo de Dios para el mundo.
–La llevaré hasta donde va a trabajar y por ese entonces estoy seguro de que Saskia estará disponible para explicarle los procedimientos a seguir.
–Gracias.
–Nada fuera de lo corriente, supongo.
Y entonces sonrió. Un equilibrio perfecto entre la calidez y el centelleante atractivo sexual. Jemima agarró con fuerza el bolso. Se dijo que iba a ser una situación horrible.
¿Cómo un individuo podía carecer de un ápice de…? Buscó la palabra. ¿Dudas? Eso era. Irradiaba una asombrosa seguridad en sí mismo. Toda esa confianza pareció succionar la poco que quedaba en ella. ¿Debería llamar a Amanda para decirle que no podía desempeñar el trabajo?
Frunció el ceño. ¿No sería una actitud patética? Tendría que ir a casa y contarle a su madre que no había sido capaz de hacerlo. ¿Cómo se le decía a una mujer que había sido una funcionaria de rango intermedio hasta solicitar una jubilación anticipada que no podía dominar un simple trabajo temporal? Y luego tendría que contárselo a los chicos…
Y quería que estuvieran orgullosos de ella. Quería que vieran cómo volvía a tomar el control de su vida. Sería bueno para ellos. Todo el mundo lo decía.
Miles se volvió y fue a la recepción.
–Felicity, retenga mis llamadas durante los próximos cinco minutos. Y comuníquele a Saskia que ya he recogido a Jemima.
–Desde luego.
Jemima vio cómo la recepcionista se convertía en un amasijo de hormonas. Aunque Miles Kingsley no dio la impresión de notarlo. Quizá porque al noventa y nueve por ciento de las mujeres que conocía le ocurría lo mismo.
–Por aquí –señaló hacia una amplia puerta de cristal y una escalera de acero.
Jemima le dedicó una sonrisa tentativa a la recepcionista y se volvió para seguirlo.
–¿Lleva mucho tiempo trabajando en puestos temporales?
–En realidad, no –se dijo que, probablemente, era mejor no mencionarle que jamás lo había hecho. Tragó saliva con gesto nervioso.
–Por aquí a la izquierda –comentó, indicando un pasillo–, encontrará la sala de descanso del personal, un modo ampuloso de decir que es un sitio agradable donde se puede disfrutar de una taza de café. Saskia le mostrará toda la agencia más tarde y le presentará al resto del personal de apoyo. Somos un equipo unido y estoy seguro de que le ofrecerán toda la ayuda que puedan, en caso de que la necesite.
Ella asintió.
–Por aquí –dio un paso atrás y le sostuvo la puerta abierta–. ¿Sabe mucho sobre lo que hacemos en Kingsley & Bressington?
–No mucho –repuso con rigidez. Amanda se había concentrado en que era «un lugar fantástico en el que trabajar» y «tengo chicas que hacen cola para ir allí. Pruébalo y me dices qué te parece». Era evidente que el competente Miles esperaba que le hubieran dado un poco más de información.
Dejó que sus ojos recorrieran lo inusual del lugar. Desde el exterior se parecía a los demás edificios victorianos de la zona, pero por dentro… había sido remodelado y todo elegido para garantizar el mayor impacto. Pequeño, pero perfectamente estructurado, era última tecnología y modernidad. De hecho, intimidaba. Pero seguro que se trataba de un efecto buscado de forma intencionada. Cualquiera que contratara a Kingsley & Bressington seguro que quería ver algo con estilo.
–Pero ¿ha trabajado antes en relaciones públicas?
Jemima movió la cabeza, sintiendo como si decepcionara a Amanda. Lo vio fruncir levemente el ceño y no por primera vez se preguntó si Miles Kingsley era el tipo de hombre que quedaría satisfecho con su recién adquirida habilidad como secretaria. Lo dudó.
–Hay diferentes aspectos en lo que hacemos. Algunos de nuestros clientes son corporaciones a las que llevamos su imagen en la prensa, tanto aquí como en el extranjero.
Se encogió de hombros para suprimir la oleada de pánico. El curso de secretariado de seis meses ni siquiera había empezado a tocar algo de lo que él hablaba. Tampoco creyó que fuera a quedar especialmente impresionado al saber que tenía un diploma de secretaria ejecutiva… aunque con sobresaliente.
–Otros son particulares, entre los que predominan los que trabajan en los medios de comunicación. La primera vez que recurren a nosotros, muchos se encuentran en un punto particularmente sensible de sus vidas.
–Comprendo.
Otra puerta, otro pasillo. Empezaba a costarle orientarse, y no porque el edificio fuera muy grande, sino porque las tonalidades crema de las paredes eran similares.
–La confidencialidad es una condición absoluta –continuó Miles–, como estoy seguro de que comprenderá.
Era algo que habían abarcado en el curso. Le agradó descubrir que al menos una parte de su trabajo no le iba a causar problemas.
–Ni se me pasaría por la cabeza repetir algo de lo que lea o escuche aquí. No sería nada profesional.
–Excelente –le sostuvo la puerta para que pasara–. Sé que Amanda no nos la habría enviado si ése fuera el caso. Ésta es su oficina.
Jemima entró en un cuarto que evidentemente había sido diseñado para asombrar. Sin embargo, más tonalidades crema se fundían en un todo sereno que convertían el escritorio de nogal en el punto central. La pantalla que había sobre su superficie era extrafina y el sillón era un clásico del diseño moderno tapizado en piel crema.
–Rara vez mantenemos esperando a nuestros clientes, pero si se produce algún retraso, confiaré en usted para que los mantenga contentos hasta que pueda verlos –se volvió y señaló algunos sillones distribuidos alrededor de otra mesilla de cristal–. Ofrézcales té y café. Cerciórese de que se sientan importantes.
Jemima sintió el primer atisbo de una sonrisa. Quizá Amanda había sabido lo que hacía al enviarla allí. Era una experta en lograr que otras personas se sintieran importantes. Ser un satélite de la estrella brillante de otra gente era lo que mejor sabía hacer. De hecho, toda una vida practicándolo había logrado que lo convirtiera en una forma de arte.
Miró hacia la puerta y notó unas veinte fotos en blanco y negro agrupadas en una pared. Sensacionales fotos publicitarias todas autografiadas con mensajes de afecto y agradecimiento.
Miles siguió la dirección de su mirada.
–Algunos de nuestros clientes –dijo de forma innecesaria–. Podrá ver por qué la discreción es imperativa.
Desde luego. Su sonrisa se amplió al reconocer las facciones de un actor que apenas había estado ausente de las revistas y de los tabloides en las últimas semanas. El «punto sensible» de esa persona en particular era una bailarina de club nocturno de Northampton… supuestamente.
Y Kingsley & Bressington debían encontrar un modo de convertir toda esa inercia en algo positivo. No pudo ver cómo sería posible. Si Miles Kingsley lograba restablecer la imagen pública de ese actor como un «hombre de familia», era un genio.
La puerta se abrió y entró una rubia joven y deslumbrante enfundada en unos pantalones negros de corte impecable. Bajo el brazo llevaba una carpeta.
–Miles, lo siento tanto… Me vi atrapada con una llamada y no pude librarme…
–Jemima llevaba quince minutos en la recepción –su voz cortó con suavidad las palabras de la otra mujer.
–Felicity acababa de llamarme. Lo siento mucho.
–No es ningún problema –intervino Jemima con celeridad, sin saber si las disculpas eran para ella o para Miles.
–Si quieres venir conmigo ahora, te llevaré a ver todo –la otra mujer se acomodó la carpeta bajo el brazo–. A propósito, me llamo Saskia Longthorne. Ven a mi despacho… –se hallaba a mitad de camino de la puerta antes de terminar de hablar.
–¿Quizá Jemima quiera colgar su chaqueta? ¿Dejar su bolso? –sugirió Miles con tono seco.
Había ido al escritorio a recoger una agenda negra grande que se había puesto a hojear. Jemima miró hacia allí en el momento en que él levantaba la vista. El asombroso color de sus ojos resaltaba con el minimalismo del despacho. Al menos fue la excusa que se dio al sentir un nudo en la garganta.
–La veré en unos minutos.
Se llevó la agenda consigo al cruzar las puertas dobles de cristal que presumiblemente daban a su despacho.
«Santo cielo». Soltó el aire en un suspiro prolongado. Miles Kingsley era una pesadilla elegante. No había otra manera de describirlo.
Saskia pareció entender lo que había estado pensando.
–Lo sé –dijo, yendo hacia un armario–. Miles es un campo de fuerza andante. Puedes dejar la chaqueta y el bolso aquí –sacó una percha y se la pasó–. Estarán perfectamente seguros, pero hay una llave por si lo prefieres. Zoë siempre lo cerraba… y luego dejaba la llave en alguna parte del escritorio.
–¿Zoë es la persona a la que suplo? –preguntó, quitándose la chaqueta con timidez y colgándola.
–A su marido lo han trasladado a Hong Kong. Sólo durante seis semanas. Pero Miles se quedó muy irritado. Cuando al fin creía que había encontrado una asistente que no quería quedarse embarazada, Zoë le anuncia que, de todos modos, tiene que marcharse –aceptó la percha que le entregaba Jemima–. Pero es una mujer adorable, de modo que le va a mantener el puesto. No debemos tardar mucho –abrió la puerta que llevaba al pasillo–. Querrá que vuelvas pronto.
–Jemima, voy a necesitar que reserve una mesa en The Walnut Tree para este mediodía –dijo Miles, abriendo la puerta de su despacho.
Ella guardó el bolso en el armario y miró la hora en su reloj de pulsera. Oficialmente, aún no se suponía que tuviera que estar en la oficina, pero el metro había sido puntual y los chicos habían cooperado. Tenía suerte de verla allí. Fue a su escritorio y apuntó Walnut Tree.
–He quedado en ver a Xanthe Wyn y a su agente allí –dejó la carpeta con el historial sobre su mesa–. Si eso no es posible, tendrá que ponerse en contacto con Christopher Delland para comunicarle el cambio.
–De acuerdo.
Miles bebió un sorbo de la taza de café que tenía en la mano y luego se mesó el pelo oscuro.
–De hecho, confírmelo con él de todos modos. Xanthe es famosa por la dificultad de localizarla. Su número está… –calló cuando los dedos de ella sacaron la tarjeta apropiada del sistema extrañamente anticuado que había preferido su anterior empleada–. Excelente.
Esbozó su sonrisa deslumbrante que, sin duda, lograba derretir los corazones más duros, pero que únicamente sirvió para irritarla. Si pudiera elegir, habría postergado la ofensiva de encanto hasta después de las diez, cuando hubiera tenido tiempo de despertarse del todo. Por no mencionar la oportunidad de servirse una taza de café.
Encendió el ordenador. Pensó que había algo en los genes de los hombres como Miles Kingsley que les proporcionaba la firme creencia interior de que eran especiales. Que cuando decían «adelante», todo el mundo a su alrededor los seguiría de forma natural. Un líder de líderes.
Si creía que con una sonrisa iba a lograr que ella descartara los diez minutos adicionales del comienzo del día, los veinte minutos extra de la comida y los quince al final, iba a quedar decepcionado cuando le presentara su formulario de horas el viernes.
–A propósito, gracias por quedarse hasta tarde ayer.
–De nada –repuso con rigidez, resultándole molesto que le agradeciera algo por lo que estaba resentida.
–Amanda no mencionó nada sobre que dominara el francés, pero fue de mucha ayuda. Phillipe Armond dijo que su acento es perfecto y quedó muy impresionado.
Jemima sonrió a través de dientes apretados.
–Parece que vamos a conseguir su negocio. Así que gracias por eso. Voy a volar a París para conocerlo y comer con él en algún momento de la semana próxima. Su secretaria la llamará con los detalles.
Ella asintió y recogió el enorme montón de papeles que había aparecido en su bandeja de la noche a la mañana. Anhelaba que él regresara a su despacho y tomar un café antes de ponerse a repasarlos. No podía volver a quedarse hasta tarde esa noche.
–¿Tuvo una buena noche?
Jemima lo miró incrédula. No sólo se había marchado de allí a las seis y veinte, sino que había tenido que realizar todo el trayecto de vuelta en el metro a pie, se había tenido que disculpar con su madre, que llegó tarde a la partida de bridge, escuchar leer a Sam, buscar el calcetín de fútbol perdido de Ben, poner otra lavadora…
¿Cómo creía que había sido su velada?
–Bien, gracias –introdujo la clave en el ordenador.
–Yo fui a ver la nueva producción de Vidas Privadas, de Noel Coward. No es mi obra favorita, pero estuvo excelente. Lo que me recuerda –se terminó el café–. Envíe por mí unas flores a Emma Lawler a Ashworths. La dirección está en esa caja. Tengo una cuenta en la floristería Weldon. Pregunte por Becky.
Jemima buscó en la sección de la «A» y sacó la tarjeta de Ashworths. No podía creer que le estuviera pidiendo que hiciera eso. Cabía esperar que lograra enviarle a su novia unas flores y no pedírselo a su secretaria.
–Nada de rosas. Intente algo más…
–¿Más qué? –preguntó ella, con el bolígrafo flotando sobre el papel.
Miles sonrió.
–Neutral. Dígale a Becky que es el fin de una hermosa amistad. Ella sabrá a qué me refiero.
¿Era capaz de poner fin a una relación de una forma tan casual?
–¿Y qué mensaje quiere?
–El habitual. Gracias por una velada agradable y estaré en contacto –respondió con jovialidad, dejando la taza en la mesa–. Cuando tenga un segundo, me gustaría otra taza. No hay prisa.
Miles se frotó la nuca y escuchó la voz aguda y asustada en el otro extremo de la línea. Algunos días.
Si esa condenada mujer hubiera hecho lo que él le había dicho, no habría una foto suya en el News of the World. Llevaba en el negocio el tiempo suficiente como para saber los titulares que obtendría si la sorprendían sin maquillaje. Ningún editor vivo habría sido capaz de resistirse a comprar esas fotos.
Se reclinó en el sillón y articuló «café» hacia Jemima, que entraba con el correo de la mañana.
Se preguntó si su secretaria sonreía alguna vez. Parecía estar con un ceño perpetuo. Era muy eficiente, pero no se parecía a Zoë, y cuanto antes regresara ésta de Hong Kong, mejor. La verdad es que prefería un poco de humor en su día laboral.
–Lori –interrumpió a la mujer angustiada del otro lado de la línea–, no hay nada que nosotros podamos hacer acerca de fotografías que ya son de dominio público. Sé que tenemos una orden judicial prohibiendo que se difundan las fotos en topless que te sacaste con veinte años, pero de verdad que ésta no es la misma situación y yo…
Frunció el ceño cuando ella continuó con las quejas. Era evidente que Lori necesitaba desahogarse con alguien y él representaba una salida segura.
–No es la misma situación. Lori, en este momento necesitas mantener un perfil bajo. Los dos sabemos cómo funciona esto. Dales un par de semanas e irán a buscar la sangre de otro…
Miró a Jemima regresar con una taza de café. Había relajado un poco la ropa formal desde que se conocieron, pero seguía siendo la mujer más «prematuramente vieja» que había visto en mucho tiempo. Se vestía como una mujer entre los cuarenta y los cincuenta años, cuando debía de andar entre los veinticinco y los treinta y cinco.
La estudió. Probablemente, parecería mucho más atractiva si se hiciera algo en el pelo aparte de sujetárselo en una coleta. Era de un color asombroso. Una pelirroja natural. Esbozó una sonrisa sexy. Pocas veces se conocía a una pelirroja natural.
–Lori, como mucho serán dos semanas. Y como alguien de la familia real haga algo que merezca cierta repercusión, menos que eso.