—Conforme,
veámoslo —dijo.
—Por lo pronto, en los primeros días de su
dominación
—dije—, ¿no sonríe graciosamente a todos los que encuentra, y no
llega hasta
decir que ni remotamente piensa en ser tirano? ¿No hace las más
pomposas
promesas en público y en particular, librando a todos de sus
deudas,
repartiendo las tierras entre el pueblo y sus favoritos, y tratando
a todo el
mundo con benevolencia y mansedumbre?
—Es natural que
empiece de esta manera.
—Cuando se ve libre de sus enemigos exteriores,
en parte
por transacciones, en parte por victorias, y se cuenta seguro de
este lado,
tiene cuidado de mantener siempre en pie algunas semillas de guerra
para que el
pueblo sienta la necesidad de un jefe.
—Naturalmente.
—Y, sobre todo, para que los ciudadanos,
empobrecidos por
los impuestos que exige la guerra, sólo piensen en sus diarias
necesidades, y
no se hallen en estado de conspirar contra él.
—Claro.
—Y también hace esto, creo yo, para tener un
medio seguro
de deshacerse de los de corazón demasiado altivo para someterse a
su voluntad,
exponiéndolos a los ataques del enemigo. Por todas estas razones es
preciso que
un tirano tenga siempre entre manos algún proyecto de guerra.
—A la fuerza.
—Pero semejante conducta no puede sino hacerle
más y más
odioso a sus conciudadanos.
—¿Cómo no?
—Y algunos de los que contribuyeron a su
elevación, y que
son los que, después de él, tienen mayor autoridad, ¿no hablarán
con él o entre
sí con mucha libertad de lo que pasa, censurándolo, al menos los
más atrevidos?
—Parece que sí.
—Es preciso que el tirano se deshaga de ellos si
quiere
reinar en paz; y que, sin distinguir amigos de enemigos, haga que
desaparezcan
todos los hombres de algún mérito.
—Es evidente.
—Debe ser muy perspicaz para distinguir los que
tienen
valor, grandeza de alma,
inteligencia
y
riqueza;
y
su
felicidad
estriba,
quiera
o
no
quiera,
en
hacer a
todos
la
guerra,
y
tenderles
lazos
sin
tregua
hasta
que
haya
purgado
de
ellos
al Estado.
—¡Extraña manera
de purgar! —dijo.
—Hace lo contrario de los médicos, que purgan el
cuerpo
quitándole lo malo y dejándole lo bueno.
—Tiene que obrar
así si quiere gobernar —dijo.
—En
verdad,
¡bendita
necesidad
la
suya
de
perecer
o
vivir
con
canalla,
que tampoco puede evitar
que le aborrezca!
—dije.
—Tal es su
situación —dijo.
—¿No es claro que cuanto más odioso se haga a sus
conciudadanos, a causa de sus crueldades, tanta más necesidad
tendrá de una
fiel y numerosa guardia?
—¿Cómo no?
—Pero ¿dónde
encontrará esas gentes fieles? ¿De dónde las hará venir?
—Si paga bien, acudirán en gran número de todas
partes —dijo.
—Me parece que ya te
entiendo, por el Can —exclamé—: acudirán enjambres de zánganos de
todos los países.
—Es verdad lo que te parece —dijo.
—¿Pero por qué no a gente de su país…?
—¿Cómo?
—Formando su guardia de esclavos, a quienes
declararía libres después de haber hecho morir a sus dueños.
—Muy bien, porque tales esclavos le serían
enteramente adictos
—dijo.
—¡Dichosa, pues —dije—, la condición de un tirano
si se ve
obligado a destruir a aquellos ciudadanos y a convertir éstos en
sus amigos y
fieles servidores!
—Pero de ellos se
sirve —dijo.
—Estos nuevos ciudadanos le admiran y viven con
él en la
más íntima familiaridad, mientras que los hombres de bien le
aborrecen y huyen
de él — dije.
—¿Cómo no han de
hacerlo?
—Con razón se alaba la tragedia como una escuela
de
sabiduría —dije—, y particularmente las de
Eurípides.
—¿A propósito de
qué dices eso?
—Porque de Eurípides es esta máxima que tiene un
sentido
profundo: los tiranos se hacen sabios mediante el trato con los
sabios, con lo
que, sin duda, ha querido decir que los que componen su sociedad
son sabios.
—Es cierto que él y los demás poetas califican la
tiranía
de divina en muchos pasajes de sus obras.
—Pero como los poetas trágicos son también
sabios, nos
perdonarán que en nuestro Estado, y en todos aquellos que están
gobernados
según principios análogos, se rehúse admitirlos a causa de sus
elogios a la
tiranía —dije.
—En cuanto yo alcanzo, creo que los más
razonables de ellos
nos lo perdonarán —dijo.
—Pero nadie les quita de recorrer como quieran
los demás
Estados. Allí, reuniendo
al
pueblo,
y
pagando
las
voces
más
elocuentes,
más
enérgicas
y
más
insinuantes,
inspiran
a
la
multitud
el
gusto
de
la
tiranía
y
de
la
democracia.
—Sin duda.
—Con esto conseguirán dinero y honores, en primer
lugar de
parte de los tiranos, como es natural que suceda; y en segundo
lugar, de parte
de las democracias. Pero a medida que remonten su vuelo hacia
gobiernos más
perfectos, su nombradía se debilitará y no podrá seguirles.
—Tienes razón.
—Pero dejemos esta digresión —dije—: volvamos al
tirano, y
veamos cómo podrá proveer el sostenimiento de su preciosa, numerosa
y
multicolor guardia, renovada a cada momento.
—Es evidente que comenzará por saldar los tesoros
de los
templos, si los hay, y mientras dure la venta de las cosas sagradas
y le
produzca lo suficiente, no impondrá al pueblo grandes
contribuciones —dijo.
—Muy bien; pero
cuando le falte este recurso, ¿qué hará?
—Entonces vivirán con los bienes de su padre él,
los suyos,
sus convidados, sus favoritos y sus queridas —contestó.
—Entiendo: es decir que el pueblo, que ha
engendrado al
tirano, le alimentará a él y a los suyos —dije.
—Así tendrá que
suceder —afirmó.
—Pero ¿qué dices? —pregunté—: si el pueblo se
cansase al
fin, y le dijese que no es justo que un hijo ya grande y fuerte sea
una carga
para su padre; que, por el contrario, a él toca procurar el
mantenimiento a su
padre; que, al formarle y educarle, no ha sido su ánimo que se
convirtiera en
dueño cuando fuera grande, ni ser él, el padre, esclavo de sus
esclavos, ni
alimentarle a él y
a
esa
muchedumbre de extranjeros que le rodean; que lo que se propuso fue
solamente
libertarse por su medio del yugo de los ricos y de los que se
llaman en la
sociedad hombres de bien; ¿no deberá en este concepto mandarle que
se retire
con sus amigos, con la misma autoridad que un padre arroja de casa
a su hijo
con sus compañeros de libertinaje?
—Entonces, ¡por Zeus! —exclamó él—, el pueblo
verá qué hijo
ha engendrado, acariciado y encumbrado, y que los que intenta
arrojar son más
fuertes que él.
—Pero ¿qué dices? —pregunté—. ¿Se atrevería el
tirano a
emplear la violencia con su padre, y hasta maltratarle si no cedía?
—Sí —dijo—, si
antes lo ha desarmado.
—¿Llamas al tirano, por consiguiente —dije—,
parricida y
perverso sustentador de la vejez? Y he aquí que hemos llegado a lo
que todo el
mundo llama tiranía. El pueblo, queriendo evitar, como suele
decirse, el humo
de la esclavitud de los hombres libres, cae en el fuego del
despotismo de los
esclavos, y ve que la servidumbre más dura y más amarga sucede a
una libertad
excesiva y desordenada: la esclavitud bajo esclavos.
—Castigo casi
siempre irremediable —dijo.
—Y bien —dije—, ¿podremos lisonjearnos de haber
explicado
de una manera satisfactoria la transición de la democracia a la
tiranía y a las
costumbres de este gobierno?
—La explicación es
completa —dijo.
LIBRO IX
—Nos queda por examinar —dije— el carácter del
tirano en sí
mismo, cómo del hombre democrático sale el hombre tiránico, cuáles
son sus
costumbres, y si su suerte es dichosa o desgraciada.
—Es lo único que
nos falta por considerar —asintió.
—¿Sabes lo que
echo de menos ahora? —dije.
—¿Qué?
—No hemos expuesto, a mi parecer, con bastante
claridad, la
naturaleza y las diferentes especies de deseos. Mientras falte algo
que decir
sobre este punto, el descubrimiento de lo que buscamos quedará
siempre envuelto
en tinieblas.
—Aún estamos a
tiempo de tratarlo, ¿no? —dijo.
—Sin duda. He aquí principalmente lo que yo
querría conocer
de una manera más clara. Entre los deseos y los placeres superfluos
los hay que
son ilegítimos. Estos deseos nacen en el alma de todos los hombres;
pero en
unos, reprimidos por las leyes o por otros deseos mejores, se
desvanecen
enteramente,
gracias
a
la
razón,
o
son
débiles
o
pocos
en
número,
mientras
que en
otros,
por
el
contrario,
estos
deseos
son
más
numerosos
y,al
mismo
tiempo, más
fuertes.
—¿De qué deseos
hablas? —preguntó.