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Platón

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Beschreibung

«La república» es un diálogo socrático, escrito por Platón alrededor del 375 a. C., sobre la justicia, el orden y el carácter de la ciudad-estado justa y el hombre justo. Es la obra más conocida de Platón, y ha demostrado ser una de las obras de filosofía y teoría política más influyentes del mundo, tanto intelectual como históricamente.

En el diálogo, Sócrates habla con varios atenienses y extranjeros sobre el significado de la justicia y si el hombre justo es más feliz que el hombre injusto. Consideran la naturaleza de los regímenes existentes y luego proponen una serie de ciudades diferentes e hipotéticas en comparación, que culminan en Kallipolis, una ciudad-estado gobernada por un rey filósofo. También discuten la teoría de las formas, la inmortalidad del alma y el papel del filósofo y de la poesía en la sociedad.

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Platón

LA REPÚBLICA

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-953-6

Greenbooks editore

Edición digital

Diciembre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-953-6
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Indice

LA REPÚBLICA

LA REPÚBLICA

—Conforme, veámoslo —dijo.
—Por lo pronto, en los primeros días de su dominación —dije—, ¿no sonríe graciosamente a todos los que encuentra, y no llega hasta decir que ni remotamente piensa en ser tirano? ¿No hace las más pomposas promesas en público y en particular, librando a todos de sus deudas, repartiendo las tierras entre el pueblo y sus favoritos, y tratando a todo el mundo con benevolencia y mansedumbre?
—Es natural que empiece de esta manera.
—Cuando se ve libre de sus enemigos exteriores, en parte por transacciones, en parte por victorias, y se cuenta seguro de este lado, tiene cuidado de mantener siempre en pie algunas semillas de guerra para que el pueblo sienta la necesidad de un jefe.
—Naturalmente.
—Y, sobre todo, para que los ciudadanos, empobrecidos por los impuestos que exige la guerra, sólo piensen en sus diarias necesidades, y no se hallen en estado de conspirar contra él.
—Claro.
—Y también hace esto, creo yo, para tener un medio seguro de deshacerse de los de corazón demasiado altivo para someterse a su voluntad, exponiéndolos a los ataques del enemigo. Por todas estas razones es preciso que un tirano tenga siempre entre manos algún proyecto de guerra.
—A la fuerza.
—Pero semejante conducta no puede sino hacerle más y más odioso a sus conciudadanos.
—¿Cómo no?
—Y algunos de los que contribuyeron a su elevación, y que son los que, después de él, tienen mayor autoridad, ¿no hablarán con él o entre sí con mucha libertad de lo que pasa, censurándolo, al menos los más atrevidos?
—Parece que sí.
—Es preciso que el tirano se deshaga de ellos si quiere reinar en paz; y que, sin distinguir amigos de enemigos, haga que desaparezcan todos los hombres de algún mérito.
—Es evidente.
—Debe ser muy perspicaz para distinguir los que tienen valor, grandeza de alma, inteligencia y riqueza; y su felicidad estriba, quiera o no quiera, en hacer a todos la guerra, y tenderles lazos sin tregua hasta que haya purgado de ellos
al Estado.
—¡Extraña manera de purgar! —dijo.
—Hace lo contrario de los médicos, que purgan el cuerpo quitándole lo malo y dejándole lo bueno.
—Tiene que obrar así si quiere gobernar —dijo.
—En verdad, ¡bendita necesidad la suya de perecer o vivir con canalla, que tampoco puede evitar que le aborrezca! —dije.
—Tal es su situación —dijo.
—¿No es claro que cuanto más odioso se haga a sus conciudadanos, a causa de sus crueldades, tanta más necesidad tendrá de una fiel y numerosa guardia?
—¿Cómo no?
—Pero ¿dónde encontrará esas gentes fieles? ¿De dónde las hará venir?
—Si paga bien, acudirán en gran número de todas partes —dijo.
—Me parece que ya te entiendo, por el Can —exclamé—: acudirán enjambres de zánganos de todos los países.
—Es verdad lo que te parece —dijo.
—¿Pero por qué no a gente de su país…?
—¿Cómo?
—Formando su guardia de esclavos, a quienes declararía libres después de haber hecho morir a sus dueños.
—Muy bien, porque tales esclavos le serían enteramente adictos —dijo.
—¡Dichosa, pues —dije—, la condición de un tirano si se ve obligado a destruir a aquellos ciudadanos y a convertir éstos en sus amigos y fieles servidores!
—Pero de ellos se sirve —dijo.
—Estos nuevos ciudadanos le admiran y viven con él en la más íntima familiaridad, mientras que los hombres de bien le aborrecen y huyen de él — dije.
—¿Cómo no han de hacerlo?
—Con razón se alaba la tragedia como una escuela de sabiduría —dije—, y particularmente las de Eurípides.
—¿A propósito de qué dices eso?
—Porque de Eurípides es esta máxima que tiene un sentido profundo: los tiranos se hacen sabios mediante el trato con los sabios, con lo que, sin duda, ha querido decir que los que componen su sociedad son sabios.
—Es cierto que él y los demás poetas califican la tiranía de divina en muchos pasajes de sus obras.
—Pero como los poetas trágicos son también sabios, nos perdonarán que en nuestro Estado, y en todos aquellos que están gobernados según principios análogos, se rehúse admitirlos a causa de sus elogios a la tiranía —dije.
—En cuanto yo alcanzo, creo que los más razonables de ellos nos lo perdonarán —dijo.
—Pero nadie les quita de recorrer como quieran los demás Estados. Allí, reuniendo al pueblo, y pagando las voces más elocuentes, más enérgicas y más insinuantes, inspiran a la multitud el gusto de la tiranía y de la democracia.
—Sin duda.
—Con esto conseguirán dinero y honores, en primer lugar de parte de los tiranos, como es natural que suceda; y en segundo lugar, de parte de las democracias. Pero a medida que remonten su vuelo hacia gobiernos más perfectos, su nombradía se debilitará y no podrá seguirles.
—Tienes razón.
—Pero dejemos esta digresión —dije—: volvamos al tirano, y veamos cómo podrá proveer el sostenimiento de su preciosa, numerosa y multicolor guardia, renovada a cada momento.
—Es evidente que comenzará por saldar los tesoros de los templos, si los hay, y mientras dure la venta de las cosas sagradas y le produzca lo suficiente, no impondrá al pueblo grandes contribuciones —dijo.
—Muy bien; pero cuando le falte este recurso, ¿qué hará?
—Entonces vivirán con los bienes de su padre él, los suyos, sus convidados, sus favoritos y sus queridas —contestó.
—Entiendo: es decir que el pueblo, que ha engendrado al tirano, le alimentará a él y a los suyos —dije.
—Así tendrá que suceder —afirmó.
—Pero ¿qué dices? —pregunté—: si el pueblo se cansase al fin, y le dijese que no es justo que un hijo ya grande y fuerte sea una carga para su padre; que, por el contrario, a él toca procurar el mantenimiento a su padre; que, al formarle y educarle, no ha sido su ánimo que se convirtiera en dueño cuando fuera grande, ni ser él, el padre, esclavo de sus esclavos, ni alimentarle a él y a
esa muchedumbre de extranjeros que le rodean; que lo que se propuso fue solamente libertarse por su medio del yugo de los ricos y de los que se llaman en la sociedad hombres de bien; ¿no deberá en este concepto mandarle que se retire con sus amigos, con la misma autoridad que un padre arroja de casa a su hijo con sus compañeros de libertinaje?
—Entonces, ¡por Zeus! —exclamó él—, el pueblo verá qué hijo ha engendrado, acariciado y encumbrado, y que los que intenta arrojar son más fuertes que él.
—Pero ¿qué dices? —pregunté—. ¿Se atrevería el tirano a emplear la violencia con su padre, y hasta maltratarle si no cedía?
—Sí —dijo—, si antes lo ha desarmado.
—¿Llamas al tirano, por consiguiente —dije—, parricida y perverso sustentador de la vejez? Y he aquí que hemos llegado a lo que todo el mundo llama tiranía. El pueblo, queriendo evitar, como suele decirse, el humo de la esclavitud de los hombres libres, cae en el fuego del despotismo de los esclavos, y ve que la servidumbre más dura y más amarga sucede a una libertad excesiva y desordenada: la esclavitud bajo esclavos.
—Castigo casi siempre irremediable —dijo.
—Y bien —dije—, ¿podremos lisonjearnos de haber explicado de una manera satisfactoria la transición de la democracia a la tiranía y a las costumbres de este gobierno?
—La explicación es completa —dijo.

LIBRO IX

—Nos queda por examinar —dije— el carácter del tirano en sí mismo, cómo del hombre democrático sale el hombre tiránico, cuáles son sus costumbres, y si su suerte es dichosa o desgraciada.
—Es lo único que nos falta por considerar —asintió.
—¿Sabes lo que echo de menos ahora? —dije.
—¿Qué?
—No hemos expuesto, a mi parecer, con bastante claridad, la naturaleza y las diferentes especies de deseos. Mientras falte algo que decir sobre este punto, el descubrimiento de lo que buscamos quedará siempre envuelto en tinieblas.
—Aún estamos a tiempo de tratarlo, ¿no? —dijo.
—Sin duda. He aquí principalmente lo que yo querría conocer de una manera más clara. Entre los deseos y los placeres superfluos los hay que son ilegítimos. Estos deseos nacen en el alma de todos los hombres; pero en unos, reprimidos por las leyes o por otros deseos mejores, se desvanecen enteramente, gracias a la razón, o son débiles o pocos en número, mientras que en otros, por el contrario, estos deseos son más numerosos y,al mismo tiempo, más fuertes.
—¿De qué deseos hablas? —preguntó.