La reputación de una dama - Cómo destruir una reputación - Bronwyn Scott - E-Book

La reputación de una dama - Cómo destruir una reputación E-Book

Bronwyn Scott

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Beschreibung

Ómnibus Harlequin Internacional 76 La reputación de una dama Un libertino sabe siempre llegar al corazón de una mujer… Merrick St Magnus, el seductor más famoso de Londres y protagonista de los escándalos más indecentes, vio cómo su vida de lujuria y libertinaje daba un giro inesperado al ser sorprendido en una comprometedora situación con la hija de un conde. Para evitar casarse con ella tuvo que aceptar la oferta que le hacía el conde: convertir a su hija en la soltera más deseada de Londres y encontrarle un buen pretendiente. Lady Alixe Burke era una solterona que prefería el estudio y los libros a los salones de baile. Convertirla en una mujer irresistible era todo un reto, y Merrick jamás rechazaba un reto, aunque lo peligroso era que su experiencia no se limitaba a la rígida etiqueta de la aristocracia… Cómo destruir una reputación Un libertino sabe siempre llegar al corazón de una mujer. Ashton Bedevere era un afamado libertino que podía arruinar una reputación en menos tiempo del que un caballero cualquiera necesitaba para beberse un brandy. Después de haber pasado unos años en Italia perfeccionando sus conocimientos en el arte de la seducción, Ashe volvió a los círculos más refinados de Londres precedido, naturalmente, por su fama de sinvergüenza aficionado al lujo más exuberante. Hasta que sus escandalosas costumbres acabaron bruscamente por la muerte de su padre. Para poder reclamar lo que le correspondía, el disoluto Ashe tendría que hacer algo inconcebible: ¡conseguir una esposa!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 76 - septiembre 2023

© 2012 Nikki Poppen

La reputación de una dama

Título original: How to Disgrace a Lady

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

© 2012 Nikki Poppen

Cómo destruir una reputación

Título original: How to Ruin a Reputation

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta

edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la

imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas,

vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son

pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas

propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas

con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de

Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los

derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1180-036-5

Créditos

La reputación de una dama

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Como destruir una reputación

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Uno

Merrick St. Magnus no hacía nada a medias, ni siquiera cuando se trataba de seducir a las gemelas Greenfield.

Las legendarias cortesanas se arrellanaban voluptuosamente en el diván del salón, esperando sus atenciones. Con la mirada fija en la primera de ellas, y en los generosos pechos que casi escapaban al confinamiento del corsé, Merrick agarró un gajo de naranja de una bandeja plateada y lo impregnó de azúcar.

—Una tentación tan dulce se merece otra igual, ma chère —le dijo en tono melifluo mientras le recorría el cuerpo con la mirada. No se le pasaron por alto las pulsaciones en la base del cuello.

Merrick movió el gajo por sus labios entreabiertos. La punta de la lengua asomó para lamer el azúcar y sugerir que estaba capacitada, e impaciente, para lamer algo más...

Iba a divertirse mucho aquella noche, pensó él. Y además iba a ganar la apuesta que actualmente dominaba el libro de apuestas de White’s, cuyo premio le permitiría superar la mala racha que había tenido en las mesas de juego. Muchos hombres habían conocido íntimamente a las hermanas Greenfield, pero ninguno había disfrutado de las dos al mismo tiempo...

En el otro extremo del diván, la segunda gemela hizo un mohín con los labios.

—¿Y yo, Merrick? ¿No soy una tentación?

—Tú, ma belle, eres una auténtica Eva —Merrick dejó la mano suspendida sobre la bandeja de fruta, como si pensara con gran cuidado qué pieza elegir—. Para ti un higo, Eva, por los placeres que aguardan a un hombre en tu Edén particular...

De nada sirvieron sus referencias bíblicas, porque ella puso una mueca de perplejidad. Era obvio que no sabía de qué le estaba hablando.

—No me llamo Eva.

Merrick se tragó un suspiro de frustración. Tenía que pensar en el dinero y nada más. Esbozó una pícara sonrisa y le introdujo el higo en la boca, acompañándolo de un halago mucho más fácil de entender.

—Nunca sé cuál de las dos es la más hermosa —pero sí que sabía cuál era la más inteligente. Dejó caer la mano sobre el amplio escote de la segunda gemela y dibujó un círculo con el dedo, recibiendo una tímida sonrisa. Mientras tanto, la primera gemela le masajeaba los hombros y le sacaba los faldones de la pretina.

Era hora de pasar a la acción.

Pero entonces su criado empezó a aporrear la puerta de la sala.

—¡Ahora no! —exclamó Merrick, pero los golpes continuaron.

—A lo mejor quiere unirse a nosotros —sugirió la primera gemela, a la que no parecía molestar en absoluto la interrupción.

—Tenemos una emergencia, milord —dijo el criado desde el otro lado de la puerta.

Merrick maldijo en silencio. Iba a tener que levantarse y ver qué demonios quería Fillmore. Entre las inútiles referencias literarias y los criados entrometidos, ganar la apuesta iba a resultar más difícil de lo que había previsto.

Se puso en pie, con los faldones de la camisa por fuera del pantalón, y besó la mano de cada gemela.

—Un momento, mes amours.

Fue hasta la puerta y la abrió una rendija. Fillmore debía de saber lo que estaba haciendo, y seguramente también sabía por qué lo hacía. Pero no por ello iba a permitirle que lo presenciara de primera mano. Bien mirado, la situación se podría calificar de humillante. Estaba sin blanca y cambiaba lo que sabía hacer mejor que nadie por lo que necesitaba más que nadie: sexo a cambio de dinero.

—¿Sí, Fillmore? —le preguntó con gesto desdeñoso—. ¿De qué emergencia se trata?

Fillmore no era el típico criado, y el desdén de su amo le afectó tanto como la referencia literaria había afectado a la gemela obtusa.

—Es su padre, milord.

—¿Qué ha pasado? Dímelo de una vez.

Fillmore le entregó una hoja de papel que ya había sido desdoblada.

—Parece que ya has leído el mensaje... —observó Merrick con otra expresión altanera. Fillmore debería mostrar, al menos, un mínimo de remordimiento por leer un mensaje dirigido a otra persona. A veces era un rasgo muy útil, eso sí, aunque no muy elegante.

—Va a venir a la ciudad. Llegará pasado mañana —resumió Fillmore con su aplomo habitual, libre de toda culpa.

Las partes de Merrick que aún no estaban rígidas se tensaron dolorosamente.

—Eso significa que podría estar allí al día siguiente por la tarde —su padre era especialista en presentarse con antelación, y aquello era un acto obviamente premeditado. Su padre pretendía pillarlo por sorpresa, y sin duda había recorrido un largo trecho antes de avisar de su llegada.

Aquello solo quería decir una cosa: el propósito de su visita no podía ser otro que tener una charla muy seria con Merrick. ¿Qué rumores habían provocado que el marqués se desplazara en persona y a toda prisa a la ciudad? ¿Podría ser la carrera de carruajes en Richmond? No era probable. La carrera se había celebrado semanas antes, y si su padre se hubiera enterado ya le habría hecho una visita. ¿La apuesta por la cantante de ópera? De aquel asunto se había hablado más de lo que a Merrick le hubiera gustado, pero no era la primera vez que sus aventuras pasaban a ser de dominio público.

—¿Ha dicho por qué? —preguntó mientras leía rápidamente la nota.

—Es difícil saberlo. Son tantos los posibles motivos... —respondió Fillmore con un suspiro de disculpa.

—Ya, ya. Supongo que no importa cuál de ellos lo haga venir a la ciudad. Lo único que importa es que no estemos aquí para recibirlo —se pasó una mano por el pelo en un gesto de impaciencia. Tenía que pensar y actuar con rapidez.

—¿Cree que será lo más conveniente? —preguntó Fillmore—. Según lo que reza la última parte de la nota, quizá sería mejor quedarse y hacer penitencia.

Merrick frunció el ceño.

—¿Desde cuándo hacemos penitencia por mi padre? —no se sentía intimidado en absoluto por su padre. Marcharse de la ciudad no era un acto de cobardía, sino una reafirmación de su propia voluntad. No iba a darle a su padre la satisfacción de saber que podía controlar a otro de sus hijos. Su padre lo controlaba todo y a todos, incluido su heredero, Martin, el hermano mayor de Merrick.

Merrick se negaba a que lo definieran como otra de las marionetas de su padre.

—Desde que ha amenazado con retirar su asignación hasta que cambiemos nuestro estilo de vida. Lo dice al final de la nota —lo informó Fillmore.

Merrick nunca había leído con mucha soltura. Se le daba mucho mejor hablar. Pero las últimas líneas de la carta eran tan claras y cortantes que casi podía oír a su padre pronunciándolas: «voy a limitar tu acceso a los fondos hasta que te reformes».

Merrick soltó un bufido desdeñoso.

—Puede hacer lo que quiera, ya que no hemos tocado ni un penique —años atrás se le había ocurrido que para liberarse por completo de la autoridad de su padre no podía depender de nada de lo que él le ofreciera, y eso incluía la pensión.

El dinero estaba guardado en una cuenta de Coutts y Merrick vivía a base de las cartas y las apuestas. Normalmente bastaba para pagar la renta y la ropa.

Su merecida reputación como amante hacía el resto.

Lo que irritaba a Merrick, sin embargo, no era que su padre lo dejara sin asignación, sino que fuera a presentarse allí en persona. La única cosa en la que Merrick y su padre estaban de acuerdo era la necesidad de mantener las distancias. A Merrick le gustaba tan poco la ética desfasada de su padre como a su padre su estilo de vida. Su imprevista presencia en Londres supondría el fin de la Temporada para Merrick, cuando apenas estaban a principios de junio...

Pero Merrick aún no había dicho su última palabra.

Tenía que pensar, rápido, y con la cabeza en vez de con las partes más caldeadas de su cuerpo. Eso significaba que las gemelas debían marcharse. Cerró la puerta y se volvió hacia ellas para disculparse con una reverencia.

—Señoritas, me temo que un asunto urgente reclama mi atención inmediata. Sintiéndolo mucho, vais a tener que marcharos

Y así lo hicieron, llevándose con ellas la oportunidad de ganar doscientas libras en un momento en que Merrick estaba tan apurado de dinero como de tiempo.

—¿Cuánto debemos, Fillmore? —quiso saber Merrick mientras se arrellanaba en el diván, mucho más espacioso desde la marcha de las gemelas.

Las cifras bailaban en su cabeza: tendría que pagarles al zapatero, al sastre y al resto de comerciantes antes de desaparecer. No le daría a su padre la satisfacción de que saldara sus deudas y así tener algo con que chantajearlo.

Estaba metido en un buen lío. Normalmente sabía administrar bien sus recursos y no cometía muchas imprudencias, pero algo lo había alentado a jugar a las cartas con Stevenson, aun sabiendo que era un tramposo.

—Setecientas libras, incluyendo el alquiler mensual.

—¿Y cuánto tenemos?

—Unas ochocientas libras.

Justo como había temido. Lo suficiente para saldar sus deudas y poco más. Con tan poco dinero sería imposible pasar otro mes en una ciudad tan cara como Londres, y mucho menos durante la Temporada.

Fillmore carraspeó ligeramente.

—Si me permite sugerirle una manera de recortar gastos, podríamos alojarnos en casa de su familia. Alquilar una residencia en uno de los barrios más exclusivos de la ciudad me parece un derroche innecesario.

—¿Vivir con mi padre? No, no te permito sugerirlo siquiera. Hace siglos que no vivo con él y no voy a hacerlo ahora, sobre todo porque es lo que él quiere —Merrick suspiró—. Tráeme las invitaciones que están en la mesa.

Fillmore se las llevó y Merrick hojeó rápidamente las tarjetas en busca de alguna solución. Una partida de cartas, un fin de semana para solteros en Newmarket, cualquier cosa que le permitiera abandonar la ciudad y aliviar la situación actual. Pero no había nada que mereciera la pena: una velada musical, un desayuno veneciano, un baile... todo en Londres, todo inútil.

Entonces, al final del montón, encontró lo que tanto necesitaba. La fiesta en casa del conde de Folkestone. El conde iba a celebrar una fiesta en su residencia de la costa de Kent a la que Merrick, en principio, no pensaba asistir. Eran tres días de viaje hasta Kent por carreteras polvorientas para codearse con un puñado de nobles secos y aburridos. A la vista de las circunstancias, sin embargo, parecía la oportunidad ideal. Folkestone era un hombre extremadamente tradicionalista, pero Merrick conocía a su heredero, Jamie Burke, de sus días en Oxford, y había asistido a una velada ofrecida por lady Folkestone a principios de la temporada. Aquello explicaba la invitación. Merrick había sido el invitado modelo y había coqueteado con las asistentes más tímidas y menos agraciadas hasta hacerlas partícipes de la fiesta. A las anfitrionas les gustaba que un invitado supiera cómo cumplir con su deber, y Merrick sabía hacerlo a la perfección.

—Prepara el equipaje, Fillmore. Nos vamos a Kent —declaró con una convicción que estaba lejos de sentir. No era tan ingenuo para creer que la solución a sus problemas se encontraba en Kent. Solo se trataba de una medida temporal. Por muy caro que fuese Londres, su libertad lo era aún más.

El camino a Kent bien podría haber sido el camino al infierno, pensó Merrick tras tres días de viaje. Por si no tuviera bastante con el calor, el polvo y todas sus preocupaciones, un par de salteadores le salieron al paso a plena luz del día. Merrick tiró de las riendas del caballo y masculló en voz baja mientras se llevaba la mano a la pistola que guardaba en el bolsillo. Solo estaba a un par de millas de la maldita fiesta de Folkestone y aquellos apestosos rufianes le salían al paso cuando el mundo civilizado se disponía a tomar el té. Aunque, teniendo en cuenta la drástica situación económica del reino, no podía culpar a nadie por recurrir al robo y el pillaje. Lo que lamentaba era que Fillmore se hubiera quedado rezagado con su equipaje.

—¿El camino está cortado, caballeros? —les preguntó mientras hacía girar a su caballo en círculo. Las monturas de los bandidos parecían en buena forma. Genial. Se había topado con los maleantes menos indicados para darse a la fuga.

Apretó con fuerza la pistola. Había saldado sus deudas y por nada del mundo iba a renunciar al puñado de libras que le quedaban en el bolsillo.

Los dos bandidos, con pañuelos blancos cubriéndoles la mitad del rostro, se miraron entre ellos. Uno de ellos se echó a reír e imitó burlonamente la cortesía de Merrick.

—Eso depende de usted, mi buen señor —el hombre blandió su pistola con la naturalidad que le conferían años de uso—. No queremos su dinero. Queremos su ropa. Sea bueno y quítesela rápido.

Los verdes ojos del segundo bandido destellaron de regocijo.

El sol arrancó un destello de la culata de la pistola. Merrick soltó la suya, esbozó una sonrisa y detuvo el caballo frente a los dos supuestos bandidos.

—Vaya, vaya... Ashe Bedevere y Riordan Barrett, qué sorpresa encontraros por aquí.

El hombre de ojos verdes se tiró del pañuelo hacia abajo.

—¿Cómo has sabido que éramos nosotros?

—Nadie más en Inglaterra tiene esmeraldas incrustadas en la culata de su pistola.

—Era una buena broma —se lamentó Ashe, mirando con reproche al arma como si tuviera la culpa de haber echado a perder la farsa—. ¿Sabes cuánto tiempo llevamos esperando aquí sentados?

—Es muy aburrido esperar sin hacer nada —corroboró Riordan.

—¿Y qué estabais esperando? —preguntó Merrick. Se colocó junto a sus dos amigos y los tres siguieron cabalgando.

—Anoche vimos tu caballo en la posada y el mozo nos dijo que te dirigías a casa de Folkestone para la fiesta —le explicó Ashe con una pícara sonrisa—. Y como nosotros también vamos para allá, se nos ocurrió darte un pequeño susto.

—Podríamos habernos visto anoche en la posada, con una buena cerveza y un estofado de conejo —observó Merrick. Asustar con armas de fuego a un amigo era un poco exagerado, incluso para alguien como Ashe.

—¿Y qué tiene eso de divertido? —dijo Riordan, sacando una petaca para tomar un trago—. Además, estábamos muy ocupados con la tabernera y su hermana... La temporada ha sido muy aburrida. Londres estaba muerto.

¿Tan aburrido como para que una fiesta en Kent resultara más interesante?, se preguntó Merrick. No parecía muy probable. Examinó atentamente el rostro de Riordan, que mostraba indudables signos de cansancio y hastío, pero no tuvo tiempo para preguntarle nada porque Ashe le hizo una inesperada sugerencia.

—¿Qué te parece si nos damos un baño?

—¿Cómo? ¿Un baño? —¿se habría vuelto Ashe definitivamente loco? Merrick siempre había sospechado que no estaba muy bien de la cabeza.

—No me refiero en una bañera, viejo —replicó Ashe—. Sino aquí fuera, antes de ir a la casa. Hay un estanque, un pequeño lago más bien, detrás de la próxima colina. Está un poco retirado del camino, si no recuerdo mal. Allí podremos quitarnos la mugre del viaje y disfrutar por última vez de la naturaleza antes de soportar las formalidades de una fiesta que, por desgracia, no es tan natural como debería.

—Una idea magnífica —lo secundó Riordan—. ¿Qué dices, Merrick? ¿Un baño antes del té? —espoleó a su montura y se lanzó al galope—. ¡Os echo una carrera! —los retó por encima del hombro—. ¡Tengo la petaca!

—¡No sabes dónde está el lago! —le gritaron Ashe y Merrick a la vez. Siempre había sido así con Riordan, incluso en Oxford. Era un espíritu indomable, que nunca prestaba atención a los detalles y que vivía el momento sin preocuparse por las consecuencias.

Merrick y Ashe intercambiaron una breve mirada y se lanzaron tras él. Tampoco ellos necesitaban mucho más estímulo.

No tardaron en encontrar el lago. Era un lugar fresco y sombreado, escondido tras altos arces y alimentado por un riachuelo. Ideal para un chapuzón veraniego. Merrick llegó el primero, se despojó de la ropa sin perder un instante y se zambulló de golpe sin molestarse en comprobar antes la temperatura.

El agua le cubrió la cabeza y sintió una liberación total. Empezó a nadar con fuerza y cada brazada lo alejaba más de Londres, de su padre y de la batalla que libraba para ser él mismo, aunque no supiera exactamente quién era. En las frescas aguas del lago se sentía limpio, liberado, exultante, invadido por una euforia desatada. Salió a la superficie y agarró por la pierna a Ashe, que se había quedado de pie en una roca luciendo su cuerpo desnudo como un dios marino.

—¡Vamos! El agua está deliciosa.

Ashe soltó un indecoroso grito cuando la gravedad y la mano de Merrick lo hicieron caer al agua.

—¡Ayúdame, Riordan!

Riordan se tiró al agua para unirse a la refriega y los tres se enzarzaron en una pelea amistosa que a Merrick lo hizo olvidarse por completo de todos sus problemas. Lucharon y chapotearon, se revolcaron por el fango de la orilla y corrieron alrededor del lago lanzando gritos de gozo, antes de tirarse de nuevo al agua para empezar de nuevo. Hacía años que Merrick no se divertía tanto, debido a la rígida impostura que reinaba en los salones de la capital. La alta sociedad londinense pondría el grito en el cielo si viera a tres de sus miembros bañándose y retozando desnudos en un lago. Pero ¿y qué? Allí no había nadie más que ellos.

Dos

Gracias a Dios nadie podía verla de aquella guisa. Ataviada con una sencilla túnica verde oliva y unas botas llenas de arañazos, Alixe no parecía precisamente la hija de un conde. A su familia le daría un ataque si la viese con aquella pinta. Uno más en la larga lista de disgustos. Y como nadie quería escenas aquel fin de semana, seguramente habían hecho la vista gorda para que Alixe se escabullera mientras llegaban los invitados a la fiesta.

Pero en aquellos momentos a Alixe no le importaban los invitados, ni aunque el mismísimo rey de Inglaterra se presentara en persona. Tenía una tarde de libertad para ella sola y pensaba disfrutarla al máximo. Lucía un sol espléndido que la animaba a perderse más allá de los límites de la finca, pero su destino era la vieja residencia de verano situada en el linde de la propiedad. Allí podría refugiarse tranquilamente en su trabajo y en los libros que llevaba en una bolsa colgada al hombro.

Al acercarse a la casa el sendero se internaba en una zona boscosa y se iba cubriendo de maleza. Alixe sonrió mientras apartaba los helechos. Hacía fresco bajo las densas copas de los árboles. Vio la casa a lo lejos y aceleró el paso hasta los deteriorados escalones de la entrada, los cuales subió impacientemente de dos en dos.

Abrió la puerta y suspiró. El lugar era perfecto. Ideal como lugar de retiro y de estudio. Dejó la bolsa en el suelo y recorrió la estancia con la mirada. Era más un cenador que una casa, pero ofrecía infinitas posibilidades. Allí podría estar sola y tranquila, lejos de todo el mundo, en particular del odioso Archibald Redfield, y de las expectativas que tenían puestas en ella. Cerró los ojos y respiró profundamente el delicioso aroma de la soledad...

Entonces lo oyó. Un sonido procedente del bosque que rompió la calma y le hizo ver que no estaba tan sola como había creído.

¿Sería un pájaro?

Volvió a oírlo... Y no era un pájaro. Sonaba más bien como un grito humano.

El lago...

Se puso rápidamente en movimiento y atravesó el bosque en dirección a los gritos. Alguien debía de estar en serios apuros para gritar así.

Salió al claro donde estaba el lago y se detuvo en seco. Ni siquiera pensó en anunciar su presencia, porque lo único que allí estaba en riesgo de ahogarse era su pudor. Tres hombres retozaban, sí, era la única palabra que podía describirlo, retozaban en el agua. Se zambullían, luchaban amistosamente entre ellos, se reían... y la vieron.

Ella no quería que la vieran. No se lo merecía después de haber actuado como una buena samaritana. Había corrido como nunca en su vida, con el corazón en un puño, tan solo para encontrarse a tres hombres bañándose desnudos en un lago escondido. Alguien debería tener la decencia de estar ahogándose, por lo menos.

—Hola, ¿estamos haciendo mucho ruido? No creíamos que hubiera nadie por aquí cerca —dijo uno de ellos, sin inmutarse lo más mínimo ante la inesperada aparición de Alixe. Se separó de sus amigos y vadeó hacia la orilla, emergiendo poco a poco del agua hasta que Alixe estuvo segura de dos cosas: primera, no había visto a un hombre tan espectacularmente formado en toda su vida, y segunda, aquel hombre espectacular estaba indudablemente desnudo.

Tendría que desviar la mirada, pero ¿adónde? ¿A sus ojos? Eran demasiado cautivadores. Ni siquiera el cielo era tan azul. ¿A su pecho? Demasiado fibroso y torneado, especialmente los músculos de su abdomen...

¡Su abdomen!

No había pretendido bajar tanto la mirada. El hombre seguía acercándose, absolutamente despreocupado por su desnudez. Alixe tenía que detenerlo o acabaría viendo algo más que los firmes músculos de su abdomen.

Por desgracia, su buena educación parecía haberla abandonado por completo.

Tenía la vista fija en el vientre del hombre. Unos segundos más y sería demasiado tarde. Pero ¿qué se le podía decir a un hombre desnudo en un estanque?

Optó por una respuesta casual e intentó aparentar que se tropezaba con hombres desnudos todos los días.

—No hace falta que salga del agua por mí. Ya me marcho. Simplemente oí los gritos y pensé que alguien necesitaba ayuda.

Perfecto. Había sonado casi normal.

Dio un paso hacia atrás y tropezó con un tronco semienterrado en el fango de la orilla. Cayó sobre el trasero y sintió como le ardían las mejillas. Demasiado para fingir normalidad...

El hombre se rio, aunque no de un modo ofensivo, y continuó avanzando hasta mostrarse en todo su esplendor. Y Alixe se quedó petrificada ante la gloriosa imagen que se erguía ante ella. Tal perfección la hizo olvidarse de su turbación y desató una curiosidad del todo inesperada. Era perfecto, absolutamente perfecto en todos los sentidos... sobre todo en la parte baja de su anatomía.

—Parece que alguien necesita ayuda, después de todo... —dijo el hombre. Se acercó y le ofreció una mano a la que Alixe apenas prestó atención. ¿Cómo fijarse en una simple mano cuando había otros apéndices más carnosos colgando a escasa distancia de sus ojos?

—No, no. Estoy bien, de verdad —le aseguró con toda la firmeza que pudo, pero las palabras le salían atropelladamente.

—No seas cabezota y dame la mano. ¿O es que quieres volver a tropezar?

—¿Qué? Ah, sí, la mano... —Alixe la aceptó como si acabara de verla y subió la mirada hasta el pecho y el rostro. El hombre le estaba sonriendo y sus ojos eran más azules que un cielo cerúleo de verano.

Tiró de ella para levantarla, sin preocuparse por no llevar ropa.

—¿Soy el primer hombre desnudo que ves?

—¿Qué? —tan difícil le resultaba mantener una conversación como alejar la mirada de sus muslos. Intentó recurrir a la sofisticación con la esperanza de recuperar su dignidad—. La verdad es que no. He visto muchos desnudos en... —no supo seguir. ¿Dónde podría haberlos visto?

—¿En las obras de arte? —sugirió él. Las gotas de agua centelleaban como si fueran diamantes esparcidos por su pelo.

—He visto al David —respondió, desafiante. Era cierto. Lo había visto en dibujos, pero la estatua de esos dibujos no podía compararse a aquel desconocido, que se erguía alto, imponente y con sus impresionantes atributos expuestos a la luz del sol.

Paseó la mirada por la orilla del estanque en un desesperado intento por no contemplar sus virtudes carnales. Todo era culpa de aquel hombre, quien ni siquiera se molestaba en recoger la ropa que yacía en el suelo. ¿Qué clase de hombre permanecía desnudo en presencia de una dama? No la clase de hombre que solía conocer en los círculos sociales de sus padres.

La idea le provocó un estremecimiento de excitación. Rápidamente agarró la prenda que tenía más cercana, una camisa, y se la tendió.

—Debería cubrirse, señor —en realidad no quería que se cubriera, pero no había más remedio. Nadie mantenía una conversación decente sin ropa.

Él aceptó la camisa y adoptó una expresión burlona.

—¿En serio? Me daba la impresión de que estabas disfrutando mucho de la vista...

—Creo que el único que está disfrutando aquí es usted —replicó Alixe.

—Al menos yo lo admito.

Aquel comentario terminó de provocarla.

—Es usted un grosero —con el cuerpo de un dios y la cara de un ángel—. Tengo que irme —se sacudió las faldas para ocupar las manos en algo—. Ya veo que todos están bien por aquí. Me marcho —en esa ocasión consiguió abandonar el claro sin tropezar con más troncos.

Merrick se rio mientras la veía alejarse y metió los brazos por las mangas de la camisa. Tal vez no debería haberla provocado tan impúdicamente, pero le había resultado muy divertido y ella no se había acobardado. Sabía cuándo una mujer sentía curiosidad y cuándo se asustaba, y aquella joven con el vestido verde oliva no se había escandalizado tanto como quería hacer creer. Sus bonitos ojos dorados se lo habían comido de arriba abajo.

Recogió los pantalones del suelo y se los puso. Ella había intentado apartar la mirada, pero no había podido resistir la tentación visual. A él no le había molestado en absoluto el descaro con que contemplaba su anatomía masculina. No era la primera mujer que lo veía desnudo. Ni mucho menos.

A las mujeres les gustaba su cuerpo, con sus líneas esbeltas y músculos definidos. En una ocasión, lady Mansfield llegó a afirmar que era la octava maravilla del mundo. Y lady Fairworth se había pasado horas y horas contemplándolo extasiada por las noches. Incluso adquirió la costumbre de pedirle que recogiera cualquier cosa en el otro extremo de la habitación y así poder verlo caminar desnudo para ella.

A él no le importaba. Comprendía las necesidades de aquellas experimentadas mujeres, y a cambio ellas comprendían las suyas. Pero aquel día había sido diferente. La mirada de aquella joven, pura y virginal, había prendido una chispa de erotismo totalmente desconocida para Merrick. No estaba acostumbrado a ser el primer hombre que una mujer viera desnudo.

No solo eso; el carácter honesto y directo de aquella joven le había llamado la atención. Sabía que podía poner a prueba su sensibilidad y así lo había hecho, convencido de que, a pesar de su aparente desasosiego, la joven era capaz de manejar la situación. Las señoritas indefensas y melindrosas no corrían a través del bosque para ayudar a un desconocido en apuros.

Lástima que no supiera su nombre.

A Alixe le seguían ardiendo las mejillas cuando regresó a la casa de veraneo. Se enfrascó en la lectura de su libro para no pensar en el encuentro del lago, pero su cabeza prefería seguir recordando, y con todo detalle, aquel torso musculoso, aquellos abdominales marcados, aquellas esbeltas caderas que delimitaban sus impresionantes atributos viriles... Y aquella sonrisa letal que seguía provocándole cosquilleos en el estómago.

Había estado coqueteando con ella. Aquellos brillantes ojos azules sabían exactamente los estragos que provocaban en sus sentidos. Hacía años que nadie coqueteaba con ella. Y nunca hasta ese día había visto a un hombre sin ropa. Ni siquiera había visto a un hombre sin chaleco desde su presentación en sociedad. Un caballero jamás se atrevería a quitarse la levita en presencia de una dama. Aquel hombre, en cambio, se había quitado algo más que la camisa...

¿Qué clase de persona haría algo así? Un caballero no, desde luego.

Volvió a sentir como le ardían las mejillas. Había visto a un hombre desnudo en carne y hueso.

De cerca.

Muy de cerca.

Extremadamente cerca. Y le había encantado...

¿En qué la convertía su reacción? ¿En una mujer curiosa? ¿Licenciosa? ¿O algo más? Quizá mereciera la pena buscar la respuesta. Reprimió la necesidad de abanicarse como si fuera una señorita remilgada. Aquel día no había visto más que los atributos que Dios había concedido a la mitad de la humanidad. Cada hombre tenía uno.

Así de simple.

Por desgracia, ningún razonamiento lógico podía borrar la imagen de su cabeza. Tenía que admitir su derrota. En su estado actual le resultaría imposible leer nada, de modo que metió el libro en la bolsa y decidió cambiar de lugar. Volvería a la casa aunque estuviera sonriendo como una tonta todo el camino de regreso.

Para cuando se refugió en sus aposentos ya había recuperado la perspectiva. Ciertamente había estado sonriendo durante todo el camino, e incluso podría continuar sonriendo durante la tediosa velada que tenía por delante. Si los invitados querían creer que les estaba sonriendo a ellos, que así fuera. Solo ella sabría el verdadero motivo. Además, no había nada malo en guardar aquel pequeño secreto. El hombre del lago no la conocía, ni ella lo conocía a él. Nunca volverían a verse, salvo tal vez en sus sueños y fantasías...

Sin embargo, lo sucedido en el estanque la hizo sentirse más mundana de lo que se había sentido hasta entonces. Se arregló con más esmero del habitual e hizo que su criada sacara el vestido azul claro con el ribete marrón y el corpiño escotado. Aquel vestido era una de las pocas excepciones que tenía en su austero armario. Siempre le habían interesado más los libros y los manuscritos que la ropa y la vida social, algo que su familia no estaba dispuesta a aceptar, por mucho que ya fuese una solterona de veintiséis años. A pesar de sus denodados y persuasivos esfuerzos, no toda la familia había perdido la esperanza de casar a la controvertida hija del conde de Folkestone. Ella se había negado a ir a Londres para la Temporada, de modo que su familia había llevado la Temporada hasta ella. Una fiesta por todo lo alto en casa con lo mejor de la sociedad londinense.

Se puso los pendientes de perlas y se miró por última vez al espejo. Era hora de bajar al salón y fingir que nunca había visto a un hombre desnudo.

—Ah, aquí estás, Alixe —dijo su hermano Jamie al pie de la escalera—. Estás muy guapa esta noche. Deberías vestir de azul más a menudo —enganchó el brazo al suyo y por una vez Alixe agradeció su presencia—. Hay algunas personas a las que quiero que conozcas.

Alixe ahogó un gemido de frustración. Jamie se preocupaba demasiado por ella, y como consecuencia siempre estaba buscándole marido.

—Son unos amigos míos de la universidad, así que puedes estar tranquila. Intenta ser agradable, ¿de acuerdo? —le susurró al oído mientras la introducía en el salón.

Junto a la puerta había un grupo de caballeros que se volvieron hacia ella. Reconoció al hijo del hacendado. Dos eran unos desconocidos de pelo negro. Y el cuarto...

El dios de carne y hueso al que había visto desnudo en el lago.

Se quedó petrificada y su mente creó toda clase de situaciones a cada cual más embarazosa. Aunque quizá no la reconociera... Con aquel elegante vestido de noche no se parecía en nada a la chica que corría por el bosque.

Jamie la hizo avanzar. No había escapatoria.

—Me gustaría presentaros a mi hermana, lady Alixe Burke —les dijo sin disimular su orgullo—. Alixe, estos son los amigos de la universidad de los que te hablaba... Riordan Barrett, Ashe Bedevere y Merrick St. Magnus.

Genial. El dios ya tenía nombre.

—Enchanté, mademoiselle —Merrick se inclinó sobre su mano, sin apartar la mirada de su rostro. Conocía bien a las mujeres y sabía que un vestido elegante y un sofisticado peinado con frecuencia ocultaban un montón de pecados o de verdades, según cómo se mirara. Para conocer la verdadera identidad de una mujer había que mirarla a la cara.

Definitivamente, era ella...

Habría reconocido aquellos ojos dorados de largas pestañas en cualquier parte. Horas antes los había visto muy abiertos en una interesante expresión de conmoción y curiosidad. Y si los ojos no fueran suficientes, también estaba su boca. Merrick se consideraba un gran conocedor de las bocas femeninas y aquella en particular pedía a gritos que la besaran.

Pero no iba a ser él quien lo hiciera. La hermana de Jamie Burke era intocable, y él ya había jugado bastante con fuego aquel día.

Ella asintió brevemente con la cabeza, saludó a los otros de manera superficial y se disculpó para ir en busca de una amiga. Pero Merrick la siguió con la mirada y vio que se quedaba con lady Folkestone y un grupo de viejas matronas junto a la chimenea. Él no jugaba con quien no le seguía el juego, y normalmente se habría sentido culpable por incomodar a un joven tímida y mojigata. Alixe Burke no era una señorita retraída y apocada, por mucho que intentara demostrarlo. Podría soportar un poco de provocación... Además, ella lo había provocado aquella tarde y merecía recibir un poco de su propia medicina.

A Jamie no se le pasó por alto que la estaba mirando.

—Quizá pueda conseguir que acompañes a Alixe en la cena...

Jamie era uno de esos raros individuos que hacían realidad cualquier deseo. En Oxford solo había que pedir algo en voz alta para que Jamie lo consiguiera, y desde entonces no había dejado de perfeccionar esa habilidad. Gracias a ello, y a pesar de que había dos caballeros que superaban en rango al hijo de un marqués, Merrick se encontró sentado junto a Alixe Burke.

La joven parecía haber adoptado una actitud mucho más fría y distante, pero eso iba a cambiar. Merrick quería ver la sorpresa o cualquier otra emoción reflejada en su rostro. Aquella expresión de apática solemnidad no hacía justicia a sus rasgos.

—Señorita Burke, no dejo de pensar que nos hemos visto en otra ocasión —le dijo mientras les servían el primer plato.

—No lo creo. Apenas voy a Londres —fue la seca respuesta, acompañada de una sonrisa igualmente seca.

De modo que aquella iba a ser su táctica... Fingir que no reconocía o confiar en que él no la reconociera. Pero todo era mero disimulo. La mano izquierda yacía sobre su regazo, cerrada en un puño. Un signo inequívoco de tensión.

—Entonces quizá nos hayamos visto por aquí —sugirió Merrick amablemente. Quería reencontrarse con la mujer que tanto lo había fascinado en el lago, esa joven directa y radiante que se comportaba como si viera hombres desnudos todos los días mientras otra parte de ella bullía de excitación e inquietud. La mujer que tenía sentada junto a él no era más que un disfraz.

Ella dejó la cuchara y se giró elegantemente hacia él.

—Lord St Magnus, yo casi nunca salgo de casa. Me paso todo el tiempo trabajando con historiadores. Así que, a no ser que vos también os dediquéis a copiar documentos medievales de Kent, dudo mucho que nos hayamos visto antes.

Merrick reprimió una sonrisa. Era el disfraz el que hablaba, no la mujer. Y poco a poco se iba soltando la lengua...

—Pero seguro que de vez en cuando sale a pasear por el bosque. Quizá nos hayamos visto en algún lago o estanque perdido...

—¡Qué lugar más inapropiado para un encuentro! —exclamó ella, ruborizándose. Debía de saber que la farsa había acabado o que estaba a punto de acabar.

Merrick le concedió un momento para recobrar la compostura mientras los criados servían el segundo plato.

—Aunque también es posible que, simplemente, no me reconozca... Si mal no recuerdo, llevaba un viejo vestido verde oliva y yo iba... como Dios me trajo al mundo.

Lady Alixe consiguió no atragantarse con el vino.

—¿Cómo dice?

—Como Dios me trajo al mundo quiere decir... desnudo.

Ella dejó la copa de vino y le clavó una mirada feroz.

—Ya sé lo que quiere decir. Lo que no logro entender es por qué se empeña en recordarlo. Un caballero jamás incomodaría a una dama hablándole de un incidente tan embarazoso.

—Puede que sus suposiciones no sean correctas... —repuso Merrick, y se recostó en la silla para permitir que le retiraran el plato.

—¿Está familiarizada con los silogismos, lady Alixe? —le preguntó cuando los criados hubieron terminado— Todos los hombres son mortales, Sócrates es un hombre, luego entonces Sócrates es mortal. O aquí tiene otro: los caballeros no incomodan a las damas, Merrick St Magnus es un caballero; por tanto, no hablará de lo que ocurrió esta tarde en el lago. ¿Es ese su razonamiento, lady Alixe?

—No sabía que se estaban bañando en el lago.

—Ah, ¿entonces me recuerda?

Alixe torció el gesto y capituló.

—Sí, lord St Magnus. Lo recuerdo.

—Bien. No me gustaría que las mujeres se olvidaran de mí tan fácilmente... ni de mi cuerpo. Afortunadamente, todas lo encuentran muy... memorable.

—Estoy segura de ello —se llevó un bocado de ternera a la boca para intentar acabar la conversación.

—¿Otro silogismo, lady Alixe? Todas las mujeres encuentran memorable mi cuerpo. Lady Alixe es una mujer, por tanto...

—No, no es otro de sus silogismos. Es más bien la excepción a la regla.

Merrick le sonrió.

—Tendré que esforzarme por hacer que cambie de opinión —era, con diferencia, la conversación más interesante que había mantenido en mucho tiempo. Quizá porque no podía prever el resultado, algo a lo que no estaba acostumbrado. Con el resto de mujeres la conversación era siempre el preludio a un resultado bastante predecible. No desagradable, en absoluto; simplemente predecible.

Por desgracia, se acercaba el momento de girarse en la silla y empezar a hablar con la mujer que se sentaba a su otro lado. El suspiro de alivio de lady Alixe así se lo hacía saber.

Pero él no iba a dejarla escapar tan fácilmente.

Se acercó a ella lo suficiente para oler su fragancia a limón y lavanda y le habló en voz baja.

—No se preocupe. Podemos seguir hablando después.

—No estaba preocupada —respondió ella con los dientes apretados y una sonrisa forzada.

—Sí que lo estaba.

Lady Alixe se giró hacia el hombre que estaba sentado a su derecha, pero no antes de darle un puntapié a Merrick en el tobillo por debajo de la mesa. Merrick se habría echado a reír si no hubiera sido tan doloroso.

Tres

Después de aquello la cena perdió gran parte de su interés. La mujer del hacendado, sentada a la izquierda de Merrick, intentaba mantener con él una insinuante conversación, pero no era tan excitante, ni mucho menos, como discutir con lady Alixe, quien intentaba ignorarlo por todos los medios y a quien le había costado Dios y ayuda arrancarle un atisbo de sonrisa. Todo lo contrario a la esposa del hacendado, quien se deshacía en sonrisas y se reía por todo. Conquistarla no tenía el menor mérito.

El aburrimiento continuó en el brandy posterior a la cena. Merrick se pasó casi todo el tiempo intentando relacionar a la hermosa pero distante lady Alixe con la chica curiosa y locuaz del lago, y llegó a vislumbrar algunos atisbos. Lady Alixe hacía gala de un fino sentido del humor cuando le daba rienda suelta a su ingenio. Pero era obvio que no quería que la reconociera, y no le faltaban motivos. Si alguien se enterara de lo ocurrido en el lago las consecuencias serían dramáticas para ambos.

Tendría que dejárselo claro a Ashe y Riordan, aunque en realidad no le preocupaba que pudieran relacionar a la chica del lago con lady Alixe. En el lago los dos habían estado demasiado lejos para verla bien, y lady Alixe no era el tipo de mujer a la que les gustara mirar dos veces. No porque no fuese atractiva, sino por su empeño en pasar desapercibida y frenar con su lengua mordaz a cualquiera que intentara acercarse demasiado. Tampoco Merrick le habría dedicado mucha atención si no hubiera sido por el incidente en el lago.

Pero, habiéndolo hecho, quería saberlo todo sobre lady Alixe Burke y por qué había elegido aquel confinamiento rural en vez de frecuentar los salones de Londres. Tenía un gran potencial atractivo, inteligencia y el dinero de su padre. No había razón para no deslumbrar a los solteros de la aristocracia, o al menos para darles puntapiés en las espinillas.

Merrick sonrió. Un misterio... Si no había ninguna razón, entonces, por extensión lógica, había una muy buena razón por la que no estaba en Londres.

Al volver al salón localizó rápidamente a lady Alixe. Estaba justamente donde él había pensado que estaría, sentada en un sofá junto a una anciana señora a la que escuchaba con gran paciencia. Al parecer, se las daba de mujer retraída y estudiosa. ¿Qué había dicho en la cena? Que trabajaba con historiadores... Intrigante.

Se acercó al sofá y le hizo los oportunos halagos a la señora, quien seguramente solo oyó la mitad de ellos.

—Lady Alixe, ¿podría hablar con usted un momento, por favor?

—¿Qué más tiene que decirme? —le preguntó ella mientras Merrick los llevaba a mirar un cuadro en la pared del fondo.

—Creo que ambos estamos de acuerdo en que el encuentro del lago debe permanecer en secreto —le dijo él en voz baja—. No me gustaría que se fuera de la lengua, igual que a usted tampoco le gustaría que yo lo fuera contando por ahí. Los dos sabemos cuál sería la reacción social ante un escándalo semejante.

—Yo no me voy de la lengua con nadie.

—Claro que no, lady Alixe. Le pido disculpas. Confundí «irse de la lengua» con darme una patada bajo la mesa.

Ella hizo caso omiso del comentario.

—Supongo que sus amigos tampoco hablarán más de la cuenta.

—No, ninguno de ellos dirá nada —le prometió Merrick.

—En ese caso, todo está aclarado y ya no me necesita para nada más.

—¿Por qué es tan hostil, lady Alixe?

—Conozco a los hombres como usted.

Él sonrió.

—¿A qué se refiere, exactamente, con un hombre «como yo»?

—Problemas, con mayúsculas.

—Quizá se deba a que ha empezado la frase con la palabra «problemas».

—O quizá a su habilidad para poner en una situación comprometida a toda mujer que se acerque lo suficiente. Sé reconocer a un libertino cuando lo veo, señor.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo puede reconocerlo? Oh, perdón, olvidaba que había visto el David... Bueno, pues para su información le diré que yo también conozco a las mujeres como usted. Cree que no necesita a los hombres, pero eso es porque aún no ha conocido al adecuado.

—¿Cómo se atreve a hablarme así? Usted no es un caballero.

Merrick se rio.

—No, no lo soy. Debería haber prestado más atención, lady Alixe. ¿No le enseñaron en la escuela a reconocer a un caballero por su ropa?

Ella apretó la mandíbula.

—En eso, milord, he de admitir que está en franca desventaja —se giró sobre sus talones y se alejó muy digna hacia el carrito del té.

Desde un rincón del salón, Archibald Redfield presenciaba el encendido intercambio entre St Magnus y Alixe Burke. Era la segunda conversación que habían mantenido aquella velada. No podía oír lo que decían, pero St Magnus se reía y Alixe Burke estaba colorada al alejarse. Aquello no era ninguna novedad. En su opinión, Alixe Burke era una arpía. A él no le gustaban mucho las mujeres de lengua viperina, a menos que fueran ricas o supieran usar la lengua de otra manera.

Por suerte, Alixe Burke era rica y podría hacerle olvidar sus defectos.

Redfield tamborileó con los dedos en el brazo del sillón mientras reflexionaba. Las cosas no habían empezado muy bien. Había asistido a aquella aburrida fiesta solamente para intentar ganarse la simpatía de Alixe Burke, quien meses antes había frenado sus avances.

Por eso había procurado llegar a la casa antes que el resto, solo para descubrir que ella había salido y que nadie sabía dónde estaba. No había vuelto a aparecer hasta la cena, se había sentado demasiado lejos de él, y luego aquel libertino de Londres intentaba arrebatársela...

No podía tolerarlo. Él había elegido específicamente a Alixe Burke después de buscar por todo Londres a las herederas olvidadas y a las solteronas ricas. En otras palabras, mujeres poco agraciadas a las que sus familias querían casar desesperadamente o aquellas más fácilmente impresionables. Fue entonces cuando oyó hablar de Alixe Burke a un vizconde al que ella había rechazado. No se la había vuelto a ver por la ciudad, de modo que él había ido hasta ella fingiendo ser un perfecto caballero. Incluso se compró una vieja casa parroquial en la zona para darle más credibilidad a su papel. Después de tantos esfuerzos no iba a renunciar a su objetivo por un segundón que no se merecía el título de lord más que el propio Redfield.

St Magnus... ¿Dónde había oído aquel nombre? Ah, sí, el hijo del marqués de Crewe. Siempre en medio de algún escándalo, como el que había protagonizado recientemente con las gemelas Greenfield.

Tal vez pudiera aprovecharse del carácter libertino y disoluto de Merrick. Vigilaría todos sus movimientos y esperaría la oportunidad para actuar.

Alixe no perdió la primera ocasión que se le presentó para retirarse.

En la intimidad de sus aposentos, se quitó las horquillas del pelo y sacudió la cabeza con un suspiro de alivio para soltarse la melena.

La velada había estado bastante bien, sobre todo si tenía en cuenta que en aquella ocasión había conseguido conservar la dignidad y compostura en su presencia. Darle un puntapié en la espinilla quizá no hubiera sido la idea más sensata, pero al menos había resistido hasta el final de la cena sentada a su lado sin quedar como una tonta ante su ingeniosa palabrería. No había sido la velada ideal, ni muchísimo menos, pero podría haber sido mucho peor. En una velada ideal él no habría aparecido, y en una velada horrible... No, mejor no pensar en ello. Al fin y al cabo, él no había hecho público el encuentro en el lago y le había jurado guardar el secreto.

Su secreto estaba a salvo con él... por desgracia. Si la verdad salía a la luz, él tendría que casarse con ella, y Merrick St Magnus no quería una esposa como ella. Seguramente buscaba una mujer hermosa, con estilo y que dijera cosas sofisticadas.

Le sonrió sensualmente a su imagen en el espejo, una sonrisa que jamás se atrevería a esbozar en público, y se bajó un poco el corpiño del vestido.

—St Magnus, es usted... No lo había reconocido con ropa —ladeó la cabeza y bajó la voz a un susurro—. Empezaba a dudar que usara ropa... —una mujer sofisticada le pasaría una uña por el pecho, lo miraría con ojos cargados de deseo y él sabría exactamente lo que le estaba pidiendo. Y se lo daría. Un cuerpo como el suyo no prometía placer en vano. Mientras que ella solo sería aquella mujer atrevida y sofisticada en la soledad de su habitación.

Volvió a subirse el corpiño e hizo sonar la campanilla para llamar a la criada. Era hora de poner las fantasías a dormir, entre otras cosas. Y St Magnus solo era una fantasía.

Sabía lo que para la sociedad era un matrimonio ideal. Era lo que buscaban sus mediocres pretendientes cuando intentaban cortejarla: una alianza con una familia de impecable linaje, una dote respetable y unos buenos pechos. Nadie se había esforzado aún en mirar más allá, y ella tampoco iba a facilitarlo. Había visto lo que la realidad podía deparar y prefería encerrarse con su trabajo en una casa de campo antes que verse atrapada en una relación desgraciada.

La doncella entró en la habitación y la ayudó a desvestirse, le cepilló el pelo y la arropó en la cama. Era la misma rutina de cada noche y seguiría siendo igual el resto de su vida. Alixe se acurrucó bajo las mantas y cerró los ojos, pero los intensos ojos azules de Merrick St Magnus seguían bailando en su cabeza y una pregunta dominaba sus pensamientos:

—¿Por qué no podría ser algo más que una fantasía?

Al cabo de media hora dando vueltas en la cama, se levantó y se puso una bata. Si no podía dormir, al menos podría aprovechar el tiempo para hacer el trabajo que debería haber hecho aquella tarde. Iría a la biblioteca y se pondría a trabajar en su manuscrito hasta que le entrara sueño. Y al día siguiente evitaría a St Magnus a toda costa. Un hombre como él solo podía acarrearle problemas. Las mujeres no querían resistirse a sus encantos y ella no era tan arrogante para pensar que en su caso sería distinto.

Que Dios ayudara a las pobres incautas que se enamoraran de él...

Durante los siguientes días consiguió evitar a Merrick St Magnus casi por completo. Solo bajaba al salón después de que los hombres hubieran salido a alguna excursión mientras las mujeres se quedaban leyendo el correo y haciendo bordados. En la cena se sentaba tan lejos de él como le era posible, y después se retiraba tan pronto como permitía la cortesía y pasaba las veladas en la biblioteca, para consternación de su hermano.

Pero a pesar de todas sus precauciones no conseguía abstraerse de su presencia, y durante la cena no podía evitar mirarlo de reojo. Era imposible no fijarse en él. Cuando St Magnus estaba presente se convertía en el centro de la sala, como un sol dorado alrededor del cual giraba el resto. Lo oía reírse en los salones, siempre contando la ocurrencia más ingeniosa. Si ella estaba leyendo en el balcón, él estaba en el césped jugando a los bolos con Jamie. Si ella estaba tocando el piano por la noche, él estaba jugando a las cartas en una mesa cercana y embelesando a las damas de más edad. Pronto fue evidente que el único refugio era la biblioteca, la única sala que él no tenía interés en visitar.

Mejor así... Una chica necesitaba tiempo para ella sola.

Cuatro

Las fiestas en casa de una familia respetable se caracterizaban por su decencia y pundonor, pero aquella estaba siendo excesivamente decorosa. Había invitados de todas las edades y lady Folkestone había organizado un meticuloso programa de actividades, pero aunque las jóvenes eran muy guapas y las viudas y otras damas solteras gustaban de flirtear con los caballeros, todas y todos se comportaban de manera muy correcta. Al tercer día, Merrick decidió que el recato de las invitadas más jóvenes solo podía compararse a la picardía de las gemelas Greenfield. Así lo manifestó ante el grupo de caballeros que se habían reunido en la sala de billar después de que el resto se hubiera ido a la cama.

Los ocho caballeros se echaron a reír al oír sus quejas. No era que Merrick no apreciara la fiesta. Todo estaba preparado al detalle y había entretenimientos para todos los gustos. Aquel día los hombres habían podido disfrutar de la pesca en Postling y de unas partidas de billar y de cartas que permitieron a Merrick aumentar ligeramente su escaso capital. En Londres habría ganado mucho más, pero tampoco podía quejarse. La comida era excelente, y los aparadores del comedor estaban continuamente repletos de suculentas viandas y té con pastas.

En suma, Merrick estaba agradecido. Aunque allí no pudiera satisfacer sus vicios carnales sí que disfrutaba de dos ventajas muy importantes. Una, estar lejos de su padre. Y dos, reducir sus gastos al mínimo. Durante las dos siguientes semanas podía sentirse libre y afortunado.

Lo único que debía hacer a cambio era complacer a las damas fuera del dormitorio, lo cual era un precio muy pequeño a pagar. Hasta el momento había cumplido sus obligaciones a la perfección y les había brindado compañía y conversación a todas las damas presentes, desde la anciana señora Pottinger hasta la tímida joven Viola Fleetham. La única dama a la que no había podido agasajar era a la esquiva Alixe Burke, a quien solo había visto de pasada desde la primera noche. Era una auténtica lástima; le encantaría provocarla para escuchar sus mordaces réplicas.

—St Magnus, háblanos de tus escándalos en Londres —le pidió uno de los caballeros más jóvenes—. He oído que participaste hace poco en la carrera de carruajes.

—Y yo he oído que te acostaste con las gemelas Greenfield a la vez —intervino otro descarado joven—. Cuéntanos cómo fue.

—Eso no es nada comparado con lo que le pasó mientras venía hacia aquí —dijo Riordan, balanceándose por el contenido que había ingerido de su inseparable petaca. A Merrick le parecía que había bebido demasiado desde que llegaron, pero se abstuvo de decir nada para no dar la imagen de un puritano—. Cuéntales lo del lago.

Merrick lo fulminó con la mirada. Aquel hombre era peor que una vieja cotilla. Lo último que Merrick quería era hablar del lago.

—En realidad no pasó nada —dijo, intentando quitarle importancia.

—¿Cómo que no? —protestó Riordan—. No importa, si tú no lo cuentas lo haré yo —se inclinó hacia delante, con las manos en los muslos, consciente de la atención que había despertado en todos los presentes—. Nos detuvimos en un estanque para darnos un baño antes de llegar aquí.

—¿Qué estanque? —preguntó uno, antes de que lo golpearan en el hombro por zoquete.

—El que está en el límite de la finca, cerca de la granja de Richland —aclaró Riordan—. Pero lo que importa no es dónde esté el estanque, sino lo que ocurrió en el mismo... Fuimos allí, nos desnudamos y nos metimos en el agua. Estábamos chapoteando y riendo cuando de repente aparece la chica entre los árboles —hizo una pausa y le dio una palmada en la espalda a Merrick—. Nuestro amigo salió del agua y le dio el susto de su vida a la chica. Se quedó tan impresionada al ver su verga que se tropezó con un tronco y no pudo levantarse, y este buen samaritano le ofrece una mano para ayudarla. ¿Os lo imagináis? Desnudo como un recién nacido y con su miembro colgando sobre la cabeza de la chica.

La audiencia estalló en carcajadas y algunos le dieron fuertes palmadas en la espalda.

—St Magnus, eres el tipo con más suerte que he conocido —le dijo uno—. Las mujeres caen a tus pies, literalmente.

Merrick intentó reírse con ellos. En otras circunstancias lo hubiera hecho. Riordan era un gran narrador y había convertido el incidente en leyenda. Pero el hecho de que la chica en cuestión fuera la hermana de Jamie ya no le hacía tanta gracia. Más bien todo lo contrario.

Realmente las mujeres caían rendidas a sus pies y a lo que él ofrecía, pero eran mujeres que podían permitirse el lujo. Las gemelas Greenfield eran cortesanas, por amor de Dios. La clase de mujeres con las que podía tontear cuanto quisiera porque eran como él. Nunca jugaba con una mujer que no estuviera a la altura, y mucho menos la convertía en una apuesta. Las gemelas Greenfield se habían ofrecido gustosa y voluntariamente, pero Alixe Burke no había deseado protagonizar el incidente del lago. Merrick podía ser un mujeriego, pero a diferencia de su padre tenía su propio código moral y ello lo obligaba a defender a los inocentes.

—Es muy fácil seducir a las complacientes —declaró un tipo apuesto pero de mirada astuta que se mantenía al margen. Se llamaba Redfield y Merrick no le prestó atención. Siempre estaba observando a los demás con sus ojos de zorro—. ¿Qué tal si nos demuestras de lo que eres capaz? Hagamos una apuesta...

Merrick arqueó las cejas. ¿De qué manera podría retar aquel puñado de jovenzuelos a alguien como él?

—Yo apuesto por St Magnus —dijo Ashe. Sacó un monedero del chaleco y vació su contenido en la mesa—. ¿Nos repartimos las ganancias, viejo? —le propuso a Ashe con un guiño.

Merrick agradeció la muestra de apoyo, pero no la presión que conllevaba. La situación económica de Ashe no era mucho más estable que la suya. Si Ashe apostaba por él, no podría echarse atrás. Y, en honor a la verdad, no quería echarse atrás. El dinero que se acumulaba en la mesa no era un simple puñado de calderilla. Ni ganando todas las partidas de cartas de las próximas dos semanas podría conseguir una suma semejante. Con todo, una pequeña parte de su conciencia le advertía que tuviera cuidado.

Respiró hondo y clavó la mirada en el joven gallito.

—¿Qué quieres que haga?

—Bueno, ya que la fiesta es, según tus palabras, demasiado... recatada, creo que deberías conseguir un beso antes del amanecer.

—Puedes besarme a mí, St Magnus, y ganaremos la apuesta antes de la medianoche —propuso Ashe desde su rincón.

—Regla número uno, el beso ha de ser de una dama —impuso Redfield—. Nada de bajar al sótano a despertar a las criadas. Eso sería demasiado fácil —hablaba con mucha seguridad. Seguramente se pasaba el tiempo acosando a las criadas al no poder conseguir a nadie más. Todo el mundo sabía que las criadas tenían que soportar aquel tipo de abusos si deseaban conservar su empleo.

Merrick nunca se había aprovechado de una criada, y despreciaba a los hombres capaces de hacerlo.

—¿Más reglas? —preguntó tranquilamente. Ya estaba pensando en quién sería su objetivo para ganar la apuesta. La atractiva viuda Whitely, tal vez.

—Pruebas. Necesitaremos una prueba —dijo uno de los amigotes de Redfield. La apuesta había creado una división entre los jóvenes y el «viejo régimen».

—No, eso sí que no —rechazó Merrick tajantemente—. Una prueba podría incriminar a la dama en cuestión. Tendréis que aceptar mi palabra de caballero —como era de esperar, el comentario arrancó una sonora carcajada en el grupo y Redfield tuvo que ceder en aquel punto.

—Pues ya que vamos a ser tan decentes —dijo Redfield con un brillo malicioso en los ojos—, propongo que St Magnus limite sus esfuerzos a la biblioteca—. Así no tendrá que deambular por la casa ni colarse en las habitaciones.

Merrick no creía que la viuda Whitely fuese muy aficionada a la lectura, pero tampoco él lo era.

—Es más de medianoche. Dudo que haya muchas mujeres en la biblioteca a esta hora. ¿Y si me quedó allí sentado toda la noche y nadie aparece?