La rosa de la pasión - Gustavo Adolfo Bécquer - E-Book

La rosa de la pasión E-Book

Gustavo Adolfo Bécquer

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Beschreibung

"La rosa de la pasión" es una de las leyendas románticas más cautivadoras creadas por el aclamado autor español Gustavo Adolfo Bécquer. Esta narración transporta a los lectores a un mundo de amor apasionado y desafío, donde dos jóvenes amantes luchan contra la oposición del padre de la dama para mantener viva su historia de amor. A través de una prosa poética y evocadora, Bécquer teje una narrativa que es a la vez conmovedora y llena de suspense.

La leyenda se desarrolla en medio de un escenario pintoresco y misterioso, creando un ambiente que agrega profundidad a la historia. Los personajes principales, con su valentía y devoción, hacen que los lectores se sientan inmediatamente conectados con su lucha. "La rosa de la pasión" es un relato que celebra la fuerza del amor y la pasión en la cara de la adversidad, y se ha convertido en una de las leyendas más queridas de la literatura española.

La narración de Bécquer, rica en detalles y emociones, permite a los lectores sumergirse en la apasionante historia de estos jóvenes amantes y experimentar su lucha contra las barreras que amenazan con separarlos. "La rosa de la pasión" sigue siendo una obra literaria que perdura en el tiempo, recordándonos la eterna lucha del amor contra la adversidad.

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La rosa de la pasión

Gustavo Adolfo Bécquer

Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.

Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando, uno a uno, de la flor que da nombre a esta leyenda.

Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería como a mí me conmovió, la historia de la infeliz Sara.

Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa piadosa tradición se me acuerda en este instante.

I

 

En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua parroquia mozárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega, tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.

 

Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita.

 

Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes de Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.

 

Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de la primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarlo a fuerza de humildes salutaciones, acompañadas de aduladoras sonrisas.

 

La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en todo Toledo, y su mansedumbre, a prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocían limites.

 

Inútilmente los muchachos, para desesperarlo, tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirlo, llamándole con los nombres más injuriosos, o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el umbral de su puerta, como si viesen al mismo Lucifer en persona.

 

Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho, y aunque de sus ojos pequeños, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas, brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna, de que se componía su tráfico.

 

Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.

 

En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y agrietado paredón de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.

 

Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por casualidad a Sara tras las celosías de su ajimez morisco y a Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta voz, admirados de las perfecciones de la hebrea:

 

- ¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado tan hermoso vástago!