La sangre de los otros - Jokin Azketa - E-Book

La sangre de los otros E-Book

Jokin Azketa

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

UNA ASESINA A SUELDO. UNA FASCINACIÓN. UN PELIGRO MORTAL. Norman Scarf es un escritor de éxito que siempre se ha sentido atraído por la muerte y las historias reales teñidas de oscuridad. Por eso, cuando una mujer que se hace llamar Celeste le confiesa que es una sicaria, no tarda en caer seducido por su hechizo. Comienza así una macabra relación epistolar en la que ella detalla sus crímenes mientras él comprueba los hechos e intenta comprenderla mejor. Pero la extraña intimidad entre ambos se rompe con una traición. Y entonces las reglas del juego cambian. Novela negra construida como una relación epistolar entre un escritor fascinado por personajes oscuros y una asesina a sueldo necesitada de confesar a alguien sus crímenes. Obra escrita con un estilo elegante, que sabe transmitir una mezcla de fascinación y angustia.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 212

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


JOKIN AZKETA

LA SANGRE DE LOS OTROS

Título original inglés: The Match.

© del texto: Jokin Azketa, 2024.

Autor representado por Marcapáginas Agencia Literaria.

Diseño de la cubierta: Luz de la Mora.

Imagen de la cubierta: Shutterstock.

Fotografía del autor: Jesús Caso.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: febrero de 2024.

ref.: obdo287

isbn: 978-84-1132-693-3

aura digit • composición digital

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

ÍNDICE

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

Referencias en el relato

Agradecimientos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Epígrafe

Comenzar a leer

Notas

Agradecimientos

Colección

¡Oh! No jures por la luna,por la inconstante luna,cuyo disco cambia cada mes,no sea que tu amor se vuelva tan variable.

Romeo y Julieta, william shakespeare

1

Empequeñecido admiro la profundidad de la noche, quiero entender el paisaje, saber qué esconde el vacío que me envuelve cuando la luz se hiela y desaparece durante meses. Una inmensidad oscura y cubierta por una gruesa capa de hielo, que un oso recorre solitario entre los torbellinos de una gran nevada.

Siento desplegarse ante mí los enigmas de la Tierra.

Aquí están las mareas y los eclipses, los aludes, la luz de los volcanes extinguidos y el recuerdo petrificado de sus venas abiertas de lava; también la calma tras las tempestades que se desatan y llegan desde el mar entre el estallido de los truenos, las grandes inundaciones. Y los terremotos haciendo temblar el mundo a su paso.

La oscuridad oculta una belleza helada y hace que todo parezca lejano, sobrenatural.

El viento se abre paso entre las nubes y la niebla.

Aquí está la vida y, si es cierto lo que sé, junto a ella ahora está también la muerte.

Me siento en armonía con el mundo.

He salido a pasear por el perímetro del pueblo, hasta donde lo permiten las señales que, con la imagen de un oso blanco, advierten de que más allá de estos límites hay que ir provisto de un rifle.

Ojalá cada día pudiera caminar por un lugar así. Con el tiempo, estas horas entre la nieve quedarán en mi memoria como algunas de las más gratas de mi vida, y tengo que pellizcarme por debajo del plumífero para darme cuenta de que no estoy soñando.

Anoto todo esto en mi libreta con el guante derecho guardado en un bolsillo. Los dedos se me congelan y no aguantaré mucho más. Estoy en Longyearbyen, a 78º y 13’ Norte y 15º y 38’ Este, en la población más septentrional de la Tierra y la más habitada del archipiélago de Svalbard. A 1 400 kilómetros de la Noruega continental y a unos mil al sur del Polo Norte, en medio de un mar que imagino como un hervidero de enormes olas densas como el petróleo y coronadas por una espuma a punto de congelarse al contacto con el aire.

Es solo una forma de empezar, pero también pudieron haber sido otras. Este lugar me ha sorprendido tanto, me ha afectado de tal manera, que he preferido comenzar mi relato hablando de él. He escrito estas palabras de corrido, sin detenerme a pensarlas, bajo la luz de una farola y hundido hasta las rodillas en la nieve que cruje bajo mis pies. Por el momento solo son un murmullo en mi cabeza, les daré mil vueltas, cambiaré un adjetivo por otro y una coma, o un punto, del lugar que ahora ocupan, pero sé que estas líneas serán el comienzo de un libro.

Es 15 de febrero, plena noche polar. Para que mis lectores sepan qué hago aquí, tendré que retroceder algunos meses y explicarles que estoy regresando a la vieja idea de buscar una buena historia guiándome solo por el olfato y el instinto. Pero esta vez, con una confianza bastante disparatada, estoy siguiendo las instrucciones y fiándome de alguien que parece tener algo que contar.

Admitiré que, si hubiera podido escoger, tal vez no lo estaría depositando todo en sus manos. Y esas manos son las manos de una mujer, la misma que me había hecho llegar un cuaderno y que, de vez en cuando, me escribía correos electrónicos o cartas, que incluso llegó a llamar a mi teléfono, o a dejar notas para mí donde solo yo sabía que iba a estar, y todo para contarme confidencias, que yo supiera que existía y me diera por enterado de que su mundo delirante sería importante para mi vida. Siempre firmaba como Celeste.

Hace quince días, según las noticias, el cadáver de Eric Lafontaine fue encontrado en su apartamento en el archipiélago de Svalbard. Un suicidio fue la versión oficial de la policía local ante el agujero de bala que lucía en la sien. Yo había hecho mi trabajo, era mi dedo el que había tirado del gatillo. Estaba cumplido el encargo…

Norman, a veces podrás encontrarme como Doris, Sharon, Sigrid o Armonía. También mi aspecto será diferente, con ojos azules o negros, con pelo rubio, pelirrojo o moreno… Será difícil saber quién soy exactamente, pero por el momento no puedo desvelarte más detalles. Ahora te propondré un juego —o un acertijo— y, si aceptas mi reto, el premio será que tú, que consumes tus días buscando un suelo fértil y vives persiguiendo buenas historias para poder escribir, tendrás en tus manos y ante tus ojos una de las buenas. Tal vez la mejor. ¿Te atreves, Norman?

celeste

Me quedé pensativo ante este correo electrónico, sin saber si debía otorgar crédito a lo que leía. Siempre me ha interesado la pregunta de qué es lo que sabemos de los otros, de esos desconocidos que nos acompañan, y la vida de esta mujer podría contener más de una respuesta interesante.

Tal vez no sea más que una embustera que se inventa una vida llena de fantasías para satisfacer todo lo que falta en la suya, o una loca. Puede, incluso, que ni se trate de una mujer; internet está lleno de trampas, nadie lo ignora… Aun así, llevo años queriendo escribir acerca de alguien que dedica su vida y sus esfuerzos a poner fin a la existencia de sus semejantes y que lo hace por dinero.

Así que le respondí, ya bastante interesado. Fingí un total escepticismo para remarcar claramente la distancia que nos separaba. Le hice ver que no me creía ni una sola palabra de lo que decía y me mostré arrogante y presuntuoso. Dejándole claro, en definitiva, que la tenía por una farsante.

Tengo éxito, eso es cierto, pero nada más. La fama no es sino un laberinto de soledad y vacío. No sé qué piensas que puedo ofrecerte. Además, ¿por qué habría de creer cualquiera de tus nombres? ¿Quién me dice que me cuentas la verdad? Yo no me inmiscuyo en la vida de la gente. Hago lo posible por comprender, por conocer qué causas mueven a los asesinos, y siempre escribo solo lo que veo, sin fiarme de lo que me cuentan. Además, dudo que alguien tenga autoridad moral para disponer de la vida de los demás. Y pensándolo bien, una cantidad considerable de personas se quita la vida cada día. ¿Por qué no iba a hacerlo disparándose una pistola este hombre que vivía en ese lugar helado?

No puedo saber si recibió este correo o si lo abrió. La cosa es que, como si me estuviera leyendo el pensamiento, en minutos me envió el segundo.

Parece que no me tomas en serio, Norman, pero yo no soy una de esas niñas caprichosas que cuando se enfadan patalean y les rompen las piernas a sus muñecos. Soy una mujer hecha y derecha con un oficio de verdad.

Puedo adelantarte, eso es lo único, que todo son hechos reales en los que he participado. Lo que te pido es que investigues hasta saber quién soy. Te va a costar, Scarf, pero en eso reside la gracia del juego.

Escribe sobre mí, que a diario tengo que vérmelas con la muerte, hazme inmortal. Préstame atención, te va a interesar lo que te envío, lo sé, y también el propio juego. Intenta entenderme a través de sucesos terribles y oscuros, cargados de dolor, sangre y miedo, y me encontrarás.

Léelo con cuidado. A primera vista parecen hechos sin conexión, ocurridos en lugares muy distantes entre sí, pero a todos los une la muerte, al final lo único que perdura. Pase lo que pase, los devotos de la vida siempre llevan las de perder. Recuerda al poeta: somos, entre dos oscuridades, un relámpago.1 Solo eso.

Si aceptas —y estoy segura de que lo harás—, acude el próximo domingo a la población de Penzance, en Cornualles. Yo estaré a las doce del mediodía en el paseo marítimo, pero no te preocupes por buscarme, yo te encontraré a ti.

En los siguientes correos empecé a llamarla por su nombre y a repetirle con insistencia que necesitaba algo más a lo que agarrarme, porque seguía desconfiando. Me daba igual que aquella mujer me mintiera o que solo se tratara de una fantasía; entre sus palabras se encontraba el germen de una novela. Y esa era la causa de que no pudiera elegir, ya no. Volver a escribir se imponía, y la idea de un mismo personaje, de esa asesina a sueldo, que atraviesa páginas y las cruza para aparecer en diferentes relatos, me atraía cada vez más hasta convertirse en un imán. No es fácil ponerse en la mente del criminal, ni interpretar sus actos. Celeste me atraía y horrorizaba, era locura y angustia al mismo tiempo, un personaje con una gran carga de perversidad acumulada, un gran personaje para protagonizar una gran novela.

Mientras empezaba a estrechar lazos con Celeste, aproveché para leer en internet las páginas de los periódicos noruegos que contaran algo de la actualidad en el archipiélago de Svalbard. En todas ellas encontré unas pocas líneas, alguna pequeña referencia a la muerte de un varón de setenta y cinco años en la población de Longyearbayen. Todas las informaciones coincidían en que el suicidio se había producido en diciembre, hacía dos meses.

Era un domingo de invierno, en una esquina de un paseo que daba al mar, levemente iluminada por el sol marchito del sur de Inglaterra, y allí estaba yo a punto de recibir algo que, aunque aún no lo supiera, cambiaría mi vida.

Algunos turistas, y muchos caminantes, paseantes de perros y corredores merodeaban. Cuando apenas habían transcurrido unos minutos, a pocos metros se detuvo una chica que venía trotando. Me fijé en ella: morena, con el pelo muy corto, la piel brillante por el sudor y un ligero jadeo tras el esfuerzo. Pensé que podía ser la que me había citado, pero al poco reanudó la carrera y se alejó con grandes zancadas.

Desengañado, y sin saber qué hacer, miré cómo la chica se perdía al final del paseo, pero cuando ya estaba a punto de aceptar que había sido víctima de una broma o de un engaño, encontré a mi lado a una mujer extraña, casi tapada por la gabardina enorme que vestía.

De la gorra se le escapaba un pelo de color platino y tenía los ojos de un azul muy claro. La boca y la nariz quedaban ocultas tras un pañuelo y caminaba dando pequeños pasos muy forzados, como si llevara en los zapatos unas alzas para parecer más alta o padeciera alguna deformidad en los pies.

Se había acercado a mí con disimulo, sin que pudiera darme cuenta de su llegada. Antes de empezar a hablar, se detuvo un momento para señalar unos barcos de gran tamaño surcando el horizonte en alta mar. Y me dijo:

—Cada vez que me asomo a una orilla del Atlántico, sufro el tormento de unos sueños espeluznantes. Son unas pesadillas terribles, de un reino sumergido bajo estas aguas, un lugar en el que, a gran profundidad, viven los descendientes marinos de las esclavas africanas que eran arrojadas por la borda durante la travesía. Unas veces para que los negreros no fueran atrapados, otras porque estaban enfermas o demasiado débiles y, como no llegarían al final del trayecto, preferían ahorrarse alimentarlas y, en general, por una pura exhibición de crueldad… —Al pronunciar la palabra, recalcó sus dos sílabas, separándolas, «cruel-dad», para que penetrara en mis oídos de una manera casi violenta y haciéndome saber que resumía lo esencial del relato—. Espectros de piel oscura —siguió sin que yo pudiera quitar la vista del horizonte marino— hundidos con los ojos abiertos por el terror y los pies encadenados a un peso que tira de ellos hacia el fondo, pero que algún día abandonarán sus recónditas guaridas para pedirnos cuentas. Preguntarnos dónde estábamos, qué hacíamos con los brazos cruzados mientras ellas, inocentes, se ahogaban entre las sombras azuladas del océano. Todos los mares son tumbas, y nuestro mundo está edificado sobre secretos hundidos en sus profundidades. En fosas donde apenas llega la luz, en rincones de difícil acceso que preferimos olvidar.2

Ella permaneció en silencio unos segundos, con una expresión vacía, si es que era posible apreciar cualquier gesto con su disfraz, y yo me quedé mirando los barcos pensando en lo que aquella voz me había contado. Mi primera impresión fue que se trataba de una loca de atar, pero eso, lejos de desanimarme, hizo que se redoblara mi interés en escribir sobre ella. No hay nada mejor que la literatura para abordar la deslumbrante complejidad de la psique humana.

De pronto, aprovechando que un grupo más numeroso atravesaba el paseo y nos rodeaba, la mujer desapareció. En aquel momento pensé que nunca más volvería a verla, pero no fue así, porque habíamos de encontrarnos mucho tiempo después, cuando ella quiso, aunque no voy a adelantar acontecimientos que ahora no importan demasiado.

Cuando al fin reaccioné y me giré, buscándola con la vista por todos lados, vi, apoyado sobre una papelera, un sobre acolchado, con mi nombre, norman, escrito en letras mayúsculas muy gruesas y, dentro, un cuaderno escrito en castellano, acompañado por un folio en el que, también en mayúsculas, ponía:

aquí está la verdad. todo lo que leas es cierto y está escrito para ti. solo para ti.

A continuación, decía, y aquí reproduzco textualmente lo escrito por ella:

Para empezar te estarás preguntando la razón por la que te he elegido entre tantos escritores. Me fijé en ti hace muchos años, cuando ganaste el Malas Calles. Nunca antes había oído ni tan siquiera mencionar ese premio de novela negra. Me llamó la atención tu aspecto en las fotos, ese aire de tristeza, de hombre pensativo, y sentí que las desdichas nos unían.

Más tarde leí que todos los ganadores habían muerto jóvenes y en extrañas circunstancias: unos arrollados por camiones, otros envenenados y, los menos, víctimas de misteriosas enfermedades que nunca llegaban a ser identificadas por los forenses.

Como fueron pasando los años y tú seguías vivo, comprendí que la hermosa historia de escritores fallecidos recién llegados a la edad adulta era tan bella como la de aquellos románticos que morían de tuberculosis y en la miseria, pero que se trataba, sencillamente, de una farsa.

Lo cierto es que, puestos a engañar, lo hacían con rigor y seriedad. Por lo que se ve, pagaban a periodistas para que contaran sus mentiras como si fueran noticias, y algunos ponían empeño y se lucían con su trabajo. Habría que felicitar especialmente a los que contaron con todo detalle la muerte del poeta Sebastián Rosado, atropellado frente al portal de su casa por una furgoneta de reparto de Amazon Prime. No cualquiera es capaz de inventar tanto.

También es verdad, lo admito, que cuando definitivamente supe que todo eran artimañas enrevesadas y trampas tendidas por los editores para que se hablara del premio y poder vender más libros, sufrí un pequeño revés. Aun así, ya nunca dejé de leer todo lo que escribes y de estar orgullosa de ti.

Puesto en tus manos, un crimen termina por ser una expresión de justicia y belleza. Eras, sin duda, el candidato ideal.

Aquella noche leí de cabo a rabo el cuaderno de Celeste, sin poder dejarlo. Si lo escrito era cierto, se trataba del diario de una asesina profesional, de alguien que mata por dinero, con gran eficacia, y después se desvanece como el vapor.

Entre mis manos estaba el calendario convulso de la vida de una mujer que cambia constantemente de aspecto, de ciudad y de domicilio, que escapa de policías y curiosos e incluso de quienes la contratan, que también suele ser gente peligrosa obsesionada con no dejar ningún rastro.

A pesar de las dificultades que tendría para saber algo de un personaje que está permanentemente escondido, fingiendo ser otra persona o huyendo, desde las primeras líneas supe que allí estaba el germen de mi próximo libro.

Ignoraba si ella, en una crisis o en plena iluminación, se había sentido incapaz de enfrentarse a su conciencia y a sus secretos, y eso le había impulsado a contar lo que sabía como una forma de liberarse de una carga, o lo hacía solamente por afán de notoriedad. Por el momento, ninguna de esas cosas me preocupaban demasiado.

Así que vuelvo al momento en el que Celeste desapareció de mi vista y yo me giré hacia la papelera. Porque, en ese instante, supe sin lugar a dudas que el personaje de aquella mujer me interesaba y que, al fin, podía volver a escribir.

También se podría pensar que otro en mi lugar habría ido con el cuaderno directamente a la policía, pero yo tenía la costumbre de husmear en las vidas ajenas en busca de un buen argumento. Era un escritor y no un soplón.

Sus correos llegaban a mi casa después de rebotar por cientos de servidores en todo el mundo y desde una dirección plagada de recovecos y trampas para no poder ser identificada. No hacía falta ser muy listo para saberlo. Responder a ellos, por mucha urgencia que tuviera, era la única forma de contactar con Celeste. Dudaba siempre de que los leyera. Aun así, al principio le contesté para jurarle guardar sus secretos y comprometerme a escribir acerca de su vida. Como era de esperar, no respondió.

Celeste vivía en un universo propio, exclusivo y salvaje, en el que, no sé por qué razón, me había permitido entrar. Yo la había conocido porque ella lo había deseado y había venido a buscarme, solo por eso, así que a partir de ese momento yo dependería de que quisiera repetir el contacto.

Así lo hizo, durante todo el tiempo que pasé investigando, escribiendo y viajando por nuestro maltrecho mundo, tras las huellas, siempre borrosas y difíciles de seguir, que dejaban sus pisadas.

En las primeras páginas del cuaderno, confesaba que no conocía a nadie y que no tenía, ni había tenido nunca, amigos pero que ahora —sin explicar el porqué— necesitaba a alguien con quien poder sincerarse y compartir dudas.

A partir de ese momento, pude leer toda su vida. Durante mucho tiempo nuestros contactos se multiplicaron y con ellos aumentó mi convicción de estar tratando con un ser perturbado. Celeste se equivocó pensando que había entre nosotros algo más que una buena historia y yo, aunque resulte triste admitirlo, ya sabía que con tal de sacar lo mejor para mi novela acabaría por engañarla.

Todo lo demás era un libro que, por aquel entonces, estaba aún por escribir. Yo estaba habituado a vagabundear, a tener la mochila siempre lista y a estar preparado para partir a cualquier lugar como una manera de recabar información, pero esta vez también quería comprobar si los bosques, los glaciares, las montañas de picos afilados y los desiertos podían dar cobijo a las historias que aquella mujer me contaba.

Las distancias no me importan, en todas partes estoy de paso. Cada vez que me traslado siento la fantasía de comenzar una nueva vida, y soy capaz de recorrer el mundo de punta a punta con tal de captar un solo detalle que pueda interesarme para escribir.

Por si pudiera servirme para el prólogo, anoté en mi libreta:

Aunque casi todos los lugares del mundo se encuentren abarrotados y parezcan haber perdido una buena parte de su encanto, soy de los que creen firmemente que queda un enorme terreno por explorar —por conocer, tal vez sea más adecuado— y lo pienso a pesar de quienes afirman haber visto desaparecer el misterio de viajar y también ven más razones que nunca para no moverse de casa…

Puede que los únicos viajes verdaderos de hoy en día sean los de quienes escalan montañas desconocidas de gran dificultad y en lugares remotos, sin que apenas nadie se entere de sus hazañas. O los de quienes luchan por encontrar algo mejor bajo el sol y, escapando del hambre o de la guerra, entran en nuestra civilización a través de sus inmundas cloacas.

Lo demás, siento decirlo, es vanidad, entretenimiento y una excusa o un pretexto para holgazanear. Los viajes no son historias sencillas, tal vez solamente lo aparenten y muchas veces todo queda en un pequeño resplandor apenas visible para nadie. Por eso, al querer contarlos, el papel se llena de sospechas y de la desconfianza de que lo escrito solo interese al propio viajero.

Por el momento, a mí me sigue maravillando vagabundear y mirar el mundo desde sus esquinas, desde esos sitios que perdieron importancia con el tiempo, que pasaron de moda o, en algunos casos, no lo estuvieron nunca. Así que, aun cuando me encuentro en lugares frecuentados y conocidos, busco pequeños miradores desde donde observar el planeta magnífico y caótico y a los seres que lo habitamos. Todo es un complejo laberinto que atrae sin cesar, con el resplandor de su belleza o con el humo de sus desastres, con la bendición de la bondad y la maldición del crimen, pero siempre con una luz tan potente —tan inigualable— que no hay más remedio que entrecerrar los ojos para no deslumbrarse… O arder…

A menudo, un asesinato sangriento o una desaparición inexplicable, una pieza poco codiciada perdida en el pasillo de un museo, una placa que recuerda a alguien que vivió alguna vez allí o una batalla, una calle que aparece en una película o en un libro me sirven para comprobar si hay algo interesante por ahí fuera sobre lo que se pueda escribir… Me fascinan las ilusiones y perseguir cosas que tal vez ni siquiera existen. He pasado lo mejor de mi tiempo buscando el momento único en el que todo parece volver a encajar, y educando a mis ojos para que sean capaces de distinguir algo más que sombras en la inmensidad del mundo.

Me gusta viajar para comprobar que existe un sitio para mí casi en cualquier lugar de la Tierra… Para sentir bajo mis pies el movimiento del mundo y recordar que en él solo soy un pasajero.

Por otra parte, aunque la belleza creada por la mano del hombre sea asombrosa, casi nunca alcanza a lo que la naturaleza, incansable y laboriosa, produce con paciencia y a base de millones de años, en una medida del tiempo que no es la nuestra y se nos escapa.

Esta es la razón por la que siempre he reverenciado las montañas y he adorado los grandes trayectos a pie. Puede que sea en ese terreno de paisajes, luces cambiantes y esfuerzo donde más me haya aproximado a la esencia de un viaje, es decir, una vida fácil en la que estar a solas, reflexionar y hacerse uno con la naturaleza. Por eso, a menudo me he interrogado acerca de si sería capaz de viajar a la antigua, recorriendo durante el día grandes distancias paso a paso y desplegando cada noche mi manta sobre una estera para comer un trozo de pan bajo las estrellas… Por el momento, sigo sin saber si no lo he hecho porque no eran los viajes de mi tiempo, de mi época, o porque sencillamente me ha faltado valor.

Ahora la pregunta ya no importa, y dejaré para otra ocasión la gran caminata solitaria. Para otra vida.

Mientras tanto, guardaré la idea flotando en la poción que custodia lo que no pudo ser y en la que se mantienen vivos, y velando por nosotros, todos los sueños imposibles.

Escribí lo que pude mientras, nervioso, tamborileaba con mis dedos sobre el asiento. Faltaban dos horas para la salida de mi vuelo y frente a mis ojos tenía lugar un fantástico espectáculo que todavía al recordarlo me causa pavor. En medio de una gran ventisca, ocho máquinas quitanieves, formando una figura escalonada y con todas las luces encendidas, retiraban como podían la nieve de la pista, y entre los copos, agolpados furiosos en el aire, despegaban los aviones como monstruos metálicos para internarse en la profundidad de la noche. La llamada que anunciaba mi vuelo me sacó de lo que parecía un sueño. Abandoné Oslo en pleno invierno rumbo a Svalbard.