La señorita Pym dispone - Josephine Tey - E-Book

La señorita Pym dispone E-Book

Josephine Tey

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Beschreibung

Tras convertirse de la noche a la mañana en escritora de éxito gracias a su libro de psicología popular, la menuda e insegura señorita Pym es invitada a dar una charla en Leys, un prestigioso colegio de educación física para chicas situado en plena campiña inglesa. A primera vista, todo allí resulta ideal: el aire de los jardines es vivificante, las jóvenes alumnas no pueden ser más inteligentes y amables y el variopinto profesorado resulta sugerente y cabal. Pero, bajo la atenta y analítica mirada de la señorita Pym, esa imagen de apacible rutina irá poco a poco desmontándose a base de pequeños y enigmáticos incidentes que culminarán en la extraña muerte de una de las alumnas del colegio. Un apasionante puzzle de piezas desencajadas que poco a poco va dibujando un sorprendente desenlace.

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LA SEÑORITA PYM DISPONE

JOSEPHINE TEY

LA SEÑORITA PYM DISPONE

TRADUCCIÓN DE PABLO GONZÁLEZ-NUEVO

SENSIBLES A LAS LETRAS, 13

Título original: Miss Pym Disposes

Primera edición en Hoja de Lata: abril de 2015

Tercera reimpresión: enero de 2022

© The National Trust for Places of Historic Interest and Natural Beauty, 1946

© de la traducción: Pablo González-Nuevo, 2015

Imagen de cubierta: detalle de Wiltshire Landscape, Eric Ravilious, 1937

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2015

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.° E, 33212 Xixón, Asturies [España]

[email protected] / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección de pruebas: Tania Galán Álvarez

ISBN: 978-84-18918-33-9Producción del ePub: booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

ÍNDICE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

1

El timbre comenzó a sonar. Metálico, insistente, enloquecedor.

El estruendo se abría paso a través de los pasillos, arruinando la hermosa paz de la mañana. Desde cada uno de los amplios ventanales, el ruido brotaba como un caudal de agua imparable hacia la quietud de los jardines levemente iluminados por el sol, en los que la hierba aún estaba cubierta de rocío.

La menuda señorita Pym se revolvió entre las sábanas, abrió tímidamente uno de sus ojos grises y se estiró para buscar a ciegas su reloj de pulsera. No estaba por ningún lado. Abrió el otro ojo. Tampoco encontraba la mesilla de noche. No, claro que no, ahora se acordaba. No había mesilla de noche en su habitación, como había podido comprobar la noche anterior. Había tenido que colocar el reloj bajo la almohada. Siguió buscando a tientas. ¡Por amor de Dios, menudo escándalo está montando ese timbre! ¡Algo obsceno! El reloj no estaba bajo la almohada. ¡Pero tiene que estar ahí! Levantó la almohada dejando al descubierto un pequeño pañuelo de lino adornado con un pícaro bordado en tonos azul y blanco. La volvió a poner en su sitio y miró en el hueco entre la cama y la pared. Sí, ahí había algo parecido a un reloj. Colocándose boca abajo y estirando el brazo consiguió alcanzarlo. Con cuidado lo recogió con la punta de los dedos pulgar e índice. Si se le cayera ahora tendría que salir de la cama para poder cogerlo. De nuevo se tumbó de espaldas aliviada mientras sostenía, triunfante, el reloj entre sus manos.

Las cinco y media, según el reloj.

¡Las cinco y media!

La señorita Pym contuvo la respiración y contempló la esfera con incrédula fascinación. No es posible. ¿Qué clase de colegio, por riguroso que sea, comienza su actividad a las cinco y media de la mañana? Sin embargo, cualquier cosa era posible en una comunidad que prescindía de lámparas y mesillas de noche. ¡Pero, las cinco y media! Acercó el reloj a su rosada y pequeña oreja para asegurarse de que no se había parado. Su tictac era constante. Echó un vistazo hacia el jardín que se podía ver por la ventana, detrás de su cama. Sí, sin duda era temprano. El mundo aún conservaba ese aire inmóvil y fantasmal propio de la madrugada. ¡Bien, bien!

La noche anterior, ante el umbral de su puerta, Henrietta le había dicho, alta y majestuosa: «Que duermas bien. Las estudiantes han disfrutado mucho de tu lectura, querida. Te veré por la mañana». Pero al parecer no había creído necesario mencionar el timbre de las cinco y media.

Bueno, al menos no tocaban por su funeral. Hubo una época en que también su vida había estado presidida por el sonido de los timbres. Pero eso fue hace mucho tiempo. Casi veinte años. Si actualmente sonaba alguno en la vida de la señorita Pym era únicamente cuando las yemas de sus dedos, de uñas delicadamente lacadas, tocaban la campanilla de la recepción de algún hotel. Al fin el estruendo se fue acallando hasta convertirse en un leve quejido, e instantes después en un hermoso silencio, y ella se dio la vuelta mirando a la pared y se acurrucó felizmente en su almohada. Desde luego no era su funeral. El rocío sobre la hierba y todo lo demás eran algo propio de la juventud, la radiante y deslumbrante juventud. Pues bien, toda suya. Ella aún podía disfrutar de otras dos horas de sueño.

Su cara sonrosada y redonda le daba un aire infantil. Su nariz era delicada y pequeña y sus cabellos castaños estaban enroscados, mechón a mechón, en un sinfín de rulos distribuidos por toda su cabeza. ¡Menuda guerra le habían dado aquellos rulos la noche anterior! Después del largo trayecto en tren, el reencuentro con Henrietta y la lectura con las alumnas de la escuela, había acabado extremadamente cansada. Su parte débil había tratado de convencerla de que al día siguiente, después de comer, emprendería el viaje de regreso; de que su permanente al fin y al cabo tenía solo dos meses de antigüedad y bien podía aguantar al menos una noche sin todos esos rulos. Pero, ya fuera por despecho hacia ese lado suyo más frágil —con el que a diario libraba una constante y encarnizada batalla— o por no decepcionar a su amiga Henrietta, se aseguró antes de acostarse de que todos y cada uno de los catorce rulos cumplieran su cometido aquella noche. Recordaba ahora la determinación de hacía tan solo unas horas (lo cual ayudaba a acallar cualquier remordimiento ante la modorra de la mañana que comenzaba) y aun así se maravillaba con la intensidad de su deseo de no defraudar a su amiga Henrietta. En la escuela, siendo alumna de tercero,1 había admirado a Henrietta, dos años mayor, de un modo algo exagerado. Henrietta había nacido para ser delegada y su mayor talento consistía básicamente en saber apreciar cómo el resto de la gente utilizaba el suyo. Y ese era precisamente el motivo por el que, habiendo abandonado la escuela para estudiar secretariado, en la actualidad ocupaba el puesto de directora en una escuela de educación física, una especialidad de la que no sabía nada en absoluto. Con los años había olvidado por completo a Lucy del mismo modo que Lucy la había olvidado a ella, hasta que la señorita Pym había escrito el Libro.

Así era como Lucy se refería a él: «el Libro».

Ella misma estaba aún sorprendida por todo el asunto del Libro. Su misión en la vida se había limitado hasta entonces a enseñar francés a colegiales. Pero tras cuatro años de docencia, el último de sus padres falleció dejándole una herencia de doscientas cincuenta libras al año, y Lucy se secó las lágrimas con una mano mientras con la otra entregó su carta de renuncia. La directora le había respondido, con envidia y una absoluta falta de compasión, que el valor del dinero sube y baja de forma imprevisible y que doscientas cincuentas libras no le dejarían mucho margen para permitirse llevar la vida culta y civilizada a la que la gente como Lucy estaba acostumbrada. Pero Lucy se mantuvo firme y alquiló un piso de lo más civilizado, lo suficientemente alejado de Camden Town como para estar muy cerca de Regent’s Park. Siguió dando clases de francés de forma esporádica para equilibrar el balance entre sus gastos e ingresos —o cuando se acercaba la hora de pagar la factura del gas— y dedicaba su tiempo libre a leer libros de psicología.

El primero lo leyó por curiosidad, pues le parecía un tema interesante. Los demás, para comprobar si el resto eran igual de estúpidos. Después de leer unos treinta y siete libros ya había llegado a desarrollar sus propias ideas sobre el tema, por supuesto muy diferentes a las expuestas en esos treinta y siete volúmenes. De hecho todos aquellos ensayos le habían parecido completamente absurdos y la habían enfurecido de tal modo que había comenzado a tomar notas donde refutaba sobre la marcha todas aquellas teorías. Ya que es prácticamente imposible hablar sobre psicología sin utilizar la jerga especializada —y careciendo además de terminología inglesa para ello— sus argumentos alcanzaban altas cotas de sutileza. No tanto, en todo caso, como para llamar la atención de ningún editor, de no haberse dado la circunstancia de que la señorita Pym hubiese escrito un día la siguiente nota en el dorso de un folio de uno de sus textos desechados (nunca había sido muy buena en mecanografía):

Estimado señor Stallard:

Le agradecería que dejara usted de escuchar la radio después de las once de la noche. Me resulta muy molesto.

Le saluda atentamente,

Lucy Pym

El señor Stallard, al que no conocía más que por su nombre —escrito en una cuartilla pegada a la puerta de su apartamento, en el piso inferior—, se personó ante su puerta esa misma noche. En su mano sostenía la carta abierta y no tenía un aire muy alegre, o eso le pareció a la señorita Pym, que tragó saliva varias veces antes de poder articular palabra. Pero el señor Stallard no estaba en absoluto enfadado. Al parecer, trabajaba como lector para varias editoriales y se mostró sumamente interesado en el texto que le había mandado, seguramente por error, en el dorso de la carta.

En otra época, cualquier editor habría mirado hacia otro lado ante la mera propuesta de publicar un libro sobre psicología. Sin embargo, el año anterior el público británico había hecho tambalearse al mundo editorial al hacer evidente su cansancio ante tanta obra de ficción y mostrando un repentino interés por temas más sesudos como la distancia entre la Tierra y Sirio o el significado intrínseco de las danzas primitivas de Bechuanalandia.2 Los editores se vieron de pronto obligados a tratar de satisfacer esta extraña sed de conocimiento por parte de los lectores y como resultado recibieron a la señorita Pym con los brazos abiertos. Es decir, fue invitada a un almuerzo con el editor jefe de un importante sello que culminó con la firma de su contrato. Eso había sido ya un golpe de suerte, pero la providencia también dispuso que no solo el público británico se hubiera hartado de tanta novela sino que también los intelectuales comenzaran a estar hartos de Freud y de toda su troupe. Anhelaban algo nuevo y resultó que ese algo fue Lucy. De manera que la señorita Pym se despertó una mañana siendo famosa y también convertida en la autora de un superventas. Tal fue su conmoción que ese día salió de su apartamento, se tomó tres tazas de café solo y se pasó el resto de la mañana sentada en un banco de Regent’s Park con la mirada perdida en el horizonte.

Durante meses su libro fue un best seller y llegó a acostumbrarse a dar conferencias sobre su tema ante los miembros de la sociedad más erudita, hasta que recibió la carta de Henrietta. En ella le recordaba los días de colegio que habían pasado juntas y la invitaba a pasar unos días en su escuela y a dar una charla a sus alumnas. Lucy ya estaba algo cansada de tanta conferencia, y la imagen de Henrietta se había diluido en su mente con el paso de los años. Estaba a punto de rechazar la invitación cuando recordó el día en que sus compañeras de tercer curso habían descubierto que su verdadero nombre era Laetitia, un oprobio que Lucy había mantenido en secreto durante toda su vida. Sus amigas se habían empleado a fondo divirtiéndose a su costa y ella había llegado a preguntarse si a su madre le habría importado mucho que se suicidara entonces, pensando que, a fin de cuentas, ella misma se lo había buscado al bautizar a su hija con un nombre tan pretencioso. Y entonces Henrietta había hecho su aparición abriéndose camino, literal y metafóricamente, entre aquella manada de salvajes humoristas. Sus comentarios fueron tan mordaces que cortaron de raíz cualquier amago de burla posterior, de manera que la palabra Laetitia no volvió a pronunciarse y Lucy pudo regresar a casa y disfrutar de un buen trozo de pastel en lugar de arrojarse al río. Lucy, sentada en su civilizado y exquisito apartamento, sintió nuevamente cómo la antigua gratitud por Henrietta batía sobre ella en cálidas oleadas. Se puso a escribir y le comunicó que estaría encantada de pasar una noche con Henrietta (su innata cautela no había sido del todo abolida por aquel renovado sentimiento de gratitud) y que sería un placer hablarles de psicología a sus alumnas.

Y de veras había sido un gran placer, pensó mientras estiraba las sábanas para esconderse de la luz del día que entraba por la ventana. Sin duda, aquellas chicas conformaban la mejor audiencia de cuantas había tenido. Las filas de radiantes cabezas hacían que el austero salón pareciera un jardín recién florecido. Y, por si fuera poco, al finalizar le habían brindado un caluroso aplauso. Tras meses de corteses palmoteos por parte de la sociedad cultivada, resultaba agradable escuchar aquella sonora percusión. Sus preguntas también habían sido inteligentes. Aunque la psicología formaba parte del programa académico, como había podido comprobar en la sala común de las estudiantes, no había previsto tal curiosidad intelectual por parte de un grupo de jovencitas que supuestamente se pasaban los días trabajando su musculatura. Por supuesto, solo unas pocas le habían hecho preguntas, de modo que aún cabía la posibilidad de que las demás fueran bobas.

¡Qué maravilla! Esa misma noche volvería a dormir en su encantadora cama y todo esto parecería un sueño. Henrietta había insistido en que se quedase algunos días más y, durante un instante, Lucy incluso había valorado esa posibilidad. Pero la cena había sido como una bofetada. Alubias y arroz con leche no le parecía un menú muy inspirado para una noche de verano. Muy sustancioso y nutritivo y todo eso, no lo ponía en duda, pero no era el tipo de comida que deseaba repetir. Los miembros del claustro, le había dicho Henrietta, siempre comen lo mismo que las estudiantes. Y Lucy deseó que aquel comentario no fuera fruto de su modo de mirar la comida. Había intentado parecer entusiasmada ante la aparición de las alubias, aunque quizá después de todo no lo había conseguido.

—¡Tommy! ¡Tooo-mmy! Tommy, cariño, despierta. ¡Estoy desesperada!

La señorita Pym se vio definitivamente arrastrada a la vigilia. Aquellos gritos agobiados parecían resonar en su misma habitación. Después se dio cuenta de que la segunda ventana de su cuarto daba directamente al patio, de que el patio era pequeño y de que las conversaciones de ventana a ventana eran el método generalizado de comunicación. Permaneció tumbada, tratando de que el ritmo de su corazón volviera a la normalidad, atisbando por encima de los pliegues de las sábanas, más allá del bulto que formaban sus pies, hacia la ventana, que enmarcaba parte del edificio de enfrente. Su cama estaba colocada en una esquina de la habitación, con una ventana a su derecha, en la pared posterior, y otra que miraba al patio a su izquierda, a los pies de la cama. Y lo único que podía ver desde su posición, apoyada en la almohada y con la luz aún escasa que se colaba en el cuarto, era un ventanal medio abierto al otro lado del patio.

—¡Tommy! ¡Tooo-mmy!

Una cabeza de cabellos oscuros apareció en ese preciso instante en la ventana que la señorita Pym podía ver.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó la cabeza—. Que alguien le lance algo a Thomas para que Dakers deje de armar semejante escándalo.

—¡Greengage, cariño, eres una bestia sin sentimientos! Se me ha roto un tirante y no sé qué hacer. Tommy me pidió ayer mi último imperdible para comer bígaros en la fiestecita de Tuppence. ¿Qué trabajo le habría costado devolvérmelo después? ¡Tommy! ¡Aaay, Tommy!

—¿Quieres callarte? —dijo otra voz, en tono más contenido.

Después hubo una pausa. Una pausa, imaginó Lucy, repleta de lenguaje no verbal.

—¿A qué vienen todos esos aspavientos? —preguntó la cabeza de cabellos oscuros.

—¡Silencio, te digo! ¡Ella está ahí! —Estas últimas palabras fueron declamadas en un desesperado sotto voce.

—¿Quién está ahí?

—Esa mujer, la Pym.

—¡Qué tontería, querida! —De nuevo era la voz de Dakers, en tono agudo y rebelde; la voz alegre y confiada de una chiquilla consentida—. Está durmiendo en la parte delantera de la casa, con los privilegiados. ¿Crees que tendrá un imperdible de más si se lo pido?

—A mí me parece que ella es más de cremalleras —exclamó una nueva voz.

—¡Queréis callaros! ¡Os digo que está en la habitación de Bentley!

Eso pareció hacerlas guardar silencio un instante. Lucy vio cómo la cabeza se volvía rápidamente hacia la ventana.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó alguien.

—Jolly me lo dijo la otra noche cuando me servía la cena más tarde que a las demás.

La señorita Joliffe3 era la gobernanta, recordó Lucy, y le hizo gracia el mote que habían elegido para una mujer de aire tan siniestro.

—¡Más vale que sea verdad! —dijo la voz que había sacado a colación las cremalleras.

De nuevo el sonido del timbre rompió el silencio. El mismo urgente clamor que las había despertado. La cabeza de cabellos oscuros desapareció de la ventana en cuanto sonó el primer toque y la voz de Dakers se podía escuchar por encima de aquel estruendo como el gemido desesperado de un animal extraviado. Las pequeñas meteduras de pata enseguida se veían relegadas a un segundo plano en cuanto empezaban las exigencias del día. Una gran ola de ruido se fue elevando hasta alcanzar el mismo nivel del timbre. Se escuchaban portazos y el apresurado taconeo de las estudiantes se hacía eco en los pasillos. Las chicas se llamaban unas a otras y una vez más alguien recordó que Thomas seguía durmiendo. De nuevo gritaron al pasar ante la puerta cerrada de su habitación, tratando inútilmente de despertarla. Después se oyeron pisadas por el camino de grava que atravesaba el patio, flanqueado por dos largas franjas de césped. Enseguida se escucharon más pasos sobre la grava y menos en los pasillos y en las escaleras. Mientras tanto, el parloteo de voces llegaba a su clímax y poco a poco fue acallándose hasta desaparecer. Cuando los ruidos ya se desvanecían en la distancia o iban muriendo definitivamente en el silencio de las aulas, Lucy pudo oír de repente cómo un nuevo y solitario par de pies zapateaba a toda prisa por el sendero de grava y una voz que repetía sin cesar: «Maldita sea, maldita sea, maldita sea», a cada paso que daba. Seguramente era Thomas, la perezosa.

La señorita Pym sintió simpatía por Thomas. La cama es un lugar encantador a cualquier hora del día, pero cuando alguien tiene tanto sueño como para no despertarse ni con el infernal estruendo de la campana de la escuela ni con los chillidos e increpaciones de sus compañeras, levantarse debe ser una verdadera tortura. Probablemente también sea de origen galés. Todos los Thomas eran procedentes de Gales. Los celtas siempre han aborrecido levantarse. Pobre Thomas. Pobrecita, pobrecita Thomas. Le encantaría poder conseguirle un trabajo a la muchacha en el que nunca tuviera que levantarse antes de la hora de comer.

El sueño fue apoderándose de ella nuevamente en oleadas que la arrastraban lentamente a las profundidades. Se preguntó si eso de ser más de cremalleras sería un cumplido. Ser una persona de imperdibles no parecía ser algo precisamente admirable, aunque quizá...

Se quedó dormida.

 

________

1 En el original la autora se refiere al «Fourth Form», el equivalente en el sistema educativo británico al tercer curso de la ESO actual.

2 Actual Botsuana.

3 Juego entre las palabras Jolly, alegre y Joliffe, el apellido de la, al parecer, siniestra gobernanta de la escuela.

2

Estaba siendo azotada con un látigo de siete colas por dos enormes cosacos como escarmiento por su capricho de utilizar anticuados imperdibles cuando el progreso y las buenas costumbres habían decretado el uso exclusivo de cremalleras. La sangre comenzaba a manar, deslizándose por su espalda, cuando se despertó con la sensación de que lo que verdaderamente estaba siendo ultrajado eran sus oídos. El timbre volvía a sonar. Soltó en voz alta un exabrupto que estaba lejos de ser culto y civilizado y se incorporó en la cama. No, definitivamente no se quedaría ni un minuto más en aquel lugar después de la comida. Había un tren que salía a las 2.41 de Larborough y ese era el que iba a coger ella, con las despedidas liquidadas, los deberes de amiga satisfechos y el alma henchida de gozo por la hermosa sensación de volver a ser libre. Se compraría una caja de bombones en el andén de la estación como recompensa por el madrugón. Aunque la báscula se lo hiciera notar al llegar a casa, ¿a quién le importaba?

Pensar en la báscula le hizo recordar la muy cívica necesidad de tomar un baño. Henrietta se había mostrado desolada por tener que alojarla en un cuarto tan alejado de los baños del profesorado —y sentía infinitamente que se viera obligada a utilizar el del ala de estudiantes— pero la madre de froken4 Gustavson había viajado desde Suecia y ocupaba la única habitación de invitados del ala de personal. Además se quedaría durante varias semanas hasta que hubiera visto con sus propios ojos —y criticado— la Exhibición anual que tendría lugar a principios de mes. Lucy dudaba en esos momentos de poder recordar cómo llegar hasta los aseos. No le apetecía tener que merodear por aquellos luminosos y solitarios pasillos y aparecer por error en un aula atestada de estudiantes. Pero peor sería tener que enfrentarse a aquel grupo de excitadas madrugadoras y preguntarles dónde podía una darse a esas horas un baño tardío.

La mente de Lucy siempre trabajaba de ese modo. No era suficiente visualizar un horror en cada situación, también había que asegurarse de prever su contrario. Permaneció un rato sentada sopesando todas las ignominias a las que muy posiblemente habría de enfrentarse y disfrutando a pesar de todo de la agradable sensación de no tener que hacer nada en absoluto. Hasta que, una vez más, el horrible timbre volvió a atronar y una nueva oleada de pies atravesando los pasillos y un caótico concierto de voces rompió la paz de la mañana. Lucy miró su reloj. Eran las siete y media.

Ya se había decidido a pecar de tosca e incivilizada —después de todo, ¿qué era el baño diario sino una moda moderna? Si el mismísimo Carlos II podía permitirse oler un poco a humanidad, ¿quién era ella, una pobre plebeya, para poner el grito en el cielo por saltarse por una vez el baño matutino?— cuando llamaron a la puerta. Alguien había acudido en su ayuda. ¡Gloria! ¡Aleluya! Su aislamiento y su abandono tocaban a su fin.

—Pase —respondió en el amable tono de una Robinson Crusoe dando la bienvenida a unos recién llegados a su isla. Sin duda era Henrietta, que había decidido acercarse para darle los buenos días. Cómo había podido pensar que su amiga se olvidaría de ella. Debía esforzarse más en comportarse como la celebridad en que se había convertido. Quizá debería arreglarse el pelo de otra manera o practicar, repitiendo veinte veces al día, al estilo de Coué,5 el mejor modo de decir : «¡Adelante!».

Pero no era Henrietta. Se trataba de una especie de diosa.

Una diosa de cabellos dorados, vestida con una radiante túnica de lino de color añil, la mirada, de un azul profundo como el mar, y un envidiable par de piernas. Lucy siempre se fijaba en las piernas de las mujeres, siendo las suyas desde siempre una decepción y una triste fuente de inseguridad.

—¡Ay, lo siento mucho! No se me ocurrió pensar que quizá no estuviera usted aún levantada. En la escuela tenemos unos horarios tan disparatados —dijo la diosa. Y a Lucy le pareció todo un detalle que aquel ser celestial se hiciera responsable de su propia pereza—. Discúlpeme por irrumpir de este modo en su habitación.

Su mirada azul se detuvo sobre una de sus babuchas tirada en el suelo, y por un instante pareció fascinada por aquel objeto. Era una zapatilla de satén azul pálido, muy femenina, muy delicada y muy cara. Una innegable extravagancia.

—Me temo que puede parecer una tontería —dijo Lucy.

—¡Si usted supiera, señorita Pym, lo que significa para mí contemplar un objeto que no sea puramente funcional! —Y entonces, como si la mera tentación de alejarse del propósito de su visita de nuevo se lo hubiese recordado—: Me llamo Nash. Soy la delegada de último curso. He venido en representación de mis compañeras para decirle que sería un honor que tomara el té con nosotras mañana por la tarde. Los domingos tomamos el té en el jardín. Es un privilegio de las mayores y un verdadero placer durante las tardes de verano. De veras esperamos que nos acompañe.

Sonrió entonces con benevolencia a la señorita Pym mientras aguardaba su respuesta. Lucy le explicó que desgraciadamente mañana ya no estaría en la escuela, pues se marchaba esa misma tarde.

—¡No, por favor! —protestó la joven Nash. Y el genuino sentimiento que denotaba el tono de su voz hizo que Lucy se emocionara—. ¡No, señorita Pym, no lo haga! ¡No se vaya! No tiene ni idea, usted es como un regalo del cielo para todas nosotras. Es tan raro que alguien, alguien interesante, venga para quedarse. Este lugar es como un convento. Trabajamos tan duro que llegamos a olvidar que aún existe el mundo exterior. Es nuestro último año aquí y todo esto puede volverse tan siniestro y claustrofόbia)... Los exámenes finales, la Exhibición, la graduación y Dios sabe qué más. Llegamos a sentirnos tan mal que tememos perder el sentido de lo que es bueno y lo que no. Y ahora ha llegado usted, un ser civilizado... —Hizo una pausa, a medias riéndose, a medias tratando de mantenerse seria—. ¡No puede usted abandonarnos!

—Pero si todos los viernes recibís la visita de algún conferenciante externo —le recordó Lucy. Era la primera vez en su vida que alguien la hacía sentirse como un regalo del cielo y no estaba del todo dispuesta a creérselo sin más. No le gustaba en absoluto el sentimiento gratificante que a veces le producía el permitirse olisquear entre sus emociones.

La señorita Nash le explicó con claridad y detalle —y con cierta acritud— que las tres últimas ponentes habían sido: una octogenaria experta en inscripciones asirias, una checa versada en las vicisitudes de Europa Central y una ensalmadora que les habló largo y tendido sobre la escoliosis.

—¿Qué es la escoliosis? —preguntó Lucy.

—Una anomalía en la curva de la espina dorsal. Si cree que cualquiera de ellas trajo consigo algo de luz y color a esta escuela, se equivoca. El objeto de las conferencias es ponernos en contacto con el mundo pero... Si puedo serle franca e indiscreta —Era obvio que disfrutaba siendo ambas cosas en aquel instante—, el vestido que llevaba usted la otra noche nos causó mucho más placer que todas las conferencias a las que hemos asistido.

Lucy se había gastado una escandalosa cantidad de dinero en aquel vestido cuando su libro se convirtió en superventas y aún seguía siendo su favorito. Se lo había puesto para impresionar a Henrietta.

El sentimiento gratificante que trataba de mantener a raya de nuevo se aproximaba, pero no lo suficiente como para acabar con su sentido común. Aún se acordaba de las alubias y de la carencia de lamparilla nocturna en su cuarto; también de la imposibilidad de reclamar la presencia del servicio mediante campanillas o timbres; y, por supuesto, de aquel omnipresente timbre infernal que no dejaba de sonar como toque de diana. No, no perdería el tren de las 2.41 en Larborough ni aunque todas las estudiantes de la Escuela de Educación Física Leys se interpusieran en su camino llorando a coro. Murmuró algo acerca de sus compromisos —haciéndole ver a la muchacha que su agenda estaba repleta de inevitables obligaciones y deseables encuentros— e inquirió a la señorita Nash si tendría la amabilidad de indicarle dónde estaban los baños del personal de la escuela.

—No querría verme obligada a merodear hasta perderme por esos pasillos sin saber a quién acudir.

La señorita Nash reconoció que la ausencia de servicio era un gran inconveniente.

—Eliza debería haberlo tenido en cuenta y haber venido hasta aquí para comprobar si necesitaba alguna cosa. Es la asistenta de los miembros del claustro. Si a usted no le importa, señorita Pym, podría usar los baños de las estudiantes, que están más cerca. Por supuesto están divididos en cubículos, quiero decir que están solo cerrados en parte. El suelo es de hormigón verdoso mientras que el de las profesoras está cubierto de azulejos color turquesa en forma de mosaicos con hermosos dibujos de delfines, pero el agua, al fin y al cabo, es exactamente la misma para todas.

La señorita Pym se mostró encantada de poder utilizar los aseos de las estudiantes y, mientras recogía sus enseres de baño, la parte ociosa de su mente meditaba sobre la notable falta de reverencia de la señorita Nash por el personal de la escuela, lo que le hizo recordar algo. Y pronto tomó conciencia de qué era ese algo. Se trataba de Mary Barharrow. El resto de compañeras de clase de Mary Barharrow formaba un grupo de dóciles estudiantes que se esforzaban por aprenderse los verbos irregulares franceses. Mary Barharrow, sin embargo, aunque diligente y cordial, trataba a su profesora de francés de igual a igual. Tal comportamiento era sin duda el obvio resultado de que su padre era casi millonario. La señorita Pym llegó a la conclusión de que la señorita Nash, que hacía gala del mismo aire encantador y socialmente desenvuelto de Mary Barharrow, probablemente tenía también un padre muy parecido al de Mary Barharrow. Pronto descubrió que era exactamente eso lo primero que todas sus compañeras comentaban cuando el nombre de Nash era mencionado. «La familia de Pamela Nash es muy rica. Tienen incluso un mayordomo». Siempre mencionaban al mayordomo. Para las hijas de todos esos esforzados y atareados médicos, abogados, dentistas, hombres de negocios y granjeros, la mera idea de tener un mayordomo era algo tan exótico como lo hubiera sido disponer de un esclavo negro.

—¿No deberías estar ahora en clase? —preguntó la señorita Pym al recordar que la quietud que reinaba en los luminosos pasillos anunciaba a voz en grito que la actividad en esos momentos debía tener lugar en otro sitio y no allí—. Imagino que si os levantáis a las cinco y media de la mañana será porque tenéis trabajo antes del desayuno.

—Ah, sí. Durante los meses de verano tenemos dos periodos antes del desayuno, uno activo y otro pasivo. Prácticas de tenis y quinesiología o similar.

—¿Qué es la quine-lo-que-sea?

—¿Quinesiología?

La señorita Nash sopesó por un instante el mejor modo de instruir a la ignorante y respondió con un ejemplo práctico: «Tiene que coger una jarra de agua por su asa del estante más alto: describa los movimientos musculares implicados en tal movimiento». El asentimiento de la señorita Pym hizo evidente que lo había entendido.

—Sin embargo, en invierno tenemos el mismo horario que cualquier otra escuela y nos levantamos a las siete y media. En cuanto a este periodo del día en concreto, normalmente se emplea en la obtención de certificados externos: Salud Pública, Cruz Roja, etcétera. Pero una vez los hemos obtenido, podemos emplear el tiempo en estudiar para los exámenes finales que empiezan la próxima semana. No tenemos mucho tiempo, así que estas horas nos vienen muy bien.

—¿No tenéis tiempo libre después de la hora del té?

La señorita Nash sonrió divertida.

—Oh, no. Por las tardes, de cuatro a seis, tenemos práctica clínica con pacientes externos, ¿sabe? Vemos de todo, desde pies planos hasta huesos rotos. Y desde las seis y media hasta las ocho tenemos clase de danza. Ballet clásico, no folclórico. El baile folclórico es por las mañanas. Y se valora como ejercicio físico, no artístico. Más tarde, la cena no termina antes de las ocho y media, de modo que cuando tendríamos tiempo para estudiar ya estamos agotadas y el final del día se convierte en una batalla entre el sueño y la ignorancia.

Al dar la vuelta a la esquina del pasillo en dirección a las escaleras, prácticamente se precipitó sobre ellas una figura menuda y huidiza que corría cargada con la cabeza y el tórax de un esqueleto sujeta bajo un brazo y la pelvis y las piernas bajo el otro.

—¿Qué estás haciendo con George, Morris? —preguntó Nash, parándose frente a la joven.

—¡Ay, por favor no me hagas perder tiempo, Beau! —jadeó sobresaltada la muchacha sujetando fuertemente la grotesca carga que portaba contra su cadera derecha mientras hacía ademán de seguir corriendo hacia las escaleras—. Y por favor olvida que me has visto, ¿quieres? Quiero decir, que has visto a George. Pensaba levantarme temprano y devolverlo a su sitio antes de que sonara la campana de las cinco y media pero me quedé dormida, así de sencillo...

—¿Has estado despierta toda la noche con George?

—No, solamente hasta las dos. Yo...

—¿Y cómo te las apañaste para ocultar las luces de tu cuarto?

—Cubrí la ventana de la habitación con mi manta de viaje, por supuesto —respondió la muchacha con el tono en que se dicen las cosas que resultan obvias.

—¡El decorado ideal para una noche de junio!

—Ha sido terrible —continuó Morris—. Pero, de veras, es la única forma que se me ocurre de conseguir empollar las inserciones, así que, por favor, Beau, simplemente olvida que me has visto. Lo habré devuelto antes de que las profes bajen a desayunar.

—Sabes que no lo harás. Y que acabarán descubriéndote.

—Ay, por favor, no trates de desanimarme. Ya tengo bastante preocupación encima. Ni siquiera recuerdo cómo se vuelven a encajar las dos mitades de George.

Siguió caminando escaleras abajo, delante de ellas, y desapareció en dirección a la fachada principal del edificio.

—Realmente empieza a parecer que estamos al otro lado del espejo —comentó la señorita Pym, viendo cómo la muchacha se alejaba—. Siempre he pensado que las inserciones tenían más que ver con las agujas.

—¿Inserciones? Se refiere al punto exacto en que el hueso se une al músculo. Es mucho más fácil de entender con el esqueleto delante que con las ilustraciones de un libro. Por eso Morris ha secuestrado a George. —Y soltó una risita indulgente—. Algo descaradamente audaz, viniendo de ella. Yo misma he llegado a robar algunos huesos cuando estaba en primero, pero jamás se me pasó por la cabeza la idea de llevarme a George. Es la nube más negra que amenaza la vida de las de primer curso, ¿sabe? El examen final de anatomía. Se supone que has de saberlo todo sobre el cuerpo humano antes de comenzar a ejercitarlo. Por eso es un examen de primer curso, a diferencia de otros finales. Los aseos están por aquí. Los domingos, cuando yo estaba en primero, los setos que bordean el campo de críquet estaban repletos de estudiantes escondidas y abrazadas a su ejemplar de Gray.6 Está terminantemente prohibido sacar los libros de la escuela y el domingo es el día en que se supone que hemos de socializar, tomar el té e ir a la iglesia o a pasear por el campo. Pero ninguna alumna de primero hace otra cosa durante el periodo de verano que no sea buscar un lugar tranquilo para poder estar a solas con su Gray. No es nada fácil sacar del colegio un tomo de ese calibre. ¿Lo conoce? Es aproximadamente del tamaño de esas viejas biblias familiares que reposan indefinidamente sobre la mesa de la sala de estar en cualquier casa. De hecho, llegó a extenderse el rumor de que la mitad de las alumnas de Leys estaban embarazadas, aunque finalmente resultó que todo se debió a la extraña silueta de las chicas paseándose con ese librazo bajo la ropa de los domingos.

La señorita Nash se inclinó ante los grifos y comenzó a abrirlos para llenar la bañera, produciendo un gran estruendo.

—Como todo el mundo en la escuela se baña tres y cuatro veces al día, en cuestión de minutos te puedes quedar sin agua; me temo que no llegará usted a tiempo al desayuno —explicó tratando de hacerse oír por encima del ruido. La señorita Pym pareció disgustarse como una chiquilla ante dicha perspectiva—. ¿Por qué no deja que yo me ocupe de todo? Le traeré algunas cosas en una bandeja. No, no es ningún problema, estaré encantada de hacerlo. No es necesario en absoluto que una invitada de la escuela se presente a desayunar a las ocho de la mañana, ¿no cree? Además, seguro que prefiere la tranquilidad de su habitación. —Se detuvo un instante, dejando reposar su mano en la manilla de la puerta—. Y, por favor, cambie de opinión y quédese. Será un placer para nosotras. Mucho mayor de lo que se pueda imaginar.

Sonrió y se fue.

Lucy se sumergió en el agua caliente y pensó felizmente en su desayuno. Qué maravilla no tener que mantener una conversación ni escuchar todo ese parloteo. Qué gran idea había tenido aquella encantadora joven y qué amable de su parte semejante gesto. Quizá después de todo no era mala idea quedarse uno o dos días más...

Por poco salta de la bañera cuando otro timbre volvió a sonar a escasos diez metros de donde estaba. ¡Ya había tenido bastante! Se incorporó para enjabonarse. Cueste lo que cueste estaré en Larborough para tomar el tren de las 2.41. Ni un minuto más tarde. ¡Ni un minuto!

En cuanto el ruido del timbre —presumiblemente una advertencia de cinco minutos previa a la llamada de las ocho en punto— se fue apagando nuevamente, escuchó pasos apresurados en el pasillo. La doble puerta que había a su izquierda se abrió bruscamente y al tiempo que el agua volvía a correr pudo oír una vez más el chillido de aquella voz aguda y familiar:

—¡Ay, voy a llegar tardísimo a desayunar! ¡Pero estoy empapada en sudor, querida! Ya lo sé, debería haberme quedado sentada y quietecita y dedicarme a analizar la composición del plasma, cosa que no tengo la menor idea de cómo hacer... ¡Y el examen final es el martes! Pero hacía una mañana tan hermosa. Y ahora, ¿dónde habré puesto mi jabón?

Lucy quedó muy sorprendida de que en una comunidad con actividades desde las cinco y media de la mañana hasta las ocho y media de la tarde, aún existiera alguien con la vitalidad suficiente como para entrenarse sin tener la obligación de hacerlo.

—¡Donnie, cariño, me he olvidado el jabón! Pásame el tuyo.

—¡Tendrás que esperar a que termine de enjabonarme yo! —respondió una voz plácida en comparación con el agudo tono de Dakers.

—¡Muy bien, querida, pero por favor date prisa! Ya he llegado tarde dos veces esta semana y la señorita Hodge me echó una mirada bastante inquietante la última vez. Ay, casi lo olvido, Donnie, ¿podrías hacerte cargo de mi adiposo paciente de las doce en la clínica?

—No, no podría.

—No está tan gordo como parece. Solo tienes que...

—Ya tengo a mi propio paciente, ¿sabes?

—Sí, lo sé. Pero es un chiquillo con un simple esguince en el tobillo. Lucas podría encargarse de él después de la chica con tortis colli...

—No.

—No, ya me lo temía. Ay, querida, no sé cuándo voy a poder hacer lo del plasma. ¡Y eso de las capas estomacales me supera, chica! Ni siquiera me creo que haya cuatro, ¡cuatro nada menos! Es una conspiración. La señorita Lux me dice que me fije en la tripa, pero no creo que eso pruebe nada...

—¡Ya llega el jabón!

—¡Graaacias, mi amor! Me has salvado la vida. ¡Qué bien huele, cariño! Seguro que es bien caro. —Y en ese azaroso instante de silencio se dio cuenta de que había alguien en el cubículo a la derecha del suyo—. ¿Quién está aquí al lado, Donnie?

—Ni idea, querida. Probablemente sea Gage.

—¿Eres tú, Greengage?

—No, soy la señorita Pym —respondió Lucy sobresaltada, y deseando que su voz no hubiera sonado en realidad tan remilgada como le había parecido.

—No, en serio, ¿quién es?

—La señorita Pym.

—Muy buena imitación, seas quien seas.

—Seguro que es Littlejohn —sugirió entonces la voz más dulce—. Es muy buena con las imitaciones.

—¿Eres tú, John?

La señorita Pym volvió a recostarse en la bañera en resignado silencio.

Se escuchó el sonido del agua al desplazarse bruscamente y un chapoteo de pies mojados, y las puntas de ocho dedos aparecieron entonces en el borde de la mampara que separaba ambos cubículos. A continuación, un rostro se asomó del otro lado. Era una cara alargada y pálida, parecida a la de un poni amigable, con el cabello lacio y bonito recogido en un moño sobre la nuca y sujeto de manera apresurada con una horquilla. Sin duda era una cara entrañable. Incluso en aquel momento embarazoso e incómodo, Lucy pudo comprender cómo había sido posible que Dakers hubiese llegado al último curso en Leys sin haber recibido una tunda por parte de sus exasperadas compañeras.

Primero fue el horror lo que se dibujó en el rostro de la muchacha, después un rubor salvaje encendió sus mejillas mientras, casi de inmediato, su expresión pasaba a ser más de diversión que de miedo. Súbitamente desapareció de su campo de visión y se oyó un gemido desesperado.

—¡Señorita Pym! ¡Mi querida señorita Pym! ¡Cuánto lo siento! Me pongo a sus pies... ¡Ni por un instante pensé que de verdad podría ser usted!

Lucy no pudo evitar sentir que en realidad estaba disfrutando con todo aquello.

—Espero no haberla ofendido. No terriblemente, al menos. Estamos tan acostumbradas a ver a la gente sin ropa que, que...

Lucy comprendió que la chiquilla trataba de darle a entender que lo ocurrido no tenía tanta importancia en aquel escenario como lo habría tenido en cualquier otro lugar y que, dado que en aquel instante tan solo tenía un pie fuera de la bañera, la cosa no había sido tan grave. Le dijo dulcemente que todo había sido en realidad culpa suya por haber ocupado el baño de las chicas y que la señorita Dakers no tenía por qué sentirse mal.

—¿Sabe usted mi nombre?

—Sí, querida, me despertaste esta misma mañana pidiendo a gritos un imperdible.

—¡Ay, qué catástrofe! ¡Ya no podré mirarla a la cara!

—Tengo entendido que la señorita Pym se marcha esta misma tarde en el primer tren con destino a Londres —dijo la voz del baño más distante, en un tono de mira-lo-que-has-hecho.

—Esa de ahí es O’Donnell —dijo Dakers—. Es irlandesa.

—Del Úlster —precisó O’Donnell, sin ofenderse.

—Encantada, señorita O’Donnell.

—Pensará usted que está en una casa de locos, señorita Pym. Pero no crea que todas somos como Dakers, por favor. La mayoría ya hemos madurado. Y algunas de nosotras somos incluso civilizadas. Cuando venga usted a tomar el té mañana podrá comprobarlo.

Antes de que la señorita Pym pudiera decir que no asistiría, los cubículos empezaron a verse invadidos por un murmullo apagado que rápidamente se elevó hasta convertirse en el estruendo de un gong. A semejante tumulto se unió, como si del gemido de una erinia se tratase, un nuevo lamento de Dakers, que podía oírse por encima del conjunto como el chillido de una gaviota en mitad de la tormenta. Desde luego que iba a llegar tarde. Pero se sentía tan bien tras ese baño con jabón. Le había salvado la vida. Y ahora, ¿dónde estaba el cinturón de su albornoz? ¿Sería capaz de olvidar la dulce señorita Pym todas sus meteduras de pata y aceptar que también ella era una joven sensible y una mujer adulta y civilizada? Además, todas estaban tan ilusionadas con la perspectiva de tomar el té en su compañía al día siguiente...

A toda prisa, las dos estudiantes se marcharon finalmente, dejando de nuevo a la señorita Pym con la única compañía de la moribunda vibración del gong y del borboteante sonido del agua bajando por el desagüe.

 

________

4 Del sueco, «señorita».

5 Émile Coué (1857-1926). Psicólogo francés que fundó la Escuela de Psicología Aplicada de Lorena e introdujo en psicoterapia el método de autosugestión consciente.

6 El clásico manual de anatomía de Henry Gray (1858), de referencia toda-vía para los actuales estudiantes de medicina.

3

Alas 2.41 de la tarde, cuando el tren rápido con destino Londres abandonaba la estación de Larborough con absoluta puntualidad, la señorita Pym estaba sentada sobre el césped a la sombra de un cedro preguntándose si no se habría equivocado al quedarse finalmente, aunque sin darle demasiada importancia al asunto. Se estaba muy bien en el jardín iluminado por el sol. Además reinaban el silencio y la tranquilidad pues, al parecer, las tardes de los sábados había partido y toda la escuela había acudido en masse al campo de críquet para asistir al encuentro contra el equipo de Coombe, un colegio rival del otro extremo del país. A falta de otra cosa, desde luego estas chicas eran terriblemente versátiles. Pasar de estudiar los fluidos estomacales al campo de críquet no debía de ser precisamente fácil, pero ellas parecían afrontarlo como un juego de niños.

Henrietta había ido a verla a su dormitorio después del desayuno para insistir una vez más y tratar de convencerla de que se quedase a pasar el fin de semana. «Estas chicas forman un grupo de lo más variopinto y verlas trabajar siempre es interesante». Y Henrietta tenía razón. No había pasado un minuto desde su llegada en que no hubiera sido testigo de alguna nueva faceta de su existencia tras aquellos muros. Se había sentado a la mesa en compañía del personal de la escuela, había degustado alimentos difíciles de identificar pero que sin duda formaban parte de una dieta equilibrada y había llegado a conocer superficialmente a algunos de los miembros del claustro. Henrietta presidía la mesa en soledad y deglutía su comida en un ensimismado silencio. La señorita Lux, sin embargo, era bastante habladora. La señorita Lux —angulosa, franca e inteligente— impartía teoría y, en tanto que experta en la materia, no solo exponía ideas sino también contundentes opiniones. A la señorita Wragg, instructora de gimnasia de las alumnas más jóvenes —joven, fuerte, robusta y de mejillas sonrosadas—, no se la veía con idea de nada en concreto y sus únicas opiniones eran las que escuchaba de labios de madame Lefevre. Madame Lefevre, la profesora de ballet, no hablaba mucho pero cuando lo hacía era en un tono suave como el terciopelo y nadie la interrumpía. Al otro extremo de la mesa, sentada junto a su madre, estaba fröken Gustavson, la instructora de gimnasia de último curso, que parecía no tener nada que decir.

Fue precisamente la fröken Gustavson quien atrajo las miradas de Lucy durante aquella comida. Los ojos azul pálido de la sueca eran divertidos y maliciosos, y la señorita Pym los encontró irresistibles. La corpulenta señorita Hodge, la inteligente señorita Lux, la simplona señorita Wragg, la elegante madame Lefevre, ¿qué pensaría de todas ellas aquel esbelto y pálido enigma procedente de Suecia?

Y ahora, tras pasarse la comida divagando mentalmente sobre la joven sueca, esperaba expectante la llegada de una sudamericana. «A Desterro no le gustan los deportes», le había dicho Henrietta, «de modo que le diré que te haga compañía esta tarde». Lucy no deseaba compañía alguna —estaba acostumbrada a estar sola y eso le gustaba— pero la mera idea de una mujer sudamericana en una escuela inglesa especializada en educación física despertó su curiosidad. Y cuando Nash se acercó corriendo hacia ella después de comer y le dijo: «Me temo que esta tarde se quedará usted sola si no le gusta el críquet», otra muchacha de último curso que pasaba a toda prisa le dijo: «No te preocupes, Beau, Bollito de Nuez cuidará de ella». «Ah, bien», había sido la respuesta de Beau, al parecer tan acostumbrada al apodo que parecía haber perdido todo significado.

Lucy, sin embargo, esperaba ahora ansiosa la llegada de aquel bollito y, sentada plácidamente bajo la luz del sol mientras digería las maravillas dietéticas del menú del día, reflexionó sobre aquel mote. ¿Acaso las nueces eran originarias de Brasil? Y en cualquier caso, ¿por qué ese nombre?

Una alumna de primero pasó a toda velocidad en dirección al cobertizo de las bicicletas y se volvió hacia ella dedicándole una sonrisa, entonces recordó que la había conocido esa misma mañana en el pasillo.

—¿Conseguiste devolver a George sano y salvo? —le preguntó.