La sudadera del gusano - Bram Stoker - E-Book

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Bram Stoker

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Beschreibung

La dama del sudario es una novela epistolar, narrada en primera persona a través de cartas y extractos del diario de varios personajes, pero principalmente de Rupert.
Rupert Saint Leger hereda la propiedad de su tío por más de un millón de libras, con la condición de que viva durante un año en el castillo de su tío en la Tierra de las Montañas Azules en la costa dálmata. Allí Rupert intenta ganarse la confianza de la población montañista conservadora, utilizando su fortuna para comprarles armas modernas para su lucha contra la invasión turca.
Una noche húmeda, es visitado en su habitación por una mujer pálida que lleva un sudario y busca calor. La deja secarse ante su fuego y ella huye antes del amanecer. Ella le visita varias veces de noche, y casi no hablan, pero él se enamora de ella, a pesar de pensar que es un vampiro.

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Bram Stoker

Bram Stoker

LA DAMA DEL SUDARIO

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-956-7

Greenbooks editore

Edición digital

Noviembre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-956-7
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Indice

LA DAMA DEL SUDARIO

LA DAMA DEL SUDARIO

LIBRO I

EL TESTAMENTO DE ROGER MELTON

LECTURA DEL TESTAMENTO DE ROGER MELTON Y TODO LO QUE SIGUIÓ

Relación escrita por Ernest Roger Halbard Melton, estudiante de Derecho en Inner Temple, primogénito de Ernest Halbard Melton, primogénito de Ernest Melton, hermano mayor del arriba mencionado Roger Melton y pariente suyo más próximo.

Considero cuanto menos útil —y tal vez también necesario— guardar registro completo y exacto de todo lo relacionado con el testamento de mi tío abuelo Roger Melton, q.e.p.d.

A cuyo fin permítaseme enumerar a los distintos miembros de su familia y explicar algunas de sus ocupaciones e idiosincrasias. Mi padre, Ernest Halbard Melton, era hijo único de Ernest Melton, primogénito de sir Geoffrey Halbard Melton, de Humcroft, condado de Salop, en sus tiempos juez de paz y presidente de la audiencia territorial. Mi bisabuelo, sir Geoffrey, había heredado una pequeña propiedad de su padre, Roger Melton. Por cierto, en su época el nombre se deletreaba Milton, pero mi tatarabuelo cambió la i de la primera sílaba por una e, como quiera que era un hombre práctico muy poco dado al sentimentalismo, y para que la opinión pública no lo confundiera con otros miembros de la familia de cierto individuo radical llamado Milton, que escribió poesía y fue una especie de funcionario en tiempos de Cromwell, mientras que nosotros somos conservadores. El mismo espíritu práctico que originó el cambio de ortografía en el apellido lo empujó también a meterse en negocios. Así, siendo aún joven, se hizo curtidor. A tal fin utilizó los estanques y arroyos así como los bosques de acacias de su propiedad, sita en Torraby, Suffolk, Como le fueron bien los negocios, amasó una fortuna considerable, parte de la cual

destinó a la compra de las tierras de Shropshire, que dejó en heredad con vínculo inalienable y de las que yo soy heredero por línea directa.

Además de mi abuelo, sir Geoffrey tuvo otros tres varones y una hembra, la

cual nació veinte años después de su hermano más joven. Estos hijos eran: Geoffrey, que murió —sin dejar sucesión— en el Motín Indio de Meerut en 1857, en el que empuñó la espada, aunque no era militar, para defender su vida; Roger (a quien me referiré acto seguido), y John, el último, que, al igual que Geoffrey, murió sin haber llegado a contraer matrimonio. Así pues, de la familia de cinco hijos de sir Geoffrey, solo tres han de ser aquí considerados: mi abuelo, que tuvo tres hijos —dos de los cuales, un hijo y una hija, murieron jóvenes, quedando solo mi padre—, Roger y Patience. Esta última, nacida en 1858, casó con un irlandés de nombre Sellenger —que era la manera corriente de pronunciar el nombre de St. Leger o, como ellos lo escriben, Sent Leger—, restaurado por las generaciones posteriores con la ortografía primitiva. Tipo arrojado y temerario, fue capitán de lanceros, y no le faltó la cualidad del valor

—fue distinguido con la Cruz de Victoria en la Batalla de Amoaful, en la Campaña de Ashantee—. Pero mucho me temo que careció de esa seriedad y perseverancia que, según mi padre, son los rasgos que caracterizan y adornan a nuestra familia. Dilapidó casi toda su hacienda, si bien esta no fue nunca demasiado grande, y, de no haber sido por la pequeña fortuna de mi tía abuela, en caso de que hubiera llegado a viejo habría vivido en una relativa pobreza. Relativa, y no absoluta, pues los Melton, que son personas de considerable orgullo, no habrían tolerado que la pobreza se cerniera sobre una rama de la familia. En cualquier caso, ninguno de nosotros tiene una opinión demasiado buena de esa rama.

Afortunadamente, mi tía abuela Patience solo tuvo un hijo, y el fallecimiento prematuro del capitán St. Leger (como prefiero escribir el apellido) no le permitió tener más. No volvió a casarse, aunque mi abuela trató varias veces de buscarle nuevo marido. Según me han contado, fue siempre una persona muy recta y muy altanera, reacia a rendirse a la sabiduría de sus superiores. Su único hijo heredó al parecer el carácter de la familia de su padre más bien que el de la mía. Gandul y casquivano, con frecuencia anduvo metido en líos en la escuela, intentando siempre cosas ridículas. En su calidad de jefe de la familia, y dieciocho años mayor que él, mi padre trató a menudo de amonestarlo, pero su afición a las cosas perversas y truculentas era tal que acabó desistiendo. Incluso he oído decir a mi padre que alguna vez llegó a amenazarlo con quitarle la vida.

Tenía un carácter pésimo y no sabía lo que era el respeto y la reverencia. Nadie, ni siquiera mi padre, ejercía influjo alguno sobre él —hablo de influjo bueno, por supuesto—, salvo su madre, que era de mi familia; bueno, y también otra mujer que vivía con ella, una especie de gobernanta: la tía, como la llamaba él. He aquí cómo estaban las cosas: El capitán St. Leger tenía un hermano pequeño, que realizó un casamiento ruinoso con una muchacha escocesa siendo ambos muy jóvenes. No tenían nada de qué vivir, salvo lo que el temerario lancero les daba —y este no tenía prácticamente nada—, y ella estaba « in albis» (esta es, creo saber, la manera poco cortés como los escoceses llaman a la carencia de dote). Sin embargo, según he oído, ella era de una vieja y en parte buena familia venida a menos —por usar una expresión que, sin embargo, no debería utilizarse precisamente con relación a una familia o persona que nunca tuvo el dinero suficiente como para luego poder tener mucho menos—. Menos mal que los MacKelpie —tal era el nombre de soltera de Mrs. St. Leger— eran famosos, al menos por lo que al aspecto bélico se refería. Habría sido demasiado humillante para nuestra familia haber entroncado, aunque fuera por el lado materno, con otra familia sin posibles y sin campanillas. El simple pelear no ennoblece a una familia, en mi opinión. Los soldados no son todo, por mucho que se lo crean. En nuestra familia hemos tenido hombres que pelearon, pero yo nunca he oído hablar de nadie que peleara porque quería hacerlo. Mrs. St. Leger tenía una hermana; por suerte, solo hubo estos dos retoños en la familia, pues, de lo contrario, todos habrían tenido que ser mantenidos con el dinero de mi familia.

Mr. St. Leger, que era un simple subalterno, perdió la vida en Maiwand; y su mujer se quedó sin un penique. Sin embargo, esta murió —la hermana divulgó el bulo de que fue a consecuencia del duro golpe y el desconsuelo subsiguiente— afortunadamente antes de que naciera el hijo que esperaba. Todo esto sucedió cuando mi primo —o, más bien, el primo de mi padre y tío segundo mío, para ser más precisos— era todavía un pequeñajo. Su madre mandó luego buscar a Miss MacKelpie, la cuñada de su cuñado, para que viniera a vivir con ella, cosa que esta hizo —los pobres no pueden elegir—, y le ayudó en la educación del joven St. Leger.

Recuerdo que en cierta ocasión mi padre me dio un soberano por una observación ingeniosa que hice sobre ella. Yo era un niño a la sazón; no debía tener más de trece años de edad. Pero los miembros de nuestra familia han sido siempre inteligentes desde muy jóvenes, y mi padre me contaba muchas cosas sobre la familia St. Leger. Por supuesto, mi familia no había visto a nadie de esta

rama desde la muerte del capitán St. Leger —el círculo al que pertenecemos no se preocupa de los parientes pobres—, y mi padre me estaba explicando lo que pintaba en ella Mrs. MacKelpie. Debió de ser una especie de niñera, pues Mrs. St. Leger le dijo en cierta ocasión que le había sido de grandísima ayuda para criar a su hijo.

—¡Entonces, padre —dije—, si ella ayuda a criar niños pequeños debería llamarse más bien Miss MacSkelpie!

Cuando Rupert, mi tío segundo, tenía doce años, murió su madre, a la que estuvo llorando más de un año. Pero Miss MacSkelpie siguió viviendo con él en la casa. ¡Cómo se iba a largar! ¡Cómo se iba a volver a su chamizo si podía vivir en una casa mejor pegando la gorra! Al ser mi padre el jefe de la familia, era, por supuesto, uno de los fideicomisarios del joven, al igual que su tío Roger, hermano del testador. El tercero era el general MacKelpie, un terrateniente escocés empobrecido que tenía grandes extensiones de terreno sin valor en Croom, en el condado de Ross. Recuerdo que mi padre me dio un billete nuevo de diez libras esterlinas cuando lo interrumpí, mientras me estaba contando lo de la falta de previsión del joven St. Leger, para puntualizarle que estaba confundido en cuanto a las tierras. Por lo que oí sobre las tierras de MacKelpie, estas solo producían una cosa; al preguntarme mi padre de qué cosa se trataba, le contesté: «¡Hipotecas!». Yo sabía que mi padre había comprado, no hacía mucho tiempo, un montón de ellas a un precio que un compañero mío de Facultad, que era de Chicago, solía llamar «de risa». Al reconvenir a mi padre por habérsele ocurrido comprarlas, deteriorando con ello la herencia familiar que en su día pasaría a mí, me dio esta astuta contestación, que no he olvidado desde entonces:

—Lo hice para mantener mejor controlado al osado general, en caso de que alguna vez planteara algún problema. Y, en caso de que ocurriera lo peor, Croom siempre es un buen terreno para los urogallos y los ciervos. —Poca gente le gana a mi padre en previsión.

Cuando mi primo Rupert St. Leger —lo llamaré primo en lo sucesivo en la presente relación para evitar que alguna persona malintencionada que la pueda leer en el futuro piense que quería mofarme de su posición un poco oscura al insistir en la lejanía de su parentesco respecto de mi familia— quiso cometer cierto acto sandio en el plano financiero, vino a ver a mi padre, presentándose en nuestra propiedad de Humcroft en un momento inoportuno, sin previa autorización y sin ni siquiera haber tenido la cortesía de avisar diciendo que venía a vernos. Yo no era entonces más que un crío de seis años de edad, pero no

pude por menos de reparar en su aspecto desastrado. Venía manchado de polvo y desgreñado. Al verlo mi padre —entré en el estudio con él—, exclamó horrorizado:

—¡Qué horror! —Y más se horrorizó aún cuando el muchacho reconoció bruscamente, en respuesta al saludo de mi padre, que había viajado en tercera clase. Por supuesto, todos mis familiares han viajado siempre en primera clase; y nuestra servidumbre viaja incluso en segunda. Mi padre se enfadó muchísimo cuando confesó haber llegado andando desde la estación.

—¡Bonito espectáculo para mis arrendatarios y comerciantes! ¡Ver a mi…, a un pariente mío, por lejano que este sea, arrastrando los pies, como un pordiosero, por el camino que conduce a mi propiedad! ¡Camino que, por cierto, mide dos millas y cinco yardas y media! No cabe duda de que eres un joven sucio e insolente. —La verdad es que Rupert (no puedo llamarlo primo aquí) se había pasado de insolente con mi padre.

—He venido andando, señor, porque no tenía dinero; pero le aseguro que no he pretendido ser insolente. He venido simplemente aquí porque quería pedirle consejo y ayuda, no porque sea usted persona importante y tenga un camino de entrada a su casa muy largo —como he podido comprobar demasiado bien—, sino simplemente porque usted es uno de mis fideicomisarios.

—¿Yo fideicomisario tuyo, amiguito? —exclamó mi padre, interrumpiéndolo

—. ¿Yo fideicomisario tuyo?

—Disculpe, señor —dijo sin inmutarse—. Quería decir fideicomisario del testamento de mi querida madre.

—¿Y qué tipo de consejo, si puede saberse —repuso mi padre—, busca usted de uno de los fideicomisarios del testamento de su querida madre? —Rupert se puso colorado, e iba a decir algo improcedente —lo adiviné por su mirada—; pero luego se contuvo y dijo con el mismo tono ecuánime:

—Quiero su consejo, señor, sobre cuál sería la mejor manera de hacer algo que me gustaría hacer y que, como quiera que soy menor de edad, no puedo hacer por mí mismo, sino que tiene que hacerse a través de los fideicomisarios del testamento de la madre.

—¿Y qué tipo de ayuda desea? —preguntó mi padre, llevándose la mano al bolsillo. Yo sé qué tipo de acción significa esto cuando estoy hablando con él.

—La ayuda que deseo —dijo Rupert, poniéndose más colorado que nunca— es la ayuda propia de… de un fideicomisario. Es para llevar a cabo lo que quiero hacer.

—¿Y de qué se trata exactamente? —preguntó mi padre.

—Me gustaría, señor, hacer cesión de mi herencia a favor de mi tía Janet…

—Mi padre le interrumpió con la siguiente pregunta (obviamente, había recordado mi burla):

—¿A favor de Miss MacSkelpie? —Rupert se puso aún más colorado, y yo miré a otra parte: no quería que me viera reír. Él prosiguió sosegadamente:

—¡ MacKelpie, señor! Mis Janet MacKelpie, mi tía, que siempre ha sido muy buena conmigo, y a quien amaba tanto mi madre… Quiero hacer cesión a su favor del dinero que me dejó mi querida madre. —Mi padre ciertamente quería que el asunto tomara unos derroteros menos serios, pues los ojos de Rupert estaban relucientes de lágrimas, aún no vertidas; así, tras una pequeña pausa, dijo con una indignación que yo sabía simulada:

—¿Tan pronto te has olvidado de tu madre, Rupert, que ya quieres desprenderte del postrer regalo que te hizo? —Rupert estaba sentado, pero se puso de pie como un resorte y se enfrentó a mi padre con el puño cerrado. Ahora estaba completamente pálido, y sus ojos parecían tan fieros que pensé que le iba a golpear. Habló con una voz tan vigorosa y profunda que no parecía la suya:

—¡Señor! —aulló. Supongo, si fuera escritor (lo que, gracias a Dios, no soy, pues no tengo necesidad de dedicarme a trabajos de medio pelo), que escribiría

«atronó». «Atronó» tiene una letra más que «aulló», y, por supuesto, ayudaría a ganar el penique que el escritor obtiene por una línea. Mi padre se quedó también pálido, y permaneció completamente inmóvil. Rupert lo miró fijamente durante medio minuto, un tiempo que me pareció más largo entonces, y de repente sonrió mientras se volvía a sentar.

—Disculpe —agregó—. Claro, usted no entiende de estas cosas. —Y siguió hablando, antes de que mi padre tuviera tiempo para reaccionar—: Pero volvamos a los negocios. Como usted no parece seguirme, permítame que le explique que es precisamente porque no olvido por lo que quiero hacer eso. Recuerdo el deseo de mi querida madre de hacer feliz a tía Janet, y quisiera imitarla en esto.

—¿Tía Janet? —exclamó mi padre, soltando una risita más que fundamentada ante su ignorancia—. No es tía tuya. Y, para que lo sepas, su propia hermana, que se casó con tu tío, fue solo tía tuya por cortesía. —No pude por menos de notar que Rupert quería ser desagradable con mi padre, aunque sus palabras fueron perfectamente educadas. Si yo le hubiera llevado los años que él me llevaba, me habría abalanzado sobre él; pero era un tipo bastante grande para

su edad. Yo, sin embargo, soy más bien delgado. Mi padre dice que la delgadez es un « apanage de buena cuna».

—Mi tía Janet, señor, es tía mía por amor. La cortesía es una palabrita que se queda muy corta comparada con la devoción que ella ha mostrado con nosotros. Pero yo no quiero molestarlo con tales cosas, señor. Supongo que las relaciones de parentesco por el otro lado de mi familia no le conciernen particularmente.

¡Yo soy un Sent Leger! —Mi padre pareció cogido por sorpresa. Permaneció un rato sentando antes de hablar.

—Bien, Mr. St. Leger, reflexionaré sobre este asunto unos momentos y le daré a conocer dentro de un rato mi decisión. Entre tanto, ¿no quiere comer algo? Supongo que ha debido levantarse muy temprano. ¿No ha tomado nada para desayunar? —Rupert sonrió con bastante cordialidad:

—Eso es cierto, señor. No he probado bocado desde la cena de anoche, y estoy que me muero de hambre. —Mi padre tocó la campanilla, y dijo al lacayo que había asomado que fuera a buscar al ama de llaves. Cuando esta acudió, mi padre le dijo:

—Mrs. Martindale, llévese a este joven a su habitación y sírvale algo de desayunar. —Rupert permaneció muy tranquilo durante unos segundos. Su rostro había vuelto a enrojecer después de su palidez. Luego se inclinó ante mi padre y siguió a Mrs. Martindale, que salía ya por la puerta.

Casi una hora después, mi padre mandó a un criado para que le dijera que ya podía venir al estudio. Mi madre estaba también allí —yo había venido con ella

—. El criado volvió y dijo:

—Señor, Mrs. Martindale desea saber, con sus debidos respetos, si puede hablar un momento con usted. —Antes de que pudiera contestar mi padre, mi madre le dijo que la hiciera entrar. El ama de llaves no podía estar muy lejos — este tipo de personas suelen estar pegadas a los ojos de las cerraduras—, pues se presentó al punto. Cuando apareció, se quedó en la puerta haciendo reverencias y con el rostro pálido. Mi padre dijo:

—¡A ver, qué pasa! —Mi padre tiene una manera muy severa de tratar a los criados. Cuando yo sea el jefe de la familia, los trataré a patadas. Es la mejor manera de ganarse su total sumisión.

—Si permite que le diga, señor, me llevé al joven gentilhombre a mi cuarto y ordené que le prepararan un buen desayuno, pues se notaba que tenía mucha hambre: ¡un joven que está creciendo, como él, y tan alto! El desayuno llegó al punto. ¡Y vaya desayuno tan bueno! Solo el olorcillo daba hambre a cualquiera.

Había huevos, jamón y riñones a la parrilla, café y tostada con mantequilla, y pastel de arenque.

—No nos dé la lata hablándonos de desayunos —exclamó mi madre—. Siga contando.

—Cuando ya estaba todo preparado, y la doncella se había ido, acerqué una silla a la mesa y dije: «Señor, su desayuno está listo». Él se levantó y dijo:

«Gracias, señora; es usted muy amable», y me hizo una reverencia, como si yo fuera una dama, señora.

—Siga —conminó mi padre.

—Luego, señor, alargó la mano y dijo: «Adiós, y gracias», y cogió su gorra.

»“Pero ¿no va a tomar nada para desayunar, señor?”, le pregunto yo. “No, gracias, señora”, me dice él. “Yo no podría comer aquí…, quiero decir en esta casa”. Bueno, señora, parecía tan desvalido que el corazón se me enterneció, y me aventuré a preguntarle si había alguna cosa en este mundo que pudiera hacer por él.

»“Dígame, querido joven”, me aventuré a decirle, “yo soy una mujer ya mayor, y usted no es más que un muchacho, aunque se ve que va a ser todo un caballero, al igual que su querido y excelente padre, a quien recuerdo muy bien, y gentil como su pobre madre”.

»“Es usted muy amable”, dijo, y entonces tomé su mano y la besé, pues recuerdo perfectamente a su pobre y querida madre, que murió hace solo un año. En fin, en esto que apartó su cabeza, y cuando lo cogí por un hombro y lo hice volverse hacia mí —es muy joven aún, señora, pese a lo grandote que está—, vi que unas lágrimas estaban rodando por sus mejillas. Así pues, dejé reposar su cabeza sobre mi pecho —yo tengo también hijos, como usted sabe, señora, aunque todos están ahora fuera—. Él aceptó mi afecto y estuvo unos momentos sollozando. Luego se enderezó, y yo seguí respetuosamente a su lado.

»“Diga a Mr. Melton”, me dijo, “que no quiero molestarlo con lo del fideicomiso”.

»“Pero ¿no se lo dirá usted mismo, cuando lo vea ahora?”, le pregunté.

»“Ya no lo voy a ver”, me dice; “me marcho ahora mismo”.

»En fin, señora, yo sabía que no había desayunado, aunque estaba hambriento, y que volvería a pie, como había venido, por lo que me aventuré a decirle:

»“Si no lo considera una falta de respeto, señor, ¿puedo hacer algo yo para que su regreso resulte menos penoso? ¿Tiene dinero suficiente, señor? Si no,

¿puedo darle, o prestarle, un poco? Será para mí un gran orgullo poder hacerlo”.

»“Sí”, me dice con toda la espontaneidad del mundo. “Si quiere, podría prestarme un chelín, pues no tengo dinero. Nunca lo olvidaré”. Y, mientras cogía la moneda, añadió: “Le devolveré el dinero, aunque nunca podré devolverle la amabilidad. Aceptaré la moneda”. Cogió el chelín, señor —no quiso nada más— y luego me dijo adiós. En la puerta se volvió y avanzó hacia donde yo estaba, y me echó los brazos al cuello, como hacen los niños pequeños, mientras decía: “Mil gracias, Mrs. Martindale, por su infinita bondad, por su simpatía y por la manera como ha hablado de mi padre y mi madre. Usted me ha visto llorar, Mrs. Martindale”, dijo. “Yo lloro muy pocas veces. La última vez fue cuando volví solo a casa tras el entierro de mi pobre madre. Pero ni usted ni ninguna otra persona volverá a ver una lágrima mía”. Tras lo cual, enderezó sus grandes hombros e irguió su hermosa y altiva cabeza, y se marchó. Yo lo vi por la ventana alejarse de la finca a grandes zancadas. ¡Vaya que si tiene orgullo ese chico, señor! Un auténtico honor para su familia, señor, permítame que le diga con todos mis respetos. Y ese orgulloso mozalbete se ha ido con el estómago vacío, y estoy segura de que nunca se servirá de ese chelín para comprar comida.

Como era de suponer, mi padre no podía aceptar aquellas apreciaciones y le hizo la siguiente precisión:

—Permítame que le diga que no pertenece a mi familia. Es cierto que está emparentado con nosotros por el lado materno; pero nosotros no lo consideramos, ni a él ni a su rama, de la familia. —Dicho lo cual, le dio la espalda y se puso a leer un libro. Aquello fue un claro desaire para ella.

Pero mi madre tenía aún algo que decirle a Mrs. Martindale antes de que se retirara. Mi madre tiene también bastante orgullo y no tolera la insolencia de parte de los inferiores, y la conducta del ama de llaves le pareció un tanto presuntuosa. Por supuesto, mi madre no es enteramente de nuestra clase, aunque el suyo es también un linaje muy digno y enormemente rico. Mi madre pertenece a la familia de los Dalmallington, famosa en el negocio de la sal y que adquirió un título de nobleza cuando los conservadores salieron del gobierno. Así pues, dijo al ama de llaves:

—Mrs. Martindale, creo que no voy a necesitar sus servicios de aquí en adelante. Y como no albergo a los criados en mi casa cuando los despido, aquí tiene lo que se le debe hasta la fecha, día veinticinco de mes, más otro mes en concepto de despido. Firme ahora este finiquito. —Esto último lo dijo mientras redactaba el documento. La otra lo firmó sin decir palabra, y luego se lo

devolvió. Parecía completamente atónita. Mi madre se levantó y, como hace siempre que está enojada, salió precipitadamente de la estancia.

Consignaré, antes de que se me olvide, que el ama de llaves despedida fue contratada aquel mismo día por la condesa de Salop. Puedo decir a modo de explicación que el conde de Salop, K. G., que es primer magistrado del condado, está celoso de la posición de mi padre y de su creciente influencia. Mi padre va a presentarse a las próximas elecciones por el bando conservador, y está seguro de ser nombrado barón dentro de muy poco tiempo.

Carta del comandante general sir Colin Alexander MacKelpie, VC., K. C. B., residente en Croom, Ross, N. B., a Mr. Rupert Sent Leger, 14, Newland Park, Dulwich, Londres, S. W.

4 de julio de 1892

Querido ahijado:

Siento profundamente no poder aceptar tu deseo de traspasar a Miss Janet MacKelpie la herencia que te legó tu madre, de la que soy fideicomisario. Permíteme decirte antes de nada que, de haberme sido esto posible, habría considerado un privilegio satisfacer tu petición, y no porque la persona a quien deseas nombrar beneficiaría sea parienta próxima mía. He aquí el verdadero obstáculo que se opone a ello: Yo he aceptado un fideicomiso realizado por una dama honorable a favor de su hijo único habido de un hombre de honor intachable y amigo ínclito mío, hijo que ostenta un rico legado de honorabilidad por parte de ambos padres y que, estoy seguro, querrá un día ver retrospectivamente su vida como algo digno de sus padres y de aquellos en quienes sus padres confiaron. Pero también estoy seguro de que comprenderás que, si bien estoy libre para otorgar lo que sea a cualquier otra persona, mis manos están atadas en este caso particular.

Y ahora déjame que te diga, mi querido joven, que tu carta me ha deparado un placer enorme. Es para mí una delicia indescriptible descubrir en el hijo de tu padre —un hombre a quien amé, y un joven a quien amo— la misma generosidad de espíritu que hizo de tu padre un ser tan querido entre todos sus compañeros, tanto viejos como jóvenes. Ocurra lo que ocurra, siempre me sentiré orgulloso de ti; y si la espada de un soldado —es lo único que tengo— puede servirte alguna vez de algo, esta, y la vida de su dueño, son, y lo serán siempre, tuyas mientras me quede vida.

Me entristece pensar que Janet no pueda, merced a una acción mía, disponer de ese desahogo y solaz de espíritu que suelen acompañar a la independencia financiera. Pero, mi querido Rupert, ya solo faltan siete años para que seas mayor de edad. Entonces, sí sigues con el mismo pensamiento —y estoy seguro

de que así será—, serás dueño de tu propia vida y podrás hacer libremente lo que desees. Entre tanto, para proteger, en la medida de mis posibilidades, a mi querida Janet contra cualquier posible desgracia, he dado órdenes a mí agente para que le remita semestralmente la mitad justa de los ingresos que puedan originarse de cualquier forma de propiedad mía en Croom, Siento decir que dicha propiedad se encuentra fuertemente hipotecada; pero confío en que, de lo que hay —o pueda haber— libre de las cargas derivadas de la hipoteca, le quede a ella al menos un poco. Mi querido joven, te digo con total franqueza que es para mí un verdadero placer el que tú y yo coincidamos en un nuevo aspecto de la misma comunidad de fines. Siempre he sentido por ti el mismo cariño que habría sentido por un hijo mío. Permíteme ahora que te diga que has actuado como me habría gustado que actuara un hijo mío, de haber tenido yo esa suerte, Que Dios te bendiga, mi ahijado querido.

Tuyo afectísimo, COLIN ALEX. MACKELPIE

Carta de Roger Melton, de Openshaw Grange, a Mr. Rupert Sent Leger, 14, Newland Park, Dulwich, Londres S. W.

1 de julio 1892

Querido sobrino:

Recibí la tuya del pasado 30. Tras considerar detenidamente el asunto en ella expuesto, he llegado a la conclusión de que mi deber como fideicomisario no me permite dar cumplida satisfacción a tu deseo. Déjame que te explique. Al hacer su testamento, la testadora pretendió que toda la fortuna que tenía a su disposición se utilizara para procurarte a ti, su hijo, todos los beneficios que produjera anualmente. A este fin, y en previsión de posibles derroches o imprudencias por tu parte, así como de cualquier acto de generosidad, por meritorio que esto sea, que pudieran empobrecerte y, por tanto, tornar vanas sus benévolas intenciones para con tu educación y bienestar futuros, no puso la sucesión directamente en tus manos ni te dejó actuar como podrías haberte sentido inclinado a hacer. Antes al contrario, confió el grueso de la misma en manos de hombres que ella consideró suficientemente resueltos y firmes para llevar a cabo sus intenciones, inclusive contra cualquier halago o presión que pudiera producirse en sentido contrario. Como su intención era, pues, que los fideicomisarios nombrados a tal fin utilizaran en beneficio tuyo los intereses devengados anualmente por el capital disponible, y solo esos (como se especifica en el testamento), con el fin de que, una vez alcanzada tu mayoría de edad, el capital a nosotros confiado te sea entregado en su integridad, considero un deber ineludible atenerme exactamente a las directrices recibidas. No me cabe la menor duda de que mis cofideicomisarios enfocarán este asunto exactamente de la misma manera que yo. En las circunstancias actuales, pues, los fideicomisarios tenemos un único e indiviso deber no solo hacia ti en cuanto objeto de las voluntades de la testadora, sino también hacia cada uno de nosotros por lo que se refiere a la manera de cumplir dicho deber. Así pues, estimo que no estaría en consonancia con el espíritu del fideicomiso, ni con nuestras propias ideas, aceptar que alguno de nosotros tomara alguna medida personal que

implicara, o pudiera implicar, la oposición terminante de cualquiera de los demás cofideicomisarios. Espero te hagas cargo de que el tiempo que debe transcurrir para que llegues a la posesión absoluta de tu herencia es, en realidad, bastante limitado. Según lo estipulado en el testamento, tendremos que hacer cesión de nuestro fideicomiso una vez hayas alcanzado la edad de los veintiún años, para lo cual solo faltan siete años. Pero, hasta entonces, si bien a mí me gustaría satisfacer tus deseos si eso pudiera ser, he de atenerme al compromiso contraído. Cuando se cumpla el susodicho plazo, serás perfectamente libre para desprenderte de tu herencia sin protesta ni comentario de ser humano alguno.

Y ahora, tras haber expresado lo más claramente posible las limitaciones que me atan respecto al cuerpo de tu herencia, permíteme decirte que, de cualquier otra manera que esté en mi poder o discreción, me será sumamente grato ver tus deseos cumplidos en lo que de mí dependa. En efecto, utilizaré todos los influjos que estén en mi poder para inducir a mis cofideicomisarios a adoptar una postura afín a tus deseos. A mi particular parecer, eres perfectamente libre para utilizar tu herencia según Dios te dé a entender. Pero hasta que no hayas alcanzado la mayoría de edad solo tienes libertad para disponer de lo que renten los intereses anuales, no del cuerpo de la herencia vitalicia que te legó tu madre. Con relación a dichos intereses, los fideicomisarios tenemos, por nuestra parte, el encargo ineludible de que se empleen para fines de tu manutención, vestido y educación. En cuanto a lo que pueda sobrar de cada semestre, serás libre para actuar según tu propia discreción. Una vez que todos los fideicomisarios hayamos recibido de ti la autorización preceptiva para que este resto, o una parte del mismo, sea abonado a Miss Janet MacKelpie, yo me encargaré de que tu deseo en este sentido se vea plenamente cumplido. Debes creer que es nuestro deber proteger el cuerpo de la herencia y que, a este fin, no podemos considerar ninguna instrucción que la ponga en peligro. Pero ahí acaba nuestra garantía. Durante nuestro fideicomiso solo podemos tratar con dicho cuerpo legado. Más aún, para que no se produzca ningún error por tu parte, solo podemos considerar instrucciones generales que no hayan sido revocadas. Tú eres, y debes ser, completamente libre para modificar tus instrucciones o autorizaciones en cualquier momento. Así, tu documento definitivo deberá servirnos de guía.

En cuanto al principio general que subyace a tu deseo, no tengo nada que

objetar. Sé que tus intenciones están guiadas por la generosidad, y creo sinceramente que se hallaban en perfecta consonancia con los que siempre han sido los deseos de mi hermana. De haber seguido ella con vida —ojalá así fuera

—, y haber tenido que pronunciarse sobre tus intenciones, estoy convencido de que las habría aprobado. Así pues, mi querido sobrino, si tú lo apruebas, me complacerá sobremanera, por amor a ella así como a ti, trasferir a tu cuenta (quedando esto solo entre nosotros dos), pero de mi exclusivo bolsillo, una suma igual a la que tú quisieras que se trasfiriera a Mis Janet MacKelpie. Espero tu contestación para saber cómo he de proceder a este respecto.

Haciendo votos por que te encuentres perfectamente, te abraza cariñosamente

tu tío que te quiere, ROGER MELTON

A Mr. Rupert Sent Leger

Carta de Rupert Sent Leger a Roger Melton.

5 de julio de 1892

Querido tío:

Gracias de todo corazón por su amable carta. Comprendo perfectamente lo que me dice, y ahora veo que no debería haberle pedido, en su calidad de fideicomisario, una cosa semejante. Veo con claridad cuál es su deber y comparto su opinión al respecto. Le adjunto una carta dirigida a mis fideicomisarios, en la que les pido paguen anualmente, hasta nueva notificación, a Miss Janet MacKelpie, a la dirección indicada, todo el dinero que pueda restar de los intereses de la herencia de mi madre tras ser deducidos los gastos que crean razonables para mi mantenimiento, vestido y educación, junto con una suma de una libra esterlina al mes, que era la cantidad que mi querida madre me daba siempre para mi uso personado «dinero de bolsillo», como ella lo llamaba.

Con respecto a su amabilísimo y generosísimo ofrecimiento de dar a mi querida tía Janet la suma que yo mismo le habría dado, de haber estado ello en mi poder, se lo agradezco de todo corazón, tanto en nombre de mi querida tía (a quien, por supuesto, no mencionaré el asunto a no ser que usted me lo autorice expresamente) como en el mío. Pero, sinceramente, creo que será mejor no ofrecérsela. Tía Janet es una mujer muy orgullosa y no aceptaría ningún

beneficio. Conmigo, por supuesto, actúa de manera distinta, pues desde que yo era pequeño ella ha sido como otra madre para mí, y yo la quiero muchísimo. Como mi madre ha muerto —y, por supuesto, ella lo era absolutamente todo para mí—, no ha habido ninguna otra persona más querida; y en un amor como el nuestro el orgullo no tiene, naturalmente, cabida alguna. Gracias de nuevo, querido tío, y que Dios le bendiga.

Le abraza cariñosamente su sobrino,

Rupert Sent Leger

RELACIÓN DE ERNEST ROGER HALBARD MELTON - CONTINUACIÓN

Y ahora trataremos del que queda de los hijos de sir Geoffrey, Roger. Fue el tercer hijo y el tercer varón, pues la única hija, Patience, nacería veinte años después del último de los cuatro varones. Acerca de Roger referiré todo lo que he oído decir de él a mi padre y a mi abuelo. A mi tía abuela no le oí decir nada

—yo era muy pequeño cuando ella murió—; recuerdo haberla visto solo una vez: una mujer muy alta, y guapa, de poco más de treinta años, de pelo muy oscuro y ojos claros. Creo que eran o grises o azules, no estoy seguro del color exacto. Parecía muy orgullosa y altiva, pero he de decir que fue muy buena conmigo. Recuerdo haberme sentido muy celoso de Rupert por tener una madre tan distinguida. Rupert tenía ocho años más que yo, y yo tenía miedo de que me pegara si decía algo que no le gustara. Así que yo guardaba silencio salvo cuando me olvidaba de hacerlo, y Rupert decía con muy poca amabilidad, y creo también que injustamente, que yo era «un pequeño animal resentido». Aún no he olvidado aquello, ni creo que lo olvide jamás. Sin embargo, no importa demasiado lo que él dijera o pensara. Él está —si es que está en alguna parte— donde nadie puede encontrarlo, sin ningún dinero ni nada, pues el poco que tenía decidió dárselo, al alcanzar la mayoría de edad, a la MacSkelpie. Ya había querido dárselo al morir su madre, pero mi padre, que era fideicomisario, se

negó a ello; y tío Roger, como lo llamaré aquí, que es otro fideicomisario, creía que los fideicomisarios no tenían poder para permitir a Rupert tirar por la borda su matrimonio, como yo lo llamé, haciendo una broma ante mi padre cuando él lo llamó patrimonio. El viejo sir Colin MacSkelpie, el tercero de los fideicomisarios, dijo que no podía intervenir en la concesión de semejante permiso, dado que la MacSkelpie era parienta directa suya (su sobrina, para más datos). Es un viejo bastante rudo, lo puedo asegurar. Recuerdo cierta ocasión en que no recordaba su parentesco y hablé de los MacSkelpie, y él me soltó un sopapo tal que di con mis huesos en el otro lado de la habitación. Su escocés es muy cerrado. Recuerdo que dijo: «Procura tener un mínimo de educación, pequeño mamarracho, y no faltar al respeto a tus mayores o, de lo contrario, te arrancaré una oreja». Mi padre, lo recuerdo bien, se enfadó muchísimo, pero no dijo nada. No se le hurtaba, sin duda, que el general tenía una Cruz de Victoria y era amigo de batirse en duelo; y, para dejar bien claro que mi comportamiento no era culpa suya, también él me retorció —a mí— una oreja, ¡y encima la misma que había recibido el sopapo! ¡Supongo que creía hacer así justicia! Pero es justo decir que posteriormente lo compensó. Cuando el general se hubo marchado, me dio un billete de cinco libras esterlinas.

No creo que tío Roger aprobara particularmente la manera como se condujo

Rupert con la herencia de su madre, pues creo que no lo ha vuelto a ver desde entonces hasta el día de hoy; aunque tal vez esto se haya debido al hecho de que Rupert se largara poco después. Pero ya hablaré de eso cuando trate expresamente de él. En realidad, ¿por qué iba mi tío a preocuparse por él? Después de todo, no es un Melton, mientras que yo voy a ser el jefe de la familia

—por supuesto, cuando el Señor crea oportuno llamar a mi padre a Su seno—. Tío Roger tiene muchísimo dinero, y nunca se ha casado; así, si decidiera dejarlo a quien en buena lógica le corresponde, no tendría ningún quebradero de cabeza a la hora de hacer su testamento. Amasó su gran fortuna en lo que él llama «el negocio del oriente». Esto, por lo que se me alcanza, incluye el oriente medio y los países situados más hacia el este. Sé que posee lo que en el mundo del comercio llaman «casas» repartidas por toda suerte de lugares: Turquía, Grecia y toda la zona circundante; Marruecos, Egipto, sur de Rusia, Tierra Santa, Persia, India y zona circundante; y, finalmente, el Quersoneso, China, Japón y las islas del Pacífico. No se puede pedir a un terrateniente, como yo, que sea experto en temas mercantiles; pero no cabe duda de que mi tío posee —o, ay, tengo que decir «poseyó»— una vasta extensión de la Tierra. Tío Roger era un hombre

demasiado antipático, y de no haber sido porque desde pequeño me dijeron machaconamente que tratara de ser amable con él, no me habría atrevido nunca a hablarle. Pero cuando yo era niño, mi padre y mi madre —especialmente mi madre— me obligaban a ir a verle y a mostrarme cariñoso con él. Que yo recuerde, él no se mostró nunca educado conmigo: ¡el viejo gruñón! Pero tampoco vio nunca a Rupert, por lo que supongo que este se encuentra completamente fuera de juego, al menos por lo que al testamento se refiere. La última vez que vi al viejo se mostró decididamente rudo conmigo. Me trató como a un niño, aunque ya andaba rondando los dieciocho años. Entré en su despacho sin llamar a la puerta, y él, sin levantar la vista de su mesa, donde se hallaba escribiendo algo, me dijo: «¡Fuera de aquí! ¿Cómo se te ocurre molestarme cuando estoy ocupado? ¡Fuera, maldita sea!». Yo esperé donde estaba, listo para fulminarlo con mi mirada cuando él levantara la suya, pues no puedo olvidar que, cuando muera mi padre, yo seré el jefe de la familia. Pero, cuando levantó la cabeza, no hubo fulminamiento posible. Y él me dijo con absoluta frialdad:

—Ah, eres tú… Creí que era uno de mis ayudantes. Siéntate, si quieres hablar conmigo, y espera a que acabe. —Así pues, tomé asiento y esperé. Mi padre siempre dijo que hay que tratar de ser conciliador y agradar a mi tío. Mi padre es un hombre muy precavido, y tío Roger tiene muchísimo dinero.

Pero no creo que tío Roger sea todo lo astuto que cree ser. A veces comete errores terribles en los negocios. Por ejemplo, hace unos años compró una propiedad enorme en el Adriático, en un país que llaman «El país de las Montañas Azules». Por lo menos, él dice que la compró. Eso contó a mi padre confidencialmente. Pero no le enseñó ningún título de propiedad, y mucho me temo que «se la hayan dado con queso». Mal asunto para mí, pues mi padre cree que pagó una enorme suma por esas tierras, y, como yo soy su heredero natural, eso reduce sus bienes disponibles en buena parte.

Y ahora, algo más acerca de Rupert. Como ya he dicho, se marchó del país cuando tenía unos catorce años, y no volvimos a oír hablar de él durante muchos años. Cuando nosotros —o, más bien, mi padre— volvimos a oír hablar de él, no fueron cosas particularmente buenas las que oímos. Había zarpado como grumete en un barco que debía rodear el Cabo de Hornos. Luego se unió a varias partidas de exploradores: en el centro de la Patagonia, en Alaska y en las Islas Aleutianas sucesivamente. Después atravesó América Central, y luego pasó a África occidental, las islas del Pacífico, la India y un sinfín de otros lugares.

Todos conocemos la sabiduría del adagio que dice: «piedra movediza nunca moho la cobija», y, ciertamente, si el moho posee algún valor, primo Rupert morirá en la pobreza. En efecto, nada podrá ser perdurable ante su necia y vana inutilidad. Baste recordar cómo, apenas alcanzada la mayoría de edad, hizo cesión de toda la pequeña fortuna de su madre a la MacSkelpie… Estoy seguro de que a tío Roger, aunque no hizo a mi padre ningún comentario al respecto — como jefe de la familia, debería, por supuesto, haber sido informado del asunto

—, esto no debió hacerle ninguna gracia. Opino que mi madre, que posee una pequeña fortuna propia y ha tenido la sagacidad de mantenerla bajo su propio control —como yo la voy a heredar, y no forma parte del patrimonio familiar, soy en este aspecto casi imparcial—, se ha conducido de manera mucho más perspicaz. En cualquier caso, nosotros nunca tuvimos una buena opinión de Rupert; pero, ahora que va camino de convertirse en un pobre de solemnidad, y por tanto en un engorro peligroso, lo consideramos un elemento completamente extraño. Sabemos de qué pie cojea. Por mi parte, yo lo detesto y desprecio. Precisamente ahora estamos irritados con él, pues nos tiene a todos en vilo a propósito del testamento del querido tío Roger. En efecto, Mr. Trent, el abogado que se ha encargado siempre de los asuntos de mi querido tío, y que tiene la encomienda de su testamento, dice que es necesario saber dónde se encuentran todos los posibles beneficiarios antes de que se pueda hacer público el testamento. Así pues, a todos nos toca esperar por su culpa; y esto resulta particularmente penoso para mí, que soy el heredero natural. Sin duda es una prueba de insensatez por parte de Rupert hallarse tan lejos de aquí como se halla. Yo escribí al viejo MacSkelpie al respecto, pero no pareció entender ni se mostró en absoluto impaciente (¡claro: no es el heredero!). Dijo que probablemente Rupert Sent Leger —también él lo escribe a la antigua— no estaba al corriente de la muerte de su tío, pues, de lo contrario, ya habría tomado las medidas oportunas para aliviar nuestra impaciencia. Nuestra impaciencia… ¡Mira quién fue a hablar! Nosotros no estamos en modo alguno impacientes; simplemente queremos saber. Y si nosotros —y, especialmente, yo—, que tenemos que preocuparnos de pagar en su día —próximo, por cierto— los aborrecibles e injustos impuestos sobre sucesiones, estamos impacientes, bueno, pues tenemos todas las razones para estarlo. En cualquier caso, Rupert se llevará un buen chasco cuando asome por aquí y descubra que su pobreza es endémica y sin esperanza…

Hoy, mi padre y yo hemos recibido sendas misivas de Mr. Trent, en las que

nos dice que se ha dado con el paradero de «Mr. Rupert Sent Leger», al que se le ha enviado una carta participándole la muerte del pobre tío Roger. Se encontraba en Titicaca cuando oímos hablar por última vez de él. Así pues, sabe Dios cuándo le llegará la carta, en la que se le «pide que vuelva cuanto antes, y en la que solo se le facilita sobre el testamento la información que ya se ha facilitado a los demás miembros de la familia del testador»; es decir, nada. Y yo me atrevería a decir que tendremos aún que esperar varios meses para poder hacernos con la herencia que nos pertenece. ¡Mal asunto!

Carta de Edward Bingham Trent a Ernest Roger Halbard Melton

176, Líncoln’s Inn Fields,

28 de diciembre de 1906

Muy Sr. mío:

Me complace comunicarle que acabo de recibir carta de Mr. Rupert St. Leger, en la que me dice que piensa zarpar de Río de Janeiro en el vapor Amazonas, de la Royal Mail Company, el 15 de diciembre. Dice asimismo que enviará un telegrama justo antes de salir de Río de Janeiro, precisando el día en que se espera arribe el barco a Londres. Como todos los demás probables interesados en el testamento de Roger Melton, q.e.p.d., y cuyos nombres me han sido facilitados en las instrucciones relativas a la lectura del testamento, ya han sido avisados y han expresado su intención de acudir a la misma, una vez sean informados del tiempo y lugar, ahora me permito participarle que, según un telegrama que acabo de recibir, la fecha fijada para la llegada al puerto de Londres es el próximo 1 de enero. Así pues, me permito notificarle que, salvo aplazamiento debido a un eventual retraso del Amazonas, la lectura del testamento del finado Mr. Roger Melton tendrá lugar en mi bufete el próximo 3 de enero, martes, a las once en punto de la mañana.

Sin otro particular, le saluda atentamente

Edward Bingham Trent

A Mr. Ernest Roger Halbard Melton Humcroft,

Salop.

Cable de Rupert Sent Leger a Edward Bingham Trent:

El Amazonas llega a Londres el 1 de enero. Sent Leger.

Telegrama (por Lloyd’s) de Rupert Sent Leger a Edward Bingham Trent:

The Lizard,

31 de diciembre

El Amazonas llega a Londres mañana por la mañana. Todo bien. Sent Leger

Telegrama de Edward Bingham Trent a Ernest Roger Halbard Melton:

Rupert Sent Leger ya ha llegado. La lectura tendrá lugar en la fecha anunciada. Trent.

RELACIÓN DE ROGER HALBARD MELTON

4 de enero de 1907

La lectura del testamento de tío Roger ya ha tenido lugar. A mí padre le han entregado una copia de la carta a mí dirigida por Mr. Trent, así como del cable y dos telegramas que adjunto a esta relación. Los dos esperamos pacientemente hasta el día tres; es decir, no hicimos ningún comentario. El único miembro impaciente de nuestra familia fue mi madre. Ella sí que dijo cosas, y si el viejo Trent hubiera estado aquí, de seguro que le habría sacado los colores. Dijo que era una ridiculez y una tontería aplazar la lectura del testamento y mantener al

heredero esperando a que llegara un individuo que ni siquiera era miembro de la familia —como ya he dicho, ni siquiera lleva nuestro apellido—. Yo tampoco creo que sea un proceder particularmente respetuoso para mí, que un día voy a ser el jefe de la familia. Creo que mi padre estaba empezando a perder la paciencia cuando dijo: «Cierto, querida…, cierto» y, levantándose, salió de la habitación. Unos días después, al pasar junto a la biblioteca, lo oí ir y venir nerviosamente de un extremo a otro de la sala.

Mi padre y yo fuimos a la ciudad el miércoles, día 2 de enero, por la tarde. Por supuesto, nos alojamos en el Claridge’s, donde paramos siempre que vamos a la ciudad. Mi madre quiso venir también, pero mi padre juzgó más oportuno que no lo hiciera, y ella no se avino a quedarse en casa hasta que los dos le prometimos mandarle sendos telegramas pon separado una vez finalizada la lectura.

A las once menos cinco hicimos nuestra entrada en el despacho de Mr. Trent. Mi padre no quiso entrar antes pues, como dijo, era señal de mala educación mostrarse impaciente en general, pero, sobre todo, con ocasión de la lectura de un testamento. Fue un auténtico fastidio, pues tuvimos que estar paseando un buen rato por todo el barrio haciendo hora, para no llegar demasiado pronto.

Al entrar en la sala del abogado, encontramos allí al general sir Colin MacKelpie y a un hombre imponente, muy bronceado, que supuse sería Rupert St. Leger (un pariente con aspecto muy poco recomendable, me pareció a mí). Tanto este como el viejo MacKelpie se preocuparon por llegar sobrados de tiempo… Rasgo este bastante ruin, pensé. Mr. St. Leger estaba leyendo una carta. Evidentemente, había llegado hacía poco, pues aunque parecía ávido por leer la carta, se encontraba aún por la primera página, y yo observé que había muchas hojas. No levantó la vista cuando nosotros entramos, ni en ningún momento hasta que hubo terminado la carta; y podéis estar seguros de que ni yo ni mi padre (quien, como jefe de la familia que es, debería haber merecido más respeto de su parte) nos molestamos en acercarnos a él. Después de todo, es un pobretón y un gandul, y no merece el honor de portar nuestro apellido. Sin embargo, el general sí se acercó y nos saludó a los dos cordialmente. Evidentemente había olvidado —o eso al menos pareció— la manera descortés como me había tratado en cierta ocasión, pues me habló con un tono muy afable

—creo que con mayor simpatía a mí que a mi padre—. A mí me gustó mucho que me hablara con tanta cortesía, pues, después de todo, por rudos que sean sus modales, es un hombre ilustre: cuenta con una Cruz de Victoria y una baronía.

Esta última la consiguió no ha mucho, tras la Guerra de la Frontera, en la India. Sin embargo, no me dejé impresionar por su afabilidad. Yo no había olvidado su brusquedad, y sospeché que podría estar haciéndome la pelota. Yo sabía que, cuando tuviera los numerosos millones de mi querido tío Roger, me convertiría en una persona muy importante; y, por supuesto, él también lo sabía. Así que decidí quedar empatado con él por su antigua insolencia, y, cuando me alargó la mano, yo puse solamente un dedo en ella, diciéndole: «Qué tal». Él se puso muy encarnado y dio media vuelta. Mi padre y yo terminamos mirándonos el uno al otro, y ninguno de los dos parecimos lamentar la pérdida de su amistad. Durante todo el tiempo que estuvo Mr. St. Leger leyendo su carta no pareció ver ni oír nada. Creí que el viejo MacSkelpie lo iba a informar de lo que había pasado entre nosotros, pues, al alejarse, le oí decir algo en tono confidencial. Me pareció que decía «¡Ayuda!», pero Mr. Sent Leger no lo oyó. Ciertamente, no reparó en ello.

Como los MacSkelpie y Mr. Sent Leger seguían sentados en silencio, sin mirar ninguno de ellos en nuestra dirección, y yo quería mostrar mi indiferencia hacia ellos —mi padre se hallaba sentado al otro lado de la habitación con una mano en la barbilla—, tomé mi cuaderno de notas y aproveché para poner al día

—y al minuto— la presente relación.

RELACIÓN - CONTINUACIÓN

Cuando hube terminado de escribir, miré a Rupert.

Al vernos él, se puso en pie de un salto, se acercó a mi padre y le estrechó la mano calurosamente. Mi padre lo recibió con mucha frialdad, pero Rupert no pareció advertirlo, y se acercó a mí con simpatía. Yo estaba haciendo alguna otra cosa en ese momento, y al principio no vi su mano; pero, en el preciso momento en que yo estaba mirándola, el reloj marcó las once. Mientras sonaba el reloj, Mr. Trent hizo su entrada en la sala. Detrás de él venía su ayudante, portando una cajita metálica sellada. Lo acompañaban también otros dos hombres. Hizo una reverencia a todos y cada uno de los presentes, empezando por mí, que me encontraba de pie, junto a la puerta. Los demás estaban repartidos por la

estancia. Mi padre no se movió de su asiento, pero sir Colin y Mr. St. Leger se levantaron. Mr. Trent no nos dio la mano a ninguno, ni siquiera a mí. Nada más que su respetuosa reverencia. Esta es la etiqueta que impera entre los abogados, creo entender, en estas ocasiones solemnes.

Se sentó presidiendo la gran mesa que había en el centro de la habitación, y

nos pidió que nos sentáramos. Por supuesto, mi padre, en su condición de jefe de la familia, tomó asiento a la derecha. Sir Colin y St. Leger se sentaron a la izquierda, el primero junto al abogado. Por supuesto, el general sabe que un barón tiene precedencia en una ceremonia. Probablemente yo sea también barón algún día y tenga que enterarme bien de todas estas formalidades.

El escribano cogió la llave que su jefe le tendía, abrió la cajita y sacó de ella un fajo de documentos atados con cinta roja. Lo colocó delante del abogado y dejó la caja vacía detrás de él, en el suelo. Luego otro hombre y él se sentaron en el extremo opuesto de la mesa; el primero sacó un gran cuaderno de notas y varios lápices, que colocó ante él. Era, evidentemente, el taquígrafo.

Tras desatar el fajo de documentos, Mr. Trent sacó un sobre cerrado de la parte superior y, roto el sello, lo abrió extrayendo de él un pergamino entre cuyos pliegues se encontraban otros sobres cerrados, que dispuso formando un montón aparte. Luego extendió el pergamino y lo colocó sobre la mesa de manera que fuera imposible ver su contenido; se caló las lentes y dijo:

—Caballeros, el sobre sellado que me habéis visto abrir tiene por título:

«Mis Últimas Voluntades y Testamento. Roger Melton, junio de 1906». El contenido de dicho documento —prosiguió mientras lo levantaba— es el siguiente:

«Yo, Roger Melton, natural de Openshaw Grange, condado de Dorset, residente en el número ciento veintitrés de Berkeley Square, Londres, y en el Castillo de Vissarion, en el país de las Montañas Azules, hallándome en pleno uso de mis facultades mentales, pongo por escrito mis últimas voluntades y Testamento en este lunes, día once del mes de junio del año del Señor mil novecientos seis en el bufete de mi viejo amigo y abogado Edward Bingham Trent, residente en el número ciento setenta y seis de Lincolns Inn Fields, Londres, revocando con ello todos los demás testamentos que pueda haber redactado con anterioridad y declarando este mí único y definitivo testamento, por el que dispongo de mi propiedad de la siguiente manera:

»1. A mi pariente y sobrino Mr. Ernest Haíbard Melton, juez de paz, residente en Humcroft, condado de Salop, para su exclusivo uso y beneficio, la

suma de veinte mil libras esterlinas libres de todos los impuestos, cargas y gravámenes, pagaderas con mis títulos al cinco por ciento de la ciudad de Montreal, Canadá.

»2. A mi respetado amigo y colega como cofídeicomísario del testamento de mi hermana Patience, q.e.p.d., viuda del fallecido capitán Rupert Sent Leger, que la precedió en la tumba, comandante general sir Colin Alexander MacKelpie, barón, distinguido con la Cruz de Victoria, caballero comandante de la orden de Bath, natural de Croom, condado de Ross, Escocia, la suma de veinte mil libras esterlinas libres de todos los impuestos, cargas y gravámenes, pagaderas con mis títulos al cinco por ciento de la ciudad de Toronto, Canadá.

»3. A Miss Janet MacKelpie, actualmente residente en Croom, condado de Ross, Escocia, la suma de veinte mil libras esterlinas libres de todos los impuestos, cargas y gravámenes, pagaderas con mis bonos al cinco por ciento del Consejo de Condado de Londres.

»4. A las respectivas personas, organizaciones benéficas y fideicomisarios nombrados en la lista anexa a este testamento y contraseñada con la letra A, las correspondientes sumas mencionadas en la misma, todas libres de impuestos, cargas y gravámenes cualesquiera.

(Aquí Mr. Trent leyó la lista en cuestión y para nuestra cabal comprensión nos informó de que la cantidad total ascendía a la suma de doscientas cincuenta mil libras. Muchos de los beneficiarios eran viejos amigos, camaradas, subalternos y criados, algunos de los cuales recibieron sumas de dinero bastante considerables y objetos concretos como, por ejemplo, piezas de colección y cuadros).

»5. A mi pariente y sobrino Ernest Roger Halbard Melton, que vive actualmente en la casa de su padre de Humcroft, Salop, la suma de diez mil libras esterlinas.

»6. A mi antiguo y apreciado amigo Edward Bingham Trent, residente en el ciento setenta y seis de Lincoln’s Inn Fields, la suma de veinte mil libras esterlinas libres de impuestos, cargas y gravámenes, pagaderas con mis títulos al cinco por ciento de la ciudad de Manchester, Inglaterra.

»7. A mi querido sobrino Rupert Sent Leger, hijo único de mí querida hermana Patíence Melton y de su marido el capitán Rupert Sent Leger, la suma de mil libras esterlinas. También lego al susodicho Rupert Sent Leger una suma adicional en caso de que acepte las condiciones establecidas en una carta a él dirigida y contraseñada con la letra B, que dejo bajo la custodia del antes

mencionado Edward Bingham Trent, carta que forma parte integrante de este mi testamento. En caso de no aceptación por su parte de las condiciones establecidas en dicha carta, dispongo que sean los albaceas aquí nombrados, Colin Alexander MacKelpie y Edward Bingham Trent, quienes hagan de manera que la totalidad de las sumas y propiedades se distribuya según los términos especificados en el documento contraseñado con la letra C, que queda ahora por mí sellado y depositado en el sobre, a su vez sellado, que contiene mis últimas voluntades y que confío a la custodia del susodicho Edward Bingham Trent, carta C que forma también parte integrante de mi testamento. Y en caso de que surja alguna duda en cuanto a mis intenciones exactas sobre la disposición de mi propiedad, los antes mencionados albaceas tendrán plenos poderes para decidir y zanjar todas estas cuestiones como más oportuno juzguen, sin necesidad de consultar con ninguna otra persona. Y si cualquier beneficiario de este testamento impugnara el mismo o parte del mismo, o discutiera la validez del mismo, lo que aquí se le haya legado pasará a la herencia global, y tal legado resultará ipso facto nulo y sin valor a todos los efectos y para siempre.

»8. Para la debida observancia de la ley, así como para el cumplimiento de los deberes relacionados con los procedimientos testamentarios y el mantenimiento en secreto de algunas disposiciones mías, insto a mis albaceas a que paguen todos los impuestos —y tasas cualesquiera— de sucesión, fallecimiento, propiedad y testamentaría por el residuo patrimonial deducidos los legados ya mencionados según la escala practicada para los parientes lejanos y los no consanguíneos.

»9. Por la presente nombro albaceas míos al comandante-general sir Colin Alexander MacKelpie, barón, residente en el condado de Ross, y al abogado Edward Bingham Trent, licenciado en leyes, residente en el ciento sesenta y seis de Lincolns Inn Fields, Centro Oeste de Londres, con plenos poderes para actuar según su discreción en cualquier circunstancia que pueda presentarse en el cumplimiento de mis deseos, tal y como quedan expresados en este testamento. En recompensa a sus servicios en esta su función de albaceas, recibirá cada uno de la herencia global la suma de cien mil libras esterlinas, libres de impuestos y gravámenes cualesquiera.

»12. Los dos memorándums incluidos en las cartas B y C forman parte integrante de mis últimas voluntades, y en el tribunal de testamentarías han de tomarse definitivamente como cláusulas 10 y 11 del mismo. Los sobres están marcados con las letras B y C tanto por fuera como por dentro, y el contenido de

cada uno está precedido por los siguientes títulos respectivos: “B, a leerse como cláusula 10 de mi testamento”; y “C, a leerse como cláusula 11 de mi testamento”.

»13. Si alguno de los susodichos albaceas muriera antes de finalizar el año y medio arriba indicado a partir de la fecha de la lectura de mis últimas voluntades, o antes de los plazos especificados en la carta C, sobre el albacea que le sobreviva recaerán todos y cada uno de los derechos y obligaciones encomendados a los dos en mi testamento. Si murieran los dos albaceas, entonces la tarea de interpretar y ejecutar todas las cuestiones relacionadas con mis últimas voluntades será competencia del presidente en funciones de la cámara de los lores de Inglaterra o de la persona que este nombrara a tal fin.

»He concluido de redactar el presente testamento el día uno de enero del año del Señor mil novecientos siete.

»ROGER MELTON

»“Los abajo firmantes, Andrew Rossiter y John Colson, reunidos ambos junto con el testador, hemos visto a este, Roger Melton, firmar y sellar el presente documento. En fe de lo cual, estampamos aquí nuestros nombres

»ANDREW ROSSITER, escribano residente en 9 Primrose Avenue, Londres W. C.

»JOHN COLSON, empresario de pompas fúnebres, residente en 176 Lincoln’s Inn Fields y sacristán de la iglesia de St. Tabitha, Clerkenwell, Londres”».

Cuando Mr. Trent hubo terminado la lectura, recogió todos los papeles y luego los ató de nuevo con la cinta roja. Con el legajo en la mano, se puso en pie y dijo lo siguiente:

—Esto es todo, caballeros, a no ser que alguno de ustedes quiera hacerme alguna pregunta; en cuyo caso la contestaré, por supuesto, de la mejor manera

que pueda. A usted, sir Colin, le pediré que permanezca conmigo, ya que tenemos que solventar algunos asuntos y concertar el mejor día y momento para tal fin. Y también usted, Mr. Sent Leger, pues tenemos que entregarle esta carta; es necesario que la abra en presencia de los albaceas. Pero no hay ninguna razón para que esté presente nadie más.

El primero en hablar fue mi padre. Por supuesto, en su calidad de gentilhombre por condición y fortuna, a quien a veces se le pide participar en las sesiones —naturalmente, cuando no hay nadie con un título nobiliario—, consideró oportuno tomar la palabra en primer lugar. El viejo MacKelpie tenía un rango superior; pero se trataba de un asunto de familia, y mi padre es el jefe de la misma en la actualidad, mientras que el viejo MacKelpie no es más que un extraño entroncado con la familia, y encima por el lado femenino; a saber, a través de la mujer del hermano pequeño del hombre que entroncó con nuestra familia. Mi padre habló con el mismo tono y gesto que emplea cuando hace preguntas importantes a los testigos en las sesiones de distrito.

—Me gustaría dilucidar algunos puntos.

El abogado hizo una reverencia (se llevaba nada menos que ciento veinte mil billetes, así que ya podía permitirse algunas zalamas —o cortesías, como supongo que diría él—); entonces mi padre miró a una hoja de papel que sostenía en la mano y preguntó:

—¿A cuánto asciende el monto global de la herencia? —El abogado contestó prestamente, y creo que con cierta brusquedad. Se había ruborizado, y esta vez no hizo reverencia alguna; se me antoja que los hombres de su clase tienen un acervo de modales bastante limitado:

—Lo siento, señor, pero no estoy facultado para decírselo. Además, me permito precisarle que no se lo diría aunque pudiera.

—¿Ronda el millón? —volvió a preguntar mi padre, que estaba ahora enfadado, e incluso más encarnado que el viejo abogado. El cual le dio la siguiente contestación, esta vez con deliberada parsimonia:

—Ah, esto es un interrogatorio. Permítame decirle, señor, que nadie puede saber eso hasta que los contables que se han de nombrar a tal fin no hayan examinado el saldo del testador hasta el día de hoy.

Mr. Rupert St. Leger, que durante todo este tiempo me había parecido más enfadado que los propios abogado y mi padre —aunque no se me alcanza por qué motivo podría estarlo—, dio un puñetazo en la mesa y se levantó como para hablar; pero al cruzarse su mirada con las del viejo MacKelpie y el abogado,

volvió a sentarse. Nota Bene: Estos tres parecen entenderse bastante bien. No deberíamos quitarles el ojo de encima. En aquel momento mi mente se fue a otro asunto, pues mí padre hizo una nueva pregunta, que me interesó mucho más:

—¿Puedo preguntar por qué no se nos muestran los otros apartados del testamento? —El abogado se dispuso tranquilamente a limpiarse las gafas con un gran pañuelo de seda antes de contestar:

—Pues sencillamente porque las dos cartas contraseñadas respectivamente con las letras «B» y «C» contienen instrucciones precisas relativas a su apertura y al secreto de su contenido. Me permito llamar su atención sobre el hecho de que ambos sobres están sellados, y que el testador y los dos testigos hemos estampado nuestros nombres sobre la solapa de cada sobre. Los leeré. La carta contraseñada con la letra «B», dirigida a «Rupert Sent Leger», contiene la siguiente nota:

»“Esta carta será entregada a Rupert Sent Leger por los fideicomisarios y será abierta por él en su presencia. Él tomará este ejemplar o tomará las notas que quiera hacer y luego entregará la carta con el sobre a los albaceas, que la leerán al punto, cada uno de ellos estando capacitados para hacer una copia o tomar notas si así lo desearan. La carta será introducida de nuevo en su sobre, y la carta y el sobre se colocarán dentro de otro sobre en cuyo exterior se hará mención de su contendido y en cuya solapa firmarán ambos albaceas y el susodicho Rupert Sent Leger.

»(firmado) ROGER MELTON 1/6/1906”.

»La carta contraseñada con la letra “C”, dirigida a “Edward Bingham Trent”, contiene la siguiente nota:

»“Esta carta, dirigida a Edward Bingham Trent, se mantendrá cerrada bajo su custodia durante un período de dos años a partir de la lectura de mis últimas voluntades, a no ser que dicho período concluya antes por la aceptación o rechazo por parte de Rupert Sent Leger de las condiciones mencionadas en mi carta a él dirigida y contraseñada con la letra ‘B’ que él recibirá y leerá en presencia de mis albaceas en la misma reunión de, aunque subsiguientemente a, la lectura de las cláusulas (salvo las que serán definitivamente los números diez y once) de mis últimas voluntades. Esta carta contiene instrucciones referentes a lo que tanto los albaceas como el susodicho Rupert Sent Leger han de hacer

cuando se haya notificado la aceptación o rechazo por el susodicho Rupert Sent Leger o, si este se olvida o se niega a formalizar la aceptación o rechazo, transcurridos dos años después de mi fallecimiento.

»(firmado) Roger Melton 1/6/1906”

Cuando el abogado hubo terminado de leer la última carta, la metió con cuidado en su bolsillo. Luego cogió la otra carta, y se levantó.

—Mr. Rupert Sent Leger —dijo—, por favor, abra esta carta, de manera que todos los aquí presentes vean que el memorándum que figura en primer lugar tiene el siguiente título:

«B. A considerarse cláusula diez de mi testamento».

St. Leger se remangó mangas y puñetas como si fuera a ejecutar algún tipo de prestidigitación —su gesto pareció harto teatral y ridículo—, y luego, con las muñecas al aire, abrió el sobre y sacó la carta que había dentro. Todos la vimos bastante bien. Estaba doblada, con la primera página hacia arriba, y en la parte superior había una línea, justo como el abogado decía. Obedeciendo a la petición del abogado, colocó carta y sobre encima de la mesa delante de él. El escribano se incorporó y, tras entregar un trozo de papel al abogado, volvió a sentarse. Mr. Trent, tras escribir algo en el papel, nos preguntó a todos los presentes, escribano y taquígrafo incluidos, que miráramos bien el memorándum que había en la carta así como lo que estaba escrito en el sobre y que firmáramos la siguiente declaración:

«Los firmantes de este documento declaramos haber visto la carta sellada contraseñada con la letra B en el testamento de Roger Melton abierto en presencia de todos nosotros, incluidos Mr. Edward Bingham Trent y sir