La tentación del jeque - Alexandra Sellers - E-Book
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La tentación del jeque E-Book

Alexandra Sellers

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Beschreibung

Tras una noche de amor primitivo y electrizante con el jeque Arash Khosravi, Lana Holding no había vuelto a soportar que otro hombre la tocara. Separados por las circunstancias, creía que no volvería a verlo. Pero su reunión fue amarga porque el orgullo y el sufrimiento habían convertido al atractivo jeque en un hombre tan frío como la tormenta de nieve de la que intentaban refugiarse... Arash había arriesgado toda su fortuna para salvar a su adorado país y, por lo tanto, no tenía nada que ofrecerle a Lana. Pero estar a solas con aquella belleza era demasido tentador para su noble resistencia y, rindiéndose a la mujer que era su tormento y su delirio, prometió hacerla suya para siempre. Pero, ¿podría convertirla en su esposa cuando no tenía nada que ofrecer, excepto a sí mismo?

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Seitenzahl: 150

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Alexandra Sellers

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tentación del jeque, n.º 974 - noviembre 2019

Título original: Sheikh’s Temptation

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-687-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El invierno estaba asestando el último golpe a las montañas. Un fuerte viento había empezado a soplar después del almuerzo y, una hora más tarde, el cielo se había llenado de nubes.

Con botas, anorak y pantalones vaqueros, Lana Holding tiritaba de frío apoyada en la puerta del jeep, mientras observaba a Arash cambiar una rueda, con la rodilla izquierda doblada y la pierna derecha estirada penosamente a un lado.

Podría haberlo ayudado pero cuando, en su habitual tono autoritario, él le había dicho que no se molestase, no había querido insistir. Estaba decidida a disfrutar de aquel viaje por las hermosísimas montañas Koh-i Shir a pesar de su presencia.

–Nada –suspiró, guardando el walkie-talkie que solo ofrecía un sonido estático.

–Probablemente seguirán en Seebi-Kuchek –dijo Arash, mientras terminaba de cambiar la rueda–. Y el walkie no sirve de nada en las montañas.

Seebi-Kuchek era el pueblo en el que habían pasado la noche. El convoy que había salido del palacio de la capital de Parvan el día anterior consistía en dos jeeps. En uno de ellos iban Lana y Arash y en el otro, dos de sus hombres, guardaespaldas, escoltas o como quisiera llamarlos. Aunque había empezado a pensar que su papel consistía en que Arash y ella nunca se quedasen solos.

Si era así, no la importaba. Lana no quería quedarse a solas con Arash. No quería estar con él en absoluto, pero estaba impaciente por llegar a las montañas. Aquella mañana, cuando el jeep de los guardaespaldas había tenido problemas mecánicos, había sido Lana quien sugirió seguir el viaje sin ellos.

–Se reunirán con nosotros a la hora del almuerzo. Quiero llegar a las montañas antes de que empiece a nevar –había insistido, observando el magnífico pico del monte Shir.

Arash había aceptado sin decir una palabra. Después de comer, a pesar de que los escoltas no se habían reunido con ellos, habían vuelto a ponerse en marcha pero, una hora más tarde, se había pinchado una de las ruedas delanteras y habían tenido que parar para cambiarla. Lana sabía que tendrían que apresurarse si querían pasar la noche en lugar seguro.

–¿Crees que debemos volver?

–Tú decides –contestó Arash, guardando las herramientas en la parte trasera del jeep–. Podemos seguir adelante o volver atrás. La distancia es la misma y, en cualquier caso, no llegaremos a nuestro destino antes de que se haga de noche.

–¿Qué quieres decir? –preguntó ella, alarmada.

–Que tendremos que pasar la noche en las montañas.

Lana cerró los ojos, suspirando.

–¿Por qué está gafado este viaje?

–No puedo darte una respuesta –contestó él, con calma. Pero la calma del hombre la irritaba en lugar de tranquilizarla.

–Ya sé que no puedes, Arash. ¿No sabes lo que es una pregunta retórica?

Arash la miró fijamente durante unos segundos.

–¿Dónde vamos, Lana? ¿Hacia delante o hacia atrás? –preguntó, como si no la hubiera oído.

Lana podía notar la impaciencia en su voz, como siempre que hablaba con ella. Arash Durrani ibn Zahir al Khosravi, primo del príncipe Kavi, la despreciaba.

No podía imaginarse cómo lo habían convencido de que la escoltara al emirato de Barakat y tampoco sabía por qué había aceptado ella.

Lana había querido ser la primera persona en viajar a través de aquellas fabulosas montañas por la nueva carretera que el dinero de su padre había hecho posible construir. Y cuando Alinor, su mejor amiga de la universidad y después esposa de Kavi y princesa de Parvan, le había dicho que su marido tenía razones para querer que Arash fuera su acompañante, insinuando que, de esa forma, conseguirían llevar a cabo una misión secreta, Lana no había sabido cómo decirle a su amiga que la idea de hacer el viaje en compañía de Arash arruinaría la aventura.

De modo que allí estaba, en medio de las montañas más desoladas de la tierra, con Arash al Khosravi, un hombre que la ponía de los nervios.

Y que seguía esperando que ella tomara una decisión.

–¿Qué quieres hacer tú?

–Seguir –contestó Arash.

 

 

Arash cambió de marcha para seguir subiendo por la tortuosa carretera que, gracias al dinero de Jonathan Holding, estaba siendo construida a través de las montañas para enlazar Parvan con los emiratos de Barakat.

Recordó el momento en el que Kavi le había pedido acompañar a Lana Holding en su aventura a través de la carretera en construcción. Arash nunca le había negado nada a su príncipe, pero la petición lo había horrorizado.

–Kavi, te ruego que no me pidas eso –le había dicho–. No puedo ser yo quien la guíe a través de la montaña. Cualquier otro puede…

–Como mi hombre de confianza, Arash, tú eres a quien pido este favor –le había replicado el príncipe y Arash se había dado cuenta de que había algo que no quería decirle–. Nuestro país le debe mucho a Lana Holding. ¿Cómo puedo confiar en otro para cuidar de su seguridad?

Arash miró al príncipe, intentando leer en sus ojos.

–¿Quién me lo pide, Kavi?

–Lo pido yo, Arash –había contestado el príncipe, pero el tono desmentía sus palabras. Arash había sabido entonces que sería inútil resistir.

Era cierto. Kavi y Parvan, su país, le debían mucho a Lana Holding. Kavi tenía dos razones para bendecir la suerte que los había juntado a él y a Arash en la universidad de Londres con Alinor y su amiga Lana Holding, la hija de un millonario americano que se había enamorado de Parvan y había persuadido a su padre para que ayudase a reconstruir el pequeño reino después de la guerra con los invasores Kaljuk. De modo que aquel era un pequeño sacrificio que podía exigir de su mejor amigo y compañero de armas, como llamaban en Parvan a los jeques de las diferentes tribus.

Entre Kavi y Arash no podía haber órdenes. Arash no había jurado obediencia al príncipe, porque no podía pedirse tal juramento a un hombre de su linaje, pero había jurado lealtad y cuando Kavi le pedía un favor, la petición era más poderosa que una orden.

–Con mis ojos, mi corazón y mis manos, señor –había dicho Arash entonces, utilizando la antigua frase de lealtad al príncipe.

Pero hubiera deseado que Kavi le hubiera asignado cualquier otra misión.

 

 

Arash conducía tan rápido que Lana se preguntaba si habría cambiado de opinión e intentaba cruzar las montañas antes de que se hiciera de noche.

–Mash’Allah –se recordó a sí misma, con las palabras que había aprendido durante su estancia en Parvan, «que se cumplan los designios de Dios». En un sitio como aquel era fácil recordar que, por mucho que el hombre propusiera, era Dios quien disponía.

–¿Perdón? –dijo él, volviendo la cabeza.

–Estaba pensando que, si sigues conduciendo tan rápido, es posible que atravesemos la montaña esta noche.

Arash negó con la cabeza.

–Sería peligroso conducir después de que anochezca.

Lana miró al cielo. Llevaba una hora intentando convencerse a sí misma de que las nubes se movían hacia el Este, pero sabía que no era así y el cielo estaba cada vez más oscuro.

Arash paró en seco después de tomar una curva. La carretera, aún en construcción en muchos tramos, estaba cubierta de rocas y tuvo que reducir la marcha para abrirse paso.

De noche, sin luna, habrían chocado contra esas rocas, pensó Lana, aceptando entonces que tendrían que dormir en la montaña.

 

 

–¿Y si hay tormenta? –preguntó, intentando no parecer asustada–. ¿Podremos encontrar refugio en alguna parte?

–La montaña es lo que ves –dijo Arash, encogiéndose de hombros.

Lana sabía que si hubiera tormenta tendrían que buscar protección, pero las despobladas montañas cubiertas de nieve habían sido plagadas de minas antipersonas por los Kaljuks durante los últimos días de la guerra, antes de su retirada.

Por todo el país había equipos antiminas intentando desactivarlas y Lana lo sabía bien porque era su proyecto prioritario en Parvan. Pero también sabía que, excepto las rutas de las tribus nómadas, aquella era la zona menos poblada y, por lo tanto, el último lugar que sus equipos habrían revisado. Y eso significaba que tendrían que caminar con mucho cuidado si buscaban una cueva para resguardarse de la tormenta.

Un golpe de viento barrió la montaña, sacudiendo el jeep y lanzando puñados de arena sobre el parabrisas.

La tormenta y la montaña. Lo mejor para que un ser humano se sintiera frágil e insignificante.

–Si hay tormenta no podremos montar la tienda. Tendremos que quedarnos en el jeep –observó ella. Arash no contestó–. ¿Crees que va a nevar mucho?

Era una pregunta tonta y Lana se dio cuenta nada más formularla. El tiempo era impredecible.

–Dos centímetros o dos metros –volvió él a encogerse de hombros.

–¿Dos metros?

–Es imposible saberlo.

Su voz era ronca y seca y Lana tuvo que respirar profundamente, buscando paciencia. Solo había intentado conversar para calmar los nervios y, además, era lógico preguntarle porque él conocía aquella zona mucho mejor que ella. Las tierras de su familia estaban en las montañas Koh–i Shir.

Pero, con aquel hombre, daba igual.

Los dos hubieran deseado no volver a verse jamás, pero eso iba a ser imposible. Parvan era la patria de Arash y ella no pensaba marcharse del país hasta que Alinor, su amiga, diera a luz. Y después… Lana no había decidido cuándo abandonaría el país.

Nunca había conocido gente tan fuerte, valiente y sincera como los ciudadanos del pequeño país montañoso de Kavi y allí, con el dinero de su padre para ayudar a reconstruir el pequeño país, Lana había encontrado la razón de su vida.

–¿Qué pasa, quieres adoptar un país entero? –le había preguntado su padre que, en un momento de debilidad, había aceptado aportar la misma cantidad de dinero que su hija consiguiera recaudar a través de otras empresas y fundaciones–. ¿Es que no he pagado ya la reconstrucción de la mayoría de las escuelas, pozos y edificios? ¡Y esa carretera en la montaña, que chupa dinero como si fuera una aspiradora! ¿Qué más pueden necesitar?

–Papá, si no gastas tu dinero en ayudar a un hermoso país como Parvan, ¿en qué lo vas a gastar? ¿En comprar poder? Si lo haces, te convertirás en un monstruo –había replicado ella.

–No estoy intentando comprar poder, Lana. Estoy intentando construir un museo.

El nuevo museo era el proyecto favorito de su padre, un proyecto que costaba miles de millones de dólares y, a veces, sus intereses coincidían porque muchas familias parvaníes se habían visto obligadas a vender sus tesoros milenarios después de la guerra y, al menos, Lana podía asegurarse de que esos tesoros pasaran al museo, donde serían cuidados y mostrados con orgullo.

El príncipe Kavi, su esposa Alinor y todas las personas cuyas vidas Lana había tocado, cuyos pueblos, casas y escuelas estaba ayudando a reconstruir con las generosas donaciones de su padre y el dinero que conseguía organizando eventos o a través de fundaciones, se sentían inmensamente agradecidos.

Solo Arash estaba fuera del círculo de sus admiradores. Como jeque y líder de una tribu que habitaba el lejano valle de Aram, había aceptado ayuda para su pueblo, pero se había negado a aceptar un céntimo para reconstruir el palacio y las propiedades de su familia.

Y, aunque Lana estaba segura de que su cojera podría solucionarse con una sencilla operación, Arash se había negado a escucharla cuando ella había insistido en que fuera a un hospital en Estados Unidos.

Lana volvió la cabeza para mirar el serio perfil del hombre, que conducía atento a la carretera. Llevaba una chaqueta de cuero, vaqueros y botas, pero no parecía menos un jeque que cuando iba ataviado con el traje tradicional.

–¿Podremos seguir conduciendo si hay mucha nieve?

–No puedo predecir el futuro –contestó él.

–Quizá terminaremos esperando un helicóptero de rescate –murmuró Lana, con el corazón encogido. ¿Cuánto tiempo podría tardar un helicóptero?, se preguntaba. Pero no quiso hacer la pregunta en voz alta porque sabía cuál sería la respuesta–. Debería haber venido en helicóptero.

–¿Y por qué no lo has hecho?

–¡Tú sabes la respuesta mejor que yo, Arash!

–Yo solo sé que Kavi me pidió que velara por tu seguridad.

Lana lo miró fijamente.

–Arash, sé que soy una excusa para que lleves a cabo una misión secreta.

Arash frunció el ceño.

–Mi única misión es llevarte sana y salva al palacio de mis primos, el príncipe Omar y la princesa Jana.

–Entonces, ¿por qué Alinor insistió tanto en que debías ir conmigo?

–Pero si fuiste tú quien insistió en que yo fuera tu acompañante –replicó Arash, sorprendido.

–¿Yo? ¿Por qué iba a insistir en que me acompañaras precisamente tú?

–Yo tampoco lo entiendo –murmuró él.

Lana lo miró, recelosa.

–¿De verdad crees que yo le he insistido al príncipe para que te obligara a venir conmigo? ¡Kavi no puede haberte dicho eso!

Él se encogió de hombros.

–Era la única explicación para algo inexplicable.

–¿Y qué motivos crees que tendría para hacer eso, Arash?

El jeep aminoró la velocidad y sus ojos se encontraron. La mirada del hombre era electrizante.

–Pensé que tus motivos me serían revelados en su momento. Por eso no me molesté en cuestionarlos.

–¡No me cuentes historias! ¡Si de verdad creías que era idea mía que me acompañases, habrás imaginado alguna razón! –exclamó ella. Arash era el único de los compañeros de armas de Kavi con el que Lana no hubiera querido ir a ninguna parte–. ¿Qué razones podría tener yo para querer estar contigo en una montaña desierta? –insistió. Arash no contestó y ella tuvo que respirar profundamente para calmar su ira–. ¿Qué razones podría tener, Arash? ¿Crees que quería estar a solas contigo para… hacerte una proposición? –preguntó. Lana vio que el hombre se ponía rígido–. ¿Qué esperabas, que te propusiera una tórrida aventura o quizá que iba a pedirte que te casaras conmigo? Un matrimonio de conveniencia, mi dinero a cambio de tu linaje.

–No estaba seguro, pero lo pensé –contestó él, con sinceridad.

–¡Esto es increíble!

Arash pisó el freno bruscamente y se volvió para mirarla con ojos relampagueantes.

–¿Vas a negar que esa posibilidad ha pasado por tu cabeza?

–Por supuesto que lo niego –contestó ella, atónita–. ¿Cómo te atreves a hablarme así?

Los ojos del hombre se habían oscurecido y Lana sintió un escalofrío.

–¿Qué cómo me atrevo? –repitió él, furioso–. Tú me obligas a atreverme, Lana. ¡Eres tú quien parece creer que estoy en venta!

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Había sido idea de Lana organizar una fabulosa cena a bordo de un jet para recaudar fondos con los que se reconstruirían casas, diques y fábricas, con invitados que pagarían una sustanciosa cantidad por volar de Londres a Parvan, admirando el amanecer sobre el magnífico monte Shir antes de aterrizar en la capital para saludar al príncipe Kavi y su esposa Alinor.

A bordo del lujoso jet, prestado para la ocasión por el príncipe de los emiratos de Barakat, los donantes tenían el privilegio de conocer a algunos de los compañeros de armas del príncipe.

Lana había aprendido que el reducido grupo de jeques tenía casi tanto poder como el propio príncipe y los incluía en todas sus actividades para recaudar fondos. Aquellos hombres orgullosos, que habían sufrido una guerra, aceptaban tomar parte en las fiestas porque sabían que era en beneficio de su país, aunque muchos de ellos lo hacían a regañadientes.

Uno de ellos era el jeque Arash Durrani ibn Zahir al Khosravi, un hombre que enloquecía a las mujeres.

Arash era alto, moreno, arrogante y tremendamente atractivo, con unos labios firmes bajo una bien recortada barba. Sus ojos oscuros a veces parecían negros y a veces, de color violeta profundo, un color tan insólito que las mujeres se quedaban sin habla.

El hecho de que hubiera sido herido durante la guerra con Kaljukistan y caminase con una ligera cojera aumentaba su encanto.

Cuando, además, llevaba el traje tradicional de Parvan que consistía en unos pantalones blancos sujetos a los tobillos, sandalias de pedrería que apenas cubrían unos pies grandes y fuertes y una túnica de seda color vino cubierta de joyas y medallas de guerra… en fin, Lana sabía que ningún corazón femenino podía resistirse.

Lana estaba inmunizada, pero las otras mujeres tartamudeaban cuando se dirigía a ellas. La fascinación que un jeque árabe podía ejercer sobre las occidentales era algo que siempre le producía una sonrisa.

Pero