La tía Mame - Patrick Dennis - E-Book

La tía Mame E-Book

Patrick Dennis

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Beschreibung

Un niño de diez años queda huérfano en la poco edificante América de mil novecientos veinte y es puesto bajo la potestad de una dama excéntrica, obsesionada por estar 'à la page', vital, caprichosa, seductora y adorable. Junto a ella, pasará los siguientes treinta años en una espiral incesante de fiestas, amores, aventuras y diversos golpes de fortuna. El lector, atónito, suspendido entre la fascinación de advertir muchos de los risibles tics de su propia época y la carcajada explosiva de quien se ve arrastrado hacia un vertiginoso torbellino, vivirá lo cómico en todos sus registros, "desde el dickensiano hasta el pastel lanzado a la cara" (en ajustadas palabras de Pietro Citati). Y todo ello por obra y gracia de una de las tías más inolvidables que haya concebido nunca un escritor moderno, cuyo perfume sentimos flotar en el aire, con las lágrimas presentes aún en nuestros ojos, mucho después de haber cerrado el libro.

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PATRICK DENNIS

LA TÍA MAME

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS DE MIGUEL TEMPRANO GARCÍA

ACANTILADO

BARCELONA  2011

I. LA TÍA MAME Y EL HUERFANITO

Ha estado lloviendo todo el día. No es que me moleste, pero hoy había prometido poner las mosquiteras y llevar a mi hijo a la playa. También me había propuesto usar unas plantillas para decorar con diseños mareantes las paredes de la parte del sótano que el agente inmobiliario llamó sala de recreo y empezar a acabar lo que el agente inmobiliario denominó desván inacabado, ideal para habitación de invitados, sala de juegos, estudio o leonera.

De un modo u otro me desvié de mis propósitos justo después del desayuno.

Todo empezó por culpa de un viejo ejemplar del Reader’s Digest. Es una revista que apenas leo. No necesito hacerlo, porque oigo comentar sus artículos cada mañana en el tren de las 7:51 y cada tarde en el de las 18:03. Todo el mundo en Verdant Greens—un barrio de doscientas casas de cuatro estilos diferentes—tiene una fe ciega en el Digest. De hecho, nadie habla de otra cosa.

Pero hete aquí que la revista ejerce también sobre mí la misma fascinación que una serpiente sobre un pajarillo. Casi contra mi voluntad, leo sobre los peligros de nuestras escuelas públicas; lo entretenido que es el parto natural; cómo una comunidad en Oregón acabó con una red de traficantes de drogas; y acerca de alguien a quien un escritor famoso—he olvidado cuál—considera el personaje más inolvidable que ha conocido.

Eso hizo que interrumpiera la lectura.

¿Personaje inolvidable? Vamos, hombre, ¡ese escritor no debe de haber conocido a nadie en toda su vida! No sabría lo que significa la palabra «personaje» a menos que hubiese conocido a mi tía Mame. Nadie lo sabría. Sin embargo, había ciertos paralelismos entre su personaje inolvidable y el mío. El suyo era una encantadora solterona de Nueva Inglaterra que vivía en una encantadora casita blanca de madera y una mañana abrió su encantadora puertecita verde pensando que iba a encontrar el Hartford Courant. En lugar de eso encontró una encantadora cestita de mimbre con un encantador bebé en su interior. El resto del artículo contaba cómo el personaje inolvidable acogía al bebé y lo criaba como si fuera suyo. Entonces dejé el Digest y empecé a pensar en la encantadora señora que me crió a mí.

En 1928 mi padre sufrió un leve ataque al corazón y tuvo que guardar cama unos días. Además del dolor en el pecho, desarrolló cierta conciencia cósmica y la intuición de que no iba a vivir eternamente. Como no tenía nada mejor que hacer, telefoneó a su secretaria, que se parecía a Bebe Daniels, y le dictó su testamento. La secretaria mecanografió un original y cuatro copias, se puso el sombrero y cogió un taxi desde la calle La Salle hasta el Hotel Edgewater Beach para que mi padre lo firmara.

El testamento era muy breve y original. Decía:

En caso de fallecimiento, lego todas mis posesiones terrenales a mi único hijo, Patrick. Si falleciera antes de que el chico haya cumplido los dieciocho años, nombro a mi hermana, Mame Dennis, domiciliada en el número 3 de Beekman Place, en la ciudad de Nueva York, tutora legal de Patrick.

Patrick deberá ser educado como protestante y enviado a colegios tradicionales. Mame sabrá a lo que me refiero. Todo el dinero y los valores que dejo deberán ser gestionados por la Knickerbocker Trust Company de la ciudad de Nueva York. Mame será la primera en comprender lo acertado de esta decisión. No obstante, no quiero que se arruine por tener que criar a mi hijo. Podrá enviar mensualmente las facturas por su manutención, alojamiento, ropa, educación, gastos médicos y demás. Pero la Trust Company tendrá derecho a cuestionar cualquier artículo que le parezca inusual o excéntrico antes de reembolsárselo a mi hermana.

También lego cinco mil dólares (5000$) a nuestra fiel sirvienta, Norah Muldoon, para que pueda jubilarse cómodamente en ese sitio de Irlanda del que siempre habla.

Norah salió al patio a buscarme y mi padre me leyó su testamento con voz temblorosa. Afirmó que mi tía Mame era una mujer peculiar y que quedar en sus manos era un destino que no le desearía ni a un perro, aunque no siempre podemos elegir y la tía Mame era mi único pariente vivo. La secretaria y el camarero del servicio de habitaciones dieron fe de la firma del testamento.

La semana siguiente mi padre había olvidado su enfermedad y estaba jugando al golf. Un año después cayó fulminado en la sauna del Athletic Club de Chicago y quedé huérfano.

No recuerdo muy bien el funeral de mi padre, sólo que hacía mucho calor y que había rosas auténticas en los jarrones de la limusina de la funeraria Pierce-Arrow. El cortejo fúnebre lo integraban, aparte, por supuesto, de Norah y de mí, varios hombres afables y corpulentos que hablaban entre murmullos de jugar un partido de al menos nueve hoyos cuando acabara aquello.

Norah lloró mucho. Yo no. En mis diez años de vida apenas había hablado con mi padre. Nos veíamos sólo en el desayuno, que para él consistía en un café solo, Bromo-Seltzer y el Chicago Tribune. Si alguna vez se me ocurría decir algo, se sujetaba la cabeza y replicaba: «Cierra el pico, chico, tu padre está de resaca», frase que no entendí hasta mucho tiempo después de su muerte. Todos los años, el día de mi aniversario, nos enviaba a Norah y a mí a una sesión matinal de algún espectáculo en el que actuasen Joe Cook, Fred Stone o tal vez el circo Sells-Floto. Una vez me llevó a cenar a un lugar llamado Casa de Alex con una hermosa mujer llamada Lucille. Ella nos llamaba a los dos «cariño» y olía muy bien. Me gustó. Aparte de eso, apenas vi a mi padre. Mi vida transcurría en la escuela latina para chicos de Chicago, o en el área vigilada de juegos con los demás niños que vivían en el hotel, o jugando en la suite con Norah.

Después de que lo dejaran «descansar en paz», como dijo Norah, los hombres afables y corpulentos se marcharon al campo de golf y la limusina nos llevó de vuelta al Edgewater Beach. Norah se quitó el abrigo negro y el velo y me dijo que podía quitarme el traje de sarga azul. Afirmó que el socio de mi padre, el señor Gilbert, y otro caballero iban a venir a vernos y me advirtió que no me fuese muy lejos pues tenía que firmar unos papeles.

Fui a mi habitación y practiqué mi firma en el papel timbrado del hotel. Poco después, llegaron el señor Gilbert y el otro hombre. Los oí hablar con Norah, aunque casi no entendí nada de lo que decían. Norah lloró un poco y dijo algo sobre aquel hombre tan bueno y generoso al que acababan de enterrar. El desconocido dijo llamarse Babcock y ser mi fideicomisario, lo cual me interesó mucho pues Norah y yo habíamos visto hacía poco una película en la que un comisario de policía salvaba a la hija del alcaide durante un motín carcelario. El señor Babcock mencionó un testamento muy irregular aunque sin fisuras.

Norah afirmó que ella no entendía de cuestiones económicas, pero que sin duda era un montón de dinero.

El señor Gilbert explicó que el chico tenía que endosar ese cheque garantizado en presencia del representante de la Trust Company, luego firmaría ante notario y así concluiría de una vez por todas la transacción. A mí todo me pareció vagamente siniestro. El señor Babcock confirmó que, mmm…, sí, todo era correcto.

Norah volvió a echarse a llorar y dijo que era una fortuna para un niño tan pequeño y el fideicomisario respondió que sí, que era una suma considerable, aunque él había tratado con gente como los Wilmerding y los Gould y ésos sí que tenían dinero de verdad.

A mí me pareció que estaban organizando demasiado revuelo si no se trataba de dinero auténtico.

Luego Norah entró en el dormitorio y me pidió que saliera a estrechar la mano del señor Gilbert y del otro caballero como un hombrecito. Lo hice. El señor Gilbert dijo que me estaba portando como un auténtico soldado y el señor Babcock, el fideicomisario, afirmó que tenía un hijo en Scarsdale justo de mi edad y esperaba que fuésemos buenos amigos.

El señor Gilbert descolgó el teléfono y preguntó si podían enviarnos un notario público. Firmé dos hojas de papel. El notario murmuró alguna cosa y luego las selló. El señor Gilbert aseguró que ya estaba y que tenía que marcharse si quería llegar a Winnetka. El señor Babcock nos informó de que se alojaba en el Club Universitario y de que, si Norah quería alguna cosa, podría localizarlo allí. Volvieron a estrecharme la mano y el señor Gilbert repitió que yo era un auténtico soldado. Luego cogieron sus sombreros de paja y se marcharon.

En cuanto nos dejaron solos, Norah afirmó que había sido un cielo y preguntó si me apetecería ir al Salón Naval a cenar y luego tal vez a ver una película sonora Vitaphone.

Ése fue el fin de mi padre.

No había mucho equipaje que hacer. Nuestra suite constaba de un gran salón y tres dormitorios, todos amueblados por el Hotel Edgewater Beach. Los únicos bibelots que poseía mi padre eran dos cepillos de plata para el pelo y dos fotografías.

—Tu padre vivía como un árabe—dijo Norah. Me había acostumbrado tanto a las dos fotografías que nunca les presté atención. Una era de mi madre, que murió al nacer yo. La otra mostraba a una mujer de ojos centelleantes con un chal español y una enorme rosa detrás de la oreja—. Parece una auténtica italiana—afirmó Norah. Era mi tía Mame.

Norah y el señor Babcock revisaron las pertenencias personales de mi padre. Él se llevó todos los papeles, el reloj de oro de mi padre y los gemelos de perlas y las joyas de mi madre para guardarlos hasta que yo fuese lo bastante mayor para «poder apreciarlos». El camarero del servicio de habitaciones se quedó con los trajes de mi padre. Sus palos de golf, mis juguetes y mis libros los enviaron a una institución benéfica. Luego Norah sacó los retratos de mi madre y de la tía Mame de sus marcos y los recortó para que me cupieran en el bolsillo trasero del pantalón.

—Así llevarás los rostros de tus allegados cerca del corazón—explicó.

Todo quedó arreglado. Norah compró un traje fino de luto para mí en Carson, Pirie, Scott’s y un despampanante sombrero para ella. El señor Gilbert y la compañía fiduciaria hicieron todas las gestiones necesarias para nuestro viaje a Nueva York. El 13 de junio estuvimos listos para irnos.

Recuerdo el día que partimos de Chicago porque nunca me habían permitido quedarme despierto hasta tan tarde. Los empleados del hotel hicieron una colecta y le regalaron a Norah una maleta de piel de cocodrilo, un rosario de malaquita y un gran ramo de rosas «American Beauty». A mí me regalaron un libro titulado Héroes de la Biblia que todo niño debería conocer: el Antiguo Testamento. Norah me llevó a despedirme de todos los niños que vivían en el hotel y, a las siete de la tarde, el servicio de habitaciones nos subió la cena, con tres postres diferentes y los saludos del cocinero. A las nueve de la noche, Norah volvió a pedirme que me lavara las manos y la cara, cepilló mi flamante traje de luto, me enganchó una medallita de san Cristóbal en la ropa interior, lloró, se puso su sombrero nuevo, lloró, recogió las rosas, realizó una última y breve inspección de la suite, lloró y ocupó su asiento en el autobús del hotel.

Era fácil darse cuenta de que Norah estaba tan poco habituada a viajar en tren en primera clase como yo. Estaba nerviosa en el compartimento y soltó un gritito cuando abrí el grifo del lavabo. Leyó en voz alta todas las advertencias, me advirtió de que no me acercara al ventilador eléctrico y de que no tirara de la cadena del inodoro hasta que el tren estuviese en marcha. Luego se corrigió y me pidió que sencillamente no lo usara…, vete a saber quién había estado allí antes.

Tuvimos una pequeña discusión acerca de quién dormiría en la litera de arriba. Yo quería hacerlo, pero Norah fue inflexible. Me alegré cuando estuvo a punto de caerse al subir, pero ella afirmó que prefería morir en el intento a pedir una escalera y que aquel negro la viera en camisón. A las diez, el tren se puso en movimiento y yo me tumbé en mi litera a ver pasar por la ventana las luces del South Side. Antes de que llegásemos a la estación de Englewood me quedé dormido, y eso fue lo último que vi de Chicago.

Fue emocionante desayunar mientras el gran tren New York Central atravesaba los campos a toda velocidad. Norah había perdido el miedo a los viajes en tren y sostuvo una auténtica conversación con el camarero de color.

—Sí—estaba diciendo Norah—, llevo ya treinta años en este país. Vine cuando era una niña y todavía estaba muy verde. Empecé a… servir en Boston, Massachusetts, nada menos que en Commonwealth Avenue, ¡oh!, la de escaleras que tenía aquella casa, cuando la madre de este chiquillo era sólo una cría. Luego se casó y me llevó con ella a Chicago. ¡No sabe usted el miedo que pasé! Pensaba que aquello estaría lleno de indios pieles rojas. Cómete el huevo, cariño—me dijo—. Primero murió ella—prosiguió Norah—, y yo me quedé a cuidar del muchacho. Luego falleció el señor Dennis. Así sin más, en el Athletic Club. Y ahora tengo la triste misión de llevar el niño con su tía Mame a Nueva York. Figúrese, apenas ha cumplido los diez años y ya no tiene ni padre ni madre. —Norah se enjugó los ojos. El camarero respondió que yo era muy valiente—. Enséñale la foto de tu tía Mame, cariño—dijo Norah. A mí me dio vergüenza, pero eché mano al bolsillo trasero de mi pantalón y saqué la foto de mi tía, disfrazada de Carmen—. Y, dígame, Beekman Place ¿es un buen barrio para criar a un niño? Está acostumbrado a tener lo mejor.

—¡Oh, sí, señora!—respondió el camarero—, muy buen barrio. Un primo mío trabaja en Beekman Place. Allí casi todo el mundo es millonario.

Animada por su triunfal presentación en sociedad entre el personal del New York Central, Norah pidió otra tetera y miró a los demás pasajeros con aire imperioso.

Pasamos el resto de la mañana en nuestro compartimento, que misteriosamente se había transformado de dormitorio en una especie de salón. Norah rezó el rosario, con especial mención a las Siete Ciudades del Pecado, y luego empezó a hacer encaje de bolillos. Después del desayuno, Norah se las arregló para decirles, cada vez más altanera, al mozo de cuerda y al revisor que yo era un niño heredero de una fortuna, «igualito que el rey como-se-llame de Rumanía», y que iba a vivir con mi tía Mame, una señora muy rica y enigmática que vivía en un palacio de mármol en Beekman Place.

A las seis en punto llegamos a Grand Central y a Norah, a pesar de todos sus humos de experta viajera, le asustó e impresionó el bullicio del andén.

—Dame la mano, Paddy—gritó—, y, por el amor de Dios, no se te ocurra perderte en este…

El resto de su advertencia se perdió entre el estrépito general. Aferrándose a mí con una mano y con la otra al monedero que llevaba metido en el corsé, Norah libró una batalla perdida con un mozo de cuerda, que, ignorando sus protestas, metió nuestro equipaje en un carrito y se alejó con él mientras Norah y yo lo seguíamos corriendo.

Al final resultó que no pretendía robarnos. En lugar de eso, llamó un taxi y empezó a meter las maletas en el asiento de atrás. Nos metimos como pudimos en el taxi y, antes de que el mozo pudiera expresar su agradecimiento por los diez centavos de propina que le había dado Norah, el taxi arrancó bruscamente.

—Llévenos al número 3 de Beekman Place—dijo Norah—, y no vaya usted a pensar que he nacido ayer y puede llevarme a dar vueltas por la ciudad para cobrar una carrera más larga.

Todavía era de día y hacía mucho, mucho calor. No sé qué idea me habría formado de Nueva York, pero lo cierto es que me decepcionó. Era igualito que Chicago.

Había un atasco terrible en Park Avenue y Norah se indignó al ver que el taxímetro avanzaba cinco centavos a pesar de que el coche estaba quieto. La Tercera Avenida, a pesar de los nombres irlandeses de las tiendas, la intranquilizó; y la Segunda todavía más.

—¿Se puede saber adónde se piensa usted que nos lleva, buen hombre?—le chilló al chófer.

—Adonde usted me dijo antes: al número 3 de Beekman Place.

—Dios mío, si esto es casi peor que los barrios bajos de Dublín—se quejó. Sin embargo, cuando el taxi entró en Beekman Place, pareció experimentar cierto alivio—. Es bonito—concedió con un leve deje paternalista. El taxi se detuvo delante de un enorme edificio que parecía exactamente igual a los de Lake Shore Drive, Sheridan Road o Astor Street en Chicago—. Ni la mitad de imponente que el Hotel Edgewater Beach—comentó desdeñosa Norah por lealtad con el medio Oeste—. Baja, cariño, y ten cuidado no vayas a despeinarte.

El portero nos miró con cierto interés y observó fríamente que debíamos subir al sexto piso.

—Vamos, Paddy—dijo Norah—, y cuida tus modales con tu tía Mame. Es una señora muy elegante.

Una vez en el ascensor, aproveché para echarle un último vistazo al retrato de mi tía, para recordar mejor su cara. Me pregunté si llevaría puesto el chal español y la rosa detrás de la oreja. La puerta del ascensor se abrió. Salimos. Volvió a cerrarse y nos quedamos solos.

—¡Madre de Dios, la antesala del Infierno!—gritó Norah. Estábamos en un vestíbulo pintado de negro. La única luz procedía de los ojos amarillentos de una extraña deidad pagana con dos cabezas y ocho brazos que había sobre un mueble de teca. Justo delante había una puerta de color escarlata. No parecía la típica casa de una señora española. De hecho, no parecía la típica casa de nadie. Aunque tenía ya diez años, le di la mano a Norah—. Caramba, pero si parece el cuarto de baño de señoras del Teatro Oriental—suspiró Norah. Llamó al timbre con cierta reticencia. La puerta se abrió y Norah soltó un leve grito—: ¡Dios nos proteja, un chino!

Un diminuto mayordomo japonés, apenas más alto que yo, sonreía desde el umbral.

—¿Qué querer?—preguntó.

Con voz humilde y apagada, Norah respondió:

—Soy la señorita…, es decir, soy Norah Muldoon y traigo al joven señor Dennis con su tía.

El minúsculo japonés dio un salto hacia atrás como un autómata.

—Debe ser error. No querer hoy niño pequeño.

—Pero si yo misma envié el telegrama advirtiendo de nuestra llegada, hoy día 1 de julio a las seis de la tarde—dijo Norah con una especie de balido penoso y desesperado.

—No importante—respondió el pequeño japonés encogiéndose de hombros con indiferencia oriental—. Niño aquí, casa aquí, señora aquí. Señora ocupada ahora. No importar. Entrar y esperar. Yo ir a buscar.

—¿Estás segura?—le susurré a Norah. Volví a mirar las negras paredes y el ídolo y apreté su mano vieja y áspera. Temblaba más que la mía.

—Entrar. Esperar—dijo el japonés con una sonrisa siniestra—. Entrar—repitió. Tanta insistencia ejercía un efecto hipnótico.

Nos adentramos con pies de plomo en el recibidor del apartamento. Aunque con un estilo deslumbrante, era incluso más terrorífico que el negro rellano de la entrada. Las paredes estaban pintadas de un intenso color naranja. Una gigantesca linterna japonesa de bronce arrojaba su luz biliosa a través de varias amarillentas ventanas de pergamino. A cada lado del recibidor había un gran arco tapado con un gran biombo de papel, y detrás de ellos un montón de gente hacía mucho ruido.

El japonés nos señaló con un gesto un banco largo y bajo. Era el único mueble de la habitación.

—Sentarse—siseó—. Yo traer señora. Sentarse. —Detrás del banco había un enorme tapiz de pergamino. Representaba a un japonés destripándose con una espada de samurái—. Sentarse—repitió el mayordomo con una risita, y desapareció detrás de uno de los biombos.

—¡Qué herejía!—susurró Norah. Las articulaciones le crujieron penosamente al apoyar su peso en el banco—. ¿En qué estaría pensando tu pobre padre?—El estruendo de detrás del biombo creció y se oyó un ruido de cristales rotos. Agarré a Norah con fuerza.

Nuestro conocimiento de los tugurios orientales se limitaba estrictamente a lo que habíamos visto en las películas—terribles torturas, vírgenes inocentes drogadas y vendidas para llevar una vida peor que la muerte en el Yang-Tsé, las sanguinarias disputas entre las mafias chinas—, pero Hollywood había dejado muy claro lo que sucedía cuando Oriente y Occidente se encontraban.

—Paddy—gritó Norah de pronto—, nos han traído engañados a un fumadero de opio con intención de matarnos o algo peor. Tenemos que irnos de aquí.

Empezó a levantarse y a tirar de mí, y luego volvió a desplomarse en el banco con un gemido de derrota.

Una mujer que parecía una muñeca japonesa acababa de entrar en el recibidor. Tenía el pelo muy corto con el flequillo recto sobre las cejas oblicuas; tras ella flotaba una larga túnica de seda dorada y bordada. Llevaba los pies enfundados en unas diminutas chinelas doradas adornadas con joyas resplandecientes y varios brazaletes de jade y marfil entrechocaban en sus brazos. Tenía las uñas más largas que yo había visto nunca, todas pintadas de un delicado color verde. Una boquilla de bambú casi interminable colgaba lánguidamente de su boca brillante y roja. En cierto sentido, tenía un aire extrañamente familiar.

Nos miró a Norah y a mí con una expresión de sorpresa y perplejidad.

—¡Oh!—dijo—, el hombre de la Agencia no comentó que fuese a traer usted también un niño. No importa. Parece un buen chico. Y, si se porta mal, siempre podemos echarlo al río. —Se rió, pero nosotros no lo hicimos—. Imagino que ya sabrá lo que se espera de usted: un poco de esclavitud en la casa, y, por supuesto, los jueves para hacer lo que quiera. —Norah la miró con los ojos como platos y la boca abierta—. Lo cierto es que llega usted un poco tarde—prosiguió la señora oriental—. En realidad contaba con que viniese usted un poco antes para atender a esta muchedumbre. —Hizo un gesto hacia el lugar de donde procedía todo aquel barullo—. Pero no tiene mayor importancia. Si no ha traído su ropa, creo que podremos conseguirle algo apropiado. —Se dirigió al lugar de donde procedía el ruido—. Espere aquí, le diré a Ito que la lleve a su cuarto. ¡Ito! ¡Ito!—llamó y salió a toda prisa del recibidor.

—Madre de Dios, ¿has oído lo que ha dicho? ¡Todas esas palabras tan raras! Es una de esas chinas recién salidas de Sing Sing. ¿Qué vamos a hacer, Paddy? ¿Qué vamos a hacer?

Una pareja de aspecto siniestro avanzó hacia el recibidor. El hombre parecía una mujer, y la mujer, de no ser por su falda de tweed, era casi idéntica a Ramón Novarro. El hombre dijo:

—Imagino que sabrá que van a enviar a la pobre Miriam a la costa.

La mujer añadió:

—En fin, Dios sabe que, si lo que pretenden es matarla profesionalmente, han enviado a esa pobre desgraciada al sitio adecuado.

Soltó una risa desagradable y ambos desaparecieron detrás del otro biombo.

A Norah se le salieron los ojos de las órbitas y a mí también. El ruido se volvió más escandaloso. De pronto, rasgó el aire un grito desgarrador. Ambos nos sobresaltamos. Una voz de mujer se alzó histéricamente sobre el estruendo.

—¡Oh, Aleck! ¡Basta ya! ¡Me matas!

Se oyó una estruendosa oleada de carcajadas y luego otro chillido. Norah me cogió del brazo y apretó. Dos hombres aparecieron de detrás de un biombo. Uno de ellos tenía barba pelirroja. Entre los dos llevaban a una mujer vestida de negro, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y el pelo arrastrando por el suelo. Norah tragó saliva.

—Pobre Edna—dijo uno de los dos hombres.

—A mí no me da tanta lástima—respondió el de la barba. Se lo dije esta misma tarde. Le advertí: «Edna, estás firmando tu propia sentencia de muerte al beber ese veneno a la hora del almuerzo. A las siete estarás frita». Y ahí la tienes.

Norah se santiguó.

Se oyó otro grito y otra serie de enloquecidas carcajadas. El japonés diminuto apareció de pronto de detrás del biombo y cruzó corriendo el vestíbulo. Llevaba un enorme cuchillo. Norah gimió.

—Santa María, madre de Dios, protégenos—rezó—, sálvanos a este huerfanito y a mí de la muerte o algo peor a manos de estos degolladores chinos.

Empezó a musitar una larga y fervorosa oración de un modo tan incoherente que sólo entendí algunas palabras sueltas como «trata de blancas», «Shanghái» y «asesinato sanguinario».

La mujer-hombre y el hombre-mujer volvieron a pasar por el recibidor.

—Y, por supuesto, La muerte llama al arzobispo—iba diciendo—. ¿Alguna vez has tenido una sensación tan emocionante?

—¡Dios bendito!—exclamó Norah—, ¿es que no hay nada ni nadie que esté a salvo en este antro de perdición?

Se oyó otro grito, y la voz histérica gritó:

—¡Aleck, no! ¡Me vas a ma-tar!

—Basta—gritó Norah, cogiéndome de la mano y tirando de mí—. Tenemos que salir de este nido de ladrones y asesinos mientras nos quede aliento en el cuerpo. Mejor morir luchando por proteger mi virtud que dejar que los chinos nos vendan como esclavos. Vamos, Paddy, nos enfrentaremos a ellos, y que Dios nos ampare.

Y con notable agilidad saltó hacia la puerta arrastrándome tras ella.

—Alto, por favor. —Nos quedamos de piedra. Era el japonés diminuto que sonreía de manera absurda y sostenía el cuchillo en la mano—. ¿La señora no encontrar?

—Mire, señor—dijo Norah con la valentía que da la desesperación—, no soy más que una pobre anciana, pero estoy dispuesta a pagar nuestro rescate. Aunque no lo parezca, tengo dinero. Mucho dinero. Cinco mil dólares y todos los ahorros de una vida. Seguro que nos puede dejar huir al niño y a mí. No hemos hecho nada malo.

—¡Oh, no!—respondió con una sonrisa inescrutable—. No bien. Yo traer señora. Ella tener muchas ganas de tener niño en la casa.

—¡Qué malvada!—gimió Norah.

La muñeca japonesa reapareció.

—Ito—dijo—. Te he estado buscando por todas partes. Ésta es la nueva cocinera y quiero que…

—No, señorita Dennis—dijo moviendo el dedo—. No nueva cocinera. Nueva cocinera en la cocina. Éste su niño.

—¡Pero no…!—chilló ella—. ¡Entonces usted debe de ser Norah Muldoon!

—Sí, señora—suspiró Norah, demasiado exhausta para hablar más que con un hilillo de voz.

—Pero ¿por qué no me avisó de que venía hoy? No habría celebrado esta fiesta.

—Señora, le envié un telegrama…

—Sí, pero decía usted el primero de julio. Mañana. Hoy es 31 de junio.

Norah movió aviesamente la cabeza.

—No, señora, hoy es día uno. Y maldita sea esa fecha.

La voz argentina tronó.

—¡Pero eso es ridículo! Todo el mundo sabe lo de «Treinta días tienen septiembre, abril, junio y…», ¡Dios mío!—Se hizo un momento de silencio—. Pero, cariño—dijo con histrionismo—, ¡soy tu tía Mame!

Me rodeó con sus brazos, me besó y supe que estaba a salvo.

Una vez en el cavernoso salón de la tía Mame, que recordaba mucho al decorado del club nocturno de Vírgenes modernas, nos alivió ver que estaba lleno de gente con pinta de hombres y mujeres normales. Bueno, tal vez no exactamente de hombres y mujeres normales, pero al menos no había malvados orientales, a excepción de mi tía Mame, que había dejado de ser española y había empezado a ser japonesa.

Había gente sentada en unos divanes japoneses, otros estaban en la terraza, y unos cuantos miraban por la enorme ventana en dirección al sucio río. Todos estaban hablando y bebiendo. Mi tía Mame me besó varias veces y me presentó a un montón de desconocidos, a un tal señor Benchley, que era muy simpático; a un tal señor Woollcott, que no lo era; a una tal señorita Charles, y a muchos más.

No hacía más que decir:

—Es el hijo de mi hermano, y ahora va a ser mi niño pequeño.

La tía Mame me dijo que pululara un poco por ahí y luego me fuese a la cama. Aseguró que lamentaba muchísimo haber cometido aquel error tan estúpido con la fecha y tener que ir a cenar en el Aquarium con un montón de gente. Me pareció un sitio muy raro para comer, pero para ser educado le pregunté si iban a cenar pescado y todo el mundo se desternilló de risa.

Me explicó que era sólo un garito clandestino que había en la Cincuenta y yo fingí entenderla.

Norah me cogió de la mano y estuvimos pululando un poco por ahí, aunque no entablé conversación con nadie. Todos empleaban palabras muy raras como batik, Freud, complejo de inferioridad y abstracción. Una señora pelirroja aseguró que pasaba una hora al día en el sofá con su médico, que le cobraba veinticinco dólares por visita. Norah me llevó a otra parte de la sala.

El diminuto japonés le ofreció a Norah una copa y le dijo que acababan de desembarcarlo. Norah respondió que no estaba acostumbrada a los espirituosos, aunque a mí siempre me contaba que veía fantasmas y espectros, pero que, en esta ocasión, tomaría una gotita. De pronto, pareció mucho más alegre. Y, al poco tiempo, le pidió a Ito que le sirviera otro sorbito.

Enseguida la gente empezó a marcharse. Un grupo de personas dijeron que iban a ver la vieja Texas esa noche y que tenían que llegar pronto, si querían que los dejasen entrar. Yo siempre había pensado que Texas estaba muy lejos de Nueva York.

Varias personas se entretuvieron en el vestíbulo hablando de cosas que yo no entendía, como «Lisístrata», «netsuke» y «lapislázuli» y de un tal Karl Marx, que yo pensé que debía de tener algo que ver con Groucho, Harpo, Chico y Zeppo. Luego la tía Mame llegó con un vestido de fiesta amarillo como el que llevaba Bessie Love en Melodías de Broadway. Era muy corto por delante y muy largo por detrás y ella ya no parecía japonesa.

—Buenas noches, cariño—dijo dándome un beso—. Mañana hablaremos largo y tendido…, pero que no sea demasiado temprano.

La puerta se cerró a sus espaldas y el apartamento quedó sumido en el silencio.

El mayordomo japonés me cogió de la mano.

—Tú hambre. Tú cenar ahora—dijo amablemente—. ¿Querer ir al baño antes, niño pequeño?

Me recorrió un escalofrío al percatarme de la cruda realidad.

—Ya…, ya he ido—gimoteé mirando consternado la mancha oscura que se extendía por mi nuevo traje fino de luto.

II. LA TÍA MAME Y LA HORA DE LOS NIÑOS

El artículo del Reader’s Digest prosigue contando cómo la solterona de Nueva Inglaterra, nada acostumbrada a los niños, acaba queriendo mucho al expósito que han abandonado ante su puerta. Y, más que quererlo, se obsesiona por el cuidado de los niños, la psicología infantil y esas cosas.

Cuando llega el momento de enviarlo a la escuela, la señorita inolvidable tiene serias diferencias con la junta educativa del pueblo y sus métodos. Los maestros presionan al chico por no asistir a clase, pero la encantadora solterona resiste y ella sola consigue que se realicen profundas reformas en el sistema escolar.

En fin, no me impresiona mucho. Mi tía Mame también tenía ideas muy originales sobre psicología y educación.

Al pensar en lo alocada y deslumbrante que era mi tía Mame en 1929, veo que debió de asustarse de tener que criar a un niño de diez años totalmente desconocido tanto como yo al entrar por primera vez, temeroso y boquiabierto, en el esplendor oriental de su apartamento de Beekman Place. Pero mi tía Mame no era de las que se rinden fácilmente. Mi tía tenía el espíritu animoso de una exploradora de garitos clandestinos. Y, aunque sus ideas sobre la educación infantil tal vez pudieran considerarse un poco heterodoxas—igual, todo sea dicho, que sus ideas sobre cualquier otra cosa—, el sistema exclusivo de mi tía Mame funcionó bastante bien a su despreocupada manera.

Nuestra primera conversación tuvo lugar en el gigantesco dormitorio de la tía Mame, a la una de la tarde de mi segundo día en Nueva York. Me sentía ignorado, no querido, no deseado y terriblemente solo mientras deambulaba abatido por el enorme dúplex con Norah como única compañía. Ito, el pequeño mayordomo japonés, me sirvió un buen almuerzo y se rió mucho, pero no dijo nada. A la una en punto, yo estaba deseando leer Héroes de la Biblia que todo niño debería conocer: el Antiguo Testamento cuando Ito entró en mi habitación y dijo:

—Ver señora ahora.

La tía Mame me recibió en su dormitorio del segundo piso. Era una habitación enorme con las paredes pintadas de negro, una alfombra blanca y el techo dorado. Los únicos muebles eran una gigantesca cama dorada sobre una tarima y una mesilla de noche. Una habitación así habría deprimido a cualquiera, pero no a mi tía Mame. Era tan alegre como un pájaro. De hecho lo parecía con su batín de plumas rosas de avestruz. La encontré leyendo Les Faux Monnayeurs y fumando cigarrillos Melachrino* con una larga boquilla de ámbar.

—Buenos días, amor—canturreó—. Acércate y dale un beso a tu tía Mame, pero con dulzura, cariño, que la tita está de malas pulgas. —La besé con toda la delicadeza que pude—. Muy tierno, cariño, algún día harás muy feliz a alguna mujer afortunada. Ahora siéntate en la cama de la tía Mame, pero hazlo despacio, cariño, y tendremos una pequeña charla matutina. Así empezaremos a conocernos.—Pronto descubrí que para mi tía Mame «por la mañana» significaba la una de la tarde. «Por la mañana temprano» eran las once, y «en plena noche» las nueve—. ¿No te encanta este momento del día?—preguntó con un gesto grandilocuente que cubrió de cenizas las sábanas de satén negro—. Y ahora, cariño—dijo—, tenemos que descubrir un montón de cosas el uno del otro. Nunca antes había tenido a un niño pequeño por casa y, vaya, aquí está el desayuno. Bueno, veamos—prosiguió muy animada. Rebuscó entre el caos de papeles que tenía sobre la mesilla y sacó una copia del testamento de mi padre, que había adornado con un montón de números de teléfono y una lista de la compra o dos. También sacó un cuaderno de hojas amarillas y un enorme lápiz de color negro—. Soy tu tutora legal. Ambos lo sabemos, así que no vale la pena hablar más del asunto. Tu padre dice que debes recibir una educación protestante y yo no tengo nada que objetar, aunque me parece una lástima privarte de los exquisitos misterios de algunas religiones orientales. Pero tu padre siempre fue un poco chapado a la antigua. Y no es que quiera hablar mal de mi propio hermano. ¿A qué iglesia ibas, cariño?

—A la Cuarta Iglesia Presbiteriana—dije sintiéndome un poco incómodo.

—Dios mío, ¡no irás a decirme que hay cuatro iglesias presbiterianas en un sitio como Chicago! Bueno, no importa. Supongo que podremos encontrar alguna iglesia por aquí cerca. —Con gran dramatismo, elevó la mirada al techo dorado—. De todos modos, no creo que a tu padre le molestase mucho que te presentase a monseñor Malarky, es un hombre tan culto y encantador, ¡y tiene unos ojos como zafiros! Vendrá un día de la semana próxima a tomar una copa, pero haré que me prometa no hablar de negocios contigo. —La tía Mame volvió al testamento—. Bueno, con eso queda resuelto lo de tu formación religiosa. Ahora el colegio. ¿En qué curso estás, cariño?

—En la quinta clase de la escuela latina para chicos de Chicago.

—¡En la quinta clase! Dios mío, ¿cómo es que no vas a la primera? ¡A mí me pareces bastante despierto!

Con la paciencia de un niño de diez años le expliqué que la quinta clase equivalía a quinto curso.

—¡Ah!, y ¿en qué curso se supone que tienes que estar a los diez años?

—En quinto, pero cuando entré tenía sólo nueve.

—¿Quieres decir que eres precoz?

—¿Qué?—dije.

—Precoz, cariño. Inteligente para tu edad. Que si vas adelantado en la escuela.

—Sí—respondí—. Fui pre…, eso que has dicho, todo el trimestre.

—¡Cariño, qué alegría me das!—gorjeó la tía Mame mientras escribía algo en su cuaderno—. Siempre hemos sido una familia muy intelectual, aunque tu padre hiciera todo lo posible por disimularlo. —Volvió al testamento—. Tu padre dice que debes asistir a colegios tradicionales…, ¡nada menos! Dime, esa escuela latina ¿era muy tradicional?

—No entiendo lo que quieres decir—respondí sonrojándome.

—¿Era sosa? ¿Monótona? ¿Tediosa? ¿Aburrida?

—Sí, muy aburrida.

—Típico de tu padre—suspiró—. A propósito, sé de un colegio nuevo divino que ha puesto un amigo mío. Mixto y totalmente revolucionario. Las clases se imparten con todo el mundo desnudo y bajo rayos ultravioleta. No queda ni una sola represión después del primer trimestre. Ese hombre que te digo está absolutamente au courant de lo que se hace en Viena, no quiere ni oír hablar de ese aburrido y viejo sistema Montessori. Y en las clases hay mucho arte no figurativo, gimnasia rítmica y grupos de discusión…, nada de libros ni cosas así. Me encantaría enviarte allí. Sería una buena sacudida para tu libido. —Yo no tenía ni idea de lo que me hablaba, pero me pareció como mínimo un colegio un tanto atípico. Adoptó una mirada tierna y ausente y dijo—: Estoy pensando si no sería buena idea enviarte al colegio de Ralph. ¿Te parece que tienes muchas represiones, cariño?

Me sonrojé.

—Es que no entiendo muchas de las palabras que utilizas, tía Mame.

—¡Ay, criatura, criatura!—exclamó, y sus mangas emplumadas revolotearon por encima de la cama—. ¿Qué podemos hacer con tu vocabulario? ¿Es que tu padre no te hablaba nunca?

—Casi nunca—reconocí.

—Cariño, un vocabulario rico es el auténtico sello de un intelectual. Verás lo que haremos—hurgó en el caos de la mesilla y sacó otro cuaderno y un lápiz—, cada vez que yo diga una palabra, o que tú oigas una palabra que no entiendas, escríbela y te diré lo que significa. Luego la memorizarás y muy pronto tendrás un vocabulario bastante decente. ¡Oh, qué aventura—exclamó extasiada—, moldear una nueva vida!—Hizo otro gesto grandilocuente que le salió mal, pues derribó la cafetera y yo inmediatamente escribí seis palabras nuevas que la tía Mame me pidió que tachara y olvidara. Luego la tía Mame estudió con más detalle el testamento—. En cuanto a lo de que me reembolse la compañía fiduciaria…

—¿Cómo se escribe reem…?

—¡No me interrumpas! En cuanto a lo de que me reembolse la compañía fiduciaria, soy perfectamente capaz de mantenerte yo misma y quiero hacerlo. —Entornó los ojos y me echó una mirada inquisitiva—. Supongo que tendrás alguna calculadora humana para cuidar de tu dinero y decirme cómo tengo que educarte.

—¿Te refieres a mi fideicomisario?

—Eso es, guapo, ¿cómo es?

—Lleva gafas y un sombrero de paja, vive en un sitio llamado Scarsdale, tiene un hijo de mi edad y se llama señor Babcock.

—Scarsdale, ¡cómo no!—La tía Mame escribió «Knickerbocker Trust» y «Babcock»—. En fin, ya veo que va a ser mi bête noire particular los próximos ocho años. ¡Para mí la responsabilidad y para él la autoridad!

—Eso significa ‘bestia negra’, ¿no?—Me pareció una descripción demasiado fascinante para tratarse del señor Babcock.

—¡Cariño!—exclamó radiante y me besó—. Tu vocabulario va a las mil maravillas. Tal vez deberíamos hablar sólo en francés cuando estuviésemos en casa. —No obstante, prosiguió en inglés—: Bueno, ya me las veré con Babcock a su debido tiempo. Dios sabe que puedes aprender más en diez minutos en mi salón que en los diez años que pasaste con ese padre tuyo. ¡Qué manera más criminal de educar a un hijo!—Consultó su reloj y agitó las plumas—. ¡Cielos, he quedado para ir de compras con Vera! A lo mejor te apetece venir. Además, ya sabemos bastante el uno del otro para empezar. —Miró mi traje fino de luto—. Por el amor de Dios, cariño, ¿no tienes otra ropa que no te haga parecer un cuervo enfermo?—Respondí que sí—. Pues póntela si quieres venir conmigo, y no olvides tu cuaderno de vocabulario. —Obediente, me dirigí hacia la puerta—. A propósito, guapo—dijo. De nuevo, me miró con ojos inquisitivos.

—Sí, tía Mame.

—¿Alguna vez tu padre dijo algo…, es decir…, alguna vez te habló de mí antes de morir?

Norah me había contado que los mentirosos iban derechos al infierno, así que tragué saliva y le solté:

—Sólo que eras una mujer muy peculiar, que quedar en tus manos era un destino que no le desearía ni a un perro, pero que no siempre se puede elegir y que tú eras mi único pariente vivo.

Soltó un grito ahogado.

—El muy cabrón—dijo sin inmutarse.

Yo cogí mi cuaderno de vocabulario.

—Esa palabra, cariño, era cabrón—me explicó con mucha dulzura—. ¡Se escribe c-a-b-r-ó-n, y significa ‘tu difunto padre’! Y ahora sal de aquí y corre a vestirte.

Pasé aquel primer verano en Nueva York trotando detrás de la tía Mame con mi cuaderno de vocabulario, teniendo breves «conversaciones matutinas» todas las tardes, y siendo visto pero no oído en sus tés literarios, tertulias de salón y cócteles.

Ellos también empleaban un montón de palabras nuevas y, al final del verano, había adquirido mucho vocabulario. Todavía conservo algunas de las hojas llenas de extrañas informaciones espigadas en las soirées de la tía Mame. Una, fechada el 14 de julio de 1929, incluye términos tan diversos como: día de la Bastilla, lesbiana, Club Hotsy-Totsy, guerra de bandas, el Ello, daiquiri—aunque ésta no la escribí bien—, relatividad, amor libre, complejo de Edipo—ésta también la escribí mal—, móvil, curda…, a partir de ahí, mi ortografía se vuelve delirante: narcisista, Biarritz, psiconeurótico, Schoenberg y ninfómana. La tía Mame me explicó todas las palabras que pensó que debía conocer y luego me hizo incluirlas en frases que yo practicaba con Ito, mientras él hacía sus arreglos florales japoneses y se reía.

Mis progresos ese verano de 1929, aunque no fuesen exactamente los que recomendaría la Every Parent’s Magazine, fueron notables. A finales de julio, ya sabía preparar lo que el señor Woollcott llamó un «martini luculiano en miniatura» y había aprendido a no asustarme de los amigos más sorprendentes de la tía Mame.

La tía Mame pasaba el tiempo en un perpetuo torbellino de compras, recepciones, fiestas en casas ajenas, arreglos de la extravagante ropa del día—y la suya parecía más extravagante que ninguna—, salidas al teatro y a obras experimentales que se abrían y cerraban como almejas en todo Nueva York, cenas en casa de diversos caballeros intelectuales y exposiciones de cuadros y esculturas incomprensibles. Pero, a pesar de su vida frenética y vacía, todavía le quedaba mucho tiempo que dedicarme. Me llevaba consigo a la mayoría de las exposiciones, expediciones de compras con su amiga Vera y cualquier función teatral que la tía Mame considerara adecuada, estimulante o iluminadora para un niño de diez años. Lo que incluía un espectro francamente amplio.

En realidad, la tía Mame y yo tardamos muy poco tiempo en aprender a querernos. Era de esperar que me atrajera su sorprendente personalidad, que antes había seducido a otros miles. Al fin y al cabo, tenía un encanto caótico pero innegable y era mi única familia. Pero que quisiera ocuparse de un niño de diez años totalmente insignificante y carente de interés no dejaba de sorprenderme, complacerme y extrañarme. Sin embargo, así era, y siempre he pensado que, a pesar de toda su popularidad, sus intereses, sus constantes idas y venidas, es probable que también se sintiera un poco sola. Sus detractores han dicho que yo fui simplemente un nuevo pedazo de arcilla al que dio forma, estiró, moldeó y aporreó a su antojo, y es cierto que la tía Mame nunca resistía la tentación de meterse en la vida de los demás. Aun así, tenía un acendrado e inquebrantable sentido de la confianza. Ambos lo vivimos como una forma de amor, y fue una experiencia única.

No obstante, no tardó en cernerse sobre nuestro idilio una nube tormentosa, en la forma de mi fideicomisario. La tía Mame y yo estábamos teniendo una de nuestras pequeñas conversaciones matutinas. Ese día se sentía muy maternal y me estaba leyendo unos pasajes de Adiós a las armas, cuando una carta certificada de la Knickerbocker Trust Company perturbó nuestra plácida hora con Hemingway.

En la carta, el señor Babcock explicaba que llevaba tiempo queriendo vernos, pero los negocios etcétera, etcétera; además, su familia y él siempre pasaban en Maine la parte más calurosa de etcétera, etcétera; y, nada más volver, su hijo había sufrido un grave ataque de amigdalitis por lo que el médico etcétera, etcétera; pero ahora las cosas estaban otra vez etcétera, etcétera; y había mucho que discutir sobre Patrick etcétera, etcétera; y sería buena idea que la señorita Dennis llevase al joven señor Dennis a Scarsdale para disfrutar de una auténtica y tradicional etcétera, etcétera; que acabara temprano para que los chicos pudieran acostarse pronto etcétera, etcétera; los trenes que salían de la estación de Grand Central, aunque no fuesen los más cómodos, etcétera, etcétera. Y pedía a la tía Mame que le confirmase la fecha.

La tía Mame gimió, me entregó la carta y pidió que le sirvieran un whisky sour.

—¡Oh, cariño!—exclamó—, he aquí la llamada del destino. ¡Ese fideicomisario! Lo veo con tanta claridad como te veo a ti: un abominable plan para controlar y frustrar todos los proyectos que tengo para ti.

Yo escribí «controlar» y «frustrar» en mi cuaderno y luego le aseguré que el señor Babcock era, en realidad, un hombrecillo muy amable y tranquilo.

—¡Ay, criatura!—aulló—, ésos son los peores, son como ratas. Igual de falsos que el Uriah Heep de Dickens.

Según su costumbre de toda una vida, la tía Mame nos obsequió con un recital de histrionismo que duró casi media hora y luego se serenó y decidió afrontar la situación. Empleando su voz más cultivada, telefoneó al señor Babcock y le dijo que ambos estaríamos encantados de comer con su familia en Scarsdale al día siguiente, y que no se tomase la molestia de ir a esperarnos a la estación, pues iríamos en coche. Estuvo refinadísima. Luego llamó a su mejor amiga, Vera, y le pidió que dejase lo que estuviera haciendo y viniera cuanto antes.

Vera, la amiga de la tía Mame, era una famosa actriz de Pittsburgh que hablaba con tanta elegancia de Mayfair que apenas se entendía una palabra de lo que decía. No le gustaban los niños, y lo mismo podía decirse a la inversa, pero, como la tía Mame había invertido en su nueva obra de teatro, Vera era muy educada conmigo.

Llegó envuelta en una nube de pieles de zorro blanco y luego ella y la tía Mame interpretaron otra farsa desesperada. Por fin Vera, que era la más tranquila de las dos, decidió abordar la cuestión. Pidió a Ito que le llevara una botella de brandy y más o menos tomó las riendas del asunto.

—Querida—dijo Vera—, no debes sacar las cosas de quicio. Te estás poniendo histérica. Vamos, bebe un sorbo de esto y cálmate mientras te explico unas cuantas cosas. En primer lugar, no tienes nada que temer. Tienes buena apariencia, educación, inteligencia, cultura, dinero, buena posición…, todo. Lo único que ocurre es que tal vez seas un poco extravagante para Scarsdale. Pero, querida, basta con que te moderes un poco…, temporalmente. Cuando interpreté a lady Esme en Locura de verano…

—Locura de verano—chilló la tía Mame—, ¡ésta es mi locura de verano y lo único que se te ocurre es hablar de tus éxitos! ¿Qué voy a hacer?—Se mordisqueó las uñas doradas.

—Lo único que digo, querida—replicó, altiva, Vera—, es que cuando interpreté a lady Esme, Chanel hizo todo mi vestuario y me dijo: «Chérie (siempre me llamaba chérie), la ropa refleja el estado de ánimo, la personalidad…, todo». Y tenía razón. ¿Recuerdas el último acto, cuando bajo por las escaleras justo después de que Cedric se pegue un tiro? Pues bien, yo quería ir de negro, pero Chanel dijo: «Chérie, para algo así hay que vestir de gris. Un día gris, un estado de ánimo gris y un vestido gris con tal vez un poco de marta cebellina». Querida, jamás olvidaré lo que dijo Brooks Atkinson de ese vestido. Afirmó que elevaba la obra hasta las mismas alturas que Shakespeare.

Cualquier discusión sobre ropa siempre atraía la atención de mi tía Mame, que se animó en el acto.

—Sí, Vera—dijo lentamente—, tienes razón. Ya te entiendo: me pondré el kimono gris con los bordados escarlatas y tal vez una camelia roja encima de cada…

—Mame, querida—repuso Vera con mucho tacto—. No estaba pensando en un vestido japonés para esta… ordalía. Tendrás que ser diferente en Scarsdale…, algo parecido a Jane Cowl. Pensaba más bien en un vestido sencillo. Algo simple y bonito que no sea negro. Ya sabes a lo que me refiero, querida, triste, pero no exactamente de luto, y muy recatado. Eso inspirará confianza al fideicomisario.

La tía Mame se quedó dubitativa, pero empezó a interesarse y, a medida que el nivel de la botella de brandy—supuestamente introducida de contrabando de la Île de France—fue disminuyendo, las conmovedoras imágenes de la respetable tía soltera pintadas por Vera alcanzaron alturas aún más celestiales. La tía Mame sentía debilidad por el teatro, y pronto las dos mujeres empezaron a explorar su vasto armario ropero tan felices como un par de chiquillas.

Mientras yo leía en voz alta un libro de poemas de Elinor Wylie llamado Ángeles y criaturas terrenales y me ocupaba de llenarle el vaso a Vera, un viejo negligé de seda se transformó en un vestido sombrío y apropiado, que, junto con el gran sombrero de Vera, un velo y un collar de azabache, proporcionó a la tía Mame el aire de pesadumbre adecuado. Vera también desenterró un viejo postizo que la tía Mame había llevado un día en el baile de Bellas Artes. Una vez trenzado, se convirtió en una tensa, pero vacilante diadema sobre el peinado de la tía Mame. A eso de las seis en punto, el disfraz estaba completo, luego Vera me fabricó un pequeño brazalete de luto, bebió una última gotita de brandy, y cayó redonda.

A las nueve de la mañana siguiente—en plena noche, como decía ella—, la tía Mame estaba ya levantada, pálida y con muy mala cara. El apartamento estaba silencioso, excepto por algún gemido ocasional procedente del dormitorio que ocupaba Vera. En la cocina, Ito estaba preparando una enorme cesta para el almuerzo, con sándwiches de pepino, champán y pastel de almendras. Fuera, en Beekman Place, el Mercedes-Benz de la tía Mame relucía amenazadoramente. La tía Mame tardó casi dos horas en vestirse de luto, pero afirmó que quería dar buena impresión, y, aunque ese día estábamos a más de treinta grados, se puso la estola de marta cebellina al recordar el éxito de Vera como lady Esme.

En 1929 se tardaba poco más de media hora en llegar a Scarsdale en tren, pero la tía Mame no lograba acostumbrarse a las precisas exigencias de los ferrocarriles. Así que el enorme Mercedes salió de Beekman Place ocho horas justas antes de la hora de la cita, lo que probablemente fuese una suerte, pues Ito era como mínimo un conductor un tanto peripatético, y ninguno teníamos ni la menor idea de dónde o qué era Scarsdale. La tía Mame, muy tensa, iba sentada detrás toqueteándose la mal anclada diadema y pellizcando la estola de marta cebellina. De vez en cuando, me cogía de la mano y murmuraba:

—¡Oh, cariño!, ¿qué vamos a hacer?

Aunque el coche era bastante grande, el habitáculo estaba abarrotado con nosotros dos, la cesta de picnic, los cubos de hielo para el champán, una variada colección de mapas de carreteras—la mayoría de otras partes del país—, una manta de viaje de piel, un volumen de versos afectuosamente dedicado a la tía Mame por Sara Teasdale y mi cuaderno de vocabulario.

Ito, que tenía aún menos sentido de la orientación que la tía Mame, condujo en primer lugar hacia Long Island, luego hacia Nueva Jersey y por fin siguió la pista correcta. Tras un largo almuerzo en Larchmont y una pequeña confusión en Rye, Ito volvió a encaminar el coche hacia nuestro objetivo y llegamos a Scarsdale a las tres y media.

—¡Oh, Dios—gimió la tía Mame—, hemos llegado tres horas antes de la cuenta!

Pasamos el resto de la tarde viendo una película de Tom Mix* que a Ito y a mí nos gustó mucho, aunque la tía Mame afirmó que era repugnante la de cosas que hacen tragar a la gente y que el gobierno debería subvencionar películas culturales.

A las seis y media en punto llegamos a casa de los Babcock. Era un edificio en parte de madera, construido en lo que la tía Mame llamó un estilo «pseudo-Tudor». No obstante, me pareció muy contenida.

Los Babcock no eran una familia demasiado interesante. Su hijo, Dwight junior, llevaba gafas y era exactamente como un señor Babcock al que hubieran encogido en la lavandería. La señora Babcock también empleaba gafas y habló con la tía Mame sobre jardinería, conservas caseras y psicología infantil.

La tía Mame aludió una vez a Freud y luego se lo pensó mejor. El resto de su conversación con la señora Babcock se redujo a una serie de sosos síes y noes y de veras.

Dwight junior me enseñó su colección de mariposas disecadas, me contó lo de sus amígdalas y lo bien que lo iba a pasar en el internado de San Bonifacio.

El señor Babcock decía mucho «¡ejem!». Sirvieron limonada, y por fin la criada anunció que la cena estaba servida.

Hacía un calor sofocante en el comedor estilo inglés de los Babcock, y la cena, a base de cordero demasiado hecho, puré de patatas, calabaza, remolacha y judías, comparada con la delicada cocina oriental de Ito, me cayó como un trozo de cemento en el estómago. Durante uno de los muchos silencios, la tía Mame se sintió inspirada y disertó con mucha erudición sobre la arquitectura en el período Tudor, un discurso fascinante de no ser porque sirvió para demostrar que hasta el último detalle del comedor de los Babcock era falso. No obstante, la tía Mame estuvo encantadora y se comportó como la típica mujer a la que se le podría confiar un niño.

Mientras nos comíamos la ensalada de gelatina, la señora Babcock se puso a hablar de teatro y afirmó que simplemente adoraba a Vera Charles. Sin prestar atención a la mirada de advertencia, respondí que Vera era la mejor amiga de la tía Mame y que probablemente estuviese durmiendo en el apartamento en ese preciso momento. La señora Babcock se quedó arrobada:

—¡Qué mujer tan digna y majestuosa debe de ser!—dijo—. ¡Me encantaría conocerla!

Después de la cena, la señora Babcock y Dwight junior, a quienes sin duda habían instruido previamente, anunciaron que se marchaban corriendo al cine, pues ponían una película de Tom Mix. La tía Mame se atragantó, pero se levantó con mucha elegancia y agradeció a su anfitriona aquella cena tan deliciosa con un entusiasmo un poco exagerado. El hijo me dio un húmedo apretón de manos y dijo que ya nos veríamos. Deseé para mis adentros que no fuese así.

En cuanto nos quedamos solos, el señor Babcock se aclaró la garganta y dijo que creía que ahora podríamos tener nuestra pequeña charla, y que pasáramos a su madriguera para que la criada no pudiera fisgonear. Lo de la madriguera sonaba muy interesante, pero resultó ser sólo un pequeño despacho lleno de libros sobre banca aún más sofocante que las otras habitaciones.

El señor Babcock sacó un montón de papeles y dijo que la tía Mame era muy afortunada de tener a un niño tan bueno para consolarla tras la, ¡ejem!, pérdida de su hermano. La tía Mame bajó la mirada con modestia. Luego el señor Babcock afirmó que había estado comprobando mis notas y que eran muy buenas, aunque ya hablaríamos de los colegios más tarde. La tía Mame se contuvo.

Luego sacó hojas y más hojas de papel cubiertas de números. Dijo que era un chico adinerado, no rico, entiéndame, pero sí adinerado.

—No tendrá que preocuparse por ganarse el pan, a menos que, ¡ejem!, esos bolcheviques lleguen al gobierno. —Afirmó que hasta el último centavo estaba cuidadosamente invertido en acciones y bonos seguros, fiables y conservadores, y que no era buen momento para tontear con el mercado. Le mostró a la tía Mame los papeles, pero ella no pareció interesarse mucho—. En cuanto a lo del colegio de este jovencito—dijo, rebuscando entre un montón de papeles—. Por supuesto, ya sabrá que el difunto padre del chico dejó dicho que sería, ¡ejem!, más apropiado que yo, en representación de la Trust Company, gozase de total autoridad al respecto. —La tía Mame se puso rígida—. Pero, je, je, je, no creo que tenga por qué haber la menor fricción en eso—afirmó—, parece usted una mujer sensata y agradable, señorita Dennis, y estoy seguro de que estaremos de acuerdo en todo.

Sacó un grueso volumen de tapas rojas titulado Manual de colegios privados. A partir de ese momento, comenzó oficialmente el combate.