La última batalla hombres cadáver - Derek Landy - E-Book

La última batalla hombres cadáver E-Book

Derek Landy

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Beschreibung

Valquiria Caín y el detective esqueleto tienen magia. Todos a su alrededor la tienen, aunque la mayoría de las veces no es magia buena. Y los pobres mortales que viven con ellos, ni se enteran.   Se ha declarado la guerra. Los santuarios de todo el mundo están enfrentados en una lucha de poder y los hombres cadáver son el objetivo de muchos asesinos. Mientras, la Iglesia de los Sin Rostro está matando mortales, Tanith sigue poseída por el vestigio, Scapegrace se ha empeñado en ser un superhéroe y aún está por llegar Oscuretriz. Un panorama de lo más alentador para Valquiria, que tiene su lucha particular por no dejar salir a la poderosa hechicera que lleva en su interior y quiere destruir el mundo.   Octava entrega de una saga llena de misterio, aventura, humor y magia protagonizada por la joven Valquiria y el extravagante detective esqueleto en su eterna lucha contra el Mal.

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Veröffentlichungsjahr: 2015

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Este libro está dedicado a vosotros.

Ya seas un seguidor, un fanático o simplemente... en fin, una persona normal, gracias a ti puedo dedicarme a algo que adoro y llamarlo «trabajo» mientras me parto de risa.

A algunos de vosotros os conozco por el nombre, a otros de vista (y a unos cuantos por el olor; mejor no entrar en detalles), pero hay muchísimos a los que todavía no conozco, y quiero daros las gracias por vuestro apoyo, vuestra pasión y vuestra locura.

Y ahora, por favor, por el amor del dios al que quiera que recéis, ¡dejadme en paz!

CINCO AÑOS ATRÁS

ODO estaba oscuro y silencioso en el campamento, y los brujos dormían.

En lo alto de la colina, un hombre con los ojos dorados los observaba. Se subió el cuello de la chaqueta en un inútil intento de protegerse del frío. Tenía los dedos de las manos y de los pies entumecidos. Empezaban a castañetearle los dientes. ¿Cuántas veces se había encontrado en circunstancias similares, soportando molestias, mientras esperaba el momento oportuno para atacar? Más de las que era capaz de recordar, eso seguro. Había valido la pena, por supuesto. Siempre valía la pena.

Notó un movimiento a su espalda, pero no se giró: reconoció los pasos.

–No creía que fueras a venir.

El anciano se puso a su lado, y se echó el aliento entre las manos para entrar en calor.

–Tuve visitantes –gruñó. Su voz sonaba áspera y ronca–. El detective esqueleto y una niña. Su sangre es vieja. Tiene sangre de los Antiguos, supongo. Es peligrosa.

–Tiene trece años. Es una criatura.

–No lo será siempre. Unos cuantos años más y se convertirá en una amenaza: no olvides mis palabras.

–Anotadas están –asintió el hombre de los ojos dorados. ¿Qué había dicho Madame Mist de Torment? «En tiempos, fue un hombre formidable y peligroso, pero ahora es un anciano, como una buena espada que ha perdido el filo». Tal vez tuviera razón.

–Esos planes tuyos –dijo Torment–, los planes que has hecho con mis compañeros, los Vástagos de la Araña, son buenos. Serán suficiente.

–¿Entonces puedo contar contigo? ¿Qué te ha hecho cambiar de idea?

El rostro arrugado de Torment estaba oculto entre el pelo gris y la barba, pero ya no parecía una espada roma. De pronto, le resultó cortante y afilado.

–Mis visitantes. Su arrogancia me ha sacado de la apatía. Los mortales a los que están protegiendo ya han gobernado este mundo durante demasiado tiempo. Es hora de que tomemos el poder.

–Me alegro mucho de escuchar eso –dijo el hombre de los ojos dorados–. En ese caso, ahí tenemos unos cuantos brujos que hay que matar. ¿Estás de humor?

El hombre de los ojos dorados y Torment se acercaron al campamento desde el sur mientras los mercenarios se cernían alrededor. Mortales, en ropa militar negra, fuertemente armados. No hicieron un solo ruido, pero uno de los brujos se agitó en sueños, se despertó, se sentó y miró el cielo nocturno, que se iluminó de pronto con los destellos de los disparos.

Los tres brujos se vieron atrapados en el fuego cruzado. Eran difíciles de matar, pero ni siquiera ellos podían sobrevivir a ese ataque incesante de balazos. La luz se derramaba de cada herida mientras se sacudían, tropezaban y se tambaleaban; después, la luz se desvaneció y se derrumbaron.

Hubo un silencio, roto tan solo por el cambio de los cargadores.

Torment guardó el arma. No le gustaban las armas de los mortales ni tener que trabajar con ellos, pero sí le iba a gustar lo que vendría a continuación.

Los mercenarios entraron en el campamento y se aseguraron de que los brujos estuvieran realmente muertos.

–Vosotros tres –ordenó el hombre de los ojos dorados–, subid al todoterreno y marchaos. Me pondré en contacto con vosotros para concretar el pago.

Tres mercenarios desaparecieron en la oscuridad. Los otros dos se quedaron cerca, a la espera de órdenes.

Torment agarró la cabeza del más alto y se la retorció hasta romperle el cuello. El más bajo dio un paso atrás buscando el arma, pero Torment se la arrebató y la empleó para acabar con él.

Mientras mataba al mercenario, el hombre de los ojos dorados contemplaba la escena. Cuando los demás brujos regresaran, encontrarían a sus hermanos muertos y los cuerpos de los dos soldados culpables. Soldados mortales, sin uniforme, insignias ni identificación alguna.

–¿Por qué has dejado vivir a los otros? –preguntó Torment en cuanto terminó–. Podrían identificarnos.

Eso era cierto, en parte. Los otros mercenarios podrían identificar a Torment, pero el hombre de los ojos dorados ya estaba desapareciendo de sus recuerdos.

–Para que esto funcione, tienen que poder presumir de su misión. Los tres que he dejado marchar eran los mayores bocazas. Sus fanfarronadas llegarán, con el tiempo, a los oídos adecuados.

Torment frunció el ceño.

–Hay formas más rápidas de hacer esto.

–No –le contradijo el hombre de los ojos dorados–. Aún no estamos preparados. Pero lo estaremos. Pronto.

TRES MESES ATRÁS

GUAL se equivocaba... Pero no, el Ingeniero nunca se equivocaba: iba a lograrlo. Desde el instante en que el pitido de alarma sonó en su cabeza, tuvo claro que disponía exactamente de cuatro semanas para llevar a cabo el procedimiento de apagado antes de que la catástrofe fuera más o menos inevitable. Empleaba el giro «más o menos» porque nada era inevitable, no realmente. Siempre había alguna cláusula oculta en cualquier situación. Eso lo había aprendido en sus viajes, en lo que se suele llamar «experiencias vitales». Aunque el Ingeniero no estuviera, técnicamente, vivo, no importaba: existía, poseía la capacidad de sentir y, como tal, tenía experiencias vitales. Volviendo al tema... Si hubiera estado donde se suponía que debía estar cuando sonó el pitido, las cuatro semanas de cuenta atrás hubieran importado un comino. Por desgracia, el Ingeniero no se encontraba donde tenía que estar. Sin duda, un lamentable desarrollo de los acontecimientos. El Ingeniero se sentía un poco culpable. No es que fuera responsabilidad suya, nadie podía cargar esa responsabilidad sobre sus mecánicos hombros. ¿Acaso no había montado guardia durante casi tres décadas? ¿No había cumplido con su deber prácticamente todo el tiempo? ¿Realmente era culpa del Ingeniero que su compleja programación, una mezcla maravillosa de magia y tecnología, le hubiera permitido experimentar el fenómeno humano llamado «aburrimiento»? ¿Era culpa del Ingeniero que hubiera decidido salir a dar un paseo justo cuando sonó el pitido, cuando realmente era necesaria su presencia, y que no se encontrara preparado para echar una mano en el momento crítico, sino en una playa italiana buscando conchas curiosas?

No, el Ingeniero no creía que fuera culpa suya.

Y se lo estaba pasando bien, la verdad. Los símbolos mágicos que tenía grabados en su cuerpo metálico hacían que su presencia se borrara de la mente de los mortales en el instante en que lo veían, lo que permitía al Ingeniero pasear a plena luz del día por las calles de la ciudad repletas de gente. El Ingeniero sonrió (por dentro, por supuesto, ya que no tenía boca). Se sentía bien. Se sentía optimista. A la velocidad a la que iba, llegaría a Irlanda con tiempo de sobra para apagar todo antes de que las sobrecargas y los bucles condujeran sin remedio a una serie de acontecimientos que, a su vez, llevarían a la probable destrucción del mundo. El Ingeniero no estaba preocupado.

Entonces le atropelló el camión.

1

LAS BRUJAS

UMBADO en la hierba, Gracius contempló el cielo despejado y plagado de estrellas brillantes... hasta que se quedó dormido. Donegan le dio un puntapié, él murmuró algo entre dientes y se espabiló.

–Se supone que deberías estar vigilando –dijo Donegan.

–Estaba vigilando –bostezó Gracius.

–Estabas dormido.

–Estaba descansando los ojos.

–Roncabas.

–Ejercitaba mis pulmones.

–Levántate.

Gruñendo, se incorporó y se estiró. No tenía mucho que estirar: Gracius O’Callahan no era muy alto. Pero lo que le faltaba en altura, lo compensaba con el músculo y el peinado chulo.

–Hola, Valquiria –saludó.

–Hola, Gracius.

–¿Es la primera vez que conoces a una bruja?

Ella asintió.

–Todo irá bien, no te preocupes. Las brujas tienen más miedo de ti que tú de ellas.

–Ya. Es lo que se suele decir de las abejas.

Él pestañeó.

–Puede que tengas razón. Sí, sí que la tienes. Las abejas son buenas; las brujas son horribles. Siempre las confundo.

Llevaba unos vaqueros holgados y una camiseta desteñida de La guerra de las galaxias. Valquiria estaba convencida de que tendría una habitación friki en su casa donde guardaría toda tipo de ropa rara de películas antiguas, y se lo imaginó de pie, en medio de esa misma habitación, durante horas, dando vueltas lentamente, con una sonrisa inquietante. Como contraste, Donegan Bane era un británico alto y delgado, que prefería vestir con chaquetas de traje, corbatas finas y pantalones pitillo.

Bane fulminó a Gracius con la mirada.

–No puedo creer que te quedaras dormido.

–No me he quedado dormido.

–¿Entonces sabes si está en casa o no?

–No tengo ni idea –admitió Gracius–. Me quedé dormido.

Valquiria los había conocido solo hacía unos meses, pero sabía que si les daba la oportunidad, estarían discutiendo en aquella colina durante horas. Así que se dio media vuelta y bajó hacia la casa. Unos instantes después, la siguieron.

Llegaron a la puerta. Donegan golpeó tres veces. Esperaron hasta que les abrió una chica con el ceño fruncido.

–Hola –saludó Donegan con una amplísima sonrisa. La chica no le correspondió.

–¿Sabes qué hora es? –preguntó ella. A Valquiria le dio la impresión de que tenía más o menos su edad, tal vez diecisiete o dieciocho años. Era muy blanca de piel, tenía los labios carnosos y una melena pelirroja exuberante que enmarcaba su rostro.

–Pues no –respondió Donegan como si fuera un chiste–. ¿Qué hora es?

–¿Qué queréis? –gruñó ella con mala cara.

–Me llamo Donegan Bane y este es mi colega Gracius O’Callahan: somos cazadores de monstruos. Nos acompaña Valquiria Caín, y nos preguntábamos si tu abuela estaría en casa.

–¿Sois cazadores de monstruos?

–¡Claro! Seguramente habrás oído hablar de nosotros; somos los autores de Caza de monstruos para principiantes, El estudio definitivo de los hombres lobo y Las pasiones de Greta Grey, nuestra primera novela romántica.

–¿Y buscáis a mi abuela?

–Si tu abuela es Dubhóg Ni Broin, sí.

–¿Vais a matarla?

–¿Perdón? ¡Oh, no! No, nada de eso. Solamente queremos hablar con ella.

–¿Seguro que no vais a matarla?

–Seguro –respondió Donegan con una carcajada–. Te aseguro que está totalmente a salvo.

La chica entrecerró los ojos.

–¿Y por qué debería fiarme de vosotros?

–Hemos venido desarmados –respondió Donegan alegremente, y Gracius se volvió hacia él.

–¿Tú estás desarmado? –preguntó, sorprendido.

–Pues sí –respondió Donegan–. ¿Tú no?

–Bueno, sí, supongo. Aparte de la pistola, claro.

Donegan le taladró con la mirada.

–¿Qué? ¿Por qué has traído una pistola? ¡Te dije que vinieras desarmado!

–Pensé que era una broma.

–¿Y por qué iba a gastarte una broma?

–Ni idea. Pensé que eso era lo gracioso.

Donegan parecía a punto de estrangular a su compañero, pero forzó una sonrisa y se giró de nuevo hacia la chica.

–Disculpe, señorita... ¿Se llamaba?

–Misery –respondió ella con suspicacia.

–Misery, es un placer conocerla. Mi amigo, aquí presente, tiene algunos problemillas. Es un hombre brillante, de verdad... a su manera, pero no puede evitar ir armado a lugares totalmente inadecuados. Permítame que le asegure que su abuela no va a sufrir ningún daño. Solo queremos hablar con ella.

–¿Por qué?

Valquiria se adelantó antes de que ninguno de los cazadores de monstruos empeorara la situación.

–Estamos buscando a un amigo nuestro. A lo mejor lo has visto: alto, delgado, ¿te suena? Viste con trajes elegantes. Y, por cierto, es un esqueleto. Se llama Skulduggery Pleasant y anda perdido por ahí. Creemos que tu abuela puede saber dónde está.

–¿Y por qué iba a saberlo ella?

–Porque vino a verla y eso es lo último que supimos de él.

–No mantenemos demasiada relación con los hechiceros –respondió Misery–. No les caemos bien, y ellos no nos caen bien a nosotras. De todas formas, no recuerdo haber visto a tu amigo. ¿Qué has dicho que era? ¿Un zombi? ¿Una momia?

–Un esqueleto.

–Eso, un esqueleto. No, llevo siglos sin ver uno.

–Me parece que estás mintiendo –dijo Valquiria.

Misery sonrió con frialdad.

–¿Y qué si lo hago? ¿Qué piensas hacer al respecto?

–Lo que sea necesario.

–Ah, ahí está la arrogancia de la que siempre habla mi abuela. ¿Qué tipo de hechicera eres? Déjame adivinar. Vestida entera de negro... con ropa protectora, ¿no? ¿A que sí? Y ese horroroso anillo enorme que llevas en el dedo... Para hacer magia de la muerte, ¿verdad? ¿Nigromancia? Pero... tienes mi edad. Eres demasiado joven para haber pasado por la Iniciación. Apuesto a que sigues experimentando y probando disciplinas, como una niña buena. Así que yo diría que eres una elemental. ¿Me equivoco? Verás, las brujas no tenemos disciplinas. La auténtica magia no consiste en elegir una cosa frente a otra. La auténtica magia consiste en abrirse a todo.

–Ya –interrumpió Valquiria–. ¡Qué interesante. ¿Tu abuela está en casa? ¿Podemos hablar con ella?

–Está en casa –respondió Misery–. Pero ocupada.

–¿Haciendo qué?

–Cosas de brujas.

–¿Podemos entrar?

–No.

–Vamos a entrar, con tu permiso o sin él.

–Me gustaría veros intentarlo.

–No, realmente no te gustaría.

–Me parece a mí que hemos empezado con mal pie –intervino rápidamente Gracius–. Misery, me da la impresión de que eres una chica encantadora, se adivina en la bondad de tus ojos, como los de un cervatillo recién nacido o un... noble erizo. Llevamos días buscando a tu abuela y ayer nuestro querido amigo Skulduggery desapareció. Estamos muy preocupados, como podrás imaginar, y alguno de nosotros, y no quiero mirar a nadie, podría mostrarse un poco más gruñón de lo normal.

–Yo no estoy gruñona –dijo Valquiria.

–Entonces, ¿cómo sabías que me refería a ti?

–Porque me has señalado con un dedo.

–Volviendo al tema que nos ocupa, Misery, te agradeceríamos de verdad que nos dejaras pasar. ¿Por favor?

Misery le miró fijamente, pero no respondió.

–Esto... –titubeó Gracius–. ¿Hola?

–Silencio –le ordenó–. Estoy pensando –se mordió los labios carnosos y después suspiró–. La verdad es que no me llevo muy bien con mi abuela. Ella es muy tradicional y... yo la miro, y la veo tan marchita y todo eso... Vamos, que no quiero acabar como ella, ¿sabéis? No deseo vivir en una cabaña en mitad de la nada el resto de mi vida... Me gustaría vivir en la ciudad, llevar zapatos de tacón de aguja de vez en cuando y hacer cosas distintas... Cosas que no giren en torno al hecho de ser una bruja.

Gracius asintió.

–Entiendo y comparto todo lo que dices... salvo el detalle de los tacones de aguja, con los cuales no tengo ninguna experiencia.

–¿Me prometéis que no le vais a hacer daño? –preguntó Misery.

Valquiria frunció el ceño.

–¿Por qué íbamos a querer hacerle daño a tu abuela?

–Porque tiene a vuestro amigo encerrado en la bodega.

Valquiria dio un paso adelante.

–Más vale que esté bien.

Misery alzó las manos.

–Está bien, está perfectamente. Por lo que sé, simplemente están hablando. Si me prometéis que no le vais a hacer daño, os llevaré hasta allí. ¿Trato hecho?

–Pienso defenderme –aseguró Valquiria–. Si me ataca, me defenderé. Pero te prometo que no me ensañaré con ella... si puedo evitarlo.

–La verdad es que ese es el mejor trato que podemos ofrecerte –añadió Gracius en tono de disculpa.

–Vale –respondió Misery tras pensárselo un instante–. Pasad. Limpiaos los pies antes de entrar.

La cabaña era oscura, extraña y olía raro: a una mezcla de col hervida y perro mojado. Valquiria entendía que a Misery no le gustara vivir allí. No se veía ninguna televisión, ni siquiera una radio. Estaba iluminada con lámparas de aceite y había un brasero en la esquina. En invierno debía de hacer mucho frío ahí dentro.

Misery retiró una alfombra y levantó una pesada trampilla. Se llevó el índice a los labios y Valquiria asintió.

La bodega era más grande de lo que esperaba, pero igual de sombría. Valquiria y los cazadores de monstruos descendieron por los escalones de piedra, y después se arrastraron por un túnel en dirección hacia una luz parpadeante siguiendo el sonido de las voces de Skulduggery y de una mujer. Cuanto más se acercaban, mejor distinguían las palabras.

–¿... y qué tiene que ver eso conmigo? –decía la mujer–. No soy más que una vieja bruja que no se mete con nadie y vive su vida junto a su ingrata nieta. ¿Qué quieres que sepa de los asuntos de los brujos?

Valquiria se asomó a la esquina. Dubhóg Ni Broin tenía un aspecto sorprendentemente parecido al de las brujas de los cuentos de hadas. Era vieja, menuda y encorvada, tenía el pelo gris enmarañado y la barbilla larga con una verruga: una verruga de verdad. Llevaba un chal negro encima de un vestido ancho y sin forma, pero lamentablemente no tenía ningún sombrero puntiagudo.

Aun así, a Valquiria no le hubiera gustado que fuera una caricatura perfecta. Le habría resultado estúpido.

Frente a Dubhóg, de espaldas a Valquiria, Skulduggery Pleasant se encontraba de pie dentro de un círculo de tiza. Valquiria sabía lo bastante sobre la magia de los símbolos para comprender que el círculo le estaba arrebatando los poderes, pero había otros dibujos que no reconoció. Al ver que no intentaba dar un paso fuera del círculo, supuso que servían para mantenerlo en su sitio.

–Las brujas y los brujos sois como dos gotas de agua –dijo él. Llevaba el mismo traje gris que vestía la última vez que lo había visto. El sombrero se encontraba encima de la mesa de la esquina y la luz de la lámpara brillaba sobre su calavera–. Compráis en las mismas tiendas, usáis las mismas recetas... Si alguien sabe lo que están tramando los brujos, esa es una bruja.

–Tal vez otras brujas –bufó Dubhóg. Parecía resentida–. Tal vez las Doncellas o esas Novias de las Lágrimas de Sangre que enseñan el ombligo y sus largas piernas... ¿Le parece a usted que estoy mostrando el ombligo, señor esqueleto? ¿Llevo un velo? ¿Tengo las piernas largas y bien torneadas?

–Esto... –respondió Skulduggery.

–Hay diferentes tipos de brujas y de brujos –continuó Dubhóg–, al igual que hay diferentes clases de hechiceros. Pero cada cual se ocupa de lo suyo. Lo que hagan los demás, no nos interesa.

–Pero a mí sí –intervino Skulduggery–. Y he oído rumores, Dubhóg. Rumores muy inquietantes. Pensaba que podrías ayudarme a disipar mis temores.

–¿Y por eso me atacaste?

–Solamente llamé a la puerta.

–Entonces atacaste mi puerta –Dubhóg le miró de soslayo–. Te crees muy listo, ¿verdad? Con tu Santuario y tus reglas. Crees que todo el mundo debería ser como vosotros... Bueno, ¡pues no soy como vosotros! Las brujas no lo somos, ni los brujos tampoco. ¿Por qué íbamos a querer serlo? Vivís ahogados entre reglas, incluso vuestra magia está restringida. Los hechiceros tratan la magia como si fuera una ciencia. Es repugnante; es antinatural. Va contra todo lo que es la auténtica magia.

–El control es importante.

–¿Por qué? ¿Por qué es importante? La magia debería poder florecer de cualquier forma, adopte la que adopte.

–Ese camino conduce a la locura.

–Tal vez, para los débiles de mente, sí.

–Dime qué está tramando Charivari.

–No lo sé –replicó Dubhóg–. No le conozco. Nunca le he visto. ¿Por qué piensas que sé algo de todo esto?

–Hace poco más de un año te vieron hablando con un brujo que se disponía a matarnos a mí y a mi compañera.

–¿Un año? ¿Y cómo esperas que me acuerde? Tengo ochocientos años, se me mezclan los detalles: quién dijo algo, quién hizo algo, quién intentó matar a quién... Dedico los días a mi nieta y las noches a hacer múltiples visitas al baño. No tengo tiempo para los grandiosos planes de nadie.

–Entonces, Charivari tiene un plan grandioso.

Dubhóg frunció el ceño.

–Yo no he dicho eso.

–La verdad es que sí lo has hecho.

–Ah, ya veo –resopló Dubhóg–. Eres de esa clase de gente, ¿no? Te gusta confundirme con palabras para intentar sonsacarme información. Bueno, pues no va a funcionar. La edad trae la sabiduría, ¿no lo habías oído nunca?

–Sí, pero he descubierto que la sabiduría tiene un tope alrededor de los ciento veinte años. Una vez que alcanzas esa edad, eso es todo lo sabio que puedes llegar a ser.

–Bueno, soy lo bastante inteligente como para no decir ni una palabra más del asunto.

–Así que sabes más del asunto.

–Yo no he dicho eso.

–Una vez más, lo has dado a entender. Los nigromantes contrataron al brujo con el que hablaste para que nos matara. Dijo que les debía un favor especial. ¿Por qué?

Dubhóg se encogió de hombros.

–¿Por qué hace la gente lo que hace?

–¿Qué han hecho los nigromantes por los brujos? ¿Les han dado algo? ¿Sí? ¿El qué? ¿Un objeto? ¿Una persona? ¿Una cosa? ¿O fue información? ¿Lo fue? ¡Bien!

Dubhóg dio un paso atrás, aterrorizada.

–¿Qué estás haciendo? ¿Me estás leyendo la mente? Nadie puede leerme la mente. ¡No se puede leer la mente de una bruja!

–No te estoy leyendo la mente –repuso Skulduggery–. Estoy leyendo la expresión de tu cara. ¿Qué información les dieron los nigromantes? ¿Les entregaron una estrategia? ¿Un lugar? ¿Un nombre?

Dubhóg chilló y se tapó la cara con las manos.

–Así que fue un nombre –asintió Skulduggery.

–¡No lo sabes! –exclamó Dubhóg–. ¡Tenía la cara tapada!

–Entonces, eso era lo que querían los brujos de los nigromantes, pero ¿qué querían de ti? Esto sería mucho más fácil si me contaras lo que quiero saber.

–¡Nunca!

Mientras Dubhóg daba vueltas por la estancia de forma teatral tapándose la cara, Valquiria salió de su escondite y se acercó al círculo. El detective esqueleto la saludó con la mano. Podría haberse chupado el dedo para después borrar la marca de tiza, pero decidió hacer uso de todas sus horas de entrenamiento. Se agachó al lado del círculo, puso la palma en el suelo y empujó con la magia hasta que sintió la palma de su mano tan fría y dura como si estuviera a punto de fundirse con el suelo. Apartó la mano y el suelo se agrietó, rompiendo el círculo de tiza.

Dubhóg se giró al oír el crujido y se quedó mirando a Valquiria mientras Skulduggery salía del círculo.

–¿Cómo has entrado aquí? ¿Le has hecho daño a mi nieta?

–Tu nieta está bien –respondió Valquiria, enderezándose.

–Si le has hecho daño...

–No le hemos hecho daño.

El rostro de Dubhóg se retorció de furia.

–¡Pagarás por ello!

Valquiria torció el gesto.

–Te he dicho que no le hemos hecho...

Pero era demasiado tarde.

Dubhóg se elevó en el aire entre chisporroteos de energía que le pusieron la larga cabellera de punta. Se quedó ahí flotando, con el aspecto de un dibujo animado electrocutado y el rostro lleno de cólera. Gracius saltó hacia ella y un chorro de luz crepitó contra su pecho y lo lanzó despedido hacia atrás a toda velocidad. Donegan lanzó contra la bruja un rayo de energía, pero ella lo detuvo y respondió con otro de su propia cosecha. El viento se arremolinó en torno a Valquiria y lanzó el vendaval hacia Dubhóg mientras las sombras se concentraban en su puño. La bruja la agarró del cuello con fuerza, Valquiria chascó los dedos, convocó una bola de fuego en la mano y se dispuso a lanzársela a la cara.

–¡Abuela...! –la llamó Misery–. Abuela, para. ¡YAYA!

La batalla se detuvo en seco y Dubhóg miró a su alrededor.

–¿Misery? ¿Te encuentras bien?

–No me han hecho ningún daño, yaya –explicó Misery, que parecía un poco enfadada–. Ahora déjala en el suelo, antes de que me avergüences más aún.

Dubhóg descendió y soltó a Valquiria, que dio un paso atrás, frotándose la garganta.

–Lo siento mucho –dijo Dubhóg. Su pelo volvió a la normalidad y el poder feroz la abandonó tan rápido como había venido.

–No pasa nada –repuso Skulduggery, avanzando hacia ella–. Todos cometemos errores, ¿no? Nadie ha salido herido.

En la esquina, Gracius gimió.

–Diles lo que quieren saber –gruñó Misery–, y luego sube. Voy a poner a calentar la tetera.

Misery se dio media vuelta y se alejó, mientras Dubhóg carraspeaba y sonreía a Skulduggery.

–Siempre dice lo mismo: que le pongo en ridículo –explicó–. No hago nada bien para ella, la verdad. Lo único que intento es protegerla de los peligros de la vida, pero jamás acierto: digo lo que no debo, ataco a las personas equivocadas...

–Adolescentes –asintió Skulduggery con simpatía.

–Me echará de menos cuando me haya marchado... –continuó Dubhóg.

–Respecto al tema del brujo...

–Ah, sí. No tengo ni idea de qué le dijeron los nigromantes. Solo me contó que había estado hablando con uno, un tipo con un nombre ridículo.

–Bisonte Garra de Dragón –aportó Valquiria.

–Garra de Dragón, sí –dijo Dubhóg–. Ese.

–¿Y por qué vino a verte? –preguntó Skulduggery.

–Pensaba que podría convencer a mis hermanas para que nos uniéramos a Charivari. Pero nosotras, las Arpías, empleamos la magia de forma distinta a otras brujas... No nos mantiene jóvenes. Somos ancianas. Y le dije que no.

–¿Unirse a Charivari para hacer qué? ¿Qué están planeando los brujos?

–La guerra –respondió Dubhóg–. Están planeando una guerra.

2

DE VUELTA EN ROARHAVEN

RAVE y circunspecto, Abominable Bespoke miraba por la ventanilla del coche camino de Roarhaven. Se sentía totalmente abrumado. Y no es que temiera una batalla, un enfrentamiento, una discusión... No. Lo que Bespoke temía eran las reuniones; las interminables y monótonas reuniones.

Los últimos días había estado en su vieja sastrería de Dublín, trabajando en diversas prendas. Arreglando, modificando, creando a partir de cero. Allí se había sentido satisfecho. Feliz. A solas con sus pensamientos, con la aguja y el hilo, entre las telas, su mente había encontrado la paz y había sido maravilloso.

Pero se habían acabado las vacaciones y allí estaba, de regreso al sórdido y sombrío pueblucho de Roarhaven, y toda la ansiedad que había dejado atrás estaba abriéndose camino rápidamente en su pecho. Pasó por la calle principal y captó unas cuantas miradas gélidas de los habitantes. Había un triste arbolito plantado en un recuadro de tierra en la acera. En todo el tiempo que había pasado allí, jamás le había visto echar hojas. Era agosto y estaba igual de raquítico que en invierno. No estaba muerto, sin embargo. Era como si el pueblo entero lo mantuviera vivo solamente para prolongar su agonía.

Se acercaron al lago de aguas estancadas y oscuras y al edificio aplastado que había al lado, todo gris, de cemento, nada inspirador. Tipstaff, el administrador, le estaba esperando. Dio las gracias al conductor y salió del coche.

–Mayor Bespoke, bienvenido. La reunión va a empezar.

Abominable le fulminó con la mirada.

–No estaba programada hasta las dos. ¿Han llegado antes?

–Según sus propias palabras, están «deseosos de negociar».

Abominable dejó atrás el calor del sol y penetró en el gélido Santuario, con Tipstaff tras él.

–¿Quiénes han venido?

–La Mayor Illori Reticent, del Santuario inglés, y dos socios, un elemental y un lanzador de energía.

–¿Nadie más?

–Les hemos estado siguiendo la pista desde que volaron esta mañana, y también mantenemos vigilados a todos los hechiceros extranjeros del país. Parece que estos tres son los únicos de los alrededores. ¿Mayor Bespoke?

Tipstaff mantuvo la puerta abierta y Abominable gruñó, pero pasó al interior. Allí le estaba esperando su túnica. Se la puso y se miró en el espejo. Su camisa, su chaleco, su corbata, sus pantalones, toda la ropa que había confeccionado él, cubierta por aquella túnica. Su físico, esculpido por horas incontables de dar puñetazos a sacos de boxeo y personas, se volvía irrelevante bajo esa cortina informe que llevaba encima. Lo único que no tapaba era justo lo que le hubiera gustado ocultar: las cicatrices perfectamente simétricas que cubrían toda su cabeza.

Tipstaff le quitó una mota de pelusa del hombro y asintió con aprobación.

–Por aquí, señor.

Abominable podría haber encontrado la sala de conferencias con los ojos vendados, pero permitió que Tipstaff se adelantara. Por un lado estaba la forma de hacer las cosas de Abominable y por otro la forma correcta de hacer las cosas, y si había algo que agradara a Tipstaff, eso era el procedimiento.

Llegaron a las puertas dobles custodiadas por dos Hendedores. Tras el gesto del administrador, los guerreros de gris dieron un golpe con las guadañas contra el suelo al unísono y se abrieron las puertas. Tipstaff se hizo a un lado para permitirle el paso.

El Gran Mago Erskine Ravel estaba sentado junto a la mesa redonda y se rascaba la nuca. Las túnicas picaban especialmente contra la piel desnuda; por ese motivo, Abominable se había forrado la suya con seda. No se había ofrecido a hacerle lo mismo a la de Ravel, sin embargo. Le parecía divertido ver sufrir a su amigo en silencio.

Al lado de Ravel se encontraba Madame Mist, con el rostro cubierto por el velo negro que siempre llevaba puesto. A menudo Abominable se preguntaba si ocultaría unos rasgos tan desagradables como los que tenía él, pero suponía que no: el velo seguramente fuera alguna tradición remota que los Vástagos de la Araña habían decidido mantener con vida. Al otro lado de Ravel y Mist estaba Illori Reticent, esperando pacientemente. Una mujer hermosa con una mente maravillosa; la sonrisa de Illori se hizo más cálida cuando le vio.

–Mayor Bespoke –dijo, levantándose para saludarle–. Me alegro mucho de volver a verte.

–Mayor Reticent –dijo Abominable, estrechándole la mano–. Siento llegar tarde.

–No has llegado tarde: nosotros hemos llegado pronto, lo cual, en ciertas circunstancias, podría ser el doble de grosero que llegar tarde.

Abominable contempló al hombre y la mujer que estaban detrás de ella, con la espalda mirando al muro y las expresiones impertérritas.

–Veo que solamente has traído dos guardaespaldas.

–Por supuesto –dijo Illori sonriendo con inocencia–. No estoy en peligro, ¿no? Me encuentro entre amigos, ¿verdad?

–Claro que sí –asintió Abominable, devolviéndole la sonrisa–. Es bonito que lo recuerdes. Muchos de tus compañeros hechiceros parecen haber olvidado ese detalle.

–Bueno, ellos no están aquí y yo sí, y me han concedido el honor de hablar en nombre del Consejo Supremo. Hay algunas cosas de las que me gustaría discutir.

–Entonces, vamos a empezar –dijo Abominable, y tomó asiento junto a Ravel.

Illori los contempló a todos antes de continuar hablando.

–El Santuario irlandés ha estado a la cabeza de la lucha contra la opresión y la tiranía los últimos seiscientos años, desde el ascenso al poder de Mevolent. Esto lo reconocemos y lo apreciamos y, hasta hace poco, vuestro Consejo de los Mayores era el más respetado de todos.

Ravel asintió.

–Hasta hace poco.

–No es ningún secreto, sin duda. La muerte de Eachan Meritorius fue una gran pérdida para todos nosotros, pero en Irlanda marcó el comienzo de una rápida caída en la incertidumbre, sin duda propiciada por la breve ocupación del puesto de Gran Mago por parte de Thurid Guild, que terminó con su encarcelamiento. Una y otra vez, el Santuario de Irlanda ha sufrido el ataque de enemigos desde el exterior y el interior.

–Y una y otra vez hemos salido victoriosos –añadió Abominable.

–Sin duda –asintió Illori–. Gracias al trabajo ejemplar de vuestros operativos. Pero vuestro Santuario se ha debilitado. Cuando se produzca el siguiente ataque, puede que no seáis lo bastante fuertes como para triunfar. Así que he venido para presentaros una solución, en caso de que estéis de acuerdo.

–Esto va a ser interesante –murmuró Ravel.

–Antes de la existencia de los Santuarios, había comunidades. Cada una de ellas estaba gobernada por doce Mayores. Cada uno de los doce supervisaba un aspecto diferente de la vida de la comunidad, pero cuando había que tomar decisiones importantes, los doce votos contaban por igual.

–Conocemos nuestra propia historia –intervino Ravel–. También sabemos que cuando se establecieron los Santuarios, el número de doce Mayores, poco manejable, se redujo al más práctico de tres. Ni siquiera las comunidades que continúan existiendo mantienen esa antigua tradición.

–Aun así –dijo Illori–, se puede sacar una enseñanza. Proponemos la creación de un Consejo de apoyo de nueve magos, cinco elegidos por vosotros, cuatro por nosotros, para ayudaros a solventar vuestros asuntos. Esto os proporcionaría una mayoría de siete contra cinco y significaría mayor número de hechiceros, Hendedores y recursos. Continuaríais teniendo el control total de vuestro Santuario y este recuperaría su antigua fuerza.

Ravel la miró fijamente.

–Tengo curiosidad por saber por qué pensabas que aceptaríamos esto.

–Porque es una propuesta justa. Conservaríais el control pleno...

–Ahora tenemos el control pleno –intervino Mist–. ¿Por qué íbamos a cambiar?

–Porque la situación actual es inaceptable.

–Para vosotros –matizó Ravel.

–Para nosotros, sí –asintió Illori–. Hay miembros del Consejo Supremo que os consideran peligrosos y temerarios y piden continuamente que se tomen medidas contra vosotros. Todos los hechiceros están pendientes de Irlanda, a la espera de que estalle una guerra en cualquier momento. ¿Por qué correr el riesgo de iniciar hostilidades si se puede resolver la situación de forma amistosa?

–No va a haber un Consejo de apoyo, Mayor Reticent –aseguró Ravel.

–¿Y por qué no?

–Porque el Consejo Supremo no nos va a decir lo que tenemos que hacer.

Illori meneó la cabeza.

–¿Ese es el motivo? ¿Una cuestión de orgullo? ¿No vais a aceptar nuestros términos porque no os gusta que nadie os diga lo que tenéis que hacer? El orgullo no vale para nada, Gran Mago Ravel. El orgullo es colocar tus miserables asuntos por encima del bienestar de todos los hechiceros del Santuario. Más que eso: es ponerlos por encima del bienestar de todos los mortales del planeta. Si estalla la guerra, será mucho más difícil mantener nuestras actividades lejos del conocimiento de los medios. Y la culpa será solo vuestra. Pero podemos evitar todo eso si atendéis a razones.

–El Consejo Supremo no tiene derecho a ordenar a otros Santuarios cómo deben manejar sus propios asuntos –declaró Mist–. De hecho, el Consejo Supremo en sí mismo podría ser una organización ilegal.

–Qué ridiculez.

–Tenemos personal que está investigando ese tema –dijo Mist.

–No os molestéis –repuso Illori–. Nuestros propios expertos ya se han dedicado a examinar todas las fuentes. No existe ninguna regla antigua ni ley remota que diga que los Santuarios no se pueden reunir para combatir una amenaza importante. Al fin y al cabo, eso es lo que hicimos frente a Mevolent.

–Así que somos una amenaza importante, ¿no? –preguntó Ravel.

–Puede que sí –respondió Illori; luego sacudió la cabeza–. Mirad, no he venido aquí a amenazaros. Estamos al borde del precipicio y el Consejo Supremo no va a retroceder. Están enfadados y asustados, y cuantas más vueltas le den a todo esto, más enfadados y asustados estarán. Nos estamos dirigiendo a toda prisa hacia la guerra y vosotros sois los únicos que podéis pararla.

–Aceptando sus demandas.

–Sí.

–No vamos a hacer eso, Illori.

–¿Quieres la guerra, Erskine? ¿De verdad quieres luchar? ¿A cuántos de nosotros quieres matar?

–Si estás intentando que las cosas se calmen, dirígete a aquellos que están haciendo ruido, no a nosotros. No nos van a intimidar ni amenazar.

Illori se rio sin ganas.

–Seguís considerando que sois la parte ofendida, como si hubierais estado ocupándoos de vuestros asuntos tranquilamente y el Consejo Supremo, de pronto, viniera a robaros el dinero del almuerzo. Estáis equivocados, Erskine. Vuestro Santuario es débil. Habéis cometido errores. Nosotros no somos los malos de la película. Hemos hecho lo que hemos podido para trataros con respeto. Soltamos a Dexter Vex y a su grupito de ladrones, ¿sí o no?

–¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? –preguntó Abominable–. El «grupito de ladrones de Vex», como tú dices, estaba formado por tres irlandeses, un inglés, un americano y un africano. Era un grupo internacional que no estaba afiliado a ningún Santuario en particular y no pidió la aprobación de nadie antes de dar comienzo a su misión.

–Un grupo internacional liderado por Dexter Vex y Saracen Rue –indicó Illori–. Dos de vuestros queridos hombres cadáver. Puede que no os contaran lo que estaban planeando, pero ¿a quién le pensaban entregar las armas Asesinas de Dioses si conseguían robarlas, si no era a vosotros?

–Vex quería almacenarlas para emplearlas contra Oscuretriz.

–Alguien que fuera un poco más malpensado que yo se podría preguntar si Oscuretriz era simplemente la excusa que necesitaba.

–Todo esto es un debate estéril –dijo Ravel–. Tanith Low y su banda de delincuentes consiguieron adelantarse a Vex, hacerse con las Asesinas de Dioses y destruirlas.

–Y la tuvisteis en vuestro poder –puntualizó Mist–. Aunque fuera brevemente.

–¿A qué te refieres? –preguntó Illori.

–La arrestasteis –continuó Mist–. A la mujer que asesinó al Gran Mago Strom. La arrestasteis, la encadenasteis y se escapó.

–¿Adónde quieres llegar?

–Hay quien dice que el asesinato de Strom fue el detonante –dijo Mist–. Su muerte es lo que nos ha llevado al borde de la guerra. Fue asesinado aquí, por supuesto, en este mismo edificio. Por ese motivo nos culpáis a nosotros, aunque Tanith Low sea londinense. Pero cuando al fin lográis arrestar a la señorita Low, cuando tenéis la oportunidad de castigar a la propia asesina por el crimen que cometió... escapa de forma misteriosa.

–¿Estás insinuando que permitimos que sucediera?

–Así podéis echarnos la culpa a nosotros, ¿no?

–No había oído una estupidez tan grande desde hace mucho tiempo –dijo Illori–. Y últimamente he oído un montón de estupideces. No sabemos cómo escapó ni quién la ayudó. La investigación está en curso. Hay algunos miembros del Consejo Supremo, por cierto, que consideran que este Santuario está implicado en el asunto...

–¡Cómo no! –dijo Ravel con tono agotado.

–... Piensan que tanto el grupo de Vex como la banda de Tanith recibían órdenes vuestras –siguió Illori–. Emplear dos equipos en busca del mismo botín, cada uno independiente del otro, duplicaría las posibilidades de éxito.

–Bueno –intervino Abominable–. Me alegra que el Consejo Supremo considere que estamos tan mal coordinados como para organizar un operativo tan sumamente inepto.

–Illori, vuelve a casa –le pidió Ravel con amabilidad–. Diles que nos presentaste la propuesta y que la declinamos con educación. Informa al Consejo Supremo de que fue el Gran Mago Strom quien, antes de morir, aseguró que no era necesario interferir. De hecho, ya habría recomendado que no se tomaran más medidas contra nosotros si Tanith Low no le hubiera matado. Ni tú ni tus colegas tenéis nada que temer de nosotros.

–Pero eso no es del todo cierto, ¿no? –indicó Illori–. Tenéis el Acelerador. Sabemos lo que puede hacer. Bernard Sult fue testigo de todo su potencial; vio el nivel hasta el que puede aumentar el poder de un hechicero. Si quisierais, podríais aumentar la magia de todos y cada uno de vuestros hechiceros y lanzarlos contra nosotros. Aunque seamos superiores en número, no podríamos hacer nada contra un poder como ese.

–No tenemos pensado hacer nada de eso.

–Entonces, desmanteladlo. Estoy segura de que eso sería una gran ayuda a la hora de aplacar al Consejo Supremo.

Ravel sacudió la cabeza.

–El Acelerador está dando energía a una prisión especial, la única capaz de contener a alguien con el poder de Oscuretriz. Lo necesitamos operativo.

–Entonces, entregádnoslo como gesto de buena voluntad.

–Como gesto de ingenuidad, querrás decir. No vamos a entregaros el Acelerador. No vamos a desmantelarlo. No vamos a apagarlo. Ni siquiera estamos seguros de que se pueda desactivar. Si eso pone nervioso al Consejo Supremo, es una lástima. Por favor, aclara a tus colegas que no tenemos intención de emplear el Acelerador contra ellos como parte de ningún ataque preventivo –Ravel se inclinó hacia delante–. Sin embargo, si el Consejo Supremo nos ataca, de la forma que sea, a nosotros o a nuestros agentes, y si nos sentimos amenazados de forma significativa, siempre tenemos la opción de utilizar el Acelerador para equilibrar el asunto.

–No se van a poner muy contentos de oír eso.

–Illori, ¿a estas alturas? Sinceramente, me importa un comino.

3

EL GRAN DÍA

ESMOND Edgley echó la cabeza hacia atrás, y empezó a cantar: «Feliz, feliz en tu día, ojalá que te aplaste un gorila, que comas patatas podridas y que bebas aguarráaas». Cuando Valquiria sopló las velas, Desmond se desternilló de risa. Llevaba cantándole la misma canción a Valquiria desde que fue lo bastante mayor como para saber qué era un gorila. Ella había crecido y madurado. Su padre, no.

Su madre y su hermanita aplaudieron y Valquiria se sentó en la silla, sonriendo. El humo débil de las dieciocho velas ascendió caracoleando y él lo dispersó agitando la mano.

–¿Has pedido un deseo? –preguntó.

Ella asintió.

–La paz mundial.

–¿En serio? –Desmond puso una mueca–. ¿La paz mundial? ¿Y una mochila de propulsión a chorro? Yo hubiera pedido eso.

–Siempre pides eso –dijo la señora Edgley cortando la tarta–. ¿Ya la has conseguido?

–No –admitió él–. Pero tienes que gastar un montón de deseos para conseguir algo como una mochila de propulsión a chorro. Mi próximo cumpleaños la habré deseado cuarenta veces. Cuarenta. La necesito. Imagínatelo, Steph: seré el único padre de la ciudad que tenga su propio cohete personal.

–Me sentiré muy orgullosa... –respondió Valquiria lentamente.

Su madre repartió platos, se levantó y tintineó el tenedor contra el vaso.

–Quiero hacer un brindis antes de empezar.

–Bindis –dijo Alice.

–Gracias, Alice. Hoy es un gran día para nuestra pequeña Stephanie. Ha sido una gran semana, la verdad, con las notas de los exámenes y las ofertas de las universidades. Siempre nos hemos sentido orgullosos de ti, y ahora estamos encantados de que el resto del mundo pueda verte como nosotros te vemos: una chica joven, inteligente, fuerte y hermosa, capaz de hacer cualquier cosa que se proponga.

–Bindis –repitió Alice sabiamente.

–Llevas dieciocho años en nuestras vidas –continuó su madre–, y has iluminado cada uno de esos días. Has traído alegría y risas a esta casa, incluso en los momentos difíciles.

Su padre se inclinó hacia delante.

–No es fácil estar casado conmigo.

–Y hoy es el día en el que la herencia de Gordon pasa a tu nombre. Ahora eres la única beneficiaria de sus libros, la propietaria de su casa y la inversora de su dinero. Y aunque sabías que esto sucedería desde que tenías doce años, jamás te has relajado, nunca has dado nada por sentado. Has terminado el instituto con excelentes notas y te has asegurado de forjarte un futuro según tus propios términos. No podemos estar más orgullosos de ti de lo que lo estamos, cariño.

Antes de que la madre de Valquiria se echara a llorar, el padre se levantó. Se aclaró la garganta, reflexionó unos instantes y luego empezó a hablar.

–No es ningún secreto que yo siempre quise un chico.

Valquiria soltó una carcajada y su madre le lanzó una servilleta a su marido, que aguardó a que se calmaran antes de seguir hablando.

–Pensaba que tener una hija significaría que todo estaría lleno de cosas de color rosa, que tendría que llevarla a clases de ballet y que, cuando fuera lo bastante mayor como para tener novio, me portaría de forma muy rara dando vueltas alrededor del chico. Gracias a Dios, ese no ha sido el caso.

Valquiria pestañeó.

–Pues te portabas de forma realmente rara con Fletcher.

–No, te falla la memoria. Lo hacía de maravilla.

–No dejabas de tocarle el pelo.

–No recuerdo tal cosa.

–Des –intervino su madre–, te comportabas muy, pero que muy raro con ese chico.

–¿Me dejáis terminar el discurso? ¿Sí? Muchas gracias. Así que, resumiendo, yo no quería hijas. Pero cuando nació Stephanie y miré sus enormes ojos, me vi superado por su encanto de bebé, así que decidí olvidar el pasado y empezar de cero. Fue un acto noble y desinteresado por mi parte, pero como solamente tenías dos días, seguramente no te acuerdes.

–Seguramente –dijo Valquiria.

–¡Y ahora miradme! –exclamó Desmond–. ¡Dieciocho años y tengo dos hijas! Y la más pequeña ni siquiera es capaz de caminar en línea recta, así que no hablemos de practicar ballet. ¿Qué edad tienes, Alice? ¿Cuatro años, cinco?

–Dieciocho meses –concretó la madre de Valquiria.

–Dieciocho meses... ¿y qué nos puedes ofrecer? ¿Acaso tienes un trabajo? ¿Lo tienes? Eres una carga para esta familia. Una carga. He dicho.

–Bindis –respondió Alice, y chilló cuando su padre la levantó en brazos y le dio un paseo por la cocina restregándole la cara contra su nariz.

–Estoy bastante segura de que, al principio, su discurso trataba sobre ti –le disculpó la madre de Valquiria–, pero me temo que se ha distraído. Des, ¿no crees que es hora de darle a Steph su regalo de cumpleaños?

–¡Regalo! –gritó Alice, haciendo equilibrios sobre el hombro de su padre mientras él la sujetaba por un tobillo.

–Muy bien, mujercita mía. Supongo que no podemos retrasarlo más. Steph, ahora que tienes un montón de dinero, podrías comprarte uno nuevo si quisieras, pero pensaba que uno de segunda mano, un regalo de tus padres, tendría un valor sentimental que no ibas a encontrar en un...

Valquiria se sentó derecha.

–¿Me habéis comprado un coche?

–No he dicho eso.

Se puso de pie.

–Oh, Dios mío. ¿Me habéis comprado un coche?

–Repito: no he dicho eso. No he nombrado ningún coche. Podría estarme refiriendo a una batería.

–¿Es una batería?

–No. Es un coche.

–¡Bindis! –gritó Alice.

–Ay, sí, perdón –dijo su padre, dejando a su hija pequeña en el suelo. La niña se tambaleó, tropezó, se cayó al suelo y se echó a reír.

–Eres muy tonta –murmuró su padre.

Valquiria salió corriendo, abrió la puerta y se quedó congelada. Allí, en la entrada, había un reluciente Ford Fiesta. Y era de color naranja.

Ya había estado dentro de un coche naranja. Uno de los coches de reemplazo de Skulduggery era naranja. Pero ese... ese...

Fue incapaz de evitar el comentario.

–Parece un Oompa-Loompa –barbotó.

–¿No te gusta? –le preguntó su madre al oído.

–Pedí este color a propósito –explicó su padre–. El vendedor me dijo que no era buena idea, pero pensé que sería más seguro, pensé que brillaría en la oscuridad... Aunque no lo hace –pareció deprimido–. Si quieres otro color, podemos devolverlo. A ver, seguramente el vendedor se ría de mí, pero no me importa. Ya se estaba riendo bastante cuando me fui conduciéndolo.

Valquiria se acercó al coche y acarició la carrocería con las yemas de los dedos. El interior era verde oscuro. Justo como el pelo de un Oompa-Loompa. Se volvió hacia sus padres.

–¡Me habéis comprado un coche! ¡Me habéis comprado un coche!

Su madre tenía las llaves en la mano.

–¿Te gusta?

–¡Me encanta!

Valquiria agarró las llaves y se puso al volante. Su coche tenía un salpicadero precioso, olía fenomenal y estaba muy limpio. Ajustó el espejo retrovisor de su coche y echó hacia atrás el asiento de su coche. Era su coche. No era el Bentley, y mejor no hablar del color... pero era su coche.

–Eres el Oompa-Loompa –dijo acariciando el salpicadero–. Y te adoro.

Puso Pixie Lott mientras se arreglaba, cantando y bailando por el dormitorio, meneando las caderas delante del espejo cada vez que saltaba el estribillo. El vestido que llevaría por la noche estaba encima de la cama: blanco, ajustado y sin tirantes... A su padre le daría un ataque cuando lo viera. Pero era su noche, iba a salir con sus amigos y se vestiría como le diera la gana. Tenía dieciocho años.

Mientras cantaba con el cepillo de dientes en la boca, se dio cuenta de que realmente estaba deseando salir con Hannah y las demás. Una noche de chicas; la primera noche de chicas desde que había terminado el instituto. Iba a ser genial. Le resultó raro notar mariposas en el estómago. Luego intentó recordar si conocía o no a todas sus amigas o si algunas eran amistades que había hecho el reflejo y cuyo recuerdo había transferido luego a la mente de Valquiria. Se rio de lo rara que era su vida y, en ese momento, sonó el teléfono. Cortó la música.

–Feliz cumpleaños –dijo Skulduggery.

–Gracias –sonrió ella–. Adivina lo que me han regalado mis padres.

–Un coche naranja.

Su sonrisa se desvaneció.

–¿Cómo lo sabes?

–Lo estoy viendo.

–¿Estás aquí fuera?

–Hemos recibido una llamada. No estabas haciendo nada, ¿no?

Miró su vestido y sus zapatos y las mariposas de su estómago dejaron de revolotear.

–No –respondió–. No hacía nada. Enseguida salgo.

Colgó y suspiró. Tocó el espejo del armario y su reflejo dio un paso hacia delante.

–Ya lo sé –murmuró Valquiria–. No hace falta que digas nada. Lo sé.

–Te merecerías otro tipo de diversión –dijo el reflejo.

Valquiria se puso los pantalones negros, buscó unos calcetines y agarró las botas.

–No pasa nada. La mayoría son amigos tuyos. Yo nunca he hablado con ellos. ¿Qué iba a decirles?

–¿De verdad vas a utilizar eso como excusa?

–Utilizaré cualquier cosa como excusa. ¿Dónde está mi top negro?

–Lo eché a lavar.

–Estaba limpio.

–Tenía sangre.

–Ya, pero no era mía.

El reflejo le tendió una camiseta de tirantes.

–Es rosa –objetó Valquiria.

El reflejo se la probó.

–Pues te queda bien.

Valquiria enarcó una ceja.

–Sí que me favorece. Guau. Estoy muy buena. ¿De dónde he sacado eso?

–Lo compré la semana pasada –dijo el reflejo, girando sobre sí mismo.

–Vale, me has convencido.

El reflejo se la lanzó, Valquiria se la puso y se subió la cremallera de la chaqueta.

–Hazme un favor, ¿de acuerdo? Pásatelo bien esta noche.

–Lo intentaré con todas mis fuerzas –el reflejo sonrió–. Inténtalo tú también.

Valquiria abrió la ventana.

–Voy a ir con Skulduggery –respondió–. Nada de intentarlo.

Se asomó a la ventana mientras Pixie Lott volvía a sonar y saltó.

Antes de que llegaran al hotel, los dedos enguantados de Skulduggery pulsaron los símbolos de sus clavículas, y un rostro fluyó sobre su calavera.

Valquiria enarcó una ceja.

–No está mal.

–¿Te gusta esta?

–Te queda bien. ¿La puedes guardar o algo?

Él sonrió.

–Cada vez que activo el tatuaje fachada, el resultado es aleatorio, ya lo sabes.

–Sí, pero ya lo tienes desde hace unos cuantos años. Podrías empezar a pensar en sentar cabeza con algo un poco más permanente.

–¿Estás intentando que me vuelva normal?

–Dios no lo quiera –respondió, desorbitando los ojos con espanto fingido. Él le abrió la puerta y la siguió. Entraron en el vestíbulo, pasaron el mostrador de recepción y se dirigieron hacia los ascensores. Skulduggery deslizó una tarjeta negra en la ranura y apretó el botón del ático. Las puertas se cerraron.

–Bien... –dijo Valquiria.

–Bien.

–Es mi cumpleaños.

–Así es.

–Dieciocho. Ahora soy adulta. En teoría.

–En teoría.

–Es un cumpleaños importante.

–Bueno, de momento lo estás haciendo bien.

Ella soltó una carcajada.

–¿Me has...? Ya sabes... ¿Me has comprado un regalo?

Skulduggery la miró fijamente.

–¿Quieres que te dé un regalo?

A Valquiria se le borró la sonrisa.

–Por supuesto.

El ascensor se detuvo con un pitido, se abrieron las puertas y Valquiria salió a toda velocidad.

–Ya veo –dijo él, siguiéndola–. ¿Alguna sugerencia?

–Creo que a estas alturas me conoces lo bastante como para pensarlo tú.

–Estás enfadada conmigo.

–No, qué va.

–A pesar de mi bello rostro, estás enfadada conmigo.

Ella se detuvo antes de llegar al ático. Se giró en redondo.

–Sí, estoy enfadada contigo. La gente compra regalos a las personas que le importan. Después de todo este tiempo, no pensaba que hiciera falta que tuviera que decirte que me compraras un regalo.

–Y yo no pensaba que tuviera que comprarte un regalo para demostrarte que eres importante para mí.

–Bueno... Quiero decir... No, a ver, no me refiero a eso. No se trata de demostrar nada, se trata de... mostrarlo.

–¿Y un regalo es una medida adecuada? Tus padres te han comprado un coche. ¿Eso significa que para ellos eres tan importante como un coche? ¿Su amor por ti vale lo mismo que un coche?

–Por supuesto que no. Un regalo de cumpleaños es un regalo simbólico.

–Un regalo simbólico es como un gesto vacío: está desprovisto de ningún valor.

–¡Es un detalle bonito!

–Oh –dijo Skulduggery–. Vale. Ya entiendo. Entonces te daré un regalo.

–Muchas gracias –se giró y llamó a la puerta–. ¿A quién venimos a ver?

–A un viejo amigo tuyo –respondió Skulduggery, y por primera vez se dio cuenta de la tensión de su voz.

No tuvo tiempo de hacerle más preguntas. Las puertas se abrieron y Solomon Wreath le sonrió.

–Hola, Valquiria –dijo.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, le estaba dando un abrazo.

–¡Solomon! ¿Qué haces aquí? Creía que estabas por ahí, viviendo aventuras.

–¿Y no puedo vivir aventuras en mi país de vez en cuando? Aquí es donde está la auténtica acción, al fin y al cabo. Pasa, pasa. Skulduggery... supongo que puedes unirte a nosotros.

–Qué amable –masculló Skulduggery, siguiéndolos al interior y cerrando la puerta.

El ático era enorme y extravagante, aunque Valquiria había estado en otros más grandes y extravagantes cuando salía con Fletcher. Por aquel entonces, Fletch pasaba las noches en la suite que estuviera vacía de cualquier punto del globo, y gratis. «Una de las ventajas de ser un teletransportador», pensó Valquiria, aunque últimamente había cambiado muchísimo: ahora tenía una novia encantadora y normal y vivía en su propio apartamento en Australia. Casi había sentado la cabeza. Daba un poco de miedo.

Le echó un vistazo a Skulduggery, que había hecho desaparecer su rostro falso. Se quitó el sombrero y no dijo una palabra cuando Wreath regresó con una cajita envuelta con un lazo.

–Feliz cumpleaños –dijo Wreath.

Valquiria desorbitó los ojos.

–¿Me has comprado un regalo?

–Por supuesto –dijo Wreath, casi con una carcajada al ver su sorpresa–. Has sido la mejor alumna que he tenido en todos los años que estuve en el Templo de los Nigromantes. No hubo nadie como tú, y aunque hayamos tenido algunas desavenencias a lo largo del tiempo...

–Como cuando intentaste matar a miles de millones de personas –indicó Skulduggery.

–... siempre has sido mi favorita –concluyó Wreath, ignorándole–. Ábrelo. Creo que te gustará.

Valquiria le quitó el lazo y el envoltorio se abrió con la suavidad de una flor. Era una caja de madera. Abrió la tapa y enarcó una ceja.

–Es... esto... es una copia de mi anillo.

–No exactamente –dijo Wreath–. Por dentro es completamente diferente. Cuando los estudiantes empiezan a entrenar, se les entrega un objeto como el anillo que tienes ahora: bueno, fuerte, robusto, capaz de contener una importante cantidad de poder. Pero después de la Iniciación, necesitan algo mejor, capaz de manejar mucho más poder.

–Yo aún no he pasado por la Iniciación...

Wreath sonrió.

–Lo sé, pero necesitas una actualización ya. En esto, como en muchas otras cosas, eres excepcional, Valquiria. ¿Me das tu anillo, por favor?

Extendió la mano y ella cruzó una mirada con Skulduggery antes de quitárselo del dedo y entregárselo. Mientras Wreath salía un instante de la habitación, Valquiria sacó el nuevo anillo de la caja y se lo puso.

Wreath regresó con un martillo y dijo:

–Ahora viene la parte divertida.

Entonces colocó el anillo antiguo sobre la mesa y lo aplastó con el martillo. El aro se rompió en varios fragmentos que salieron volando y una ola de sombras explotó, culebreó en el aire y salió disparada hacia el anillo que Valquiria tenía en el dedo. Este aspiró ansiosamente las sombras y se puso frío de golpe. Valquiria ahogó una exclamación.

–¿Lo sientes? –preguntó Wreath–. ¿Sientes el poder?

–Guau –dijo, recuperando el control–. Sí. Guau. Es... es...

–Es nigromancia.

Era asombroso. Era hechizante. Era increíble.

–Gracias –dijo.

Wreath se encogió de hombros.

–Cumplir dieciocho es un día importante para cualquier persona. Pero soy consciente de que no habéis venido a verme por los regalos y los abrazos.

–Ah, sí –dijo Valquiria concentrándose de nuevo–. ¿Para qué hemos venido a verte?

–Tu compañero, que ahora se mantiene extrañamente callado, lleva tiempo en contacto conmigo. Al parecer habéis estado investigando el asunto del brujo que intentó mataros el año pasado.

–Nos dijo que les estaba haciendo un favor a los nigromantes –habló ahora Skulduggery–. Fue a cambio de información. De un nombre.

–En primer lugar –comenzó Wreath–, yo me mantuve al margen de ese asunto. No fue idea mía incluir a los brujos en ninguno de nuestros sórdidos planes, porque ni soy estúpido ni estoy trastornado. Todo eso fue cosa de Craven, quien lo puso en marcha mediante el idiota de Garra de Dragón.

–¿Y qué le contó Garra de Dragón al brujo? –preguntó Valquiria.

–Siéntate, por favor –dijo Wreath amablemente–. ¿Qué sabes de los brujos?

Valquiria se acomodó en el sofá. El anillo le mandaba escalofríos que subían y bajaban por su brazo.

–Solo lo... esto, ya sabes, lo normal. Que no son... ¡guau, este anillo es espectacular...! Que no son como nosotros. Tienen su propia cultura, sus propias tradiciones, su propio tipo de magia...

Wreath asintió.

–Un tipo de magia que, sinceramente, no comprendemos. Y no pasa nada, porque no son muchos y se encargan de sus propios asuntos. O al menos, eso hacían.

–¿Qué ha pasado?

–Que alguien los ha atacado –explicó Wreath–. Provocar a los brujos no es la mejor idea, pero parece que hay un grupo de personas empeñadas en hacer eso, precisamente. En los últimos cinco años han sido asesinados docenas de brujos. Los han aislado, perseguido y ejecutado. Ahora solo quedan unos pocos.

Valquiria frunció el ceño.

–El que nos atacó dijo que cada día que pasaba eran más fuertes.

Wreath sonrió.

–Los brujos se caracterizan por no mostrar debilidad jamás. Es lo que me gusta de ellos.

–¿Y qué información querían sacar a Garra de Dragón? ¿El nombre de quién?

–Un compañero mío, Baritone, uno de los nigromantes que murieron en la batalla de Aranmore, estaba recorriendo Francia cuando se encontró en un bar con un grupo de mortales que fanfarroneaban de un trabajo bien hecho. Naturalmente, fingió ser un simple mortal como ellos, y por lo que descubrió, se trataba de antiguos miembros de unas fuerzas especiales financiadas secretamente con dinero del gobierno, centradas en...

–Un momento –interrumpió Skulduggery–. Estás hablando del Departamento X.

–¿Quiénes son esos? –preguntó Valquiria.

–No existen –respondió el esqueleto–. Siempre han circulado rumores sobre gobiernos mortales que forman escuadrones de la muerte para exterminar hechiceros. El Departamento X se supone que era un grupo de colaboración entre británicos e irlandeses envuelto en el misterio y la conspiración. Pero, como ya he dicho, no existe. Cada vez que hay alguien en el poder que empieza a hacer preguntas, le mandamos a gente como Geoffrey Scrutinus para convencerlos de que están haciendo tonterías.

–Puede ser –dijo Wreath–, pero estos mortales le contaron a Baritone que habían acabado con «los objetivos más peligrosos a los que se habían enfrentado nunca». Esas fueron sus palabras. Le dijeron que nunca los creería si le contaran toda la historia, que sus objetivos sangraban luz mientras morían. ¿A qué os suena?

–Suena a brujos –dijo Valquiria.

–¿Y eso fue todo lo que le contó Garra de Dragón al brujo en cuestión? –le presionó Skulduggery–. ¿Una leyenda urbana?

Wreath se encogió de hombros.

–Es el único detalle jugoso relativo a los brujos que poseemos. No sé qué otra cosa podría haberle contado. Obviamente, se corrió la voz de que sabíamos algo y Charivari envió a su amiguito para investigar.

–¿Y no hay nada más que debamos saber? –insistió el detective.

–Nada que tenga importancia. El único detalle de interés es que uno de los soldados mencionó que las órdenes se las daba un anciano con una larga barba blanca y otro tipo que fue incapaz de describir.

Valquiria apartó la vista del anillo y frunció el ceño.

–¿Y eso? ¿No le vieron?

–No es eso –replicó Wreat–. A Baritone le dio la impresión de que el soldado era incapaz de recordarlo.

–Todo esto podrías habérmelo contado por teléfono –dijo el detective.

Wreath soltó una carcajada.

–En eso tienes razón, Skulduggery. Sin embargo, no nos llevamos demasiado bien, así que no pensaba contarte nada. Aunque luego me dije: «¿Cómo voy a conseguir ver a mi alumna favorita en su gran día...?». Plantarme en su ventana sin ser invitado me parecía un comportamiento muy poco saludable, ¿no crees?

–Una visita tuya siempre resulta poco saludable –asintió él.

Valquiria se levantó.