La última juerga - José Ángel Mañas - E-Book

La última juerga E-Book

José Ángel Mañas

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Beschreibung

Entonces tenían poco más de veinte años: un grupo de amigos que se citaban en el bar Kronen y consumían la juventud a base de sexo, alcohol y drogas. En algunas ocasiones coqueteaban con la muerte e incluso hubo quien salió mal parado de aquel coqueteo. Ha pasado mucho tiempo. Han pasado exactamente veinticinco años. Ahora trabajan y no se ganan mal la vida; algunos se han casado y tienen hijos. Casi ninguno de ellos consume drogas y las borracheras se han convertido en enología. Cuando Carlos recibe una noticia que sacude completamente su vida, siente la necesidad de volver a reunirse con su amigo Pedro, a quien no ve desde hace muchos años. Tal vez no sea más que un reencuentro para rememorar algunos momentos del pasado o tal vez se convierta en el principio de La última juerga.

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Seitenzahl: 294

Veröffentlichungsjahr: 2019

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El jurado del los Premios Ateneo de Sevilla de Novela estuvo compuesto por Alberto Máximo Pérez Calero (Presidente de Honor), Miguel Cruz Giráldez, Miguel Ángel Matellanes, Rafael Muñoz Zayas, Isabel Ojeda Cruz, Gervasio Posadas, Francisco Prior Balibrea, Nerea Riesco, Francisco Robles y Ángel Moliní Estrada (secretario). La novela La última juerga, de José Ángel Mañas, resultó ganadora del 51º Premio de Novela Ateneo de Sevilla.

Índice

PRÓLOGO INEVITABLE

PRIMERA PARTE. Un reencuentro tóxico

CAPÍTULO PRIMERO. Sobre hospitales y cánceres

CAPÍTULO SEGUNDO. Luxury Films for ever

CAPÍTULO TERCERO. Dos viejos amigos

CAPÍTULO CUARTO. El polígono Marconi

CAPÍTULO QUINTO. Voyage, voyage

SEGUNDA PARTE. Viaje a ninguna parte

CAPÍTULO SEXTO. Un martes cualquiera

CAPÍTULO SÉPTIMO. Ruinas de Medellín

CAPÍTULO OCTAVO. Un mono puñetero

CAPÍTULO NOVENO. Breve chirigotada

CAPÍTULO DÉCIMO. Punta Umbría

CAPÍTULO UNDÉCIMO. Resacón en Huelva

CAPÍTULO DUODÉCIMO. Quien tiene miedo da miedo

TERCERA PARTE. Un nuevo fan de Óscar Pistorius

CAPÍTULO DECIMOTERCERO. Hola, chaval

CAPÍTULO DECIMOCUARTO. Hermanos

CAPÍTULO DECIMOQUINTO. Humor negro

EPÍLOGO. Somos todos una gran camada de cachorros felices

CRÉDITOS

Para Chloé y Óscar Mañas

When you cast your eyes upon the skylines

Of this once proud nation

Can you sense the fear and the hatred

Growing in the hearts of its population

And youth, oh youth, are being seduced

By the greedy hands of politics and half truths

The beaten generation

The beaten generation

Reared on a diet of prejudice and misinformation

[…]

THE THE,

The beaten generation

PRÓLOGO INEVITABLE

Eres Carlos Aguilar, y hace veinticinco años que no nos vemos. Nos acabamos de cruzar en esta fiesta a la que me ha invitado Globomedia, la productora de televisión de Mediapro. No me has reconocido pero no importa. Yo a ti sí te conozco. Te conozco mejor de lo que piensas.

Según te pides una copa al fondo, sé que estás rumiando lo que te acaban de anunciar en el hospital Clínico. Sé que tu hermana es médico. Sé que esta tarde la has pasado con ella y tu cuñado en la piscina de su urbanización en el norte de Madrid. Sé que te sentaste bajo una sombrilla, en bañador, sin quitarte una camisa de manga larga con la que cubrías tus brazos, la misma eslim fit de Hugo Boss que llevas ahora. Sé que luego tosiste y escupiste sangre. Y sé lo que te han anunciado los médicos.

Pero hay más: sé lo que te va a suceder a lo largo de estas trescientas y pico páginas. Sé tantas cosas sobre ti que, si fueras consciente de todo lo que sé, te angustiarías. Por eso, lógicamente, no irrumpo en tus pensamientos. Como no me reconoces, me limito a dejarte una tarjeta con mi nombre, que has guardado distraídamente en el bolsillo de tu americana: ni siquiera la has mirado.

Es posible que sea mejor así. No es hora de reencontrarnos. Ya llegará el momento.

Con todo, me cuesta no observarte por el rabillo del ojo mientras me alejo y me tomo un segundo burbon con mi mujer en este club privado en pleno centro de Madrid donde te señalo discretamente. Le indico que eres el personaje más exitoso de todos los que pueblan mis novelas. Ella me dice que lo entiende, porque eres atractivo. Insiste en que tienes carisma sexual. Le gusta tu manera de coger la copa, de moverte entre la gente. Le atrae tu pelo ensortijado, reluciente de gomina. Le intriga la media sonrisa maliciosa que esbozas en cualquier situación.

Dice que le encantaría saber qué ha sido de ti durante estos años.

Y es que hay mucha gente deseándolo. Gente que te perdió la pista hace veinticinco años y que tiene ganas de que vuelvas a colarte en las librerías. Cuando le explico que llevo un tiempo rumiando el contar a todos tu historia, sonríe y dice que es buena idea. Tú igual no lo sospechas, pero muchos me lo reclaman. Desde hace ya un tiempo te has convertido en un icono noventero y hasta, para algunos, en ejemplo de masculinidad tóxica.

Así se referían a ti recientemente en un artículo de El País. Probablemente ni lo has leído y, si lo has hecho, te habrás reído un rato. A ti la opinión de los periodistas nunca te importó ni poco ni mucho. Pero yo me he visto obligado en mis últimas intervenciones a explicar la esencia negativa de tu personalidad. Eres como el Mister Jaid que todos llevamos dentro y que casi nunca sacamos a relucir. Como mi parte oscura, mi némesis. Cuesta creer que un día fuimos amigos.

Lo cierto es que durante todos estos años nos hemos alejado tanto, que yo soy el primer sorprendido esta noche. Siempre pensé que si nos cruzábamos de nuevo no te reconocería… y ya ves que no ha sido así.

Le doy otro trago a mi copa y echo un vistazo a mi alrededor.

Veo gente del mundo audiovisual reunida para mirarse unos a otros y ensalzar su glamur castizo. Acaba de llegar Alba Flores, la hija de Lolita, la sobrina de Antonio Flores: es una de las estrellas emergentes del panorama televisivo. No está lejos de mí y la felicito por sus éxitos.

Al rato se me acerca Javier Méndez, el director de contenidos de Mediapro, a hablarme sobre nuestro próximo proyecto.

—Tengo muchas esperanzas puestas en ella, José Ángel… Estoy esperando el piloto.

Le contesto que estoy trabajando duro en ello, por supuesto. Y a todo esto no te quito el ojo de encima, porque tú podrías ser el protagonista de esa futura serie. Tu personaje me tiene obsesionado. Después de tanto tiempo dándole vueltas a cómo recuperarte, ardo en ganas de volver a oír tu voz.

Vayamos, si te parece, con ello. Retrotraigámonos un par de horas. A la visita que acabas de hacer al hospital clínico San Carlos, en la plaza de Cristo Rey, porque eso es el principio de todo.

¡Que empiece la función!

PRIMERA PARTE

UN REENCUENTRO TÓXICO

CAPÍTULO PRIMERO

SOBRE HOSPITALES Y CÁNCERES

«¿Te crees tu que están enfermos?… Venga gemir… eructar… temblar…supurar … ¿Quieres vaciar la sala de espera? ¿Al instante? ¿Incluso de quienes se ahogan de tanto carraspear y echar lapos?… ¡Propón un vinito!… ¡Una copa gratis ahí enfrente!… vas a ver cuántos te quedan… Vienen a darte el coñazo sobre todo porque se aburren. Las vísperas de fiesta no ves ni a uno… A esos desgraciados, créeme, lo que les falta es ocupación, no salud… Lo que quieren es que los distraigas, animes, intrigues, con sus eructos… gases… achaques… que les encuentre explicaciones… fiebres… ¡novedades!… ¡Ah! Divertirse con su muerte, mientras la fabricas, ¡así es el hombre, Ferdinand!».

Louis Ferdinand CÉLINE, Muerte a crédito

1

SÁBADO 23 DE JUNIO. 21.04 HORAS

—¿Se puede saber por qué me traen aquí?

—Su hermana me ha pedido que lo vea, ya lo imagina. Explíqueme lo que le ha pasado.

—Tengo un problema respiratorio, nada más.

—Lo que me dice su hermana es que ha tenido una crisis asmática bastante seria. ¿Puede contarme cuándo empezó?

—Esta tarde. Estando en casa de Nuria. En la piscina.

—¿Le importaría ser un poco más preciso?

—Al levantarnos de la mesa, me he instalado un rato bajo la sombrilla, en una tumbona. Al cabo, he empezado a toser. Al principio una tos suave, y poco a poco se ha hecho más puñetera… Me costaba respirar, incluso me dolía el pecho… He terminado escupiendo sangre.

—¿Eso a qué hora?

—Después de comer. A las cinco, más o menos.

—¿No estaba viendo el fútbol?

—A los niños les apetecía salir a la piscina. Y a mí no me interesa el fútbol. Estaba pasando la tarde con mi hermana, mi cuñado y mis dos sobrinos… En su casa de San Sebastián de los Reyes, si quiere saberlo.

El médico me observa con desagrado: no le gusta mi tono. Pero a mí tampoco me gusta que me tenga metido en este despachito claustrofóbico. Esta noche tengo que asistir a una fiesta que dan unos clientes míos en la plaza de Santa Ana y la verdad es que preferiría estar en el bar tomándome unas cervezas con cualquiera de ellos.

—Bien. Entenderá que si lo hemos tenido aquí todo este rato y le hemos hecho tantas pruebas, es por algo.

—Entiendo que durante este tiempo no se han estado tocando los cojones. Me imagino que han estado haciendo su trabajo. Como todo el mundo.

—He hablado además con la radióloga de Urgencias, que resulta ser amiga de su hermana Nuria.

—Eso ya lo sé. Por eso vine a este hospital y no al de enfrente.

—Pues a lo mejor ha hecho mal…

Lo que tengo delante es un hombrecillo pálido, con gafas bifocales sucias y rayadas. Resulta evidente que no se las limpia nunca. Debe de frisar los cincuenta. Su cabello ralo deja ver la piel del cráneo lisa y brillante de tan tersa a la luz de la lámpara. Tiene una mancha de vino en la frente que me hace pensar en Gorbachof. Por mucho que lo evite, es imposible no fijarse.

—No entiendo por qué me dice eso.

El tipo tuerce el labio. Unos labios finos y mezquinos, igual que los ojillos que clava en mí detrás del polvo de sus gafas. Es la mirada legañosa de alguien que nunca tuvo confianza en sí mismo. Uno de esos especímenes de los que la humanidad podría, perfectamente, prescindir.

La barriga adiposa asoma por debajo de la bata blanca… o casi blanca. Estando cerca de mi edad, es alguien que parece diez años mayor. Por eso, entre otras cosas, me odia. Está claro que no le gusta mi aspecto ni mi pelo teñido. Ni mi cuerpo depilado, fibroso. A pesar de mis excesos, parezco mucho más joven. Y él, de alguna manera, lo resiente. Pero le ha llegado el momento. Por fin tiene la ocasión de vengarse.

—Lo digo —su voz tiembla ligeramente— porque en la Fundación Jiménez Díaz, el edificio de al lado, están especializados en la investigación del cáncer. Solo por eso.

Es un golpe bajo y a punto ha estado de dejarme kao. Él mismo se da cuenta y suelta una tosecilla incómoda. Vuelve a mirar los papeluchos amontonados sin demasiado orden, entre él y yo, sobre la mesa.

—Perdone que le hable con tanta claridad —añade, recuperando el tono moderado y paciente que tuvo según me acompañaba hasta este habitáculo sin ventanas e iluminado por la luz eléctrica más deprimente que he visto en mucho tiempo.

Son las nueve y podrían ser las mil. Podría ser cualquier hora del día o de la noche en este zulo de mala muerte. Lo único que lo hace habitable, con el calorazo que hace fuera aun a esta hora, es el aire acondicionado…

A él, desde luego, no parece agobiarle.

Está claro que es un ratón de biblioteca, en este caso un ratón de hospital. Mejor dicho: una rata de hospital. Seguro que se pasó empollando horas y horas cada día durante años para sacarse esta mierda de carrera. Y encima pensará que el suyo es un oficio ético.

—No me pida perdón. Prefiero que me cuente de una vez por todas qué demonios dicen esas pruebas. ¿Cuánto tengo que preocuparme? ¿Es bueno o malo?

2

La pregunta suena tonta, pero no puedo evitarlo. De todas formas él ya ha soltado su bilis y está contento de regresar a su corrección hipócrita habitual, a su concha.

—Me temo que los resultados no son buenos en absoluto.

—¿Cómo de malos son?

—Digamos que tiene usted un cáncer de pulmón avanzado. Con metástasis ósea.

Una nueva tos me raspa la garganta. La puta laringe. Me queman los bronquios. El matasanos me mira con compasión. Odio ese tipo de miradas. Las odio con toda mi alma.

—¿Es un diagnóstico seguro?

—Vistos los hallazgos que se aprecian en las radiografías, más que seguro. Lo he consultado además con su hermana y con los radiólogos torácicos de este hospital.

—¿Mi hermana está al corriente?

—Por supuesto.

—Viva el secreto médico.

—Su hermana es facultativa de este hospital. Le recuerdo que es ella quien ha pedido que le hagamos las pruebas.

Eso no lo voy a negar. No me gustó la expresión reconcentrada de Nuria mientras me acompañaba a hacerme las radiografías. Tampoco la manera en la que se dedicó después a cuchichear con su compañera en un rincón de la sala llena de pantallas donde esperábamos los resultados. Y ahora me gustan aún menos las miradas de este hombrecillo resentido.

Digo resentido porque hay cierta alegría infame en sus ojos. Está contento de ver que alguien que le supera en todo y que ha conseguido vivir a un nivel que él nunca podrá permitirse, y encima sin encadenarse a una mesa de despacho, esté hoy aquí delante, pendiente de su veredicto. Se alegra profundamente. Se lo noto en el careto, pese a que procure esconderlo. Me juego el cuello a que ha estado deseando anunciármelo desde que entré en esta habitación.

A los tipos así los tengo calados. Son de los que disfrutan cuando el Madrid pierde. O cuando cae un poderoso. Yo aprendí hace mucho a estar con los ganadores. Me obligo, si hay que tomar partido, a estar siempre con los mejores. El resto es hipocresía.

—Lo que me extraña es que no haya sentido más dolores…

Ahora soy yo el que carraspeo. Me molesta el aire acondicionado. Me llevo la mano al pecho y dudo unos momentos antes de decirlo. La piel enrojecida por el sol que me ha dado esta tarde asoma por el cuello abierto de mi camisa.

—Es posible que últimamente haya estado fumando algo más de lo que debiera.

—¿Cuántos cigarrillos al día?

—Ja, ja. No me refiero al tabaco. Supongo que sabe lo que es un chino. Y supongo que también ha entendido por qué, haciendo el calor que hace, llevo una camisa de manga larga.

Al barbiri se le ilumina una bombillita en el cerebro.

—¿Es usted consumidor habitual de heroína?

—Soy lo que llaman coloquialmente un adicto. Un yonqui. Y ahora corra a decírselo a mi hermana.

Esta vez mi tono no le ha molestado. Debe de pensar que es normal en alguien a quien acaban de comunicar una noticia así y prefiere mostrarse magnánimo.

—No es necesario que ella lo sepa. Pero desde luego eso puede explicar que usted no haya tenido dolor antes. Mire esta imagen. —Señala la radiografía que se ve en la pantalla delante de él.

Su mano es pequeñita. En el anular lleva una alianza dorada. Los dedos son como morcillas. Está casado, este miserable. Me imagino que con una ratoncita como él. Como si la viese: zampabollos, feúcha, bajita, humilde, regordeta. Alguien que le tiene la cena lista cada noche. Alguien que cuando follan, siempre en la cama, y en la misma postura, apaga la luz para no tener que verse las caras. O a lo mejor no. A lo mejor es una verdulera de Carabanchel que le espera con la escoba en la puerta cada vez que, por su trabajo, llega tarde a casa.

—Si se fija, la mancha blanca que se ve aquí en el pulmón derecho tiene el tamaño de una manzana. Además, se aprecian lesiones en varias costillas.

—Una manzana es un objeto tridimensional.

—Lo mismo da. Lo que importa es que ya existe una afectación ósea a distancia.

—¿Y eso qué cojones significa?

—Que el proceso está avanzado y que tiene muy mal pronóstico.

El hombrecillo me mira otra vez, casi con curiosidad. Espera mi reacción.

—¿Cuánto tiempo me puede quedar?

—Es difícil de precisar…

—Haga un esfuerzo.

—Meses. A lo mejor un año. Incluso más, si con una radioterapia agresiva conseguimos reducir el volumen del tumor. Pero siempre que se trate de inmediato y cambie radicalmente de vida… Aun así, está tan avanzado el proceso… ¿Cómo es que no ha pasado usted antes por un hospital? Porque ha tenido que sentir molestias. No creo que sea la primera vez que escupe usted sangre —dice, procurando mostrarse empático.

—No lo es. Pero no tenía tiempo. Y en el fondo, ¿qué importa ya?

—La heroína ha debido de atenuar bastante los dolores. ¿Me permite una pregunta?

—La va a hacer de todas maneras.

—¿Cuánto consume y con qué frecuencia?

—Diaria. En torno a cuatro o cinco gramos por semana. Procuro no rebasar el gramo por día.

Él escribe algo en la ficha que tiene delante. Pregunta desde hace cuánto. Contesto que hace un par de años que estoy estabilizado en esa cantidad. No es del todo cierto, pero no me disgusta la imprecisión.

—¿Otras sustancias?

—Alcohol, casi a diario. De vez en cuando, en fiestas o con amigos, emedeemea o cocaína. Ah, y la marihuana o el jachís me hacen pasar el rato. Si puedo, me gusta tener algo encima. Aunque es más contundente la heroína. Al final es lo único que me tranquiliza y me permite funcionar con normalidad. Sin emociones, trabajo mejor. ¿Ha terminado el interrogatorio?

—Sí.

Alguien llama a la puerta. El médico, ajustándose las gafas, se levanta.

3

—¿Nos puedes dejar un momento solos, Juan Antonio? —pregunta mi hermana, entrando y dejando la puerta abierta.

—Por supuesto.

El calvorotas se sale y cierra detrás de sí. Nuria y yo quedamos encarados. Ella trae el sobre con la radiografía y lo manosea con nerviosismo.

—Pues ya te lo ha dicho, me imagino.

—Sí… Con muy poca mano izquierda, por cierto.

—Juan Antonio es buen médico. A lo mejor no el más diplomático, pero es buen profesional. Y su mujer también trabaja en el hospital.

—¿Fregando suelos?

—No, Carlos, ¡qué burro eres! Es técnico de rayos. Muy competente, por cierto. Ahora trabaja conmigo. Tienen un hijo que también tiene un síndrome…

—No quiero ni saberlo, Nuria. Te puedo decir que en estos momentos el trabajo de la mujer de tu colega y las miserias de su famila es lo que menos me preocupa.

—Tienes razón. La verdad es que no sé por qué estamos hablando de esto —dice ella, ajustándose las gafas.

A Nuria se la siente triste. Me mira con una compasión horrorosa. No hay nada que odie más en el mundo que eso, creo que ya lo he dicho.

—Haz el favor de no mirarme así.

—¿Cómo quieres que te mire?

—No me mires de ninguna manera, eso es todo.

—Mira, Carlos, lo mejor que ha podido ocurrir es que te vinieras a mi casa esta tarde…

—Era el cumpleaños de tu hijo.

—Que es tu sobrino, aunque no pases nunca a verlo. Santi y yo te perdonamos hasta que te olvides el regalo. Habrá que celebrarlo con los amigos otro día porque se ha quedado superdecepcionado al ver que me tenía que ir contigo. Santi ha llamado a los padres y lo ha cancelado todo. Y ya que hablamos de estas cosas, también puedes traer alguna vez a esa actriz con la que estás saliendo. Que no le vamos a morder ni mis niños ni yo. En fin, lo que está claro es que, si no llega a ser por eso, no te traigo…

—Ya sabía que me ibais a encontrar algo —murmuro de mal humor—. Para eso ha servido la visita. Muchas gracias.

—Ha servido para saber lo que hay. Hay que encarar los problemas, mirarlos de frente.

—Ahórrame la filosofía barata.

—Bueno, pues…

—Bueno, pues nada.

—¡Qué complicado eres! Llevamos tanto tiempo sin vernos, que casi se me había olvidado lo imbécil que puedes llegar a ser.

—Mira para qué ha valido volver a vernos. Me has dado la alegría de mi vida.

—¡Joder, Carlos! ¡Que no es culpa mía que tengas un cáncer!

A Nuria casi se le quiebra la voz y sus ojos me fulminan. Siempre me ha gustado sacarla de sus casillas. Necesito sentir que controlo la situación.

—Ya que estamos con todo, estaría bien que pasases por casa a ver a papá y mamá. Que hace un año que no los ves. A lo mejor no quedan tantos momentos por compartir… y tienen que saber lo que te pasa.

—No nos pongamos lacrimógenos.

—Lo siento. Eres mi hermano y yo soy así, ya lo sabes.

Esto empieza a ser lamentable. Soy yo quien tiene el puto cáncer y es ella la que se echa a llorar. ¿Qué espera? ¿Que la abrace? ¿Que me ponga también a sollozar? ¿Que llame aquí mismo a mi señor padre y a mi señora madre y nos pongamos todos en familia a soltar el moco? Vamos, por favor, que somos gente civilizada. Que vivimos en Europa.

—Nuria, no quiero que digas nada de esto a nadie todavía —digo, tras una larga inspiración—. Y a los viejos menos que a nadie.

—Aún no les he llamado. Quería hablar contigo antes.

—Pues no lo hagas. No les digas nada. Y al Enano tampoco.

Así es como llamamos a nuestro hermano pequeño. A veces también le llamamos el Accidente. Nuria y yo nos llevamos un año. El otro tardó casi una década en aparecer. Cuando nadie lo esperaba.

—Al Enano tampoco —repite ella. Se quita las gafas rosas, de pasta delicada, con una mariposa en cada patilla y se limpia las lágrimas con la manga de la bata—. Lo siento. Es verdad que en el hospital veo muchas cosas cada día. Pero cuando pasa en la familia, es diferente… Supongo que se lo vas a decir a Ángela.

—En su debido tiempo.

—Pues nada, lo que tú digas, Carlos. Como siempre.

Nuria posa la vista en la pantalla, donde sigue viéndose mi radiografía de tórax, y murmura:

—Yo me di cuenta enseguida. Pero no me atrevía a darte la noticia. De todas formas, tampoco me correspondía. Y toma, te traigo tu historial y la radiografía impresa. Para que lo tengas. En fin, ¿qué vas a hacer ahora?

—Ir a una fiesta. Y después volver a casa.

—Es que no puedes, Carlos. No debes, vamos.

—¿Por qué?

—Porque tienes que pasar la noche aquí. Hay que hacerte más pruebas y análisis. Para tener clara la extensión de la enfermedad. Para poder organizar cuanto antes el tratamiento con los oncólogos. Seguramente te tocará quimioterapia. Hazte a la idea de que vas a tener que pasar mucho tiempo en el hospital, de aquí en adelante. Por eso, a tu novia, por lo menos, tienes que contárselo de inmediato.

Me detengo en mitad de la habitación.

—De acuerdo.

Mi hermana sonríe. Yo también le sonrío.

—En el fondo no eres tan malo, Carlos…

Yo soporto malamente su abrazo. Me sorprende la fuerza de Nuria. Es casi tan alta como yo. Ella también se acerca a la cincuentena, pero siempre ha sido deportista. Siendo universitaria le encantaba el rugby, y en los últimos años juega al jóquey sobre patines. Se escapa los domingos de su casa y se desahoga dando palos. De vez en cuando le rompe la crisma a un compañero. Nuria tiene una vida complicada, entre su trabajo y sus dos hijos, que le dan mucha guerra. Pero como se cuida y nunca ha tomado drogas, está envejeciendo bien. Se la ve en forma.

—Si te esperas aquí un momento, bajo a hablar con los de admisión. Para que te den una habitación y te quedas ingresado. ¿Seguro que no quieres llamar a nadie?

—Solo a Ángela. A los demás, mañana.

—Como quieras.

La puerta se cierra.

Yo cojo la chaqueta que cuelga del respaldo de la silla. Compruebo que en el bolsillo tengo mi billetera y luego, con la americana puesta y sin soltar la radiografía, me acerco a la puerta…

Abro con cuidado y cuando veo por la ranura que Nuria se aleja por el pasillo y dobla la esquina, salgo al pasillo. Hay gente yendo de aquí para allá. Acelero en dirección contraria a mi hermana y acabo en el rellano de los ascensores.

4

El puto hospital. Incluso a estas horas parece un hormiguero. No hago más que cruzarme con personal sanitario de bata blanca. Alguno, vestido de verde, empuja una camilla. En el pasillo, un enfermo camina trabajosamente y arrastra su botellita de suero. El pijama se le abre por el culo. En cuanto dejas que te ingresen y empiezas a pasearte con las nalgas al aire, pierdes cualquier atisbo de dignidad.

Vuestro héroe no se siente del todo bien. Necesita salir cuanto antes y se mete en un ascensor con dos mujeres mal vestidas que hablan de algún familiar.

—Pues mengano está fenomenal hoy.

—Ya, pero…

Contengo mi respiración y evito el olor a viejo de estas dos brujas desgreñadas. Por Dios, ¿de qué barrio proletario habrán salido? Por lo menos podrían teñirse las canas. Me encaro a la pared y cierro los ojos, abstraído. No me creo lo que está pasando. Eso murmura una voz en mi cabeza: no es verdad, no puede ser verdad.

En la planta baja, soy el primero en salir y tomo un pasillo lateral. A un lado hay varias camillas aparcadas con enfermos macilentos, cadáveres andantes que esperan pacientemente a que los atienda la Seguridad Social. Muchos tienen el gotero colgado de su percha a la cabecera y, aunque procuro no mirar, me irritan. Al pasar junto a la última camilla, doy un codazo disimulado a la bolsita con el suero, que cae al suelo. El alboroto a mis espaldas me suscita una indudable satisfacción.

Jodeos todos, pienso, sin mirar atrás.

En la librería del jol veo en el escaparate el último éxito de Carmen Posadas: estoy a punto de vender sus derechos. Eso normalmente me daría gusto, pero hoy me deja frío.

5

Una vez en la calle, respiro hondo. Me hallo en plena plaza de Cristo Rey. La noche es cálida. Un termómetro callejero marca treintaitrés grados. Multitud de coches se mueven de un lado a otro con las luces encendidas. El ajetreo hace que todo lo sucedido en el interior del hospital parezca un mal sueño.

Viendo una fila de taxis, me dirijo hacia ellos.

El conductor del primer vehículo tira su pitillo al suelo: ni siquiera se preocupa, el muy cerdo, en aplastarlo con la punta del zapato. Luego me abre la portezuela casi con desgana. Mientras me acomodo atrás, sin soltar mi sobre con el historial y la radiografía, se instala en el asiento del conductor. Pregunta adónde voy, pero sin bajar el volumen de la radio, que sigue encendida.

«Toni Kross acaba de meter el segundo gol de Alemania. ¡De falta y en el minuto noventaicinco! ¡Cómo se abrazan los alemanes, formando una piña! ¡Dos a uno! La continuación de Alemania en el mundial después del varapalo que supuso perder contra Méjico parece que se confirma…».

—¿No le importa cambiar? —digo—. Con la edad, cada vez me interesa menos el fútbol.

El hombre cambia de sintonía. En la SER hablan de Urdanga, el marido de la infanta, recientemente condenado por corrupción. Lo han internado en una cárcel para mujeres de Ávila. Tiene hasta habitación de vis a vis para él solito. Solo le falta piscina y sauna. El peseto murmura algo y me fijo con desagradao en que hay una Virgen de Atocha y fotos de dos niños pequeños con aspecto de primates a medio socializar en el salpicadero. Junto el escudo del Rayo Vallecano. Es como entrar en el salón de su casa. De pronto lamento no haber cogido un Cabifay. Pero esa vaga repugnancia antropológica se confunde con un pequeño mareo que, en la rotonda, me hace cerrar los ojos.

—¿Le pasa algo?

Dos ojos de austrolopitecus me observan, inquisitivos, por el retrovisor.

—Nada que a usted le importe. Lléveme a la plaza de Santa Ana.

Y nos fundimos en el tráfico.

Pronto somos una más entre centenares de orugas que se alinean mansamente sobre el asfalto. Pienso que estoy muriendo. Pero la idea no hace mella en mi conciencia. Ya me lo puedo repetir, que sencillamente no me lo creo. De repente me miro las manos: se mueven. Las surcan venas repletas de sangre, de vida...

Mi taxista claxona al Citroen verde de delante. Está avanzando muy despacio. Un septuagenario, que lleva un momento bloqueando nuestro carril, conduce con las fosas nasales pegadas al volante. Como mínimo, alzhéimer.

Con algo de sequedad, digo:

—Haga el favor de avanzar. No tenemos todo el día.

Por encima de nuestras cabezas, la noche se va cerrando sobre Madrid. En cuanto salga de este peseto, me voy a fumar un porro, pienso, palpando la bolsita de maría que llevo en el bolsillo.

6

A mi padre, cuando era joven, mi abuelo le decía que era muy esquinado. Está claro de dónde he sacado mi carácter.

CAPÍTULO SEGUNDO

LUXURY FILMS FOR EVER

«¿Es que un escritor es un hombre aficionado a escribir? No, ¡qué absurdo! Un escritor es un hombre que debe tener un empleo, que debe ir a un café a hablar mal de este o del otro, a decir que escribir es una tontería y que a él no le gusta escribir…».

Pío BAROJA

1

DOMINGO 24 DE JUNIO. 00.12 HORAS

No hay nada tan patético como ver a dos escritores discutir cuando están picados. Son como gallitos de pelea. Se dan golpes bajos, altos, se desprecian, se insultan, se mentan a la madre y al padre —metafóricamente—, y a todo esto no hay manera de separarlos.

El que tengo delante se llama José Ángel Mañas. Es una antigua gloria que se hizo famoso hace un par de décadas escribiendo no sé muy bien qué. Jamás me he molestado en leer sus libros porque tengo una máxima muy clara: cuando alguien me cae mal, no leo lo que escribe. Y a mí solo me caen bien los autores que trabajan conmigo.

El caso es que se ha enzarzado en una discusión con un guionista y no deja de pontificar sobre lo que él llama el fin de la dictadura del culturetado. Citando a Fernández Mallo —otro autor ilegible— dice que los creadores son como osos polares a los que se les empieza a derretir el hielo bajo el culo.

Debe de estar ganando poca pasta porque se queja mucho de la situación de los escritores en un siglo que, como dice, es el de la información. Cuenta que si apilásemos cedés con toda la que hemos ido acumulando en Internet, daría para llegar hasta la luna. Y sin embargo en este siglo, insiste, los escritores han perdido el control de su obra y están sufriendo más que nunca. Bla bla.

El guionista responde recordándole que hace casi un siglo que los escritores han entrado en las instituciones. Pero Mañas replica que aquello fue solo un paréntesis. Que históricamente el arte fue siempre el privilegio de las clases adineradas y que los artistas eran poco más que sirvientes y hoy siguen siendo una suerte de bufones, cosa en la que estoy bastante de acuerdo. Por desgracia, eso da pie para que se exalte y vuelva a monopolizar la palabra.

—Nos guste más o menos, Quevedo debió de ser una curiosidad en la corte de Felipe Tercero. Y Mozart, un capricho en la de Viena: entonces no se estilaba morder la mano que da de comer. En realidad, los bufones solo dejaron de ser chistosos cuando apareció el bohemio romántico enfrentado a la sociedad burguesa, que es la imagen que aún subsiste en el imaginario colectivo. Desinterés material y amor por el arte, inconformismo, libertad sexual, genialidad, locura. Esos son los rasgos que todavía atribuimos a los artistas, no solo a los poetas malditos. Y eso dura hasta el siglo pasado, entre guerra y guerra mundial, cuando los escritores se comprometen, se echan a la calle, se hacen de izquierdas, y miran hacia Moscú: Alberti, Neruda, Camus, Sartre, Moravia. Ahí empezaron los problemas históricos de la derecha con la cultura…

—Pero también es cuando la intelectualidad entra en las instituciones —insiste el guionista—. Cuando un Azaña llega a gobernar. O cuando un Semprún se hace ministro. Y cuando la cultura deja de ser un dispendio lujoso y pasa a formar parte de un Estado del Bienestar que pone el arte al alcance de todos y encima asume el reto de defender los derechos intelectuales contra los internautas más beligerantes y la doctrina del procomún, que es uno de los debate más apasionantes de los últimos años.

—Efectivamente. Y como se subvenciona a los creadores, estos pierden su independencia frente al poder, y sin independencia no hay arte verdadero porque el arte tiene que ser transgresor o no lo es, cojones…

A mí me parece curioso que por primera vez en la historia reciente los escritores, que están acostumbrados a ser vanguardia cultural, se encuentren en una situación descaradamente retrógrada cara a Internet. Pero no digo nada porque hay muchos bostezos a mi alrededor y las primeras deserciones. El guionista que ha sacado el tema prefiere abandonar el terreno, aunque dando a entender con su expresión que no está convencido. Yo mismo estoy deseando escaparme, cuando de repente Mañas se me acerca para tenderme una tarjeta: por si alguna vez te interesa representarme, dice. Yo le sonrío con cortesía y me encamino a la barra.

2

—Coño, Carlos, no sabía que estuvieras por aquí. Cuánto tiempo. ¿Cómo van los negocios, qué tal tus autores? Oye, he tenido que retrasar la firma de los derechos de Carmen Posadas el otro día, no sabes cuánto lo siento. Volvía de Los Ángeles y se retrasó el vuelo. Pero no te preocupes. Firmamos la semana que viene sin falta.

Quien se me acerca es Mario Esnáider, una de las cabezas decisorias de Luxury Films, con quien tengo varios proyectos en marcha. Es un tiarrón imponente de casi dos metros, con el cráneo afeitado como un marine norteamericano impresiona tanto por el físico como por la expresión imperturbable que suele mantener. Te mira siempre como si se acabara de morir su madre: es raro verle arrugas en la cara. Mi teoría es que tiene que ver con el hecho de que nunca se ha sentido cómodo en su oficio.

Detrás de esa fachada de duro, sin embargo, es uno de los productores más inseguros que conozco. Le he visto destrozar más de una película de alto presupuesto con colaboración internacional, actores extranjeros, guionistas británicos, todo supuestamente de garantías. Pero aquí sigue. Ángela, que ha trabajado con él, dice que es una prueba fehaciente de que en cualquier empresa uno asciende hasta su nivel de incompetencia. El hombre se está divorciando. Casi todos los productores que conozco se están divorciando.

—No te preocupes —digo—. Lo hacemos esta semana. Sin problemas.

El asunto me la pela bastante ahora mismo. Pero él no parece coscarse. A lo mejor esa falta de perceptividad tiene que ver con su incompetencia, no lo sé. El caso es que acaba de coger una copa y mira a su alrededor con cierta expresión que se asemeja a un perro de presa. Mi copa está vacía y llevo unos momentos en la barra sin hacer demasiado caso a lo que me rodea, ensimismado en mis asuntos.