Una vida de bar en bar - José Ángel Mañas - E-Book

Una vida de bar en bar E-Book

José Ángel Mañas

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Beschreibung

En un diálogo permanente, Domingo Espinar va contándole su vida a un amigo escritor. En esas largas charlas, de bar en bar, le relata sus primeros amores, sus fracasos, habla de las personas que quiso, a las que perdió, sus primeros contactos con los movimientos sociales haciendo un repaso por la historia político-social y económica de España de las últimas décadas: desde el boom inmobiliario y la corruptela de algunos ayuntamientos hasta su implicación en un proceso por violencia de género acusado por su penúltima esposa.

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Seitenzahl: 382

Veröffentlichungsjahr: 2021

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PERSONAJES DE ESTA NOVELA

Domingo Espinar: protagonista

Marisa: primera mujer de Domingo

Maribel: segunda mujer de Domingo

Merche: tercera mujer de Domingo

Ileana: cuarta mujer de Domingo

Adela: hija de Domingo

Alfredo: hijo de Domingo

Paula: hija de Ileana

Marco: hijo de Ileana

Goyo: hermano de Domingo

Fernando: hermano de Domingo

Alberto: hermano de Domingo

El Fallo: hermano pequeño de Domingo

Antonio Castillejo: amigo de Palomeras Bajas

Paco, Adolfo, Jaime, José Antonio: amigos del banco de Orcasitas

Luis Miguel y Borrás: amigos de la academia

Tere, Feli, Gabi: amigos del piso de Tercio Terol

Luis Rapela: pintor y músico bohemio

Juan Vicente, alias «Monseñor»: vicario y actual empleador de Domingo

Rodrigo: dueño del Top, de Leganés

Alan: arquitecto y cliente del Oliver

Petunia, David y Manolo: amiguetes actuales de los bares

 

Todos los acontecimientos de este relato son reales. Se ha cambiado el nombre a los personajes más cercanos al protagonista para proteger su intimidad.

 

Para mi amigo Luis Vila, alma de este proyecto

 

NOTA DEL AUTOR

Domingo, el protagonista de este libro, es un profesor de humanidad, un catedrático de la vida, de la vida de bar, me corregiría él. Una vida que en su caso es en estéreo, de alta definición social, porque ha vivido la suya y tres o cuatro más. Es una vida que normalmente se queda entre los muros de un garito pero que en estas conversaciones ha logrado derramarse en literatura. Por eso le tengo tanto cariño a este libro. Quien lo toca toca a un hombre, sí, pero no a uno cualquiera sino a un coleccionista de anécdotas, a un vividor, a un santo laico vallecano de las tabernas, venero puro de la vida más cruda española. Escuchemos su relato, porque es maná en forma de Johnny Walker y Ribera del Duero y tiene como banda sonora las risas de la buena compañía. Es una historia que en plena crisis del coronavirus, según concluyo esta novela, se tiñe con la nostalgia de un mundo que no sabemos si volveremos a vivir con la misma naturalidad. Esta obra se la dedico a todos los hosteleros que se han visto obligados a cerrar sus locales.

José Ángel Mañas, abril 2020

1.MIÉRCOLES 24 DE ENERO 2018, BAR EL MUSEO, 14:13

Menú del día:Cocido completo9 euros

–¿Te acuerdas que te contéque me iba a buscar un piso en Getafe para mudarme cerca de Monseñor? Pues la semana pasada encontré un pisito de trescientos cincuenta euros. Con trastero y plaza de garaje, una ganga. Estaba todo dispuesto cuando de repente la providencia torció las cosas. Se han juntado dos circunstancias. Primero, que a Ileana le dio una parálisis facial. Y después que Paula, la niña, ha decidido por fin, con veinte años, irse con su maromo a las viviendas de protección oficial que hay junto al colegio por cuatrocientos euros. Lo providencial ha sido que no haya estado yo en casa. Si no, todo me lo hubiera achacado Ileana a mí. Pero lo importante es que, yéndose la niña, Ileana ha cambiado con respecto a mí. Hemos vuelto definitivamente. Lo que es el amor. No es que no crea en ello pero esta vez la cosa va engrasada. Y habrá menos costes sin la niña.

—Me imagino que Ileana estará contenta con lo de Paula.

—¡Qué va! Lo considera una traición. ¿Qué vas a tomar?

—Lo mismo que tú. Cocido.

—¡Cocido para dos, Antonio! Vamos con eso. ¿Trajiste la grabadora?

—Sí.

—Pues dime qué quieres que te cuente.

—Antes que nada, los recuerdos de tu niñez.

—Eso son la zapatilla de mi madre y las pullas familiares. «Tú, que no tienes conocimientos, eres un descerebrado, gandulazo». Todo en Vallecas. Aunque yo nací en la maternidad antigua de Santa Cristina, en O’Donnell. Como un señor. Cerca del Pirulí. Casi en el barrio de Salamanca, vaya.

—¿Fue un parto bueno?

—Qué va. Una característica mía siempre fue retrasar todo. Mi madre se puso de parto un lunes y no nací hasta el jueves. Mi madre, que por cierto hoy cumple ochenta y cuatro años, dice que ella sabe cómo somos cada uno de mis hermanos por la manera de nacer. A mí me dice que tengo unos huevos como el caballo de Espartero. En cualquier situación soy capaz de aguantar. Me parezco a los gallegos en lo de retrasar los tiempos. Ya aburrido todo el mundo de esperar, nací un jueves. Decidí que salía y salí. Sin cesárea ni nada. Cambié de opinión y salí. El dos de octubre.

—Y tu casa ¿dónde estaba?

—Palomeras Bajas, en Vallecas. Un patio, cuatro viviendas, un baño común. Era una corrala en planta baja donde vivían una, dos, tres, cuatro..., cinco familias. Unos encima de los otros. Según se entraba por la puerta de la calle había un pasillo y cuando acababa el pasillo llegabas a un patio interior. En torno al patio de tierra estaban las viviendas. En una esquina había un baño; que no era baño porque no tenía agua corriente. Más bien una fosa séptica. Con algo de sitio para los pies. Un baño turco de toda la vida. Y un olor… Había guías de teléfono cortadas por la mitad, taladradas y atravesadas por un alambre, para que la gente se sirviera. Eso lo ponía la casera, la dueña... El patio estaba totalmente cruzado por cuerdas de colgar la ropa. Teníamos palos apoyados en las paredes. Las mujeres iban tendiendo y colocaban el palo para que no tocase la ropa el suelo. En ciertos momentos salías y no veías más que sábanas... Las mujeres eran bajitas. El palo lo enderezaban en función de cómo iban tendiendo, y la cuerda iba bajando o subiendo. Cuando lo ponían derecho tenían que ir a la otra punta, donde la cuerda estaba baja, a tender al sol. Si hacía un poquito de aire se movía la ropa. Y sabías la talla de las bragas de todas en la corrala. Pero tampoco era mucha emoción porque no había ningún tanga. Eran todas de cuello alto, las de la época.

—¿Y los vecinos?

—Los mayores eran tus héroes. Pon que tuvieras siete años. Veías al hijo de una familia, por ejemplo, con pantalón largo y gabardina. Te parecía un hombre. En esa época los chicos llevábamos pantalón corto. Ellos te saludaban. «Hombre, fulano, ¡cómo andas!»... Los vecinos más cercanos eran del pueblo de Villamanta. Para nosotros eran los abuelos Eduardo y Julia. Todos los adultos eran abuelos. El hijo a mí me sacaba catorce años... Luego estaban, de mi edad, Florecito y Palomita. Florecito fue el que me hizo el picotazo que tengo en la mejilla. Se ve cuando sonrío. Una pedrada. Me la dio en una pelea. Ese cabrón era un asesino, pilló una piedra y casi me mata. En el fondo era un acomplejado, un resentido. Mi madre cuando se peleaba con la madre de Florecito, la Nico, se lo echaba en cara: «¡Tu hijo ha dejado al mío marcado de por vida!». La Nico se ponía enferma: «¡No digas eso!». Porque en el fondo eran como hermanas. El vínculo era tan fuerte que compartías baño, patio. Si no tenías pan no bajabas al puente de Vallecas. Te quedabas y se lo pedías a la abuela Nico... Las mujeres siempre se peleaban porque nosotros nos peleábamos unos con otros... La vida se hacía en el patio. Y la calle no estaba ni asfaltada. Yo nací en el cincuenta y ocho, con lo cual te estoy hablando de los años sesenta, de las gentes de la posguerra... Recuerdo a la Dolores. Esa tenía un marido andaluz que salía hecho un pincel. Ella cacharreaba, lavaba. Mucho café..., vasos de café negro. Hacía una cosa impresionante... «¡Mira qué tetas tengo!». Agarraba la teta, se la enroscaba como si fuera un rollito de primavera, y con una pinza se la cogía. Cuando salía el marido ella iba detrás con la mano en alto, haciéndole burla para picarle. El otro: «Como me vuerva, te vah a enterah...». Tenían una chica, Carmen, muy guapa, con un pelo precioso. Tendría, si yo nueve o diez años, pues veinte o veintiuno... Había otro que quería ser maletilla y que cuando fue a Legazpi a pedir trabajo de matarife en el matadero me llevó no sé por qué en un taxi. Fue la primera vez que vi el Manzanares. Era la época en que abrieron el Escalextric de Atocha. Ya no había chabolas. Pero la zona debía de ser muy asquerosa porque se utilizaba para limpiar los residuos del matadero. Había un secadero de piedra. Lo dije al maletilla: «Jo, ¡qué mal huele!». Él: «Es por las pieles. Las están secando»...

—Y fuera de tu casa en Palomeras Bajas ¿qué había?

—Más corralas iguales. Viviendas miserables. Al menos a mi madre la tenía en casa. Pero mi padre trabajaba en una empresa con prensas para hacer plástico. Había un molde, bajaba el molde, entraba el plástico inyectado, se levantaba, sacabas la pieza. Por ejemplo las polveras para el maquillaje de las mujeres. Envases. También era representante de telas. Y vendía máquinas de coser. Nunca tuvo un único trabajo y yo estoy seguro de que no tenía tiempo para disfrutar de la paternidad. No creo que pensara que ser padre fuese algo divertido. Es más, seguramente le parecería una putada... Todavía recuerdo que había una cuesta en el barrio cuando salías de casa. Yo me asomaba al patio: «¡Mamá, que ya viene papá!». Y él subía por una calle de quinientos o seiscientos metros.

—¿Por donde está la avenida de la Albufera?

—No. De la Albufera sale Martínez de la Riba. Por ahí llegabas al cine París. Pero a la izquierda subías por otra calle, no me acuerdo cómo se llama. Era cuesta arriba y ya estaba Palomeras Bajas... Había unos bloques de pisos que eran de ricos, gente civilizada. Allí bajábamos a robar bicicletas pero tampoco las podías llevar a casa, porque las mujeres te curraban. «¿De dónde has sacado eso?». Las dejábamos tiradas en cualquier rincón. Eran de usar un día y devolverlas. Y después yo fui monaguillo de la iglesia de San Diego. Mi primer sueldo. Trescientas pesetas. Con nueve o diez años.

—¿Cuántos hermanos erais?

—Cuatro. Con una diferencia de dos años cada uno. Goyo, el segundo, que nació en noviembre. Fernando, que falleció de sida hace tres años. Y Alberto, que vive. Y seis años después de Alberto vino lo que llamamos el Fallo. El que nadie quería. Aún sigue en casa con cuarenta y cinco castañas. No lo he hablado con mi madre pero el Fallo debió salir con su tiempo, porque no se ha movido de casa. No te rías, un tío con su edad que sigue viviendo con su madre es que todavía no ha salido de la placenta. En algún momento lo cambiará por la mesa camilla... Y Fernando salió como un culebrilla, según mi madre. Rápido rápido. Le llamábamos lagartija. «Tú, lagartija, ven p’acá»... Goyo, muy feo. Muy oscuro. Él ahora tiene cincuenta y siete palos. Todavía nos sentamos a comer y se china. «Siempre decís que yo nací feo». Y mi madre: «Yo nunca lo dije. ¡Fue una vecina!». Mentira, claro. «¡Lo dijo la Nico! Fue Nico la que lo dijo»... Esa Nico, la abuela Nico, era la madre de Palomita, mi primera experiencia sexual. Con siete u ocho años. Palomita era rubia. Salíamos del patio y nos íbamos a un descampado a mano izquierda. Andabas un poquito y había unos terraplenes donde sentarse. Yo la acariciaba, la daba besitos tontos. No sabía ni lo que hacía pero un día quedé con ella en que nos íbamos a dar otro tipo de besitos. Y aquello fue como si hubiera abusado de una niña pequeña. ¡La que se lio en el patio!.., porque nos pillaron. En la corrala había ventanas traseras que daban al terraplén y por una vieron que yo le daba besitos en el chochete. No tenía ni pelos. Ella a mí también besitos donde supones, ni succionar ni nada. Pero el escándalo fue de órdago. Mi madre y la Nico, ya te imaginas: «¡Mira lo que le hace tu hijo a mi hija!...». Palomita era hermana del que luego me arreó con la piedra. Mi madre decía: «¡Más vale eso, que no que salga marica!». Era su respuesta. «¿Qué quieres que haga? ¡Mejor eso a que nos salga marica!». Entonces lo de ser homosexual era una putada. Es que con la Ley de Vagos y Maleantes te metían en la cárcel. «Tú, ¿qué eres?». «Maricón». «Pues a la cárcel». «Si no he hecho nada...». «¡Pues pa’ que no lo hagas!».

—¿Y el colegio?

—Fui a los cinco años. Mi madre todavía me cuenta la primera vez que me dejó y nos separamos. La escolarización empezaba a esa edad. O sea que debió de ser el sesenta y tres. Ella dice que me eché a llorar. Se quedó en la ventana mirándome desde fuera a través de las rejas del colegio. Dice que me quedé dormido sobre el pupitre. Y se quedó con un cuerpecito la mujer... Ahí empecé... Tengo todavía los cuadernos: «Dominguín es un niño muy bueno».

—¿Guardas algún recuerdo de los maestros?

—Ninguno.

—¿Compañeros?

—Al instituto Tirso de Molina iba con Antonio Castillejo. Pero si no nos hemos vuelto a ver, será por algo. Tampoco voy a estar buscando en el Feisbuk...Y después estuve un año en el Centro Gredos, donde hice Ingreso... De la época me acuerdo de las pintadas en la calle, en Vallecas. Había una en concreto que ponía SOLÍS AL PAREDÓN. Yo pensaba ¿quién será Solís, por qué le querrán fusilar? Llegaban luego unas cuadrillas con cubos de pintura que no tachaban sino que iban haciendo cuadrados y líneas de forma que se deformaba la letra totalmente y era imposible de leer. Eso lo hacía la gente que enviaba la policía. Aquella pintada de Solís duró un par de días. Lo normal era que al día siguiente aparecieran los tipos con las brochas y las pinturas... Cuando yo entré en el Tirso de Molina suspendí seis y mi padre se preocupó. Pero es que fue mucho cambio. Además, yo era monaguillo en San Diego y también en una parroquia más arriba... En San Diego cobraba. El cura, que sabía que yo existía, se aprovechaba. Me sacaba de clase. «¡Dominguín, que tenemos misa!». Yo le seguía tan contento porque pedía propina hasta en los entierros... Me acuerdo del padre Garín y de don Juan, que era el sacristán de aquel entramado. Porque eso eran más curas. De hecho los domingos éramos tres monaguillos: Castillejo, mi amiguete, yo y otro. Guardo todavía alguna foto. A lo mejor había quince curas que decían misa... Del que más me acuerdo es de uno que nos endosó una mano de hostias la vez que nos encontró comiendo el pan de ángel y bebiendo el vinillo dulce. Ni siquiera nos despidió. Sencillamente se lio a guantazos. En cambio el padre Garín me regaló un diccionario Vox de español que me encuadernó luego mi padre en un taller de encuadernación en Atocha. Me encuadernó dos libros. Ese y Las mil mejores poesías de la lengua castellana. El diccionario lo tengo dedicado por mi padre, porque yo le quitaba el suyo. Por eso decía: «Prefiero comprarte otro...».

—¿La mudanza cómo fue?

—En un camión Pegaso. El hombre era del barrio, se dedicaba a llevar arena, etcétera. Y un fin de semana en vez de ladrillos pues llevó los muebles de mi familia hasta Orcasitas y ya empezó mi adolescencia... Allí tiraban flechas... Cuando llegué, Orcasitas era el oeste. Si salías con zapatos te pillaban los gitanos, te los quitaban y encima te sacudían una manta de hostias. Para que te fueras contento. Eso formaba parte del paisaje social... Los gitanos estaban en el Poblado Agrícola y cuando les daban pisos desmontaban las cañerías y hacían hogueras dentro. Alguien con brillantes ideas dijo: «Coño, pues les hacemos unas casas rurales para que metan el carro y se instalen». Lo llamaron el Poblado Agrícola. Pero de agrícolas tenían poco, porque en el mejor de los casos eran chatarreros... Ahí te dejaban pelado de una manera tremenda. Nosotros hacíamos apuestas. «¿A que no atravesamos el Poblado Agrícola?». Corrías y te impresionaba ver a los niños sentados a las cinco de la tarde con el plato de garbanzos y la colilla metida en el plato, comiendo con la cuchara. Esos gitanillos a lo mejor tenían cuatro o cinco años... Entonces fumábamos todos... Mira, había un compañero que su abuela tenía un puesto de golosinas donde vendía cigarrillos sueltos y a lo mejor se traía ocho o diez pitillos. Los demás nos juntábamos al salir de clase y en un cuarto de hora nos fumábamos los que hubiera, por no volver a casa con el tabaco escondido. Te entraba un mareo... Al principio ni siquiera nos tragábamos el humo. Claro que las madres se darían cuenta por el olor...

—¿Y la casa?

—La nuestra tendría cuarenta metros cuadrados. Había una pequeña cocina con cocinilla de carbón. Con un gancho levantabas los aros, ibas echando lo que fuera. No había ducha. Mi madre sacaba un barreño de zinc y calentaba agua para lavarnos. Eso sí, no todos los días... En verano sacaba un par de barreños al sol. A la una decía: «¡Hala, a bañarse!», todos ahí metidos en el barreño. A chapotear. Mi madre lo ponía en el sitio donde daba el sol temprano. Y a la una ya estaba el agua templadita. El resto de las madres hacía igual...

—¿Conociste vecinos?

—Menos que en Vallecas. Ahí recuerdo estar volcado en la familia. Yo me sentía como si nos hubiésemos alejado un paso más de la civilización. Desde la ventana de mi casa se veía el colegio San José, cruzando el Manzanares hacia Vallecas. No parecía tan lejos pero lo estaba. Luego mi madre, siendo yo ya un niño responsable, con doce o trece años, me dejaba al cuidado de mis hermanos. Ya estábamos los cuatro y ella se iba a una fábrica de cremalleras, a limpiar. Yo fui alguna vez y resultaba divertidísimo ver los montones de dientecillos de las cremalleras. Ahí para bajar a Madrid había que coger el metro en Portazgo o el autobús que nos llevaba hasta el metro... Mi madre estuvo limpiando en una galería de arte también. Pero nunca me llevó... El caso es que yo veía el Manzanares y pensaba: coño, en línea recta yo llego... Un día digo: «¡Chicos, nos vamos!». Yo contaba con estar de vuelta antes de que mi madre regresara, porque no podía enterarse. Y claro, no es lo mismo ver el Manzanares que llegar. Bajamos San Fermín y llegamos al río. «Ahora ¿por dónde pasamos?». ¡Madre mía! Veo un puente que no era un puente sino un puñado de listones puestos de cualquier manera sin barandilla ni nada. Teníamos que ir a gatas... Estábamos como a tres metros de altura. Abajo se veían huertas a una y otra orilla del río. Era un paso de obra estrecho que tapaba una tubería que cruzaba por encima del Manzanares... Nosotros avanzábamos a cuatro patas y mi hermano el pequeño lloraba. Yo le decía: «No hay opción. Tienes que seguir...». «¡Que no, que nos caemos!...». Veías el río abajo y daba un miedo... Pero yo no podía permitírmelo. De modo que lo pasamos y llegamos a Vallecas, donde no nos esperaba nadie. Y vamos a casa de Antonio Castillejo, que era algo mayor. Recuerdo que me llevé un chasco porque llego, llamo a la puerta, sale su madre. «¿Está Antonio?». «¡Antonio!». «Nada, es solo para saludar...». Sale, me ve, y me da unas perras sueltas. «Toma, que hay mucho vicio con las máquinas». Yo pensé, pero bueno, este es un anormal, ¿para qué me da dinero?... Esa fue la última vez que vi a Castillejo.

—¿Y regresasteis a casa?

—No por el Manzanares. Yo sabía que el metro de Legazpi estaba relativamente cerca. Por ahí pasaban autobuses. Y como el dinero que nos dio Castillejo no bastaba, hubo que colar a los niños pequeños. De todas formas no había revisor. Debimos pagar uno, entrar cuatro... Llegamos a casa a tiempo y mi madre no se dio cuenta. Aquello fue una pequeña odisea de cuatro o cinco horas por la que siempre protestaron mis hermanos con el tiempo. «Nosotros no queríamos, pero Domingo nos obligó...».

—¿Tu madre estaba contenta con la mudanza a Orcasitas? ¿No se sintió desarraigada?

—Vamos a ver. Lo del arraigo es relativo. Hoy somos muy meapilas. Pero ¿tú sabes lo que es trasportar agua de una fuente pública que está a doscientos metros, para las necesidades diarias, no solo de beber sino de aseo, lavadora?... La lavadora era de esas que tenía una hélice abajo, echabas agua, la ropa, y daba vueltas... Era la hostia el remolino aquel... horas muertas mirando el agujero... También tenías que sacar la ropa y tenderla. Pero ya era otra cosa. Recuerdo todavía la tortura que eran esos doscientos metros cada vez que tu madre decía: «Dominguín, a por agua». Había cubos de hojalata, de plástico. Obviamente pesaba menos el de plástico. Pero tú llenabas los dos y había un cuadrado de madera, sujeto por un arnés, que te ayudaba a mantener el equilibrio... Tenía su truco... En la fuente mantenías el grifo, de los de apretar, apretado con un alambre y una madera plana, la medida justa para mantenerlo apretado. Apretabas, ajustabas la madera, llenabas. Y luego tenías tu arnés, con el cuadrado de madera, para llevar los cubos. Te metías dentro del cuadrado, llevabas los cubos. Eso hacía que mantuvieras el equilibrio y no se te cayera el agua. Un cuadrado. Así como estas cerillas. Un cubo en este lado, otro en el otro. Te metías en medio, cargabas con todo. Eso hacía que llevaras los cubos equilibrados. Y cuando no los llevabas así braceabas, se te llenaban los pies de agua. Se te caía la mitad. Entonces tu madre protestaba: «¿Cómo medio cubo? Vuelve otra vez...». Por eso llegar a un piso donde se abría un grifo y salía agua y había servicio propio en el que no entraba el vecino, a mi madre le parecía un lujo asiático... En la corrala de Vallecas, si te ibas dabas un portazo y la puerta quedaba encajada, nadie tenía llave. En invierno las puertas se hinchaban. Y en verano nadie iba a llamar a un carpintero para que te las cepillara. Aquello estaba abierto siempre. Claro que tampoco había mucho que robar salvo la miseria... Total, que para mi madre fue importante porque ganaba comodidad. No mucha pero era comodidad y ella lo valoraba mucho... Enseguida se llevó bien con los vecinos. Mamá siempre tuvo buena relación con la gente. Ha sido muy servicial, echaba una mano con todo... Mi padre también. Pero él era el que rellenaba los papeles, las solicitudes, el burócrata. Él había sido secretario de la asociación de cabezas de familia de Palomeras Bajas. ¡Cabezas de familia! ¡Qué tiempos! Vamos, que lideraba el movimiento vecinal. Eso pasaba por sus manos. Y hasta abrimos un bar. La asociación tenía un local en un solar. Allí se hizo una sede, en la sede había un bar y lo explotamos durante una época. Mi madre estuvo ahí mientras mi padre trabajaba. Nosotros ayudábamos.

—¿Con alcohol?

—Bueno, los niños bebíamos cocacola y fanta. Por encima de la tapia le dábamos a los amigos: «Toma...». Pero aprendimos a robar la caja... Y ahí estaba la señora Polonia, la que tenía el quiosco de pipas de Vallecas, que nos vendía tabaco suelto, el Bisonte. «¿Tienes Bisonte suelto? Pues lánzalo, que da un miedo...». Eso y chucherías a diez céntimos... En fin, Orcasitas fue como empezar de cero. Y no pude seguir en el instituto porque no había. Allí había cuatro bloques de pisos y tres torres de once pisos en mitad de una zona de desguaces de automóviles. Todos los desguaces de Madrid estaban ahí. Vivíamos rodeados de chabolas... Ni colegio ni instituto... Los pisos eran de Cáritas... Todo eso vino de que mi hermano Goyo una vez en Vallecas se puso malo, cogió un resfriado importante y para llegar a casa el médico tuvo que andar un par de kilómetros por el barro. Con un mosqueo de bigotes, le dice a mi padre: «¿Cómo puede usted tener hijos en estas condiciones?». «Tengo los hijos en las condiciones que puedo. Y si no está usted contento, me puede conseguir un piso». «Pues bájese usted mañana a verme al ambulatorio». Y efectivamente le dio la dirección donde solicitar un piso a Cáritas. Y nos concedieron el de Orcasitas. El médico le redactó un papel en el que describía las condiciones en que estábamos viviendo. Dijo: «Vaya usted, solicite allí una vivienda, y les da esto…». Y nos la dieron.

—¿A tu padre le sentó bien el cambio?

—Él estaba orgulloso. Él había hecho con otros vecinos una cooperativa para construir viviendas en Torrejón de Ardoz. Resultó que, a los seis meses de venir el médico, nos dieron los dos pisos a la vez. El de Torrejón y en nada, una semana después, la casa en Orcastias. Mi padre no lo dudó. Había que entregar cincuenta mil pesetas que no tenía. ¿Y a quién se lo pidió? Al padre Garín, que a su vez se lo pediría a su familia. Nos prestó las cincuenta mil pesetas para la entrada de la vivienda: en total costó doscientas cincuenta mil pelas. Garín puso la pasta hasta que el montepío ayudó a mi padre y se lo devolvimos.

—En Orcasitas, ¿qué años tendrías?

—Doce cuando llegué. Y me voy cuando cumplo diecinueve. Para la mili... Yo hago la mili voluntario porque cierran la empresa donde estoy trabajando. Para no perder el tiempo, como la tenía pendiente, me fui al Ejército del Aire... Mi padre había estado en el Ejército del Aire diez años. Él es que era huérfano de padre y madre... Mi abuelo había sido director general de Auxilio Social en Salamanca, los que controlaban el estraperlo durante la guerra. Pero se muere y deja tirado a mi padre. Una neumonía. Al parecer mi abuelo tenía once coches cuando empezó. El mayor alquiler de coches en Madrid. Pero se lo quitaron los rojos. Luego alguno de los coches apareció en Despeñaperros, imagínate para sacarlo... Mi abuelo murió durante la guerra y mi padre se metió en el Ejército del Aire. Por eso tenía contactos para la mili.

—¿Y la educación?

—Poca cosa. Hice la EGB, no había graduado. El graduado lo saqué cuando empecé a trabajar en una fábrica de rótulos luminosos. De chapista. Antes estuve llevando piernas ortopédicas desde la calle Espoz y Mina hasta Cuatro Caminos. En ese taller permanecí tres o cuatro meses porque un vecino nos dijo: «Oye, que necesitan un chico para que coja el teléfono...». Era una ortopedia en la calle Espoz y Mina, un primero. Yo iba todos los días a currar a ese taller que estaba en Reina Victoria cuarentaitantos. Iba de Sol a Cuatro Caminos... Pero lo curioso es que en Orcasitas en vez de hacerme amigo de ladrones y traficantes, que era lo más común, empecé a frecuentar gente a la que le gustaba estudiar o que estudiaba por la noche. Gente con ciertas inquietudes. Quedábamos en el bar Ramos de la esquina. Ahí y donde Nazario, la bodega. Y luego estaba el Gran Chaparral, un puticlub donde no nos dejaban entrar... El Nazario era como Sancho Panza. Poco pelo, agarrado, muy a la pela, como un chino de ahora. Muchas horas, poco descanso, precios razonables. Ahí aprendí a jugarme la ronda a los dados. Y Ramos era la cafetería donde quedábamos antes de ir a cualquier discoteca... Adonde no íbamos era al Gran Chaparral: allí solo iban los perdidos. Todavía me acuerdo del luminoso. GRAN CHAPARRAL, dos rifles cruzados debajo. El puticlub de Orcasitas. El mejor sitio para coger a todo el que estaba en busca y captura en Madrid. Aunque parece que la policía no se enteraba. Ahí estaba lo peorcito de Madrid, pero los chavales no íbamos. Los chavales, si era verano, nos quedábamos sentados en un banco hablando sobre la existencia de Dios y elucubrábamos que, si existía, entonces era un cabrón por dejarnos en Orcasitas. Había uno que tenía un razonamiento genial. «Esto es como si tú coges un conejo, lo subes a lo alto de una montaña y, mire para donde mire, se cae…». Empezábamos con las elucubraciones: todo pecado, no puede ser. Entonces dejé el colegio. Yo había seguido la escolaridad hasta los catorce años en el Ramón Vives, que está en la Ronda de Toledo, al lado del Rastro, esquina Ribera de Curtidores. Ahí me dieron el certificado de escolaridad; no era ni el graduado. Después salió el graduado, que equivalía aproximadamente al bachiller elemental. Pero entonces uno de los amiguetes del banco que te digo, que quería hacer el bachiller superior y además de letras, encontró una academia en Legazpi, calle Guillermo de Osma. Unos locales anexos a la iglesia donde daban el graduado, dos años, y quinto y sexto de bachiller. Ya no había el bachiller elemental, entonces era como todo el ciclo de bachillerato pero te lo hacían allí... Y ahí empieza otro tramo de mi vida. Pero ya déjame que pidamos el postre y te lo cuento la semana que viene.

2.MIÉRCOLES 31 DE ENERO, BAR EL PÓRTICO, 14:34

Menú del día:RisottoLacónCopa de vino, pan, postre10 euros

–Bueno, Domingo, yo creo que elrelato hay que arrancarlo hablando de los Hispano Suiza y las vaquerías que tenían tus abuelos en Argüelles.

—Esas vaquerías eran de la madre de mi padre. Mis abuelos se habían casado pero las vacas eran de ella. Se las trajo de Asturias. De mi abuelo sé que era más de letras y que estuvo escribiendo durante la guerra en un periódico de Bilbao. Mandaba artículos desde Madrid a Bilbao. Me imagino que al final convencería a la abuela para dejar las vacas e invertir en los coches. De ahí salieron los haigas. Las vaquerías se convirtieron en garajes y tuvieron seis Citroen Pato y cinco Hispano Suiza. Aún tengo fotos de mi padre de niño metido en un Citroen Pato. El Pato tenía una especie de cajón atrás, donde iba la rueda de repuesto. Se ve a mi padre sacando la cabeza por esa trampilla. También hay otra de mi abuelo fumando en pipa, con sus gafas redondas, en el despacho de su casa...

—En Salamanca.

—No, ya en Madrid. El local lo tenían por Argüelles. Allí estaban las vaquerías y ahí tuvieron los coches y el despacho... Mi abuelo paterno se llamaba como yo. Y ella, Maite... Mis abuelos maternos en cambio eran manchegos. De un pueblo de Cuenca. De hecho, el pueblo del crimen, Rosa de la Vega, donde Pilar Miró rodó su película. Todo el procedimiento se llevó en los juzgados de Belmonte. Ahí también está el castillo donde se grabó El Cid Campeador. Y donde estuvo la Beltraneja, sobrina de Isabel, que le tocó la tía que le tocó y no se volvió a hablar de ella. Ya sabes que en algunos ámbitos, cuando hay traidores y peleas por el poder y alguien que quiere quitar a alguien de un sitio para poner a otro, siempre se dice: «Mira, ya está por aquí la Beltraneja...». Isabel era una mujer maquiavélica, aunque en el sentido bueno de la palabra. Porque Maquiavelo lo único que hace es explicar qué es lo que hay que hacer para conseguir lo que quieres. Es una guía para intentar llegar al poder por algún método, bueno o malo. Lo que hace es analizar, darte herramientas, igual que el marxismo... El marxismo no es más que una herramienta de análisis de la realidad. Igual ha errado en cosas pero te ayuda a entender. Cualquier gabinete del banco, el que tú quieras, tiene muy presente El capital, y a Marx le tienen consideración. Es como las matemáticas. ¿Para qué valen? Para nada. Salvo que las utilices como herramientas para un análisis sobre algo. Marx ha tenido mucho peso en la historia y cuando la gente ha pasado de sus teorías ha tirado muchas veces el bebé con el agua sucia. Él describió como nadie los mecanismos del capitalismo. Yo lo valoro porque, básicamente, mi formación fue marxista. Bueno, no marxista estalinista sino marxista trotskista. Es decir, que incluso después de dejar la política y estar totalmente ajeno hay algo que me queda y es saber dónde están los vectores de fuerza que mueven las cosas. Eso es el marxismo. El darle una vuelta a Hegel. El poner la economía en la base de todo. Hoy seguimos en ello. Hoy todavía lo que mueve el mundo es la economía. Y si tú a partir de tus criterios estás defendiendo una sociedad de libre mercado, ya dependes del capitalismo y estás posicionado. Luego podrás reformar un poco más o menos, pero estás posicionado. Por eso es tan absurdo lo de los partidos... Yo ahora mismo podría afiliarme perfectamente, si quisiera, a Podemos, a Ciudadanos, al Partido Popular o al PSOE, porque en el fondo ninguno toca los cimientos. Hombre, igual Podemos tiene ciertas ideas que algunos dicen leninistas pero que yo digo que son estalinistas. Para mí Pablo Iglesias es un estalinista en toda regla. Lo ha demostrado con la caza de brujas que ha organizado en su propio partido. Pero no nos vamos a meter en juicios y vuelvo a mi posicionamiento. Para ser más exactos, podría identificarme con ciertos aspectos de la política de Podemos, con ciertos aspectos de la política del Partido Popular, con aspectos de la política del PSOE, y también con aspectos de la política de Ciudadanos. De hecho, en las últimas elecciones yo voté a Ciudadanos, porque me gusta su postura con el nacionalismo catalán. Pero dentro de unos años a lo mejor voto otra cosa. De todas formas, cualquier nacionalismo es siempre reaccionario. Si Marx levantara la cabeza y se diese cuenta del análisis absolutamente erróneo que hace Podemos de sus postulados se arrancaría los pelos. Y si se levantara Lenin directamente los fusila. O sea, cuando todo el desarrollo económico y social pasa por el internacionalismo van estos y se ponen a pactar con unos regionalismos caducos. Eso es la izquierda española, que es federalista. En Francia y en otros sitios, no. Pero aquí lo es la izquierda desde los años treinta más o menos. Antes, tampoco...

—Antes la regionalista era la derecha.

—Antes, las burguesías intentaban tener su espacio. La Convergencia. La propia burguesía española era regionalista. Ahí está el Peneuve. No hay nada más alejado de un partido socialista. En el momento en el que tiene que pactar Felipe González con el Peneuve lo hace antinatura. ¡Pero si los peneuvistas lo que han querido siempre es convertir el País Vasco en un estado vaticanista! Son papistas pero no de Francisco sino del papismo más reaccionario... De todas formas, yo jamás he votado al Partido Popular. Un cierto pudor me lo impide. No puedo. He votado mucho al PSOE. Y llegó un momento que dejé de votar porque no parecía llevar a nada. Retomé el voto con Rosa Díez. La pena es que UPD cometió el error garrafal de no aliarse con Ciudadanos. Ahí fue Rosa la que no lo supo ver. A mí es que me gustaba más ella que Ciudadanos. Pero cometió el error político de su vida. Si se hubieran juntado, ese partido habría sacado mayoría en las siguientes elecciones. El mismo error que después cometió Pablo Iglesias. Aquí lo quiero todo y para mí. Pero me estoy yendo por los cerros de Úbeda. ¿Dónde retomo el relato?

—Estábamos con tus abuelos. El abuelo convence a la abuela de que dejen las vacas para meterse en la modernidad con los coches. Está muy bien eso de transformar las vacas en coches. Es muy plástico.

—Durante toda su vida mi padre se acordaba de las bolas de sal que les ponían a los animales al lado del pesebre. La sal era para que las vacas la tomasen cuando bebían el agua y echasen mucha leche. Muy ecológico. Luego los Hispano Suiza desaparecieron y aparecieron en el despeñadero de Despeñaperros. Pero eso más tarde. Ya cuando con la guerra llegaron los milicianos y confiscaron todo. A los coches les pintaron lo de UHP, Uníos Hermanos Proletarios: es lo que quería decir la sigla. Los que no estaban conformes, lógicamente, lo interpretaban a su manera... Total, que se llevaron los haigas porque serían necesarios para los capitanes o los generales, y el abuelo continuó con sus colaboraciones periodísticas. Y como tenía algún conocimiento de medicina se hizo enfermero. Pondría inyecciones en los hospitales de sangre. Sé que estuvo colaborando en la sanidad. Yo supongo que si podía liarla por la espalda la estaría liando. Porque evidentemente le habían quitado todo y él era de derechas... En esa época casi todo el mundo era quintacolumnista. Cuando apareció Franco y la gente saludaba mano en alto, no es que se hubiesen cambiado de chaqueta. Es que la mayoría estaba hasta las narices de la guerra... En todo caso a mi padre, que tendría hoy noventa años, la guerra le pilla muy pequeño, con ocho o nueve años. Que es edad, eso sí, para recordar. Y mi abuela murió durante la guerra pero no por ningún acto bélico sino por enfermedad. Las que causa el hambre. Y durante la guerra mantuvieron los solares de Argüelles. Perdieron los coches pero mantuvieron la propiedad de los terrenos. Y mi padre se metió en el Ejército del Aire porque vivía cerca... Su casa estaba cerca del cuartel general del Aire de la calle Quintana. Ahí estaba la primera sección de Estado Mayor, la segunda sección de Estado Mayor, el teniente general jefe de la región área central...

—¿Tu padre se metió porque le pillaba cerca?

—Sus tíos vivían en la calle Tutor. A él no le podían coger de soldado, porque era muy pequeño. Pero con diecisiete años le dejaron entrar de tambor. A esa edad no podía tocar armas, pero de tambor y en la banda, sí. Eso te permitía dormir y comer dentro del cuartel... Él lo que quería era salir de casa de sus tíos porque la relación era mala. Su tío, el hermano de su padre, era policía nacional. De los que tenían el águila en el escudo y luego la línea encima recta... Total, que se mete en el Ejército y ya tiene su vidilla, su dinero. Y llega un momento en el que los solares, su única herencia como hijo único, no pagan contribución. Pero como era menor de edad se lo gestionan sus tíos. Al final los vendieron. A él le llegaron cuatro perras, que para la época le parecería bastante. Y todo se lo gestiona su familia. Él tendría diecinueve años, veinte como mucho. Más tarde dijo: «La que me liaron»... Pero en la época le pareció bien. Además, no había otra. Me imagino que en alguna conversación su tío diría: «Mira, tanto dinero de impuestos que no has pagado en tantos años al ayuntamiento. Y como para poder ponerlo a tu nombre hay que pagarlo y no tienes, lo ponemos nosotros. Una vez que vendamos, te descontamos esto y te queda tanto». A mi padre le parecería una cifra estratosférica. Y además le permitió comprarse un abrigo, su gorro, su corbata y tomarse sus vermús en el paseo de Rosales...

—Buena zona.

—Era su zona de influencia. Así conoce a mi madre, que trabajaba de asistenta en una casa de la calle Tutor. Mi padre, desde el cuartel, la vería cuando planchaba. Se diría: «No está mal la chavala». Cosas de soldados y muchachas. Mi madre resultó que tenía un moscón encima y en una de esas que mi padre espiaba, la vio dándole un bofetón al moscón: ¡pumba! Lo puso en su sitio por pasarse de la raya. Dijo mi padre: «Esta es la mía». Y atacó... Pero mi madre de entrada le rechazó. Eso sería en uno de los portales de la propia calle Tutor, que para mí está llena de recuerdos porque es además donde yo hice mi primera guardia, cuando entro en la mili en el Ejército del Aire. El mismo cuartel que mi padre. Con una nevada de treinta centímetros. Menos mal que mi padre tuvo el detalle de aparecer a media mañana a preguntar por mí y me trajo una petaca con coñac... Total, que como mi madre seguía tonteando con el otro, mi padre encontró el momento cuando de repente aquel no aparece, y ya se enrolla. El bofetón no fue el detonante de dejar la relación, porque el tío seguía. Mi padre apareció en escena en el momento en el que, de repente y sin avisar, el tipo con el que estaba mamá no aparece. No aparece, no aparece, y ya mi madre se enrolla con mi padre. ¿Qué pasó? Esto es cachondo porque cuarenta y cinco años después, voy un domingo a comer a casa de mi madre y digo: «Mamá, me he comprado un chalé en Sagrario». Dice: «Coño, de allí era Timoteo». «No jodas que Timoteo era de allí». Porque yo en mi casa lo había oído mucho, cuando se peleaban mi padre y mi madre. «Si yo me tenía que haber ido con el Timoteo». «Sí, Timoteo, tonto y feo». Aquello en casa, cuando había broncas, salía. Y a mí me dio por investigar qué había pasado con Timoteo y perseguí a uno de los vecinos del pueblo que de repente me da todos los datos. «Mira, Timoteo ha fallecido hace tantos años...», hace cinco o seis años.

—¿Os lo dejo por aquí? ¿Otro ribera, chicos?

—Sí, déjalo aquí. Que mi amigo el novelista me hace hablar y al final solo bebo. Bueno, decía que el Timoteo había fallecido, pero me contó mi madre que había sido hace mucho tiempo conductor del Ministerio de Obras Públicas, con un camión...

—¿Y tu madre no mantuvo el contacto?

—¡Qué va! Lo peor es que Timoteo deja de ver a mi madre porque iba a trabajar en bicicleta hasta Madrid. Trabajaba en un bar. Se cayó de la bici. Se rompió una pierna. No había móviles, no había teléfonos. Hubo el típico problema de comunicación de la época. Ese fue el motivo por el que no aparece. Pero es que yo me encuentro al hijo de Timoteo, cuando ya sé quien es, y le digo un día, de eso hace dos años: «Mengano. Mira, te voy a comentar una cosa. ¿Tú sabes que tu padre fue novio de mi madre?». Dice: «No jodas». «Como lo oyes. Tu padre iba a trabajar en bicicleta a un bar. Se cayó una vez y se rompió la pierna». Se quedó a cuadros, el menda. «Coño, ¿cómo sabes eso?». Digo: «Porque ya no fue a ver a su novia, que era mi madre, y apareció mi padre...». Este es uno que tiene un pequeño desguace a la entrada del pueblo. Hay una parcela y una grúa para remolcar coches... Entonces ahí mi padre aprovechó el tirón. Se dijo: «Esta es mía». Mi madre pensaría: bueno, este Timoteo resulta que desaparece un día sin decir ni mu, así que adiós muy buenas... Claro, una pierna rota, de aquella te estás en casa dos meses. Timoteo apareció después. Pero mi madre ya estaba enganchada con mi padre. Dijo: «Lo siento, pero mientras tú no has estado ha pasado esto...», y perdieron el contacto. No se vuelve a retomar ni ella sabe nada del hombre hasta que llego yo a este pueblo.

—¿Piensas que tu madre estaba enamorada de tu padre?

—Cuando se conocen, papá era la época en la que tomaba el vermú en Rosales, con gorrito y abrigo. Imagino que a una muchacha que se vino con dieciséis años a Madrid eso le impresionaría. Ella siempre dice: «Fíjate lo que es la vida. Yo vine a trabajar con dieciséis años. Dejé a mis padres y llegué a una ciudad que me superaba totalmente días antes de Navidad. En Navidad me pusieron para cenar calamares en su tinta, que casi me muero, y también pimientos. A mí me parecía imposible comerme aquella cosa negra y hoy es de los platos que más me gustan, los calamares en su tinta...». A mi madre la trajo una prima que había estado en la capital sirviendo. Una mujer en el pueblo era o trabajar en el campo y echarte novio, o si eras humilde te venías a Madrid a servir. Así se vino la mitad de España... Que aquello no era una España de amor sino de cumplir los cánones y casarte y tener hijos y alguien que te dé seguridad económica. Eso era el amor, no le des más vueltas. Y sigue siéndolo... Mira, a mí Ileana me quiere mogollón. Me lo ha demostrado, porque me ha dejado y cogido muchas veces. Pero desde que estoy trabajando como chófer con Monseñor me quiere más. Porque hay algo seguro. Y sola no estás bien. Pero estar con alguien que no aporta pasta, tampoco. El amor necesita cierto equilibrio... Y cuando hay crisis, el amor... No vamos a decir que con penurias económicas no puede haberlo, dejémoslo en que es complicado. Y que mi padre era huérfano, y que mi madre apenas tenía recursos...

—¿Cómo arrancó la relación?