La venganza de un hombre rico - Un mes de amor - Vendida al jeque - Miranda Lee - E-Book

La venganza de un hombre rico - Un mes de amor - Vendida al jeque E-Book

Miranda Lee

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Beschreibung

Ómnibus Miniserie 59 La venganza de un hombre rico Quería a su mujer... ¡pero también quería vengarse! Dominique era todo lo que un hombre podía desear en una esposa: bella, inteligente y deseosa de tener hijos. El magnate Charles Brandon estaba completamente cautivado por ella... Pero entonces descubrió que quizá ella se hubiera casado con él sólo por su dinero. Lo mejor era divorciarse antes de que se quedara embarazada, pero Charles no estaba preparado para dejarla marchar, no hasta haber satisfecho la pasión que sentía por ella... y haber llevado a cabo su venganza. Un mes de amor Él la deseaba y la consiguió... ¡jugando a las cartas! La estrella de la televisión Rico Mandretti había cautivado a todo Sidney con su encanto, su atractivo y su amor por la buena cocina... Pero nadie sabía que el rico italo-australiano tenía otra pasión además de la pasta. Aunque sabía que Renée Selensky lo despreciaba, no conseguía quitársela de la cabeza. Si al menos pudiera estar con ella una noche y después olvidarla... Entonces el destino le proporcionó la jugada perfecta por la que consiguió ganar una apuesta... que incluía a Renée como parte del botín. Sería suya durante un mes... Vendida al jeque El jeque la deseaba y no le importaba el precio que tuviera que pagar por ella... Cuando la modelo australiana Charmaine donó una cena con ella como premio de una subasta benéfica no sospechaba quién sería el ganador. El príncipe Alí de Dubar seguía siendo el tipo arrogante a quien había rechazado un año antes, pero ahora no le quedaba otra opción que cenar con él... después de todo había pagado cinco millones de dólares por tal privilegio. Pero las sorpresas no habían terminado. Charmaine se quedó de piedra cuando Alí le ofreció donar quinientos millones de dólares a la obra de caridad que ella eligiera si accedía a pasar una semana con él. Pero Alí no quería sólo su compañía, ¡también quería sus favores en la cama!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 59 - noviembre 2022

 

© 2003 Miranda Lee

La venganza de un hombre rico

Título original: A Rich Man’s Revenge

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2003 Miranda Lee

Un mes de amor

Título original: Mistress for a Month

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2003 Miranda Lee

Vendida al jeque

Título original: Sold to the Sheikh

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-980-0

Índice

 

Créditos

Índice

La venganza de un hombre rico

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Un mes de amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Vendida al jeque

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ES QUE tienes que jugar al póquer cada viernes por la noche, llueva o haga calor?

Charles miró en el espejo el reflejo de aquella mujer rubia y hermosa tumbada boca abajo sobre la cama, con su magnífica melena extendida sobre los hombros. Lo miró con expresión de súplica.

Charles dudó sólo por un momento antes de seguir abotonándose la camisa de seda gris. A pesar de que la idea de volver a la cama con ella era muy tentadora, su noche de póquer de los viernes no era negociable.

–Mis compañeros de juego y yo hicimos un pacto hace tiempo –explicó él–. Si estamos en Sidney un viernes por la noche tenemos que jugar. En realidad, simplemente con que estemos en Australia tenemos que jugar. Sólo podemos cancelarlo si estamos en el extranjero o en el hospital. Aunque cuando Rico estuvo en el hospital el pasado invierno tras un accidente de esquí, insistió en que fuéramos todos a jugar a su habitación.

Charles sonrió socarronamente para sí al recordar a su amigo y su increíble pasión por el juego.

–Sospecho que, en el caso improbable de que Rico se casara de nuevo, nos pediría que lo acompañáramos en la luna de miel para poder tener su partida semanal. Por el contrario yo me sentí más que feliz de dejar el póquer durante el mes que duró mi luna de miel –señaló él con suficiencia.

–Tu mujer se habría enfadado si no lo hubieras hecho.

–¿Ah, sí? –preguntó él con una sonrisa–. ¿Cuánto se habría enfadado?

–Mucho.

–¿Y estás enfadada esta noche, señora Brandon?

Ella se encogió de hombros, se dio la vuelta y se estiró con pereza sobre las sábanas. Charles hizo un esfuerzo por no mirar aquel cuerpo perfecto. Pero era difícil resistirse. Dominique representaba la fantasía de cualquier hombre hecha realidad. Y era toda suya.

Charles aún no podía creer que hubiera tenido la suerte de ganar la mano y el amor de tan maravillosa criatura.

Y Dominique lo amaba. Ya había conocido con anterioridad a suficientes cazadoras de fortunas como para reconocer el amor verdadero cuando lo veía.

–Supongo que podré estar sin ti durante unas horas. De todas formas voy a tener que acostumbrarme a estar sola porque vuelves a trabajar el lunes.

Charles gimió ante tal idea, lo cual era un principio. Durante los últimos veinte años había entregado su vida a la fábrica de cerveza familiar después de que hubiera estado al borde de la bancarrota por culpa de su padre. Y había disfrutado con cada dificultad, cada desafío y cada momento de frustración.

De los veinte a los cuarenta había vivido y respirado para Brandon Beer. El matrimonio y la familia habían ocupado un segundo puesto mientras él había ido convirtiéndose en uno de los hombres más ricos de Australia volviendo a colocar la empresa en el mapa y comprando media docena de hoteles en Sidney, que le reportaban una buena cantidad de dinero desde que había colocado máquinas de póquer.

Sin embargo, desde que había conocido a Dominique y se había casado con ella, los negocios habían pasado a segundo plano. Su mente había estado ocupada en otras cosas que no eran oportunidades de inversión, estudios de mercado ni programas de expansión. Incluso en ese instante, cuando la luna de miel había terminado, tenía que hacer esfuerzos para pensar en el trabajo.

La idea de formar una familia en un futuro no muy lejano lo excitaba casi tanto como la mujer con la que planeaba tener esa familia. Dominique quería tener por lo menos dos niños y había decidido dejar de tomar la píldora el mes siguiente, lo cual entusiasmaba a Charles tanto como la decisión de ella de no volver a trabajar después de la luna de miel. Había renunciado a su trabajo en el departamento de Relaciones Públicas de Brandon Beer poco después de aceptar casarse con Charles, diciendo que ya no se sentía bien trabajando allí.

Pero Charles estaba seguro de que, con su personalidad y su belleza, Dominique podría encontrar otro trabajo en Sidney en un abrir y cerrar de ojos. Y se lo había dicho, pues no quería que pensara que él era uno de esos maridos machistas que no quieren que su mujer trabaje.

Aunque ella se había negado ante tal sugerencia diciendo que, durante los próximos años, su carrera consistiría en ser su mujer y la madre de sus hijos. Quizá cuando el último de sus futuros hijos comenzara el colegio consideraría la opción de volver al trabajo.

A pesar de que Charles no se consideraba chapado a la antigua, tenía que admitir que le gustaba la idea de que su mujer estuviera siempre ahí, al regresar de trabajar, para complacerlo en todo, algo que no parecía resultarle nada difícil.

–Te voy a echar mucho de menos –dijo quejumbrosa–. ¿Estás seguro de que tienes que volver el lunes? –preguntó mientras le dirigía una de sus mejores miradas.

Charles reaccionó ante ella. No le cabía ninguna duda de que pudiera sobrevivir sin verla durante unas horas aquella noche, pero la idea de no poder hacer el amor con ella cada vez que le apeteciese en el futuro no era muy de su agrado. Las lunas de miel eran muy corruptoras, al igual que las novias hermosas que nunca decían «no» a los deseos de sus maridos.

–Supongo que podré pedir otra semana libre –dijo él, pensando que la oficina podría aguantar otros cinco días sin que él hiciera acto de presencia. Podría mantenerse en contacto por teléfono o por e-mail–. Eso nos daría algo de tiempo para poder buscar juntos nuestra nueva casa.

Le había pedido a Dominique que buscara una casa de verdad para reemplazar aquel ático, algo con estilo en las zonas residenciales de este de la ciudad.

–¡Que idea tan maravillosa! –exclamó ella. ¿Pero de verdad puedes pedir otra semana? Ya conozco yo tu reputación de adicto al trabajo.

–Sabes que haría cualquier cosa que tú me pidieras.

Excepto pedirle que renunciara a una de sus partidas de póquer.

Tras abrocharse la camisa se dio la vuelta y se tumbó sobre ella.

–Aunque eso ya lo sabes –murmuró mientras la besaba–. Me has embrujado a conciencia.

–¿De verdad? –preguntó con esa voz suave que tanto lo excitaba. Charles gimió. Era increíble. Tenía casi cuarenta y un años, ya no era un joven con su primer amor. Su deseo por Dominique a veces rayaba en lo insaciable. Nunca había conocido una mujer igual. Ni un amor como el que sentía por ella. Era un amor absorbente, posesivo, incluso obsesivo.

Ella elevó las manos para tocarlo y arqueó las cejas.

–Charles, cariño, no veo cómo podrás concentrarte en las cartas en este estado. Seguro que a tus compañeros de juego no les importaría si llegases un poquito tarde.

Charles deseaba ceder ante ella. Pero temía que una vez hubiese empezado ya no querría parar. Si no aparecía en la partida aquella noche, Rico ocuparía su puesto.

No. Tendría que ser fuerte y no dejar que Dominique se saliese con la suya una vez más. Ya se había gastado una fortuna en ropa de diseño durante su quincena en París, y otro tanto en zapatos hechos a mano durante su parada en Roma.

Aquello era suficiente. Una vez que la luna de miel estaba técnicamente acabada, tenía que comenzar la rutina del día a día de su matrimonio. Y, desde luego, tenía intención de seguir jugando su partida de póquer cada viernes por la noche.

–Al contrario, cariño –dijo Charles con una sonrisa mientras se separaba de ella–. Concentrar las energías sexuales en otra cosa puede ser muy efectivo. Las frustraciones colocan al hombre en posición de alerta. Por eso los boxeadores se abstienen la noche antes del combate. Te garantizo que esta noche arrasaré en la mesa de juego. Ahora para de intentar seducirme y tápate con algo hasta que me haya ido. Ese cuerpo que tienes debería ser catalogado como arma mortal.

Ella se rió y se dio la vuelta de nuevo sobre la cama.

–¿Así está bien?

–Mejor, creo –dijo él, aunque su parte de atrás era casi tan tentadora como la de delante. Al igual que el resto de su anatomía, su trasero era perfecto y exuberante. Una tentación demoníaca.

Charles sabía que él no era el tipo de hombre al que las mujeres mirasen con lujuria. Nunca lo había sido. De adolescente las chicas no se fijaban mucho en él. Y no le había ido mucho mejor cuando fue adulto. Claro que una vez se fue haciendo rico era increíble la cantidad de chicas atractivas que lo habían encontrado irresistible. Pero, a pesar de que con la edad había mejorado mucho, no podría decirse que fuese guapo. No del modo en que su padre lo había sido. O como Rico. Ambos eran idóneos para convertirse en estrellas de cine. Así que siempre había sospechado que sus parejas habían tenido un ojo puesto en su dinero.

En efecto, el espejo le revelaba a Charles toda la verdad cuando se afeitaba cada mañana. En ese instante era un hombre aceptablemente atractivo, cuyas ventajas eran su altura, su forma física y ese gen heredado que le haría mantener siempre su pelo castaño oscuro.

La calvicie no se llevaba en la familia Brandon.

Por supuesto Charles tenía que admitir que los éxitos en su vida habían influido en la manera en que se comportaba actualmente. Algunas periodistas financieras lo describían como «impresionante» e «imponente». Otras se inclinaban hacía la arrogancia y la crueldad.

En realidad no le importaba lo que escribiesen y dijesen de él. Ni siquiera lo que le dijese el espejo. Lo único que importaba era lo que Dominique veía cuando lo miraba.

Era evidente que lo encontraba lo suficientemente atractivo. Muy atractivo, en realidad. Le había confesado en su noche de bodas que la primera emoción que había tenido al conocerlo había sido de preocupación por el hecho de encontrarlo tan increíblemente sexy.

Charles aún recordaba la intensa sensación que había sentido al encontrarse por primera vez cara a cara con su futura mujer. Rico había insistido en que no era más que lujuria, pero él conocía la diferencia. Sabía que aquello era amor a primera vista.

La ocasión había sido la fiesta de Navidad del año anterior de la compañía, escasos cinco meses atrás. Dominique acababa de empezar a trabajar en Brandon Beer esa misma semana, tras mudarse a Sidney desde Melbourne. No se habían visto antes de la fiesta, aunque él estaba al corriente de su llegada al departamento de Relaciones Públicas, pues él mismo había aprobado su currículum.

Sabía que tenía veintiocho años, que había nacido en Tasmania y que no tenía una educación cara ni un título, pero una larga lista de diplomas mostraban esa clase de trabajo duro y dedicación que tanto admiraba. Su anterior trabajo en Melbourne había sido como secretaria personal del jefe de una compañía de gestión de deportes y entretenimiento. Había trabajado allí dos años y las referencias eran inmejorables. Anteriormente había trabajado en la recepción de algunos hoteles importantes en Melbourne, un gran paso desde su primer trabajo, como asistenta.

El hombre que la había contratado le había advertido a Charles que era una rubia despampanante, pero al ver a la señorita Dominique Cooper en persona se había quedado sin aliento.

Recordaba que llevaba puesto un vestido blanco que le llegaba hasta la pantorrilla y con un escote que resaltaba su espectacular figura. También llevaba el pelo recogido y los labios brillantes y rosas. De las orejas le colgaban unos pendientes de perlas. Al acercarse, a Charles se le había llenado la nariz con su perfume, una esencia exótica y provocativa que ahora sabía que se llamaba Casablanca.

Le había pedido una cita a Dominique a los pocos minutos de haber sido presentados. Por aquel entonces Charles estaba acostumbrado a salirse con las suya con respecto a las mujeres, de modo que se había sorprendido al escuchar su negativa, más aún cuando ella había admitido que no salía con nadie en aquel momento. Ella le había dicho firme pero educadamente que jamás saldría con ninguno de sus jefes, por muy atractivo que lo encontrara.

–Así que sí que piensas que soy atractivo –había respondido él, halagado y al tiempo frustrado.

Ella le había dirigido una extraña mirada nerviosa antes de girar sobre sus tacones y volver a la fiesta.

Fascinado e intrigado, la persiguió como un perrito durante todas las vacaciones de Navidad, llamándola a casa cada noche y enviando flores a su piso cada día hasta que ella finalmente accedió a cenar con él. Aun así Dominique insistió en que se encontraran en el restaurante en vez de que pasara a recogerla. Tampoco quería que la acompañara a casa después de la cena, lo que lo intrigó más aún. Obviamente tenía miedo de estar a solas con él. ¿Por qué?

No lo descubrió hasta el postre, cuando ella le explicó que había sido una tonta al tener una cita con su anterior jefe, y más tonta aún al convertirse en su amante secreta. Aquel hombre le había prometido el mundo pero, al final, la había plantado y se había casado con una chica de la alta sociedad con los contactos adecuados. Por eso se había trasladado a Sidney, para olvidar los malos recuerdos, decidiendo en ese momento no volver a salir con ningún jefe. No se podía confiar en esos hombres. Se aprovechaban de chicas como ella porque eran guapas y fácilmente impresionables. Pero no las amaban ni se casaban con ellas. Sólo se acostaban con ellas y les arruinaban la vida.

Charles se propuso demostrar que estaba equivocada, pero fue muy difícil de convencer. Ella aceptó posteriores invitaciones a cenar y le demostró, en muchos aspectos, que se sentía atraída por él, pero seguía rechazando cualquier acercamiento. Charles se enamoró más, si cabe, y prometió demostrarle que sus sentimientos hacia ella iban más allá.

Aún recordaba la expresión en su cara cuando le dijo durante una cena a principios de marzo que la amaba más de lo que podían expresar las palabras. Pero cuando le pidió que se casara con él, mostrándole el anillo de diamantes más bonito y más caro que había sido capaz de comprar, la sorpresa de Dominique se convirtió en repugnancia.

–No lo dices de verdad –contestó ella–. Lo dices sólo para llevarme a la cama. Crees que puedes comprar mi amor, pero has malgastado tu dinero comprando ese pedrusco porque la verdad es que ya me he enamorado de ti. Pensaba acostarme contigo esta noche de todos modos.

Él no fue capaz de ocultar su placer ni su deseo ante tal anuncio.

–Pon esa horrible cosa en mi dedo si te hace sentir mejor –dijo irritada–. Luego llévame donde quiera que tengas en mente llevarme. Pero tú y yo sabemos que no te casarás conmigo. Cuando hayas conseguido lo que quieres me plantarás al igual que mi anterior jefe.

–Te equivocas –insistió él apasionadamente mientras le deslizaba el diamante en el dedo.

Y le demostró que estaba equivocada casándose con ella un mes después sin haberle puesto más que un dedo encima. El beso que le dio tras la pequeña y sobria ceremonia fue su primer beso en condiciones. Fue muy duro mantener el control durante tanto tiempo, pero lo consiguió concentrándose en la recompensa.

Rico le había dicho que estaba loco por casarse con una mujer con la que no había tenido contacto íntimo antes. Era un comentario extraño viniendo de un hombre con herencia italiana. Se suponía que ellos se casaban con novias vírgenes. No es que Dominique fuera virgen. Nunca había fingido serlo.

Pero hubo algo de virginal en ella cuando, en la noche de bodas, se acercó a él temblando con su camisón de satén blanco. Evidentemente estaba nerviosa y asustada de haber podido cometer el error de su vida casándose con un hombre con el que no se había acostado antes. Por lo que ella sabía, podía haber sido el peor amante del mundo.

Pero la noche de bodas fue mágica para los dos. Cuando él observó la felicidad de su recién estrenada esposa, su propio placer y su satisfacción fueron infinitos.

–No sabía lo que era el verdadero amor hasta este momento –había dicho Dominique mientras yacía acurrucada junto a él poco antes de amanecer–. Te quiero mucho, Charles. Me moriría si algún día dejaras de amarme.

«Imposible», había pensado Charles en aquel momento. Y aún lo pensaba. Incluso estaba más enamorado de ella que nunca. Era él el que moriría si algún día ella dejara de amarlo.

–He de irme –dijo él con ternura y algo de culpa por tener que dejarla sola–. Intentaré no quedarme hasta muy tarde, pero…

–Sí, lo sé –dijo ella con un suspiro–. Lo comprendo. Rico intentará mantenerte allí hasta altas horas.

Dominique apretó los dientes ante la idea de que el padrino de Charles hiciera eso. Y no tenía nada que ver con que Rico fuera un adicto al póquer.

El escepticismo de Enrico Mandretti sobre el amor que ella sentía por Charles había sido evidente desde la primera vez que se vieron. Era evidente que la consideraba una cazafortunas. No hacía falta que dijese sus pensamientos en alto. Estaban ahí, en sus ojos oscuros y cínicos.

El problema era que tenía razón y, a la vez, estaba equivocado.

Ella amaba a Charles. Lo amaba más de lo que jamás se hubiera sentido capaz de amar a un hombre. Pero, antes de conocerlo, había sido justo lo que Rico creía que era. Una buscadora de oro. Una chica guapa que usaba su cuerpo para conseguir su objetivo en la vida: adquirir un marido rico para no tener que sufrir lo que había sufrido su madre.

Dominique estaba segura de que las mujeres de los ricos no pasaban por lo que había pasado su madre. A ellas las protegían de tales infamias. Al menos podían morir con dignidad.

Después de la larga y dolorosa muerte de su madre, Dominique había prometido que se casaría por dinero, aunque fuese lo último que hiciese. Sin embargo, llegar a ser la esposa de un hombre rico no resultó ser tarea fácil, ni siquiera para una chica con su aspecto. Los hombres ricos se casaban con mujeres que se movían en sus propios círculos sociales. O con chicas que trabajaban con ellos; criaturas sofisticadas y educadas con títulos universitarios.

Por desgracia, la educación de Dominique durante su adolescencia había brillado por su ausencia. Fue interrumpida constantemente y finalmente abandonada, pues tuvo que cuidar de su madre hasta que ésta murió. Para cuando cumplió los dieciocho, Dominique ya sabía que le llevaría años desarrollar las habilidades que la pondrían en contacto con hombres ricos.

Pero tenía su juventud y su tenacidad a su favor, de modo que, al final, había conseguido su propósito un par de años antes. Había estado en el lugar adecuado y había trabajado junto al tipo adecuado de jefe. Soltero, guapo y rico.

Desafortunadamente su objetivo había sido más despiadado que ella misma. Sus planes en la vida no incluían ser enganchado por alguna chica de los bosques de Tasmania, sin importar lo mucho que ella se hubiese esforzado por educarse, ni cuanto se sintiera atraído por ella.

Acostarse con ella estaba bien. Tumbarse a su lado era aceptable. Casarse con ella… ni en un millón de años.

Después de que su misión de convertirse en la señora de Jonathon Hall hubiese fracasado, una Dominique un tanto amargada había recibido una más que generosa indemnización por despido y, junto con las excelentes recomendaciones de Jonathon, se había marchado en busca del pez más gordo de Sidney. Una vez allí, se había propuesto llegar a ser la mujer de Charles Brandon con sangre fría. Con más sangre fría que nunca.

Pero no había nada de sangre fría en los sentimientos que había despertado en ella en su primer encuentro. Ya había visto fotos de él y lo encontraba bastante atractivo; ella sabía que no podría casarse con nadie a quien encontrase físicamente repulsivo, y cuando lo vio en persona lo encontró tan sexy que se quedó desconcertada.

Aquellos gélidos ojos grises habían desencadenado una parte de ella que se había esforzado por mantener al margen de su vida. Dominique nunca antes se había enamorado. Ni siquiera había sentido lujuria. Había sentido distintos grados de atracción hacia miembros del sexo opuesto durante años. Incluso se había acostado con algunos. Se había sentido sumamente atraída por Jonathon. El sexo con él había sido muy placentero, pero nunca se había dejado llevar por eso, ni lo había necesitado. Todas sus respuestas con Jonathon habían sido totalmente falsas.

Pero cuando Charles la había mirado de aquella manera tan poco sutil aquel día, ella había observado su cuerpo alto y lo había deseado sin control.

«Pánico» era la palabra que mejor describía aquel deseo extraño. No cabía duda de que había descuidado su objetivo y había abandonado su plan de seducir a Charles Brandon. Quería casarse con un millonario, no enamorarse de uno. El amor convertía a las mujeres en débiles, tontas y vulnerables. El amor traía la desgracia, no la felicidad.

Pero Charles no se detendría allí. Y ahí estaba ella, siendo su esposa; su amada y adorada esposa.

Dominique supo entonces lo que quiso decir su madre cuando ella le había preguntado una vez por qué se había casado con un hombre como su odioso padre.

–Porque lo amaba hasta la muerte –había dicho su madre.

Habían sido palabras de una considerable ironía.

Mientras Dominique veía cómo su marido se ponía la chaqueta intentó no preocuparse por amarlo hasta tal punto. Suponía que con Charles podía permitirse ser un poco débil, tonta y vulnerable. Porque él también la amaba. Y no se parecía en nada a Jonathon.

Ella pensaba que había sido muy perverso fijarse en Charles por aquella razón. Porque no era tan guapo ni tan joven como Jonathon. Ella había supuesto que aquello haría que Charles estuviese más susceptible a la seducción. Había supuesto que eso le daría más poder sobre él.

Pero había ocurrido justo lo contrario. Era él el que había ejercido todo su poder sobre ella, coaccionándola para que saliese con él a pesar de su miedo a enamorarse.

Aunque era feliz. Era muy feliz. No había nada que temer. Charles era un magnífico marido y amante. Y sería un padre maravilloso.

Ésa era otra cosa que sorprendía constantemente a Dominique. Su deseo por tener hijos. Nunca antes se había considerado una persona maternal. Nunca había querido ser la mujercita en casa. Pero ahora no podía esperar a tener un bebé con Charles. Más de uno. De pronto su idea de «utopía» consistía en ser su mujercita en casa rodeada de gritos de niños.

Claro que su casa no sería en absoluto como la de su madre. No un cuchitril, sino una mansión. Su marido era un hombre con dinero que podría procurar abundancia a su vida y a la de sus hijos, no un fracaso de hombre que no podría cuidar ni de sí mismo.

–Me voy –dijo Charles mientras tomaba su móvil y las llaves del coche de la mesilla–. Si me necesitas ya sabes mi número. Pórtate bien –dijo con una sonrisa.

Dominique sintió en su corazón una premonición horrorosa al verlo caminar por la habitación.

–¡Charles! –gritó. Él se dio la vuelta y frunció el ceño.

–¿Qué pasa?

–Nada. Te… te quiero.

–Lo sé –dijo sonriendo de nuevo, esa vez con cierta suficiencia–. Mantén la cama caliente para mí –concluyó, y se marchó.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA DISTANCIA entre el bloque de apartamentos de Charles y el Hotel Regency era de sólo un par de bloques, pero aun así Charles conducía hasta allí. Caminar no era su forma favorita de ejercicio. A los cinco minutos de haber dejado a Dominique, Charles le entregaba al aparcacoches del Regency las llaves de su Jaguar plateado para entrar luego al hotel de cinco estrellas.

Se apresuró sobre el suelo de mármol, pasando por las exclusivas boutiques del vestíbulo del hotel y, de pronto, sus ojos se detuvieron en una espectacular joya que había en el escaparate de Ópalos Whitmore. Charles se detuvo y observó el magnífico collar, que estaba compuesto por dos filas de ópalos blancos rodeados de diamantes y unidos entre sí por filigranas de oro.

Pensó que a Dominique le quedaría perfecto, con su cuello largo y su pelo rubio.

Miró su reloj y vio que todavía no eran las ocho. Tenía doce minutos antes de llegar oficialmente tarde. La tienda aún estaba abierta. Esas tiendas permanecían abiertas hasta las nueve cada viernes por la noche.

El precio era caro, por supuesto. Las joyas de calidad no salían baratas. Trató de convencerse de que debería parar de agasajar a Dominique de aquella manera, pero era demasiado tarde. Ya podía verla con el collar en el cuello.

Una vez se hubo decidido, Charles entró en la tienda y cinco minutos más tarde llevaba el collar en el bolsillo de la chaqueta, dentro de una elegante caja de cuero negro forrada con terciopelo. Tomó la llave de visitantes de la recepción del hotel, luego el ascensor privado y, para cuando llegó al último piso, faltaban dos minutos para las ocho. Aún le sobraba un minuto para relajarse antes de entrar en la suite presidencial.

La primera vez que le había dicho a Dominique dónde jugaba al póquer, ella le había preguntado por tan cara elección. Al fin y al cabo podrían jugar en sus propias casas y sería más barato.

Él le había explicado que no le costaba nada. Uno de sus compañeros de juego era un jeque árabe que se alojaba en el Regency cada fin de semana, volando en helicóptero cada viernes por la tarde desde su propiedad en Hunter Valley.

Naturalmente Dominique se había quedado alucinada ante aquella noticia y había querido saber más sobre ese misterioso jeque que jugaba al póquer con su marido. Charles le había contado los escasos detalles que sabía, que eran que el príncipe Alí tenía treinta y tres años, que era condenadamente guapo y que era el hijo más joven del rey Khaled de Dubar, uno de los emiratos árabes más ricos. Tenía cuatro hermanos mayores y muy pocas posibilidades de llegar al trono, así que había sido enviado a Australia varios años antes para cuidar los intereses del caballo de carreras de la familia real.

Y había hecho un buen trabajo. El purasangre real ostentaba cada año algunos de los títulos más caros. Sin embargo existía el rumor de que no eran las habilidades de Alí como jinete u hombre de negocios las que lo habían colocado como manager del semental real. Al parecer, había sido exiliado de Dubar por su propia seguridad tras un escándalo que implicaba a una mujer casada.

Probablemente cierto, según la opinión de Charles. Alí se había ganado una reputación como mujeriego también en Australia, pero no como el típico que se pasea por la ciudad. Nunca había sido visto en público a solas con alguna mujer, ni fotografiado con una. Era cierto que, cuando conocía a alguna chica guapa en su visita semanal a las carreras en Sidney, se organizaban citas privadas y, si el objeto de su deseo estaba dispuesto, era trasladada a su propiedad en el campo.

Ninguna de las supuestas novias de Alí había vendido jamás la historia a los medios así que, en realidad, hablar de esas citas era pura especulación y cotilleo. Por su parte Alí era un hombre muy discreto y nunca revelaba nada sobre su vida amorosa.

Sin embargo Charles sospechaba que ese cotilleo probablemente era cierto. A un hombre con el dinero y el atractivo de Alí le resultaría casi imposible no convertirse en un playboy en los asuntos de alcoba. Incluso él mismo había tenido algo de playboy antes de conocer a Dominique. Aunque no jugaba en la misma liga que Alí. Él era un príncipe, por el amor de Dios.

El estatus real de Alí era la razón por la que jugaban en su suite cada viernes. Todo era más seguro y relajado de esa forma. Cuando habían ido a la habitación de Rico en el hospital el año anterior, Alí había alquilado dos guardaespaldas. Uno de ellos se quedó fuera de la habitación toda la noche mientras que el otro estuvo sentado en una esquina tras haber bajado la persiana de la ventana.

Fue un poco perturbador.

En la suite del hotel no había necesidad de todo eso. La seguridad del hotel estaba siempre alerta cuando el príncipe Alí se alojaba allí, y nadie podía acceder a la suite presidencial sin la llave de acceso para el ascensor. Incluso entonces se hacía un segundo chequeo por cámara mientras el ascensor subía, y otra vez más antes de entrar a la suite.

Charles llamó al timbre y la puerta se abrió de golpe a los pocos segundos. Era obvio que su llegada había sido anticipada.

–Buenas noches, señor Brandon –lo saludó el mayordomo.

–Realmente lo son, James –contestó Charles mientras entraba–. Muy buenas.

–Confío en que haya tenido una feliz luna de miel, señor –continuó el mayordomo con su tono formal. Charles sospechaba que había ido a una escuela para mayordomos en Inglaterra.

James era una persona de treinta y muchos años, alto, con aire de dignidad, una nariz patricia y pelo rubio. Era el mayordomo destinado por el Regency para la suite presidencial cada viernes por la noche. Siempre era educado y respetuoso, y su atención por los detalles era increíble, al igual que su memoria para los nombres, las caras y los acontecimientos.

–Ha sido maravillosa –contestó Charles–. París en primavera siempre está soberbia.

–¿Y la señora Brandon?

–Ella también está soberbia –sonrió Charles.

–Si me permite decirlo, señor, tiene usted muy buen aspecto –dijo James con una pequeña sonrisa.

–Es porque me siento muy bien.

–No puedo decir lo mismo del señor Mandretti –murmuró James, adquiriendo su voz un tono de conspiración.

–Ah. ¿Acaso ha estado Rico enfermo en mi ausencia?

Charles sabía que el trío habría continuado jugando sin él cada viernes llamando a algún sustituto.

–No, no físicamente enfermo. Creo que algo le ronda por la cabeza. Esta noche ha estado muy seco conmigo, y eso no es típico del señor Mandretti.

La verdad es que no lo era. Rico solía tratar a los trabajadores mucho más educadamente que a la gente que tenía el privilegio de mezclarse con él. Le gustaba Charles y lo admiraba porque había ganado su fortuna con trabajo duro y no sólo por herencia. Rico tenía poco respeto por los que se las daban de marqueses.

Haciendo una excepción con su anfitrión cada viernes por la noche.

Podía ser que el príncipe Alí hubiera heredado su fortuna desde el momento en que nació, siendo uno de los hijos mimados de un jeque del petróleo, pero no era ningún marqués. Al parecer, renunciaba a su realeza en la granja de caballos que dirigía, siendo un trabajador en lo que respectaba a sus adorados caballos.

Rico había estado allí en varias ocasiones y había visto a Alí en acción. Lo consideraba un gran tipo a pesar de sus billones, y lo trataba de acuerdo con eso.

Por otro lado, el cuarto y último miembro de su club privado de póquer no era depositario del respeto de Rico. Era evidente que Rico tenía sentimientos ambivalentes hacia la señora Renée Selinsky. Aunque Renée había sido muy trabajadora antes de ganar una fortuna, primero como modelo y luego como propietaria de una agencia de modelos de éxito, Rico tenía dificultades para aceptar el hecho de que se hubiese casado con un banquero lo suficientemente viejo para ser su abuelo.

A ojos de Rico, que no concebía que ella pudiera haberse enamorado de un hombre de sesenta y tantos años, casarse por dinero era tan malo como heredarlo.

A los treinta, Renée se había convertido en una viuda extremadamente rica y había comenzado a comprar acciones de las corporaciones de caballos de carreras. Así era como los cuatro se habían conocido, porque todos tenían acciones de uno de los sementales de Alí.

El día en que el potro corrió y gano el Silver Slipper Stakes, los tres propietarios, junto con el orgulloso criador, descubrieron un mutuo amor por el póquer. Los cuatro jugaron su primera partida ese sábado por la noche en esa misma suite.

Eso había ocurrido cinco años antes. Ahora, «la viuda alegre», como la llamaba Rico a veces, tenía treinta y cinco y aún poseía ese aire de frialdad que parecía sacar a Rico de sus casillas.

Pero era su brillante cerebro lo que más desquiciaba a Rico. No soportaba que le ganase al póquer. Pero los faroles de Renée a veces eran sencillamente soberbios e impredecibles. Ninguno podía ganarle cuando estaba en racha.

Charles aceptaba su superioridad en tales ocasiones con una lógica pragmática y jugaba con prudencia, pues odiaba tirar el dinero. A menudo Alí intentaba que se plantara subiendo las apuestas de forma brutal, y a veces tenía éxito. Renée era rica, pero no como Alí. Rico, sin embargo, se ponía testarudo y borde, jugando todas las manos con ella en un intento vano por ponerla nerviosa. Pero siempre se equivocaba y seguía cuando debería haberse plantado o aumentaba la apuesta cuando ella llevaba una mano excepcional.

En realidad Charles pensaba que a Rico le gustaba la viuda alegre, aunque jamás lo admitiría, ni siquiera a él mismo. Había algo claramente sexual en sus ojos en esas ocasiones.

Porque Rico era un animal extremadamente sexual. Tenía treinta y cuatro años y aún estaba en forma. Era el típico latin lover desbordante de testosterona y pasión.

Charles se preguntaba si la sequedad de Rico con el mayordomo aquella noche tenía algo que ver con una sobrecarga de hormonas masculinas. Se había divorciado hacía un año y aún no había encontrado una sustituta permanente en su cama, lo cual no era bueno para él. Era un hombre que necesitaba hacer el amor muy a menudo.

Charles pensaba que Rico necesitaba una mujer, alguien que lo amara, alguien como su Dominique, que quisiera tener hijos. Pero Rico no iba a pasar por el aro tan deprisa otra vez. Una vez que había sido herido, se mostraba furioso, furioso por haberse dejado llevar por una cazafortunas.

Al ver a aquel hombre apoyado en el arco que daba a la sala principal, Charles se dio cuenta de que James tenía razón. Rico no estaba para nada enfermo. Tenía el mismo aspecto de siempre, con sus pantalones negros y su camiseta negra de cuello vuelto. Con su pelo negro fuerte y ondulado tan lustroso como siempre, al igual que sus ojos negros brillantes. Pero, a la vez, estaba raro, con el ceño fruncido mientras apuraba la bebida que estaba tomando. Parecía chianti. Rico adoraba los vinos italianos, a pesar de haber nacido en Sidney.

–Ya era hora de que llegaras –dijo Rico de pronto sin rastro del acento italiano que adoptaba para su popular programa de televisión, Pasión por la Pasta. Sus padres habían emigrado a Sidney hacía medio siglo, porco después de la Segunda Guerra Mundial. Sus ocho hijos habían nacido allí. Eran tres chicos y cinco chicas, y Rico era el más joven.

–Llego puntual –contestó Charles con calma, en un tono demasiado bueno como para molestarse por la explosión de temperamento latino de Rico.

–No es así. Se supone que la partida empieza a las ocho. Ya son y cinco. Por culpa de tu cotilleo con el servicio. James, lléname el vaso de nuevo, ¿de acuerdo? –dijo Rico tajantemente mientras le entregaba al mayordomo el vaso vacío.

Charles se preguntaba qué era lo que le pasaba a Rico, pero prefirió no preguntar. Era mejor entrar y comenzar a jugar.

Los demás ya estaban sentados alrededor de la mesa, donde siempre había estado colocada, junto a la ventana a prueba de balas desde la que se veía toda la ciudad. Renée, que parecía más suave de lo normal con un suéter de cachemir rosa claro, alzó su vaso de vino blanco en dirección a Charles para indicar su llegada.

Alí, vestido con vaqueros azules y camisa, asintió educadamente con la cabeza mientras bebía su habitual vaso de agua mineral. Nunca probaba el alcohol, pero exigía para sus invitados los mejores vinos y licores.

–¿Ves, Rico? –dijo Renée con su voz suave mientras los dos se sentaban a la mesa–. Te dije que vendría. Aunque lo habríamos perdonado si no lo hubiera hecho. Después de todo, sólo lleva casado con esa despampanante mujer un mes.

Charles pensaba que Renée aún era despampanante, pero no era su tipo. Era demasiado alta para él. Y, además, morena. Él prefería las rubias, y un tipo de belleza más suave y femenina.

No había nada de suave en Renée. Pero era muy llamativa, con esos pómulos y esos ojos tan poco habituales. Eran verdes claros, con los párpados gruesos que ella enfatizaba depilándose las cejas hasta formar los arcos más elegantes posibles. La forma de sus cejas le proporcionaba a su cara una gama de expresiones que no eran ni suaves ni dulces. Cuando sonreía parecía o secamente sorprendida o completamente sarcástica. Cuando no sonreía tenía un aire que podía ser interpretado como esnobismo o superioridad. Probablemente aquello había sido una ventaja sobre la pasarela, donde las modelos se especializan en parecer frías y distantes. Pero no suponía tanta ventaja en su vida social.

En un principio a Charles no le había gustado. Pero se había dado cuenta de que las primeras impresiones no siempre eran acertadas. Aún no podía decir que la conociera bien, incluso después de cinco años de relación. Pero le había tomado simpatía enseguida. Era imposible no apreciar a una mujer que jugaba al póquer como ella y que tenía lo que él llamaba «fortaleza de carácter». Renée siempre era ella misma, y él admiraba eso.

A él no le importaba si se había casado con el banquero por su dinero o no. No cabía duda de que tenía sus razones. Aun así Renée era demasiado fría para él. No como Dominique, que era una mezcla entre dulce entrega y apasionadas exigencias.

«Otra vez, Charles», le rogaría ella, incluso cuando él pensara que estaba rendido. Pero rara vez se encontraba rendido con Dominique.

Maldición. No debería haber empezado a pensar en Dominique.

Después de cortar tras la primera mano, que ganó Renée para enfado de Rico, Charles intentó acomodarse y disfrutar de la partida. Pero no sirvió de nada. Su concentración se había hecho añicos. Para cuando hicieron una pausa para cenar a las diez y media, había perdido mucho más de lo que le hubiese gustado.

–No tienes la mente en la partida esta noche, Charles –señaló Alí mientras tomaban café.

–Sólo es que he perdido práctica –contestó él.

–Quizá nos está engañando para hacer la jugada del siglo más adelante –sugirió Renée.

Charles sonrió con lo que creía que era una sonrisa enigmática.

–Eso es lo que haría una mujer astuta como tú –dijo Rico de pronto–. Charles es un jugador directo. La razón por la que no está jugando bien esta noche es que no puede mantener sus pensamientos por encima de su cintura.

–No podemos culparlo por eso –dijo Alí–. Renée tiene razón. Charles, eres un hombre muy afortunado por haber encontrado una mujer tan hermosa para llevarte a la cama.

Charles se molestó ante la sugerencia de que el papel de Dominique en su vida era puramente sexual.

–Dominique tiene una mente maravillosa al igual que un cuerpo maravilloso, Alí –dijo con un tono de reproche en la voz–. Somos amigos al igual que amantes. Somos iguales en todo.

–¿A quién pretendes engañar? –se rió Rico–. Esa mujer te tiene agarrado por los…

–¿Tienes que ser tan grosero? –lo interrumpió Renée–. No le hagas caso, Charles. Está celoso porque no puede encontrar a nadie a quien amar, o a alguien que lo ame a él.

–Ojalá estuviera celoso. Claro que sí. Eso sería mucho mejor –contestó Rico riendo de nuevo.

–¿Mejor que qué? –preguntó Charles sin entender lo que Rico pensaba.

–Nada. Estoy divagando –dijo Rico, y pareció arrepentido por haber abierto la boca–. He bebido demasiado. Creo que seguiré con café el resto de la noche.

–Excelente idea, Rico –dijo Alí–. El alcohol es la causa de todos los problemas.

–Creía que era el dinero –replicó Rico.

–No. Es el sexo –sentenció Renée para sorpresa de todos–. El sexo es la causa de todos los problemas. Estaríamos mejor sin él.

–Pero entonces no habría niños –señaló Charles.

–Exactamente –respondió ella.

–O sea, que no te gustan los niños –dijo Rico con brusquedad.

–Yo no he dicho eso. Pero el mundo está superpoblado. Hay muchos niños que sufren. Preferiría que no hubiese más niños antes que ver tanto sufrimiento.

–Lo siento pero no puedo complacerte en eso, Renée –dijo Charles–. Dominique y yo planeamos tener hijos. Y pronto.

–Creía que habías dejado eso aparcado por algún tiempo –dijo Rico con los ojos fuera de las órbitas–. Por el amor de Dios, Charles, sólo lleváis casados un mes.

–Voy a cumplir cuarenta y un años, Rico. No tengo tiempo que perder. Además, Dominique tiene muchas ganas de tener un bebé.

–¿De verdad? –preguntó Rico, y Charles notó el cinismo que acompañaba a sus palabras cada vez que hablaba de Dominique.

A Rico no le gustaba Dominique. Charles no podía seguir ignorando ese hecho. La razón por la que no le gustaba era más que obvia. Pensaba que Dominique era una cazafortunas, como su propia ex.

Charles podía haberse sentido ofendido por la opinión de su amigo, ¿acaso ninguna mujer podría amarlo por lo que realmente era? Sin embargo comprendía que Rico aún estaba en una etapa amarga después de su frustrada experiencia marital. Con el tiempo se daría cuenta de que Dominique no era en absoluto como Jasmine. Cuando eso ocurriera puede que incluso él mismo decidiera darle otra oportunidad al matrimonio.

–Creo que deberíamos dejar de discutir sobre asuntos personales y volver al juego –sugirió Alí sabiamente–. Para eso es para lo que quedamos cada viernes por la noche. Para jugar al póquer y escapar del estrés durante un rato. Vamos a dejar los problemas en la puerta en futuras ocasiones.

Rico y Renée lo miraron como diciendo que un hombre de su poder y riqueza no estaría atado al estrés.

Antes de conocer a Dominique podía ser que Charles hubiera estado de acuerdo con ellos. El dinero y el éxito ciertamente le habían facilitado las cosas en la vida. Pero ahora sabía que no traían la verdadera felicidad. Era el amor el que hacía eso.

Sin amor, tener todo el dinero del mundo no significaba nada. Charles sospechaba que Alí no era mucho más feliz en su vida privada que Rico o la viuda alegre. Sólo había que mirar en los ojos de aquella mujer para darse cuenta de que no era feliz. Al menos no era feliz de corazón.

Antes, había parecido que no quería tener hijos. ¿Pero era esa la verdad? ¿O era una racionalización sobre el camino que estaba tomando su vida, pasada ya la edad en que a una mujer le resultaría fácil concebir, más aún sin una pareja?

Charles sólo estaba haciendo suposiciones, claro. Renée era como Alí, nunca revelaba mucho sobre su vida privada. Presumiblemente tendría una vida amorosa, pero Charles no tenía ni idea de qué tipo era o con quién la tenía. Sólo sabía que siempre aparecía sola en las carreras. Y nunca cancelaba una velada de viernes por la noche. Cosa extraña en una mujer.

Pero Renée era una mujer extraña. Un enigma. Un enigma intimidante. Charles compadecía a cualquier hombre que se enamorara de ella. A los hombres no les gusta sentirse intimidados por su mujer. Quieren una mujer que los haga sentir bien, como hacía Dominique.

Ah… Dominique. Estaba muy presente en su cabeza aquella noche. Alí podía pedirles que dejaran sus vidas personales en la puerta, pero Charles no podía hacer eso. Su amor por su esposa era demasiado nuevo, al igual que absorbente.

Dio una palmadita con la mano a la caja que llevaba en el bolsillo de la chaqueta antes de sentarse de nuevo. Su estómago se tensó por el placer, anticipando el momento en que ella abriera la caja y viera el collar. No podía esperar a ponérselo y ver cómo le quedaba.

Las dos horas siguientes fueron horribles y su juego iba cada vez peor. Alí meneaba la cabeza ante sus errores. Renée sonreía y Rico fruncía el ceño.

–¿Qué voy a hacer contigo, Charles? –dijo Rico una vez hubo acabado la partida, mientras bajaban los dos en el ascensor. Renée ya se había marchado. Siempre era la primera en irse cuando terminaba el juego, sobre la medianoche. Aquel día se habían hecho las doce y media debido al retraso del comienzo.

–Jugaré mejor la próxima semana –dijo Charles tras soltar una carcajada. Pensaba que, para entonces, ya habría desatado toda su lujuria.

No se lo dijo a Rico. Él habría saltado ante la palabra «lujuria» y habría alardeado de llevar razón en que era la promesa del sexo era la que había embrujado a Charles aquella noche.

Pero Charles sabía que ése no era el caso. Era normal que Dominique y él estuvieran aún en esa fase en la que no se podían quitar las manos de encima. Al contrario que la mayoría de los matrimonios modernos, ellos no habían vivido juntos antes de la boda. ¡Ni siquiera se habían besado!

–¿Hablabas en serio cuando dijiste que Dominique y tú no ibais a esperar para tener hijos?

–¿Por qué iba a mentir sobre algo así? –dijo Charles extrañado ante tal pregunta.

–Pero todavía no la has dejado embarazada, ¿verdad?

–No. Está tomando la píldora. Pero dejará de hacerlo el mes próximo.

–Sinceramente no creo que sea una buena idea, Charles. Deberíais esperar al menos un año para dar ese paso. Trata de conocer primero a tu mujer un poco mejor. Al fin y al cabo casi no la conoces.

Charles comenzaba a estar un poco harto de la actitud negativa que Rico tenía hacia Dominique.

–Sé todo lo que necesito saber –contestó tenso–. Mira, Rico, me doy cuenta de que no te gusta Dominique. Probablemente pienses que es una cazafortunas, pero…

–Te equivocas –lo interrumpió Rico con expresión severa–. No pienso que sea una cazafortunas. Sé que lo es.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

CHARLES se dio la vuelta y apretó los puños.

–Mira, Rico, te lo advierto. Para de una vez por todas. El que Jasmine te tomara el pelo no significa que Dominique esté haciendo lo mismo conmigo. Mi mujer me quiere. Renée tiene razón. Estás celoso.

Las puertas del ascensor se abrieron al llegar a la planta baja y Charles le dirigió a Rico una última e inflexible mirada.

–Sugiero que te disculpes antes de salir del ascensor o puedes considerar nuestra amistad por finalizada –dijo con ira.

Rico parecía más preocupado que arrepentido.

–Lo siento, Charles. Lo siento más de lo que puedes imaginar. Pero no puedo dejar que te tomen por tonto. Y no puedo dejar que sigas adelante y que tengas un hijo con esa mujer. Tengo pruebas de lo que digo. Pruebas definitivas.

Charles echó la cabeza para atrás antes de que explotara toda su rabia.

–¿Pruebas? ¿Qué tipo de pruebas? –preguntó acalorado.

–Pruebas irrefutables.

–¿Como por ejemplo…?

–El tipo de pruebas que proporciona un buen investigador privado. Hechos y cifras. Conversaciones grabadas con sus antiguas compañeras de piso en Melbourne, gente con la que ha trabajado, hombres con los que se ha acostado. Puedes oírlas tú mismo cuando te plazca. Al igual que puedes leer un informe escrito. Tu mujer es una cazafortunas, Charles. No te andes con rodeos. Admitió abiertamente a sus compañeras de piso en Melbourne que su objetivo en la vida era casarse por dinero. Tú te convertiste en su objetivo después de que las cosas con su anterior candidato salieran mal y ella se viniera a Sidney.

Charles intentó tragar saliva pero tenía la garganta seca.

–Era su anterior jefe –continuó Rico sin piedad–. Jonathon Hall, un manager deportivo de éxito. Aunque no tan rico como exigía su estilo de vida, así que fue él el que acabó casándose por dinero. Al parecer Dominique se puso furiosa cuando él la plantó. Le dijo a una de sus amigas que la próxima vez no iría a por alguien con el atractivo y el encanto de Jonathon. Dijo que lo intentaría con alguien mayor que no se creyera un dios para las mujeres, alguien que estuviese muy agradecido porque una chica como ella lo hubiera mirado dos veces.

Charles quería gritar que nada de aquello era cierto. Dominique lo amaba.

Pero Rico continuó implacable con la revelación sobre la naturaleza de su adorada esposa.

–Dominique ni siquiera es su verdadero nombre. Es algo más simple, como «Joan» o «Jane». No recuerdo cuál. Se lo cambió por Dominique cuando llegó a Melbourne desde Tasmania a los diecinueve años. Lo que me recuerda que sus padres no murieron en accidente de tráfico como ella te dijo. Su madre murió de cáncer cuando ella tenía dieciocho y su padre aún sigue vivito y coleando. Vive en un pueblecito en la Costa Oeste y trabaja como encargado en una de sus propias minas. Charles, esa mujer es una mentirosa y un fraude en todos los aspectos.

Charles se quedó pálido. Casi no vio el horror en los ojos de Rico y se dio cuenta de que debía de parecer tan destrozado como realmente se sentía.

–Eh, Charles. No te desmayes encima de mí. Tío, no me daba cuenta de cuánto la querías hasta este momento. Creía que sólo era vanidad. Tío, tienes un aspecto horrible. Lo que necesitas es una copa de algo fuerte. Vamos a por una.

Rico llevó a Charles a un bar cercano, lo sentó en uno de los taburetes y le pidió un brandy. Se lo bebió en dos tragos y Rico le pidió otro.

El brandy pronto comenzó a hacer efecto y la sangre comenzó a volver a su cerebro. De pronto la desesperación que Charles sentía se convirtió en curiosidad y se giró en el taburete para mirar a Rico una vez más.

–¿Cuándo averiguaste todo eso? –preguntó de golpe–. Espero que no fuera antes de la boda.

–No. Contraté al detective mientras estabas de luna de miel. El informe completo llegó ayer.

–¿Pero, por qué, Rico? ¿Por qué se te ocurrió hacer algo así?

–Una de las compañeras de piso de Dominique es prima mía. Claudia. Se fue a Melbourne hace un par de años para cambiar de ambiente tras el fracaso de su matrimonio. Hace poco volvió a Sidney y se alojó en casa de una de mis hermanas. Yo estuve en una reunión familiar pocos días después de tu boda y les enseñé las fotos que había tomado. Entonces Claudia reconoció a Dominique. Dijo que tenía esa fijación con ser rica. Al parecer le dijo a Claudia que nunca ganaría suficiente trabajando toda su vida por un sueldo, así que la única solución era casarse por dinero. Todo lo que hacía era con el mismo objetivo. Encontrar un marido rico.

Charles expresó su desesperación con una palabra de cinco letras muy significativa.

–En efecto. Estoy de acuerdo contigo. Pero, al menos, ahora entenderás porque, después de lo que me dijo Claudia, consideré que era mi deber como padrino averiguar todo lo posible.

–Lo cual no podías esperar a contarme –dijo Charles con amargura–. ¿Pero con qué propósito? ¿Crees que me has hecho un favor abriéndome los ojos de esta forma? Podrías haberme dejado viviendo feliz en mi ignorancia. Eso habría sido más agradable.

–Iba a hacerlo. Créeme. Pero no después de lo que dijiste esta noche sobre formar una familia enseguida. No podía quedarme callado y dejar que lo hicieras, Charles.

–No veo por qué no –murmuró Charles.

–Las cazadoras de fortunas se dividen en dos categorías –expuso Rico–. Primero están las Jasmines de este mundo que se casan contigo por tu estatus y que jamás tienen la intención de estropear su figura teniendo bebés. Su plan es aprovecharse durante un tiempo a tu costa hasta que empiezas a hablar de hijos, como hice yo. Entonces se divorcian y te sacan todo el dinero que pueden con la pensión. El otro tipo, en el que está tu Dominique, son las que tienen un bebé tan pronto como pueden para cimentar su posición, asegurándose un acuerdo más fructífero cuando finalmente pidan el divorcio. El niño es un peón, no el preciado regalo que debería ser.

Charles quería llorar al pensar en toda la alegría que le había dado la idea de tener un hijo con Dominique.

–Por eso es por lo que he tenido que contártelo –dijo Rico poniendo una mano comprensiva sobre el hombro de Charles–. No sólo por ti, sino por ese bebé. Ningún niño se merece venir a este mundo por esa razón.

Charles movió la cabeza muy despacio asintiendo, aunque había una parte de él que aún deseaba que Rico hubiera permanecido callado. Probablemente ya nunca tendría un hijo.

–Líbrate de ella, Charles. Plántala. Divórciate. Tendrá suerte si consigue sacar un céntimo después de que el juez haya visto todas las pruebas que tengo contra ella.

Rico tenía razón con aquel consejo. Pero Charles sabía que no haría eso todavía. Quizá ni siquiera podía hacerlo.

Deslizó la mano en el bolsillo y palpó la caja del collar. Entonces su corazón dejó de sufrir y sintió una emoción muy distinta a la desesperación anterior. El amor que se convertía en odio era motivación excelente.

No, no se libraría de su recién estrenada esposa todavía. Tenía que pagar por lo que había costado ese collar, por lo que ella le había costado a él. Su orgullo masculino lo necesitaba. Su odio era el motor para ello.

Charles estuvo a punto de estallar al pensar en lo tonto que había sido. Un tonto ciego y arrogante. Desde el principio lo había manejado como a una cometa. Escabullirse en aquella fiesta de Navidad había sido un truco, al igual que lo había sido mostrarse recelosa a quedar con él, pero rechazar sus acercamientos una vez había aceptado salir con él fue su golpe de gracia.

Se sintió avergonzado al recordar lo triunfante que se había sentido cuando ella había dicho que sí a su proposición de matrimonio. Pero el triunfo había sido de ella, no de él.

Cuánto se habría reído a sus espaldas cuando Charles tomó la decisión de no acostarse con ella hasta la noche de bodas. Su temblor cuando se acercó a él aquella noche probablemente habría estado producido por la risa contenida. Y con respecto a la reacción que había tenido al hacer el amor…

Bueno, él sería el que reiría el último. Ya se vería cómo desarrollaba su mentira durante el mes siguiente.

Porque Charles iba a darse a sí mismo, y a ella, un mes. Un mes de venganza.

Esbozó una sonrisa al imaginar algunas de las cosas que planeaba hacer. Probablemente ella fingiría que se lo pasaría bien, como la manipuladora mercenaria que era.

–No te vas a divorciar, ¿verdad? –dijo Rico con tono de sorpresa.

Charles se dejó el resto del brandy que le quedaba. Emborracharse no estaba en su agenda para esa noche.

–No –dijo con una calma inquietante–. Aún no. Pero no te preocupes. No habrá ningún bebé.

Dominique no era la única que podía mentir y engañar.

–Ahora no sé si sentir pena por ti o por Dominique –dijo Rico.

–Yo no malgastaría tu compasión en ella si fuera tú.

–No harás ninguna estupidez, ¿verdad, Charles?

–¿Estupidez?

–Como estrangularla mientras hacéis el amor.

–¿Realmente crees que iría a la cárcel por una embustera como ella? –dijo Charles tras una fría carcajada–. Mi venganza nunca tomará esos derroteros, ni dejaré que se me vaya de las manos –añadió, se bajó del taburete y puso una mano sobre el hombro de su amigo, en parte para sujetarse y en parte para tranquilizarlo–. No te preocupes por mí, Rico. Sobreviviré. ¿Qué haces mañana?

–¿Mañana? Pues… voy a las carreras.

Charles frunció el ceño.

–Pero ninguno de nuestros caballos corre mañana, ¿verdad? No hasta la primavera.

Charles y Rico normalmente sólo iban a las carreras cuando corría algún caballo suyo.

–Sí, pero corren un par de caballos de Alí que tienen posibilidades. Algo se podrá hacer –añadió Rico–. ¿Por qué?

–Iba a pasarme para recoger el informe y las grabaciones. ¿Podrías dejarlas en mi casa a la que vas de camino a las carreras?

–No creo que sea una buena idea hasta que no te hayas calmado un poco.

–Estoy totalmente calmado –dijo Charles–. Tráelas, ¿de acuerdo?

Rico suspiró con resignación ante la petición de su amigo.

–Muy bien.

–Si por un casual hablaras con Dominique cuando te pases por allí, finge que te gusta. Utiliza ese encanto latino tan famoso que tienes.

–Si insistes.

–Insisto. Ahora debo irme. Dominique debe de estar esperándome como una buena mercenaria. No quisiera pensar que ha hecho el esfuerzo para nada.

–Charles, no me gusta lo que estás haciendo. No es propio de ti. Puedes ser un poco estúpido a veces, pero en general eres un buen tipo, que ya es mucho teniendo en cuenta que eres un millonario hombre de negocios. Mira, sé que estás disgustado y tienes todo el derecho a estarlo. Pero ahora no piensas con claridad.

–Pienso con más claridad de la que he pensado durante meses –dijo Charles mientras se reía.

–Quizá. Pero tu plan está mal. La venganza nunca llega a nada bueno. Es un sentimiento autodestructivo. Confía en mí. Simplemente líbrate de ella.

–Es lo que pretendo. Pero al final. Te veo mañana.