La vida en una caja de cerillas - Fatos Kongoli - E-Book

La vida en una caja de cerillas E-Book

Fatos Kongoli

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Beschreibung

«Una nueva sorpresa de la literatura albanesa.» Le monde Bledi Terziu, un reportero de la crónica negra sin trabajo y abandonado por su pareja, se desespera en la soledad de su recién instalado apartamento en el centro de Tirana cuando es visitado por una joven gitana. De resultas de sus escarceos, de forma accidental aunque no inocente, la muchacha muere y, entre el inútil intento de ocultación del crimen y la confusa desesperación por no ser culpable y considerarse sin embargo responsable, nuestro hombre reconstruye su pasado oscuro y miserable, por los vericuetos de la Tirana opresiva del régimen comunista y la corrupta e insensata de la transición, hasta llegar al año 2004, plenamente instalada la nueva sociedad liberal, con todo el brillo de sus luces y la oscuridad de sus lacras. Sin ahorrar perversidades ni negruras, Kongoli adopta por primera vez aquí una visión burlesca, no trágica, de su mundo y sus individuos, y nos ofrece, como otras veces, un cuadro del dolor y el desconcierto humano individual, siempre compasivo, en este caso los de un pobre diablo vapuleado por los vientos que soplan, víctima de su propio desatino.

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Seitenzahl: 360

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Índice

La vida en una caja de cerillas

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Notas

Créditos

La vida en una caja de cerillas

1

Cuando sonó el timbre de la puerta de la calle, él se encontraba junto a la mesa. Con una botella de Jack Daniel's consumida más allá de la mitad y un vaso vacío. El timbrazo, como temeroso, fue seguido por un pesado silencio y él creyó que se lo había inventado. Pero el timbrazo se repitió de la misma manera, como temeroso. Pensó en Dina, una de las camareras del bar situado en la planta baja del edificio, sobre cuya entrada aparecía escrito: La gaviota.

Desde hacía seis meses, justo el tiempo que llevaba instalado en el apartamento, bajaba a ese bar con regularidad para tomar el café de la mañana, en ocasiones también una copa por las tardes. Algunas veces permanecía allí largo rato, siempre en la zona donde servía Dina, en una mesa junto a la fachada de cristal. Al principio se sentaba en aquel lugar sin ninguna intención precisa, simplemente porque desde allí podía contemplar los movimientos de la calle. Al comienzo no sabía siquiera que la mesa donde se situaba correspondiera a la zona de Dina, cuyo nombre aún no conocía. Luego llegó un momento en que, por fuerza, se enteró de cómo se llamaba. En esa ocasión no se sorprendió al constatar que la otra sabía bastantes cosas acerca de él. Conocía, por ejemplo, el nombre de su esposa, tan célebre como su propio retrato: trabajaba en la cadena de televisión Sirius y entrevistaba a políticos y personalidades de altos vuelos. Según se cuenta, se atrevió a aventurar Dina, se han separado y ahora vive usted solo.

No le sorprendió que la camarera, de apenas veintidós años, estuviera al corriente de tantos pormenores acerca de su persona: él era el propietario del local donde estaba situado el bar, por cuyo alquiler obtenía una suma mensual de dos mil euros, detalle este al que Dina, suponiendo que lo conociera, no aludió. Partiendo del particular celo que ella ponía en servirle y del hecho de que se turbara leve pero invariablemente cuando él le dirigía la palabra, encontró natural invitarla a tomar una copa juntos. No en el café mismo. La invitó a que la tomaran en su casa, cinco plantas más arriba, invitación que la señorita, curiosa, aceptó. Una tarde le avisó de que subía por medio del portero automático. En cuanto oyó su voz, él se apresuró a abrirle la puerta de entrada al portal y a dejar abierta la de su piso, donde ella apareció al poco con una camiseta verde, una falda vaquera corta y su leve turbación habitual.

Antes de trasladarse a la cama de matrimonio del dormitorio, que aún no había estrenado ninguna mujer, mientras tomaban un whisky –pues a la señorita le gustaba el whisky–, él consideró necesario precisar que la entrevistadora de políticos y personalidades de altos vuelos no había sido su esposa en sentido estricto. Ellos se habían limitado a compartir el mismo lecho durante alrededor de dos años, hasta que un buen día a ella se le metió en la cabeza poner fin a su libre convivencia.

Dina no comprendió por qué el otro había considerado necesario hacerle aquella aclaración. En el gran salón, mientras tomaban whisky, sus ojos se toparon por todas partes, tanto en las paredes como sobre el televisor, con fotografías en diferentes poses de la mujer acerca de la que él afirmaba con insistencia que no había sido su esposa en sentido estricto. Una pregunta acudió de forma natural a la punta de su lengua. Si las cosas eran así, ¿por qué continuaba manteniendo por todas partes su retrato? La intuición femenina le aconsejó mantener la boca cerrada. Si las conserva, se dijo, significa que necesita conservarlas. Y como yo estoy aquí sólo para pasar la tarde, no tengo por qué meterme donde no me llaman.

Pasó la tarde allí buen número de veces. En ocasiones, alguna noche. El retrato omnipresente de la mujer –se encontraba incluso sobre la mesilla de noche del dormitorio, junto al lecho donde hacían el amor– no la incomodaba. Sin embargo un día, después de que hubieran hecho el amor, sus ojos se detuvieron en aquella efigie. Era una rubia de unos treinta años, con gafas graduadas y una mirada brumosa. Pensó que a la rubia de la fotografía le sentaban extraordinariamente bien las gafas. Tal vez por eso las lleva, argumentó a continuación, porque le sientan bien. Puede que también ella, si le sentaran bien, llevara unas, por pura cuestión de estética, sin graduar. No era tan descerebrada como una amiga suya que, porque alguien le había dicho que las gafas le quedarían muy bien, se compró unas, graduadas, de esas que se venden por los mercadillos, las llevó puestas durante un tiempo para hacerse la interesante y no sólo se convirtió en objeto de burla sino que estuvo a punto de quedarse ciega.

Debes de haberla querido mucho, le dijo al hombre mientras se encontraba aún tendida, con la cabeza apoyada en la almohada, contemplando a la rubia de la fotografía. Siguió un silencio y se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras. Él le dio la vuelta hacia sí. Hacerlo contigo es cien veces más bonito, observó. Ella no sabía follar. Fingía excitarse, pero en vano. Era de mármol, ¿cómo se puede hacer el amor con una estatua?

Se levantó y comenzó a vestirse. Ella permaneció en la cama, con un leve sudor, confundida. Más que nada con el fin de recuperar el control después de aquella vulgaridad inesperada de su pareja, fue al baño y permaneció bajo la ducha durante largo rato. Al salir, vestida y más tranquila, lo encontró en el salón, con la botella de whisky delante. Habrás pensado que estoy loco, se dirigió a ella de pronto. Ella se quedó helada. Percibió un destello extraño en los ojos de él. No es verdad, se apresuró a responder. No mientas, insistió el otro, has pensado que soy un loco. Ella, señaló con la mano el retrato de la rubia, me decía a menudo que estoy loco... La camarera, desconcertada e incómoda, se esforzó por darle a la conversación un tono desenfadado. No tengo razones para pensar de ese modo sólo porque, según acabas de decir, tu ex esposa... perdón... la mujer con la que has convivido unos dos años, no sabía follar, mientras que yo sí sé hacerlo. Me agrada el elogio. Y no es por devolverte el cumplido, pero tú también lo haces muy bien.

Poco más tarde, fuera del apartamento, esperando el ascensor para bajar, resolvió no volver más por allí. Aquel hombre guardaba en su interior algo febril, que la atemorizaba. No, no volvería más a su casa, independientemente de que, como había declarado con toda sinceridad, follaba muy bien, con una energía incontenible. Tal vez por esa razón incumplió su decisión al día siguiente. Mientras tomaba el café de la mañana, que ella le sirvió en su mesa habitual, él le dijo que, si quería, la esperaba por la tarde. Y ella aceptó.

El sonido del timbre se repitió por tercera vez, siempre apocado, como temeroso. Consultó el reloj: las doce y veinte minutos. Descartó la posibilidad de que se tratara de Dina. Ella lo visitaba raramente a aquella hora. Y nunca subía a su casa estando de servicio en el café. Cuando lo hacía, le avisaba por medio del portero automático.

Cogió la botella, llenó el vaso y se bebió la mitad de un trago. Con el vaso en la mano se dirigió hacia la puerta. Cuando la abrió se sintió decepcionado al encontrarse con una gitana. No esperaba a nadie, pero mucho menos a una gitana. Casi irritado, sintió deseos de quitarse de encima a aquella visitante, inusual en su edificio, cerrándole la puerta. En el último momento cambió de opinión. Le echó una mirada de la cabeza a los pies y dijo para sí: ¿Y por qué no? ¡Ven!, se dirigió a ella, ¡entra!

La otra no entendió de inmediato la invitación. Era joven, dieciocho o diecinueve años. Llevaba puesta una blusa abierta en el pecho, donde le colgaba una pequeña cruz. Aquel día de julio hacía calor, era natural que llevara la blusa desabotonada, sin preocuparse porque sus pechos atrajeran las miradas de los hombres. A ella no le inquietaban las miradas de los hombres. Pero nunca le había ocurrido encontrarse así, a solas frente a un payo, cuya mirada de pies a cabeza había sentido hasta en las profundidades de sus entrañas. Encima, el tipo la invitaba a entrar. Interpretando la invitación por su cuenta, le replicó: ¡Quita hombre, qué más quisieras tú!

Él no repitió la invitación dos veces. Nada más formular la muchacha su respuesta, le cerró la puerta, se la estampó en las narices. Luego fue a sentarse en el sillón, junto a la mesa. Una lástima, murmuró clavando los ojos en el retrato de la rubia con gafas de la fotografía situada delante, sobre el aparato de televisión. Practicaría el sexo aquí, en el sofá, para que me vieras desde todas tus posiciones. Con una gitana... ¿Qué te parece con una gitana? No estaba tan mal...

Por cuarta vez, el sonido del timbre interrumpió el discurrir de sus pensamientos. Contempló una vez más el retrato. Parece que ha cambiado de opinión, se dijo, y fue a abrir la puerta. La muchacha dio unos cuantos pasos indecisos hacia el interior. Él creyó entenderla, se encontraba por primera vez en un ambiente que le resultaba ajeno. Se le acercó y la invitó a que tomara asiento en uno de los sillones. Ella no aceptó. Quiso saber por qué la había invitado a entrar, qué quería de ella. Él fue directo al grano. Para que lo hagamos, le dijo. Si tú quieres, añadió al observar que el rostro de ella se fruncía un tanto, si es que te apetece. Yo sólo follo cuando se me antoja, le replicó la otra, no soy de las que lo hacen por dinero. No te estoy pidiendo que follemos a cambio de dinero, precisó él. Podemos hacerlo por placer. ¡Si no tienes ganas pídeme lo que quieras, lo que se te antoje, y lárgate de una vez!

La muchacha comenzó a deambular por el salón contemplando el retrato omnipresente de la rubia con gafas sin hacer el menor comentario, ni una sola pregunta. Fue él quien le preguntó: ¿Cómo has llegado hasta aquí arriba?, le dijo, ¿quién te ha abierto la puerta? Nadie, le respondió ella, la encontré abierta. He llamado una por una a todas las puertas, de piso en piso, pero no había nadie. Aparte de ti. Y resulta que tú quieres que nos acostemos. ¿Sabes que estoy comprometida y que, si mi novio se entera, se presenta aquí y nos mata a los dos?

Él dio un trago al vaso de whisky. El cuerpo de la muchacha emitía un fuerte olor, el olor de quien lleva largo tiempo sin lavarse. Le invadió la repugnancia, sin embargo insistió: Tu novio no nos ve ni tiene por qué enterarse. Ahora elige: te quedas o te largas antes de que te tenga que sacar yo... ¡Venga, hombre!, le cortó ella, ¡que me vas a asustar...! Prueba sólo a tocarme con la mano y me pongo a dar alaridos. Y tras decir esto se instaló en uno de los sillones.

Por un instante, él recuperó la sobriedad. Esto se está convirtiendo en una locura, se dijo. Tengo que echarla de aquí antes de que sea tarde. Entretanto la otra, arrellanada en el sillón, lo contemplaba con gesto retador. ¿Qué, vamos, por qué no me follas? ¿O es que tienes miedo de que me ponga a gritar? No, le replicó él, no tengo miedo de que grites. Aquí puedes gritar tanto como quieras, no te va a oír nadie. No me acuesto contigo porque estás mugrienta, hueles mal. ¿Cuánto hace que no te lavas?

¡Chúpame el culo!, exclamó la muchacha y se puso en pie. Él creyó que, tal como estaban yendo las cosas, intentaría marcharse. No sucedió así. La joven comenzó de nuevo a deambular por el salón, deteniéndose unos instantes ante cada fotografía de la rubia con gafas. También esta vez se abstuvo de hacer el menor comentario, tampoco le dirigió ninguna pregunta. Al final de la inspección expresó una petición inesperada. Enséñame donde está el cuarto de baño, le dijo. Quiero lavarme. Tu baño debe de ser como los de las películas, con ducha y con bañera. Él le respondió que su cuarto de baño era como los de las películas. Si lo deseaba, podía entrar en aquel mismo momento y lavarse cuanto quisiera. La joven se apresuró a replicarle con su expresión acostumbrada: ¡No, hombre, qué más quisieras tú! Luego, la idea de un hombre payo le gustó. Al menos eso es lo que le pareció a él.

La tomó de la mano y la arrastró hacia el baño. Ella lo siguió sin dar muestras de resistencia. El cuarto de baño estaba bien provisto, con todos los aparatos necesarios, de producción italiana, blancos; en cuanto al suelo y las paredes, aparecían recubiertos de azulejos de color azul. Bajo el efecto del whisky, ya no percibía su fuerte olor. Y le poseyó un deseo ciego de practicar el sexo con ella, en la bañera, con independencia de que el omnipresente retrato pudiera verlo o no. Con ademanes febriles, reguló el grifo del agua. La bañera comenzó a llenarse y él derramó en ella una porción de gel. La muchacha continuaba de pie, observando cómo crecía la espuma. Mientras la bañera se llenaba y la espuma crecía, percibió de nuevo el fuerte olor de la otra. Estoy loco, se dijo. Yo estoy loco; tengo que echar de aquí a este ser apestoso. En lugar de eso, cuando la pileta se llenó del todo, le pidió que se desnudara. Ella le respondió que sólo se desnudaría si él salía del cuarto de baño. Pronunció esta frase con su acento gitano característico, en el que él siempre creía percibir algo de incitante. Se echó a reír, la otra estaba coqueteando.

Salió del baño, caminó hasta la mesa y se terminó el whisky que quedaba en el vaso. Desde allí se dirigió al dormitorio. Se desnudó, sacó de la cómoda un albornoz, se envolvió en él y regresó de nuevo al salón. Los retratos omnipresentes de la rubia con gafas lo contemplaron en silencio. Un silencio despectivo, según le pareció. Los eludió y, sin esperar a más, se dirigió al cuarto de baño.

La muchacha acogió su aparición con un grito. Si se hubiera encontrado en estado normal, habría podido comprender que aquel grito no incluía el menor deje de coquetería. Pero sus sentidos interpretaron el mensaje erróneamente. De modo que se quitó el albornoz, lo colgó de una percha de la pared y, exponiendo ante la gitana sus genitales, se introdujo en la bañera situándose frente a ella. Nada más sentir el contacto de las piernas del hombre bajo el agua, la muchacha se acurrucó en el otro extremo. ¡Ni se te ocurra acercarte!, le dijo en tono amenazador, ¡no te atrevas, te digo! Y trató al mismo tiempo de cubrirse los pechos con las manos. Unos pechos redondos. Un rostro casi bonito. El cerebro de él, sometido al imperio de los sentidos, recibió de ella una imagen extraordinariamente hermosa. Y muy sensual además. Cegado por el deseo, no fue capaz de percibir un destello salvaje en los ojos negros de la muchacha, desprovisto del menor rastro de coquetería. La ceguera se hizo completa cuando la muchacha trató de ponerse en pie: saltó sobre ella con el instinto de un depredador que se abalanza sobre su presa para impedir que se le escape. Durante unos instantes consiguió retenerla entre sus brazos. Sintió su cuerpo cálido estremecerse, sus piernas abiertas, sus pechos suaves rozando el suyo y, cuando creía que, con su contacto, ella se dejaría por fin llevar, dejó escapar un aullido de dolor: le había clavado los dientes en la tetilla izquierda.

Instintivamente la golpeó. Sin calcular la fuerza. No pretendía más que librarse del dolor de la mordedura en el pecho izquierdo, donde ahora sangraba una herida. ¡Estúpida!, le gritó gimiente, ¡imbécil! Y ofuscado por el dolor necesitó un buen rato para comprender lo que había sucedido: el cuerpo de la muchacha yacía fuera de la bañera en una posición aterradora.

Le recorrió un estremecimiento. La otra estaba tendida de espaldas con los ojos abiertos, uno de sus brazos extendido como si pretendiera cubrirse el sexo, el otro doblado sobre los pechos. Su cabeza aparecía apoyada sobre el bidé. Salió de la bañera y se aproximó a ella. Sin atreverse a tocarla le suplicó que se dejara de bromas. ¡Levántate!, le dijo, ¡deja ya de fingir! No obtuvo respuesta. Ella continuaba en la misma postura espeluznante, con la mirada clavada en alguna parte. Se inclinó entonces sobre ella, le alzó la cabeza con las dos manos y se quedó aterrado. Sus manos chorreaban sangre. El borde del bidé también estaba ensangrentado. Una mancha de sangre se iba extendiendo por las baldosas del suelo. ¡Dios mío!, balbució, ¡Dios mío! Y sintió náuseas. Abandonó a la muchacha y dio un salto hasta la taza del WC, donde los vómitos se desencadenaron brutalmente hasta que no le quedó otra cosa que arrojar que las tripas mismas. La primera idea que acudió a su cerebro fue correr hacia el pasillo para telefonear al servicio de urgencias, pedir ayuda, en su apartamento acababa de producirse un accidente. Eso es lo que hizo. Salió del cuarto de baño, llegó junto al teléfono colgado de la pared, levantó el receptor y, en el último momento, cuando se disponía a marcar el número de urgencias, quedó paralizado. Justo enfrente, muy cerca de él, su mirada se topó con uno de los retratos de la rubia con gafas. Te lo tengo dicho, le reprendió ella. Tú estás loco. ¡Completamente loco!

Bajó los ojos tratando de evitarla y reparó entonces en que estaba desnudo. Se encontraba ante la rubia completamente desnudo, mojado, cubierto a trechos de espuma y con las manos ensangrentadas. Está muerta, es inútil que llames a urgencias. No hay equipo de urgencias que la devuelva a la vida. Levantó la cabeza para averiguar si estas palabras procedían del retrato o habían surgido de su fuero interno. Regresó al cuarto de baño con la esperanza de un milagro. Tal vez la muchacha simplemente había perdido el conocimiento, y de un instante a otro volvería en sí. Toda esperanza se desvaneció nada más penetrar en el cuarto de baño: la otra continuaba allí en idéntica postura, con los ojos abiertos, la mirada fija en alguna parte. Le vencieron los sollozos. Luego comenzó a rogarle a la muchacha que despertara. En cuanto lo hiciera, él saldría del cuarto de baño. Ella tomaría su baño a su gusto y luego él le daría lo que se le antojara. Todo había sido un simple antojo repentino, ella no podía castigarle tan severamente sólo por causa de un antojo.

La joven continuaba inmóvil. Sin embargo él no cesaba de llorar y de suplicarle. Cuando ya no tuvo fuerzas para una cosa ni para la otra, le asaltó una especie de iluminación. Avisaré a la policía, pensó. Ellos se ocuparán del resto. Un tanto sosegado por esta decisión, vació la bañera de agua para darse una ducha, mientras el cadáver permanecía tendido junto al bidé. El esmero en lavarse le llevó un largo rato. Nunca utilizaba champú para el pelo ni gel de baño para el cuerpo. Usaba únicamente jabón Palmolive para ambos usos. Fiel a una costumbre heredada de la infancia, se enjabonaba tres veces la cabeza y dos veces el cuerpo con ayuda de una esponja. Era incapaz de decir por qué razón enjabonarse tres veces la cabeza y dos el cuerpo constituía la norma obligatoria para considerarse limpio. Pero esta vez le pareció insuficiente. Tenía la fuerte impresión de que, por mucho que se frotara el cuerpo y las manos, las manchas de sangre de la joven permanecerían allí. Por supuesto, no era más que una impresión y, finalmente, salió de la bañera. Para dirigirse al salón se vio obligado a pasar por encima del cuerpo de la muchacha, y no pudo evitar que sus ojos se cruzaran con los de ella, desencajados, con el sello del pavor. La calma ilusoria de pocos momentos antes le abandonó y cayó nuevamente presa de una negra angustia.

Envuelto en el albornoz, en lugar de dirigirse al teléfono para avisar a la policía, se derrumbó en el sillón situado junto a la mesa. De forma automática, su mano fue a parar a la botella. La cogió, llenó el vaso vacío y se lo bebió como si fuera un vaso de agua... Ya que no eres capaz de llamar a la policía, concluyó, el resultado de esta historia es fácil de imaginar: ¡te pudrirás en la cárcel!

No supo de dónde procedían estas palabras. En todo caso, no del teléfono colgado de la pared, cuyo timbre sonó justo en ese momento. Sintió una sacudida. Alarmado, se aplastó contra el respaldo del sillón, con los ojos fijos en la botella y el vaso situados sobre la mesa, ambos vacíos. El timbre continuó sonando, cinco, diez, mil veces, tantas que se sintió tentado de abalanzarse sobre el aparato, arrancarlo de la pared y estrellarlo contra el suelo. Consiguió hacer algo más razonable: se apresuró a coger el móvil colocado encima de la mesa y, por miedo a que también se pusiera a sonar, lo silenció. Luego, la calma lo invadió todo. Él continuó hundido en el sillón, frente al vacío de la botella y del vaso, incapaz de moverse, incapaz de razonar, de encontrar una solución más conveniente que llamar a la policía.

Al cabo de dos o tres minutos, puede que dos o tres horas, salió del aturdimiento. Tras él, al lado contrario del salón, más allá de la estantería que ocupaba buena parte de la superficie de la pared, se encontraba el mueble bar. En una de sus repisas, como por todas partes, se encontraba el retrato de la rubia con gafas. Escogió una botella, de Jack Daniel's por supuesto, y antes de que la rubia le hablara se apresuró a escabullirse. Necesitaba beber, recuperar la claridad de ideas. Librarse de aquella negra angustia. Y en cierto modo lo consiguió. Tras dejar la botella a la mitad se sintió tranquilo. Tan tranquilo que se quedó dormido. Hasta que, en cierto momento, lo despertó una suerte de estruendo.

Abrió los ojos casi aterrado. Sobre todo sorprendido: lo envolvía una profunda oscuridad. A través de las tinieblas llegaba a sus oídos el rumor de la lluvia. Se movió con apatía en el sillón, percibiendo el choque arrebatado de la lluvia sobre los cristales. ¡Habría sido maravilloso no despertar!, se dijo, ¡quedarse para siempre en las tinieblas de la nada! ¡Como esa estúpida gitana!

Un relámpago rasgó la oscuridad, seguido rápidamente de un nuevo estruendo. Se estremeció. Todo el salón apestaba. Se preguntó si todo el apartamento conservaba el fuerte olor del cuerpo de la gitana o si su cuerpo tendido en el suelo del cuarto de baño –no sabría precisar cuánto tiempo llevaba allí– se estaba ya descomponiendo por efecto del calor del día que había cedido su lugar a una noche tormentosa. Sin encender ninguna de las luces, abrió las ventanas. Con el albornoz sobre los hombros, se dirigió al dormitorio, abrió también allí la ventana, se puso un polo, unos pantalones vaqueros y encendió unos segundos la lámpara de la mesilla de noche. Aprovechó esos segundos para mirar el reloj: las diez y media. Sólo me queda una solución, se dijo, hacer desaparecer el cuerpo.

Apagó la lámpara y regresó al salón. Por las ventanas abiertas penetraba el aire fresco y húmedo, que había expulsado el hedor. Es imposible que el cuerpo humano se descomponga con tanta rapidez, pensó. Y comprendió que al fin era capaz de razonar. La cuestión se planteaba de forma bien sencilla: con un poco de cuidado, con un poco de suerte asimismo –la tormenta de aquella noche parecía de buen augurio para él–, lo conseguiría. Si lograba bajar el cuerpo de la gitana sin ser visto –había dejado su coche en el aparcamiento situado delante del edificio–, el asunto podría considerarse arreglado. La muchacha había llegado hasta su casa por casualidad. De acuerdo con sus propias palabras, nadie la había visto colarse en el edificio, subir las escaleras y llamar a su puerta. Ellos no se conocían de nada. Comoquiera que fueran las cosas, si él conseguía sacarla de su casa y dejarla en cualquier parte, a nadie se le ocurriría establecer un vínculo entre el cadáver y él. Sabía de montones de casos de cadáveres encontrados en fosas y otros parajes, en elevado estado de descomposición, arrojados allí por asesinos desconocidos y nunca identificados. También yo, se dijo, puede que acabe incluyéndome en la categoría de los asesinos sin identificar.

Quiso confiarle esta idea a la rubia con gafas, pero no podía verla a causa de la oscuridad. Se dirigió entonces a la gitana. Si consigo meterte en el maletero de mi coche sin que nadie me vea, quedaré incluido en la categoría de los asesinos sin identificar. En lo que se refiere a ti, pobre imbécil, te proporcionaré la oportunidad de convertirte en una celebridad. A título póstumo, según se dice, después de muerta. Eso te lo garantizo. Yo soy periodista, ya sabes. Más exactamente, lo he sido hasta hace unos meses, antes de romper con la rubia de las fotografías.

Se esforzó desesperadamente por vestir a la víctima con sus propias ropas. Tarea no precisamente fácil. En vano probó a cerrarle los ojos. En vano intentó estirarle los brazos, enderezar su cuerpo doblado, alzarle la cabeza caída sobre el bidé. Por fortuna, no tenía mucha ropa que ponerle. La encontró toda arrojada en un rincón del cuarto de baño: unos pantalones de chándal de color azul con bandas blancas a los costados, una blusa roja de tres botones. Zapatillas de deporte blancas. Calcetines de color gris. Bragas negras. Las piernas le habían quedado tan abiertas que probablemente no conseguiría calzarle bien las bragas.

Mientras comenzaba por ponerle los calcetines, su mirada se topó con una de las manos que la joven había extendido hacia su sexo, se diría que intentando cubrirlo, lo mismo que parecía haber intentado taparse los pechos con la otra. Imbécil, le dijo, ni siquiera has llegado a decirme tu nombre. Tus ancestros puede que procedieran de la India, pero tú llevas una cruz, de modo que eres cristiana. ¿O tal vez la llevas porque sí, sin ningún motivo religioso? Voy a bautizarte. Te llamaré Jade. Puede que ya te lo hayan dicho, pero te pareces a la Jade de la serie de televisión. A la rubia con gafas de las fotos le encantaba. Y a estas alturas es ya un nombre de moda en todo el país. ¿Cómo se te ocurrió venir a mi casa?

Intentó una vez más ponerle las bragas, pero esta vez conformándose con una solución de compromiso: se las metió por una sola pierna. Consiguió enfundarle los pantalones y subírselos hasta arriba, casi a la altura del ombligo. Luego, las zapatillas. Hasta aquí, la gitana no había presentado gran resistencia. Pero cuando se afanó en ponerle la blusa, se opuso decididamente. Pese a todos sus esfuerzos, se negó a flexionar siquiera un poco los brazos, de modo que se vio obligado nuevamente a recurrir a una solución de compromiso. Con una mano le levantó la cabeza y con la otra le pasó la blusa por el cuello, al revés. El resultado era bastante satisfactorio, pues tanto la cara como los pechos quedaban relativamente cubiertos, pero ya fuera porque tenía sangre en las manos, ya por el fuerte hedor que invadía el cuarto de baño, vomitó por segunda vez. Expulsó una mezcla de bilis y whisky. Aunque eso no le impidió llevar a término la primera fase de su plan. Salió del cuarto de baño, siempre sin encender ninguna luz, fue al dormitorio y allí, de un maletero, extrajo una manta que extendió sobre el suelo, junto a la puerta del baño, de donde extrajo el cuerpo de la joven arrastrándolo por los pies. Lo colocó sobre la manta y a continuación lo envolvió formando un rulo. La contemplación del resultado le pareció decepcionante: era lo mismo que ocultar un minarete en un cesto.

El ruido de la tormenta le recordó que, en todo caso, tenía un aliado en aquella noche negra: la lluvia. A intervalos, tras breves momentos de calma, volvía a desencadenarse con violencia, como si pretendiera desalojar las calles de gente y de ese modo ofrecerle la oportunidad de consagrarse con mayor determinación a la segunda fase de su plan, sacar el cadáver del apartamento.

La primera trampa le esperaba en el pasillo, que debía recorrer para llegar al ascensor. Podía salvarla vigilando primero desde la puerta, para salir a continuación con su carga sólo tras haberse asegurado de no tener algún encuentro inesperado. Una vez en el pasillo, llegaría al ascensor en cuestión de segundos. Con la gitana en brazos, se entiende, que no debía de pesar más de cincuenta kilos y, como su cuerpo estaba encogido, podría echárselo a la espalda con facilidad. Incluso si pesara algo más, pongamos sesenta kilos, no le resultaría demasiado dificultoso cargarla hasta el ascensor, luego hasta la planta baja, y desde allí a la calle, para introducirla en el maletero del coche. A fin de contar con el máximo de posibilidades a su favor, debía ingeniárselas para que la cabina del ascensor estuviera en su planta cuando él saliera; en cuanto al coche, debía encontrárselo dispuesto en la calle, al borde de la acera.

Hacia las dos de la madrugada tuvo la certeza de que había llegado por fin el momento adecuado para sacar el cadáver. Se encontraba en el balcón, pegado al muro, vigilando los movimientos de la calle. Entretanto se había dado ya una segunda ducha: había vuelto a mancharse de sangre durante la operación de vestir y luego envolver el cuerpo en la manta. Y tenía la persistente sensación de que su propio cuerpo apestaba a podredumbre.

Abandonó el rincón de su balcón y, sin encender una sola luz tampoco ahora, trató de situar el cadáver envuelto en la manta en posición vertical. Ésta resultó ser una maniobra un tanto costosa. Jade, se quejó, pareces de plomo. Seguro que tienes los huesos bien sólidos.

En un segundo tiempo, se cargó el cuerpo a la espalda. Lo siento mucho por ti, le susurró. Pero según parece era algo que estaba escrito, y no hay nada que se pueda hacer contra lo que ya está escrito. Mirándolo bien, tú eres la más beneficiada, has saldado tus cuentas y no le debes nada a nadie. A la vida que llevabas, tengo la impresión, no podía llamársele vida. En todo caso, no era mi intención arrebatártela, no tenía necesidad. No sé qué hacer siquiera con la mía...

Si en ese momento hubiera aparecido alguien en el descansillo de la planta (uno de sus vecinos o cualquier otra persona que pasara por casualidad), se habría abandonado al capricho del destino. Incluso con cierta especie de alivio. Pero, al parecer, aquella noche, el destino estaba decididamente de su lado, pues no quiso que se cruzara con nadie. No tuvo, pues, otra opción que dirigirse hacia el ascensor. La cabina era un tanto estrecha y hubo de penetrar de costado junto con su carga.

Ya en la planta baja, salió con calma del ascensor y, con la misma calma, abrió la puerta de entrada del portal para encontrarse acto seguido sobre la acera. La lluvia lavaba la calle desierta al mismo tiempo que su coche, un Mercedes de color negro. No se tomó siquiera la molestia de mirar a su alrededor. A través de la intensa lluvia llegó hasta el coche, abrió el maletero y, con gran delicadeza, depositó la carga en el interior. Aquí estarás bien, le dijo, no te mojarás.

Permaneció durante un rato en pie, bajo la lluvia, a la espera de que surgiera alguien y le dijera: «Señor mío, su juego ha terminado». Nadie apareció. Solamente el rótulo de La gaviota, en lo alto de la fachada, iluminaba pálidamente aquella zona de la calle. Tal vez por esta razón aún tenía dificultades en creer que podía sentarse al volante y arrancar. En realidad, así lo hizo, se sentó ante el volante, pero no arrancó de inmediato. Sintió que le invadía una inmensa fatiga. Y apoyando la cabeza sobre el volante, murmuró: Jade, ¿qué voy a hacer contigo ahora? ¿Adónde te llevo?

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¡Pobres padres míos! Continúan viviendo en la casa donde yo nací, hace treinta y dos años, un piso en la tercera planta de un edificio con tejado situado en una zona antaño entre las más codiciadas de la capital. Se encuentra no muy lejos del bloque, con unas cuantas callejuelas tranquilas y llenas de verdor donde llamaban la atención los ejemplares de mimosa, que nadie osaba tocar ni siquiera cuando florecían. Los activistas del barrio las protegían de los malhechores con la misma diligencia que mostraban en descubrir sobre los tejados de los edificios alguna antena de televisión orientada de modo que pudiera captar las ondas de la RAI o de alguna cadena de televisión yugoslava.

Mis padres no eran activistas. Eran ciudadanos normales, obedientes. No salían con el grupo de activistas a controlar las antenas sobre los tejados de los edificios o en otras misiones de tipo parecido, pero cumplían con escrúpulo ejemplar la totalidad de las instrucciones. Por poner un ejemplo, todos los domingos por la mañana iban a limpiar las callejuelas en torno a nuestro edificio. En ocasiones, para dejar testimonio de su celo, se llevaban consigo a Anila, mi hermana, para las labores de limpieza, hasta que ella se hartó y les hizo una escena. Les amenazó con tirarse al lago si la obligaban a salir los domingos de trabajo voluntario en la recogida de basuras. Mis padres no debieron de creerse que fuera a cumplir su amenaza, sin embargo se asustaron. Por aquellas fechas se había ahogado en el lago una muchacha del barrio, nunca se supo por qué motivo, circularon toda clase de versiones. De cualquier modo, la causa de su ahogamiento no debía de estar relacionada con la obligación de desperdiciar con trabajos voluntarios la mañana del único día de descanso de la semana. Si vosotros habéis decidido haceros viejos siendo unos esclavos, lo siento mucho, no depende de mí, pero a mí dejadme tranquila, zanjó así la escenita amenazadora Anila. Después de este bombazo, mi padre y mi madre se miraron el uno al otro. La palabra «esclavos» debió de hacerles estremecer hasta el tuétano de los huesos. No volvieron a obligar a Anila a salir de trabajo voluntario los domingos. Ella no habría vacilado en arrojarles de nuevo a la cara aquella temible palabra, «esclavos», y como, según se creía, hasta las paredes oían, la peligrosa palabra podía ser trasladada más allá, llegar hasta los oídos de los activistas del barrio, y de éstos todavía más lejos, y eso era lo mismo que jugar con fuego.

Mis pobres padres no querían jugar con fuego. Eran ciudadanos honestos, sumisos. Tanto que me dan ganas de llorar.

Entonces, a comienzos de los años ochenta del siglo pasado, yo era pequeño y no comprendía el significado de la expresión «jugar con fuego». Por aquel entonces continuaba durmiendo en la misma habitación que mis padres, en una crujiente cama de madera situada junto a su lecho matrimonial, del lado de mi madre. De acuerdo con mis cálculos, mis padres me mantuvieron en su dormitorio hasta la edad de ocho años. Tierna edad, pero no tan inocente como para no comprender ciertas cosas. Por ejemplo, cuando ellos hacían el amor y yo fingía dormir.

Con el fin de intentar aclarar un tanto por qué continuaron teniéndome hasta tan tarde en su habitación, en aquella cama de madera donde, antes que yo, había dormido Anila, es preciso describir la casa. Por Dios, diréis vosotros, déjanos en paz con tanta casa. ¿Qué nos vas a contar ahora? Tenéis razón, la casa en la que yo nací no era ningún castillo aristocrático ni palacio principesco de los que merezca la pena hablar. No obstante solicito disculpas y permiso. En aquella casa se inicia y finaliza todo lo relacionado conmigo. Fuera de ella me siento como un caracol que ha salido de su concha, la ha extraviado y se esfuerza en vano por reencontrarla. Un caracol en busca de la concha perdida.

Era un piso estándar, dos habitaciones y cocina-comedor. Habitaciones corrientes, de techos relativamente altos comparados con los de los pisos en los que vivían mis compañeros de otros barrios, en edificios construidos más tarde que los de la zona donde vivía yo, a los que llamaban cajas de cerillas. Si bien las habitaciones eran poco más o menos aceptables, la cocina-comedor era en sentido estricto una caja de cerillas. El pasillo aún más estrecho. Lo mismo que el cuarto de baño. Por no mencionar el sótano. Todos los edificios de nuestra zona, de dos y tres plantas, construidos en ladrillo rojo, sin enfoscar, tenían sótano y cada familia tenía derecho a utilizar el que le correspondía. Como nosotros el nuestro. En la adolescencia yo acudía allí con frecuencia, era mi territorio de escape.

Si el sótano constituía para mí un espacio de libertad, en casa existía un territorio sagrado: la sala. Entonces mis padres no tenían allí un verdadero icono como sí ocurre hoy. Lo digo desde el principio: mis padres son creyentes. De este hecho me enteré tarde, en la época moderna, cuando ellos ya no tenían miedo y dejaron de ocultarlo. Entonces comenzaron a ir a la iglesia, a encender velas y a asistir a las ceremonias, y colocaron en el salón una imagen de la Virgen, reliquia de la familia de mi padre, que habían logrado ocultar durante toda una vida. En la época premoderna o prehistórica, llamadla como queráis, para evitar la mirada del maligno –no se excluía la posibilidad de que el maligno consiguiera penetrar en nuestra casa–, en lugar de la Virgen, ellos tenían en el salón el icono oficial.

Al nacer yo, Anila había cumplido ya los ocho años. Con frecuencia me he devanado los sesos tratando de averiguar por qué mis padres me trajeron al mundo tras un descanso de ocho años. Pero al parecer ¡así es como se resuelven las cosas en este mundo! En caso contrario, si en la reproducción de la especie humana se tomara en cuenta la opinión de los llamados a desempeñar un papel posterior, yo no habría aceptado venir al mundo, mucho menos ochos años después de que lo hiciera mi hermana. Me habría opuesto de forma categórica a la idea de mis padres a propósito de mí, si es que tuvieron realmente alguna idea y excluimos una posibilidad tan probable como que mi llegada haya sido accidental, es decir, no proyectada ni deseada. (No lo sé ni lo sabré nunca: ¿fingía dormir Anila en el momento en que mis padres me gestaban en la oscuridad de la habitación?) Una cosa es segura: a mí no me preguntaron si deseaba o no venir al mundo. Nadie nos pregunta por eso. Nadie ha sido ni será preguntado nunca. Atropellan nuestros derechos ya antes de nacer.

¡Mis pobres padres! Si yo les confiara estas reflexiones se pondrían a rezar por mí.

Con mi arbitraria llegada a este mundo, con la sola excepción de dos noches, Anila continuó durmiendo en la cocina-comedor. ¡Digo cocina! No recuerdo que aquella pequeña estancia fuera utilizada en efecto como tal. Había allí una mesa, dos sillas, una estufa de leña, un caballete sobre el que se apoyaba el televisor y un sofá. La colocación de este último fue posible tras una modificación. Unos meses antes de mi nacimiento, le fue arrebatada al pasillo una extensión de dos palmos. Simultáneamente, el fregadero fue desplazado de la cocina al cuarto de baño, junto al lavabo. El espacio conquistado de este modo trajo consigo una ampliación de la estancia y posibilitó la colocación del sofá donde, con una pausa de sólo dos noches, Anila durmió hasta el momento de casarse, en que se marchó con su marido. Durante todo este periodo yo dormí en el canapé de la sala, el espacio sagrado de la casa.

Al cumplir los ocho años se me dijo que en adelante dormiría en la cocina, en el diván. A decir verdad, tal notificación no me llegó por sorpresa. Dormir en la misma habitación que mis padres se había convertido para mí en un tormento. Debía de estar en segundo de primaria y, entonces, en las conversaciones con los compañeros de mi edad, yo defendía una tesis divina: todos nosotros habíamos nacido de la axila de nuestras madres. Sólo unos pocos apoyaban mi teoría. La mayoría se burlaban de mí. Por lo que recuerdo, me alteré mucho al tomar conocimiento de un hecho turbador: los niños no salían de la axila de sus madres sino de un órgano cuyo nombre utilizaban los golfillos en sus insultos. Y lo más inquietante era que nuestro padre y nuestra madre debían hacer el amor para que naciéramos nosotros. Los muchachos no decían «hacer el amor»; en lugar de esa expresión utilizaban un verbo considerado sucio y perteneciente una vez más al vocabulario de los golfos de la calle. Esto me atormentaba. Mis padres eran a mis ojos unas criaturas ideales. Los padres de los demás puede que hicieran lo que expresaba aquel verbo indecente, ¡pero no los míos! Ellos no hacían más que dormir juntos en la misma cama, el uno junto al otro, y no podían dedicarse a actos vergonzosos. Hasta que una noche, no sé cómo, me desperté y oí gemidos. Contuve la respiración sin atreverme a hacer un solo movimiento, sin atreverme siquiera a dirigir la mirada más allá de la cama. Los gemidos prosiguieron durante cierto tiempo en la oscuridad, luego todo quedó sumido en el silencio. Ocasiones semejantes se repitieron en adelante. Y una noche ya no pude soportarlo más. Papá, ¿qué le estás haciendo a mamá?, pregunté. Ellos no me respondieron, guardaron silencio durante largo rato. Finalmente, llegaron a mis oídos unos murmullos, una especie de risa y la voz de mi madre: ¡Duérmete ya!, dijo, ¡duérmete!

Mi expulsión de la cama de madera que había en la habitación de mis padres, con traslado al diván de la cocina, se llevó a cabo al día siguiente. Pero sólo después de dos noches se me comunicó la nueva decisión: pasaría del diván de la cocina a la sala de estar.

No sentí curiosidad por conocer las causas de esta súbita expulsión. Bastaba con no volver a dormir con mis padres.



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