Tirana Blues - Fatos Kongoli - E-Book

Tirana Blues E-Book

Fatos Kongoli

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Beschreibung

Fatos Kongoli, uno de los máximos representantes de las letras albanesas, muestra en Tirana Blues la crudeza de una sociedad que trata de librarse de sus demonios. Dos historias de amor interrumpidas. El cadáver abandonado de un joven. Un inspector que intenta atrapar a los asesinos. Con estas líneas argumentales, con personajes y escenarios diversos, intelectuales y mafiosos, la capital y la periferia, Fatos Kongoli crea una novela, a veces burlona, que ahonda en la realidad contemporánea de su país, un presente en el que las calamidades y el infortunio ya no sorprenden a nadie. Tras las cinco novelas del ciclo «Las cárceles de la memoria», entre las que se encuentran Una nulidad de hombre, El sueño de Damocles y Piel de perro, publicadas por Siruela, que auparon al autor a la élite de las letras albanesas, Kongoli vuelve a sorprendernos con este libro extraordinario. Los lectores hallarán en las páginas de Tirana Blues todo un mundo cargado de dolor y amargura por la inconcebible degradación de una sociedad que trata desesperadamente de librarse de sus propios demonios.

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Seitenzahl: 382

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Créditos

El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida.

Edición en formato digital: septiembre de 2015

Título original: Te porta e shën Pjetrit

En cubierta: fotografía de © pzAxe/Shutterstock.com

© Fatos Kongoli, 2015

© De la traducción, María Roces González

© Ediciones Siruela, S. A., 2015

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-16465-55-2

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com

www.siruela.com

Todo en este libro es producto de la fantasía.

Cualquier parecido con acontecimientos,

lugares y personas reales es pura coincidencia.

EL AUTOR

TIRANA BLUES

1

Acababa de introducirse en el agua caliente de la bañera, con la cabeza embotada, cuando en su teléfono móvil sonó el motivo de la Quinta sinfonía de Beethoven. Su número lo conocía muy poca gente. Lo había cambiado por tercera vez hacía un par de semanas, conservando la señal sonora. En su círculo más íntimo a nadie le extrañaba ya que no consiguiera aguantar demasiado sin cambiar de número de móvil. Ni que, cada vez que lo cambiaba, conservara como señal el motivo del Destino, lo que achacaban a su natural supersticioso. Era notorio el nerviosismo que lo embargaba al percatarse de que su número de móvil lo conocía alguien ajeno a su círculo más estrecho, aunque la filtración, como él la llamaba, no le acarreara consecuencia alguna. No era ministro ni primer ministro. Era un simple profesor de historia que publicaba algún que otro artículo en los periódicos y que, en algunas ocasiones, era invitado a opinar sobre determinados acontecimientos históricos en televisión. De modo que su reciente manía de cambiar a menudo y sin razón de número de móvil era admitida como una especie de rara enfermedad suya, desconocida hasta entonces, aunque él, molesto, no se cansara de repetir que el mal procedía de alguno o de alguna de sus allegados. Pese a todas sus recomendaciones, y como si lo hiciera a propósito, ese alguien aireaba su secreto.

Se hundió aún más en el agua. Se cubrió por completo de espuma y cerró los ojos. El motivo de la Quinta sinfonía emitido por el móvil, que había dejado muy cerca sobre un asiento de plástico, atravesaba el reducido espacio intermedio e impactaba directamente en sus tímpanos. Se sumergió entonces por completo, sin dejar fuera ni la punta de la nariz ni el extremo de las orejas. Con la cabeza embotada y envuelto en un húmedo aturdimiento, sintiendo los latidos de su corazón y el batir de sus sienes, contuvo la respiración hasta que no pudo más. De continuar sumergido en el agua corría el peligro de que le estallaran el corazón y las venas de las sienes. Emergió de entre la espuma, respiró hondo y abrió los ojos. Entonces comprobó que la persona que le llamaba a aquella hora de la mañana seguía insistiendo con el convencimiento de que sería incapaz de resistir la tentación de saber, al menos, de quién se trataba. Pero, a este respecto, el otro o la otra se equivocaba.

Había cambiado de número hacía solo dos semanas y apenas lo conocían unos cuantos, de modo que no resultaba difícil imaginarse quién podía ser. Tenía que ser precisamente uno de ellos. Pero él no sentía el menor deseo de hablar con nadie. Solo le apetecía algo considerado muy poco serio para un profesor universitario: burlarse de ellos. De lo contrario, de no haber querido realmente que lo molestaran, habría apagado el móvil. Y no lo habría llevado consigo al cuarto de baño. Ni lo habría dejado cerca de él, sobre el asiento de plástico, para oír cómo alguien muy cercano lo llamaba por teléfono. La primera de la lista era su esposa, una rubia imponente, autora de varios libros que habían cosechado un notable éxito, sobre todo en el mundillo femenino. No quería responder. Lo único que deseaba era exasperarla negándose a contestar.

Por razones que veía y a la vez no veía claras, el concepto de «cercanía» en relación con su esposa carecía de verdadero significado, aunque continuaran compartiendo la misma cama. Comprobaba cómo se iba abriendo entre ellos un abismo, que se agrandaba a lo largo de los años de manera dramática, hasta que por fin la idea del divorcio le había sacudido como un rayo en cielo abierto. Esa idea había estallado por primera vez en su cerebro una noche al volver a casa de una cena organizada por su amigo Angjelin Kalaja, ingeniero de edificación, miembro de la cúpula de la empresa constructora Kuartet, un hombre de unos cuarenta años, dos o tres años más joven que él, con motivo del cumpleaños de su hijo; cena a la que había acudido, con su mujer, en calidad de invitado de honor, dado que diez años atrás había consentido en apadrinar al niño.

La crónica de su drama de aquella noche podría resumirse como sigue: medio borracho, sintiendo un loco deseo por su mujer, intentó culminar la fiesta, como suele ocurrir con la fogosidad que estimula el alcohol, con un desahogo sexual, que no consiguió. Una vez en la cama, su mujer se opuso rotundamente a ello y, profundamente dolido, se vio obligado a renunciar. Mientras permanecía completamente desnudo junto al cuerpo de su esposa, que le había dado la espalda, recordó que no era la primera vez que ella lo rechazaba. Ya lo había rechazado muchas otras veces. Trató de hallarle una explicación a aquel comportamiento y, puesto que no la encontró, le atenazó la lacerante duda de que quizá ella le estuviera traicionando, antigua sospecha que normalmente sofocaba en su fuero interno guardando silencio. Ahora bien, aquella noche, cuantas más vueltas le daba al asunto, herido en su amor propio viril, más iba perdiendo la cordura, hasta que llegó a la conclusión de que su relación no podía continuar así. «Como me vuelva a hacer lo mismo otra vez», pensó enojado, «pediré el divorcio».

Vano atrevimiento. En tal caso, ella abriría los ojos como platos.

— Platon —exclamaría asombrada—, no digas estupideces, que no me gustan ni en broma.

Y de encontrarla de peor humor, su reacción sería mucho más categórica.

—Señor don Platon Guri —diría enfadada—, un hombre puede hacer el ridículo de mil maneras. Y de esas mil maneras, tú has elegido la peor, porque lo que estás diciendo no te lo crees ni tú.

«Es cierto», murmuró como si su esposa se encontrara a su lado, junto a la bañera, sentada en el asiento de plástico donde descansaba el móvil, «tienes razón». E instintivamente, bajo el agua, se llevó la mano al sexo. Justo en ese momento se interrumpió el motivo del Destino y él se volvió a sumir en un cálido aturdimiento. Sin comprender cómo, se empalmó. Se apretó, desconcertado, el miembro con la mano. Dadas las circunstancias, aquella erección le parecía absurda. Dominado por el impenetrable desatino de aquella estúpida erección, estuvo un rato más con el miembro en la mano, hundido en el agua como un objeto inútil.

«Supongo», continuó con los ojos cerrados, sin soltar su sexo, «que estás furiosa. Llevas esperando todos estos días que te telefonee, pero yo no solo no te he llamado, sino que ni siquiera me he molestado en contestar a tus llamadas. No creo que te preocupe mi salud, aunque me parece que tengo problemas con la tensión. Me duele la cabeza, siento un gran malestar y me flaquean las piernas. Cada mañana salgo de casa con la intención de pasarme por el ambulatorio del barrio. Al menos para estar seguro de cómo tengo la tensión. Pero el día que me decidí por fin, había tanta gente en la cola que di media vuelta. Más tarde me percaté de que, de haber hecho cola, no habría servido para nada, porque necesitaba la cartilla sanitaria. No sé si tengo ya la cartilla sanitaria. ¿Lo sabes tú?».

«No te andes con rodeos, dirás, ¿adónde quieres ir a parar? Y volverías a tener razón; pues siempre la has tenido. Yo nunca he sabido adónde quiero ir a parar; tampoco ahora, hundido en la bañera, con la cabeza embotada y, te lo confieso francamente, empalmado. Estúpidamente. Porque en este momento me siento completamente impotente y, no te me enfades, sé que no te enfadarás, en este momento eres la última persona a la que querría tener cerca. No te deseo, cariño, y ello a pesar de que desde hace días nuestros cuerpos se encuentran separados el uno del otro y en la distancia; por lo que he podido comprobar, los cuerpos se cargan de potencial erótico. Pero estos días mi cuerpo no se ha cargado de ningún potencial en lo que a ti respecta. Estos días de ausencia tuya, en los que te encuentras físicamente muy lejos de mí, ha resultado imposible algo semejante. Ocurrió lo que jamás creí que iba a ocurrir, lo que tan solo era producto de mi fantasía. Querida, por primera vez en mi vida te he traicionado. Y no mentalmente, como he hecho a menudo. Te he traicionado realmente, con otra mujer».

El hombre enmudeció de pronto. Sin soltar su miembro. De soltarlo se habría sentido desarmado, desvalido ante su mujer, pues solo ante ella quedaba anulado.

«Ahora que lo he confesado», se dio ánimos, «me siento más tranquilo, a pesar del dolor de cabeza. Como te dije, es la tensión. La maldita tensión que descuido y que un día acabará conmigo. Más vale que acabe conmigo que correr el peligro de quedarme paralizado de por vida. Perdona, te lo ruego, no digo más que sandeces. No entiendo por qué ahora que acabo de confesarte mi traición real y tú sigues esperando una explicación, te incomodo con bobadas como las de mis hipotéticos problemas de tensión. Tengo un mal presentimiento, siento cierto temor. Como si hoy mismo fuera a padecer un trastorno hipertensivo en el interior de mi cráneo... Bueno, sí, exagero. La cosa es más sencilla. En los últimos días he soportado una gran sobrecarga. Motivada por la bebida y otras cosas. De modo que es normal que sufra este maldito dolor de cabeza. Y ahora que mi aventura ha terminado inesperadamente —y para colmo, de forma vergonzosa—, quiero contártelo todo, sin ocultarte nada.

»No, mi intención no es herirte, en el supuesto caso de que pudieras sentirte herida por mí. Me resultaría increíble, toda una sorpresa. De sentirte herida por mí, ello significaría que, pese a los años que hemos pasado juntos, yo no habría entendido nada en absoluto y que, por tanto, debería cuestionarme mi propia conducta. Cuestionarme a mí mismo. Ahora bien, sería inútil. Del negro abismo de mudo desprecio existente entre nosotros, el culpable soy yo, lo admito. Yo no he tenido la valentía de analizar con calma ciertas verdades. La primera: tenía que haberte apartado de mi vida desde hace mucho tiempo. O, más exactamente, debería haber tenido la hombría, hace mucho, de apartarme de la tuya. No lo hice. De lo que resulta que el amor rendido puede ser la más peligrosa de las flaquezas.

»Mi traición no es algo casual, algo accidental fruto de tu ausencia. Utilizo el término "traición" por la fuerza de la costumbre, por el hecho de que así se le ha llamado generación tras generación a lo que yo acabo de hacer. Me gustaría discutirlo largamente contigo, saber tu parecer. Saber igualmente si, por tu parte, aceptarías usar o no el término "traición" en un caso semejante. Finalmente, perdona que tenga el atrevimiento de preguntarte si te has sentido alguna vez y de alguna forma traidora en lo que a mí respecta, y creo que entiendes lo que quiero decir. Aunque esta sea una pregunta idiota, pues la respuesta puede encontrarse en tus libros. Basta con leerlos. Pero como dices tú, no debo hacer alarde de incultura, rebajarme al nivel del lector poco avezado que busca al autor tras cada uno de sus personajes. Por supuesto, querida, nunca he pensado que detrás de las mujeres de tus novelas estuvieras tú. De modo que nunca sabré si te has sentido en alguna ocasión traidora en lo que a mí se refiere. Tampoco quiero saberlo. Y de dirigirte esta pregunta, me arrepentiría. Porque, como te podrás imaginar, yo he sospechado de ti, pero eso es todo. La idea de confrontar ciertos hechos, siempre me ha resultado humillante. Si he abierto este inciso es para convencerte de que en esta existencia mía tan poco gloriosa he tenido en numerosas ocasiones la tentación y la posibilidad de consumar, si me permites utilizar la jerga jurídica, eso que llaman adulterio. No lo he consumado. Porque siempre he sido tajante en lo que pienso sobre ello y que solo puede evocar la palabra "traición".

»¿Que no entiendes nada, es eso? Crees que se trata de simples elucubraciones. Y estás a punto de llamarme psicópata. Puedes calificarme de lo que quieras, mi capacidad de respuesta es nula. Solo mi sexo estúpidamente erecto me recuerda que continúo viviendo por inercia en un mundo que para mí ha perdido todo sentido. Necesitaré mucho tiempo para recuperarme. Incluso eso es dudoso. Sin embargo, mi sexo continúa estúpidamente erecto, tratando de convencerme de que la vida sigue su propia lógica y no la mía de psicópata, porque, después de lo que me ha ocurrido, no sé si llegaré a recuperarme alguna vez. Y es que a mí me ha ocurrido algo, querida. Y no me refiero a eso que llaman "adulterio" y que he acabado por consumar sin arrepentimiento alguno y sin el menor sentimiento de culpabilidad. ¡Me ha ocurrido algo grave, muy grave!

»No te precipites en sacar conclusiones. Sigo lúcido a pesar de mi aturdimiento. No es mi intención contarte mi aventura. De no haber ocurrido lo que ocurrió, no me tomaría la molestia de contar una historia sin nada de particular. Un desliz pasajero para romper la monotonía de la existencia; aunque en mi caso la cosa es distinta, ni es un desliz ni es pasajero. Yo, como si dijéramos, estaba predispuesto. Me faltaba la voluntad para actuar, pero no el deseo. Y en cuanto se crearon las condiciones favorables y se me solicitó que tomara parte, no lo dudé».

«Vayamos ahora a lo que he llamado "condiciones favorables". Todo comenzó casualmente el verano pasado y, más exactamente, en los primeros días de junio. Puesto que ya estamos en la tercera semana de enero, eso quiere decir que desde entonces han transcurrido siete meses. Supongo que recuerdas aquel café de la hilera de locales que están en el cruce próximo al Banco Americano, ese en el que entramos en una ocasión y no te agradó. Quisiste marcharte en cuanto llegamos porque todo el mundo fumaba y no soportabas el ruido, y en este punto tenías razón; nos habíamos sentado en la terraza y los bocinazos de los coches te sacaban de quicio. Dicho sea entre nosotros: tuve la impresión de que querías marcharte por otra poderosa razón. Tú no te sentías a gusto frente a la legión de jovencitas que llenaban el local. Por guapa que seas y bien conservada que estés, no podías compararte a ellas ni rivalizar con su desafiante juventud, y tú no tienes precisamente la costumbre de dejarte vencer. Pero esta no es más que una suposición, en absoluto malintencionada. De tener tu edad, esas desafiantes jovencitas no te llegarían ni a los talones... Pues bien, las condiciones favorables a las que me he referido aparecieron justamente allí. Y entonces, como ahora, tú te encontrabas en el extranjero, aunque no en casa de nuestra hija en Alemania. Estabas en Suiza con el escritor P. M. Durante aquella semana, en la que tú te encontrabas en Suiza en compañía del señor P. M., yo sufrí una enormidad... No, no es necesario que me contradigas, nadie tiene en su propia mano la posibilidad de ser o dejar de ser celoso.

»Durante aquella calurosa tarde, estuve casi una hora intentando contactar contigo. Imposible. Tenías apagado el móvil. No merece la pena que te describa las escenas que me torturaban. Por otra parte, de haber respondido tú a mis llamadas, el fondo del asunto no habría variado. Me resultaba imposible librarme de aquellas escenas, hasta que no pude más. De continuar encerrado en casa, preso de mis figuraciones, me volvería loco.

»Decidí salir sin saber adónde. Bajé a la calle y saqué el coche del garaje. Di dos o tres vueltas al tuntún por el centro, desde la estación de tren hasta el edificio central de Ingeniería. Más tarde acabé por encontrar un lugar para aparcar en la parte trasera de la calle del Banco Americano. Y mis pasos me condujeron al local donde nos habíamos sentado juntos y a ti no te agradó. Había oído decir que era aquella una zona poco recomendable, es decir, donde se traficaba con droga. Y que por los alrededores podían encontrarse prostitutas. La droga no me interesaba. Pero las putas sí. Aquella tarde yo me habría ido con alguna de aquellas desgraciadas a pasar la noche en algún motel fuera de la ciudad, aunque no tuviera la menor idea de cómo abordarlas. No me topé con ninguna. Si las había, no se encontraban en esas calles, y menos en el café del cruce próximo al Banco Americano. En lugar de las putas, apareció otra persona: nuestro amigo Angjelin Kalaja.

»En una ocasión, no me acuerdo de si habías bebido más vino tinto de la cuenta, le llamaste Angjelin Putero. Sin la menor connotación negativa. El calificativo sonó jovial, como un elogio, y he pensado a menudo que el hombre de tu vida bien podría ser un individuo como Angjelin. Pero esto, seguramente, es absurdo. Angjelin se encontraba, pues, en aquel local abarrotado, sentado a una de las mesas de la terraza. Distraído como estaba, acechando con malévola intención el tropel de muchachas que iban y venían a aquella hora de la tarde, no le vi. Me vio él. Y me llamó. No estaba solo. Tampoco estaba con Vali, su esposa y amiga nuestra. Estaba con un par de mujeres que yo no conocía.

»Cuando él me llamó y me invitó a sentarme a su mesa, me puso en un aprieto. Me habría gustado hacerme el desentendido, como si no lo hubiera oído, continuar mi camino y marcharme, tan imposible me parecía aguantar a nadie, incluido Angjelin. Pero una tontería semejante no habría colado, de modo que me volví y subí los escalones de la terraza. Mi irritación llegó al extremo cuando Angjelin eligió la peor manera de decirles a sus acompañantes quién era yo.

»— El señor —les dijo— es uno de mis mejores amigos: Platon Guri, honorable profesor y esposo de una mujer tan honorable o más que él. Puesto que sois mujeres emancipadas, no cabe duda de que conoceréis a la novelista Adriana Gjini. Que el apellido de ambos no coincida no debe sorprenderos1.

»Me tragué con dificultad la exclamación "¡Idiota!", que tenía en la punta de la lengua. Sin caer en la cuenta de que fue precisamente esa suerte de eufórica idiotez de Angjelin la que despertó en las dos mujeres un inesperado interés hacia mí. En este caso, querida, me veo obligado a confesarte otra paradoja: en toda esta historia tu nombre jugó un papel fundamental. A ojos de las amiguitas de Angjelin, yo me convertí en interesante por el hecho de ser tu marido. Pero no por ser el marido de una escritora, sino el de una mujer hermosa. Como mujer, tú debes saber perfectamente por qué el marido de una mujer hermosa les resulta tan atrayente a las demás mujeres. Nunca se me había pasado por la cabeza y tampoco ahora lo acierto a comprender. ¿Me lo puedes explicar tú?».

«Ya lo veo, solo se me ocurren bobadas. De esas que te sacan de quicio. Y avivan tu desprecio. No es necesario que me desprecies. Ni tú ni nadie puede despreciarme tanto como yo me desprecio a mí mismo.

»En cuanto comprobé la impresión que les causaba el hecho de ser tu marido, es decir, el marido de una mujer hermosa, que aún resultaba más atractiva en las entrevistas de televisión, me dije para mis adentros que por qué no, por qué no entrar algo más en el juego. Al fin y al cabo, qué mal podía haber en aprovecharme una pizca de la fama literaria y mediática de mi mujer, la misma que ha apagado el móvil porque no está dispuesta a que nadie la moleste, y, menos aún, un ser vulgar como su marido, un hombre al que está legalmente unida, con quien debe compartir el lecho cada noche, soportar el olor de su cuerpo y, en ocasiones, también otra clase de olor, llamado comúnmente ventosidad... En fin, hice el esfuerzo de mostrarme lo más agradable posible y, sorprendentemente, descubrí otra verdad: no había perdido la capacidad de interesar a las mujeres. Lo que me confirmó Angjelin.

»—Hace años que no te veía tan en forma —dijo cuando ambas mujeres, colegas suyas de la empresa constructora, se marcharon y nos quedamos los dos allí una hora más bebiendo coñac Napoleón.

»Se marcharon tras introducirse en un Smart aparcado muy cerca del local, en la acera de enfrente; Angjelin y yo nos miramos y decidí preguntarle directamente.

»—Que tú estás con una de ellas, lo tengo claro. Dime con cuál —le dije.

»Angjelin se rio. Él también estaba en forma y no se anduvo con rodeos. Únicamente me pidió que yo mismo lo adivinara. Le respondí sin pensármelo:

»—Estás con la más joven, con esa que se llama Entela; la que conducía.

»Rio sarcástico.

»—La otra acaba de separarse de su marido —me respondió.

»Capté de inmediato la segunda intención de su respuesta. Supongo que ahora también tú comienzas a entender algo. Se trata precisamente de la mujer con la que te he traicionado».

«No te inquietes, te aseguro que no me he acostado con ella en nuestra casa; quiero decir, en nuestro lecho conyugal. Por eso, cuando vuelvas, lo encontrarás impoluto. De haberla invitado en tu ausencia alguno de estos diez días, nuestros entrometidos vecinos seguro que se habrían dado cuenta y no me habría gustado que, a ese respecto, hicieran caer sobre mí la menor sombra de duda. ¡Vaya una afirmación tan poco afortunada esta! Por no decir deplorable. Mi mente, febril como la de un adolescente, no dejaba de barajar las distintas posibilidades de llevármela a la cama. Porque, a decir verdad, hasta hace un par de días yo aún no me había acostado con ella. Y creo que, después de acostarme con ella una sola vez, no lo volvería a hacer, aunque para ti este hecho no hubiera supuesto ningún consuelo. Tú no tienes necesidad de ser consolada por una actuación mía que, de haberla sabido, tampoco te habría inquietado lo más mínimo. Mientras que yo, si tuviera un gramo de hombría, ahora, en lugar de seguir tendido en el agua caliente de la bañera sosteniendo en la mano mi miembro estúpidamente erecto, me pegaría un tiro.

»No lo creo. Toda mi vida he sido un cobarde, sin saberlo, quizá sin admitir que lo soy. Tú, según parece, te diste cuenta hace tiempo; siempre lo has sabido, y me has castigado por ello a tu manera. Y al fin lo he comprendido, querida: una mujer puede llegar a perdonarle cualquier cosa a su marido, salvo la cobardía.

»¡Basta de hipocresía!, no te estoy hablando de mis harto conocidas faltas. Siempre me he sentido mal, cuando, por ejemplo, de noche, sobre todo cuando duermo de costado, ronco. Tampoco te gusta que sea tan peludo. Ni que tenga el cuello grueso y poco elegante para tu gusto. Finalmente —te pido disculpas por la banalidad —, mi miembro viril en erección apenas alcanza los dieciséis centímetros, y supongo que te habría gustado que fuera más grande, aunque nunca hayamos hablado entre nosotros de la dimensión óptima del miembro viril. Estos y otros defectos míos similares me han hecho sufrir a menudo. Sin embargo, ahora no los tomo en consideración. Nadie en este mundo carece de faltas y, en consecuencia, tampoco yo. Pero pienso que me las has perdonado, como he hecho yo con las tuyas, que no te quiero recordar. La única falta que no me has perdonado es la cobardía. Al fin, aunque con retraso, lo he comprendido; pero como reza el dicho: más vale tarde que nunca. Y, por increíble que te parezca, la causa de que me haya dado cuenta tan tarde, ha sido mi traición.

»En el desarrollo fatal de esta traición, quizá llegue a ofenderte algún detalle. Por eso creo necesario resaltar una circunstancia. Querida, tú eres mucho más guapa. Y, sin duda, más refinada. Mi traición no tiene relación con la hipotética pérdida de tus encantos. Pero puesto que estas tonterías te sulfuran, vayamos al grano.

»Se llama Roksana. No te engaño. Y no quiero que te sulfures aún más. Lleva el nombre de la mujer de Alejandro Magno, la cual, según la leyenda, cuando se halló ante él sintió lo que los franceses llaman coup de foudre, es decir, un flechazo. Me encontraba allí por casualidad, en busca de una prostituta. Estaba emperrado en que si no pasaba la noche con alguna puta me volvería loco, cuando, de repente, Angjelin me presentó a una mujer joven con el legendario nombre de Roksana. Que, por cierto, también es el nombre del personaje más celebrado de tus novelas. Nuestra complicidad debió de nacer justamente cuando Angjelin me presentó como marido tuyo, mientras que yo te veía en ella.

»Te voy a confiar un secreto: hace un momento te mentí. En lo relativo a los personajes femeninos que aparecen en tus libros, la verdad es otra. Perdona, pero siempre he tenido la certeza de que las historias de amor de tu Rosakna eran las tuyas propias. Ese libro lo he leído varias veces. Me sé de memoria todas las escenas eróticas. Y en cada una de ellas te veo a ti. Te veo sufrir, gemir, reprimir ese grito que tan bien conozco en el momento del orgasmo. Y otro millar de detalles. En todos tus personajes femeninos yo te veo a ti. Por el contrario, no me veo a mí mismo ni de lejos en los hombres con los que se acuestan. Pero, ¡por todos los diablos!, me parece distinguir mis propios rasgos en todos esos fantasmagóricos personajes masculinos; unos espantapájaros que casi fuerzan a sus mujeres a caer en brazos de otros hombres. De forma que, tras esta grosera narración, espero que comprendas el motivo por el que, cuando tuve frente a mí a la colega de nuestro común amigo, Roksana, no sentí ningún coup de foudre. Sencillamente estaba desconcertado. Tú te encontrabas lejos, en Suiza, en compañía del señor P. M., solos los dos. Y con el teléfono móvil desconectado.

»Pero ¿por qué demonios te cuento esto? Mañana volverás, yo iré a esperarte al aeropuerto, ambos trataremos de fingirnos felices por el reencuentro, y por la noche compartiremos el lecho conyugal. Permaneceremos tendidos el uno junto al otro en silencio. En el caso de que yo, por delicadeza, lo intentara, tú protestarías diciendo que estás cansada. Pero no temas, querida. No sucederá nada de eso. No te deseo».

En este punto, su monólogo se interrumpió. La mano con la que sostenía el miembro se aflojó, lo mismo que su sexo. Se sentía terriblemente cansado. Y se habría dormido en la bañera de no haber sonado el motivo de la Quinta sinfonía de Beethoven.

Hizo un leve movimiento. Un instante después esperó a que, como ocurriera poco antes, el otro o la otra desistiese. En vano. La señal del teléfono atravesaba el pequeño espacio intermedio con una insistencia dramática. Se levantó. Se echó sobre la espalda el albornoz, encontró instintivamente las pantuflas en el suelo, pero cuando alargó la mano para coger el móvil, la señal se interrumpió.

Lanzó un suspiro. Le estallaba la cabeza y las piernas apenas le sostenían. Poco después, en el dormitorio, comenzó a vestirse con calma. Mientras lo hacía, decidió volver sin falta al ambulatorio del barrio. Con o sin cartilla sanitaria, iría a que le tomaran la tensión. Si todo aquel malestar y el dolor de cabeza no tenían nada que ver con la tensión, tanto mejor. En un estado de mayor sosiego, intentaría poner orden en sus pensamientos. Y en cuanto lo hiciera, tendría que tomar algunas decisiones.

Ligeramente reconfortado porque, pese a todo, fuera capaz de razonar, se esmeró en vestirse. Eligió para la jornada un traje negro, una camisa blanca y una corbata oscura con lunares blancos. Cogió la cartera, una cartera negra de cuero de la que nunca se separaba, se echó el abrigo, también negro, sobre los hombros y antes de salir de su casa no se olvidó de introducir el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Por fortuna, encontró el ascensor con la puerta abierta precisamente en el descansillo de su vivienda de la quinta planta. Se dio prisa para que ningún otro lo ocupara. La cabina franqueó con calma el precipicio que se deslizaba hacia el fondo y se detuvo en la planta baja. Allí, al salir a la escalera exterior del edificio, se sumergió en un baño de luz.

Frente a la torre, en la que residían hacía un año, se alzaban siete garajes estándar, incluidos en el contrato firmado con la empresa constructora aún en la fase de proyecto. Estaban adosados y separados por un tabique interior, techados con la misma cubierta de hormigón, y todas sus puertas, de hierro, estaban pintadas del mismo color, gris oscuro, un color ciertamente mortecino, que ni él ni los propietarios de los otros garajes se habían tomado la molestia de cambiar.

Su garaje era el de en medio. Observó que, durante su ausencia, alguien había dibujado con pintura roja sobre la puerta un corazón atravesado por una flecha. En estado normal habría sonreído. Pero seguía atormentándole la cabeza y las piernas apenas lo sostenían. Pensó que debía pasarse lo más rápidamente posible por el ambulatorio. Y sacó el manojo de llaves. Cuando introducía la llave del garaje en la cerradura, el móvil volvió a sonar.

Se quedó paralizado. Sus ojos se detuvieron en el corazón atravesado por la flecha y sintió un acceso de fiebre. Por vez primera desde que el móvil había comenzado a importunarle aquella mañana con el motivo del Destino, pensó que era precisamente él quien le estaba llamando, su destino, que se había manifestado bajo la forma de una mujer llamada Roksana, a la cual creía haber perdido definitivamente por un cúmulo de desgraciadas circunstancias.

Esta vez su reacción fue instantánea: depositó la cartera en el suelo, con la mano libre extrajo el móvil del bolsillo de la chaqueta y leyó en la pantalla: Roksana. Loco de alegría, se llevó el teléfono a la oreja. Con la otra mano giró la llave en la cerradura. Alcanzó a pronunciar «¿Sí, Roksana?», tiró de la manilla de la puerta y fue incapaz de entender nada. Sintió un fogonazo, un estruendo atronador en el interior de su cráneo.

«El ataque de hipertensión», pensó. Y fue succionado hacia el mundo de la nada.

2

El inspector Sabit Kurti, de la Dirección General de Lucha contra el Crimen (DGC), encargado de la investigación de los sucesos de la capital, consiguió a duras penas abrir los ojos: lo había despertado, con ensañamiento, el timbre del teléfono. Las cifras rojas de su radiodespertador sobre la mesilla de noche marcaban las ocho y cuatro minutos. De haberse encontrado aún su mujer en la cama, tendida a su lado, el señor Kurti le habría rogado que contestara al teléfono y que, fuera quien fuera, le dijera que su marido no estaba en casa. Pero su mujer había dejado vacío su lugar en el lecho hacía un buen rato. El director de la escuela donde trabajaba era extremadamente severo y no les perdonaba ni un segundo de demora, les cerraba la puerta en las narices, negándoles la entrada, y les descontaba un día de salario al más mínimo retraso; por eso, dado el habitual ajetreo de las mañanas y al tener que coger dos autobuses, necesitaba, en el mejor de los casos, unos cuarenta minutos para llegar a su destino.

Con las cifras rojas del despertador ante los ojos, el inspector trató de adivinar quién podría llamarle a aquella hora: uno de sus dos subordinados, sin duda, a los que denominaba, respectivamente, Analista y Gracioso. A los susodichos ni se les había pasado por la imaginación que su superior les hubiese puesto un mote y, de haberlo sabido, es posible que no les hiciera ninguna gracia. A decir verdad, los seudónimos tenían bastante que ver con la personalidad del propio inspector, pues consideraba a ambos sus álter ego. Dos partes opuestas de sí mismo, cuya existencia mantenía oculta, personificadas en las figuras de los dos subalternos. Su colaboración con ellos era la única satisfacción que le reportaba un servicio que cada día le exasperaba más.

El Analista cubría el extrarradio de la capital. Era, según el inspector, un tipo callado, hermético. El Gracioso, por el contrario, se mostraba negligente y algunas veces hasta irresponsable, y cubría la capital propiamente dicha. Se comunicaban por escrito. Los esfuerzos para informatizar su trabajo podían darse por perdidos. Los ordenadores puestos a su disposición se habían quedado fuera de juego casi a la vez y por la misma causa, se habían quemado. El primero el del Gracioso. Una noche, alrededor de las cuatro de la madrugada, alguien había robado las piezas de cobre del transformador del barrio en el que vivía, produciendo una catastrófica descarga en la red que había quemado numerosos televisores, radios, aires acondicionados y ordenadores. Según decían algunos vecinos, había sido obra de algún drogadicto que se dedicaba a robar cobre para venderlo. Pero otros acusaban en voz baja al propietario del taller de reparación de aparatos electrónicos de la zona, el único que salía ganando realmente con semejante calamidad. Poco después de que lo hiciera el Gracioso, informó de la misma desgracia el Analista. En tales circunstancias, el inspector no podía reemplazar los ordenadores de sus subordinados cada vez que se les quemaran. Y se volvió al método tradicional. En el almacén de la DGC encontró algunas viejas máquinas Olivetti y desde entonces le presentaban sus informes mecanografiados. En casos urgentes, le llamaban por teléfono.

El inspector se quedó perplejo cuando, en lugar de uno de ellos, quien se puso al aparato fue la última persona de la que hubiera esperando una llamada a aquellas horas, su jefe.

La noche anterior habían estado charlando confidencialmente hasta muy tarde. Utilizaban un reservado de la cafetería del hotel Pacifik, que ponían a su disposición los domingos por la tarde, y en el que sus conversaciones quedaban a cubierto de la curiosidad de su distinguida clientela. Por eso se sorprendió cuando al otro lado de la línea oyó la grave voz de su jefe. Al parecer, también a él lo había despertado alguien más encumbrado en la jerarquía de la DGC, lo que significaba que seguramente se había producido otro de aquellos sucesos extraordinarios que ocurrían de ordinario.

Apenas diez o quince minutos antes, al noroeste de la capital, en un lugar llamado los Siete Garajes, se había producido un atentado con bomba. La víctima era un profesor universitario. El jefe añadió que la mujer de la víctima era una conocida escritora, aunque no estaba seguro de si se llamaba Ariana o Adriana. De su apellido sí se acordaba, porque tenía el mismo que él, Gjini. Y el jefe subrayó otro detalle antes de ordenarle que saliera inmediatamente para allá: «La señora Gjini es una mujer muy guapa. Supongo que habrás leído algún libro suyo».

No había leído ningún libro de la señora Gjini. Y tampoco comprendió que el jefe destacara lo de su belleza. A su cerebro lo activó otro detalle que no guardaba relación con la señora Gjini. Ni con la víctima. Lo que se le vino repentinamente a la mente fue aquel nuevo topónimo urbano: los Siete Garajes.

El inspector Kurti respetaba a su jefe. Ahora bien, hay ciertas cosas del oficio que no se comparten con nadie. Entre los principios de su código de conducta, el primero era: no te fíes de nadie.

Y el segundo: hay secretos que no se han de confesar ni al jefe. A esta categoría pertenecía el expediente de «Los Siete Garajes», abierto tiempo atrás, consciente de que estaba saltándose la legalidad, y que guardaba bajo llave en la caja fuerte de la oficina. Su lógica profesional lo empujaba a no achacar a una simple coincidencia la relación entre la denominación de su comprometedor expediente y el topónimo elegido por el jefe para determinar el lugar donde se había producido el crimen. Pero ¿qué relación podía tener el atentado contra un desconocido profesor universitario con el expediente de «Los Siete Garajes», con independencia de que la víctima fuera el marido de una conocida escritora y, además, muy guapa?

En cuanto acabó de hablar con el jefe, sonó el teléfono de nuevo. Al otro lado estaba el Gracioso. Le dio la misma información.

Y esperó órdenes.

—No te preocupes —le respondió abstraído el inspector—, iré yo mismo. Y trata de informarme de los acontecimientos antes de que tenga que enterarme por el jefe.

Veinte minutos más tarde, cuando aparcó su coche, un viejo Mercedes de color azul, al lado de la torre de doce plantas de «los Siete Garajes», seguía torturándole el interrogante de la relación que pudiera existir entre el atentado contra el desconocido profesor y su expediente. «Ninguna relación», se dijo. Y apagó el motor. Más allá, delante de los garajes, vio un furgón y algunos coches de policía. Les rodeaban un buen número de curiosos. Y periodistas. En aquella escena descollaba el recién nombrado jefe de la comisaría número trece, Sherif Daci. Su cabeza sobresalía entre las del grupo de periodistas, quienes se arremolinaban en torno a él lanzándole preguntas.

El inspector se bajó del coche con un único deseo: ir directamente a por el recién ascendido Daci. Y ponerle las esposas. Pero aquel no era más que un deseo. Kurti esperaba que ese momento, es decir, el momento de tener la satisfacción de poder ponerle él mismo las esposas a aquel individuo, llegara pronto. Con esa idea en mente, mientras caminaba hacia los garajes, trato de darle a su semblante una apariencia de serenidad. Siempre conseguía darle a su rostro la apariencia deseada. Era este un quita y pon de máscaras, en un baile perpetuo, en el que los actores se acaban olvidando de su verdadero rostro. El verdadero rostro no importaba. Resultaba cada vez más peligroso para uno mismo. «Como me ocurre a mí», se dijo cuando estuvo cerca del grupo de periodistas.

El recién nombrado jefe, hinchado como un pavo, arrastraba la pronunciación de las palabras, que intercalaba con estiradas «eh», al modo de los políticos. El inspector Kurti no pudo refrenar el calificativo de «idiota», que articuló en su interior. Al otro lado de la cinta que acordonaba la escena del crimen, dos expertos continuaban haciendo mediciones. Uno de ellos, un joven, se le acercó.

—A buen entendedor... —observó —. Todo apunta a un trabajo de profesionales. Sobre la puerta del garaje encontramos una señal, un corazón atravesado por una flecha. Seguramente para orientar a los ejecutores.

El inspector se detuvo a la puerta del garaje. Dentro había un Peugeot. O mejor, los restos de un coche hechos un amasijo. Delante de la puerta, reventada por la explosión, en el lugar donde había caído la víctima, había un charco de sangre. El joven experto se apresuró a comunicar que se había trasladado urgentemente a la víctima al hospital y que ya se encontraba en la sala de operaciones, aunque sin la menor esperanza de salvarle la vida. El inspector asintió maquinalmente con la cabeza, sin despegar los ojos del charco de sangre. Y formuló una pregunta que sorprendió al experto: quería saber quiénes eran los propietarios de los garajes vecinos.

El otro se encogió de hombros. El inspector comprendió que la pregunta no era procedente. No se correspondía con las competencias del experto. Sin embargo, le rogó que se informara por alguno de los policías sobre quiénes eran los dueños de los garajes vecinos al que había saltado por los aires, el del profesor. «Han sido manos de profesionales», pensó después, cuando el joven se alejó. «Una bomba atada a un cable que se activó al tirar de la puerta. El pobre profesor ha tirado de la puerta y ¡bum! Pero ¿por qué?».

Se coló en el garaje como si quisiera hallar en él la respuesta. No recordaba ningún atentado parecido contra un universitario. Hacía muchos años, cuando acababa de incorporarse al trabajo, habían matado de noche, en plena calle, a un profesor tras haber sido atacado por unos individuos con barras de hierro que nunca fueron identificados. Más tarde, un estudiante había atacado a otro profesor, lanzándole a la cara ácido sulfúrico por haberle suspendido. Se hablaba también de casos violentos menos graves, palizas achacadas a la severidad del profesor o a asuntos de faldas. Finalmente, al observar al recién nombrado jefe Daci, que continuaba perorando ante los periodistas, se preguntó qué cuento les estaría endilgando aquel sujeto.

Lo supo, a grandes rasgos, al día siguiente. Por la mañana, nada más llegar a su oficina, le echó un vistazo a los periódicos. Casi todos publicaban la noticia del atentado en primera plana, acompañada, en la mayoría de los casos, de la foto del profesor. Otros añadían la de una mujer. Y algún otro, la del coronel Daci.

«Está claro», se dijo, sin tener nada claro en mente, salvo el hecho de que la mujer debía de ser la esposa de la víctima, la escritora Adriana Gjini. Y el hecho de que su jefe tenía razón en lo que a la belleza de aquella mujer se refería. De la víctima, los periodistas no debieron conseguir ninguna foto mejor. Todos los diarios publicaban la misma: la de un hombre de unos cuarenta y cinco años posando de frente. Te miraba directamente a los ojos, como te mira cualquier cara desde la típica foto de carné, por lo que nunca estás en condiciones de adivinar si ese individuo que clava en ti los ojos es un débil mental de nacimiento o alguien que se oculta tras esa gélida mirada. Por el contrario, las fotos de su esposa eran muy distintas; uno de los periódicos, incluso, ilustraba la noticia con una foto grande de ella. Al inspector no le gustó aquella fotografía y menos la mirada de la mujer. Una mirada sensual, impúdica. Pero aun más que la fotografía, le disgustó otra cosa. No entendía por qué los periódicos acompañaban las noticias sobre el atentado con fotos de la mujer de la víctima. «Quizá», se respondió a sí mismo, «porque la mujer, según parece, es un personaje público. Una vip. Y los periódicos están deseando publicar historias de vips». Y sus ojos se detuvieron en la foto del coronel Daci.

Le entró una risa sarcástica. El individuo llamado Sherif Daci, recién nombrado jefe de comisaría en el puesto de un amigo suyo, muerto hacía dos meses en un atentado que había dado mucho que hablar, tenía, como poco, dos defectos. Jamás se dirigía a nadie de «usted». Y jamás pedía perdón a nadie. Algo había leído al respecto en un artículo de una revista inglesa, en el que un periodista de investigación decía eso mismo sobre la vida de un mafioso buscado internacionalmente por la policía. Según el periodista, para el criminal en cuestión, de los doscientos principios del código de conducta de un mafioso, el primero era no dirigirse jamás a nadie de «usted» y, el segundo, no pedir jamás perdón a nadie.

A las personas normales puede que una cosa así no les causara extrañeza, ya que, como reza el dicho, no se le puede pedir caligrafía al culo de Argjiro. El inspector no habría dudado en compartir esa opinión si hubiera tenido la seguridad de que el coronel Daci ignoraba el significado de la expresión. Porque, de conocerlo, seguramente se mostraría más prudente. Y comprendería que él, precisamente, solo era la huella, la marca, que dejaba por doquier, queriendo o sin querer, Argjiro.

En sus crónicas sobre el atentado, tanto los canales de televisión, la noche antes, como ahora los periódicos, acentuaban, como si de una burla se tratara, el mismo hecho. Los autores del crimen habían desaparecido de escena sin dejar rastro, a no ser que pudiera considerarse tal un Mercedes de color blanco que un vecino, que volvía a las cuatro de la madrugada con su familia de una boda, había visto al otro lado de la calle con dos jóvenes en su interior. La policía había llegado de inmediato al lugar del suceso, pero no había encontrado nada, ni siquiera el Mercedes blanco en los alrededores; solo el garaje que había volado por los aires, el amasijo del coche de la víctima y a la propia víctima anegada en sangre. Entre las causas más probables: la venganza.

Al señor Kurti le entró de nuevo una risa sarcástica.

«¡Ahí lo tienes!», pensó, dejando a un lado los periódicos. «De modo, Argjiro, que tratas de convencernos por medio de las declaraciones de ese rufián de policía que el motivo del atentado contra el profesor podría ser una venganza. ¡Pobre profesor, quién sabe qué pecados pesaban sobre su conciencia! Y cuando pecas, siempre restan motivos para que algún loco paranoico tome venganza. Y eso sin mencionar el sobrentendido de una posible pista que apuntaría hacia la mujer de la víctima. A eso le llaman guerra mediática, y la gente está acostumbrada a tragárselo todo. Entonces ¿por qué no habría de tragarse también la fábula que tú le cuentas por boca de un rufián?».



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