La vida real - Miguel Barnet - E-Book

La vida real E-Book

Miguel Barnet

0,0

Beschreibung

América requiere de la obra de fundación. América necesita conocerse, sustentarse. Junto a la corriente rica de la ficción, las obras de testimonio deben ir de la mano, rescatando, escudriñando la enmarañada realidad latinoamericana. Es una búsqueda fatigosa pero inevitable. La vida real, como escribió Gabriel García Márquez: «… es la novela de las nostalgias enfrentadas. El drama humano de querer estar siempre en otra parte sin dejar de estar nunca donde estamos. Es decir: la desolación de haber llegado para no estar al fin en ninguna parte. Los latinoamericanos, con razón o sin ella, sin quererlo o queriéndolo, hemos sido al mismo tiempo promotores y víctimas de este amargo y prodigioso destino de espejos paralelos. Miguel Barnet nos lo ha demostrado con la complicidad ardiente de la vida real: todos somos Julián Mesa, el doble nostálgico de esta novela ejemplar». La vida real nos muestra el corazón del hombre. De ese hombre que la historiografía colonial marcó con el signo de un fatalismo proverbial, inscribiéndolo entre «la gente sin historia».

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 424

Veröffentlichungsjahr: 2023

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Edición: Bertha Hernández López

Corrección: Jacqueline Carbó Abreu

Fotografía interior: Alejandro René Hernández Barnet

Diseño de cubierta: Suney Noriega Ruiz

Realización: Yuliett Marín Vidiaux

Primera edición: 1986

© Miguel Barnet, 2022

© Sobre la presente edición:

Ediciones Cubanas, Artex, 2022

ISBN 9789593141895

ISBN E-book versión ePub 9789593142069

Sin la autorización de la editorial Ediciones Cubanas

queda prohibido todo tipo de reproducción o distribución de contenido. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Ediciones Cubanas

5ta. Ave., no. 9210, esquina a 94, Miramar, Playa

e-mail: editorialec@edicuba.artex.cu

Telef (53) 7204-5492, 7204-3585, 7204-4132

Sinopsis

América requiere de la obra de fundación. América necesita conocerse, sustentarse. Junto a la corriente rica de la ficción, las obras de testimonio deben ir de la mano, rescatando, escudriñando la enmarañada realidad latinoamericana. Es una búsqueda fatigosa pero inevitable.

La vida real, como escribió Gabriel García Márquez: «… es la novela de las nostalgias enfrentadas. El drama humano de querer estar siempre en otra parte sin dejar de estar nunca donde estamos. Es decir: la desolación de haber llegado para no estar al fin en ninguna parte. Los latinoamericanos, con razón o sin ella, sin quererlo o queriéndolo, hemos sido al mismo tiempo promotores y víctimas de este amargo y prodigioso destino de espejos paralelos. Miguel Barnet nos lo ha de-mostrado con la complicidad ardiente de la vida real: todos somos Julián Mesa, el doble nostálgico de esta novela ejemplar».

La vida real nos muestra el corazón del hombre. De ese hombre que la historiografía colonial marcó con el signo de un fatalismo proverbial, inscribiéndolo entre «la gente sin historia».

Índice

Sinopsis

Introducción

El campo

La travesía

La ciudad

La emigración

Sobre el autor

Introducción

Todas las vidas humanas son importantes. Sin embargo, ciertas vidas acusan rasgos más sobresalientes que otras. La vida de los emigrados hispanos en Nueva York es una de ellas. No he conocido hasta ahora una sola obra que muestre el sentimiento de dolor y de insatisfacción del emigrado cubano en tierras del Norte. Patrones de cultura demasiado abstractos y modos de vida estereotipados han sido, lamentablemente, los indicadores más comunes para describir la vida de los emigrados hispanos en general. No convencido del todo de estas generalizaciones, opté por escribir un libro que mostrara el corazón de este conglomerado humano, unas veces escamoteado a mansalva y otras manipulado a capricho.

Con La vida real no aspiro a presentar un cuadro definitivo y totalizador de la emigración cubana de las décadas del cuarenta y del cincuenta. Los contrastes y las diferencias entre estos emigrantes son demasiado marcados para pretender abarcar un todo global. He escogido un personaje vivo entre muchos. Quizás no sea representativo de un fenómeno social tan vasto y abigarrado, pero sí entraña un significado común en términos de destino histórico.

La memoria, como parte de la imaginación, ha sido la piedra de toque de este libro. Si he recreado situaciones dramáticas y personajes reales, ha sido en plena concordancia con la clave fundamental de toda mi obra testimonial. No he adulterado los contextos, ni traicionado el discurso oral, confesional, de mis informantes; antes bien, he respetado incluso los giros lingüísticos de quienes se sitúan ante el micrófono de una grabadora con cierto empaque retórico, como dictando una novela. Creo que en ese tono reside también un valor estético innegable. Nos hemos confabulado, eso sí, en un toma y daca íntimo y creador.

El testimonio siempre ha servido de apoyatura documental de la novela. Por otra parte, aclaro que no soy un novelista puro. Si ando a caballo entre las corrientes antropológicas y literarias, es porque creo que ya es hora de que ellas vayan de la mano sin negarse la una a la otra. Por el contrario estoy convencido de que se complementan. No aspiro a definiciones categóricas, ni ofrezco soluciones sociales. Lo único que deseo es mostrar el corazón del hombre. De ese hombre que la historiografía burguesa marcó con el signo de un fatalismo proverbial, inscribiéndolo entre «la gente sin historia». Este es el caso de Julián Mesa, un cubano más dentro de esa masa infinita de emigrantes que abandonaron su Isla en busca de un medio de vida mejor. Su integración al mundo hispano de Nueva York, su vínculo conyugal con una mujer de origen puertorriqueño, su permeabilidad social, las formas de expresión adquiridas mediante las lecturas y el choque con un nuevo medio cultural, no le alejaron de su raíz patriótica.

Espero haber demostrado con este libro que la vida de los hombres de la llamada cultura de la pobreza no siempre carece de una voluntad de ser, de una conciencia histórica. Y que aun cuando esté anclada en un sentimiento de marginalidad, la llama de esa vida alienta hacia el futuro.

«No hay casa en tierra ajena», escribió José Martí, desde su dramática experiencia personal. Julián Mesa se hace eco de esta afirmación. Y agrega: «Para mí hablar de Cuba es como hablar de una persona. En realidad yo nunca he salido de allá verdaderamente».

He aquí la médula de este libro, su mensaje esencial. Lo demás, como diría un catedrático de provincia, es «la hojarasca de la vida».

Agradezco al Centro de Estudios Cubanos

y al Centro de Estudios Puertorriqueños de Nueva York,

así como a la Fundación John Simon Guggenheim,

la colaboración que me brindaron para la realización de esta obra.

El campo

«Al perro flaco todo son pulgas»

Cada hombre es un mundo. Hay quien nace con un camino trazado en la vida y quien, como yo, va a donde el viento lo lleve. Lo mío ha sido un ir y venir. Por eso ahora busco la tranquilidad, aunque en el fondo me guste mucho la aventura. Para decir verdad, me he dejado llevar por la corriente. Y no me arrepiento de nada. Me tocó lo que me tocó, y a pecho.

Cuando miro atrás y veo las cosas por las que he pasado, la gente que he conocido, el hambre y el peligro, pienso que la vida me lo ha enseñado todo. La vida es lo más grande que hay. Yo nací en el peligro y de nada me vale el miedo.

El fuego me ha seguido las huellas siempre. Y de no haber sido por mi madre no estaría haciendo el cuento ahora; un cuento real, no un cuento de caminos. Según versión las llamas se veían a cien leguas de mi casa. La candela entraba por las rendijas del bohío y mi madre las sofocaba con colchas y toallas viejas. El zumbido era infernal y venía con ráfagas de un aire caliente que le quemaba la piel. Yo tenía tres meses de nacido y ella, para evitar que las llamas llegaran a la cama donde me tenía acostado, se volvió medio loca con aquellos trapos tratando de atajar el fuego. Al poco rato, cuando sintió tufo a pelo quemado y vio que era de ella, corrió a la cama y me levantó en peso. Salió gritando, desaforada, por todo el caserío conmigo en los brazos. ¡Mi casa, mi casa!, gritaba, pero nadie la oía porque la mayor parte de los vecinos del cuartón estaba pasando por lo mismo. Por eso yo digo que nací en el peligro. Y que de nada me vale el miedo. Aunque, a decir verdad, la candela en el monte siempre me ha puesto la piel de gallina. La caña ardiendo es un espectáculo terrible, porque la paja crepita y las llamas se le enciman a uno. Cuando mi padre llegó al claro donde estábamos todos reunidos, mi madre, los vecinos, mis tíos, los allegados, en fin, todo el cuartón, lo único que dijo fue: ¡Carajo, Fefa, salvaste al niño!

Mi madre siempre contaba esta historia para explicarme el cariño que mi padre sentía por mí. Era una predilección grande, un capricho de padre, nunca lo ocultó. Nacieron mis dos hermanos, primero Yara y luego Pascual, y él no hacía más que llamarme, me regalaba caballitos de madera, escopetas de palo, sombreros de yarey. Todo era para mí. Un día, con mis hermanos crecidos ya, mi padre se unió a una mujer de Pozo Prieto y estuvo perdido como un mes. Dicen que tuvo un hijo con ella y no sé cuántas historias más. El caso es que mi madre lo fue a buscar una noche con el farol de luz brillante, cuando mis hermanos dormían, y templada como siempre fue, tocó a la puerta de la casa donde él vivía con esa mujer y le dijo:

—Jacinto, tu hijo Julián tiene calenturas, no hace más que llamarte.

La mujer se destapó a pegar gritos. Lo llamaba, le rogaba que no se fuera, le halaba la camisa, hasta le pegó. Pero él sordo y ciego siguió a mi madre por el camino. En silencio entró a mi casa, me cubrió la cabeza con una toalla, me cargó en los brazos y me llevó corriendo a más de veinte kilómetros de donde vivíamos porque yo me moría de la enfermedad más perra que he conocido: el tifus.

Me curaron con azufre y paños con almidón, desinfectaron la casa, pusieron bandera amarilla y llevaron a mis hermanos para el sitio de unos amigos de mi padre. La curandera y mi madre me salvaron la vida. Y la mujer que se lo había llevado no le vio más el pelo por aquellos contornos. Mi padre no se alebrestó más de mi casa. Y aunque con mi madre tuvo solo tres hijos, dicen las malas lenguas que en realidad yo tengo veinticuatro hermanos.

En el campo nunca se sabe. La gente sabe guardar secretos. Lo cierto es que él se perdía mucho de la casa y al cabo del tiempo venía de lo más pintiparado y repartía caramelos y juguetes y nos traía almanaques con figuras de santos. Había veces que me daba por preguntarle a mi madre por él, porque no lo veía, o porque extrañaba los regalos y ella me decía:

—El dueño de la casa está trabajando, mi hijo.

Ella no decía, tu padre, cosa que con el tiempo me llamó a pensar que entre ellos nunca hubo paz. Nosotros vivíamos cerca de una colonia de caña, como decir en el meollo de la zafra. El olor a melado de los tachos lo teníamos pegado a la nariz. Hasta el arroz que comíamos se contagiaba de ese sabor dulzón del aroma de ingenio. En tiempo muerto los obreros se iban a buscar pega a otros lugares. Ahí es cuando él se desaparecía.

—¡Cómo te gusta el tiempo muerto, Jacinto Mesa!

—¡Qué sabes tú lo que dices, mujer!

—Yo sí sé, Jacinto, yo sí sé.

—Lo único que tú tienes que meterte en la cabeza es que aquí el dueño de la casa soy yo, el que trae el dinero soy yo, ¿y cuándo ha faltado en esta casa un plato de frijoles negros?

—Tus hijos y yo hemos pedido el agua por señas y tú lo sabes. No te hagas el disimulado.

¡Y si fuera el agua! Hubo meses en mi casa donde solo se comía arroz con gofio y boniato sancochado. Y donde matar un animal de cría era quitarles a mis hermanos el litro de leche. Porque el trueque en el campo era el modo de sobrevivir del guajiro en la jornada dura.

Ahora quiero contar cómo yo me salvé de llamarme Cayetano, el nombre menos agraciado de la tierra. Fefa, que es como le decían a mi madre, recibió por nombre Endulfa, mucho peor que Cayetano, pero al menos tuvo su diminutivo en Fefa, más fácil y muy común del campo. Mi abuelo se llamó Cayetano y había sido un guajiro medio mulato, muy trabajador, pero más bruto que un arado. Y a mí me querían colgar esa cruz de nombre. Cuando yo nací el 20 de agosto de 1920, lo primero que dijo mamá fue:

—El niño se va a llamar como su abuelo.

La comadrona al verme comentó que yo era la estampa viva de él y que el nombre me venía pintado. Pero la Providencia y el hambre me salvaron la vida. Como no había ni ropa para vestirme, mi padre acudió al jefe de cuadrilla para que prestara algún dinero para los pañales y las provisiones. Y cuando el hombre me fue a ver al camastro donde me habían puesto, dijo:

—Yo quiero bautizar a este niño.

Entonces mi padre, que sabía más de la cuenta, contestó:

—Julián, cará, así se muestran los amigos.

Y nadie dijo ni esta boca es mía. Se olvidó el Cayetano y me empezaron a llamar con el nombre de mi padrino.

En aquellos tiempos un padrino no era un papel que se firmaba ni un bautizo en la Iglesia y ¡sanseacabó! Un padrino era alguien que velaba por uno para el resto de su vida. Decir compadre en el campo es tan sagrado como la palabra hermano, que dicho sea de paso, lo encierra todo. El nombre de mi hermana es patriótico y se lo puso mi abuela paterna, Dolores Mesa. Ella siempre decía:

—Si tengo una nieta va a llevar el nombre del Grito de Yara.

Y así mismo fue. Pascual, mi hermano menor, se llamó así por San Pascual, el de los almanaques de las agencias de seguros. Siempre me gustó ese nombre, lo notaba alegre, musical, pero como no tuve hijo varón, con mi hermano se acabó nuestra familia. Todos nosotros nos apellidamos Mesa porque nunca supimos quién fue el abuelo por parte de padre. Cuentan, y quién puede dar fe de eso, pues mi abuela lleva más de cincuenta años de muerta, que era un señor mayor y bien plantado. Que pasaba en el gascar por el cuartón y gritaba a voz en cuello:

—¡Ahí tengo yo un hijo macho!

Entonces mi abuela cogía a mi padre en los brazos y lo metía para adentro no fuera a ser que se diera cuenta del asunto, o se lo quisiera llevar. Hasta una noche en que según rumores bajó del gascar chirriando las polainas y llamó desde un seto de mantos que había al frente del bohío:

—¡Dolores, Dolores, soy yo!

Para entonces mi padre tendría unos diez años ya y pienso que en su fuero íntimo habría querido saber quién había sido su progenitor. Pues pasó así: Mi abuela cogió un machete recién afilado y salió en silencio a atacarlo como una leona. Le dio un tajazo por un hombro y no se oyó otra cosa que el chillido de él y las zancadas que dio para huirle, porque ella lo iba a matar a machetazos. ¡A machetazos!

Nunca supe la verdad de los hechos. Pero cuando se iba a recordar algo de ese señor en mi familia lo único que se oía era: «El sinvergüenza ese, el sinvergüenza ese».

¿Qué voy a decir de la zona donde yo nací? Campos de caña, bajíos, platanales, un río que no era un río, y mucha miseria. Toda esa parte de mi casa estuvo muy desamparada siempre. De niño no conocí lo que era un médico, un barbero, ¡qué va!, si nos tusaban la melena como a las bestias. ¿Y para qué hablar de un cine o de algo por el estilo? El batey del ingenio era una tacita de oro al lado de mi pueblo. Vi varias veces, eso sí, el circo, si es que aquella carpa desguasada y aquellos animales famélicos se podían catalogar como tal. De todos modos, cuando llegaba la compañía se armaba un revuelo tremendo y las casas se quedaban vacías. Nadie se perdía una función. Si el circo plantaba lejos, se iba uno a pie o en carretas. Lo importante era llegar, aunque se llegara con el buche afuera. Yo recuerdo caravanas de niños guajiros por aquellos caminos de lodo, bajo aguaceros torrenciales, ¡diluvios!, ir con una alegría enorme a encontrarse con los cirqueros. Mi espíritu de trotamundos lo saqué de ahí. Ver a esa gente trabajar en aquellos caseríos como si estuvieran en una plaza capitalina, con trajes hechos de retazos de telas baratas, con lentejuelas y terciopelo en esos calores, y haciendo maromas sin descansar, era algo muy grande. El circo me despertó la imaginación de niño. Me veía trotando por los pueblos con aquella tropa gitana. Soñar despierto, digo siempre yo, no costaba nada. En los niños el sueño es algo normal, cotidiano. Por eso lo único que podía hacer con toda libertad era soñar. En mi pueblo, a decir verdad, no se podía vivir en crudo.

Mi personaje favorito del circo era Black Man o Blackaman. Hipnotizaba cocodrilos con aguardiente de caña, y luego metía su cabeza en la bocaza del animal y los muchachos gritábamos y nos tapábamos la cara. Blackaman vestía de negro, con fusta de cuero y chaqueta de satín. Cuando se acercaba a los niños los miraba con unos ojos grandes y amarillos. Nunca lo he podido olvidar. El circo no llevaba animales jóvenes, eran unos pencos y unas monitas que daban grima. A veces arrastraban una elefanta gris, vieja y arrugada. Venía un tarugo y le daba un manotazo y la elefanta levantaba un polvo churrioso que hacía estornudar. No siempre la podían meter en la carpa. Ella iba solamente por terrenos llanos, y a su paso, por supuesto. Aunque estaba prohibido darle golosinas, mi hermana y yo comprábamos masas reales viejos y se los dábamos. Eran unos masas reales que vendía un isleño llamado Telesforo. El isleño iba en su yegüita con dos alforjas repletas de dulces. A veces estaban duros como palos porque tenían hasta dos días de atraso. Pero un dulce en el campo era un lujo, y para un niño era algo más.

La imagen del circo nunca se me ha podido borrar, y cuando he visto los circos grandes, los de dos y tres rinks1, pero sin la rumbera, sin el comecandelas, sin Blackaman, me he desilusionado, porque pienso que el circo de verdad, el de la orquesta de güiro y timbales, es el de los pueblos de campo, el de las carpas agujereadas, en fin, el circo pobre.

En mi pueblo, el día y la noche eran casi una misma cosa: monotonía y comadreo. Dos cosas que a mi parecer traen daño. Nunca he vuelto a ver trabajar con más brutalidad que al guajiro cubano de esos años. Era, de lleno, una bestia de carga. Mi padre durante la zafra llegaba a la casa ensopado. Se tiraba un cubo de agua arriba y para la cama. Porque había que estar de pie a las cuatro para coger la fresca en el cañaveral. El trabajo de la caña es duro, pero quien se acostumbra lo siente como un vicio. No sé si hace bien o no, pero él nunca tuvo un catarro fuerte ni un dolor de estómago, nada de eso. Murió apagando un cañaveral. Quedó carbonizado completamente. Los otros trabajadores en la lujuria por detener el fuego no se percataron de que él se había quedado rezagado. Las llamas lo envolvieron como una manta y no pudo salir. Por la tarde, cuando la candela era solo un humo negro, lo empezaron a buscar entre la paja quemada pero ya se confundía con la tierra. ¡Pobre hombre!, quedó casi en cenizas. Eso fue en 1932, cuando toda la Isla estaba bajo una depresión tremenda y un caos total. Nos quedamos al cuidado de mis abuelos maternos. Tampoco tenían dónde caerse muertos, pero al menos eran sangre nuestra. Mi madre sacó fuerzas de no sé dónde y entre las Cristinillas —unas isleñas vecinas nuestras—, y Tomás Duarte, el colono, nos ayudaron un poco a levantar cabeza. Veo a mis hermanos llorando la muerte de mi padre y todavía se me revuelve la sangre. Mi madre no lloró, cosa rara para una mujer de campo, pero se quedó con el hábito de hablar bajito y a cada rato nosotros la oíamos pronunciar el nombre de mi padre sin ton ni son. Al pobre lo que no se le va en lágrimas, se le va en suspiros, digo yo.

Lino Returrete era colono también. Recorría la comarca a caballo y cuando llegaba a mi casa pedía café. ¡Llegó Lino!, gritaba. ¡Mi café!

—¡Ya está, ya está! Pase, Lino —contestaba mi madre.

Nos dejaba unos cuantos quilos y luego se iba a buscar su carro al pueblo. Era un guajiro cuarterón de mucha estampa. Mi abuela decía: «¡Qué estiloso es Lino!», porque siempre iba con guayaberas cremosas, tipo hacendado. Era un poco bravucón. Una vez oí decir que se quería llevar a mi madre para Manzanillo y que ella lo amenazó con picarlo a machetazos. No sé bien, pero el Lino se las traía, se las traía.

Vivíamos, casi se puede decir, de la caridad pública. Ni animales de tierra teníamos. Mi madre era inútil. Y para colmo, a mí lo que me gustaba era criar palomas. Tenía un palomar encima de una mata de mamoncillo, y un día por descuido, cogió candela y las palomas, unas siete u ocho, salieron a la desbandada y luego a las pobres se les veía revolotear encima de la mata. Eran una nube gris sin aposento. Volaban y volaban como pidiendo auxilio. Y yo empecé a llorar porque lo único que tenía eran mis palomas. Les tiré un poco de chícharos para que comieran y poder agarrarlas pero ellas, cuando no vieron acotejo, se fueron huyendo de aquel contorno. Por más que las busqué no las encontré. Me cayó la calamidad del pobre. No me quedó más remedio que ponerme a trabajar. A los doce años empecé a doblar el lomo. Aprendí a leer un poco, yo solo, porque la escritura vino después. Era una escritura calcada, copiada; nadie, lo que se llama nadie, me dio lecciones hasta que llegué a La Habana. Si yo echo mi vista atrás, digo con dolor: ¡Ay, Cuba!

De no haber sido por Tomás Duarte, nos hubiéramos muerto de hambre. Él fue quien nos consiguió un trabajo en la colonia. Mi primera faena fue apilar caña. Se acabaron los juegos. Mi hermano Pascual era quien manipulaba la escopeta y se iba de cazador por los alrededores. Yo no vi más juego en mi vida. Mi infancia se acabó cuando cargué la primera pila. De acuerdo a los negros viejos el invento más grande del mundo era el ingenio, porque se metía la caña en un tubo y salía el guarapo. Para mí fueron los bueyes, porque si no, habría que tirar las carretas al ingenio y halar las pipas de agua.

La caña por la mañana es más noble, más pasajera. Ahora, cuando el sol da de puntas, es la salación misma. Ahí sí extrañaba yo a mi padre. Fue mujeriego, le gustaba el ron, se perdía de la casa, refunfuñaba por cualquier banalidad, pero era un hombre trabajador. Trabajaba de sol a sol para su familia. Entonces, representarlo a él en la casa, con doce años, y trabajando como un mulo, era una misión demasiado grande para mí, demasiado responsable.

Las Cristinillas quisieron adoptar a mi hermana y mi madre les dio un no rotundo, aunque consintió para que ella fuera allí a pasar unos días. Y mi hermana, la pobrecita, regresó como un bólido porque el rezo era constante en esa casa, y la llevaban a la iglesita del pueblo un día sí y un día no a confesar no sé qué carajo. Mi hermana no abría la boca y el padre Eugenio le decía: «El que calla, otorga». Ella, como si fuera con la pared, hasta un día que llegó a la iglesia con una de las Cristinillas y el padre la pescó comiendo dulces y le dijo: «Con la barriga llena ningún cristiano se puede confesar». Mi hermana se tomó eso a pecho y cuando la iban a poner ante el confesionario, sacaba un bizcocho, un plátano o una galleta de sal. Las Cristinillas la pellizcaban en los brazos y la obligaban a rezar diez Padres Nuestros. Hasta una noche en que Yara se escapó de la casa. Llegó llorando y se tiró en la cama de mi madre, que ya se entendía con Tomás Duarte.

Los primeros meses en el cañaveral me parecieron una tortura. Luego me acostumbré a la fresca y a la brutalidad. Con doce años tenía ya músculos y una franja blanca en la frente de la marca del sombrero. También porque en el campo el guajiro nace con el sombrero en la cabeza. Esa es la pura verdad.

Cuando Sumner Welles, el Mediador, como le decían, porque venía a una componenda con Gerardo Machado, ganaba yo veinte centavos diarios y trabajaba hasta doce horas. La cosa estaba a punto de caramelo. El salario del guajiro era risible, y el precio del azúcar andaba por el piso. No había acotejo. El machadato fue una herida mortal para el cubano. Por ese tiempo se destapó el desalojo de los campesinos de sus tierras. Menocal, quien había sido presidente, quiso organizar una coartada para tumbar a Machado, pero le salió el tiro por la culata. En Realengo 18, hubo una verdadera guerra de guerrillas. Allí los campesinos se enfrentaron a la Guardia Rural. Todo era una nube negra en esos años. Uno miraba al horizonte y no veía más que desolación. Aquello no era un país. ¡Ay, Cuba!, me digo, cuando echo atrás con la memoria.

A cada rato venía un Mesa a mi casa y se presentaba:

—Yo soy hijo de Jacinto Mesa.

Pero con eso no se resolvía nada. Mi madre le daba entrada y si necesitaban albergue, lo tenían. Casi todos los hermanos que conocí me llevaban unos cuantos años. Aunque tengo noticias que hasta el último año de su vida mi padre estuvo haciendo de las suyas.

No sé cómo mi abuela materna fue adquiriendo nombre por la zona. Donde quiera que yo iba oía: «Juana, la Callá, Juana, la Callá», porque era un poco gaga y estaba abochornada. Cogió fama con el curanderismo. Esa es la razón por la cual venía tanta gente a mi casa. Aunque ella vivía en el bohío de atrás, a unos pasos del nuestro, iban a donde estaba mi madre para buscar indicación. Mi abuela era experta en sobar vientres. Por cualquier cosa sobaba y llegaba a curar. Claro, el que iba con apendicitis no salía vivo, pero si tenía empacho o estreñimiento, se iba nuevo. En el campo era muy socorrida la lombriz solitaria, la tenia saginata, como se llama en lenguaje científico. Mi abuela la curaba con un vermífugo muy radical: Tiro Seguro. A los pocos días la lombriz comenzaba a perder anillos y como al mes salía enterita la cabeza. Abuela hablaba con señas más que palabras. Y se pasaba la vida contando historias de aparecidos. Siempre estaba viendo cosas. Y oía y tenía escalofríos y le halaban las piernas por la noche. En fin, vivía en un alarmismo constante. «Lo mío es indio», decía, y había que entenderla. El indio era un jinete de yeso que no faltaba en las casas de campo. Según ella era un espíritu fuerte y guardián y servía para guerrear. Como el indio llevaba un penacho de colores en la cabeza, ella se vestía también muy variado, sobre todo con telas verdes y rojas. «Al indio le gusta el color», repetía. De joven se había cortado una trenza y la había puesto junto a la figura de yeso. Pero un día el abuelo mío llegó a la casa sin un quilo y con el diablo en el cuerpo y cogió la trenza y la quemó. Cuando fue a agarrar al indio para hacerlo añicos, ella le gritó:

—¡Si lo rompes, me prendo candela!

Él se perdió de la casa, porque sabía que ella era una fanática de Gerónimo, el indio famoso, y que lo que anunciaba, lo cumplía. Pero al poco tiempo se apareció mi abuelo en la casa con un dinero y un gallo y todo se arregló. Él, con todo y su genio, era un pelele de ella.

Mi abuela veía de todo: bolas de candela, jinetes sin cabeza, chivos, almas en pena, curas, esqueletos, madres de agua, luces fosforescentes, negritos congos, perros encadenados, sábanas, en fin... un ceremil de visiones. Veía a su padre, muerto veinte años atrás, todos los días. Él había peleado en la Guerra de Independencia y luego había sido soldado en el gobierno de José Miguel Gómez. Lo habían matado en una reyerta. Lo volvieron un colador. Por las mañanas cuando iba a recoger la leña para cocinar, o a buscar la leche, él le salía en una mata de anón. Primero lo veía con el machete de mambí, luego como soldado caqui y después se volvía una bola de candela con cola y se perdía, rodando, en un montecito. Otras veces veía una caja de muertos con cuatro velas y muchas florecitas blancas, brujitas, como le llaman allá; eso era siempre en noches cerradas.

Pero de todas las visiones de mi abuela, la más original, la que más me gustaba a mí oírle contar, era la del pantano. Un pantano sucio y lleno de ranas y sapos. Nadie iba allí a buscar nada. Pero mi abuela decía que algo la arrastraba y que ese imán era el Señor llamándola para darle una prueba de fe. Ella podía estar tranquila haciendo café o pilando granos de maíz, pero si la fuerza esa se le metía en el cuerpo, la llevaba hasta la misma orilla. Allí ella empezaba a ver cosas. Lo primero era una madre de agua asomando la cabeza y escurriéndose, luego el hombre vestido de blanco caminando sobre el charco y por último, una liebre con tarros. Todo eso eran pruebas para ella, pruebas de fe. Un día una vecina le dijo:

—Juana, tú no puedes ver tanto, eso no te lo creo.

Y mi abuela la botó de la casa. Otra le recomendó que clavara en la puerta del cuarto un clavo de raíl para que ahuyentara a los muertos. «Clavo este clavo aquí, y no hay muerto que me salga a mí». Diciéndolo y saliéndole un negrito congo con cabeza de güije, fueron la misma cosa. Quien quiere ver, ve, y quien no cree, como yo, no ve ni su sombra. Mi abuela casi no hablaba, pero entre lo que gagueaba y lo que decía por señas se podía haber hecho un libro de cuentos. Al cabo de los años, viviendo ya en la capital, me encontré con mucha gente de mi pueblo en la calle y siempre me preguntaban lo mismo:

—Ven acá, hijo, ¿tú no eres nieto de Juana, la Callá?

Para ver a mi padrino cogía a pie hasta un sitio a más de veinte leguas de mi casa. Descalzo, con los pies duros y molidos y la lengua afuera, llegaba yo allí. Si iba, era porque mi madre me mandaba en la creencia de que él me iba a ayudar en algo. Me daba unos quilos, sí, pero nada del otro mundo, porque en resumidas cuentas, no era más que un jefe de cuadrillas y andaba con una mano alante y la otra atrás como todo el mundo. A veces me regalaba una gallina, una lata de frijoles o un paquete de rompequijadas y llamaba a sus amigos para alardear de su bolsillo. «Este es hijo de Jacinto Mesa, pero se llama como yo».

Allí comía más abundante que en mi casa. Y ya cuando caía el sol, él me ponía en un carro de línea y me devolvía sin contemplación. Los primeros zapatos de mi vida me los regaló Julián. Eran unas botas tipo vaqueta, muy populares por aquellos años. Debieron haber sido un número mucho mayor que el mío, porque me entraron facilito, pero cuando me puse a caminar con ellos, el diablo dijo: «Aquí estoy yo». Vi las estrellas. No pude, simplemente no pude caminar con aquellas botas. Las embadurné con manteca de puerco, las colgué en una ventana, y allí estuvieron años muriéndose de risa. En mi casa quien único se ponía zapatos era mi hermana, porque mi madre casi siempre andaba descalza. La pobre, tenía los pies como garras, ni las espinas le entraban. Por eso cuando oigo los cuentos de allá, de los cambios que ha habido, me pongo la mano en la cabeza. Me parece un sueño. Un sueño, sí, un sueño, porque cuando pienso que yo tenía tierra hasta en los dientes... Llegaba a mi casa y lo primero era sacudirme el pelo, limpiarme las uñas con luz brillante y frotarme con cepillo de cerda dura. Yo era un bulto de tierra. La ropa mía siempre tenía esa consistencia terrosa del campo aunque la lavara veinte veces. Olía a tierra seca; y a los pies se les pegaba una costra que solo se quitaba con jabón amarillo y frotando duro. La planta del pie a veces me sangraba. Como yo era regordete, con aquella cara terrosa y aquel pelo rojizo, parecía una papa. Por mucha agua de río que uno se diera, y el agua dulce limpia, esa capa porosa de tierra no la quitaba nada. Gracias a mi abuela no fuimos niños enfermizos. Teníamos parásitos, pero ella nos los curaba en seguida, un catarro lo mismo. En el campo todo se cura con cocimientos y tisanas. Aquí en Nueva York se han puesto de moda otra vez las tiendas de hierbas, el naturismo. Ahora todo el mundo se cura con remedios caseros de la época de Ñañá Seré. Me da risa cuando paso por esos establecimientos y pienso en mi casa de campo, mi abuela con su jarrito de lata siempre inventando un remedio nuevo. Todo con hierbas de monte, ni qué decir. Ella las recogía en saquitos de yute y las repartía. Tenía una memoria de elefante. Conocía el nombre de cada hierba, y sabía para qué servía.

Juana, la Callá, es una botica ambulante, se decía de mi abuela. Podría enumerar las hierbas de monte que conocía en todo aquello. En el espiritismo y la hierba, Oriente era un santuario. Pero sería el cuento de nunca acabar. Sin embargo, me acuerdo que para el catarro, lo mejor era cocimiento de romerillo con miel de abejas y limón. Si la fiebre era rebencuda se cogía corteza de cuaba —ella me lo hacía—, se daba uno un baño caliente y adiós fiebre.

Ahora bien, cualquier enfermedad se limpia con escoba amarga, al menos los males de piel y las urticarias. Y para el estómago, nada como la manzanilla. La manzanilla cura dieciocho enfermedades. A mí se me llenaban los oídos de tierra y me supuraban por la noche. A veces con dolor. Entonces mi abuela me ponía gotas de savia de bejuco ubí macho, muy fuerte y muy eficaz. En mi casa no había gotas médicas ni colirios. La hierba era el médico del guajiro. Una palma y una mata de coco resuelven la mayor parte de las necesidades del campo. La palma es necesaria para todo. Las casas de campo se hacen de la palma, ¿un bohío no es acaso una palma desmontada?, hasta la alimentación del ganado es la palma. Y el coco, ¡madre mía!, el coco servía para bañar al recién nacido. Cuando yo nací, me echaron agua de coco en la cabeza y en los pies. También cura los riñones, la blenorragia, la anemia; sirve de purgante, de tónico para el cabello, en fin. La medicina del campo es infinita: palos de maniguas, semillas, raíces, corteza de árboles... «Curandero sin raíz de jiba no cura nada», era un dicho popular en mi zona. La raíz de jiba, en verdad, lo curaba todo. Decían los curanderos que si uno iba a cortarla sin rezar para qué la quería, se partía y no surtía efecto. Primero debía uno acercársele y susurrarle: «Raíz de jiba, palo santo, quiero que cures a Fulano de tal cosa», y entonces la arrancaba uno enterita. En mi casa había siempre una cruz con palo de jiba y nuez moscada para los malos ojos y las dolencias de la boca y de los huesos. Curaba cualquier cosa: la tuberculosis, los parásitos, la sífilis, los pulmones y hasta la jaqueca de punzada, la más frecuente en el campo, porque el sol es como una candela y cuando penetra en la cabeza no se va ni con trozos de hielo. Luego venían los palos de limpieza, los de los espiritistas. El rey de ellos era el paraíso porque atraía la suerte. Mi madre se pasaba la vida invocando al Ánima Sola con ramas de paraíso: «Paraíso, paraíso, así como tú eres de alto haz que mi suerte crezca y llegue hasta tu altura», pero la suerte nuestra fue negra siempre. Ni el paraíso pudo con el destino de mi casa. Y era el campo, la suerte del guajiro cañero en tierras al borde del deslinde, amenazadas por los hacendados y los colonos fuertes. Nosotros no teníamos mucho que perder, porque éramos más pobres que un vara en tierra, pero vi a muchas familias huir de la Guardia Rural en tiempo de desalojo. Se hablaba mucho del Realengo 18 y con justicia, porque allí Lino Álvarez rompió la trocha que Batista quiso imponer y con el lema de «Tierra o Muerte» levantó a los campesinos en un frente muy recio. En San Felipe de Uñas pasó algo por el estilo. En 1932 los Comités de Lucha se organizaron para enfrentar al gobierno, y a los ricos, porque querían estrangular al guajiro trabajador, al cortador de caña, al carretero, al que ponía a moler el ingenio y transportaba y embarcaba el azúcar, al que hacía todo el trabajo duro, al esclavo en otras palabras. Más palos que el guajiro no los recibió nadie en Cuba, porque el hombre de ciudad tenía otros escapes aunque pasara más trabajos que un forro de catre. Era otra cosa, la ciudad tenía luz, proporcionaba cambios, aventurerismo; el campo era una monotonía sorda y triste, nada más. La hoja de pelea de la zona oriental es una de las más largas de toda Cuba. En Virama la compañía del central Jobabo se apropió de cientos de caballerías, pero en otros sitios no quedó títere con cabeza. No podían deslindar porque la Asociación de Comuneros era bastante fuerte y oponía una resistencia bárbara. Un niño, como yo, no podía enfrentarse a esa realidad. Sobre todo porque me limitaba a ajilar la caña, pero oía y me daba cuenta de lo que estaba pasando. Las huelgas pululaban, las marchas de hambre lo mismo; aquello era un verdadero infierno.

Tomás llegaba a mi casa zoquetón y se creía dueño y señor. Pero no era más que un colono pobre con un ceremil de mujeres por la comarca, y mi madre le hacía la gracia para, más o menos, poder mantenernos a pan y leche. Cuando yo entraba a la casa, como venía todo entripado y lleno de tierra, y me encontraba al zangaletón ese tomando café y haciéndose el simpático con aquello de: «Los feos pa’ la cocina», me daban deseos de partirle una guataca en la cabeza. Me contenía porque la rabia guajira es para adentro, no como en las ciudades que la gente es bocona y echada pa’ alante y al final todo es ruido. No me faltaron ganas de irme zampando de aquella cochiquera. Pero mi familia se jugaba el todo por el todo y mi hermana era una niña todavía aunque también cortaba la leña y fregaba y lavaba mis pantalones de trabajo y mis camisas de saco de harina.

Al poco tiempo de estar yo en la caña mi hermano Pascual se hizo carretero. Pasó la época de guindarnos de las ramas de los ciruelos y de rodar en yaguas. Pascual siempre fue más cortado que yo, más hacia adentro. No hablaba, nadie sabía cómo pensaba; era un verdadero guajiro cerrero mi hermano Pascual. Tocante a Yara puedo decir que era una niña alegre, cantaba mejicano y se peinaba todos los días con unas trenzas largas para esperar al príncipe azul de las novelas de radio. A los trece años tuvo su primer novio y el estrago que hizo en mi casa es harina de otro costal, por eso voy a seguir con la historia de mi madre y el Tomás Duarte ese. Fue en una fiesta de San Juan, un día veinticuatro de junio, justo cuando quemaban al muñeco en el batey; era la única fiesta a donde íbamos nosotros. Porque la Nochebuena la celebrábamos en el atajo que había entre el bohío nuestro y el de mis abuelos maternos. Era una comelata de pobres sin ninguna alegría porque no había padre y mi abuela no era amiga de fiestas. Como ya dije, mi abuela era una mujer extraña y dominante y el mote de Juana, la Callá, le venía pintado.

Como la mona, el diablo, aunque de seda se vista, diablo se queda. Y Tomás era un hombre calculador y voraz. Estábamos allí y eso no se me puede olvidar, en medio de la fiesta, cuando siento unas voces y un grito. Era el sinvergüenza de Duarte tratando de sacar a mi hermana del grupo para llevársela al monte y comérsela. Ella gritó, por supuesto, y él se vio cogido y cobarde al fin y al cabo, salió echando un pie por aquellos caminos. Mi hermana se le tiró a mi madre a los brazos. Y Pascual y yo corrimos pero no pudimos alcanzarlo porque el muy cabrón era una jutía de monte. Todo el pueblo se enteró del asunto. Las malas lenguas decían que mi madre se veía con él, a escondidas, pero no era así; yo estoy seguro porque si a alguien ella quería era a mi hermana Yara. Cuando llegamos ese día a la casa nos encontramos a mi hermana llorando y a mi madre del fogón para el patio con su cantaleta de siempre: «¡Trágame, tierra, trágame, tierra!»

Si a mi casa entraban sesenta centavos diarios era mucho. La vida era un mar de penas en mi pueblo. Gracias a la providencia, como se dice, mi hermano y yo trabajábamos en el campo. Vine a aprender a escribir cuando llegué a La Habana. Como casi todo el mundo, contaba con bolitas o con piedrecitas, según el caso, y el nombre mío lo ponía a rumbo y copiando de los papeles. La jota, que es una letra fácil, y la eme de mi apellido, se pueden poner hasta con los ojos cerrados. Pero las primeras lecciones las tomé en La Habana cuando trabé contacto con gente de ciudad, gente de mundo, más liviana que el campesino aunque más complicada. Porque el guajiro tendrá mucha musaraña en la cabeza, pero lleva nobleza en el corazón y eso lo da la tierra.

Yo fui un niño distraído a pesar de mis trajines. Me fijaba mucho en el cielo. Por ejemplo, lo que el guajiro dice de las nubes, es cierto. Si uno se detiene a mirar bien, verá que ellas copian todo lo del hombre en la tierra: arados, yuntas de bueyes, carretas, mujeres acostadas y mujeres de pie, perros, auras tiñosas, todo lo forman las nubes cuando hay cielo despejado con nubes blancas.

Era buen escuchador. Los cuentos que se hacían en mi casa me los sabía todos y los del campo de caña, lo mismo. Historias fantásticas que después el guajiro canta en décimas y en punto. Por eso yo digo que la filosofía del hombre de campo está en las tonadas guajiras. Un cuento que siempre se oía era el de la hija de Fulano de Tal, que se había ido para la ciudad en un carro de lujo con un señor vestido de blanco y con bigote y pelo engomado y luego salía en el periódico en un escándalo de bayuses en el barrio de Colón. Eso era más corriente que la verdolaga. Razón por la cual mi madre tenía a mi hermana amarrada con soga porque los ojos de Yara eran muy lindos y siempre estaban mirando para el lindero. Y ahí es donde a cada rato se posaba alguno de esos canallas con jamo que venían a robar mujeres en los caseríos. Les prometían villas y castillas, se las llevaban y luego allá las dejaban al garete o las metían en una casa de putas, y ellas, abochornadas, no querían volver más a sus familias. Esa es la historia de una prima mía. Tenía un pelo negro muy lindo y una piel morena que era la codicia de todo el cuartón. Un día voló y la madre decía que había ido a La Habana a curarse de un mal. Nadie supo cómo salió de allí. Hay versiones de que se fue disfrazada de vieja en un tren de carga, de que la montaron a caballo y la dejaron en la carretera, donde un camión la llevó hasta Holguín. También decían que el padrastro había comerciado con ella a cambio de unas reses. En todo eso hubo siempre gato encerrado. Yo sí sé de cierto que la prima mía, Emelina Mesa Castillo, estuvo involucrada en un asunto de sangre por los días del asesinato de Antonio Guiteras. En el pueblo la gente no hacía más que hablar de la muerte de Guiteras y de la fotografía de mi prima en Carteles, rodeada de pollonas recién llegadas a la ciudad y con los ojos azorados queriéndoseles salir de la cara. Cuando a mi hermana se le ocurría anunciar un pretendiente mi madre le advertía: «Acuérdate de tu prima Emelina, mi hija, eso a ti no te puede pasar».

Yara fue siempre una muchacha hacendosa pero no tuvo suerte con su primer novio. No llegó a lo de Emelina, es cierto, pero no sé si fue peor porque a mi hermana la dejaron, como se dice, con una mano alante y la otra atrás. El muchacho la desfloró a los pocos meses del noviazgo y echó un pie. Ella no dijo nada. Sabía que entre mi madre y mi abuelo la mataban, pero la barriga le empezó a crecer por días. Y yo me imagino que la pobre sentiría como una brasa de candela por dentro, porque ocultar aquello a la familia hasta los siete meses de embarazo debió haber sido un martirio.

Mi abuela se lo llevó todo. Una tarde Yara estaba tendiendo la ropa, descuidada, porque pensaba que nadie la estaba mirando y mi abuela le pegó un grito que tuvo que haberle helado el corazón.

—¡Yara, Yara, dime si estoy viendo visiones!

Como un perrito, mi hermana se fue agachando y cayó al piso totalmente desplomada. Yo estaba en el campo, pero mi hermano ya había llegado a la casa. Cuando entré, vi a mi hermana gateando, con los ojos llenos de lágrimas. Y a mis abuelos callados y serios. Mi abuela se volvió una estaca y mi madre era todo: «Trágame, tierra; trágame, tierra». Pascual me dijo:

—Contrólate, Julián, porque esta mujer o se pega candela o se ahorca. Vamos a ayudarla. Aunque el daño sea grande, es la única hermana que tenemos.

A la zafra siguiente nació Cayetano Andrés. Fue mi abuela quien le puso el nombre a mi sobrino. Hubo alegría sin fiesta, pero alegría al fin y al cabo, porque mi hermana era una santa y miraba con ojos de carnero y era tan linda y tan buena que merecía perdón. Como yo no tuve hijo macho, a Andrés lo he recordado siempre con cariño y con lástima. Luego mi hermana encontró un hombre que se la llevó a vivir a Holguín y con él tuvo otros hijos, pero Andrés fue el sobrino de mi predilección y como al que Dios no le dio un hijo, el Diablo le dio un sobrino, yo digo que Andrés es un poco hijo mío también. Por cierto, y esto no viene al caso, pero me ufano en decirlo: él es ahora ingeniero de máquinas en un central llamado Urbano Noris, uno de los más grandes, tengo entendido.

Por las noches el entretenimiento era contar historias y mentiras. Yo llegaba molido porque la caña quedaba lejos de mi casa, muy lejos, y tenía que caminar bastante en la ida y en la vuelta. Mi pueblo era más bien tierra fértil en productos menores y la caña era distante y se recogía para un central mediano. De los cuentos y las mentiras tengo yo un saco en mi memoria. En realidad nos dormíamos con los cuentos de la parentela que iba a visitar a mi abuelo. Cada uno era más exagerado que el otro. Entre los cuentos, las mentiras y los trabalenguas, nos pasábamos las horas entretenidos. «Si mucho coco comiera, mucho coco comprara, pero como poco coco como, poco coco compro». ¿Quién decía eso de un tirón? El mulato Nano; se sabía todos los cuentos y los trabalenguas y tenía una facilidad para decirlos increíble. Este es uno de los trabalenguas de Nano: «Mirando, mirando, se corre por el campo, corriendo por el campo, todo el mundo va mirando cómo se vive en el campo, corriendo y mirando». Parece fácil, pero la cosa era decirlo tres veces seguidas sin fallar. Este es uno de los mejores cuentos que le oí. Es un guajirito que no quiere probar bocado, donde la madre le dice: «Eustaquio, si tú no comes, va a venir el diablo y te va a llevar». El niño miró a la madre perplejo y le preguntó: «Mamita, ¿y el diablo es un hombre?» Donde la madre le contestó: «No, hijo, no, es algo peor». Entonces el niño le dijo: «¿Entonces es una mujer, mamita?»

«Un gatico y una vaca iban camino a la parranda, bien elegantes y dispuestos. La vaca, mortificada como es, quiso picar al gatico, enano y cabezón. Dice la vaca: Mírenlo, tan revigido y con esos bigotes. Y el gato entonces se acaloró y le dijo: Y tú, tan grande y sin ajustadores». Después venían los cuentos del guajiro haragán, del bobo del pueblo, de las brujas, del cura y de los guardias rurales. Al final, ya harto de contar, Nano siempre sacaba lo del guanajo. Decía: «Ahora como ustedes no se cansan, les haré el cuento del guanajo: este era un hombre que vivía en una finca solo con su mujer, que pase el guanajo...» Y nosotros le pedíamos:

—Siga, Nano, lo del hombre y la mujer.

Entonces él contestaba: «Hay que esperar a que pase el guanajo» y seguía: «Que pase el guanajo, que pase el guanajo» y ahí era donde nosotros, muertos de sueño, nos íbamos a acostar. Nano y mi abuelo pegaban los taburetes a las paredes del bohío cuando ya no tenían a qué echarle mano para matar la sonsera de la noche, empezaban a recordar lo que había visto Fulano o Mengano. Así salían historias como la de la bruja isleña que se iba a vestir a casa de Nano. Se robaba la primera escoba que encontraba y el primer trapo negro, y luego se untaba potasa en los sobacos para coger fuerzas en el aire y echar a volar silbando. La bruja dejaba una estela amarilla que parecía una cola de luz. O la del coro de ángeles que salió una noche detrás de un arbusto y cantaba maravillosamente hasta que mi abuela intentó virar la cabeza. Cuando alguien hacía por verlo, desaparecía inmediatamente detrás de los árboles. Dejaba muchos comentarios de miedo en la familia y durante semanas no se hablaba más de apariciones. El campo despierta la imaginación de lo sobrenatural. Por eso el guajiro es tan mentiroso cuando se pone a inventar sus cuentos. De algún modo hay que romper la monotonía. No bastaba con los cantos de los gallos y las lidias a machetazos de los guajiros celosos de los encantos de sus mujeres.



Tausende von E-Books und Hörbücher

Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.