9,49 €
En los bosques suceden cosas sorprendentes: árboles que se comunican entre sí, árboles que aman y cuidan a sus hijos y a sus viejos y enfermos vecinos; árboles sensibles, con emociones, con recuerdos... ¡Increíble, pero cierto! Peter Wohlleben, guarda forestal y amante de la naturaleza, nos narra en este libro fascinantes historias sobre las insospechadas y extraordinarias habilidades de los árboles. Asimismo reúne por una parte los últimos descubrimientos científicos sobre el tema, y por otra sus propias experiencias vividas en los bosques; y con todo ello nos ofrece un emocionante punto de vista, una manera de conocer mejor a unos seres vivos con los que creemos estar familiarizados pero de los que desconocemos su capacidad de comunicación, su espiritualidad. Descubramos, gracias a este libro, un mundo totalmente nuevo
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 315
Veröffentlichungsjahr: 2016
PETER WOHLLEBEN
La vida secreta de los árboles
Descubre su mundo oculto:
Agradecimientos
El hecho de poder escribir sobre los árboles es un regalo, ya que al indagar, reflexionar, observar y combinar, cada día aprendo algo nuevo. El regalo me lo hizo mi mujer, Miriam, la cual estuvo pacientemente de oyente en muchas conversaciones sobre el estado del manuscrito, lo leyó y propuso muchas mejoras. Sin la ayuda de mis jefes en el municipio de Hümmel, no hubiera podido proteger este maravilloso y viejo bosque de mi distrito, por el que he luchado y el cual me ha inspirado. Doy las gracias a la editorial Ludwig por haberme dado la oportunidad de hacer llegar mis pensamientos a un amplio sector de lectores; y, por último, os agradezco a vosotros, lectores y lectoras, por haber querido descubrir junto a mí algunos secretos de los árboles. Sólo aquel que los conoce siente el deseo de protegerlos.
Prólogo
Cuando inicié mi andadura profesional como agente forestal, sabía lo mismo sobre la vida secreta de los árboles que un carnicero sobre los sentimientos de los animales. La explotación forestal moderna produce madera, es decir, derriba troncos y pone nuevos plantones. Leyendo las revistas especializadas, uno tiene la impresión de que el bienestar de los bosques interesa sólo en la medida en que es necesaria una explotación adecuada de los mismos. Para el día a día del guardia forestal, con saber esto es suficiente y poco a poco uno se va acostumbrando, pero ya que diariamente tengo que tasar desde este punto de vista cientos de abetos, hayas, robles y pinos para determinar si son válidos para el aserradero y calcular su valor en el mercado, mi visión en este campo se vio limitada.
Desde hace aproximadamente 20 años, empecé a organizar pruebas de supervivencia y rutas de cabañas de troncos con turistas. Más adelante me ocupé de zonas para depositar cenizas funerarias y de reservas forestales. A fuerza de conversar con los visitantes, mi visión del bosque dio un giro de 180º. Árboles retorcidos y nudosos, que hasta entonces había calificado como poco valiosos, entusiasmaban a los visitantes. Junto a ellos aprendí a prestar atención no sólo a los troncos y a su calidad, sino también a las retorcidas raíces, a las formas de crecimiento o al suave cojín de musgo sobre la corteza. Mi amor por la naturaleza, que nació en mí cuando tenía diez y seis años, se reavivó. De pronto descubrí innumerables maravillas para las que no tenía explicación. Además, la Universidad de Aquisgrán empezó a realizar con regularidad trabajos de investigación en mi distrito. De esta manera, muchas preguntas hallaron respuesta y se me plantearon otras. Mi vida como agente forestal volvió a ser apasionante y cada día en el bosque suponía un nuevo viaje de descubrimiento. Esto suscitó un inhabitual respeto hacia la explotación forestal. Para aquel que sabe que los árboles sienten dolor, que tienen memoria y que los árboles progenitores viven con sus retoños, ya no es tan fácil talarlos ni deambular con grandes máquinas a su alrededor. En mi distrito, éstas se utilizan desde hace dos décadas y sólo cuando se recolectan troncos aislados, los trabajadores consienten en realizar los trabajos con cuidado con la ayuda de caballos. Un bosque más sano, incluso puede que más feliz, es esencialmente más productivo, lo que significa al mismo tiempo mayores ingresos. Este argumento convenció también a mis jefes de Hümmel, de manera que a partir de entonces, en el pequeño Eifeldorf no se concibe otra forma de explotación. Los árboles respiran y revelan innumerables secretos, sobre todo aquellos que viven en las zonas protegidas de nueva creación donde no se les molesta para nada. No dejaré nunca de aprender de ellos, ya que lo que he descubierto bajo el techo de hojas es algo que no hubiera imaginado ni en sueños.
Os invito a compartir conmigo la alegría que los árboles pueden aportarnos. Y, quién sabe, a lo mejor en vuestro próximo paseo por el bosque vosotros mismos descubrís grandes o pequeñas maravillas.
Amistades
Durante años, en una de las más antiguas reservas forestales de hayas de mi distrito, me he encontrado con piedras únicas cubiertas de musgo. Con posterioridad, tuve claro que muchas veces antes había pasado por delante de ellas sin prestarles atención, pero un día me detuve y me agaché. La forma de una era sorprendente, un poco abombada y con huecos; al levantar un poco el musgo, debajo descubrí corteza de árbol. Así que en realidad no era una piedra, sino madera vieja. Y como en suelo húmedo la madera de haya se pudre en pocos años, me sorprendió la dureza de este trozo, pero aún más que no pudiera despegarla del suelo; evidentemente, se había unido a la tierra. Con cuidado, raspé un poco la corteza hasta encontrarme una capa verde. ¿Verde? Este color se encuentra sólo en forma de clorofila, tanto en las hojas frescas como almacenada en las ramas de los árboles vivos como reserva. ¡Esto sólo podía significar que ese trozo de madera todavía no estaba muerto! El resto de «piedras» revelaron rápidamente una imagen reconocible, ya que formaban un círculo de metro y medio de diámetro. Se trataba de los restos nudosos de un antiquísimo y enorme tocón. Nada más quedaban los restos de lo que en su día fue el borde, mientras que el interior se había convertido hacía tiempo en humus, claro indicio de que el tronco fue derribado hace de 400 a 500 años. Pero ¿cómo podían haberse mantenido los restos vivos durante tanto tiempo? Las células necesitan alimento en forma de azúcares, así como respirar y crecer al menos un poco, pero sin hojas y, por lo tanto sin fotosíntesis, eso es bastante improbable.
Un ayuno de varios cientos de años impide la existencia de cualquier forma de vida de nuestro planeta, lo que también incluye los restos arbóreos, al menos los tocones formados por sí solos. Sin embargo, en este caso, evidentemente, no era así, pues obtuvo protección de los árboles vecinos con ayuda de sus raíces. En ocasiones, es sólo una débil conexión a través de la capa de hongos que cubre la punta de las raíces y que las ayuda en el intercambio de nutrientes y, otras veces, en cambio, se trata de verdaderas adherencias. Lo que había ocurrido es algo que no pude determinar, ya que no quería causar ningún daño al viejo tocón excavando. Sin embargo, sí había algo claro: las hayas vecinas le proporcionaban una solución de azúcares para mantenerlo con vida. Que los árboles se unan a través de las raíces es un hecho que en ocasiones puede observarse en los taludes de los caminos. En esas zonas, la lluvia arrastra la tierra y deja al descubierto la red de raíces subterránea. Científicos de Harz comprobaron que se trata de un enmarañado sistema que conecta a la mayoría de individuos de una especie y de una población. Está claro que el intercambio de nutrientes, la ayuda vecinal en caso de necesidad, es algo normal, y esto se traduce en la confirmación de que los bosques son superorganismos, es decir, una estructura similar a un hormiguero.
Naturalmente, también podría plantearse la pregunta de si las raíces tan sólo crecen de forma torpe y aleatoria a través del suelo y cuando se topan con otras de su misma especie, se unen entre ellas. En adelante tendrían forzosamente que mantener un intercambio de nutrientes, creando una supuesta sociedad y, a partir de ahí, se establecería un toma y daca casual. Pero la bonita imagen de una ayuda activa se vino abajo por el principio de la casualidad, aun cuando estos mecanismos presentan ventajas para el ecosistema forestal. El funcionamiento de la naturaleza no es tan sencillo como lo plantea Massimo Maffei, de la Universidad de Turín, en la revista Max Planck Forschung (3/2007 pág. 65): las plantas y, por consiguiente, los árboles pueden distinguir las raíces de otras especies e, incluso, de los diferentes ejemplares de su misma especie. Pero ¿por qué los árboles son seres sociales?, ¿por qué comparten sus alimentos con ejemplares de su misma especie y miman a sus competidores? Las razones son las mismas que en la sociedad humana: porque juntos funcionan mejor. Un árbol no hace un bosque, no es capaz de crear un clima local equilibrado y está expuesto al viento y a las inclemencias del tiempo. En cambio, los árboles juntos crean un ecosistema que amortigua el calor y el frío extremos, almacena cierta cantidad de agua y produce un aire muy húmedo. En un entorno así, pueden vivir protegidos y hacerse viejos. Para conseguirlo, la comunidad debe mantenerse a cualquier precio. Si todos los ejemplares se preocupasen sólo de sí mismos, muchos de ellos no llegarían a la edad adulta. Las muertes continuadas provocarían grandes huecos a la altura de las copas, por los que las tormentas se colarían con mayor facilidad y otros troncos podrían ser abatidos. El calor del verano penetraría hasta el suelo del bosque y lo secaría. Todos sufrirían.
Así pues, cada árbol es importante para la comunidad y vale la pena mantenerlo tanto tiempo como sea posible. Por lo tanto, se protege incluso a los ejemplares enfermos y se les proporcionan nutrientes hasta que se recuperan. La próxima vez puede ser al revés y el que ahora presta ayuda puede necesitarla más adelante. Las gruesas hayas de color gris plateado, que así se comportan, me recuerdan a una manada de elefantes. Ellos también se preocupan por sus congéneres, ayudan a los enfermos y débiles e, incluso, les cuesta dejar atrás a los miembros que han muerto.
Cada árbol forma parte de esta comunidad, pero existen categorías. Así, la mayor parte de los tocones se pudren y desaparecen al cabo de un par de siglos (para un árbol esto es muy rápido) y se convierten en humus. Sólo unos pocos ejemplares son mantenidos con vida durante siglos, como la «piedra cubierta de musgo» que descubrí yo. ¿Por qué estas diferencias? ¿Es posible que entre los árboles exista también una sociedad de segunda clase? Parece que sí, pero el término «clase» no es muy preciso. Se trata más del grado de unión o incluso de afinidad lo que determina la disposición para ayudar a los congéneres. Es algo que podéis comprobar vosotros mismos levantando la vista hacia las copas de los árboles. Un árbol estándar extiende sus ramas a lo ancho hasta que topa con la punta de las ramas de su vecino de altura similar. Ya no se extiende más porque la zona de aire o, mejor dicho, de luz ya está ocupada. Sin embargo, las ramas se fortalecen, de manera que da la impresión de que allá arriba se produce un verdadero forcejeo. Por el contrario, un verdadero par de amigos tiene cuidado de que ninguna rama demasiado gruesa crezca en la dirección del otro. No se quiere quitar nada al otro, de manera que la copa sólo crece vigorosamente hacia fuera, es decir, hacia los «no amigos». Estas parejas están tan íntimamente unidas a través de las raíces que, en ocasiones, incluso mueren juntas. Por regla general, este tipo de amistades que llegan hasta la preservación de los tocones sólo son posibles en los bosques naturales. No sé si lo hacen todas las especies. Yo lo he observado, además de en las hayas, en los robles, los abetos, las píceas y los abetos de Douglas. Las plantaciones forestales, como es el caso de la mayor parte de los bosques de coníferas de Centroeuropa, actúan más bien como los árboles que describo en el capítulo titulado «Niños de la calle». Debido a que con la plantación las raíces quedan dañadas permanentemente, nunca se encuentran para formar una red. Por regla general, los árboles de estos bosques se comportan como árboles solitarios, por lo que lo tienen especialmente difícil, aunque en la mayoría de los casos no llegan a viejos, ya que dependiendo del tipo de árbol, su tronco ya se considera apto para cortarlo con alrededor de cien años.
El lenguaje de los árboles
Según el diccionario, el lenguaje es la capacidad que las personas tienen de expresarse. Visto así, sólo nosotros seríamos capaces de hablar, ya que según esta definición, es algo que sólo puede aplicarse a nuestra especie. Pero ¿no sería interesante saber si los árboles también son capaces de expresarse? Y ¿cómo? En cualquier caso, no hay nada que oír, ya que definitivamente son silenciosos. El sonido de las ramas mecidas por el viento y el murmullo del follaje se producen de forma pasiva y no son influidos por los árboles. Sin embargo, éstos se hacen notar mediante sustancias odoríferas. ¿Sustancias odoríferas como medio de expresión? Incluso a nosotros, los humanos, no nos resulta ajeno. ¿Para qué si no se utilizan los desodorantes y los perfumes? Y hasta sin usarlos, nuestro propio olor habla al consciente y al subconsciente de las otras personas. Algunas simplemente no desprenden olor, mientras que otras exhalan un olor intenso. Desde el punto de vista científico, las feromonas presentes en el sudor son en este sentido incluso decisivas a la hora de elegir con quién queremos estar. Así pues, disponemos de un lenguaje de olores secreto, algo de lo que los árboles también pueden presumir. Por otra parte, hace cuatro décadas se hizo una importante observación en la sabana africana. Allí las jirafas se alimentan de las acacias de copa plana, lo que a estos árboles no les gusta nada. Para ahuyentar a los grandes herbívoros, las acacias envían en cuestión de minutos sustancias tóxicas a las hojas. Las jirafas lo saben y pasan al siguiente árbol. ¿Al siguiente? Primero dejan unos cuantos ejemplares a la izquierda y siguen con su festín unos cien metros más allá. El motivo es asombroso: la acacia atacada emite un gas de aviso (en este caso etileno), el cual indica a los congéneres de los alrededores que se aproxima un peligro. De esta manera, todos los ejemplares que reciben el aviso envían también sustancias tóxicas para prepararse. Las jirafas conocen este juego, por lo que avanzan un poco más a través de la sabana hasta que encuentran árboles que no han sido avisados, o bien trabajan contra el viento, es decir, ya que los olores se expanden con el viento hacia los árboles vecinos, si los animales se mueven en dirección contraria al viento, encuentran acacias cercanas que no han sido avisadas de su presencia. Estos procesos también tienen lugar en nuestros bosques de hayas, píceas y robles. Todos ellos detectan la presencia de alguien que merodea a su alrededor. Cuando una oruga intrépida pega un mordisco, el tejido de alrededor se altera. Además, el árbol envía señales eléctricas, de la misma forma que ocurre en el cuerpo humano cuando éste es agredido. Sin embargo, este impulso no se propaga a la misma velocidad que en nosotros, sino sólo a un centímetro por minuto. Así pues, se necesita alrededor de una hora hasta que las sustancias tóxicas se depositan en las hojas para estropear el festín a los parásitos.[1] Evidentemente, los árboles son tan lentos que, incluso en peligro, la alta velocidad no es lo suyo. A pesar de este ritmo lento, las distintas partes del árbol no funcionan de manera aislada. Por ejemplo, si las raíces están en dificultades, la información se extiende por todo el árbol y puede provocar que, a través de las hojas, se liberen sustancias olorosas, pero no cualquier tipo de sustancia, sino uno especialmente adecuado para un determinado objetivo. Se trata de otra característica que más adelante puede ayudarle a defenderse de la agresión, ya que ante algunos insectos, reconoce de qué villano se trata. La saliva de cada especie es diferente y puede clasificarla hasta tal punto que, a través de sustancias trampa, los árboles son capaces de atraer a depredadores que los ayuden encargándose ellos de la plaga. Así, por ejemplo, los olmos y los pinos avisan a pequeñas avispas.[2] Estos insectos ponen huevos en las orugas que comen hojas. Allí se desarrolla la larva de la avispa mientras devora poco a poco a la oruga desde su interior, una muerte poco dulce, pero de esa manera el árbol se libra del parásito y puede seguir creciendo indemne.
Por otra parte, el reconocimiento de la saliva es un valor añadido para otra capacidad que poseen los árboles: lógicamente, también deben tener un sentido del gusto.
Una desventaja de las sustancias odoríferas es que son disueltas rápidamente por el viento, por lo que con frecuencia no alcanzan ni 100 metros. Sin embargo, cumplen con un segundo objetivo. Debido a que la propagación de la señal por el interior del árbol es lenta, a través del aire pueden recorrer mayores distancias de forma más rápida y advertir con mayor celeridad a partes del árbol que están alejadas varios metros.
Pero con frecuencia, no tiene por qué tratarse de un grito de ayuda, necesario para defenderse de un insecto. El mundo animal registra básicamente los mensajes químicos de los árboles, de manera que sabe que allí se produce algún tipo de agresión y que las especies atacantes deben ponerse en marcha. Aquellos a los que estos pequeños organismos les resultan apetitosos se sienten atraídos de forma irremediable, pero los árboles también son capaces de defenderse por sí mismos. Así, por ejemplo, por la corteza y las hojas del roble circulan taninos amargantes y tóxicos que o bien matan a los insectos perforadores, o bien alteran el sabor lo suficiente como para que una deliciosa «ensalada» se convierta en algo desagradablemente amargo. Los sauces producen salicina para defenderse, la cual tiene un efecto similar, aunque para nosotros, los humanos, es más bien al contrario: la infusión de corteza de sauce puede aliviar el dolor de cabeza y la fiebre y es el precursor de la aspirina.
Naturalmente, este tipo de defensa necesita su tiempo. Por ello, como la colaboración para avisar cuanto antes es de especial importancia, los árboles no confían exclusivamente en el aire, ya que entonces el aviso podría no llegar a todos sus vecinos. Así, las señales son enviadas también a través de las raíces, las cuales conectan todos los ejemplares sin que su acción dependa de las inclemencias del tiempo. Resulta sorprendente que las instrucciones no se transmiten sólo de forma química, sino también eléctricamente, con una velocidad de un centímetro por segundo. Comparado con nuestro cuerpo, es obvio que esto es muy lento, pero en el mundo animal existen especies, como las medusas o los gusanos, en las que la velocidad de transmisión de los estímulos es similar.[3] Tan pronto como se ha propagado el aviso, todos los robles de los alrededores bombean taninos a través de sus vasos. Las raíces de un árbol se extienden ampliamente, más del doble de la anchura de su copa. Así, se producen entrecruzamientos con las raíces subterráneas de los árboles vecinos y contactos a través de adherencias, aunque no en todos los casos, ya que en el bosque también existen almas solitarias y tipos raros que no quieren tener nada que ver con sus compañeros. ¿Pueden estos gruñones bloquear las señales de alarma simplemente no compartiéndolas? Afortunadamente no, ya que para asegurar la rápida propagación de los avisos, en la mayoría de los casos se intercalan hongos. Éstos actúan como la fibra de vidrio de las conducciones de Internet. Los finos filamentos atraviesan el suelo y lo entretejen con una densidad casi impensable. Así, una cucharadita de tierra del bosque contiene kilómetros de estas «hifas».[4] A lo largo de los siglos, una única seta puede expandirse varios kilómetros cuadrados y crear una red que se extienda por todo el bosque. A través de sus conducciones, esta seta pasa la información de un árbol a otro y de esta manera les ayuda a agilizar la comunicación entre ellos sobre insectos, sequías y otros peligros. Entre tanto, la ciencia habla incluso de una «Wood-Wide-Web» que atraviesa nuestros bosques. Qué y cuánta información se intercambian es algo que se está empezando a investigar. Posiblemente también existe contacto entre distintas especies arbóreas, incluso aunque entre ellas se consideren competencia. Asimismo, los hongos siguen su propia estrategia y ésta puede resultar intermediaria y muy equilibrante.
Cuando los árboles están debilitados, posiblemente no sólo se paraliza su capacidad defensiva, sino también su capacidad de expresarse. De no ser así, no se explicaría por qué los insectos buscan intencionadamente los ejemplares más vulnerables. Por fortuna, escuchan a los árboles que registran las señales químicas de alarma y prueban los ejemplares mudos con un bocado en las hojas o en la corteza. Es posible que el silencio se deba a una enfermedad importante, aunque en ocasiones la causa es una pérdida del manto de hongos, con lo que el árbol queda desconectado de todas las señales. Deja de registrar las desgracias de sus vecinos, de manera que se abre el bufé libre para orugas y escarabajos. Igualmente vulnerables son las almas solitarias antes citadas que, aunque sanas, no conocen las alarmas. En la simbiosis del bosque, no sólo los árboles intercambian información de este modo, sino también los arbustos y la hierba, y en realidad todas las plantas. Sin embargo, cuando vamos por campos de labranza, la vegetación se vuelve muy silenciosa. Nuestras plantas de cultivo han perdido la capacidad de comunicarse ya sea por encima de la tierra o bajo ella. Se vuelven prácticamente sordas y mudas, por lo que son presa fácil para los insectos.[5] Éste es uno de los motivos por el que la agricultura moderna utiliza tantos insecticidas. Quizás los agricultores deberían aprender un poco de los bosques e introducir algo más de carácter silvestre y con ello más locuacidad en sus cereales y patatas.
La comunicación entre nuestros árboles y los insectos no debe girar exclusivamente alrededor de la defensa y la enfermedad. El hecho de que se producen muchas señales positivas entre seres tan diferentes es algo que probablemente tú mismo has notado o incluso olido, y habrás comprobado que se trata de agradables señales olorosas de las flores. No es por casualidad o para agradarnos por lo que emanan su aroma. Los árboles frutales, los sauces o los castaños llaman la atención con sus señales olorosas e invitan a las abejas a repostar en sus flores. El dulce néctar, un zumo azucarado concentrado, es el premio por la polinización que los insectos realizan de manera inconsciente. La forma y el color de las flores también son una señal, como un letrero luminoso que resalta claramente entre el verde de la copa y señala el camino hacia el piscolabis. Así pues, los árboles se comunican olfativa, visual y eléctricamente (por medio de una especie de células nerviosas que se encuentran en la punta de las raíces).
¿Y qué ocurre con los sonidos?, ¿también oyen y hablan? Aunque al principio he dicho que los árboles son definitivamente silenciosos, los nuevos descubrimientos pueden ponerlo en duda: Monica Gagliano, de la Universidad de Australia Occidental, escuchó el suelo junto a colegas de Bristol y Florencia.[6] Como investigar en el laboratorio con árboles resulta poco práctico, en su lugar estudiaron brotes de cereales, ya que son más manejables, y enseguida los aparatos de medición registraron un ligero crepitar de las raíces con una frecuencia de 220 Herz. ¿Raíces crepitantes? Sí, pero esto no quiere decir nada. Incluso la madera muerta crepita, por lo menos cuando quema en el hogar. Sin embargo, el sonido captado en el laboratorio también puede escucharse en otro sentido, ya que las raíces de brotes no implicados reaccionan a él. Cada vez que se les sometía a un crepitar de 220 Herz, las puntas se orientaban en esa dirección. Eso significa que la hierba es capaz de captar, digamos tranquilamente «oír», esta frecuencia. ¿Intercambio de información a través de ondas sonoras entre las plantas? Esto despierta la sed de saber más, pues los humanos también utilizamos las ondas sonoras como forma de comunicación, lo que podría ser la clave para entender mejor a los árboles. Imaginemos lo que significaría que fuéramos capaces de oír si las hayas, los robles y las píceas están bien o si les pasa algo. Pero desgraciadamente aún no se ha llegado tan lejos, muy al contrario, las investigaciones están en este campo todavía en sus inicios. En cualquier caso, si la próxima vez que pasees por el bosque escuchas un suave crepitar, piensa que posiblemente no se trate sólo del viento.
Asistencia social
Con frecuencia, los propietarios de jardines me preguntan si tal vez sus árboles no se encuentran situados demasiado juntos y se están quitando luz y agua los unos a los otros. Esta preocupación tiene su origen en las explotaciones forestales, en las que los troncos deben engrosarse a ser posible con rapidez para ser aptos para la tala y, con este fin, necesitan mucho espacio para desarrollar una gran copa redondeada. Por este motivo, normalmente cada cinco años son liberados de la posible competencia. ¿No parece lógico pensar que un árbol crece mejor si se le libra de su competencia, puesto que su copa recibe así más luz del sol y las raíces disponen de todo el agua que quieran? Para ejemplares de distintas especies, esto es cierto, puesto que realmente luchan entre ellos por los recursos de la zona, pero, por el contrario, con los árboles de la misma especie, la situación es distinta. Ya he mencionado que por ejemplo las hayas tienen la capacidad de la amistad y que incluso pueden alimentarse las unas a las otras. Es evidente que un bosque no tiene ningún interés en perder a sus componentes más débiles, ya que la consecuencia es que se crean huecos que alteran el lábil microclima de penumbra y humedad del aire elevada, aunque, por otro lado, cada uno de los árboles podría desarrollarse libremente y llevar su vida de forma individual. Podría, pero al menos los robles parecen dar un gran valor a la justicia equitativa. Vanessa Bursche, de RWTH, en Aquisgrán, se dio cuenta de que en los bosques inalterados de hayas se puede llegar a un descubrimiento especial en la cuestión de la fotosíntesis. Los árboles se sincronizan de forma evidente de tal manera que todos consiguen el mismo rendimiento. Y eso no es algo lógico. Cada haya ocupa un lugar diferente. Si el terreno es pedregoso o suelto, si retiene mucha o poca agua, si contiene muchos nutrientes o es extremadamente árido, la situación puede variar mucho en cuestión de pocos metros. En consecuencia, cada árbol tiene unas condiciones de crecimiento distintas y, por este motivo, crece más rápida o más lentamente, de modo que puede producir más o menos azúcar y madera. Así pues, el resultado de la investigación es sorprendente. Los árboles igualan sus debilidades y sus fuerzas. Sin importar si son gruesos o delgados, todos los ejemplares producen, con ayuda de la luz, la misma cantidad de azúcares en cada hoja. La igualdad se produce bajo tierra a través de las raíces. A este nivel, tiene lugar un intercambio activo. El que tiene mucho da y el que tiene poco recibe ayuda. Para ello entran en juego más hongos que, con su gigantesca estructura en forma de red, actúan como una enorme máquina de distribución. Esto recuerda un poco al sistema de ayuda social, el cual impide que los miembros más desfavorecidos de la sociedad se hundan demasiado. Para las hayas, la densidad no es un problema, sino todo lo contrario. Las agrupaciones densas son deseables y, con frecuencia, los troncos se encuentran separados entre ellos por menos de un metro. Así, las copas mantienen un tamaño pequeño y apretado e, incluso, muchos agentes forestales opinan que esto no es bueno para los árboles. Por este motivo, son distanciados mediante la tala, es decir, se eliminan los que son considerados superficiales. Pero colegas de Lübeck descubrieron que un bosque de hayas en el que los ejemplares están muy próximos es más productivo. El claro crecimiento anual de la biomasa, sobre todo madera, es la prueba de la salud de la masa arbórea. Juntos, los nutrientes y el agua se reparten mejor, de manera que todos los árboles pueden desarrollarse óptimamente. Si se «ayuda» a algunos ejemplares a deshacerse de su supuesta competencia, los árboles supervivientes se convierten en solitarios. Los contactos con los vecinos se pierden en el vacío, ya que allí sólo queda el tocón. En este caso, cada uno mira por sí mismo y como consecuencia se producen grandes diferencias en la productividad. Algunos ejemplares aceleran la fotosíntesis como salvajes, de manera que los azúcares rebosan. Así crecen mejor, están en forma, pero a pesar de todo, no viven más, ya que un árbol sólo puede ser tan bueno como el bosque que lo rodea. Y en esa situación, en el bosque también hay muchos que pierden. Ejemplares más débiles que antes recibían el apoyo de los más fuertes se quedan atrás. Tanto si su debilidad se debe al lugar donde se encuentran o a la falta de nutrientes, a un problema transitorio o a su genética, la cuestión es que se convierten en presa fácil de insectos y hongos. Pero el hecho de que sólo sobrevivan los más fuertes, ¿no es algo propio de la evolución? Los árboles negarían con la cabeza, más bien dicho con la copa. Su bienestar depende de la comunidad y cuando los supuestamente más débiles desaparecen, los demás también pierden. El bosque deja de ser cerrado, el calor del sol y los vientos huracanados pueden alcanzar el suelo, y el clima húmedo y fresco se altera. A lo largo de su vida, los árboles fuertes también enferman varias veces y entonces se quedan a merced de la protección de sus vecinos más débiles. Si éstos han desaparecido, basta con una plaga de inofensivos insectos para acabar incluso con los árboles gigantes. En una ocasión, yo mismo puse en marcha un caso extraordinario de ayuda. En mis primeros años de agente forestal, hacía anillar las hayas jóvenes. Para ello, se realiza un corte en la corteza a una altura de un metro para provocar la muerte del árbol. En último extremo, se trata de un método de explotación forestal con el que no se tala ningún tronco, sino que los árboles muertos permanecen en el bosque como madera muerta, de forma que dejan más espacio para los vivos porque su copa no tiene hojas y permite que pase mucha luz a sus vecinos. Suena brutal, ¿no? Yo también lo creo, pero la muerte trae en cuestión de años retraso en los demás, motivo por el cual he dejado de hacerlo. Vi lo que luchaban las hayas y, sobre todo, cómo algunas han sobrevivido hasta hoy. En principio, esto debería ser prácticamente imposible, ya que sin corteza, el árbol no puede realizar el transporte desde las hojas hasta las raíces. De esta manera, éstas pasan hambre, dejan de llevar a cabo su función de bombeo y, como ya no llega agua a través del tronco hasta la copa, el árbol sucumbe. En cambio, muchos ejemplares siguieron creciendo con mayor o menor lozanía. Hoy sé que esto sólo es posible con la ayuda de sus vecinos intactos. Éstos asumen el interrumpido aporte de azúcares a las raíces a través de su red subterránea con el fin de permitir la supervivencia de su compañero. Algunos incluso consiguieron reparar el hueco de la corteza con un sobrecrecimiento, ante lo que yo me rendí: en cada ocasión, al ver lo que había provocado, me avergonzaba cada vez un poco más. Sin embargo, esto me enseñó la fuerza que puede llegar a tener la comunidad arbórea. Una cadena es tan fuerte sólo como lo es su eslabón más débil. Este antiguo dicho podría haber sido enunciado por los árboles. Y como son conscientes de eso intuitivamente, se ayudan entre ellos de forma incondicional.
Amor
La tranquilidad de los árboles también se pone de manifiesto cuando se multiplican, ya que la reproducción es planeada como mínimo un año antes. El hecho de que cada primavera tenga lugar el amor entre los árboles depende de a qué grupo pertenezcan, pues mientras las coníferas esparcen sus semillas a ser posible anualmente, los árboles de follaje siguen una estrategia muy diferente. Antes de la floración se sincronizan entre ellos. ¿Deberíamos desistir la próxima primavera o esperamos incluso más, uno o dos años? Los árboles del bosque prefieren florecer todos al mismo tiempo, ya que de esta manera pueden mezclarse los genes de muchos individuos. Esto es así en el caso de las coníferas, pero los árboles de follaje tienen en cuenta aun otro aspecto más: los jabalíes y los corzos. Estos animales están hambrientos de los frutos de la haya y de las bellotas, los cuales les ayudan a crear una gruesa capa de grasa para el invierno. Tienen tanta ansia de estos frutos porque hasta el 50 % de su contenido son aceites e hidratos de carbono, no hay otro alimento que ofrezca tanto. Con frecuencia, en otoño, el bosque es arrasado hasta el último rincón, de manera que en la primavera siguiente no puede germinar nada. Por eso los árboles se sincronizan entre ellos. Si no florecen cada año, los jabalíes y los corzos no contarán con alimento y su crecimiento se mantendrá limitado, porque en invierno los animales deben superar un período de falta de alimento al que algunos ejemplares no sobreviven. Si todas las hayas o los robles florecen a la vez y producen frutos, entonces los pocos herbívoros supervivientes no serán capaces de acabar con todo, de manera que siempre quedarán algunas semillas que puedan germinar. Cuando ocurre esto, al año siguiente los jabalíes llegan a triplicar su tasa de nacimientos, ya que durante el invierno encuentran suficiente alimento en el bosque. Antiguamente, la población utilizaba los frutos como alimento para sus parientes domésticos, los cerdos, a los que llevaban al bosque, pues antes de la matanza debían cebarse con los frutos silvestres para conseguir una buena capa de grasa. Al año siguiente de esto, la reserva de jabalíes solía descender también, porque los árboles volvían a realizar una pausa y el suelo del bosque permanecía vacío.
Esta floración a intervalos de varios años también tiene graves consecuencias para los insectos, especialmente para las abejas, ya que en su caso ocurre lo mismo que con los jabalíes: una pausa de varios años provoca una reducción de la población, por lo que no es posible una población excesivamente grande de abejas. El motivo es que los verdaderos habitantes del bosque, los árboles, llaman a sus pequeños ayudantes. ¿De qué les sirven un par de polinizadores si se enfrentan a cientos de kilómetros cuadrados con millones de flores? En esta situación, como árbol hay que pensar en una estrategia diferente, algo más eficaz, que no requiera ningún tributo. ¿Qué tiene más a mano que el viento para ayudarle? Arranca de las flores el fino polvillo del polen y lo lleva hasta los árboles vecinos. Además, las corrientes de aire tienen una ventaja añadida y es que también sopla con bajas temperaturas, incluso a menos de 12 ºC, temperatura por debajo de la cual las abejas se quedan en casa. Probablemente, éste es el motivo por el que las coníferas también echan mano de esta estrategia. En realidad, no tendrían necesidad, ya que florecen prácticamente cada año y no tienen que temer a los jabalíes, pues los pequeños frutos de las píceas y similares no constituyen una fuente atractiva de alimento. Sin embargo, existen pájaros como el piquituerto común que, como su nombre indica, con su pico torcido es capaz de abrir la cáscara y comerse el fruto, aunque teniendo en cuenta el número global, no parecen suponer un grave problema. Y, como ningún animal desea utilizar las semillas de las coníferas para conseguir sus reservas invernales, estos árboles dejan su procreación en manos del viento. Así, las semillas tardan en caer de la rama y son fácilmente arrancadas de ésta por un golpe de viento. En cualquier caso, las coníferas no necesitan realizar pausas en su floración igual que hacen las hayas o los robles.
