La vista gorda - Jeffrey Archer - E-Book

La vista gorda E-Book

Jeffrey Archer

0,0

Beschreibung

La tercera entrega de la saga policiaca del agente William Warwick contiene todas las emociones a las que el bestseller Jeffrey Archer nos tiene acostumbrados: acción, romance, corrupción, sorpresas, traiciones y giros inesperados. En este nuevo volumen, William Warwick recibirá el encargo de investigar un caso de corrupción dentro del propio Departamento de Policía. Warwick y su equipo seguirán los pasos de Jerry Summers, un detective cuyo estilo de vida está muy por encima de sus posibilidades. La trama se complicará cuando una de las colaboradoras de Warwick se enamore del sospechoso.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 467

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Jeffrey Archer

La vista gorda

Translated by Maia Figueroa

Saga

La vista gorda

 

Translated by Maia Figueroa

 

Original title: Turn a Blind Eye

 

Original language: English

 

Copyright © 0, 2022 Jeffrey Archer and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728086483

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Para Sofia

AGRADECIMIENTOS

Doy las gracias por sus inestimables consejos e investigación a:

Simon Bainbridge, Jonathan Caplan QC, Gillian Green, Alison Prince, Catherine Richards y Johnny van Haeften.

Un agradecimiento especial para la sargento Michelle Roycroft y el superintendente jefe John Sutherland, ambos jubilados.

Durante la batalla de Copenhague de 1801, el comandante del buque insignia le hizo una señal a lord Nelson para que dejase de atacar la flota danesa y se retirase.

Nelson se colocó el catalejo en el ojo por el que no veía y dijo: «No veo la señal». De ese modo desobedeció la orden, continuó atacando y ganó la batalla.

Este incidente dio origen a la expresión inglesa «turn a blind eye», o «poner el ojo ciego», que en español equivale a «hacer la vista gorda».

1

19 de mayo de 1987

 

El sargento Warwick parpadeó el primero.

—Deme un buen motivo para no dimitir —dijo con aire desafiante.

—Se me ocurren cuatro —respondió el comandante Hawksby, cosa que sorprendió al sargento.

William podía aportar una, dos, tal vez tres razones, pero no cuatro, y se dio cuenta de que el Halcón lo tenía contra las cuerdas. Sin embargo, confiaba en zafarse de él. Sacó la carta de dimisión del bolsillo interior de la chaqueta y la dejó sobre la mesa. Era un gesto de provocación, puesto que no pensaba entregarla hasta que el comandante desvelase los cuatro motivos. Lo que William no sabía era que su padre había llamado al Halcón esa misma mañana para advertirle que pensaba dimitir y eso le había dado tiempo a su jefe para prepararse de cara al encuentro.

Puesto que había escuchado las sabias palabras de sir Julian, el comandante sabía la razón por la que el sargento Warwick se planteaba dimitir. No lo había cogido por sorpresa y su intención era anticiparse al discurso que William había preparado.

—Miles Faulkner, Assem Rashidi y el superintendente Lamont —enumeró el Halcón.

Aquello era el primer servicio, pero no el punto directo.

William no contestó.

—Miles Faulkner, como bien sabes, sigue fugado y, pese a la alerta vigente en todos los puertos, parece haber desaparecido de la faz de la tierra. Necesito que lo saques del agujero en el que se haya escondido y lo vuelvas a meter entre rejas, tal como le corresponde.

—El sargento Adaja está capacitado para ese trabajo —contestó William, con lo que devolvió la pelota al otro lado de la red.

—Pero las posibilidades serán muchísimo mejor si trabajáis juntos, en equipo, tal como hicisteis en la Operación Caballo de Troya.

—Si Assem Rashidi es su segundo motivo —prosiguió el sargento con la intención de recuperar la ventaja—, le aseguro que el superintendente Lamont ha recabado pruebas más que suficientes para garantizar que no vuelva a ver la luz del día hasta dentro de bastantes años, y estoy seguro de que no necesita que yo le diga lo que hay que hacer.

—Eso sería si Lamont no hubiera dimitido esta mañana —repuso el comandante.

William se sorprendió por segunda vez y no tuvo tiempo de considerar las implicaciones de esa noticia antes de que el Halcón añadiese:

—Ha tenido que sacrificar la pensión, así que quizá no coopere mucho en todo lo que tenga que ver con testificar en el juicio de Rashidi.

—El dinero que encontró en la bolsa vacía de la fábrica de Rashidi se lo compensará con creces —dijo William, que no intentó disimular el sarcasmo.

—En absoluto. Gracias a tu intervención, hemos recuperado el dinero en su totalidad. Y una cosa está clara: lo último que necesito es dos dimisiones en un mismo día.

—Quince a cero —concedió William entre dientes.

—Eres el candidato obvio para el puesto de Lamont como principal testigo de la acusación en el juicio de Rashidi.

Treinta a cero.

William estaba desconcertado y aún no sabía si el Halcón tenía un as en la manga. Resolvió guardar silencio hasta que el comandante hubiese hecho el tercer servicio.

—Hace un rato he ido a ver al comisario —continuó Hawksby tras una pausa breve—, y me ha pedido que cree una unidad nueva cuya responsabilidad será investigar casos de corrupción policial.

—La Metropolitana ya tiene una Unidad Anticorrupción —respondió William.

—Esta será más proactiva y el trabajo será encubierto. El comisario me ha dado carta blanca para seleccionar un equipo con el único propósito de eliminar las malas hierbas, tal como él lo ha dicho. Quiere que seas mi contacto y estés a cargo del día a día de la investigación, que me informes directamente a mí.

—El comisario no me conoce de nada —dijo William para mandar la pelota a la línea de fondo.

—Le he dicho que eres el agente responsable del éxito de la Operación Caballo de Troya.

Cuarenta a cero.

—Si te digo la verdad, es una misión muy poco agradecida —prosiguió el Halcón—. Pasarás gran parte del tiempo investigando a compañeros que solo habrán cometido pequeñas faltas. —El comandante hizo otra pausa antes del siguiente saque—. Sin embargo, tras el incidente de Lamont, el comisario ya no está dispuesto a pasar por alto este problema, y por eso te he recomendado.

William no podía devolver esa volea y le concedió el primer juego.

—Si decides aceptar el puesto —dijo el Halcón—, te estrenarás con esta misión.

Deslizó sobre la mesa una carpeta donde se leía: «confidencial ».

William vaciló un momento, ya que era plenamente consciente de que se trataba de otra trampa, pero no pudo resistirse a abrir el archivo. En la primera página aparecía el título impreso en negrita: «Sargento J. R. Summers ».

Le tocaba servir a William.

—Estuve en Hendon a la vez que Jerry —dijo William—. Era uno de los muchachos más listos de nuestra quinta. No me sorprende que lo hayan hecho sargento. Enseguida dijeron que lo ascenderían.

—Y con razón. Lo primero que hay que hacer es buscar una excusa creíble para que te pongas en contacto con él; así puedes ganarte su confianza y averiguar si alguna de las acusaciones que un superior ha hecho en su contra cuadra.

Falta de pie.

—Pero, si sabe que estoy en la Unidad Anticorrupción, no es muy probable que me reciba como a un viejo amigo.

—En lo que respecta a todos los que trabajan en este edificio, todavía estás con la Brigada de Estupefacientes, preparando el juicio de Rashidi.

Segundo servicio.

—No es una misión muy tentadora —insinuó William—, por lo de espiar a amigos y compañeros. No sería más que un chivato infiltrado.

—Yo no podría haberlo dicho más claro —respondió el Halcón—. Pero, si sirve de algo, el sargento Adaja y la sargento Roycroft ya forman parte de la unidad y tú puedes seleccionar a dos agentes más para completar el equipo.

Cero a quince.

—Al parecer, olvida que la sargento Roycroft hizo la vista gorda cuando Lamont se quedó con la bolsa de dinero tras la redada de la Operación Caballo de Troya.

—Es que no fue así. La sargento Roycroft redactó un informe exhaustivo destinado solo a mí. Es uno de los motivos por los que he vuelto a nombrarla sargento —contestó el Halcón.

Cero a treinta.

—No me cabe duda de que debería haber sido un informe público —dijo William.

—No mientras me sirviese para convencer a Lamont no solo de devolver el dinero, sino de presentar su dimisión.

Cero a cuarenta.

—Tengo que comentar la oferta con Beth y con mis padres antes de tomar una decisión —dijo William a modo de pausa para beber.

—Lo siento, pero no puede ser —contestó el Halcón—. Si aceptas esta misión tan delicada, no debe saberlo nadie fuera de este despacho. Tu familia tiene que pensar que sigues vinculado a la Brigada de Estupefacientes y que preparas el juicio de Rashidi. Al menos eso tiene la ventaja de ser verdad; porque, hasta que acabe el proceso, estarás haciendo las dos cosas a la vez.

—Me lo pone cada vez peor —repuso William.

—Y aún hay más —dijo el Halcón—. El responsable máximo de las visitas en Pentonville me informa de que hoy por la mañana Rashidi tiene una reunión con nuestro viejo amigo, el señor Booth Watson QC. Así que, como te puedes imaginar, inspector Warwick, lo que parecía un caso cerrado ahora pende de un hilo.

William tardó un momento en darse cuenta de que el comandante le había hecho otro punto directo. Cogió la carta de dimisión y se la guardó en el bolsillo.

 

—Nos vemos dentro de unos días, Eddie —dijo Miles Faulkner al apearse de una furgoneta sin distintivos para empezar la única parte de su fuga que no había ensayado.

Bajó con precaución por el camino transitado que llevaba hacia la playa. Al cabo de unos cien metros, avistó la punta incandescente de un cigarrillo. Un faro que guiaba al fugitivo para que no embarrancase en las rocas.

Un hombre vestido de negro de los pies a la cabeza caminaba hacia él. Se estrecharon la mano, pero ninguno de los dos dijo nada.

El capitán condujo por la arena a su único pasajero hacia una lancha que se mecía en la orilla. Una vez a bordo, un tripulante encendió el motor y los llevó hacia el yate que los esperaba.

Miles no se relajó hasta que el capitán hubo levado el ancla y zarpado, y no gritó aleluya hasta que habían dejado bien atrás las aguas nacionales. Sabía que, si lo atrapaban, no solo le doblarían la condena, sino que jamás volvería a tener la oportunidad de escapar.

2

El señor Booth Watson QC se sentó frente a su posible nuevo cliente, sacó una carpeta gruesa de su maletín Gladstone y se la puso delante, sobre la mesa de cristal.

—He estudiado su caso con un interés considerable, señor Rashidi —empezó—, y me gustaría hacer un breve repaso de las acusaciones que pesan contra usted y de las posibles defensas.

Rashidi asintió con la cabeza sin apartar la mirada del abogado que tenía delante. Todavía no había decidido si contrataría a BW, como lo llamaba Faulkner. A fin de cuentas, estaba en juego una condena de prisión permanente. Necesitaba un king charles spaniel que encandilase al jurado, cruzado con un rottweiler que descuartizase a los testigos de la acusación pedazo a pedazo. ¿Era Booth Watson ese animal?

—El objetivo de la acusación será demostrar que usted operaba un imperio de narcóticos de gran escala. Lo acusarán de importar grandes cantidades de heroína, cocaína y otras sustancias ilegales, y de obtener beneficios de millones de libras gracias a ellas; también de controlar una red criminal de agentes, vendedores y transportistas. Yo argüiré que usted no es más que un testigo inocente atrapado en el fuego cruzado durante una redada de la Metropolitana y que está consternadísimo desde que se enteró para qué usaban las instalaciones.

—¿Puede escoger el jurado? —preguntó Rashidi.

—En este país, no —respondió Booth Watson con firmeza.

—¿Qué me dice del juez? ¿Se le puede sobornar? ¿O chantajear?

—No. Sin embargo, hace poco descubrí algo en relación con el juez Whittaker que podría resultarle vergonzoso y, por lo tanto, útil para nosotros. No obstante, antes tengo que asegurarme.

—¿Algo como qué? —exigió saber Rashidi.

—No estoy dispuesto a divulgarlo hasta que decida si quiero representarlo.

A Rashidi no se le había pasado por la cabeza que Booth Watson no se dejase comprar. Siempre había pensado que los abogados eran igual que las prostitutas de la calle y que solo hacía falta regatear para acordar el precio.

—Mientras tanto, vamos a emplear el poco tiempo que tenemos en revisar al detalle las acusaciones, además de la posible defensa.

Dos horas más tarde, Rashidi se había decidido. La atención minuciosa y exhaustiva que Booth Watson les prestaba a los detalles y a la manera en que se podía retorcer las leyes sin llegar a violarlas le había dejado claro por qué Miles Faulkner hablaba tan bien de él. Pero ¿estaría dispuesto a defenderlo a pesar de que no tenía ninguna defensa creíble?

—Como usted ya sabe, la Fiscalía ha fijado el 15 de septiembre como fecha provisional de su juicio en el Old Bailey —dijo Booth Watson.

—En ese caso, tendré que reunirme con usted de forma habitual.

—Mis honorarios son cien libras la hora.

—Le pagaré diez mil por adelantado.

—El juicio podría durar varios días, tal vez semanas. Solo los honorarios complementarios podrían ser considerables.

—Pues que sean veinte mil —dijo Rashidi.

Booth Watson asintió en silencio.

—Hay otra cosa que debe saber —prosiguió—. El representante de la acusación será sir Julian Warwick QC y su hija Grace le hará de ayudante.

—Y no me cabe duda de que su hijo querrá testificar.

—Si no lo hace —respondió Booth Watson con firmeza—, usted habrá perdido incluso antes de que empiece el juicio.

—En ese caso, tendré que concederle una suspensión de la ejecución; al menos hasta que usted lo destroce en el estrado.

—Tal vez no llegue a interrogar al escolano, a quien el apodo le va como anillo al dedo. No, yo quiero que el jurado se acuerde del antiguo superintendente Lamont, que no es precisamente un santo, y no del sargento William Warwick —dijo Booth Watson justo cuando se abría la puerta y entraba el funcionario de prisiones.

—Cinco minutos más, señor. Ya se han pasado de la hora.

Booth Watson asintió con la cabeza.

—¿Tiene alguna pregunta más, señor Rashidi? —preguntó después de que el funcionario cerrase la puerta.

—¿Ha sabido algo de Miles?

—El señor Faulkner ya no es cliente mío. —Booth Watson vaciló un momento antes de añadir—: ¿Por qué lo pregunta?

—Tengo una propuesta de negocio que podría interesarle.

—Podría darme la información a mí —dijo Booth Watson, y de ese modo desveló que Faulkner y él seguían en contacto.

—Las acciones de mi empresa Marcel y Neffe se desplomaron después de la mala prensa que siguió a mi detención. Necesito que alguien me compre el cincuenta y uno por ciento de las acciones al precio actual de mercado, ya que yo no puedo comprar ni vender en bolsa mientras estoy en la cárcel. Le pagaré el doble por ellas el día que salga.

—Pero podría pasar mucho tiempo.

—Le pagaré el doble a usted para sacarme.

Booth Watson asintió de nuevo y con ello demostró que sí era una prostituta, si bien una muy cara.

 

William no resistió la tentación de volver a Brixton en autobús. Solo que en esa ocasión no lo acompañaban cuarenta agentes armados con la firme intención de destruir el cártel de narcotráfico más grande de la capital, sino una multitud de amas de casa que iban a hacer la compra.

Durante el viaje observó algunas de las vistas que recordaba de la Operación Caballo de Troya, que se había llevado a cabo el día anterior. La diferencia era que ese autobús se detenía en todas las paradas para que subieran o bajaran diferentes pasajeros, y el piso superior no se había convertido en un centro de mando desde donde el Halcón supervisaba la mayor redada de narcóticos de la historia de la Metropolitana.

Aparecieron dos torres de apartamentos. En la siguiente parada, William bajó la escalera al trote, se apeó del autobús de un salto y encontró a su compañera, la sargento Jackie Roycroft, sentada bajo la marquesina, esperándolo. Esa vez no había ningún vigía apostado de forma estratégica para impedirles la entrada al edificio.

Cuando se acercaban al bloque B, se cruzaron con una señora mayor que empujaba un carrito lleno de bolsas pesadas. William sintió lástima, pero algo le hizo volver la cabeza y mirarla de nuevo antes de continuar hacia el edificio. La sargento Roycroft y él se subieron al ascensor sin que ningún gorila les impidiera el paso, y ella pulsó el botón de la planta veintitrés.

—Los de la científica ya han peinado y repeinado las instalaciones y ha sido en balde. Pero el Halcón cree que deberíamos inspeccionarlas mejor, por si se les ha escapado algo. Se marcharon al amanecer —le dijo Jackie.

—«No tengo ni idea de cuándo podría ser —recitó William lentamente—, pero estoy seguro de que debe de ser muy desagradable».

—Venga, suéltalo ya —repuso Jackie.

—Sir Harcourt Courtly dirigiéndose a lady Gay Spanker en London Assurance. —Al ver que Jackie lo miraba con cara de póquer, añadió—: Es una obra de teatro de Boucicault.

—Gracias por ese dato tan relevante —dijo Jackie cuando salían al pasillo.

Allí, encontraron una puerta gruesa apoyada en la pared.

El de mantenimiento no se había molestado en abrir los distintos cerrojos, sino que directamente había sacado la puerta del quicio y el resultado parecía la entrada a una cueva. ¿La cueva de Aladino?

—Buen trabajo, Jim —dijo William.

Entraron en un apartamento que, de ubicarse en el barrio de Mayfair, no habría parecido fuera de lugar. Todas las habitaciones estaban repletas de mobiliario moderno y elegante, la moqueta era tan mullida que los agentes se hundían en ella al pisarla; de todas las paredes colgaban cuadros de pintura contemporánea, entre los que había obras de Bridget Riley, David Hockney y Allen Jones. Por todo el apartamento se repartía una cantidad generosa de obras de cristal de Lalique que recordaban que Rashidi se había criado en Francia. William no pudo evitar preguntarse cómo era posible que un hombre tan culto hubiera acabado siendo tan malo.

Jackie se dedicó a registrar el salón buscando indicios de drogas, mientras que William se centró en el dormitorio principal. No tardó en admitir que los de la científica habían hecho un trabajo exhaustivo, aunque lo desconcertaba que allí no hubiera ninguno de los objetos del día a día que cualquiera esperaría encontrar en un apartamento habitado: no vio ni un solo peine ni un cepillo del pelo ni de dientes ni jabón. Solo había un armario con una hilera de trajes de Savile Row y una docena de camisas hechas a mano de la marca Pink, de Jermyn Street, que parecían recién llegadas de la tintorería. Nada que Booth Watson no pudiese rechazar arguyendo que no pertenecían a su cliente. Pero entonces vio las iniciales «A. R.» bordadas en el bolsillo interior de una de las chaquetas de traje. ¿Podría renegar Booth Watson de eso con la misma facilidad? William dobló la chaqueta con cuidado y la metió en una bolsa de pruebas.

Lo siguiente que le llamó la atención fue una fotografía que había en un marco de plata con una letra A mayúscula muy ornamentada; estaba junto a la mesita de noche y la imagen parecía tomada no en Brixton, sino en Bond Street. La cogió y se fijó bien en la mujer de la foto.

—Te pillé —dijo, y metió el marco de plata maciza en otra bolsa de pruebas.

Después de anotar el número del teléfono que había al otro lado de la cama, se puso a examinar los cuadros de las paredes. Eran caros y modernos, pero no servían como pruebas, a menos que diese la casualidad de que Rashidi se los había comprado a algún marchante reputado que estuviera dispuesto a desvelar el nombre de su cliente en una comparecencia judicial como testigo de la acusación. No era muy probable. Al fin y al cabo, no le convenía. La fotografía del marco de plata seguía siendo la mejor baza de que disponía William.

Hizo una pausa para admirar el retrato que Warhol había hecho de Marilyn Monroe y que los de la policía científica habían dejado en el suelo para destapar una caja fuerte que estaba sin abrir. Fue de inmediato a por Jim, de mantenimiento, y este acudió con un juego de llaves que le habría encantado a Fagin, de Oliver Twist. Abrió la caja fuerte en cuestión de minutos. William abrió la puerta y vio que el interior estaba vacío.

—Maldito sea. Debió de vernos venir.

De pronto, se acordó de la señora con la que se habían cruzado un rato antes, la que empujaba un carrito cargado de bolsas. Sabía que tenía algo que le había parecido raro y en ese momento se dio cuenta de qué era. Todos los elementos del personaje cuadraban, a excepción del calzado: el último modelo de zapatillas Nike.

—Maldita sea —repitió cuando Jackie se asomó al dormitorio.

—¿Has encontrado algo que merezca la pena? —le preguntó ella—. Porque yo no.

Con una floritura, William le enseñó la bolsa que contenía la fotografía con el marco de plata.

—Juego, set y partido —dijo Jackie, y bromeó con un saludo militar.

—Juego sí —repuso William— y puede que hasta set. Pero mientras Booth Watson comparezca en el Old Bailey como defensa de Rashidi, el partido está aún por decidir.

 

Nadie estaba dispuesto a sentarse a su mesa hasta convencerse de que no volvería.

El tercer día tras la fuga de Faulkner, cuando Rashidi bajó al comedor a desayunar, se sentó a la cabeza de la mesa vacía e invitó a dos de sus amigos a sentarse con él: Tulipán y Ross.

—A estas alturas Miles ya habrá salido del país —dijo Rashidi mientras un funcionario de prisiones le ponía delante un plato de huevos con beicon. Era el único recluso al que le quitaban la corteza del beicon. Otro funcionario le entregó un ejemplar del Financial Times. El personal de la cárcel no había tardado en aceptar que el antiguo rey se había marchado y que ahora había un nuevo monarca en el trono. Los cortesanos no se alarmaban, puesto que el nuevo rey era el sucesor natural de Faulkner; y había una cosa que importaba aún más: él se ocuparía de que ninguno perdiese sus privilegios.

Rashidi le echó un vistazo a las cotizaciones del mercado de valores y frunció el ceño. Las acciones de Marcel y Neffe habían caído otros diez peniques de la noche a la mañana y, en consecuencia, su empresa era susceptible de que la adquiriese otra compañía. No podía hacer nada al respecto, a pesar de estar tan solo a unos tres kilómetros de la Bolsa.

—¿Malas noticias, jefe? —preguntó Tulipán mientras pinchaba una salchicha y se la metía en la boca.

—Alguien intenta dejarme sin negocio —dijo Rashidi—. Pero mi abogado lo tiene todo controlado.

El Hombre Marlboro asintió con la cabeza. Casi nunca hablaba, solo hacía alguna pregunta de vez en cuando. Si indagaba demasiado, Rashidi sospecharía de él, tal como le había advertido el Halcón a su agente infiltrado. «Limítate a escuchar y conseguirás pruebas de sobra para garantizar que no lo suelten en mucho tiempo.»

—¿Qué se sabe del problema de suministro? —preguntó Rashidi.

—Está controlado —le aseguró Tulipán—. Estamos ganando un poco más de mil a la semana.

—¿Qué pasa con Boyle? Al parecer, todavía suministra a todos sus antiguos clientes y eso se me come los beneficios.

—Ya no será un problema, jefe. Lo van a transferir a la prisión de la isla de Wight.

—¿Cómo habéis hecho eso?

—El funcionario que se encarga de las transferencias debe un par de meses de la hipoteca —dijo Tulipán, sin más explicaciones.

—Pues págale el mes que viene por adelantado —dijo Rashidi—. Porque Boyle no es el único recluso que quiero que transfieran y hacerlo así es menos arriesgado que la alternativa. ¿Y tú, Ross? ¿Cuándo nos dejas?

—La semana que viene me mandan a Ford, jefe; a la prisión de régimen abierto. A menos que prefiera que me quede.

—No, te necesito en la calle lo antes posible. Me eres mucho más útil fuera.

3

En la cárcel, los judíos y los musulmanes son los únicos que se toman la religión en serio. Sin embargo, son los cristianos los que acuden en masa a los oficios.

Todos los domingos por la mañana, la capilla de la prisión se llena de pecadores que no solo no creen en Dios, sino que en la mayoría de los casos nunca ha ido a misa. Pero, teniendo en cuenta que la asistencia al oficio implica salir de la celda durante más de una hora, ven la luz y se unen a una congregación que los domingos por la mañana es una de las más grandes de la ciudad de Londres.

Hace falta casi todo el personal de la prisión para acompañar a los setecientos conversos desde sus celdas hasta la capilla que hay en el sótano, donde el capellán recibe a su rebaño de ovejas negras con la señal de la cruz y no empieza el sermón hasta que el último recluso ha tomado asiento.

La capilla es la sala más grande de toda la prisión. Es semicircular y tiene veintiuna hileras de bancos de madera colocados ante un altar dominado por una gran cruz del mismo material. La mayoría de los presos saben cuál es su sitio y las dos primeras filas se llenan con las pocas ovejas blancas que están allí para orar. Durante la plegaria, se arrodillan y gritan aleluya siempre que el capellán menciona a Dios. Además, prestan atención durante el sermón. El resto del rebaño, que es la gran mayoría, no hace nada de eso. Tienen también su propia jerarquía y, a diferencia de cualquier otro lugar de culto un domingo por la mañana, los asientos más buscados son los de atrás.

Los que ostentan más poder se sientan en la última fila y gestionan sus negocios con los que se sientan delante de ellos. Assem Rashidi se situaba en el centro de la última hilera de bancos, un lugar que hasta hacía muy poco era el de Miles Faulkner. Tulipán ocupaba el asiento a su izquierda, y Ross a la derecha.

Las notas circulaban hacia atrás sin cesar con detalles sobre las peticiones de los presos para la semana siguiente: la droga, el alcohol y las revistas pornográficas eran los artículos más demandados, aunque había un recluso que lo único que pedía era un tarro de Marmite.

—El primer himno de esta mañana —declaró el capellán— es «Ser peregrino». Lo encontraréis en la página doscientos once del libro de cánticos.

Los peregrinos de las dos primeras filas se levantaron y cantaron con voz entusiasta, entregados de todo corazón, mientras que los traficantes del fondo, a quien no cabe duda de que Jesucristo habría expulsado del templo, continuaban traficando.

—Tres de crack para la celda 44 —dijo Tulipán después de desplegar una hoja de papel—. Treinta libras.

No había gran cosa que Rashidi no fuera capaz de suministrar, siempre y cuando el pago se abonase antes del domingo. En la cárcel, no se le fía a nadie más de siete días. Tres de los guardias hacían las veces de mensajeros y en una sola jornada ganaban más que con la nómina de una semana. Dos de ellos eran los responsables de introducir la mercancía en la prisión, mientras que el tercero, el que era de más confianza, les cobraba el dinero a las esposas, las novias, los hermanos, las hermanas y hasta las madres.

«Ser peregrino…»

La congregación se sentó de nuevo y un joven preso antillano salió a leer la primera lectura.

—Y vi la luz…

Tulipán le entregó a su jefe otro pedido: una papelina de heroína.

—El cabrón todavía no ha soltado lo de las dos últimas semanas. ¿Lo pillamos en la ducha?

—No —respondió Rashidi con firmeza—. Dejad de suministrarle; así sabremos enseguida si tiene dinero fuera de la cárcel.

Tulipán puso cara de decepción.

—Creo que uno de los mensajeros se queda una parte —dijo—, porque la semana pasada hubo doscientas libras menos de beneficios. ¿Qué quiere que haga al respecto, jefe?

—Déjale bien claro que, si vuelve a pasar, el director se encontrará en la mesa un informe anónimo y sus dos fuentes de ingresos se secarán de la noche a la mañana.

—¿Alguna cosa más, jefe? —preguntó Tulipán después del último pedido.

—Sí. La semana pasada la cena me llegó tibia todas las noches, así que cambia los proveedores.

—De acuerdo —dijo Tulipán.

Los miembros de la congregación volvieron a sentarse.

—El texto de mi sermón de esta semana —entonó el capellán— es del Éxodo, capítulo treinta y cuatro. Cuando Moisés bajó de la montaña del Sinaí…

—¿Alguna novedad sobre el sargento Warwick?

—No le queda mucho en este mundo —respondió Tulipán—. Ojalá pudiera encargarme en persona de eso.

—Primero tiene que acabar el juicio. Después te ocupas del sargento Warwick. Haz que sea una muerte lenta y dolorosa, para que sus colegas se lo piensen dos veces antes de hacerme enfadar.

Ross sintió náuseas.

—No matarás —dijo el capellán.

—Amén —contestó Ross en voz baja.

—Oremos —continuó el capellán.

Los ocupantes de las dos primeras filas se arrodillaron.

—Dios todopoderoso…

—Cuando llegue el momento —dijo Rashidi—, mándale una docena de rosas a su viuda, y que no le quede ninguna duda de quién se las manda.

Ross escuchaba con atención todo lo que se decían. Tenía que enviarle un mensaje al Halcón lo antes posible para que Warwick estuviese sobre aviso. Igual que Rashidi, él también contaba con un funcionario de prisiones de confianza a través de quien podía enviar mensajes al exterior, aunque, en su caso, el funcionario no esperaba ninguna compensación. Después del desayuno del día siguiente, Ross tenía que asegurarse de que le tocase limpiar el pasillo donde estaba el despacho del supervisor Rose.

—La semana que viene, cuando te manden a Ford en régimen abierto —dijo Rashidi, e interrumpió las reflexiones de Ross—, ponte en contacto con Benson, que es el que controla el suministro de drogas de esa cárcel, y avísalo de que, si no me da mi parte, no transferirán más yonquis a Ford.

Ross asintió con la cabeza.

—¿Alguna cosa más, jefe? —preguntó Tulipán.

—Sí. ¿Has solucionado mi otro problema? —dijo Rashidi, y se volvió hacia Tulipán.

—Por supuesto, jefe, pero no va a salir barato. Varios de los guardias esperan una mordida.

—Págales. Es un lujo que no estoy dispuesto a sacrificar.

—En ese caso, le llevarán una prostituta a la celda poco después de que apaguen las luces.

—¿Hay novedades de Faulkner? —quiso saber Ross, consciente de que todas las pistas que tenía el Halcón se habían enfriado.

—Acaban de ofrecerme su celda, así que creo que podemos dar por sentado que a estas alturas está fuera del país. Mañana por la mañana tengo otra cita con su abogado, así que quizá averigüe algo más.

Después de su intervención, Ross continuó escuchando.

—¿Ya hay fecha para el juicio? —preguntó Tulipán.

—El 15 de septiembre. Y mañana sabré cuántas pruebas han conseguido con el registro de mi apartamento.

Ross sabía exactamente cuántas pruebas tenían; sabía incluso de quién era la fotografía del marco de plata.

—¿Podré cambiarme a su celda cuando se mude a la de Faulkner? —quiso saber Tulipán.

—Cuenta con ello —respondió Rashidi, que sabía de recompensas tanto como de castigos.

Le hizo una señal a uno de los guardias para que supiese que quería hablar con él después del oficio.

—La bendición de Dios todopoderoso, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

—Amén —dijeron los tres al unísono.

 

—¿Cómo están los mellizos? —preguntó Christina.

—Hoy en día no duermo mucho —admitió Beth, que empujaba el carrito por Hyde Park mientras paseaban—. Cuando quieren algo, parece que trabajen en equipo. Estoy agotada de forma perpetua y, de pronto, admiro muchísimo a mis padres.

—Qué envidia —dijo Christina, y miró a los mellizos con anhelo—. ¿Qué tal lleva William lo de las responsabilidades añadidas?

—Cuando está en casa es maravilloso, pero, si yo quiero seguir trabajando en el museo, tendremos que contratar a una niñera a tiempo completo, y eso nos costará casi lo mismo que gano yo.

—El gasto valdrá la pena —dijo Christina—, sobre todo si así William tiene más tiempo para localizar a mi marido, que parece que ha desaparecido en el mar.

—No puede hacer gran cosa en cuanto a Miles; al menos mientras esté preparando el juicio de Rashidi.

—Si la mitad de las cosas que dice la prensa sobre él son verdad, espero que se pudra en el infierno.

—Donde se reencontrará con Miles, sin lugar a dudas —repuso Beth.

—¿Crees que coincidieron en Pentonville?

—William está convencido de que sí, sobre todo porque Booth Watson va a representar a Rashidi en el juicio. Y a ese hombre no le permitirán asistir al funeral de su madre, entre otras cosas porque está vivita y coleando. Aunque William me ha dicho que no ha visitado a su hijo ni una sola vez.

—A lo mejor encuentra otra forma de escapar.

—Imposible. Te aseguro que, después de la que montó Miles en el trayecto de la cárcel al Old Bailey, a Rashidi lo acompañará un pequeño ejército.

—Miles siempre fue varios pasos por delante de la policía. Estoy convencida de que planeó la fuga como una operación militar y te aseguro que no dejó nada al azar.

Beth no respondió. A pesar de que consideraba a Christina su amiga, era muy consciente de que William no se fiaba de ella. Por la mañana, antes de marcharse, William le había sugerido que la escuchase bien, ya que era muy posible que Christina dijese algo de lo que se podría arrepentir más adelante.

—No es coincidencia que el día antes de que se fugara del funeral de su madre —continuó Christina—, el yate de Miles zarpase desde Montecarlo en dirección a la costa de Inglaterra.

—¿Cómo lo sabes?

—Uno de los tripulantes de cubierta regresó a Montecarlo después de atracar en Nueva York y me pasó el parte. Si tuviera que apostar, diría que no volveréis a saber de Miles.

Beth se acordó de que el marido de Christina tenía un apartamento en Nueva York.

—¿Qué pasa con la colección de arte? —preguntó.

—La colección cuya mitad, en teoría, me pertenece. Pues me imagino que no volveré a ver esos tesoros. Voy peinando todos los catálogos de las principales casas de subastas por si alguna de las obras sale a la venta, pero de momento no he visto nada.

—¿Y el apartamento de Eaton Square? —preguntó Beth cuando ya llegaban al lago Serpentine del parque.

—El contrato caduca dentro de un par de meses y mi intención es renovarlo.

—¿Y cómo puedes permitírtelo si Miles se ha fugado con todo?

—Porque cuando mi querido marido quemó la casa de campo pensando que me dejaría sin blanca, pasó por alto un pequeño detalle.

—No te sigo —dijo Beth.

Christina la relevó y se puso a empujar el carro por el vial Rotten Row del parque.

—Mi agente inmobiliario me llamó la semana pasada y me comunicó que el ayuntamiento ha concedido el permiso para construir doce casas en el terreno de la finca. Ya le han ofrecido medio millón de libras por las tierras, y eso que todavía no ha salido al mercado.

—Con eso resolverías tus problemas más inmediatos.

—Es posible. Pero no pienso celebrar nada hasta que Miles vuelva a estar encerrado, a poder ser en solitario, y hasta que la mitad de los cuadros estén en mi apartamento.

—Por no hablar del Vermeer que le robó al Fitzmolean —dijo Beth.

Miró la hora cuando llegaban a Albert Crescent.

—No te olvides de decirle a William que no pierda el tiempo buscando a Miles —dijo Christina cuando se despedían—. Que se concentre en los cuadros. Si los encuentra, puede estar seguro de que él no estará lejos.

Beth detuvo el carro de golpe, y Artemisia rompió a llorar. Peter se unió al cabo de un momento. ¿Era esa la frase que William esperaba, la frase de la que Christina podría arrepentirse?

 

—¿William?

William levantó la mirada y vio al sargento Summers empujar la puerta batiente del comedor.

—¿Jerry? ¿Qué haces aquí? —preguntó, a pesar de que lo sabía de sobra.

—Lo mismo que tú, supongo. Voy a dar una charla sobre la tarea de un humilde policía en una zona rural, en lugar de uno que triunfa en Scotland Yard.

—A mí no me mires. Yo voy a hacerles una introducción a las drogas a un grupo de novatos que acaban de salir del instituto; no sabrían qué son las drogas ni si las tuvieran delante.

William cogió un maletín y lo puso en la mesa. Lo abrió y dejó a la vista una docena de cajitas de plástico donde había muestras de todas las drogas ilegales que existían, desde la heroína a pastillas de éxtasis.

—No veas —dijo Summers, y se sirvió un té—. Pero no es tan impresionante como lo de pillar de una vez al villano de Rashidi y meterlo entre rejas. Espero que tengas suficientes pruebas para condenarlo, porque me han dicho que es escurridizo como una anguila. Que no te quepa duda de que contratará a los mejores abogados que haya.

—¿Lo conoces? —le preguntó William.

—Solo de oídas. Pero tiene un par de esbirros de mierda que trabajan en Romford y en Barking. Hemos detectado que se les ha cortado la cadena de suministro, gracias a ti y al superintendente Lamont.

—¿De qué conoces a Lamont?

—Fue mi primer jefe cuando empecé a patrullar por Romford. Un par de años después lo transfirieron a Scotland Yard, así que no lo veo desde entonces. ¿Cómo está ese cabrón?

—Se ha prejubilado, así que últimamente no sé nada de él.

—¿Y eso? —preguntó Summers, casi para sí—. No debían de faltarle más que uno o dos años para tener derecho a la pensión completa.

Se echó un par de terrones de azúcar al té antes de preguntar:

—¿Qué se siente estando en el filo de la navaja?

—Pues me paso la mitad del tiempo rellenando formularios y deteniendo a drogadictos que deberían estar en el hospital, no en la cárcel. Pero, si te encuentras con el nuevo proveedor de Romford, avísame.

—Échales un vistazo a la familia Payne —le dijo el sargento Summers—. Controlan el suministro de drogas de mi zona, pero no tienen la infraestructura para hacerse con el imperio de Rashidi. De hecho, seguro que están rezando por que se libre. Es que, sin el tiburón, los pececitos no comen.

William anotó un dato que ya conocía e hizo una nota mental: Summers no había mencionado a la familia Turner.

—Enhorabuena, por cierto —dijo Summers, y eligió la galleta de chocolate entre las que había—. He oído que eres el primero de nuestra quinta que llega a inspector. Aunque tampoco le sorprende a nadie.

—Los ascensos tienen alguna desventaja —contestó William, y suspiró, aunque con la esperanza de no haber sonado demasiado exagerado.

—¿Como cuáles? —preguntó Summers, que había mordido el anzuelo.

—A los inspectores no les pagan muchas horas extra, pero se espera que hagamos las mismas horas.

—Forma parte del trato si quieres estar en la categoría superior —dijo Summers—. Es una de las principales razones por las que yo ya estoy bien donde estoy. ¿Te has casado?

—Sí, y tenemos mellizos. Así que, a pesar del ascenso, llegamos justos a fin de mes —contestó William con la esperanza de tentarlo a cometer una indiscreción.

—Por eso yo sigo siendo soltero —repuso Summers—. Bueno, será mejor que me vaya, empiezo dentro de cinco minutos —añadió, y se acabó el té antes de coger la última galleta de chocolate—. Si oigo por ahí quién es el nuevo proveedor, te doy un telefonazo.

Se estrecharon la mano, y Jerry se fue al aula. William no estaba seguro de si ese encuentro supuestamente fortuito había sido útil. El Halcón había conseguido que ambos entrasen en el programa de charlas que recibía la nueva remesa de estudiantes de Hendon para que se encontrasen allí sin que pareciera demasiado forzado. De todos modos, hasta que Summers hizo su aparición en el comedor, William había tenido que esperar más de una hora con un té que se le había quedado frío. Y cuando se marchó no estaba convencido de que fuese a saber más de él.

El Halcón ya había puesto al sargento Adaja y a la agente Nick Bailey, una recluta muy reciente, a vigilar a Summers las veinticuatro horas del día. Bailey patrullaba las calles de Romford como agente de a pie, mientras que Adaja estaba de incógnito. En Scotland Yard, la sargento Jackie Roycroft continuaba trabajando con William y con la otra nueva miembro del equipo: la agente Rebecca Pankhurst, que los tenía a todos a golpe de pito.

El Halcón quería saber quiénes eran los amigos de Summers, con quién quedaba después del trabajo, si en su expediente había cosas sin explicación. ¿Tenía un confidente? ¿Quién había sido su última novia? ¿Era una policía?

Adaja y Bailey habían conseguido respuestas para algunas de esas preguntas en cuestión de días, pero otras seguían siendo un misterio.

Summers era soltero, pero tras intercambiar anécdotas en el comedor, la agente Bailey había informado de que no faltaban las agentes dispuestas a sucumbir ante los encantos del joven policía. También le contó a William que Summers tenía un historial impresionante de detenciones de ladrones y que nadie superaba su historial de detenciones en general. ¿Era posible que investigasen al hombre equivocado?

William escribió el informe sobre el encuentro con Summers en el trayecto en metro hacia Victoria y pensaba dejarlo sobre la mesa del comandante antes de irse a casa.

El Halcón le había dicho que plantase la semilla, nada más. «Porque, si cree que a lo mejor tienes problemas económicos, quizá se ponga en contacto contigo antes de lo que piensas.»

No era muy probable, pensó William, dado que era Jerry Summers el que le había puesto el mote de escolano cuando estaban haciendo la formación en Hendon.

 

—¿Superintendente Lamont?

—¿Quién lo pregunta?

—El sargento Jerry Summers, señor. No creo que se acuerde de mí, pero…

—Susurros Summers —dijo Lamont, y se rio—. ¿Cómo voy a olvidarme? Gracias al trabajo que hiciste infiltrado encerramos a casi toda la banda de los Payne. ¿A qué se debe la llamada?

—He oído que se ha prejubilado, señor.

—¿Quién te ha dicho eso?

—El inspector Warwick. La semana pasada dimos un par de charlas a los reclutas de Hendon.

—No me digas. ¿Y qué más te chivó ese capullo?

—No mucho. De hecho, cerró el pico en cuanto le conté que usted fue mi primer jefe.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Oiga, me preguntaba si ya tiene otro trabajo; nunca me ha parecido de los que se jubilan.

—Tengo un par de asuntos entre manos —respondió Lamont—. Pero eso no quiere decir que no esté abierto a propuestas.

—Me alegro de oírlo, señor. Porque quizá tenga algo que podría interesarle. Es mejor no hablar del tema por teléfono. ¿Podríamos quedar en privado en algún lugar?

4

—¿Quiere sentarse, señor? —le preguntó una joven dispuesta a cederle el asiento.

—No, gracias —respondió el comandante.

Se tocó el ala del sombrero de fieltro y de pronto el cuerpo le recordó lo viejo que era. «Maldita sea —pensó—, no tengo ni sesenta», pero tuvo que admitir que su hija era mayor que aquella joven considerada.

Varios pasajeros se bajaron en la siguiente parada, y el Halcón pudo sentarse. Desplegó el periódico de la mañana. «la policía controla un piquete en Wapping» , decía el titular principal. Empezó a leer la noticia, pero se le fue la cabeza a la reunión que estaba a punto de tener. Ross Hogan, su agente infiltrado, había salido de la prisión de Ford hacía poco, así que repasó las preguntas para las que necesitaba respuesta. Se sentía como un niño a punto de abrir un regalo de Navidad después de haber esperado mucho tiempo. En la siguiente parada se levantó y le ofreció su asiento a una anciana, y ella lo aceptó encantada. Aún no estaba muerto.

Cuando el metro se detuvo en la estación de Victoria, el Halcón fue de los primeros en bajar y unirse al torrente de personas que corrían como zombis hacia las escaleras mecánicas. Le mostró el pase al revisor que estaba en los tornos y salió a la luz brillante de la mañana.

Intentó ordenar las ideas mientras andaba despacio por Victoria Street en dirección a Scotland Yard. Pero a mitad de camino giró a la derecha, dejó atrás el bullicio de la acera y entró en una pequeña plaza tranquila donde se alzaba una catedral magnífica. Sin hacer caso de los pocos fieles y de los curiosos que se dirigían hacia la entrada del principal lugar de culto de la Iglesia católica en Inglaterra y Gales, recorrió el lateral derecho del vasto edificio de ladrillos de color rojizo y crema y no se detuvo hasta que alcanzó una entrada discreta que tan solo usaban los sacerdotes y los coristas.

Abrió la puerta y entró, convencido de que mientras se comportase como si no estuviera fuera de lugar, nadie cuestionaría su presencia. Cuando iba de camino a la sacristía, una limpiadora que frotaba el suelo de piedra arrodillada levantó la mirada.

—Buenos días, hija mía —le dijo.

—Buenos días, padre —respondió ella al tiempo que él pasaba de largo con prisas.

Al entrar en la sacristía, fue a la taquilla del fondo y la abrió. Se quitó la chaqueta y la corbata, se puso una casaca larga de color negro, una sobrepelliz blanca, un alzacuellos y una estola con los que se transformó de comandante a canónigo. Al menos era católico y ese engaño ocasional contaba con la aprobación del cardenal arzobispo de Westminster, si no del Señor.

Se echó un vistazo rápido en el espejo largo de la pared antes de salir a la catedral. Anduvo despacio hacia la capilla de Nuestra Señora; los curas, a diferencia de los policías, no van con prisas. Salió a la nave y se dirigió al relieve de bronce de san Benedicto, que lo miraba desde arriba como siempre. Se alegró de ver que el confesionario estaba desocupado. Entró, corrió la cortinilla roja para indicar que estaba operativo y se preparó para recibir a un parroquiano en concreto que, como bien sabía, buscaba absolución y no lo haría esperar mucho rato.

Momentos después, oyó que alguien entraba en el confesionario y una voz conocida le habló a través de la rejilla que los separaba.

—Padre, he pecado y busco el perdón del Señor.

—¿Cuándo te confesaste por última vez, hijo mío?

—Hace más de seis meses, padre. Durante ese tiempo he cometido un pecado grave: todos los domingos por la mañana he asistido a un oficio anglicano.

El comandante se alegró de ver que su agente infiltrado no había perdido el sentido del humor.

—¿Y qué has aprendido de esa experiencia tan desafortunada, hijo mío?

—Que el demonio en persona representará a Assem Rashidi cuando comparezca ante el juez el mes que viene.

—Ya estaba al tanto de eso, hijo mío —dijo el Halcón—. Los caminos del Señor son inescrutables. ¿Has averiguado si el señor Booth Watson cree posible librar a su cliente de las distintas acusaciones?

—Está seguro de que lo librará de la más seria: la de liderar un cártel de narcotráfico; según él, no existen suficientes pruebas para convencer al jurado.

—Tenemos pruebas de sobra —repuso el Halcón—, cosa que descubrirá cuando vea la lista de objetos que vamos a presentarle al jurado.

—Pero Rashidi me ha asegurado que vaciaron el apartamento de todas las pruebas incriminatorias justo antes de que apareciesen los chicos.

—Se dejaron un montón de trajes hechos a medida en el armario y una docena de camisas hechas a mano, y da la casualidad de que son de su talla.

—También le quedarían estupendas a miles de personas inocentes, tal como señalará Booth Watson. Y dirá que no tienen pruebas de que Rashidi era el propietario del apartamento ni de que vivía allí.

—Pues tendrá que justificar la foto que encontraron en la mesita de noche del dormitorio principal.

—Dirá que no hay pruebas de que la letra A signifique Assem.

—No las hay —respondió el Halcón—. Pero tendrá que explicar qué hacía una foto de su madre en la mesita de noche.

Se oyó un silbidito seguido de las palabras:

—Tocado y hundido. Los que hicieron la limpieza lamentarán haberse dejado eso. Podría costarle a Rashidi una condena de veinte años.

—Amén —dijo el comandante—. ¿Qué más te han dicho los paganos mientras estabas encerrado, hijo mío?

—En la cárcel corre el rumor de que Faulkner ha llegado a Estados Unidos. Nombre nuevo, pasaporte nuevo e identidad nueva. Pero debe de seguir activo en el mundo del arte, porque la casa de Montecarlo está en el mercado y de las paredes no cuelga ninguno de sus cuadros.

—Zarparon en el mismo barco que Faulkner —explicó el Halcón—. Aunque de momento en el mercado no ha aparecido nada.

—Faulkner es demasiado listo para cometer ese error. Pasará desapercibido un tiempo y, si vende algo, será a compradores privados.

—¿Has averiguado el nombre que usa ahora o alguna pista sobre su paradero?

—No, padre. Pero Rashidi cree que Nueva York no es un paradero probable, ya que es el primer sitio en el que lo buscaría el FBI. En cualquier caso, el apartamento de la Quinta Avenida se puso en venta semanas antes de la fuga y, ¡uy, qué sorpresa!, sin los accesorios ni los ornamentos.

—Me imagino que los cuadros están todos juntos en algún sitio. Pero ¿dónde?

—No tengo ni idea, jefe.

—Bueno, déjamelo a mí. Tu siguiente tarea es intentar averiguar quién lleva el imperio de Rashidi durante su ausencia; para que compartan celda dentro de poco.

—La respuesta a esa pregunta ya la sé, pero por motivos obvios no voy a mencionar su nombre. He dejado ese dato en el sitio habitual. No obstante, le advierto que hay una coincidencia que no va a gustarle.

—Estoy intrigado.

—¿Alguna cosa más, señor?

—Sí. Cuando hayas cometido alguno de los pecados disolutos que te han negado en la cárcel, volveremos a quedar y te hablaré de un tal sargento Summers.

—¿Quién es?

—Todavía no. Que Dios te bendiga, hijo mío, y no temas: quedas absuelto de tus pecados. Ve en paz.

El Halcón esperó un momento y rezó por que ningún otro pecador buscase la absolución mientras repasaba sus notas: quería asegurarse de que tenía respuestas a todas las preguntas.

Satisfecho, se guardó el cuaderno en el bolsillo de la sotana, salió del confesionario y se dirigió hacia un cepillo que estaba rodeado de velas, aunque había muy pocas encendidas. Echó un vistazo a su alrededor antes de sacar una llave pequeña del bolsillo del pantalón, abrió el cepillo con destreza y dentro vio un puñado de monedas, casi todas de cobre, y un paquete vacío de Marlboro colocado en un rincón.

Alzó la mirada y vio a la Virgen María, que lo observaba desde lo alto. Esbozó una sonrisa igual de enigmática, sacó el paquete de color rojo y blanco y se lo guardó en el bolsillo. Cerró el cepillo con llave y regresó despacio hacia la sacristía, confiando en que nadie había visto lo que acababa de hacer.

Al cabo de unos minutos, el comandante Hawksby salió por la puerta lateral de la catedral y se dirigió a Scotland Yard. Tenía dos cosas en mente: quién había relevado a Rashidi como nuevo mandamás del narcotráfico y a qué se refería Ross con lo de la coincidencia que no iba a gustarle. Para saberlo, tendría que esperar a que los cerebritos del sótano hubiesen desmontado el paquete de tabaco para sacar a la luz sus secretos más recónditos.

 

—William ya se ha ido a trabajar —dijo Beth con un biberón en una mano y el teléfono en la otra—. ¿Le doy algún mensaje?

—No, quiero daros la buena noticia a los dos en persona —respondió Christina.

—¿Me das una pista?

—Eres peor que William.

—¿Por qué no vienes a tomar algo esta tarde? Le toca a él bañar a los mellizos, así que con un poco de suerte llegará sobre las siete.

—Estoy ansiosa por ver cómo lo hace —dijo Christina—. Allí estaré, poco después de las siete.

 

Cuando el comandante llegó a Scotland Yard, bajó una escalera en lugar de subirla y fue al sótano, donde se apresuró hacia un despacho que había al final del pasillo. No llamó a la puerta, sino que entró directo al mundo de los espías.

—Buenos días, comandante —dijo un auxiliar de laboratorio vestido con una bata blanca al levantar la vista del microscopio—. Debe de ser algo importante si viene usted en persona.

—Así es —dijo el Halcón, y le entregó el paquete de cigarrillos Marlboro vacío.

—Me pongo con ello de inmediato y le envío los resultados a su despacho en cuanto los tenga.

—No, espero aquí —repuso el comandante, y tomó asiento.

El científico asintió con la cabeza y volvió a su mesa. Con la ayuda de unas pinzas, sacó el papel plateado del interior y lo colocó sobre una pletina de bronce. El Halcón pensó que estaría siempre en deuda con el profesor Abrahams por descubrirle los dispositivos de detección electrostática, cuya tecnología ahora formaba parte del equipo de investigación de Scotland Yard y había sido mucho más fiable que la mayoría de los testigos, sobre todo para demostrar que el padre de Beth, Arthur Rainsford, no había cometido el asesinato del que lo habían acusado.

El joven científico colocó una película de plástico sobre el papel plateado, cogió un pequeño rodillo de la estantería que tenía al lado y lo pasó por toda la superficie hasta que hubo eliminado las burbujas de aire.

Después se puso unas gafas de seguridad y encendió una corona de rayos infrarrojos que sostuvo a unos centímetros de la película y movió atrás y adelante para identificar las posibles indentaciones que hubiera sobre la superficie. A continuación, cogió un objeto que parecía un pimentero y esparció tóner de fotocopiadora por toda la superficie hasta que la cubrió. Esperó unos segundos antes de soplar y eliminar el exceso de polvo de la pletina. Por último, despegó la película fina de plástico y se agachó para comprobar si el experimento había dado algún resultado interesante, consciente de que el Halcón se había levantado y esperaba impaciente.

Se hizo a un lado para mostrarle que había terminado, y el Halcón contempló las letras diminutas que habían aparecido en la superficie del papel. No tardó en darse cuenta de cuál era la coincidencia y cuál sería la estrategia de defensa que adoptaría Booth Watson cuando presentase el caso en el tribunal.

—Impresionante —fue la reacción inmediata del Halcón.

Pero eso no quería decir que Rashidi no tuviera que justificar la fotografía del marco de plata, cosa que Booth Watson no podría desestimar con tanta facilidad.

 

—Todavía no ha llegado de Scotland Yard —dijo Beth cuando le abrió la puerta de casa a Christina.

Estaba en el umbral, abrazada a una botella de champán.

—En ese caso, esto tendrá que esperar hasta que llegue —respondió—. Así tenemos tiempo de bañar a los mellizos.

—Pero ¡yo quiero oír tu noticia! —gritó Beth—. William no es del todo fiable en cuestión de puntualidad. Como él dice, el crimen no entiende de la hora de bañar a los mellizos. A ver, doy por sentado que has encontrado a un hombre nuevo, ¿no?

—No, pero he encontrado al viejo —dijo Christina mientras Beth metía la botella de champán en la nevera—. Y antes de que hagas más preguntas, la respuesta es no. Hasta que llegue William, nada.

—Pues a lo mejor tienes que quedarte a dormir —repuso Beth.

Cada una cogió a un bebé en brazos y los llevaron al cuarto de baño de arriba; Artemisia y Peter disfrutaban de la dosis extra de atención y balbuceaban con deleite. Ambas oyeron el portazo y, al cabo de un momento, William entró en el cuarto de baño.