La zona ponzoñosa - Arthur Conan Doyle - E-Book

La zona ponzoñosa E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

Historia incluyda en el libro Las aventuras del Profesor Challenger, publicado en esta misma editorial Publicado el año siguiente a El mundo perdido, La zona ponzoñosa reúne de nuevo al periodista Malone, al aventurero lord John y al profesor Summerlee alrededor del profesor Challenger y sus increíbles descubrimientos.

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LA ZONA PONZOÑOSA

Sir Arthur Conan Doyle

Traducción de Horacio Quinto

 

 

Cubierta: Carulla & Mediavilla

© de esta edición: Laertes S.A. de Ediciones, 2012 C./Virtut 8, baixos - 08012 Barcelona www.laertes.es

Programación: JSM

ISBN: 978-84-7584-888-4

Depósito legal: B-27484-2012

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos reprográficos, <www.cedro.org>) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La borrosidad de las líneas

Resulta imperioso que deje testimonio de tan asombrosos acontecimientos ahora que aún los tengo frescos en la memoria y puedo describirlos con una exactitud de detalles que el tiempo podría difuminar. Pese a ello, al realizar lo que me propongo, me siento abrumado por el sorprendente hecho de que haya sido nuestro reducido grupo del Mundo Perdido1, es decir, el profesor Challenger, el profesor Summerlee, lord John Roxton y yo, el que haya pasado por una experiencia tan singular.

Qué lejos estaba de imaginarme hace algunos años, cuando publicaba en la Gaceta diaria mis reportajes sobre nuestro viaje por Sudamérica, viaje que marca de por sí una época, que volviese jamás a tocarme la tarea de hablar de otra vicisitud personal todavía más extraña, de un acontecimiento único en la memoria de la humanidad, que quedará en los anales de la historia como una montaña altísima entre las humildes colinas que la rodean. El acontecimiento parecerá siempre asombroso, pero la extraordinaria circunstancia de que nosotros cuatro estuviésemos juntos en el momento de ocurrir tan asombroso episodio, se produjo del modo más natural y, a decir verdad, inevitable. Describiré los hechos que nos condujeron a aquella situación de la manera más breve y clara posible, aunque comprendo perfectamente que cuanto mayor sea la cantidad de detalles que aporte, mayor será la satisfacción del lector, porque la curiosidad del público ha sido y sigue siendo insaciable.

El viernes, día 27 de agosto, fecha por siempre memorable en la historia del mundo, me presenté en la redacción de mi periódico y pedí tres días de permiso a señor McArdle, que seguía estando al frente de la sección de noticias. El querido viejo escocés movió negativamente la cabeza, se rascó su flequillo de pelusa rojiza cada vez más ralo y acabó expresado verbalmente su negativa.

—Señor Malone precisamente, tenía el propósito de darle estos días un trabajo especial. Creo que hay un asunto que únicamente usted podría manejarlo como es debido.

—Realmente lo siento —dije, tratando de disimular mi desencanto—. Pero dado que me necesita, no hay más que hablar. Sin embargo tenía un compromiso importante. Si pudiese usted prescindir de mí...

—Pues no, la verdad es que no puedo.

Aquello me contrariaba, pero no tuve más remedio que poner a mal tiempo buena cara. Después de todo, la culpa era mía, porque por aquel entonces ya debería saber que todo periodista no tiene derecho a hacer planes sin contar con su redactor jefe.

—Siendo así, dejaré de lado mi compromiso —le contesté con toda la amabilidad que me fue posible improvisar—. ¿Y qué es lo que usted desea encargarme?

—Verá, se trata de encargarle una entrevista con ese diablo de hombre que vive en Rotherfield2.

—¿No se referirá usted al profesor Challenger? —exclamé.

—Pues sí, precisamente a él me refiero. La pasada semana se llevó por delante al joven Alee Simpson, del Courier, durante una milla, agarrándolo con una mano por el cuello de la americana y con la otra por los fondillos de los pantalones. Es probable que lo haya leído usted en las gacetillas de policía. Nuestros muchachos prefieren entrevistarse con un cocodrilo antes que con el profesor. Sin embargo usted podría hacerlo, dado que es viejo amigo suyo.

—¡Vaya, esto lo arregla todo! —contesté con profundo alivio—. Precisamente, si quería pedirle permiso era con el propósito de visitar al profesor Challenger en Rotherfield. Resulta que es el tercer aniversario de nuestra más importante aventura en aquella meseta, y el profesor nos ha invitado a los que formábamos parte del grupo para que vayamos a su casa a celebrarlo.

—¡Estupendo! —exclamó McArdle frotándose las manos y mirándome satisfecho a través de sus gafas añadió—: Hágale usted decir todo lo que piensa de este asunto. Si se tratase de otra persona, yo diría que la cosa no tiene ni pies ni cabeza, pero Challenger ya acertó una ocasión, ¿quién sabe si no dará otra vez en el clavo?

—¿Y qué es lo que quiere usted que yo le haga decir? ¿Qué ha hecho recientemente el profesor? —le pregunté.

—¿Es que no ha leído usted en el The Times de hoy su carta sobre «Posibilidades científicas»?

—No.

McArdle se agachó y cogió del suelo un ejemplar de The Times.

—Léalo en voz alta —dijo, señalándome con el dedo la columna que le interesaba—. Volveré a escucharlo con gusto, porque no estoy completamente seguro de haber comprendido bien lo que ese hombre quiere decir.

Tomé el diario y comencé a leer:

 

Posibilidades científicas

Señor: He leído, y me ha hecho mucha gracia, no exenta de otra clase de emoción menos respetuosa, la carta presuntuosa y llena de fatuidad de James Wilson McPhail aparecida estos últimos días en su periódico, acerca de la borrosidad de las líneas Fraunhofer del espectro3, de los planetas y de las estrellas fijas. Dicho comunicante deja de lado el asunto sin concederle la menor importancia. Sin embargo, a mentes más amplias pudiera parecerles de la mayor importancia posible, de una importancia tal que bien pudiera ser que se jugase en el mismo el bienestar final de todos los hombres, mujeres y niños que viven en nuestro planeta. No espero ni mucho menos, recurriendo a un lenguaje científico, que me comprendan esas gentes fútiles que buscan en las columnas de un diario la fuente de sus ideas. Trataré, pues, de adaptarme a sus limitaciones, y de exponer la situación echando mano de una analogía sencilla que pudiera estar dentro de la estrecha inteligencia de sus lectores.

 

—¡Este hombre es un prodigio, un prodigio viviente! —exclamó McArdle, moviendo reflexivamente la cabeza a derecha e izquierda—. Es capaz de hacerle encrespar las plumas a un palomino y de armar un alboroto en una asamblea de cuáqueros. No me extraña que se le haya hecho imposible la vida de Londres, y es una lástima, señor Malone, porque es un gran talento. Bien, veamos ahora esa analogía.

Seguí leyendo:

 

Imaginemos que durante la travesía del Atlántico arrojásemos un pequeño manojo de corchos unidos entre sí a una corriente marina muy lenta. Los corchos son arrastrados por ella lentamente, día tras día, sin que nada cambie a su alrededor. Si los corchos pudiesen razonar, pensarían que esas condiciones que reinaban a su alrededor eran permanentes e inmutables. Pero nosotros, que disponemos de una facultad superior de razonamiento, sabemos que podrían ocurrir muchas cosas que producirían sorpresa a los corchos. Estos podrían ser arrastrados contra el casco de un barco, o tropezar con una ballena dormida, o enredarse entre las algas marinas. Fuera de eso, siempre sería posible que su viaje se interrumpiese, viéndose arrojados contra las costas rocosas del Labrador. Pero ¿qué podían saber ellos de todo esto mientras se dejaban llevar con suavidad por la corriente, un día y otro día, dentro de aquel océano que a ellos les parecería ilimitado y homogéneo?

Espero que los lectores de ese diario sean capaces de comprender que el Atlántico hace en esta parábola el papel del océano inmenso del éter en el que nosotros marchamos al garete, y que el manojo de corchos representa al pequeño y oscuro sistema planetario al que nosotros pertenecemos. Nuestro sol de tercera categoría, con su morralla y chusma de satélites insignificantes, y dentro de uno de ellos nosotros, flotando dentro de las mismas condiciones diarias en dirección a algún lugar desconocido, hacia alguna desdichada catástrofe que nos abrumará en los últimos confines del espacio, donde nos veremos arrastrados en las cataratas de algún Niágara o lanzados contra algún inimaginable Labrador. Yo no veo espacio en todo esto para el optimismo superficial e ignorante de su corresponsal, señor James Wilson McPhail, sino muchísimas razones para que sigamos con la mayor atención e interés cualquier indicación de un cambio en los alrededores cósmicos del que puede depender en última instancia nuestro destino final.

 

—Este hombre podría haber sido un gran predicador —exclamó McArdle—. Tiene sonoridades de órgano. Veamos ahora qué es lo que le preocupa.

 

La borrosidad general y los cambios en las líneas del espectro, llamadas de Fraunhofer, revelan, en opinión mía, una mutación cósmica de gran amplitud y de un carácter sutil y extraño. La luz de los planetas es un reflejo de la del sol. La luz de una estrella es producida por ella misma. Pero, en este caso, lo mismo los espectros de los planetas que los de las estrellas han sufrido idéntico cambio. ¿Se trata, pues, de un cambio de los mismos planetas y estrellas? Me resulta inconcebible una idea semejante. ¿Qué clase de cambio podría ocurrir simultáneamente en todos ellos? ¿No será un cambio ocurrido en nuestra propia atmósfera? Esto cabe en lo posible, pero es improbable en alto grado, puesto que no se advierte ninguna señal del mismo a nuestro alrededor, y porque tampoco los análisis químicos han revelado cambio alguno. ¿Cuál es, pues, la tercera posibilidad? Podría ser que hubiese ocurrido un cambio en el medio conductor, en ese éter infinitamente fino que se extiende de estrella a estrella y embebe todo el universo.

En las profundidades de ese océano vamos flotando, llevados por una perezosa corriente. ¿No podría esa corriente arrastrarnos al interior de nuevas zonas de éter que tengan propiedades en las que nosotros jamás hemos pensado? En algún lugar se ha realizado un cambio. Esta perturbación cósmica del espectro lo demuestra. El cambio puede ser para bien. Puede también ser para mal. O quizás sea un cambio neutral. Lo ignoramos. Los observadores superficiales pueden tratar el asunto con menosprecio, pero quien como yo está dotado de una profunda inteligencia propia del auténtico filósofo, comprende que las posibilidades que existen en el universo son incalculables y que el hombre más sabio es aquel que se mantiene dispuesto para siempre a afrontar lo inesperado. Tenemos a mano un ejemplo. ¿Quién se atreverá a afirmar que esa epidemia misteriosa y universal que, según los periódicos de esta misma mañana, ha estallado entre los indígenas de Sumatra, no está relacionada con alguna alteración cósmica a la que son más susceptibles que los pueblos europeos, de constitución más compleja? Lanzo la idea por lo que pudiera valer. En la actual etapa resulta tan poco ventajoso el afirmarla como el negarla, pero quien no entienda que cae perfectamente dentro del terreno de la posibilidad científica es una majadero desprovisto de imaginación.

De usted atentamente, George Edward Challenger The Briars, Rotherfield

 

—Es una carta bella y estimulante —dijo McArdle pensativo, introduciendo un cigarrillo en el largo tubo de cristal que le servía de boquilla—. ¿Qué opina de ello, Malone?

No tuve más remedio que confesar mi ignorancia total y humillante acerca del problema. ¿Qué eran las líneas de Fraunhofer, por ejemplo? McArdle había hecho ya un estudio del problema con la colaboración del científico de nuestra redacción, y tenía sobre la mesa numerosas franjas espectrales multicolores, de esas que tienen un parecido general con las cintas de los sombreros de ciertos clubs de cricket, nuevos y ambiciosos. Echó mano a dos de ellas y me hizo observar unas líneas negras que se cruzaban sobre la serie de brillantes colores que iban desde el rojo hasta el violeta pasando por el anaranjado, amarillo, verde, azul y añil.

—Estas franjas negras son las llamadas líneas de Fraunhofer —me dijo—. Los colores no son otra cosa que la luz misma. Cualquier luz, si la hacemos pasar a través de un prisma, nos da idénticos colores. Nada nos dicen. Son las líneas las que tienen importancia, porque varían de acuerdo con el cuerpo que produce la luz. Son estas líneas las que ahora aparecen borrosas en lugar de nítidas. El fenómeno viene ocurriendo desde hace una semana, y los astrónomos discuten entre ellos sobre su posible causa. Aquí tenemos una fotografía de esas líneas que saldrá mañana en nuestro periódico. Hasta ahora, el asunto no ha despertado interés entre el público pero me parece que la carta de Challenger va a darles qué pensar.

—¿Y eso de Sumatra4 qué es?

—Pues verá: desde las líneas del espectro hasta un negro enfermo en Sumatra existe una considerable distancia, pero este hombre nos demostró una vez que cuando se pronuncia no lo hace en vano. Parece que por aquellas latitudes se ha propagado una extraña enfermedad. Además hoy nos acaba de llegar este cable desde Singapur anunciando que los faros del estrecho de Sonda no funcionan, y por ello han embarrancado ya dos barcos. En fin, que sería bueno que usted recogiera la opinión de Challenger sobre el asunto. Si saca algo en concreto, escriba una columna para el número del lunes.

Salí del despacho, meditando la nueva misión que me habían confiado, cuando oí que voceaban mi nombre en la sala de espera de la planta baja. Era un mensajero de telégrafos que me traía un telegrama enviado a mi domicilio particular en Streatham5. Su remitente era el mismísimo caballero de quien habíamos estado hablando. Su texto era el siguiente:

 

Malone - 17, Hill Street, Streatham - Traiga oxígeno - Challenger

 

«¡Traiga oxígeno!» El profesor tiene un sentido del humor muy sui generis y es capaz de las bromas más pesadas. ¿Se trataba de una de aquellas bromas que desataban estruendosas carcajadas, durante las cuales desaparecían sus ojos, y toda su cara se convertía en una bocaza abierta y barba encrespada, mostrándose de una indiferencia suprema para todos los que le rodeaban? Por más vueltas que le di a la frase, no pude sacar nada que fuese ni siquiera remotamente divertido. Sin embargo, por extraña que pareciese, era una orden terminante. Si había en el mundo un hombre cuyas órdenes no me permitiría desobedecer, eran las de Challenger. Quizás estuviera realizando algún experimento químico. Bien, yo no tenía por qué hacer cábalas sobre si lo necesitaba para esto o para lo otro. Había que llevarle lo que pedía. Faltaba todavía una hora para la salida de mi tren en la estación Victoria. Subí a un taxi, y le di la dirección de la Oxygen Tube Suply Company, de Oxford Street, que había obtenido de la guía de teléfonos.

Al bajar del taxi, frente dicho establecimiento vi que por la puerta salían dos jóvenes que transportaban un cilindro de hierro, y que cargaban, no sin cierto esfuerzo, en un automóvil que estaba esperando. Tras ellos iba un señor entrado en años, regañándoles y dándoles órdenes con una voz cascada y burlona. De pronto se volvió hacia mí. No había manera de confundir aquellas facciones austeras y aquella barba de chivo. Era mi antiguo compañero, el profesor Summerlee.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿No me dirá que usted también ha recibido uno de esos absurdos telegramas?

Se lo enseñé.

—¡Vaya, vaya! También yo recibí uno, y he cumplido sus órdenes como usted ve, aunque en contra de mi voluntad. Nuestro buen amigo sigue tan imposible como siempre. No puede ser que la necesidad que tiene de oxígeno haya sido tan urgente que no haya podido recurrir a los medios habituales de suministro y haya necesitado acaparar el tiempo de quienes tenemos mayores ocupaciones que él. ¿Por qué no lo encargó directamente?

No encontré otra razón que darle sino la de que quizás lo necesitaba con urgencia.

—O habrá creído que lo necesita, lo cual es cosa muy diferente. Pero, dado que yo le llevo tanto, está de más el que usted compre más oxígeno.

—Ya ve que, por la razón que sea, quiere que yo también le lleve. De modo, pues, que lo más sensato será seguir sus instrucciones.

A pesar de todas las objeciones y censuras de Summerlee, pedí otra bombona más, y la hice cargar en el automóvil del profesor, ya que este se ofreció para llevarme hasta la estación Victoria.

Liquidé la cuenta de mi taxi, cuyo conductor se mostró insolente acerca del total de la misma. Al volver a donde estaba el auto de Summerlee, vi que este sostenía un altercado furioso con los hombres que habían transportado el oxígeno. Su blanca barbilla caprina tenía arranques de indignación. Uno de aquellos hombres lo trató de «estúpido loro blanqueado», lo cual dio lugar a que el chófer de Summerlee saltase de su asiento para ponerse al lado de su amo, y nos las vimos y deseamos para evitar una riña en la vía pública.

Parecerá fútil que me ponga a relatar estas pequeñeces, que en el momento en que tuvieron lugar las tomamos como simples incidentes. Ahora, en cambio, al volver la vista atrás, percibo la relación que guardaban con el conjunto del relato en que me he empeñado.

El chófer de Summerlee me dio la impresión de que era un novato, a menos que el incidente le hubiera alterado los nervios, porque condujo hasta la estación de manera infame. Chocamos en dos ocasiones con otros vehículos igualmente excéntricos, y recuerdo que le hice a Summerlee la observación de que cada día se conducía peor en Londres. Pasamos rozando el borde de un grupo numerosísimo que estaba viendo pelearse a unos hombres en una esquina del mall. La gente, que daba muestras de estar muy excitada, lanzó gritos de indignación ante la torpeza del conductor, y un hombre saltó al estribo del coche blandiendo un bastón por encima de nuestras cabezas. Le pegué un empujón, obligándole a apearse, pero nos sentimos muy satisfechos cuando nos alejamos de allí escapando sin ningún percance.

Todos aquellos incidentes que se sucedieron sin interrupción, acabaron por sacarme de mis casillas y pude comprobar también que la paciencia de mi acompañante había alcanzado un nivel muy bajo, a juzgar por la petulancia de su actitud.

Pero ambos recuperamos nuestro buen humor cuando en el andén de la estación vimos a lord John Roxton; su figura alta y delgada lucía un traje de cazador de paño escocés amarillo. Al vernos, su cara expresiva de ojos inolvidables, tan altivos y tan divertidos sin embargo, se sonrojó de placer. Sus cabellos rojizos se hallaban salpicados de hebras blancas, y el cincel del tiempo había ahondado aún más los surcos de su entrecejo; pero, fuera de eso, era el mismo buen camarada de antaño.

—¡Hola, herr profesor! ¡Hola, Malone! —nos gritó, adelantándose hacia nosotros.

Cuando vio las dos bombonas de oxígeno que el mozo de andén que venía detrás nuestro traía en su carretilla, rompió a reír con estruendosas y divertidas carcajadas, gritando:

—¡De modo que también ustedes! La que yo traigo ya está en el furgón. ¿Qué mosca le habrá picado al querido y viejo profesor?

—¿Leyó usted su carta al The Times? —le pregunté.

—¿De qué se trata?

—Majaderías y paparruchas —exclamó Summerlee con aspereza.

—Creo que en el fondo de este asunto del oxígeno está el problema de la carta, o mucho me equivoco —dije yo.

—Majaderías y paparruchas —volvió a exclamar Summerlee con innecesaria irritación.

Tomamos asiento en un vagón de primera para fumadores, y el profesor encendió su pipa de eglantina, corta y ennegrecida, que parecía que le chamuscaba la punta de su larga y agresiva nariz.