Las aventuras de Huckleberry Finn - Mark Twain - E-Book

Las aventuras de Huckleberry Finn E-Book

Mark Twain

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Beschreibung

"Las aventuras de Huckleberry Finn", amigo de Tom Sawyer, y del esclavo Jim no sólo nos transportan a la América del Misisipi, al Sur esclavista, sino que nos presentan a unos personajes sumidos en la contradicción: entre la libertad y las normas sociales, entre la amistad y el deber. Con su original estilo narrativo y su temática realista, esta obra, de la que ofrecemos su versión íntegra, ha logrado convertirse en el clásico norteamericano por antonomasia, hasta el punto de que Hemingway dijo de ella en "Las verdes colinas de África": "Toda la literatura moderna estadounidense procede de un libro escrito por Mark Twain llamado Huckleberry Finn... Todos los textos estadounidenses proceden de este libro. Antes no hubo nada. Desde entonces no ha habido nada tan bueno."

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Akal /Básica de bolsillo/ 237

Serie Clásicos de la literatura inglesa

Mark Twain

Las aventuras de Huckleberry Finn

Traducción

M.ª José Martín Pinto

Diseño cubierta: Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Título original

Adventures of Huckleberry Finn

© Ediciones Akal, S. A., 2011

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3660-9

Aviso

Quienes intenten encontrar una motivación en esta narración serán procesados, quienes intenten encontrar una moraleja serán desterrados y quienes intenten encontrar una trama serán fusilados.

Por orden del autor,

G. G. Oficial de Artillería

Nota aclaratoria

En este libro se ha utilizado toda una serie de dialectos, a saber: el dialecto negro de Misuri, la versión más acusada del dialecto de las zonas más apartadas del suroeste, el dialecto habitual del condado de Pike y cuatro variantes modificadas de este último. Los matices no se han dado al azar ni son obra de la imaginación, sino que son fruto de una labor concienzuda contando con la guía fiable de la familiaridad personal con todas estas variantes del lenguaje.

Hago esta aclaración porque, sin ella, muchos lectores podrían suponer que todos estos personajes estaban intentando hablar de maneras parecidas sin conseguirlo.

El autor[1]

[1] Las variantes del lenguaje utilizadas por el autor no se reflejan en esta traducción. Se ha procurado denotar la posición social de los personajes por su forma de hablar, en lugar de buscar modificaciones artificiales en el lenguaje, al no existir correspondencias entre los distintos dialectos y el castellano. [N. de la T.]

Capítulo 1

No sabes nada de mí si no has leído un libro que se llama Las aventuras de Tom Sawyer. Pero eso no importa. Ese libro lo escribió el señor Mark Twain y fundamentalmente contó la verdad. Hubo cosas que se inventó, pero en general contó la verdad. No pasa nada. Nunca he visto a nadie que no mintiera alguna que otra vez, menos la tía Polly o la viuda o quizá incluso Mary. De la tía Polly, que es la tía Polly de Tom, y de Mary y de la viuda Douglas se cuenta todo en ese libro, que es sobre todo una historia real, aunque con algunas cosas inventadas, como dije antes.

Ahora te cuento la forma en que termina el libro, y es así: Tom y yo encontramos el dinero que los ladrones escondieron en la cueva y que nos hizo ricos. Conseguimos seis mil dólares cada uno, todo en oro. Era un espectáculo asombroso verlo amontonado. Después el juez Thatcher se lo llevó y lo prestó con intereses, y nosotros conseguíamos un dólar al día cada uno, durante todo el año, más dinero del que nadie sabría cómo gastar. La viuda Douglas me acogió como si fuera hijo suyo y dijo que me civilizaría, pero era muy difícil estar en la casa todo el tiempo, teniendo en cuenta lo deprimentemente metódica y decorosa que era la viuda en todo lo que hacía. Así que, cuando ya no aguantaba más, me largué. Me volví a poner mis viejos harapos, volví a meterme en mi barril de azúcar y me sentí libre y satisfecho. Pero Tom Sawyer me buscó hasta dar conmigo y me dijo que iba a formar una banda de ladrones y que yo podría entrar si volvía con la viuda y me hacía respetable. Así que volví.

La viuda lloró por mí y me llamó pequeña oveja descarriada y muchas otras cosas más, pero nunca con mala intención. Me volvió a vestir con ropa nueva otra vez y yo no hacía más que sudar y sudar y sentirme todo apretado. Y después empezaron otra vez las viejas costumbres. La viuda hacía sonar una campanilla para la cena y tenía que llegar a tiempo, y cuando llegaba a la mesa, no podía ponerme a comer enseguida, sino que tenía que esperar a que la viuda agachara la cabeza y refunfuñara un poco por las viandas, aunque la verdad es que no les pasaba nada. Vamos, nada aparte de que todo se cocinaba por separado. En un barril de restos y sobras es distinto; las cosas se mezclan y los jugos pasan de unas a otras y así saben mejor.

Después de la cena, ella sacaba su libro y me enseñaba cosas de Moisés y los juncos y yo estaba muy preocupado por saberlo todo sobre él. Pero enseguida soltó que Moisés llevaba muchísimo tiempo muerto, así que ya dejó de interesarme porque no me importan nada los muertos.

Muy pronto me entraron ganas de fumar y le pedí a la viuda que me dejara. Pero no. Dijo que era una mala costumbre y que no era limpia, y que yo debía intentar no hacerlo más. Así es alguna gente, que la toma con algo sin tener ni idea de cómo es. Aquí estaba ella fastidiándome con Moisés, que no le tocaba nada y que no le servía a nadie para nada porque estaba muerto, y aun así, ella se creía en el derecho de criticarme por hacer algo que tenía su parte buena. Y encima, ella tomaba rapé; pero claro, eso estaba bien porque era ella quien lo hacía.

Su hermana, la señorita Watson, una solterona delgada y soportable con anteojos, que acababa de venirse a vivir con ella, la emprendió conmigo ahora con un libro de ortografía. Me hizo trabajar mucho durante una hora, hasta que la viuda le dijo que se lo tomara con más tranquilidad. No podría haberlo soportado mucho más tiempo. Después, durante una hora fue de un aburrimiento mortal y yo estaba inquieto. La señorita Watson me decía «No pongas los pies ahí, Huckleberry». Y «No te sientes torcido de esa manera, Huckleberry. Siéntate recto». Y al momento, me decía: «¡No bosteces ni te estires así, Huckleberry! ¿Por qué no intentas comportarte?». Y después me lo contó todo sobre el sitio malo, y yo le dije que ojalá estuviera allí. Y entonces se enfadó, pero yo no lo dije con mala intención. Lo único que quería era ir a alguna parte; lo único que quería era un cambio y me daba igual lo que fuera. Ella dijo que era malvado decir algo así y que ella no lo diría por nada del mundo; que ella iba a vivir de modo que pudiera ir al sitio bueno. Bueno, pues yo no le veía ninguna ventaja a ir al sitio al que ella iba a ir, así que decidí que tampoco lo iba a intentar. Pero no lo dije porque eso sólo me causaría problemas y no serviría para nada.

Y ahora que había empezado, seguía y seguía, y me lo contó todo sobre el sitio bueno. Me dijo que todo lo que había que hacer allí era ir de un lado para otro todo el día con un arpa en la mano cantando para siempre. Así que el sitio no me convenció. Pero no se lo dije. Le pregunté si creía que Tom Sawyer iría allí y me dijo que no, ni muchísimo menos. Así que me alegré porque lo que yo quería era que él y yo estuviéramos juntos.

La señorita Watson siguió dándome la tabarra y se me hizo muy pesado y me sentí solo. Enseguida, hicieron entrar a los negros y dijeron oraciones, y luego todo el mundo se fue a la cama. Yo subí a mi habitación con una vela y la puse encima de la mesa. Después, me senté en una silla al lado de la ventana e intenté pensar en algo alegre, pero no me sirvió de nada. Me sentía tan solo que casi deseaba estar muerto. Las estrellas brillaban y las hojas del bosque susurraban con mucha tristeza. Oí a un búho que en la lejanía ululaba por alguien que estaba muerto, y a un chotacabras, y a un perro que aullaba por alguien que se iba a morir; y al viento, que intentaba susurrarme algo y yo no conseguía entender lo que era y que hizo que me dieran escalofríos por todo el cuerpo. Y luego oí allá en el bosque ese sonido que hacen los fantasmas cuando quieren hablar de algo que les ronda la mente y no consiguen hacer que se les entienda, de modo que no pueden descansar tranquilos en sus tumbas y tienen que vagar penando así todas las noches. Me desanimé tanto y tenía tanto miedo que deseé tener compañía. Poco después, una araña empezó a treparme por el hombro, me la quité de encima de un manotazo y se quemó con la vela; antes de que me diera tiempo a moverme, ya estaba toda arrugada. No hacía falta que nadie me dijera que eso era una señal malísima y que me traería mala suerte, así que me asusté mucho y casi se me cae la ropa de cómo me temblaba el cuerpo. Me levanté y giré tres veces sobre mí mismo santiguándome al mismo tiempo cada vez y, después, me até un pequeño mechón de pelo con un hilo para mantener alejadas a las brujas. Pero, aun así, no me sentía seguro. Se hace eso cuando uno ha perdido una herradura que había encontrado, en vez de haberla colgado de un clavo sobre la puerta, pero no sabía de nadie que hubiera dicho que serviría para evitar la mala suerte cuando se ha matado a una araña.

Me volví a sentar, temblando de pies a cabeza, y saqué mi pipa para fumar porque la casa estaba silenciosa como la muerte, así que la viuda no se enteraría. Después de largo rato oí cómo el reloj sonaba en el pueblo, bum, bum, bum, doce campanadas, y todo volvió a quedarse en silencio; más en silencio que nunca. Después oí cómo se quebraba una ramita en la oscuridad por entre los árboles; algo se estaba moviendo. Me quedé quieto y escuché con atención. Al instante oí un débil «miau, miau» allí abajo. ¡Qué bien! Contesté «miau, miau» lo más bajo que pude, apagué la luz y salí por la ventana para llegar hasta el tejado del cobertizo. Después me dejé caer hasta el suelo y me arrastré por entre los árboles y, efectivamente, allí estaba Tom Sawyer esperándome.

Capítulo 2

Fuimos de puntillas siguiendo un sendero por entre los árboles de la parte de atrás, hacia el final del jardín de la viuda, andando encorvados para que las ramas no nos arañaran la cabeza. Cuando pasábamos por la cocina, tropecé con una rama e hice un ruido. Nos agachamos y nos quedamos inmóviles. El negro grande de la señorita Watson, que se llama Jim, estaba sentado en la puerta de la cocina; nosotros lo veíamos muy bien porque había una luz detrás de él. Se levantó y estiró el cuello un minuto, escuchando. Después dice:

—¿Quién está ahí?

Escuchó un poco más y después baja de puntillas y se queda justo entre nosotros; lo podríamos haber tocado, o casi. Bueno, pareció que pasaron minutos y más minutos en los que no se oyó un ruido, y estábamos todos allí tan cerca. Un sitio de mi tobillo empezó a picarme, pero no me atrevía a rascarme; y después me empezó a picar la oreja, y después la espalda, justo entre los hombros. Parecía que me iba a morir si no me podía rascar. Bueno, pues de eso me he dado cuenta un montón de veces desde entonces. Si estás con la gente de clase, o en un funeral, o intentando dormirte cuando no tienes sueño, o si estás en cualquier sitio donde no te debes rascar, pues entonces te pica por todas partes en más de mil sitios. Pronto dice Jim:

—Di, ¿quién eres?, ¿quiénes sois? Que me maten si no he oído algo. Bueno, pues ya sé lo que voy a hacer. Me voy a sentar aquí a escuchar hasta que lo oiga otra vez.

Así que se sentó en el suelo entre Tom y yo. Echó la espalda contra un árbol y estiró las piernas hasta que una de ellas casi toca una de las mías. Me empezó a picar la nariz y me siguió picando hasta que se me saltaron las lágrimas. Pero no me atrevía a rascarme. Después empezó a picarme por dentro. Y después se puso a picarme debajo y yo no sabía cómo iba a poder quedarme sentado quieto. Y esta angustia duró por lo menos seis o siete minutos, aunque a mí me pareció bastante más tiempo. Ahora me picaba en once sitios diferentes. Calculé que no iba a poder aguantarlo más de un minuto, pero apreté fuerte los dientes y me preparé para intentarlo. Justo entonces, Jim empezó a respirar pesadamente, después empezó a roncar y, muy poco después, yo ya estaba cómodo otra vez.

Tom me hizo una señal, una especie de ruidito con la boca, y nos alejamos de allí gateando. Cuando estábamos a unos tres metros de distancia, Tom me susurró que quería atar a Jim al árbol sólo para divertirnos; pero yo le dije que no, que podría despertarse y armar un alboroto, y entonces se enterarían de que yo estaba en el ajo. Después Tom dijo que no tenía suficientes velas y que se iba a colar con sigilo en la cocina para coger más. Yo no quería que lo intentara. Le dije que Jim podría despertarse y entrar, pero Tom quería arriesgarse a intentarlo, así que nos metimos allí y cogimos tres velas, y Tom dejó cinco centavos encima de la mesa como pago. Después salimos y yo estaba desesperado por largarme, pero a Tom nada le parecía suficiente y tuvo que arrastrarse hasta donde estaba Jim, gateando, y gastarle una jugarreta. Esperé, y me pareció un buen rato porque todo estaba muy tranquilo y solitario.

En cuanto Tom regresó, nos largamos por el sendero, rodeamos la valla del jardín y enseguida estuvimos en la cima de la empinada colina que estaba al otro lado de la casa. Tom me dijo que le había quitado a Jim el sombrero de la cabeza con cuidado y que lo había colgado de una rama justo por encima de él, y que Jim se había movido un poco pero no se había despertado. Después Jim contó que las brujas lo hechizaron y lo pusieron en trance, y que fueron montadas en él por todo el estado, y que después lo sentaron otra vez debajo de los árboles y colgaron el sombrero en una rama para demostrar quién lo había hecho. Y la siguiente vez que Jim lo contó, dijo que lo montaron hasta Nueva Orleans; y después de eso, cada vez que lo contaba, lo estiraba más y más, hasta que pronto dijo que fueron montadas en él por todo el mundo y que lo dejaron muerto de cansancio y que tenía toda la espalda llena de llagas. Jim estaba enormemente orgulloso de ello, y hasta tanto llegó que casi no les hacía caso a los otros negros. Los negros venían desde millas de distancia para oírle contarlo, y era más respetado que ningún otro negro de aquella región. Los negros de fuera se quedaban de pie con la boca abierta mirándolo de hito en hito, como si él fuera una maravilla. Los negros siempre están hablando de brujas en la oscuridad al lado del fuego de la cocina, pero cuando alguno estaba hablando y dando a entender que sabía de esas cosas, entraba Jim como por casualidad y decía: «¡Bah! ¿Qué sabes tú de brujas?», y ese negro cerraba la boca y tenía que quedarse en segundo plano. Jim siempre llevaba la moneda de cinco centavos colgada de una cuerda alrededor del cuello, y decía que era un amuleto que le había dado el mismísimo diablo con sus propias manos y que le había dicho que podía curar a cualquiera con él y que podía hacer venir a las brujas cuando quisiera con sólo decirle algo; pero nunca dijo qué era lo que le decía. Los negros venían de todas partes y le daban a Jim lo que tuvieran sólo por echarle un vistazo a la moneda de cinco centavos, pero no la tocaban porque el diablo le había puesto las manos encima. Jim ya casi no servía para criado, porque se volvió muy estirado con eso de haber visto al diablo y de que las brujas se hubieran montado en él.

Bueno, cuando Tom y yo llegamos al borde de la cima de la colina, miramos hacia el pueblo y vimos que centelleaban tres o cuatro luces donde había gente enferma, quizá; y las estrellas brillaban muy bonitas por encima de nosotros. Y abajo, al lado del pueblo, estaba el río, de una milla entera de ancho y terriblemente tranquilo y majestuoso. Bajamos de la colina y nos encontramos con Jo Harper y con Ben Rogers, y con otros dos o tres chicos más, escondidos en la vieja curtiduría. Así que soltamos un bote y remamos dos millas y media río abajo hasta llegar a la gran roca de la ladera de la colina y desembarcamos.

Fuimos hasta un grupo de arbustos, y Tom les hizo a todos jurar que guardarían el secreto, y después les enseñó un agujero de la colina, justo en la parte donde los arbustos eran más espesos. Después encendimos las velas y entramos arrastrándonos sobre las manos y las rodillas. Avanzamos unas doscientas yardas y después la cueva se ensanchó. Tom estuvo fisgoneando por los distintos pasadizos y pronto se agachó para pasar por debajo de una pared por donde tú no te habrías dado cuenta de que había un agujero. Avanzamos por un sitio estrecho y entramos en una especie de habitación, toda húmeda y pringosa y fría, y allí nos paramos. Y dice Tom:

—Ahora creamos esta banda de ladrones que se llamará la Banda de Tom Sawyer. Todos los que quieran unirse a ella tienen que hacer un juramento y escribir su nombre con sangre.

Todos querían. Así que Tom sacó una hoja de papel en la que había escrito el juramento y lo leyó. Todos los chicos tendrían que jurar ser fieles a la banda y no contar nunca ninguno de sus secretos; y si alguien le hacía algo a cualquiera de los chicos de la banda, al chico que se le ordenara matar a esa persona y a su familia tendría que hacerlo, y no podría comer ni dormir hasta que los hubiera matado y les hubiera hecho un corte en forma de cruz en el pecho, que era el signo de la banda. Y nadie que no perteneciera a la banda podría usar esa marca y, si lo hacía, había que desafiarlo; y si lo hacía otra vez, había que matarlo. Y si alguien que perteneciera a la banda contaba los secretos, había que cortarle el cuello y después, quemar su cadáver y esparcir sus cenizas por todas partes, y había que borrar su nombre de la lista con sangre y nadie de la banda lo mencionaría de nuevo, porque además estaría maldito y sería olvidado para siempre.

Todos dijeron que era un juramento precioso y le preguntaron a Tom si lo había sacado de su cabeza. Él dijo que en parte sí, pero que el resto lo había sacado de los libros de piratas y de los libros de ladrones, y que todas las bandas elegantes tenían uno.

Algunos pensaban que estaría bien matar a las familias de los chicos que contaran los secretos. Tom dijo que era buena idea, así que cogió un lápiz y lo añadió. Y después dice Ben Rogers:

—Aquí está Huck Finn y él no tiene familia. ¿Qué vas a hacer con él?

—Bueno, ¿es que no tiene padre? –dice Tom Sawyer.

—Sí, tiene padre, pero últimamente no hay quien lo encuentre. Solía estar tirado borracho con los cerdos en la curtiduría, pero no se le ha visto por estos sitios desde hace un año o más.

Lo discutieron y me iban a excluir porque decían que todos los chicos debían tener familia o a alguien a quien matar, si no, no sería justo y honrado para los otros. Bueno, a nadie se le ocurría nada que hacer; todos estaban rompiéndose la cabeza sentados en silencio. Yo estaba ya a punto de llorar, pero, de pronto, se me ocurrió una forma, así que les ofrecí a la señorita Watson; podían matarla a ella. Todos dijeron:

—Sí, sí, ella sirve. Está bien. Huck puede entrar.

Después, todos se pincharon el dedo con un alfiler para que les saliera sangre con la que firmar y yo hice mi señal en el papel.

—Ahora –dice Ben Rogers–, ¿cuál es la línea de acción de esta banda?

—Nada más que robos y asesinatos –dijo Tom.

—¿Pero a quién le vamos a robar? ¿Casas, ganado o…?

—¡Cosas! Robar ganado y esas cosas no es robar, es meterse en un sitio por la noche y llevarse algo –dijo Tom Sawyer–. Nosotros no somos ladrones. Eso no tiene ninguna clase. Nosotros somos salteadores de caminos. Nosotros paramos diligencias y carruajes en los caminos, enmascarados, y matamos a la gente y cogemos sus relojes y su dinero.

—¿Siempre tenemos que matar a la gente?

—Por supuesto. Es lo mejor. Algunas autoridades piensan de otro modo, pero por lo general se considera mejor matarlos. Menos algunos que se traen a la cueva esta de aquí y los retenemos hasta que paguen un rescate.

—¿Un rescate? ¿Y qué es eso?

—No lo sé. Pero eso es lo que hacen. Lo he visto en los libros; así que, por supuesto, eso es lo que nosotros tenemos que hacer.

—¿Pero cómo vamos a poder hacerlo si no sabemos lo que es?

—Vaya, maldita sea, tenemos que hacerlo. ¿No te he dicho que está en los libros? ¿Quieres ir haciendo las cosas de manera diferente a como está en los libros y liarlo todo?

—Eso es muy fácil decirlo, Tom Sawyer, pero ¿cómo demonios van a rescatar a estos tíos si no sabemos cómo hacérselo? Ahí es adonde quiero llegar. Y ¿qué crees tú que es?

—Bueno, no lo sé. Pero a lo mejor si los retenemos hasta que los rescaten, quiere decir que los retenemos hasta que estén muertos.

—Ahora, eso ya me va pareciendo que debe ser algo parecido. Eso responde a la pregunta. ¿Es que no podías haberlo dicho antes? Los retendremos hasta que se rescaten hasta la muerte; y un grupo molesto que van a ser también, comiéndoselo todo y todo el rato intentando escaparse.

—¡Qué cosas dices, Ben Rogers! ¿Cómo se van a escapar cuando tienen puesta una guardia dispuesta a matarlos si se mueven un pelo?

—Una guardia. Anda, eso sí que está bien. Así que alguien se tiene que quedar levantado toda la noche sin dormir nunca nada, sólo para vigilarlos. A mí me parece que eso es una tontería. ¿Por qué no cogemos un palo y les pagamos el rescate hasta la muerte en cuanto lleguen aquí?

—Porque no está así en los libros, por eso. Ahora, Ben, ¿tú quieres hacer las cosas como hay que hacerlas o no?, ésa es la idea. ¿No te parece que la gente que hizo los libros es la que sabe cuál es la forma correcta de hacer las cosas? ¿Tú crees que tú les puedes enseñar algo? Ni en un millón de años. No, señor, nosotros los vamos a rescatar de la forma normal.

—De acuerdo. No me importa; pero, de todos modos, a mí me parece una manera muy tonta. Dime, ¿y también matamos a las mujeres?

—Mira, Ben Rogers, si yo fuera tan ignorante como tú, no dejaría que nadie se diera cuenta. ¿Matar a las mujeres? No, nadie ha visto nunca nada de eso en los libros. Tú las traes a la cueva y las tratas siempre con una educación exquisita; y enseguida se enamoran de ti y ya no quieren volver a casa.

—Bueno, si ésa es la manera de hacerlo, estoy de acuerdo, pero a mí eso así no me interesa. Dentro de nada tendremos la cueva tan atestada de mujeres y de tíos esperando un rescate que no quedará sitio para los forajidos. Pero bueno, adelante, no tengo nada que decir.

El pequeño Tommy Barnes estaba dormido ya y, cuando lo despertaron, estaba asustado y lloraba, y dijo que quería irse a casa con su madre y que ya no quería ser un forajido.

Así que todos se rieron de él, y lo llamaron llorón, y él se enfadó y dijo que se iba a ir directamente a contar todos los secretos. Pero Tom le dio cinco centavos para que se estuviera callado, y dijo que nos fuéramos todos a casa y que nos reuniríamos a la semana siguiente y que robaríamos a alguien y que mataríamos a alguna gente.

Ben Rogers dijo que él no podía salir mucho; sólo los domingos, así que quería empezar el domingo siguiente; pero todos los chicos dijeron que estaría mal hacerlo en domingo, y eso zanjó la cuestión. Acordaron reunirse y fijar un día lo más pronto que pudieran, y después elegimos a Tom Sawyer primer capitán de la banda y a Jo Harper, segundo capitán, y nos dirigimos a nuestras casas.

Escalé por el cobertizo y me metí por la ventana sigilosamente justo antes de que rompiera el día. Mi ropa nueva estaba toda llena de grasa y de barro, y yo estaba molido.

Capítulo 3

Bueno, por la mañana me dieron un buen repaso por culpa de la ropa; la vieja señorita Watson me lo dio; pero la viuda no me regañó, sino que sólo limpió la grasa y el barro, y parecía tan afligida que pensé que iba a portarme bien un tiempo si podía. Después la señorita Watson me llevó al oratorio y rezó, pero no tuvo ningún resultado. Me dijo que rezara todos los días y que se me concedería lo que quisiera. Pero no fue así. Lo intenté. Una vez conseguí un sedal, pero sin anzuelos. No me servía para nada sin anzuelos. Lo intenté por los anzuelos tres o cuatro veces, pero, por alguna razón, no conseguí que funcionara. Al poco tiempo, un día le pedí a la señorita Watson que lo intentara por mí, pero me dijo que yo era tonto. Nunca me dijo por qué y yo no fui capaz de averiguarlo de ninguna manera.

Una vez me senté allí en el bosque y lo estuve pensando durante mucho rato. Y yo me dije, si cualquiera puede conseguir cualquier cosa rezando, ¿por qué el diácono Winn no recupera el dinero que perdió con el cerdo? ¿Por qué la viuda no recupera la caja de rapé de plata que le robaron? ¿Por qué no puede engordar la señorita Watson? No, me dije, esto no tiene sentido. Fui y se lo dije a la viuda, y ella me dijo que lo que se podía conseguir rezando eran «dones espirituales». Esto ya fue demasiado para mí, pero ella me explicó lo que quería decir: debía ayudar a otras personas y hacer todo lo que pudiera por otras personas, y cuidar de ellos todo el tiempo, y no pensar nunca en mí mismo. Esto incluía a la señorita Watson, tal como lo entendí. Salí y me fui al bosque y le di vueltas en la cabeza mucho rato, pero yo no le veía ninguna ventaja; sólo para la otra gente, así que al final decidí que ya no me iba a preocupar más por eso, sino que simplemente lo iba a olvidar. A veces, la viuda me llevaba aparte y me hablaba de la Divina Providencia de una manera que haría que a cualquiera se le hiciera la boca agua; pero a veces, la señorita Watson cogía y me lo derrumbaba todo otra vez. Llegué a la conclusión de que había dos Divinas Providencias, y un chaval pobre tenía bastantes posibilidades con la Divina Providencia de la viuda, pero si lo cogía la de la señorita Watson, ya no tenía nada que hacer. Lo pensé todo muy bien, y decidí que yo pertenecería a la de la viuda, si ella me quería, aunque por mucho que lo pensara, no entendía yo de qué manera iba a estar ella mejor que antes, después de ver lo ignorante y lo mísero y lo corriente que yo era.

A papá no se le había visto desde hacía más de un año, y a mí eso me resultaba cómodo; no quería verlo nunca más. Siempre me pegaba cuando estaba sobrio y lograba ponerme las manos encima; aunque yo solía irme al bosque la mayor parte del tiempo cuando él andaba por aquí. Pues, por estas fechas lo encontraron ahogado en el río, unas doce millas más arriba del pueblo; o eso decía la gente. O por lo menos creyeron que era él; dijeron que este ahogado era más o menos de su tamaño, y que era un andrajoso, y que tenía el pelo inusualmente largo; y eso sí que encajaba con papá, pero no pudieron distinguirle la cara en absoluto porque llevaba tanto tiempo en el agua que ya no parecía una cara para nada. Dijeron que estaba flotando boca arriba en el agua. Lo cogieron y lo enterraron en la orilla. Pero no estuve cómodo durante mucho tiempo, porque se me ocurrió pensar en una cosa: yo sabía muy bien que un ahogado no flota boca arriba, sino boca abajo. Así que supe, entonces, que éste no era papá, sino una mujer vestida con ropa de hombre. Así que volví a sentirme incómodo. Y pensé que el viejo aparecería otra vez más tarde o más temprano, aunque yo esperaba que eso no pasara.

Jugamos a los forajidos de vez en cuando durante un mes, y después lo dejé. Todos los chicos lo hicieron. No le habíamos robado a nadie, no habíamos matado a nadie; sólo habíamos hecho como que sí. Solíamos salir del bosque de un salto y bajar a la carga contra los porqueros y contra las mujeres que iban en los carros al mercado con las verduras de sus huertos, pero nunca rodeamos a ninguno de ellos. Tom Sawyer decía que los cerdos eran «lingotes» y que los nabos eran «joyas», y después nos íbamos a la cueva a hacer una asamblea para hablar de lo que habíamos hecho y de a cuánta gente habíamos matado y marcado. Pero yo no le veía a aquello ninguna utilidad. Una vez Tom mandó a uno de los chicos para que corriera por el pueblo con un palo ardiendo, que él llamó una «consigna» (que era la señal de aviso para que la banda se reuniera), y después dijo que tenía noticias secretas que le habían proporcionado sus espías de que al día siguiente todo un grupo de comerciantes españoles y de á-rabes ricos iba a acampar en Cave Hollow con doscientos elefantes, y seiscientos camellos y más de mil mulas de carga, y todos cargados de diamantes, y que no tenían ni siquiera una guardia ni de cuatrocientos soldados, así que les tenderíamos una embuscada, como la llamó él, y los mataríamos a todos y nos llevaríamos las cosas. Dijo que teníamos que alistar y abrillantar las espadas y las pistolas, y prepararnos. Nunca pudo ni siquiera perseguir un carro de nabos, pero debía tener las espadas y las pistolas pulidas para eso, aunque no eran más que listones y palos de escoba, y podrías restregarlos hasta que te pudrieras sin que después valieran ni un pito más de lo que valían antes. No creí que pudiéramos vencer a ese montón de españoles y árabes, pero quería ver los camellos y los elefantes, así que me presenté al día siguiente, que era sábado, en la emboscada; y cuando recibimos la señal, salimos corriendo del bosque y bajamos por la colina a toda velocidad. Pero no había ni españoles ni árabes, y no había camellos ni elefantes. No había más que una merienda de la escuela dominical, y encima no eran más que de primer curso. Se la reventamos y perseguimos a los niños hondonada arriba, pero no conseguimos más que rosquillas y mermelada; aunque Ben Rogers consiguió una muñeca de trapo y Jo Harper consiguió un himnario y un libro de salmos. Y después, el maestro se vino corriendo hacia nosotros y nos hizo soltarlo todo y largarnos. No vi ningún diamante, y así se lo dije a Tom Sawyer. Dijo que, aun así, allí había muchísimos; y dijo que también había árabes, y elefantes y más cosas. Le dije que, entonces, por qué no los veíamos. Me dijo que si no fuera tan ignorante y que si hubiera leído un libro que se llamaba Don Quijote, lo sabría sin tener que preguntarlo. Me dijo que todo era un encantamiento y que había cientos de soldados allí, y elefantes y tesoros y más cosas, pero que teníamos enemigos, a los que él llamaba magos, y que ellos lo habían convertido todo en una escuela dominical infantil, sólo por fastidiar. Le dije que si era así, entonces lo que teníamos que hacer era ir a por los magos y Tom Sawyer me dijo que yo era un zoquete.

Y me dijo:

—¡Anda! Un mago convocaría a un montón de genios y te harían picadillo como si nada antes de que te diera tiempo a abrir la boca. Son altos como árboles y anchos como iglesias.

Le dije:

—Bueno, pues supongamos que conseguimos que algunos genios nos ayuden a nosotros. ¿No podemos entonces darles a los de la otra panda?

—¿Y cómo los vas a conseguir?

—No lo sé. ¿Cómo los consiguen ellos?

—Pues ellos frotan una vieja lámpara de estaño o un anillo de hierro, y los genios vienen a toda velocidad, con truenos y relámpagos estallando por todas partes y rodeados por un humo ondulante, y están dispuestos a hacer todo lo que se les dice. No le dan ninguna importancia a arrancar una torre de perdigones de cuajo y pegarle en la cabeza al superintendente de la escuela dominical con ella, o a cualquier otro hombre.

—¿Quién los hace ir así de rápido por todas partes?

—Pues el que frota la lámpara o el anillo. Pertenecen a quien frota la lámpara o el anillo, y tienen que hacer todo lo que les diga. Si les dice que construyan un palacio de diamantes de cuarenta millas de largo y que lo llenen de goma de mascar, o de lo que tú quieras, o que se traigan a la hija del emperador de China para que te cases con ella, tienen que hacerlo; y, además, tienen que hacerlo antes de que salga el sol al día siguiente. Y más todavía, tienen que llevar ese palacio por todo el país a cualquier sitio al que tú quieras ir, ¿entiendes?

Yo dije:

—Bueno, pues yo creo que son un atajo de cabezas de chorlito por no quedarse ellos con el palacio, en vez de regalarlo tontamente de esa manera. Y es más, si yo fuera uno de ellos, me iría a Jericó a ver a un hombre antes que dejar mis cosas y venir a buscar al que ha frotado una vieja lámpara de estaño.

—¡Qué cosas dices, Huck Finn! Tendrías que venir cuando la frotara, tanto si quieres como si no.

—¿Siendo yo tan alto como un árbol y tan grande como una iglesia? Bueno, vale, pues vendría, pero te aseguro que obligaría a ese hombre a trepar el árbol más alto que hubiera en el país.

—¡Cáscaras! No sirve de nada hablar contigo, Huck Finn. Parece que no sabes nada de nada, eres tonto del todo.

Estuve pensando en todo esto dos o tres días y después llegué a la conclusión de que iba a averiguar si había algo de cierto. Cogí una vieja lámpara de estaño y un anillo de hierro y me fui al bosque y los froté y los froté hasta que me puse a sudar como un indio, planeando construir un castillo para venderlo. Pero no sirvió para nada; no vino ninguno de los genios. Así que llegué a la conclusión de que todo aquello no era más que una de las mentiras de Tom Sawyer. Supuse que él creía en los árabes y los elefantes, pero, por lo que a mí respecta, pienso de otro modo. Tenía toda la pinta de ser una escuela dominical.

Capítulo 4

Bueno, pues pasaron tres o cuatro meses y ya era bien entrado el invierno. Había estado yendo al colegio casi todo el tiempo y sabía deletrear, y leer, y escribir un poquito y sabía decir la tabla de multiplicar hasta seis por siete, treinta y cinco, y no creo que sea capaz de llegar más allá aunque viviera eternamente. De todas formas, tampoco les presto mucha atención a las matemáticas.

Al principio, odiaba la escuela, pero poco a poco conseguí soportarla. Cuando me hartaba más de la cuenta, hacía rabona y la paliza que me llevaba al otro día me hacía bien y me animaba. Así que mientras más iba a la escuela, más fácil se me hacía. También me estaba más o menos habituando a las costumbres de la viuda, y ya no me resultaban tan desagradables. Eso de vivir en una casa y dormir en una cama me resultaba casi siempre demasiado difícil de aguantar, pero antes del frío, a veces me escabullía y dormía en el bosque, y eso era un descanso. Me gustaban más mis viejas costumbres, pero ahora me estaban empezando a gustar las nuevas también, un poco. La viuda decía que iba progresando lento pero seguro y que estaba haciendo las cosas muy satisfactoriamente. Dijo que no se avergonzaba de mí.

Una mañana tiré el salero sin querer durante el desayuno. Fui a coger un poco de sal lo más rápido que pude para tirarla por encima del hombro izquierdo para mantener alejada la mala suerte, pero la señorita Watson llegó antes que yo, me lo quitó y me dijo:

—¡Quita las manos de ahí, Huckleberry! ¡Siempre lo dejas todo hecho un desastre!

La viuda me defendió, pero eso no iba a servir para evitar la mala suerte; eso lo sabía yo bien. Salí después del desayuno sintiéndome preocupado y tembloroso, preguntándome dónde me iba a caer y qué era lo que iba a ser. Hay maneras de evitar algunos tipos de mala suerte, pero éste no era uno de los de ese tipo, así que no intenté hacer nada y me limité a ir despacio y en alerta con el ánimo por los suelos.

Bajé por el jardín delantero y pasé por los escalones por los que se atraviesa la alta cerca de madera. Había una pulgada de nieve reciente en el suelo y vi las pisadas de alguien. Había subido desde la cantera y se había quedado cerca de los escalones un rato, y después había continuado rodeando la cerca del jardín. No lo entendía y, de alguna manera, resultaba muy curioso. Iba a seguir las huellas, pero me incliné para mirarlas bien primero. Al principio no noté nada, pero después ya sí. Había una cruz en el tacón de la bota izquierda hecha con clavos grandes para mantener al demonio alejado.

Me erguí al segundo y salí pitando colina abajo. Miré por encima del hombro de vez en cuando, pero no vi a nadie. Llegué a la casa del juez Thatcher lo más rápido que pude y me dijo:

—Hijo, estás sin aliento. ¿Has venido a por tus intereses?

—No, señor –le dije–. ¿Hay algo para mí?

—Sí, anoche llegaron los intereses de medio año. Más de ciento cincuenta dólares. Toda una fortuna para ti. Será mejor que me dejes invertirlos junto con tus seis mil, porque si te los llevas, te los gastarás.

—No, señor –le dije–, no quiero gastarlos. No los quiero; ni los seis mil tampoco. Quiero que se los quede; quiero dárselos a usted, y los seis mil también.

Se mostró sorprendido, como si no pudiera entenderlo, y me dijo:

—¿Por qué? ¿Qué quieres decir, hijo?

Y yo le dije:

—No me haga preguntas, por favor. Va a quedárselos, ¿verdad?

Me dijo:

—Estoy confundido. ¿Pasa algo?

—Por favor, quédeselos –le dije–, y no me pregunte nada, y así no tendré que decir mentiras.

Lo estudió un rato y después me dijo:

—A-já. Creo que ya lo entiendo. Quieres venderme la propiedad, no regalármela. Ésa es la idea correcta.

Después, escribió algo en un papel y lo leyó, y dijo:

—Mira, ¿ves?, aquí dice «por una gratificación». Eso quiere decir que te la he comprado y que te he pagado por ella. Aquí tienes un dólar. Ahora, fírmalo.

Así que lo firmé y me marché.

El negro de la señorita Watson, Jim, tenía una bola de pelo del tamaño de un puño que se había sacado del cuarto estómago de un buey y solía hacer magia con ella. Decía que tenía un espíritu dentro y que lo sabía todo. Así que fui a buscarlo aquella noche y le dije que papá estaba por allí otra vez, porque yo había encontrado sus huellas en la nieve. Lo que yo quería saber era qué iba a hacer y si iba a quedarse. Jim sacó su bola de pelo y le dijo unas palabras; después, la sostuvo en alto y la dejó caer al suelo. Cayó pesadamente y sólo rodó una pulgada más o menos. Jim probó de nuevo, y otra vez más, y se comportó exactamente de la misma manera. Jim se puso de rodillas y pegó la oreja a la bola y escuchó. Pero no sirvió de nada; dijo que no hablaba. Dijo que a veces no hablaba sin dinero. Le dije que tenía una vieja moneda falsa y pringosa de veinticinco centavos que no servía para nada porque el latón asomaba un poco por debajo de la plata y que no colaría de ningún modo ni aunque el latón no asomara, porque estaba tan pringosa que resultaba grasienta y que eso la delataría siempre. (Llegué a la conclusión de que no iba a decirle nada del dólar que me había dado el juez.) Le dije que era una moneda de muy mala calidad pero que quizá la bola la aceptara porque igual no notaba la diferencia. Jim la olió, la mordió y la frotó, y dijo que se las arreglaría para que la bola pensara que era buena. Dijo que iba a abrir por la mitad una patata blanca cruda y que metería la moneda en el corte y la dejaría allí toda la noche, y que a la mañana siguiente ya no se vería el latón ni estaría grasienta y que cualquiera del pueblo la cogería al minuto, y no digamos una bola de pelo. Bueno, yo sabía que la patata podía hacer eso; antes, porque se me había olvidado.

Jim puso la moneda de veinticinco centavos debajo de la bola, se agachó y se dispuso a escuchar otra vez. Dijo que esta vez la bola de pelo estaba bien y que me diría la buenaventura completa si yo quería. Le dije que adelante, así que la bola de pelo le habló a Jim y Jim me lo contó. Dijo:

—Tu padre todavía no sabe qué es lo que va a hacer. A veces piensa que se irá y después vuelve a pensar que va a quedarse. Lo mejor es quedarse tranquilo y dejar que el viejo decida lo que va a hacer. Hay dos ángeles cerniéndose sobre él; uno es blanco y brillante y el otro es negro. El blanco lo hace ir por el camino correcto, durante un poco de tiempo, pero después el negro se le acerca deslizándose y lo fastidia todo. Nadie puede saber todavía cuál lo va a agarrar al final. Pero a ti te va a ir bien. Vas a tener un montón de problemas en tu vida, y también un montón de felicidad. Te harán daño a veces, y a veces también te pondrás enfermo; pero siempre volverás a ponerte bien. Hay dos chicas revoloteando a tu alrededor en tu vida. Una es rubia y la otra tiene el pelo oscuro; una es rica y la otra pobre. Primero te casarás con la pobre y después te casarás con la rica. Debes mantenerte alejado del agua todo lo que puedas y no corras riesgos por si acaso estuvieras predestinado a terminar ahorcado.

Cuando encendí mi vela y subí a mi habitación aquella noche, allí estaba papá sentado, el mismo que viste y calza.

Capítulo 5

También había cerrado la puerta. Después me di la vuelta, y allí estaba. Antes siempre le tenía mucho miedo por lo mucho que me zurraba. Supuse que ahora también tenía miedo, pero al minuto me di cuenta de que estaba equivocado. Bueno, después del susto del principio, por así decirlo, cuando me quedé sin respiración por lo inesperado de encontrármelo allí; pero justo después de eso me di cuenta de que el miedo que le tenía no era como para preocuparme.

Tenía casi cincuenta años y los aparentaba. Tenía el pelo largo, enredado y grasiento, colgándole a los lados y detrás se le veían los ojos brillantes, como si asomaran por entre vides. Era todo negro, no gris, y también lo eran las largas patillas revueltas. Su cara no tenía color, en los sitios en los que se le veía; era blanca, pero no blanca como el blanco de la cara de otros hombres, sino blanca como para asustarse; de un blanco que te ponía los pelos de punta, blanco como los sapos arborícolas o como la barriga de un pez. Y la ropa no era más que harapos, eso era todo. Tenía un tobillo descansando sobre la otra rodilla, y la bota de ese pie estaba destrozada y se le salían dos de los dedos, y él los movía de vez en cuando. El sombrero estaba en el suelo; era un viejo sombrero negro flexible con la corona hundida como si se tratara de una tapadera.

Me quedé de pie mirándolo y él se quedó allí sentado mirándome a mí con la silla ligeramente inclinada hacia atrás. Dejé la vela y me di cuenta de que la ventana estaba levantada, así que había entrado escalando el cobertizo. Y seguía mirándome de arriba abajo. Y después dijo:

—Ropa almidonada, y mucho. Te crees que eres un tipo importante, ¿no?

—A lo mejor lo soy, a lo mejor no –le dije.

—Déjate de labia conmigo –me dijo–. Te estás dando tú muchos aires desde que me fui. Ya te los quitaré yo antes de terminar contigo. Y también dicen que tienes estudios, y que sabes leer y escribir. Ahora te crees que eres mejor que tu padre porque él no sabe, ¿verdad? Ya te lo quitaré. ¿Quién te ha dicho a ti que podías andarte con tantas pretensiones y con tantas tonterías, eh?

—La viuda. Ella me lo dijo.

—La viuda, ¿eh? ¿Y quién le ha dicho a la viuda que tuviera vela en este entierro?

—Nadie se lo ha dicho nunca.

—Ya le enseñaré yo a no entrometerse. Y tú, dejas ese colegio, ¿me oyes? Ya le enseñaré yo a la gente cómo criar a un chico para que se dé aires hasta con su padre y para que dé a entender que es mejor que él. Que no te pille tonteando en ese colegio, ¿me oyes? Tu madre no supo leer, y tampoco supo escribir hasta el día de su muerte. Nadie de la familia supo hasta el día de su muerte. Yo no sé, y aquí estás tú hinchándote de esta manera. No soy yo quien vaya a aguantarlo, ¿me oyes? Bueno, deja que te oiga leer.

Cogí un libro y empecé algo sobre el general Washington y las guerras. Cuando llevaba medio minuto leyendo, agarró el libro con la mano y lo lanzó de un golpe al otro extremo de la habitación. Y me dijo:

—Pues sí, sabes hacerlo. Tenía mis dudas cuando me lo dijiste. Y ahora, atiende, deja de darte aires. No voy a consentirlo. Estaré pendiente de ti, listillo, y como te pille en ese colegio, te daré una buena paliza. En cuanto me descuide, estarás metido también en la religión. Nunca he visto un hijo igual.

Cogió un dibujo pequeño azul y amarillo de un chico con unas vacas, y me preguntó:

—¿Qué es esto?

—Es una cosa que me dan por aprenderme bien las lecciones.

Lo rajó y me dijo:

—Yo te daré algo mejor, te daré unos buenos latigazos.

Se quedó allí sentado mascullando y gruñendo durante un minuto y después dijo:

—Menudo dandi perfumado que estás hecho. Una cama, ropa de cama, y un espejo, y una alfombra en el suelo, y tu propio padre durmiendo con los cerdos en la curtiduría. En mi vida he visto un hijo igual. Seguro que te habré quitado esos aires antes de que haya acabado contigo. ¡Vaya! Tus aires no tienen fin; dicen que eres rico, ¿eh? ¿Y eso cómo es?

—Mienten. Así es.

—Ten cuidado con cómo me hablas; ya estoy aguantando casi todo lo que soy capaz de aguantar, así que nada de impertinencias conmigo. Llevo dos días en el pueblo y no he oído hablar más que de que eres rico. Y también lo oí río abajo. Por eso he venido. Consígueme ese dinero para mañana; lo quiero.

—No tengo ningún dinero.

—Es mentira. Lo tiene el juez Thatcher. Ve a por él. Lo quiero.

—No tengo ningún dinero, ya te lo he dicho. Pregúntale al juez Thatcher y él te dirá lo mismo.

—De acuerdo. Le preguntaré, y también le haré pagar o tendrá que darme explicaciones. Dime, ¿cuánto tienes en el bolsillo? Lo quiero.

—Sólo tengo un dólar y lo quiero para…

—Me da igual para qué lo quieras. Simplemente suelta el dinero.

Lo cogió y lo mordió para ver si era bueno, y entonces me dijo que se iría al pueblo a comprar whisky; me dijo que no había bebido nada en todo el día. Cuando ya había salido y estaba sobre el cobertizo, volvió a meter la cabeza y me maldijo por darme aires y por intentar ser mejor que él; y cuando creía que ya se había ido, volvió y metió la cabeza dentro otra vez, y me dijo que tuviera cuidado con lo del colegio, porque me iba a estar vigilando y me daría una paliza si no lo dejaba.

Al día siguiente estaba borracho y fue a ver al juez Thatcher y lo intimidó e intentó que le diera el dinero, pero no pudo, y después juró que haría que la justicia lo obligara.

El juez y la viuda acudieron a la justicia para que el tribunal me apartara de él y para que permitiera que alguno de ellos se convirtiera en mi tutor. Pero había un juez nuevo que acababa de llegar y que no conocía al viejo, así que dijo que los tribunales no deben interferir con las familias ni separarlas a menos que no puedan remediarlo; dijo que él prefería no quitarle un hijo a su padre. Así que el juez Thatcher y la viuda tuvieron que dejar ese asunto.

Eso agradó tanto al viejo que ya no podía quedarse tranquilo. Dijo que me azotaría hasta dejarme amoratado si no conseguía dinero para él. Le pedí prestados al juez Thatcher tres dólares y papá los cogió y se emborrachó y fue por ahí despilfarrando y lanzando juramentos y dando gritos de alegría y armando escándalo. Y siguió por todo el pueblo con una cacerola de hojalata hasta casi la medianoche; entonces lo metieron en la cárcel y al día siguiente lo llevaron ante el tribunal, y lo volvieron a encarcelar durante una semana. Pero él dijo que se sentía satisfecho, porque mandaba en su hijo y que él se encargaría bien de él.

Cuando salió, el juez nuevo dijo que iba a convertirlo en un hombre, así que se lo llevó a su casa, lo vistió de limpio y lo invitó a desayunar, a comer y a cenar con la familia, y fue todo dulzura con él, por decirlo de algún modo. Y después de la cena, le habló de la abstinencia y de cosas así hasta que el viejo lloró y dijo que había sido un insensato y que había desperdiciado su vida, pero que ahora iba a pasar página y se iba a convertir en un hombre del que nadie se avergonzaría, y que esperaba que el juez no lo despreciara y que lo ayudara. El juez le dijo que le daban ganas de abrazarlo por esas palabras, así que lloró, y su mujer lloró otra vez; papá dijo que había sido un hombre al que nadie había entendido antes y el juez dijo que lo creía. El viejo dijo que cuando un hombre está deprimido lo que necesita es compasión y el juez dijo que así era, así que lloraron otra vez. Y cuando llegó la hora de acostarse, el viejo se levantó, extendió la mano y dijo:

—Mírenla todos, caballeros y damas, cójanla, estréchenla. Aquí tienen una mano que fue la mano de una persona inmunda pero que ya no lo es. Es la mano de un hombre que ha empezado una nueva vida y que morirá antes de volver a ser lo que fue. Presten atención a estas palabras y no olviden que las pronuncié. Ahora esta mano está limpia; estréchenla, no tengan miedo.

Así que se la estrecharon, uno tras otro, todos ellos, y lloraron. La mujer del juez se la besó. Y después el viejo firmó un compromiso, hizo su marca. El juez dijo que era el momento más sagrado de la historia, o algo así. Después acomodaron al viejo en una bonita habitación, que era la habitación de invitados, y en algún momento de la noche, le entró muchísima sed, salió al tejado del porche y desde allí se deslizó por un poste, y cambió su chaqueta nueva por una garrafa de whisky barato, y volvió a subir y se lo pasó muy bien. Y al alba, volvió a escurrirse al exterior, borracho como una cuba, rodó por el porche, se cayó y se rompió el brazo izquierdo por dos sitios y estaba casi muerto de frío cuando alguien lo encontró después del amanecer. Y cuando fueron a mirar a la habitación de invitados, tuvieron que hacer sondeos antes de poder navegar por ella.

El juez se sintió dolido o algo así. Dijo que creía que al viejo se le podría reformar quizá con una escopeta, porque él no sabía de ninguna otra manera.

Capítulo 6

Al poco tiempo el viejo se recuperó y entonces fue a por el juez Thatcher en los tribunales para obligarle a que renunciara al dinero, y fue a por mí también, por no dejar el colegio. Me pilló un par de veces y me pegó, pero yo iba al colegio igual, y la mayoría de las veces lo esquivaba o lo dejaba atrás corriendo. Antes, no me gustaba especialmente ir al colegio, pero llegué a la conclusión de que iría para fastidiar a papá. El asunto del juicio era lento; parecía que no iban a empezarlo nunca, así que, de vez en cuando, durante todo el invierno, el viejo me cogía y yo le pedía dos o tres dólares prestados al juez para él para evitar que me diera una paliza. Cada vez que conseguía dinero, se emborrachaba, y cada vez que se emborrachaba liaba la de Dios en el pueblo; y cada vez que liaba la de Dios, lo metían en la cárcel. A él le iba bien; este tipo de cosas estaban justo en su línea.

Se acostumbró a merodear demasiado por la casa de la viuda, hasta que finalmente ella se lo dijo; le dijo que si no dejaba de andar por allí, le causaría problemas. ¡No veas cómo se enfadó! Dijo que iba a demostrar quién mandaba en Huck Finn. Así que un día de primavera me acechó, me cogió y me llevó unas tres millas río arriba en una balsa, y cruzó conmigo a la orilla del lado de Illinois, a una zona boscosa donde no había casas, aparte de una vieja cabaña de troncos que se encontraba en un lugar donde los árboles eran tan espesos que nadie podría encontrarla a menos que supiera que estaba allí.

Me tenía con él todo el tiempo y no tuve ni una oportunidad de escaparme. Vivíamos en la vieja cabaña y siempre cerraba con llave y se metía la llave debajo de la cabeza por las noches. Tenía una pistola que había robado, supongo, y pescábamos y cazábamos, y de eso vivíamos. De vez en cuando, me encerraba dentro e iba a la tienda, tres millas, al transbordador, y cambiaba pescado y caza por whisky, y se lo traía a la casa y se lo pasaba bien, y me daba palizas. La viuda pronto descubrió dónde estaba yo y envió a un hombre hasta allí para que intentara cogerme; pero papá lo echó con la escopeta, y no pasó mucho tiempo antes de que me acostumbrara a estar donde estaba ni de que terminara gustándome; todo menos la parte de las palizas.

Era una vida perezosa y alegre, todo el día tumbado cómodamente, fumando y pescando, y sin libros y sin estudiar. Pasaron dos meses o más, y mi ropa se convirtió en harapos sucios, y no lograba entender cómo me había podido llegar a gustar tanto estar en casa de la viuda, donde tenías que lavarte, y comer en un plato, y peinarte, e irte a la cama y levantarte a unas horas fijas, y donde tenías que estar siempre preocupándote por un libro, y donde tenías a la señorita Watson criticándote todo el tiempo. Yo no quería volver nunca más. Había dejado de soltar juramentos porque a la viuda no le gustaba; pero ahora empecé otra vez porque papá no tenía ninguna objeción. Teniéndolo todo en cuenta, se pasaba muy bien allí en el bosque.

Pero con el tiempo papá se volvió demasiado habilidoso con la vara de nogal, y yo no podía soportarlo. Tenía verdugones por todo el cuerpo. También se acostumbró a largarse con demasiada frecuencia y a dejarme allí encerrado. Una vez me encerró y estuvo tres días fuera y allí se estaba terriblemente solo. Llegué a pensar que se había ahogado y que yo no iba a volver a salir de allí nunca. Tenía mucho miedo. Decidí que me las arreglaría de alguna manera para salir de allí. Había intentado salir de aquella cabaña muchas veces, pero no había podido encontrar el modo. No tenía ninguna ventana lo suficientemente grande para que pasara ni un perro. No podía salir por la chimenea porque era demasiado estrecha. La puerta era de gruesos tablones macizos de roble. Papá tenía mucho cuidado de no dejar ni cuchillos ni nada en la cabaña cuando estaba fuera; creo que había rebuscado por la cabaña por lo menos cien veces; bueno, la verdad es que era lo que hacía la mayor parte del tiempo, porque era prácticamente la única manera de pasar el tiempo. Pero esta vez por fin encontré algo; encontré una vieja sierra mohosa sin mango metida entre una viga y los listones del techo. La engrasé y me puse a trabajar. Había una vieja manta de caballos colgada con clavos de los troncos del otro extremo de la cabaña detrás de la mesa, para evitar que el viento entrara por las rendijas y apagara la vela. Me metí debajo de la mesa y levanté la manta, y me puse a trabajar para serrar un trozo del tronco grande de abajo, lo suficientemente grande como para que yo pudiera pasar. Bueno, fue un trabajo largo y duro, pero ya estaba llegando al final cuando oí la pistola de papá en el bosque. Me deshice de todas las señales de mi trabajo, dejé caer la manta y escondí mi sierra, y al momento entró papá.