Las aventuras de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle - E-Book

Las aventuras de Sherlock Holmes E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

Cuando sir Arthur Conan Doyle convirtió en personaje popular su Sherlock Holmes, el público incondicional, habituado a leer novelas por entregas en los periódicos y revistas, demandó vorazmente nuevas historias ingeniosas y divertidas. Su autor, que sin duda prefería el relato corto a la novela de gran extensión, publicó varias decenas de nuevos casos para lucir la perspicacia de su detective y entretener los mejores ratos de sus lectores fieles. En esta selección se incluyen las doce aventuras favoritas del propio Conan Doyle, doce casos detectivescos, conmovedores unos, trágicos otros, cómicos varios, pero todos rebosantes de ingenio e imaginación.

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Akal / Básica de Bolsillo / 310

Serie negra

Arthur Conan Doyle

las aventuras de sherlock holmes

Traducción: Lucía Márquez de la Plata

Cuando Arthur Conan Doyle convirtió en personaje popular su Sherlock Holmes, el público incondicional, habituado a leer novelas por entregas en los periódicos y revistas, demandó vorazmente nuevas historias ingeniosas y divertidas. Su autor, que sin duda prefería el relato corto a la novela de gran extensión, publicó varias decenas de nuevos casos para lucir la perspicacia de su detective y entretener a sus fieles lectores. En esta selección reunida bajo el título Las aventuras de Sherlock Holmes y publicada en el Strand Magazine desde julio de 1891 hasta junio de 1892, se incluyen do­ce de las aventuras favoritas del propio Conan Doyle, doce casos detectivescos, conmovedores unos, trágicos otros, cómicos varios, pero todos rebosantes de ingenio e imaginación.

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ediciones Akal, S. A., 2015

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4255-6

Escándalo en Bohemia

I

Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Rara vez le oí llamarla por otro nombre. A sus ojos, ella eclipsa y domina a todo su sexo. No es que sintiese ninguna sensación semejante al amor hacia Irene Adler. Todas las emociones, y esa en particular, resultaban abominables para su fría y precisa pero admirablemente equilibrada inteligencia. Desde mi punto de vista, era la máquina de observar y razonar más perfecta que el mundo había conocido; pero, como amante, no habría sabido qué hacer. Jamás hablaba de las bajas pasiones, si no era con desprecio y sarcasmo. Eran cosas admirables para el observador –excelente para desvelar los motivos y las acciones de los hombres–. Pero pa­ra un razonador experto admitir estas intrusiones en su delicado y bien ajustado temperamento equivalía a introducir un elemento de distracción que podría sembrar dudas acerca de los resultados de su mente. Para un carácter como el suyo, la presencia de arena en uno de sus instrumentos de precisión, o la rotura de una de sus potentes lupas, resultaría tan perturbador como una emoción fuerte. Y aun así, no hubo más que una mujer para él, y esa fue la difunta Irene Adler, de dudoso y cuestionable recuerdo.

Últimamente había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había distanciado al uno del otro. Mi absoluta felicidad y los intereses hogareños que le surgen a un hombre que por primera vez se ve dueño de su propia casa fueron suficientes para absorber toda mi atención; mientras Holmes, que detestaba todas las formas de sociedad con toda su alma bohemia, permanecía en nuestros aposentos de Baker Street, enterrado entre sus libros, y alternando de semana en semana entre la cocaína y la ambición, el aletargamiento de la droga y la intensa energía de su propia naturaleza entusiasta. Como siempre, le seguía atrayendo el estudio del crimen, y dedicaba sus inmensas facultades y extraordinarios poderes de observación a seguir aquellas pistas y escalecer aquellos misterios que la policía oficial había abandonado por imposibles. De cuando en cuando, escuchaba algún relato de sus hazañas: de sus incursiones en Odessa para intervenir en el caso del asesinato de Trepoff, del esclarecimiento de la extraña tragedia de los hermanos Atkinson en Trincomalee y, por último, de la misión que tan discreta y eficazmente había llevado a cabo para la familia real de Holanda. Sin embargo, más allá de estas señales de actividad, que yo me limitaba a compartir con todos los lectores de la prensa diaria, poco sabía de mi antiguo amigo y compañero.

Una noche –la del 20 de marzo de 1888– volvía yo de visitar a un paciente (pues de nuevo estaba ejerciendo la medicina), cuando el camino me llevó por Baker Street. Al pasar frente a la puerta que tan bien recordaba, y que siempre estará asociada en mi mente a mi noviazgo y a los siniestros incidentes de Estudio en escarlata, se apoderó de mí un fuerte deseo de volver a ver a Holmes y de saber en qué estaba empleando sus extraordinarios poderes. Sus habitaciones estaban completamente iluminadas, e, incluso cuando miré hacia arriba, vi pasar dos veces su figura alta y delgada como una silueta en los visillos. Daba rápidos pasos por la habitación, impacientemente, con su cabeza hundida sobre el pecho y las manos juntas en la espalda. A mí, que conocía perfectamente sus hábitos y sus estados de ánimo, su actitud y su comportamiento me contaron una historia. Estaba trabajando otra vez. Había salido de los sueños inducidos por la droga y seguía el rastro de algún nuevo problema. Tiré de la campanilla y me condujeron a la habitación que, anteriormente, había sido en parte mía.

Su actitud no era efusiva –rara vez lo era–, pero creo que se alegraba de verme. Sin apenas mediar palabra, pero con amabilidad, me dirigió hacia una butaca, lanzó su caja de puros, y señaló una licorera y un sifón que estaban en la esquina. Después se plantó frente al fuego y me escudriñó con ese gesto reflexivo tan personal.

—El matrimonio le sienta bien –observó–. Para mí, Watson, que ha engordado siete libras y media desde la última vez que le vi.

—Siete –contesté.

—La verdad, yo pensaba que algo más. Solo una pizca más, me da a mí, Watson. Y ejerciendo otra vez, por lo que veo. No me dijo que pretendía retomar su profesión.

—Entonces, ¿cómo lo sabe?

—Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que se ha estado mojando mucho últimamente y que tiene una criada de lo más torpe o poco cuidadosa?

—Mi querido Holmes –dije–, esto es demasiado. Si hubiera vivido hace algunos siglos, no me cabe duda de que le hubieran quemado en la hoguera. Es cierto que el jueves di un paseo por el campo y llegué a casa completamente empapado; pero, al haberme cambiado de ropa, no soy capaz de imaginar cómo lo ha deducido. Y respecto a Mary Jane, es incorregible, y mi mujer le ha llamado la atención; pero tampoco consigo saber cómo lo ha averiguado.

Se rió para sus adentros y se frotó sus largas y nerviosas manos.

—Es la simplicidad en sí misma –dijo–; mis ojos me dicen que en la parte interior de su zapato izquierdo, justo donde le da la luz de la chimenea, la piel está rayada con seis cortes casi paralelos. Evidentemente, han sido provocados por alguien que ha raspado sin ningún cuidado los bordes de la suela para quitar el barro adherido a ella. Así que ya ve, de ahí mi doble deducción de que usted ha salido con mal tiempo y de que ha tenido un espécimen particularmente maligno y rompebotas de fregona londinense. Y en cuanto a su práctica profesional, si un caballero entra en mi habitación oliendo a yodoformo, con una mancha negra de nitrato de plata en su dedo índice derecho y un bulto en el lado derecho de su sobrero de copa, revelando dónde lleva escondido su estetoscopio, debo de ser realmente torpe si no le identifico como miembro activo de la profesión médica.

No pude evitar reírme de la facilidad con la que había explicado su proceso de deducción.

—Cuando le escucho dar sus razonamientos –comenté–, todo me parece siempre tan ridículamente simple que yo mismo lo podría hacer con facilidad. Sin embargo, siempre que le veo razonar me quedo perplejo hasta que explica su proceso. A pesar de que estoy convencido de que mis ojos ven tanto como los suyos.

—Así es –contestó mientras encendía un cigarrillo y se dejaba caer en una butaca–. Usted ve pero no observa. La diferencia es evidente. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia las escaleras que le llevan del vestíbulo a esta habitación.

—Muchas veces.

—¿Cuántas veces?

—Bueno, cientos de veces.

—¿Y cuántos escalones hay?

—¿Cuántos? No lo sé.

—Ahí lo ve. No ha observado. Y eso que lo ha visto. A eso me refería. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete escalones, porque he hecho las dos cosas, ver y observar. A propósito, ya que está interesado es estos pequeños problemas y ya que ha tenido la amabilidad de narrar una o dos de mis insignificantes experiencias, quizá le interese esto. –Me lanzó una carta escrita en papel grueso, de color rosa, que había estado abierta sobre la mesa.– Llegó en el último reparto –dijo–. Léala en voz alta.

La carta no llevaba fecha, ni firma ni dirección.

Esta noche pasará a visitarle a las ocho menos cuarto en punto [decía], un caballero que desea consultarle acerca de un asunto de la máxima importancia. Sus recientes servicios para una de las casas reales de Europa han demostrado que se puede confiar en usted temas cuya trascendencia es imposible exagerar. Estas referencias de todas partes nos han llegado. Esté en su habitación, pues, a dicha hora y no se ofenda si el visitante lleva una máscara.

—Esto sí que es un misterio –afirmé–. ¿Qué cree que significa?

—Todavía no tengo datos. Es un error capital teorizar antes de tener datos. Sin darse cuenta, uno comienza a distorsionar los hechos para que se ajusten a las teorías, en lugar de formular teorías que se ajusten a los hechos. Pero la carta en sí, ¿qué deduce de ella?

Examiné cuidadosamente la escritura y el papel.

—El hombre que ha escrito esto, probablemente sea una persona acomodada –comenté, esforzándome por imitar los procedimientos de mi compañero–. Esta clase de papel no se pudo comprar por debajo de media corona el paquete. Es peculiarmente fuerte y rígido.

—Peculiar, esa es la palabra –dijo Holmes–. No es un papel inglés. Mírelo a contraluz.

Así lo hice y vi una E grande con una g pequeña, una P, y una G grande con una t pequeña, cosidas en la misma fibra del papel.

—¿Qué le dice esto? –preguntó Holmes.

—El nombre del fabricante, sin duda; o, más bien, su monograma.

—Ni mucho menos. La G con la t significa «Gesellschaft», que es «compañía» en alemán. Es una contracción habitual, como nuestro «Co.». La P, por supuesto, significa «Papier». Vamos ahora con la Eg. Echemos un vistazo a nuestro Mapa Geográfico Continental.

Sacó un pesado volumen marrón de sus estanterías.

—Eglow, Eglonitz, aquí está, Egria. Está en un país de habla alemana, en Bohemia, no muy lejos de Carlsbad. «Lugar conocido por haber sido escenario de la muerte de Wallenstein y por sus numerosas fábricas de cristal y de papel.» ¡Ajá, muchacho! ¿Qué saca de esto? –Sus ojos brillaron y dejó salir una triunfante nube azul de su cigarrillo.

—El papel se fabricó en Bohemia –dije.

—¡Exacto! Y el hombre que escribió la nota es un alemán. ¿Se ha fijado en la forma peculiar de construir la frase «Estas referencias de todas partes nos han llegado»? Un francés o un ruso no pueden haber escrito eso. Solo los alemanes son tan desconsiderados con sus verbos. Por lo tanto, solo queda descubrir qué es lo que quiere este alemán que escribe en papel de Bohemia y prefiere ponerse una máscara a mostrar su rostro. Y aquí llega, si no me equivoco, para resolver todas nuestras dudas.

Mientras hablaba se oyó claramente el sonido de cascos de caballos y de ruedas que rozaban con el bordillo de la acera, seguido de un fuerte campanillazo. Holmes silbó.

—Por el sonido, son dos –dijo–. Sí –continuó mientras miraba por la ventana–. Una preciosa berlina y un par de purasangres. Ciento cincuenta guineas cada uno. Hay dinero en este caso, Watson, aunque sea lo único que haya.

—Creo que lo mejor será que me vaya, Holmes.

—Nada de eso, doctor. Quédese donde está. Estoy perdido sin mi Boswell. Y esto promete ser interesante. Sería una lástima perdérselo.

—Pero su cliente…

—No se preocupe por él. Puedo necesitar su ayuda y él, tal vez, también. Aquí viene. Siéntese en esa butaca, doctor, y préstenos su máxima atención.

Unos pasos lentos y pesados, que se habían oído por las escaleras y el pasillo, se detuvieron justo al otro lado de la puerta. A continuación, sonó un golpe fuerte y autoritario.

—¡Adelante! –dijo Holmes.

Entró un hombre que difícilmente mediría menos de dos metros de altura, con el torso y los brazos de un Hércules. Su vestimenta era lujosa, con un lujo que en Inglaterra se consideraría que roza el mal gusto. Gruesas tiras de astracán adornaban las mangas y la parte delantera de su abrigo de doble botonadura, mientras que la capa azul oscuro que llevaba sobre los hombros estaba forrada con seda roja como el fuego y sujeta al cuello con un broche compuesto por un único y resplandeciente berilo. Unas botas que le llegaban hasta media pantorrilla, con el borde superior adornado con suntuosa piel marrón, completaban la impresión de extrema opulencia que sugería todo su atuendo. Llevaba un sombrero de ala ancha en su mano y la parte superior de su rostro cubierta, hasta más abajo de sus pómulos, por un antifaz negro, que aparentemente acababa de ponerse, ya que, al entrar, aún lo sujetaba con la mano. Por la parte inferior de su rostro parecía un hombre de carácter fuerte, con labios gruesos y caídos, y un mentón largo y recto que sugería determinación, llegando a ser incluso obstinado.

—¿Recibió mi nota? –preguntó con una voz grave y ronca y un marcado acento alemán–. Le dije que vendría a verle. Nos miraba a uno y a otro, como si no estuviera seguro de a quién dirigirse.

—Por favor, tome asiento –dijo Holmes–. Este es mi amigo y compañero, el doctor Watson, que en ocasiones tiene la amabilidad de ayudarme en mis casos. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?

—Puede dirigirse a mí como conde Von Kramm, un noble de Bohemia. Entiendo que este caballero, su amigo, es un hombre de honor y discreción, en quien puedo confiar un asunto de la máxima importancia. De no ser así, realmente preferiría comunicarme solo con usted.

Me levanté para marcharme, pero Holmes me cogió por la muñeca y me hizo sentarme de nuevo.

—O los dos o ninguno –dijo–. Todo lo que desee decirme a mí lo puede decir delante de este caballero.

El conde encogió sus anchos hombros.

—Entonces debo comenzar –dijo– rogándoles a los dos que guardaran silencio absoluto durante dos años, al cabo de los cuales el asunto ya no tendrá la menor importancia. Por el momento, no es exagerado decir que se trata de un asunto de tal calibre que puede afectar a la historia de Europa.

—Se lo prometo –dijo Holmes.

—Y yo.

—Disculpen la máscara –continuó nuestro extraño visitante–. La augusta persona que me emplea desea que su agente les sea desconocido, y he de confesar que el título que acabo de atribuirme no es exactamente el mío.

—Ya me había dado cuenta de eso –dijo Holmes con sequedad.

—Las circunstancias son muy delicadas, y deben tomarse todas las precauciones para sofocar lo que podría convertirse en un escándalo inmenso, que comprometería gravemente a una de las familias reinantes de Europa. Hablando claramente, el asunto implica a la Gran Casa de Ormstein, soberanos de Bohemia por generaciones.

—También me había percatado de eso –murmuró Holmes sumiéndose en su butaca y cerrando los ojos.

Nuestro visitante miró con semblante sorprendido a la lánguida figura del hombre recostado en el sofá que, sin duda, le había sido descrito como el razonador más incisivo y el agente más enérgico de Europa. Holmes volvió a abrir los ojos lentamente y miró con impaciencia a su gigantesco cliente.

—Si Vuestra Majestad tuviese la bondad de exponer su caso –comentó–, estaría en mejores condiciones para aconsejarle.

El hombre, sobresaltado, se levantó de la silla y recorrió la habitación de un lado a otro, presa de una agitación incontrolable. En ese momento, con un gesto de desesperación, se arrancó la máscara de su cara y la arrojó al suelo.

—Tiene razón –exclamó–. Soy el rey. ¿Por qué debería intentar ocultarlo?

—En efecto, ¿por qué? –murmuró Holmes–. Vuestra Majestad no había terciado palabra y yo ya sabía que me estaba dirigiendo a Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel-Felstein y futuro rey de Bohemia.

—Pero debe comprender –dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y pasando su mano por su ancha y blanca frente–, debe comprender que no estoy acostumbrado a realizar personalmente este tipo de gestiones. Sin embargo, el asunto era tan delicado que no se lo podía confiar a un agente sin haber quedado completamente a su merced. He venido de incógnito desde Praga con el fin de consultarle a usted.

—Entonces, le suplico que realice su consulta –dijo Holmes cerrando sus ojos una vez más.

—En resumen, los hechos son estos. Hace unos cinco años, durante una prolongada visita a Varsovia, conocí a la renombrada aventurera[1] Irene Adler. Sin duda, el nombre le es familiar.

—Tenga la bondad de buscarla en mi fichero, doctor –murmuró Holmes sin abrir los ojos. Durante muchos años, Holmes archivó sistemáticamente artículos sobre todo tipo de personas y de cosas, así que era difícil nombrar un tema o una persona sobre los cuales no hubiese recopilado información y la pudiese aportar al instante. En este caso, encontré la biografía de la mujer entre la de un rabino hebreo y la de un comandante de navío que había escrito un monográfico sobre los peces de aguas abisales.

—Déjeme ver –dijo Holmes–. ¡Ajá! Nacida en Nueva Jersey en 1858. Contralto… ¡Ah! La Scala, ¡oh! Prima donna de la Ópera Imperial de Varsovia… ¡sí! Retirada de la escena operística… ¡uy! Vive en Londres… ¡Vaya! Creo entender que Vuestra Majestad tuvo un enredo con esta joven, le escribió algunas cartas comprometedoras y ahora está deseoso de recuperar dichas cartas.

—Exactamente. Pero ¿cómo…?

—¿Hubo un matrimonio secreto?

—No.

—¿Algún certificado o documento legal?

—Ninguno.

—Entonces, no acierto a comprender a Vuestra Majestad. Si esta joven sacara a relucir las cartas para chantajearle, o con cualquier otro propósito, ¿cómo demostraría su autenticidad?

—Está mi letra.

—¡Bah! Falsificada.

—Mi papel de cartas personal.

—Robado.

—Mi propio sello.

—Imitado.

—Mi fotografía.

—Comprada.

—Los dos estamos en la fotografía.

—¡Diablos! ¡Eso es terrible! En efecto, Vuestra Majestad cometió una indiscreción.

—Estaba loco, trastornado.

—Ha comprometido enormemente a su persona.

—Entonces era solo príncipe heredero. Era joven. Ahora no tengo sino treinta años.

—Hay que recuperarla.

—Lo hemos intentado y hemos fracasado.

—Vuestra Majestad debe pagar. Hay que comprarla.

—No la venderá.

—Entonces, robarla.

—Se han hecho cinco intentos. En dos ocasiones, ladrones pagados por mí registraron su casa. Una vez extraviamos su equipaje durante un viaje. Dos veces ha sido asaltada. Nunca hemos obtenido resultados.

—¿Ni rastro de la fotografía?

—Absolutamente ninguno.

Holmes se echó a reír.

—Realmente es un bonito problema –dijo.

—Pero para mí es muy serio –replicó el rey con tono de reproche.

—Mucho, la verdad. ¿Y ella qué se propone hacer?

—Arruinarme.

—Pero ¿cómo?

—Estoy a punto de casarme.

—Eso he oído.

—Con Clotilde Lothman von Saxe-Meningen, segunda hija del rey de Escandinavia. Quizá conozca usted los estrictos principios de su familia. Ella misma es la delicadeza personificada. Cualquier sombra de duda sobre mi conducta pondría fin al compromiso.

—¿Y qué dice Irene Adler?

—Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé que lo hará. Usted no la conoce pero su alma es de acero. Tiene el rostro de la más hermosa de las mujeres y la mentalidad del más resuelto de los hombres. No hay nada que no sea capaz de hacer con tal de evitar que me case con otra mujer, nada.

—¿Está seguro de que no la ha enviado todavía?

—Estoy seguro.

—¿Por qué?

—Porque ha dicho que la enviaría el día que se haga público mi compromiso. Eso será el próximo lunes.

—Oh, entonces nos quedan aún tres días –dijo Holmes, con un bostezo–. Es una gran suerte, ya que tengo uno o dos asuntos de gran importancia de los que debo ocuparme en este momento. Por supuesto, Vuestra Majestad se quedará en Londres por el momento, ¿no?

—Desde luego. Me encontrará en el Langham, bajo el nombre de conde Von Kramm.

—Entonces, me pondré en contacto con usted para ponerle al corriente de nuestros progresos.

—Le ruego que lo haga. Aguardaré con impaciencia.

—¿Y en cuanto al dinero?

—Tiene usted carte blanche.

—¿Absolutamente?

—Le digo que daría una de las provincias de mi reino por recuperar esa fotografía.

—¿Y para los gastos del momento?

El rey sacó de debajo de su capa una pesada bolsa de piel de gamuza y la puso sobre la mesa.

—Aquí tiene trescientas libras en oro y setecientas en billetes –dijo.

Holmes le hizo un recibo en una hoja de su cuaderno de notas y se lo entregó.

—¿Y el domicilio de la dama? –preguntó.

—Es Briony Lodge, en Serpentine Avenue, St. John’s Wood.

Holmes tomó nota de la dirección.

—Una pregunta más –dijo–. ¿La fotografía es formato cabinet?

—Lo era.

—Entonces, buenas noches, Vuestra Majestad, y confío en que pronto tendremos buenas noticias para usted. Y buenas noches, Watson –añadió cuando se oyeron las ruedas de la berlina real rodar calle abajo–. Si tiene usted la bondad de visitarme mañana por la tarde, a las tres en punto, me encantará charlar sobre este asuntillo.

II

A las tres en punto yo estaba en Baker Street, pero Holmes aún no había regresado. La casera me dijo que había salido poco después de las ocho de la mañana. No obstante, me senté junto al fuego con la intención de esperarle, tardara lo que tardara. Ya estaba profundamente interesado por su investigación pues, aunque no presentara ninguno de los aspectos extraños y macabros asociados con los dos crímenes que ya he relatado en otro lugar, la naturaleza del caso y la elevada posición social de su cliente le daban un carácter propio. Además, aparte de la clase de investigación que mi amigo tuviese entre manos, había algo en su manera magistral de comprender una situación, y en su agudo e incisivo razonamiento, que hacía que fuese un placer para mí estudiar sus técnicas de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con los que desenmarañaba los misterios más inextricables. Tan acostumbrado estaba yo a sus invariables éxitos, que la mera posibilidad de un fracaso ya ni se me pasaba por la cabeza.

Eran cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo con apariencia de borracho, desastrado y con patillas, con la cara hinchada y ropas vergonzosas. Pese a estar acostumbrado a los increíbles poderes de mi amigo en el arte del disfraz, tuve que mirarle tres veces antes de estar seguro de que realmente era él. Con un movimiento de cabeza a modo de saludo desapareció en el dormitorio, de donde salió a los cinco minutos con un traje de tweed y tan respetable como siempre. Se metió las manos en los bolsillos, estiró las piernas frente a la chimenea y se echó a reír a carcajadas durante un buen rato.

—¡Pues vaya! –gritó, y luego se atragantó; y volvió a reírse otra vez hasta que, exhausto, se vio obligado a recostarse en la silla.

—¿De qué se ríe?

—Es demasiado gracioso. Estoy convencido de que jamás adivinaría en qué he empleado la mañana, o lo que he acabado haciendo.

—Ni me lo imagino. Supongo que habrá estado observando los hábitos, y tal vez la casa, de la señorita Irene Adler.

—Así es, pero lo raro fue lo que sucedió a continuación. Se lo contaré. Salí de casa esta mañana poco después de las ocho disfrazado de mozo de cuadra sin trabajo. Hay mucha camaradería entre la gente que trabaja en las caballerizas, una verdadera hermandad. Sé uno de ellos y te enterarás de todo lo que necesites saber. No tardé en encontrar Briony Lodge. Es una villa bijou, con un jardín en la parte de atrás pero que por delante llega hasta la carretera, es de dos pisos. Cerradura Chubb en la puerta. Una gran sala de estar a la derecha, bien amueblada, con ventanales casi hasta el suelo, y esos ridículos pestillos ingleses que hasta un niño podría abrir. Detrás no había nada de interés salvo que, desde el tejado de la cochera, se puede alcanzar la ventana del pasillo. Di la vuelta a la casa y la examiné desde todos los puntos de vista, pero no vi nada interesante.

»Me dediqué entonces a vagar por la calle y encontré, como esperaba, unas caballerizas en un callejón que está pegado a una de las tapias del jardín. Ayudé al mozo de cuadra a cepillar a los caballos y recibí a cambio dos peniques, un vaso de half-and-half, dos cargas de tabaco para pipa y toda la información que podía desear sobre la señorita Adler y sobre otra docena de vecinos que no me interesaban lo más mínimo, pero cuyas biografías me vi obligado a escuchar.

—¿Y qué hay de Irene Adler? –pregunté.

—Oh, trae a todos los hombres de la zona de cabeza. Es la cosa más bonita que se ha visto bajo un sombrero en este planeta. Eso dicen los mozos del Serpentine, absolutamente todos. Lleva una vida tranquila, canta en conciertos, se marcha a las cinco todos los días y regresa a las siete en punto para cenar. Rara vez sale a otras horas, excepto cuando canta. Solo tiene un visitante masculino, pero le ve mucho. Es moreno, apuesto y elegante; nunca la visita menos de una vez al día y a veces lo hace dos veces. Es un tal señor Godfrey Norton, del Inner Temple[2]. ¿Ve las ventajas de tener a un cochero como confidente? Le han llevado a casa una docena de veces desde las caballerizas de Serpentine y lo sabían todo sobre él. Tras escuchar todo lo que me tenían que contar, recorrí otra vez los alrededores de Briony Lodge, pensando en mi plan de ataque.

»Evidentemente, este Godfrey Norton era un factor importante en el asunto. Era abogado. Eso no sonaba nada bien. ¿Cuál era la relación entre ellos y cuál era el objetivo de sus repetidas visitas? ¿Era Irene su cliente, su amiga o su amante? De ser lo primero, probablemente ella hubiera puesto la fotografía bajo su custodia. Si era lo último, no sería tan probable que lo hubiese hecho. De esta cuestión dependía el que yo continuara mi trabajo en Briony Lodge o que dirigiera mi atención a los aposentos del caballero en el Temple. Era un punto delicado que ampliaba el campo de mis investigaciones. Me temo que le aburro con estos detalles, pero tengo que hacerle partícipe de mis pequeñas dificultades para que pueda comprender la situación.

—Le escucho atentamente –contesté.

—Todavía estaba dándole vueltas al asunto en mi cabeza cuando llegó a Briony Lodge un cabriolé[3], del que se bajó un caballero. Era un hombre increíblemente apuesto, moreno, con nariz aguileña y bigote, evidentemente el hombre del que había oído hablar. Parecía tener mucha prisa, le gritó al cochero que esperase y pasó como una exhalación, con el aire de quien se encuentra en su propia casa, junto a la doncella que le abrió la puerta.

»Estuvo en la casa aproximadamente media hora y pude vislumbrarle un par de veces en las ventanas del cuarto de estar, caminando de un lado a otro, hablando excitado y moviendo los brazos. A ella no la pude ver. Poco después, el hombre salió y parecía más agitado que antes. Mientras subía al carricoche, sacó un reloj de oro de su bolsillo y lo miró con preocupación. “Conduzca como alma que lleva el diablo”, gritó, “primero a Gross & Hankey’s, en Regent Street, y luego a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road. ¡Media guinea si lo hace en veinte minutos!”.

»El coche partió y yo me preguntaba si no sería buena idea seguirlos, cuando por el callejón apareció un pequeño y bonito landó, cuyo cochero llevaba el abrigo a medio abrochar y la corbata bajo su oreja y todas las correas de los aparejos del caballo salidas de las hebillas. Todavía no se había parado, cuando ella salió disparada por la puerta y se metió en el coche. Solo pude echarle un vistazo en ese momento, pero era una mujer adorable, con una cara por la que un hombre estaría dispuesto a morir.

»“A la iglesia de Santa Mónica, John”, ordenó, “y medio soberano si llega en veinte minutos”.

»Esto era demasiado bueno para perderlo, Watson. Justo estaba sopesando si debía correr o colocarme en la parte de atrás de su landó cuando un taxi atravesó la calle. El conductor miró dos veces esta harapienta estampa, pero salté dentro antes de que pudiera decir nada. “A la iglesia de Santa Mónica”, dije, “y medio soberano si llega en veinte minutos”. Eran las doce menos veinticinco, estaba claro lo que se mascaba en el aire.

»Mi cochero condujo rápido. No creo haber ido tan rápido en la vida, pero los otros llegaron antes. El coche y el landó, con sus caballos sudorosos, estaban enfrente de la puerta cuando llegamos. Pagué al hombre y entré corriendo en la iglesia. No había ni un alma ahí, excepto las dos personas a las que había seguido y un clérigo revestido con un alba que parecía estar amonestándolos. Los tres se encontraban de pie, formando un grupito delante del altar. Caminé despacio por el pasillo lateral como cualquier persona desocupada que entra en una iglesia. De repente, para mi sorpresa, los tres del altar se giraron y me miraron, y Godfrey Norton vino corriendo hacia mí, tan rápido como pudo.

»“¡Gracias a Dios!”, exclamó. “Usted valdrá. ¡Venga, venga!” “¿Qué sucede?”, pregunté. “Venga hombre, venga, tres minutos más y no será legal.”

»Prácticamente me arrastraron al altar y, antes de darme cuenta de dónde estaba, me encontré murmurando respuestas que alguien me susurraba al oído, dando fe de cosas de las que no sabía nada y, en general, ayudando en el enlace matrimonial de Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo se hizo en un instante, y ahí estaba por un lado el caballero, y por el otro la dama, dándome las gracias, mientras el clérigo, justo enfrente, me sonreía. Es la situación más absurda en la que me he encontrado en mi vida, y pensar en ello es lo que me movió a risa hace un momento. Parece que había cierta irregularidad en su licencia y que el cura se negaba rotundamente a casarlos sin que hubiera algún testigo, y mi feliz aparición libró al novio de tener que salir a la calle en busca de un padrino. La novia me dio un soberano y pienso llevarlo en la cadena del reloj como recuerdo de este momento.

—Este es un giro muy inesperado de los acontecimientos –dije–. ¿Y qué pasó luego?

—Bueno, mis planes se veían seriamente amenazados. Daba la sensación de que la pareja se disponía a partir inmediatamente, lo cual exigía medidas drásticas y rápidas por mi parte. Sin embargo, en la puerta de la iglesia se separaron: él volvió al Temple y ella a su casa. «Saldré a pasear por el parque a las cinco, como de costumbre», dijo ella al despedirse. No pude oír nada más. Se marcharon en direcciones diferentes y yo fui a ocuparme de unos asuntillos propios.

—¿Que eran…?

—Un poco de carne fría y un vaso de cerveza –contestó mientras hacía sonar una campanilla–. He estado demasiado ocupado para pensar en comida, y probablemente estaré aún más ocupado esta tarde. Por cierto, doctor, necesitaré su cooperación.

—Estaré encantado.

—¿No le importará infringir la ley?

—Ni lo más mínimo.

—¿Y exponerse a ser detenido?

—No, si es por una buena causa.

—¡Oh, la causa es excelente!

—Entonces soy su hombre.

—Estaba seguro de que podía contar con usted.

—Pero ¿qué es lo que se propone?

—Cuando Mrs. Turner haya traído la bandeja se lo aclararé todo. Veamos –dijo, a la vez que se abalanzaba hambriento sobre el sencillo almuerzo que nuestra casera había dispuesto–. Lo discutiremos mientras como, que no tengo demasiado tiempo. Ya son casi las cinco. En dos horas tenemos que estar en el escenario de la acción. Miss Irene, o, mejor dicho, madame, regresa de su paseo a las siete. Tenemos que estar en Briony Lodge para encontrarnos con ella.

—Y entonces, ¿qué?

—Déjeme eso a mí. Ya tengo organizado lo que tiene que ocurrir. Solo hay un punto sobre el que debo insistir. No debe interferir, pase lo que pase. ¿Comprendido?

—¿He de permanecer neutral?

—No debe hacer nada en absoluto. Probablemente haya pequeños incidentes desagradables. No intervenga en ellos. El resultado será que me harán entrar en la casa. Cuatro o cinco minutos después, la ventana de la sala de estar se abrirá. Usted se situará cerca de dicha ventana.

—Sí.

—Tiene que observarme, estaré al alcance de su vista.

—Sí.

—Y cuando levante mi mano, así, arrojará al interior de la sala lo que le dé para que lance y, en el mismo momento, gritará fuego. ¿Me sigue?

—Completamente.

—No es nada extraordinario –dijo mientras sacaba de su bolsillo un cilindro en forma de cigarro–. Es un bote de humo corriente de los que usan los fontaneros, con una tapa en cada extremo para que se encienda solo. Su tarea se reduce a eso. Cuando grite fuego, bastantes personas lo repetirán. En ese momento, se dirigirá al final de la calle y yo me reuniré con usted a los diez minutos. Espero haberme explicado bien.

—Tengo que permanecer neutral, acercarme a la ventana, observarle y, a la señal, lanzar este objeto dentro, para después gritar fuego y esperarle en la esquina de la calle.

—Exacto.

—Entonces puede confiar en mí plenamente.

—Excelente. Creo que ya va siendo hora de que me prepare para el nuevo rôle que tengo que interpretar.

Desapareció en su dormitorio y regresó a los pocos minutos con la apariencia de un afable e ingenuo clérigo inconformista. Su sombrero negro de ala ancha, sus pantalones bombachos, su pajarita blanca, su simpática sonrisa y su aire general de curiosidad inquisitiva y benévola, solo podrían haber sido igualados por el mismísimo señor John Hare. No se limitaba al cambio de atuendo de Holmes. Su expresión, su forma de actuar, su mismísima alma, parecían cambiar con cada papel que asumía. El teatro perdió a un magnífico actor, al igual que la ciencia perdió a un agudo razonador, cuando decidió especializarse en el arte del crimen.

Eran las seis y cuarto cuando abandonamos Baker Street, y todavía faltaban diez minutos para las siete cuando llegamos a Serpentine Avenue. Ya anochecía y las farolas se iban encendiendo mientras caminábamos calle arriba y calle abajo frente a Briony Lodge, esperando la llegada de su inquilina. La casa era tal como la había imaginado por la sucinta descripción de Holmes, pero el barrio parecía menos privado de lo que esperaba. Por el contrario, para tratarse de una calle pequeña en un vecindario tranquilo, estaba de lo más animada. Había un grupo de hombres mal vestidos fumando y riendo en una esquina, un afilador con su rueda, dos guardias reales que coqueteaban con una niñera y varios jóvenes bien vestidos que recorrían la calle ociosamente, de un lado a otro, con cigarros en sus bocas.

—Como comprenderá –comentó Holmes mientras paseábamos frente a la casa–, este matrimonio simplifica bastante las cosas. En este momento, la fotografía se ha convertido en un arma de doble filo. Lo normal es que ella esté tan poco dispuesta a que la vea el señor Godfrey Norton como nuestro cliente lo está a que caiga en manos de la princesa. Ahora la cuestión es: ¿dónde encontraremos la fotografía?

—Eso, ¿dónde?

—Es muy improbable que ella la lleve encima. Es formato cabinet, demasiado grande para esconderla con facilidad en un vestido de mujer. Sabe que el rey es capaz de hacer que la asalten y la registren. Ya se ha intentado algo parecido dos veces. Podemos suponer, pues, que no la lleva con ella.

—Entonces, ¿dónde?

—Su banquero o su abogado. Existe esa doble posibilidad. Pero me inclino a pensar que no la tiene ninguno de los dos. Las mujeres por naturaleza son reservadas y les gusta encargarse de sus propios secretos. ¿Por qué se la iba a dar a otra persona? Puede fiarse de sí misma, pero no sabe qué presiones indirectas o políticas pueden ejercer sobre un hombre de negocios. Además, recuerde que ha resuelto usarla en pocos días. Tiene que tenerla al alcance de la mano. Tiene que estar en su propia casa.

—Pero la han registrado dos veces.

—¡Bah! No sabían buscar.

—¿Y cómo buscará usted?

—No buscaré.

—¿Entonces?

—Haré que ella me muestre dónde está.

—Pero se negará.

—No podrá. Oigo un ruido de ruedas. Es su coche. Ahora, cumpla mis órdenes al pie de la letra.

Mientras hablaba, el destello de las luces laterales de un carruaje asomó por la curva de la avenida. Era un pequeño y elegante landó que avanzó traqueteando hasta la puerta de Briony Lodge. En cuanto se detuvo, uno de los desocupados de la esquina se lanzó a abrir la puerta con la esperanza de ganarse una perra[4], pero fue desplazado de un codazo por otro desocupado que se había precipitado con la misma intención. Se entabló una feroz disputa, a la que se unieron los dos guardias reales, que se pusieron de parte de uno de los desocupados, y el afilador, que defendía con igual vehemencia al otro. Alguien recibió un golpe, y, en un instante, la dama, que se había apeado del carruaje, se encontró en el centro de acalorados combatientes, que se golpeaban salvajemente con puños y bastones. Holmes se lanzó a través de la muchedumbre para protegerla, pero justo cuando la iba a alcanzar, soltó un grito y cayó al suelo, con la sangre corriéndole profusamente por su rostro. Al verlo caer, los guardias salieron corriendo en una dirección y los desocupados en otra, mientras que unas cuantas personas bien vestidas, que habían presenciado la refriega sin intervenir en ella, se agolparon para ayudar a la dama y atender al herido. Irene Adler, como pienso seguir llamándola, se había apresurado escaleras arriba; pero se detuvo en lo alto, con su espléndida figura perfilada gracias al contraluz producido por las luces del vestíbulo, mirando de nuevo a la calle.

—¿Está malherido el pobre caballero? –preguntó.

—Está muerto –exclamaron varias voces.

—No, no, aún hay vida en él –gritó otra–. Pero habrá muerto antes de poder llevarlo al hospital.

—Es un hombre valiente –dijo una mujer–. De no ser por él, le habrían quitado el bolso y el reloj a esta señora. Son una banda, y de las peores. ¡Ah, ahora respira!

—No puede quedarse tirado en la calle. ¿Podríamos llevarle dentro, señora?

—Por supuesto. Llévenlo a la sala de estar. Hay un sofá muy cómodo. Por aquí, por favor.

Lenta y solemnemente fue introducido en Briony Lodge y recostado en el salón, mientras yo seguía observando el desarrollo de los acontecimientos desde mi puesto junto a la ventana. Habían encendido las lámparas, pero no habían corrido las cortinas, de manera que podía ver a Holmes acostado en el sofá. Ignoro si en aquel momento él sentía algún tipo de remordimiento por el papel que estaba representando, pero sí sé que yo nunca me sentí tan avergonzado de mí mismo como entonces, al ver a la hermosa criatura contra la que estaba conspirando y la gracia y amabilidad con que atendía al herido. Pero abandonar en aquel punto la tarea que Holmes me había confiado habría sido una traición de lo más abyecta. Así pues, hice de tripas corazón y saqué el cohete de humo de debajo de mi abrigo ulster. Al fin y al cabo, pensé, no vamos a hacerle ningún daño. Solo vamos a impedirle que haga daño a otro.

Holmes se había sentado en el sofá y le vi moverse como si necesitara aire. Una doncella se apresuró a abrir la ventana. En ese mismo instante le vi levantar la mano y, obedeciendo su señal, arrojé el cohete dentro de la habitación al grito de «¡Fuego!». Apenas había pronunciado la palabra cuando una multitud de espectadores, bien y mal vestidos –caballeros, mozos de cuadra y criadas–, se unió en un rugido general de «¡Fuego!». Espesas nubes de humo se extendieron por la habitación y salieron por la ventana abierta. Pude entrever figuras que corrían, y un momento después escuché la voz de Holmes desde dentro de la casa asegurando que se trataba de una falsa alarma. Deslizándome entre la vociferante multitud me abrí camino hasta la esquina de la calle y a los diez minutos tuve la alegría de sentir el brazo de mi amigo sobre el mío y de alejarme de la escena del alboroto. Holmes caminó rápido y en silencio durante algunos minutos, hasta que torcimos por una de las calles tranquilas que llevan hacia Edgware Road.

—Lo hizo usted muy bien, doctor –exclamó–. Las cosas no podrían haber salido mejor. Todo va bien…

—¿Tiene la fotografía?

—Sé dónde está.

—Y, ¿cómo lo ha averiguado?

—Ella me lo indicó, como le dije que haría.

—Sigo a oscuras.

—No quiero hacer un misterio de esto –dijo riendo–. El asunto era tremendamente sencillo. Naturalmente, usted se daría cuenta de que todas las personas de la calle eran cómplices. Estaban contratados para esta tarde.

—Eso me lo había figurado.

—Cuando empezó la pelea, yo tenía un poco de pintura roja, fresca, en la palma de mi mano. Corrí hacia ella, me caí, me llevé las manos a la cara y me convertí en un espectáculo patético. Un viejo truco.

—Eso también pude figurármelo.

—Después me llevaron dentro. Se vio obligada a dejarme entrar. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Y a la sala de estar, que era la habitación de la que yo sospechaba. Tenía que ser esa o el dormitorio. Me tumbaron en el sofá, hice como si me faltara aire, tuvieron que abrir la ventana y usted tuvo su oportunidad.

—¿Y de qué le sirvió eso?

—Era importantísimo. Cuando una mujer cree que su casa está en llamas, su instinto le hace correr hacia lo que es más valioso para ella. Es un impulso completamente inevitable, y más de una vez me he aprovechado de él. En el caso del escándalo de la suplantación de Darlington me resultó muy útil, y en el asunto del castillo de Arnsworth también. Una madre corre en busca de su bebé, una mujer soltera echa mano a su joyero. Ahora bien, yo tenía claro que para nuestra dama de hoy no había en la casa nada tan importante como lo que nosotros andamos buscando, y que correría a ponerlo a salvo. La alarma de fuego salió de maravilla. El humo y los gritos eran suficientes para agitar unos nervios de acero. Ella respondió a pedir de boca. La fotografía está en un hueco detrás de un panel corredizo, justo encima del cordón de la campanilla de la derecha. Se plantó ahí en un segundo, y pude ver de reojo que empezaba a sacarla. Al gritar yo que se trataba de una falsa alarma, la volvió a meter, miró el cohete, salió corriendo de la habitación y no la he vuelto a ver. Yo, por mi parte, me levanté y, presentando mis excusas, salí de la casa. Pensé en intentar apoderarme de la fotografía en aquel mismo instante, pero el cochero había entrado y me observaba de cerca, así que me pareció más seguro esperar. Un exceso de precipitación podría echarlo todo a perder.

—¿Y ahora? –pregunté.

—Nuestra búsqueda prácticamente ha terminado. Mañana iré a visitarla con el rey y con usted, si es que quiere acompañarnos. Nos harán pasar a la sala de estar a esperar a la dama, pero es probable que cuando llegue no nos encuentre ni a nosotros ni a la fotografía. Será una satisfacción para Su Majestad recuperarla con sus propias manos.

—Y ¿cuándo piensa ir?

—A las ocho de la mañana. Aún no se habrá levantado, así que tendremos vía libre. Además, tenemos que darnos prisa, porque este matrimonio puede suponer un cambio completo en su vida y sus costumbres. Tengo que telegrafiar al rey ahora mismo.

Habíamos llegado a Baker Street y nos detuvimos en la puerta. Holmes estaba buscando las llaves en su bolsillo cuando alguien pasó diciendo:

—Buenas noches, señor Sherlock Holmes.

Había bastantes personas en la acera en aquel momento, pero el saludo parecía venir de un joven delgado con abrigo ulster que había pasado deprisa a nuestro lado.

—Esa voz la he oído antes –dijo Holmes mirando fijamente la calle poco iluminada–. Me pregunto quién diablos podía ser.

III

Esa noche dormí en Baker Street, y estábamos liados con nuestro café con tostadas cuando se precipitó en la habitación el rey de Bohemia.

—¿Realmente la tiene? –exclamó, agarrando a Sherlock Holmes por los hombros y mirándolo a los ojos ávidamente.

—Aún no.

—Pero ¿tiene esperanzas?

—Tengo esperanzas.

—Entonces, vamos. Estoy impaciente por marcharme.

—Tenemos que conseguir un carruaje.

—No, mi berlina está esperando.

—Bien, eso simplifica las cosas. Bajamos y salimos inmediatamente rumbo a Briony Lodge.

—Irene Adler se ha casado –comento Holmes.

—¡Casado! ¿Cuándo?

—Ayer.

—Pero ¿con quién?

—Con un abogado inglés apellidado Norton.

—Pero es imposible que lo ame.

—Yo espero que lo haga.

—¿Y por qué lo espera?

—Porque podría evitar a Vuestra Majestad el temor de futuras molestias. Si la dama ama a su marido, no ama a Vuestra Majestad. Si no ama a Vuestra Majestad, no hay razón para que ella interfiera en sus planes.

—Es cierto. Y sin embargo… ¡En fin! ¡Desearía que hubiera sido de mi condición! ¡Menuda reina hubiera sido! –Se hundió en un silencio taciturno que no se rompió hasta que nos detuvimos en Serpentine Avenue.

La puerta de Briony Lodge estaba abierta y había una mujer mayor de pie en los escalones de la entrada. Nos miró con ojos sardónicos mientras bajábamos de la berlina.

—El señor Sherlock Holmes, supongo –dijo.

—Yo soy el señor Holmes –contestó mi compañero, con una mirada interrogante y algo sorprendida.

—En efecto. Mi señora me dijo que era muy probable que viniese. Se marchó esta mañana con su marido en el tren de las 5:15 de Charing Cross rumbo al continente.

—¿Cómo? –Sherlock Holmes retrocedió anonadado, blanco de sorpresa y consternación–. ¿Quiere decir que se ha marchado de Inglaterra?

—Para no regresar nunca.

—¿Y los papeles? –preguntó el rey con voz ronca–. Todo está perdido.

—Veremos. –Holmes pasó junto a la sirvienta y se precipitó en la sala, seguido por el rey y por mí. El mobiliario estaba esparcido en todas direcciones, con estanterías desmontadas y cajones abiertos, como si la señora los hubiera vaciado a toda prisa antes de escapar. Holmes corrió hacia el cordón de la campanilla, arrancó una tablilla corrediza y, metiendo la mano, sacó una fotografía y una carta. La fotografía era de la propia Irene Adler en traje de noche; la carta estaba dirigida a «Sherlock Holmes, Esq. Dejar hasta que la recojan». Mi amigo la abrió y los tres la leímos juntos. Estaba fechada la medianoche anterior y decía lo siguiente:

Mi querido señor Sherlock Holmes:

La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me engañó completamente. Hasta después de la alarma de fuego no sospeché nada. Pero entonces, cuando me di cuenta de cómo me había traicionado a mí misma, comencé a pensar. Me habían advertido acerca de usted hacía meses. Me habían dicho que, si el rey contrataba a un agente, sería sin duda usted. Hasta me habían dado su dirección. Y, a pesar de todo, me hizo revelarle lo que quería saber. Incluso después de entrar en sospechas, me era difícil pensar mal de un viejo clérigo tan simpático y amable. Pero, como sabe, yo también tengo experiencia como actriz. La vestimenta de hombre no es nada nuevo para mí. A veces me aprovecho de la libertad que ofrecen. Ordené a John, el cochero, que le vigilara, corrí escaleras arriba, me puse mi ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé justo cuando usted salía.

Bien, le seguí hasta su puerta para asegurarme de que, en efecto, yo era objeto de interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un tanto imprudentemente, le deseé buenas noches y me dirigí al Temple para ver a mi marido.

Los dos estuvimos de acuerdo en que, cuando te persigue un antagonista tan formidable, el mejor recurso es la huida. Así pues, cuando llegue usted mañana se encontrará el nido vacío. En cuanto a la fotografía, su cliente puede quedar tranquilo. Amo y soy amada por un hombre mejor que él. El rey puede hacer lo que quiera, sin encontrar obstáculos por parte de alguien a quien él ha tratado injusta y cruelmente. La conservo solo para protegerme y para disponer de un arma que me mantendrá a salvo de cualquier medida que él pueda adoptar en el futuro. Dejo una fotografía que tal vez le interese poseer. Y quedo, estimado señor Sherlock Holmes, suya afectísima.

Irene Norton, nacida Adler

—¡Qué mujer! ¡Pero qué mujer! –exclamó el rey de Bohemia, cuando los tres hubimos leído la epístola–. ¿No le dije lo rápida y resolutiva que era? ¿Acaso no habría sido una reina formidable? ¿No es una lástima que no fuera de mi misma clase?

—La verdad es que, por lo que he visto de la dama, parece pertenecer a una clase muy diferente a la suya, Vuestra Majestad –dijo Holmes, fríamente–. Siento no haber sido capaz de llevar el asunto de Vuestra Majestad a una conclusión más exitosa.

—Al contrario, mi estimado señor –dijo el rey–. Nada puede ser más exitoso. Sé que su palabra es inviolable. La fotografía ahora está tan a salvo como si la hubiesen quemado.

—Me alegra escuchar a Vuestra Majestad decir eso.

—Tengo una deuda inmensa con usted. Por favor, dígame cómo le puedo recompensar. Este anillo… –Se sacó del dedo un anillo de esmeraldas en forma de serpiente y se lo colocó en la palma de la mano.

—Vuestra Majestad posee algo que para mí tiene mucho más valor –dijo Holmes.

—No tiene más que pedirlo.

—¡Esta fotografía!

El rey se le quedó mirando, asombrado.

—¡La fotografía de Irene! –exclamó–. Desde luego, si es lo que desea.

—Le doy las gracias, Vuestra Majestad. Entonces, no hay más que hacer en este asunto. Tengo el honor de desearos un buen día. Holmes hizo una inclinación, se dio la vuelta sin prestar atención a la mano que el rey le tendía y se marchó conmigo a sus aposentos.

Y así fue como se evitó un gran escándalo que pudo haber afectado al reino de Bohemia, y cómo los planes más perfectos de Sherlock Holmes se vieron derrotados por el ingenio de una mujer. Él solía hacer bromas acerca de la inteligencia de las mujeres, pero últimamente no le he oído hacer ninguna. Y cuando habla de Irene Adler o menciona su fotografía, es siempre con el honorable título de la mujer.

[1] En español en el original [N. de la T.].

[2] Los barristers son una de las dos categorías de abogados que existen en Gran Bretaña y otros países que se rigen por el derecho anglosajón.

[3] «Hamsom cab» en inglés.

[4] «Copper», en el original. [N. de la T.]

La Liga de los Pelirrojos

Había pasado a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, un día de otoño del año pasado para encontrarle enfrascado en una conversación con un hombre muy corpulento y entrado en años, de rostro rubicundo y cabello rojo como el fuego. Me disponía a retirarme, disculpándome por mi intromisión, cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas.

—No podría haber venido en mejor momento, mi querido Watson –dijo cordialmente.

—Temí que estuviese ocupado.

—Lo estoy, y mucho.

—Entonces puedo esperar en la habitación de al lado.

—En absoluto. Este caballero, el señor Wilson, ha sido mi compañero y ayudante en muchos de mis casos más notorios, y no me cabe duda de que será de la mayor ayuda en el suyo.

El corpulento caballero se medio levantó de su silla y emitió un gruñido a modo de saludo, lanzándome una rápida mirada inquisitiva con sus ojillos rodeados de grasa.

—Siéntese en el canapé –dijo Holmes, dejándose caer de nuevo en su butaca y volviendo a unir las puntas de sus dedos, como era su costumbre cuando se sentía reflexivo–. Me consta, mi querido Watson, que usted comparte mi afición a todo lo que sea extravagante y ajeno a las convenciones y a la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestra de ello por el entusiasmo que le ha llevado a narrar y, si me permite decirlo, embellecer muchas de mis pequeñas aventuras.

—La verdad es que sus casos me han resultado de gran interés –comenté.

—Recordará que el otro día le mencioné, justo antes de que nos ocupásemos del sencillo problema que nos presentó la señorita Mary Sutherland, que si buscamos efectos extraños y combinaciones extraordinarias, debemos hacerlo en la vida misma, que siempre va más allá que cualquier esfuerzo de la imaginación.

—Un argumento que me tomé la libertad de poner en duda.

—Lo hizo, doctor, pero aun así tendrá usted que aceptar mi punto de vista, o de lo contrario tendré que abrumarle con hechos hasta que sus argumentos se hundan bajo ellos y reconozca que tengo razón. Ahora bien, el señor Jabez Wilson aquí presente ha sido tan amable como para visitarme esta mañana y narrarme una historia que promete ser una de las más curiosas que he escuchado en mucho tiempo. Ya me ha oído señalar que los acontecimientos más extraños y únicos no suelen presentarse en los crímenes más importantes, sino en los más modestos e incluso en casos en los que podría dudarse que se haya cometido delito alguno. Por lo que he oído, me resulta imposible afirmar si en este caso hay delito o no, pero, desde luego, el desarrollo de los acontecimientos se encuentra entre los más curiosos que he escuchado. Señor Wilson, quizá tuviera usted la enorme bondad de comenzar de nuevo su historia. Se lo pido no solamente debido a que mi amigo el doctor Watson no ha escuchado el principio, sino porque debido a la peculiar naturaleza de la historia estoy deseoso de escuchar hasta el último detalle de sus labios. Como regla general, cuando percibo la más ligera indicación del curso de los acontecimientos, soy capaz de guiarme por alguno de los miles de casos similares que me vienen a la memoria. En el presente caso, debo admitir que los hechos resultan, hasta donde alcanza mi conocimiento, únicos.

El corpulento cliente hinchó el pecho con algo parecido a orgullo y extrajo un periódico sucio y arrugado del bolsillo interior de su abrigo. Al mirar la columna de anuncios por palabras, con la cabeza inclinada hacia delante y el papel aplastado contra su rodilla, le observé atentamente, esforzándome en interpretar, como hacía mi compañero, las indicaciones que ofrecieran sus ropas o aspecto.

Sin embargo mi inspección no me dijo gran cosa. Nuestro visitante tenía todas las señales de ser el típico comerciante británico, obeso, pomposo y torpe. Vestía pantalones de pastor anchos, grises y a cuadros, una levita no del todo limpia, sin abotonar, y un chaleco gris amarillento con una pesada cadena de latón Albert y un pedacito de metal con un agujero cuadrado que colgaba a modo de adorno. En una silla junto a él había dejado un raído sombrero de copa y un descolorido abrigo marrón con un arrugado cuello de terciopelo. En conjunto, y por más que le mirase, no había nada reseñable en aquel hombre, aparte de su encendido pelo rojo y la expresión de extremo disgusto y descontento que reflejaba su rostro.

Los atentos ojos de Sherlock Holmes advirtieron lo que estaba yo haciendo y sacudió la cabeza sonriendo al notar mis miradas inquisitivas.

—Aparte del hecho evidente de que ha realizado trabajos físicos, que toma rapé, que es francmasón, que ha estado en China y que ha escrito muchísimo últimamente, no puedo deducir nada más.

El señor Jabez Wilson se irguió en su silla, con el dedo índice sobre el papel, pero con los ojos fijos en mi compañero.

—¿Cómo, por todos los santos, supo usted todo eso, señor Holmes? –preguntó–. Por ejemplo, ¿cómo supo que hice trabajo manual? Es tan cierto como el evangelio, puesto que mi primer trabajo fue como carpintero naval.

—Sus manos, mi estimado señor. Su mano derecha es de una talla más grande que la izquierda. Ha trabajado con ella y sus músculos están más desarrollados.

—Bien, ¿y el rapé? ¿Y la francmasonería?

—No insultaré su inteligencia contándole cómo me di cuenta de eso, teniendo especialmente en cuenta que, en contra de lo que dictan las estrictas reglas de su orden, lleva usted un alfiler de corbata con un arco y un compás.

—Ah, por supuesto. Lo olvidé. ¿Y lo de la escritura?

—¿Qué otra cosa puede indicar que el puño de su manga derecha se vea tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas mientras que el del izquierdo esté rozado cerca del codo, donde lo apoya en el escritorio?

—Bien, ¿y lo de China?

—El tatuaje del pez que lleva usted justo encima de su muñeca derecha solo se lo podrían haber hecho en China. He realizado un pequeño estudio sobre tatuajes e incluso he contribuido a la bibliografía sobre el tema. Esa técnica de teñir las escamas con una delicada tonalidad rosa es típica de China. Cuando, además, veo una moneda china colgando de su cadena del reloj, la cuestión es aún más sencilla.

El señor Jabez Wilson rio con fuerza.

—Bien, ¡quién lo iba a decir! –dijo–. Al principio pensé que había hecho usted algo inteligente, pero ahora me doy cuenta que, después de todo, no tiene ningún mérito.

—Empiezo a pensar, Watson –dijo Holmes–, que cometo un error dando tantas explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como usted sabe. Mi pobre reputación va a hundirse si sigo siendo tan ingenuo. ¿No puede encontrar el anuncio, señor Wilson?

—Sí, ya lo encontré –respondió con su grueso y rojo dedo plantado en mitad de la columna–. Aquí está. Esto es lo que lo empezó todo. Léalo usted mismo.

Cogí el periódico de sus manos y leí lo siguiente:

A la Liga de los Pelirrojos

A cuenta del legado del difunto Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pensilvania, Estados Unidos, se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a percibir un salario de cuatro libras a la semana por servicios puramente simbólicos. Todo hombre pelirrojo y sano, tanto física como mentalmente, que sobrepase la edad de veintiún años, puede optar al puesto. Preséntese en persona a Duncan Ross, el lunes a las once de la mañana, en las oficinas de la Liga en el 7 de Pope’s Court, Fleet Street.

—¿Qué demonios significa esto? –exclamé, después de leer dos veces el extraordinario anuncio.

Holmes rió y se retorció en su asiento, como era su costumbre cuando se encontraba de buen humor.

—Se sale un poco del camino trillado, ¿no es cierto? –dijo–. Ahora, señor Wilson, vuelva al punto de partida y cuéntenos todo acerca de usted, su familia y el efecto que este anuncio ha provocado en su vida. Pero primero, doctor, anote el periódico y la fecha.

—Se trata del Morning Chronicle del 27 de abril de 1890. Justo hace dos meses.

—Muy bien. Adelante, señor Wilson.