Las aventuras de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle - E-Book

Las aventuras de Sherlock Holmes E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

"Las aventuras de Sherlock Holmes" están compuestas por un conjunto de relatos breves originalmente publicadas por entregas en The Strand Magazine de Londres y editados como libro en 1892. Nos encontramos ante la obra de referencia de la novela policiaca. Hay quien se remonta en su entusiasmo a los antiguos caballeros medievales: Sherlock Holmes sería entonces la reencarnación moderna de los antiguos paladines del honor y la justicia. Como Rolando, como el Cid, como don Quijote, su tarea consiste en deshacer entuertos y pelear en pro de los afligidos con la afilada espada de su inteligencia. Sherlock Holmes es desordenado, desaliñado. Sherlock Holmes es altanero, presuntuoso, drogadicto. Con Sherlock Holmes, el lector no solamente disfruta de una potente capacidad deductiva, sino que se sumerge también en la vida «normal» del detective y de su compañero Watson. En realidad, sin que uno lo advierta siquiera, resulta ya emocionante entrar simplemente en el pequeño piso del 221 bis de Baker Street, asistir a los desayunos ingleses preparados por la señora Hudson, andar por las calles londinenses y atravesar el campo británico. Cualquier detalle adquiere un interés insospechado: un bastón abandonado, unos zapatos sucios, un periódico que se abre a primeras horas de la mañana, una taza de té que nadie ha probado todavía. El «irregular» de Baker Street se nos aparece como una atrayente manifestación y una rara denuncia de las irregularidades del último siglo. Desde el problema de la soledad personal hasta la excesiva decantación hacia el racionalismo, desde la contestación teórica y práctica de las instituciones más consagradas hasta el problema de la droga, Sherlock Holmes va perfilando una imagen humana que se va haciendo cada vez más nuestra. Ya no es la consabida «elementalidad» de sus deducciones ni la histórica originalidad de sus aventuras lo que propiamente se nos impone, sino la progresiva y casi inevitable apropiación de su figura como algo íntimo y actualísimo. Sir Arthur Conan Doyle no sólo es el máximo exponente histórico del género policiaco, sino también el descubridor de un tipo humano que sintetiza las más secretas tensiones y los más vivos resortes de la modernidad. Esta serie de Century Carroggio incluye los principales títulos de Arthur Conan Doyle sobre Sherlock Holmes, el más famoso detective de la literatura universal. En los volúmenes I y II se ofrecen, respectivamente, "Estudio en escarlata" (1887) y "El signo de los cuatro" (1890), las dos novelas con que Doyle muestra en público a su célebre personaje. El volumen III, más extenso que los anteriores, recoge "Las aventuras de Sherlock Holmes" (1892) compuestas por un conjunto de doce relatos breves. El volumen IV reúne otras tantas narraciones que el mismo Doyle agrupó bajo el título "Las memorias de Sherlock Holmes" en 1893. Por último, el volumen V presenta al lector "El sabueso de los Baskerville", que -como las narraciones anteriores- fue originalmente publicado por entregas en The Strand Magazine de Londres y posteriormente editado como libro en 1902.

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Las aventuras de Sherlock Holmes
Arthur Conan Doyle
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Publishers S.L.
Todos los derechos reservadosTraducción: Amando Lázaro Ros.Introducción: Juan Leita.Serie Sherlock Holmes (número 3)
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción a la serie y al volumen
La aventura de un caso de identidad
La aventura del misterio del valle de Boscombe
La aventura de las cinco semillas de naranja
La aventura del hombre del labio retorcido
La aventura del carbunclo azul
La aventura de la banda de lunares
La aventura del dedo pulgar del ingeniero
La aventura del solterón aristocrático
La aventura de la diadema de berilos
Introducción a la serie y al volumen
La presente serie de Century Carroggio incluye los principales títulos de Arthur Conan Doyle sobre Sherlock Holmes, el más famoso detective de la literatura universal. En los volúmenes I y II se ofrecen, respectivamente, Estudio enEscarlata (1887) y El signo de los cuatro (1890),las dos novelas con que Doylemuestra en público a su célebre personaje. Este volumen III, más extenso que los anteriores, recoge Las aventuras de SherlockHolmes, compuestas por un conjunto de relatos breves. El volumen IV reúne otras doce narraciones que el mismo Doyle agrupó bajo el título Las memorias de Sherlock Holmes en1893. Por último, el volumen Vpresenta al lector El sabueso de los Baskerville, que también fue originalmente publicado por entregas en The Strand entre agosto de 1901 y abril de 1902.
El arquetipo literario de Sherlock Holmes
Juan Leita
Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), el creador de Sherlock Holmes, constituye el máximo exponente histórico dentro del género policiaco y detectivesco. La valoración de su personaje, sin embargo, oscila entre un entusiasmo exacerbado y una dura desmitificación de su figura. Hay quien ve en él el prototipo del detective, el sabueso por excelencia. Hay quien solо ve una burda manifestación de una personalidad frustrada. Dentro de esta gama de valoraciones existen también, naturalmente, diversos intentos por explicar su creación a partir de inveteradas manifestaciones y tendencias del espíritu humano.
Hay quien solo encuentra en las historias de Sherlock Holmes un motivo para hablar de la alienación del hombre. Como se echa de ver claramente en ellas, la novela policiaca no hace más que sustituir la verdadera tensión humana, la que va unida a la lucha real por la existencia, por una falsa tensión de orden puramente externo: el deseo de saber quién es el misterioso criminal y cómo lo descubrirá el inteligente detective. Hay quien se remonta en su entusiasmo a los antiguos caballeros medievales: Sherlock Holmes no es más que la reencarnación moderna de los antiguos paladines del honor y de la justicia. Como Rolando, como el Cid, como don Quijote, su tarea consiste en deshacer entuertos y pelear en pro de los afligidos con la afilada espada de su inteligencia. Entre estas valoraciones y criticas extremas, sin embargo, existe la posibilidad de proceder de un modo más ajustado a la creación de sir Arthur Conan Doyle.
Sin dejarnos llevar por entusiastas exagerados ni por detracciones de carácter apriorístico, nuestra labor tendría que estribar en intentar discernir lo que verdaderamente hay en el fondo de este personaje que ha logrado arrastrar en la actualidad a millones de lectores, haciendo de su autor el máximo exponente de un género literario privativo de la última modernidad.
En realidad, si analizamos las peculiaridades esenciales de Sherlock Holmes, nos encontraremos con la imagen del hombre que, con sus cualidades y defectos, con su fuerza y su drama, se ha convertido en el paradigma y en la resultante final de las tensiones humanas del siglo veinte.
En primer lugar, Sherlock Holmes es el prototipo de la soledad y del hermetismo. Encerrado en su casa de Baker Street, aislado de la estructura “normal” y del orden social imperante, únicamente un amigo tiene la posibilidad de acercarse y sondear un poco la vida interior de este personaje. Como Auguste Dupin, la figura creada por Edgar Allan Poe y antecesor directo de Sherlock Holmes, se trata de un hombre que vive a su antojo, retirado durante el tiempo vigente para la normalidad social en el breve espacio de una habitación desordenada y llena de humo, acompañado solamente de un amigo que sabe callar durante largas horas. Sherlock Holmes vive su vida, concentrado y hasta obsesionado por la sola actividad que le absorbe y le aísla del contexto determinado por su sociedad. Sabemos, no obstante, que no se trata de un misántropo. Su soledad y su hermetismo son más bien el retrato de una protesta contra una sociedad que no piensa y que quiere obligar a sus individuos a no pensar. Porque en esto consiste precisamente su actividad absorbente y exclusivista.
En efecto, la segunda peculiaridad esencial que se pone de manifiesto en Sherlock Holmes es la confianza absoluta en el proceso lógico y la entrega total al ejercicio deductivo de la razón. Su interés y su propósito no estriba en último término en descubrir quién es el misterioso criminal por motivos de justicia o de orden cívico, sino más bien en desarrollar un proceso de relaciones intelectuales que avance y llegue a feliz término. No se trata de que le interese únicamente el enigma criminal; en el fondo, le interesa racionalmente cualquier enigma. También como Auguste Dupin, ocupado en desentrañar las cavilaciones puramente mentales de un amigo silencioso, Sherlock Holmes se dedica a hacer deducciones sobre su amigo Watson o a deducir por las particularidades de un bastón cómo será su propietario. Sherlock Holmes es sobre todo cerebro y razón, una poderosa inteligencia que se sirve de un cuerpo como apéndice accesorio. Desengañado finalmente de los sentimientos y demás actividades vitales, surge un ser puramente pensante que se entrega de lleno a la fría razonabilidad como único camino para una reconstrucción coherente de la realidad humana. Contrariamente a lo que nos dice uno de los personajes de Esperando a Godot, Sherlock Holmes viene a decirnos: «El mal es no haber pensado».
A estas dos peculiaridades primordiales del personaje creado por sir Arthur Conan Doyle, se unen varios rasgos que acaban de perfilar aquella imagen del hombre, paradigma y resultante final de las tensiones vividas en el último siglo. Sherlock Holmes no cree ni espera nada del matrimonio como institución. Siendo esta actitud otro aspecto de su soledad y de su cerebralismo, constituye a la vez una posición de protesta del individuo. No se trata de un misógino. No se trata de un científico abstraído ni de un místico. A Sherlock Holmes le gusta la mujer. Es precisa mente una mujer quien protagoniza uno de los pocos fracasos del famoso investigador. Pero, en eterna contraposición con su amigo Watson, en su figura se pone de manifiesto que la relación matrimonial, determinada por mil condicionamientos externos e internos, resultaría un impedimento insalvable para el desarrollo de la propia personalidad.
Sherlock Holmes es desordenado, desaliñado. Sherlock Holmes es altanero, presuntuoso. Sherlock Holmes es drogadicto.
Si atendemos a todas estas particularidades reales de su carácter, nos daremos cuenta ante todo de que en realidad estamos muy lejos de poder afirmar aquella reencarnación moderna del caballero medieval y de los antiguos defensores del honor y de la justicia. Lo que se insinúa y se dibuja más bien en Sherlock Holmes, sorprendentemente, es la imagen del homo novus, de aquellas tendencias espontáneas y anárquicamente desorganizadas, existentes todavía hoy en nuestra sociedad, que anuncian la ruptura total con las necesidades que dominan en la sociedad represiva, de aquellos grupos característicos de un estado de desintegración lenta dentro del sistema. De hecho, Sherlock Holmes nо aparece como unа encarnación del pasado, sino todo lo contrario: un raro preanuncio del futuro que aún hoy día resulta vigente. Quizás en esto reside, en el fondo, el secreto de su actualidad.
Desde este mismo punto de vista, sin embargo, hay que corregir también aquel proceso de desmitificación critica que solo encuentra en Sherlock Holmes un motivo para hablar de la alienación humana. El juicio de Georg Lukács en su obra Significado presente del realismo crítico nos resulta del todo adecuado, hablando de la creación de sir Arthur Conan Doyle: «Así fue como aparecieron las obras en las que la verdadera tensión política, la que está ligada a la lucha real por el socialismo, era sustituida por una falsa tensión, de orden puramente externo, la que se encuentra en las novelas policíacas, el deseo de saber quién es el misterioso criminal, cómo y quién lo descubrirá, etc. Así, basadas en unas tensiones puramente superficiales, estas obras no podían aprehender la realidad de una manera auténtica». En realidad, un lector inteligente de las narraciones de Sherlock Holmes descubrirá en ellas muchas de las tensiones modernas provocadas por el antagonismo todavía no solventado entre individuo y sociedad.
Un pensamiento lineal y estructurado a base de principios predefinidos desechará con facilidad todo aquello que no se ajusta al rígido planteamiento de su sistema. Pero sociólogos adogmáticos han reconocido que, dentro del proceso revolucionario, las tendencias anárquicas y espontáneamente desorganizadas pueden desempeñar a la larga una importante función. Fue Fourier quien puso de manifiesto por primera vez la diferencia cualitativa entre una sociedad libre y una sociedad no-libre, sin asustarse ya.
Allí donde Marx todavía se asustó, en parte, de poder hablar de una posible sociedad en la que el trabajo se convierta en juego, una sociedad en la que el trabajo, incluso el trabajo socialmente necesario, se pueda organizar de acuerdo con las necesidades instintivas y las inclinaciones personales de cada uno de los hombres. Sherlock Holmes constituye un ejemplo paradigmático de esta diferencia cualitativa y un exponente tendencial de esta posible transformación. Aquellos que quemarían muchas obras literarias con el fin de evitar la alienación, como en Fahrenheit 451 de François Truffaut, se encuentran de repente con una tierra de hombres-libros y de hombres-libres en la que, sin duda alguna, habría alguien también que exclamaría al ser preguntado por su nombre: Las aventuras deSherlock Holmes de sir Arthur Conan Doyle.
Dentro de una valoración más serena y equilibrada, el juicio genérico de Bernard Frank sobre la novela policiaca aparece como un elemento mucho más útil para ponderar en concreto la obra de Conan Doyle. Según él, una novela policiaca no se debería leer nunca hasta el final. «En efecto, nuestro placer se va disgregando en el momento en que la verdad empieza a abrirse paso por entre mil emboscadas y trampas, para desaparecer completamente cuando en las últimas páginas nos es revelada. Contrariamente a lo que se suele pensar, una novela policiaca no se lee para conocer la verdad, sino para darle la espalda durante el mayor tiempo posible por amor a lo fantástico, a lo extraordinario, y para saborear mejor la banalidad cotidiana, el desayuno, el crepúsculo, la cafetería.» En verdad, cuando leemos cualquier narración de Sherlock Holmes, se dan de una manera especial estos elementos descritos con tanto acierto por Bernard Frank. Al leer El sabueso de los Baskerville, por ejemplo, el lector observará por sí mismo que su deseo es que se mantenga el enigma, que sigan las sorpresas en el páramo y que los extraños aullidos se prolonguen durante el mayor tiempo posible, sin importar demasiado la resolución del enigma. La vista vuelve con nostalgia al intrigante planteamiento y a la serie de acontecimientos que giran alrededor del perro fantástico.
Otro elemento no menos importante contenido en el juicio de Bernard Frank es, sin duda, el que se refiere al extraño poder de transformar y de dar interés a la banalidad cotidiana. Con Sherlock Holmes, el lector no solamente disfruta de una potente capacidad deductiva, sino que se sumerge también en la vida «normal» del detective y de su compañero Watson. En realidad, sin que uno lo advierta siquiera, resulta ya emocionante entrar simplemente en el pequeño piso del 221 bis de Baker Street, asistir a los desayunos ingleses preparados por la señora Hudson, andar por las calles londinenses y atravesar el campo británico. Cualquier detalle adquiere un interés insospechado: un bastón abandonado, unos zapatos sucios, un periódico que se abre a primeras horas de la mañana, una taza de té que nadie ha probado todavía. A este respecto, resulta curioso constatar que el proceso seguido por Alfred Hitchcock en sus 52 films guarda una estrecha relación con este fenómeno conсreto. En su última película, por ejemplo, se hace patente una pérdida de interés por lo que podríamos llamar peripecia anecdótica o trama argumental. Lo que se pone más bien de relieve es esta transformación extraordinaria de la banalidad cotidiana. Lo que se admira son estas cenas caseras impregnadas de un interés extraño, estos desayunos en la comisaría, estas charlas en una cafetería de lujo o en un bar de dudosa reputación. Lo único que hace el «frenesí» del protagonista es interesar al espectador por una cotidianidad aparentemente exenta de interés y de impulso frenético.
La cultura digital en que nos encontramos inmersos ha transformado completamente el arte de los viejos detectives. ¿Cómo es posible que, en este nuevo contexto, la figura de Sherlock Holmes siga cosechando tanto éxito e interés entre los lectores?
Desde el punto de vista de la «originalidad» actual de la obra de sir Arthur Conan Doyle, es justamente ese aspecto de la cotidianidad del personaje la que adquiere relevancia, pues las tramas y los trucos de «suspense» resultarían hoy día ingenuos o banales si son considerados como ingrediente principal. El lector actual está avezado ya a toda clase de recursos. En su momento, las genialidades de Sherlock Holmes pudieron asombrar a miles de seguidores. El proceso argumental de sus narraciones pudo parecer fascinadoramente nuevo. Sin embargo, la repetición, el plagio, la semejanza y el inevitable progreso en la creación de nuevas situaciones han hecho que hoy día la lectura de las obras de Conan Doyle no sea precisamente interesante por razón de su «originalidad» argumental.
Prescindiendo del interés que pueda tener desde el punto de vista histórico, en el sentido de ser el origen creador de todas las tramas y de todos los trucos policiacos, lo que verdaderamente sigue siendo original es la situación inimitable de la vida y de los sucesos banales del gran detective y de su compañero Watson. El sabueso de los Baskerville vuelve a ser aquí un ejemplo concluyente. Los trucos e intentos por asombrar al lector podrán parecer actualmente ingenuos en su mayor parte. Es posible que el desenlace resulte pobre e incluso decepcionante. Pero nadie puede sustraerse a la situación ambiental de la trama y a la fascinación que ejercen los personajes que en ella se mueven. Los sucesos concretos que se desarrollan en Baker Street y en el páramo poseen tal fuerza de singularidad y originalidad que bastan por sí solos para atraer la atención del lector actual.
Es este último punto también el único que puede explicar la inusitada popularidad alcanzada por Sherlock Holmes. La reproducción exacta en un museo de Londres de su casa en Baker Street, de su sillón, de su tabaquera, de su pipa, de su jeringuilla... obedece más a la fascinación del detalle que revela su carácter y su personalidad que al intento de recordar unas tramas policiacas ingeniosas y originales. Lo que se pretende es dar vida al mismo Sherlock Holmes, a su figura concreta e inimitable, al «irregular» de Baker Street. Lo que fascina es la incomunicabilidad de su persona, la singularidad de su naturaleza individual. El lector acaba por desear simplemente poder contemplar a Sherlock Holmes y a su amigo Watson, pasear por unas calles londinenses, comprar un periódico, detenerse en un café. Poco importa ya la anécdota. Lo que se ha transformado es una cotidianidad aparentemente exenta de interés y de atracción personal.
Las Aventuras
Como se señalaba al inicio, la serie que el lector tiene en sus manos incluye los siguientes títulos sobre Sherlock Holmes: Estudio enEscarlata (1887), El signo de los cuatro (1890), Las aventuras de SherlockHolmes (1892), Las memorias de Sherlock Holmes (1893) y El sabueso de los Baskerville (1902).
En primer lugar destacan Las aventuras de SherlockHolmes, consideradas por todos como lo mejor de Conan Doyle. Gilbert K. Chesterton y Ellery Queen, entre los críticos más agudos y exigentes, le han dedicado los elogios más encomiables. Según ellos, nunca se han escrito narraciones policiacas semejantes. De hecho, es en la brevedad y en la concisión donde Conan Doyle alcanza sus mayores éxitos.
Se trata de un conjunto de relatos publicado en Inglaterra, por entregas, entre julio de 1891 y junio de 1892, en la revista literaria mensual The Strand Magazine. Los únicos personajes comunes en este conjunto de relatos son el detective y su amigo Watson.
Otro punto de coincidencia es que todos están narrados en primera persona desde el punto de vista del doctor Watson. Además, en general, las historias contenidas en este volumen identifican y tratan de corregir ciertas situaciones de injusticia social. Doyle presenta a Holmes como un hombre que, junto a sus irregularidades, ofrece un nuevo y fino sentido de la justicia.
Este conjunto de aventuras fue muy bien recibido por el público y contribuyó a aumentaron notablemente las suscripciones de The Strand Magazine.
Doyle, el descubridor de un tipo humano
Al presentar pues aquí lo mejor de sir Arthur Conan Doyle, pensamos contribuir también a una revalorización actual de su obra. Sin dejarnos llevar por un intento de retorno idealista a una época ya fenecida ni por un propósito apriorístico de critica dogmática, nuestra mirada se vuelve a Sherlock Holmes contemplándole como la sorprendente muestra paradigmática de las tensiones humanas vividas en la última y penúltima modernidad. El doloroso choque entre individuo y comunidad social, todavía no solventado por ninguna teoría ni por ninguna praxis, se hace patente en su inconfundible e inimitable figura. El «irregular» de Baker Street se nos aparece como una atrayente manifestación y una rara denuncia de las irregularidades del siglo pasado. Desde el problema de la soledad personal hasta la excesiva decantación hacia el racionalismo, desde la contestación teórica y práctica de las instituciones más consagradas hasta el problema de la droga, Sherlock Holmes va perfilando una imagen humana que se va haciendo cada vez más nuestra. Ya no es la consabida «elementalidad» de sus deducciones ni la histórica originalidad de sus aventuras lo que propiamente se nos impone, sino la progresiva y casi inevitable apropiación de su figura como algo íntimo y actualísimo. Sir Arthur Conan Doyle no solo es el máximo exponente histórico del género policiaco, sino también el descubridor de un tipo humano que sintetiza las más secretas tensiones y los más vivos resortes de la modernidad.
La aventura de un caso de identidad
Querido compañero mío —dijo Sherlock Holmes estando él y yo sentados a uno y otro lado de la chimenea, en sus habitaciones de Baker Street—, la vida es infinitamente más extraña que todo cuanto la mente del hombre podría inventar. No osaríamos concebir ciertas cosas que resultan verdaderos lugares comunes de la existencia. Si nos fuera posible salir volando por esa ventana agarrados de la mano, revolotear por encima de esta gran ciudad, levantar suavemente los techos, y asomarnos a ver las cosas raras que ocurren, las coincidencias extrañas, los proyectos, los contraproyectos, los asombrosos encadenamientos de circunstancias que laboran a través de las generaciones y desembocando en los resultados más outrè, nos resultarían por demás trasnochadas e infructíferas todas las obras de ficción con sus convencionalismos y con sus conclusiones previstas de antemano.
—Pues yo no estoy convencido de ello —le contesté. Los casos que salen a la luz en los periódicos son, por regla general, bastantes sosos y bastante vulgares. En nuestros informes policíacos nos encontramos con el realismo llevado a sus últimos límites, y, a pesar de ello, el resultado, preciso es confesarlo, no es ni fascinador ni artístico.
—Se requiere cierta dosis de selección y de discreción al exhibir un efecto realista —comentó Holmes. Esto se echa de menos en los informes de la Policía, en los que es más probable ver subrayadas las vulgaridades del magistrado que los detalles que encierran para un observador la esencia vital de todo el asunto. Créame, no hay nada tan antinatural como lo vulgar.
Me sonreí, moviendo negativamente la cabeza, y dije:
—Comprendo perfectamente que usted piense de esa manera. Sin duda que, dada su posición de consejero extraoficial, que presta ayuda a todo aquel que se encuentra totalmente desconcertado, en toda la superficie de tres continentes, entra usted en contacto con todos los hechos extraordinarios y sorprendentes que ocurren. Pero aquí —y al decirlo recogí del suelo el periódico de la mañana—… Hagamos una experiencia práctica. Aquí tenemos el primer encabezamiento con que yo tropiezo: «Crueldad de un marido con su mujer.» En total, media columna de letra impresa, que yo sé, sin necesidad de leerla, que no encierra sino hechos completamente familiares para mí. Tenemos, claro está, el caso de la otra mujer, de la bebida, del empujón, del golpe, de las magulladuras, de la hermana simpática o de la patrona. Los escritores más toscos no podrían inventar nada más vulgar.
—Pues bien: el ejemplo que usted pone resulta desafortunado para su argumentación —dijo Holmes, echando mano del periódico y recorriéndolo con la mirada. Aquí se trata del caso de separación del matrimonio Dundas; precisamente yo me ocupé de poner en claro algunos detalles pequeños que tenían relación con el mismo. El marido era abstemio, no había de por medio otra mujer y la queja que se alegaba era que el marido había contraído la costumbre de terminar todas las comidas despojándose de su dentadura postiza y tirándosela a su mujer, acto que, usted convendrá conmigo, no es probable que surja en la imaginación del escritor corriente de novelas. Tome usted una pulgarada de rapé, doctor, y confiese que en el ejemplo que usted puso me he anotado yo un tanto a mi favor.
Me alargó una caja de oro viejo para el rapé, con una gran amatista en el centro de la tapa. Su magnificencia contrastaba de tal manera con las costumbres sencillas y la vida llana de Holmes, que no pude menos de comentar aquel detalle.
—Me había olvidado de que llevo varias semanas sin verle a usted —me dijo. Esto es un pequeño recuerdo del rey de Bohemia en pago de mi colaboración en el caso de los documentos de Irene Adler.
—¿Y el anillo? —le pregunté, mirando el precioso brillante que centelleaba en uno de sus dedos.
—Procede de la familia real de Holanda, pero el asunto en que yo le serví es tan extraordinariamente delicado que no puedo confiárselo ni siquiera a usted, que ha tenido la amabilidad de hacer la crónica de uno o dos de mis pequeños problemas.
—¿Y no tiene en este momento a mano ninguno? —le pregunté con interés.
—Tengo diez o doce, pero ninguno de ellos presenta rasgos que lo hagan destacar. Compréndame, son de importancia, sin ser interesantes. Precisamente he descubierto que, de ordinario, suele ser en los asuntos sin importancia donde se presenta un campo mayor de observación, propicio al rápido análisis de causa y efecto, que es lo que da su encanto a las investigaciones. Los grandes crímenes suelen ser los más sencillos, porque, cuanto más grande es el crimen, más evidente resulta, por regla general, el móvil. En estos casos de que le hablo no hay nada que ofrezca rasgo alguno de interés, con excepción de uno bastante intrincado que me ha sido enviado desde Marsella. Sin embargo, bien pudiera ser que tuviera alguna cosa mejor antes de que transcurran unos pocos minutos, porque o mucho me equivoco, o ahí llega uno de mis clientes.
Holmes se había levantado de su sillón, y estaba de pie entre las cortinas separadas, contemplando la calle londinense, tristona y de color indefinido. Mirando por encima de su hombro, pude ver yo en la acera de enfrente a una mujer voluminosa que llevaba alrededor del cuello una boa de piel tupida, y una gran pluma rizada sobre el sombrero de anchas alas, ladeado sobre la oreja según la moda coquetona «Duquesa de Devonshire». Esa mujer miraba por debajo de esta gran panoplia hacia nuestras ventanas con gesto nervioso y vacilante, mientras su cuerpo oscilaba hacia adelante y hacia atrás, y sus dedos manipulaban inquietos con los botones de su guante. Súbitamente, en un arranque parecido al del nadador que se tira desde la orilla al agua, cruzó apresuradamente la calzada, y llegó a nuestros oídos el violento resonar de la campanilla de llamada.
—Antes de ahora he presenciado yo esos síntomas —dijo Holmes, tirando al fuego su cigarrillo. El oscilar en la acera significa siempre que se trata de un affaire du coeur. Querría que la aconsejase, pero no está segura de que su asunto no sea excesivamente delicado para confiárselo a otra persona. Pues bien: hasta en esto podemos hacer distinciones. La mujer que ha sido gravemente perjudicada por un hombre ya no vacila, y el síntoma corriente suele ser la ruptura del alambre de la campanilla de llamada. En este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto amoroso, pero que la joven no se siente tan irritada como perpleja o dolida. Pero aquí se acerca ella en persona para sacarnos de dudas.
Mientras Holmes hablaba, dieron unos golpes en la puerta, y entró el botones para anunciar a la señorita Mary Sutherland, mientras la interesada dejaba ver su pequeña silueta negra detrás de aquel, a la manera de un barco mercante con todas sus velas desplegadas detrás del minúsculo bote piloto. Sherlock Holmes la acogió con la espontánea amabilidad que le distinguía. Una vez cerrada la puerta y después de indicarle con una inclinación que se sentase en un sillón, la contempló de la manera minuciosa, y sin embargo discreta, que era peculiar en él.
—¿No le parece —le dijo Holmes— que es un poco molesto para una persona corta de vista como usted el escribir tanto a máquina?
—Lo fue al principio —contestó ella—, pero ahora sé dónde están las letras sin necesidad de mirar.
De pronto, dándose cuenta de todo el alcance de sus palabras, experimentó un violento sobresalto, y alzó la vista para mirar con temor y asombro a la cara ancha y de expresión simpática.
—Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes —exclamó. De otro modo, ¿cómo podía saber eso?
—No le dé importancia —le dijo Holmes, riéndose—, porque la profesión mía consiste en saber cosas. Es posible que yo me haya entrenado en fijarme en lo que otros pasan por alto. Si no fuera así, ¿qué razón tendría usted para venir a consultarme?
—Vine a consultarle, señor, porque me habló de usted la señora Etherege, el paradero de cuyo esposo descubrió usted con tanta facilidad cuando la Policía y todo el mundo le habían dado por muerto. ¡Ay, señor Holmes, si usted pudiera hacer eso mismo para mí! No soy rica, pero dispongo de un centenar de libras al año de renta propia, además de lo poco que gano con la máquina de escribir, y daría todo ello por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel.
—¿Por qué salió a la calle con tal precipitación para consultarme? —preguntó Sherlock Holmes, juntando unas con otras las yemas de los dedos de sus manos, y con la vista fija en el techo.
También ahora pasó una mirada de sobresalto por el rostro algo inexpresivo de la señorita Mary Sutherland, y dijo esta:
—En efecto, me lancé fuera de casa, como disparada, porque me irritó el ver la tranquilidad con que lo tomaba todo el señor Windibank, es decir, mi padre. No quiso ir a la Policía, ni venir a usted, y, por último, en vista de que él no hacía nada y de que insistía en que nada se había perdido, me salí de mis casillas, me vestí de cualquier manera y vine derecha a visitarle a usted.
—¿El padre de usted? —dijo Holmes. Se referirá, seguramente, a su padrastro, puesto que los apellidos son distintos.
—Sí, es mi padrastro. Le llamo padre, aunque suena a cosa rara, porque solo me lleva cinco años y dos meses de edad.
—¿Vive la madre de usted?
—Sí; mi madre vive y está bien. No me gustó mucho, señor Holmes, cuando ella contrajo matrimonio, muy poco después de morir papá, y lo contrajo con un hombre casi quince años más joven que ella. Mi padre era fontanero en la Tottenham Court Road, y dejó al morir un establecimiento próspero, que mi madre llevó adelante con el capataz, señor Hardy; pero, al presentarse el señor Windibank, lo vendió, porque este se consideraba muy por encima de aquello, pues era viajante en vinos. Les pagaron por el traspaso e intereses cuatro mil setecientas libras, mucho menos de lo que papá habría conseguido, de haber vivido.
Yo creía que Sherlock Holmes daría muestras de impaciencia ante aquel relato, inconexo e inconsecuente; pero, por el contrario, lo escuchaba con atención reconcentrada.
—¿Proviene del negocio la pequeña renta que usted disfruta? —preguntó Holmes.
—De ninguna manera, señor; se trata de algo en absoluto independiente, y que me fue legado por mi tío Ned, de Auckland. El dinero está colocado en valores de Nueva Zelanda, al cuatro y medio por ciento. El capital asciende a dos mil quinientas libras, pero solo puedo cobrar los intereses.
—Lo que usted me dice me resulta en extremo interesante —le dijo Holmes. Disponiendo de una suma tan importante como son cien libras al año, además de lo que usted misma gana, viajará usted, sin duda, un poco y se concederá toda clase de caprichos. En mi opinión, una mujer soltera puede vivir muy decentemente con un ingreso de sesenta libras.
—Yo podría hacerlo con una cantidad muy inferior a esa, señor Holmes; pero ya comprenderá que, mientras viva en casa, no deseo ser una carga para ellos, y son ellos quienes invierten el dinero mío. Naturalmente, eso ocurre solo por ahora. El señor Windibank es quien cobra todos los trimestres mis intereses, él se los entrega a mi madre y yo me las arreglo muy bien con lo que gano escribiendo a máquina. Me pagan dos peniques por hoja, y hay muchos días en que escribo de quince a veinte hojas.
—Me ha expuesto usted su situación con toda claridad —le dijo Holmes. Este señor es mi amigo el doctor Watson y puede usted hablar en su presencia con la misma franqueza que delante de mí. Tenga, pues, la bondad de contarnos todo lo que haya referente a sus relaciones con el señor Hosmer Angel.
La cara de la señorita Sutherland se cubrió de rubor, y sus dedos empezaron a pellizcar nerviosamente la orla de su chaqueta.
—Lo conocí en el baile de los gasistas —nos dijo. Acostumbraban a enviar entradas a mi padre en vida de este y siguieron acordándose de nosotros, enviándoselas a mi madre. El señor Windibank no quiso ir, nunca quería ir con nosotras a ninguna parte. Bastaba para sacarlo de sus casillas que yo manifestase deseos de ir, aunque solo fuese a una fiesta de escuela dominical. Sin embargo, en aquella ocasión me empeñé en ir, y dije que iría porque, ¿qué derecho tenía él a impedírmelo? Afirmó que la gente que acudiría no era como para que nosotros alternásemos con ella, siendo así que se hallarían presentes todos los amigos de mi padre. Aseguró también que yo no tenía vestido decente, aunque disponía del de terciopelo color púrpura, que ni siquiera había sacado hasta entonces del cajón. Finalmente, viendo que no se salía con la suya, marchó a Francia para negocios de su firma, y nosotras, mi madre y yo, fuimos al baile, acompañadas del señor Hardy, el que había sido nuestro encargado, y allí me presentaron al señor Hosmer Angel.
—Me imagino —dijo Holmes— que, cuando el señor Windibank regresó de Francia, se molestó muchísimo porque ustedes hubiesen ido al baile.
—Pues verá usted; lo tomó muy a bien. Recuerdo que se echó a reír, se encogió de hombros y afirmó que era inútil negarle nada a una mujer, porque esta se salía siempre con la suya.
—Comprendo. De modo que en el baile de los gasistas conoció usted a un caballero llamado Hosmer Angel.
—Sí, señor. Lo conocí esa noche, y al día siguiente nos visitó para preguntar si habíamos regresado bien a casa. Después de eso nos entrevistamos con él; es decir, señor Holmes, me entrevisté yo con él dos veces, en que salimos de paseo; pero mi padre regresó a casa, y el señor Hosmer Angel ya no pudo venir de visita a ella.
—¿No?
—Verá usted, mi padre no quiso ni oír hablar de semejante cosa. No le gustaba recibir visitas, si podía evitarlas, y acostumbraba a decir que la mujer debería ser feliz dentro de su propio círculo familiar. Pero, como yo le decía a mi madre, la mujer necesita empezar por crearse su propio círculo, cosa que yo no había conseguido todavía.
—¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo intento alguno para verse con usted?
—Pues verá: mi padre iba a marcharse a Francia otra una semana más tarde, y Hosmer me escribió diciendo que sería mejor y más seguro que no nos viésemos hasta que hubiese emprendido viaje. Mientras tanto, podíamos escribirnos y él lo hacía diariamente. Yo recibía las cartas por la mañana, de modo que no había necesidad de mi padre se enterase.
—¿Estaba usted ya entonces comprometida a casarse ese caballero?
—Claro que sí, señor Holmes. Nos prometimos después primer paseo que dimos juntos. Hosmer, el señor Angel, era cajero de unas oficinas de Leadenhall Street, y…
—¿En qué oficinas?
—Eso es lo peor del caso, señor Holmes, que lo ignoro.
—¿Dónde residía en aquel entonces?
—Dormía en el mismo local de las oficinas.
—¿Y no tiene usted su dirección?
—No, fuera de que estaban en Leadenhall Street.
—¿Y adónde, pues, le dirigía usted sus cartas?
—A la oficina de Correos de Leadenhall, para ser retiradas personalmente. Me dijo que si se las enviaba a las oficinas, los demás escribientes lo embromarían por recibir cartas de una dama; me brindé, pues, a escribírselas a máquina, igual que hacía él con las suyas, pero no quiso aceptarlo, afirmando que cuando eran de mi puño y letra le producían, en efecto, la impresión de que procedían de mí, pero que si se las escribía a máquina daban la sensación de que esta se interponía entre él y yo. Por este detalle podrá usted ver, señor Holmes, cuánto me quería, y en qué insignificancia se fijaba.
—Sí, eso fue muy sugestivo —dijo Holmes. Desde hace mucho tiempo tengo yo por axioma el de que las cosas pequeñas son infinitamente las más importantes. ¿No recuerda usted algunas otras pequeñeces referentes al señor Hosmer Angel?
—Era un hombre muy vergonzoso, señor Holmes. Prefería pasearse conmigo ya oscurecido, y no durante el día, afirmando que le repugnaba que se fijasen en él. Sí; era muy retraído y muy caballeroso. Hasta su voz tenía un timbre muy meloso. Siendo joven sufrió, según me dijo, de anginas e hinchazón de las glándulas, y desde entonces le quedó la garganta débil y una manera de hablar vacilante y como si se expresara cuchicheando. Vestía siempre muy bien, con mucha pulcritud y sencillez, pero padecía, lo mismo que yo, debilidad de la vista, y usaba cristales de color para defenderse de la luz.
—¿Y qué ocurrió cuando retornó a Francia su padrastro, el señor Windibank?
—El señor Hosmer Angel volvió de visita a nuestra casa, y propuso que nos casásemos antes del regreso de mi padre. Tenía una prisa terrible, y me hizo jurar, con las manos sobre los Evangelios, que, ocurriese lo que ocurriese, le sería siempre fiel. Mi madre dijo que tenía razón en pedirme ese juramento, y que con ello demostraba la pasión que sentía por mí. Mi madre se puso desde el primer momento de su parte, y mostraba por él mayor simpatía aún que yo. Pero cuando empezaron a hablar de celebrar la boda aquella misma semana, empecé yo a preguntar qué le parecería a mi padre; pero los dos me dijeron que no me preocupase de él, que ya se lo diríamos después, y mi madre afirmó que ella lo conformaría. Señor Holmes, eso no me gustó del todo. Me producía un efecto raro tener que solicitar su autorización, siendo como era muy poco más viejo que yo; pero no quise hacer nada a escondidas, y escribí a mi padre a Burdeos, donde la compañía en que trabaja tiene sus oficinas en Francia, pero la carta me llegó devuelta la misma mañana de la boda.
—No coincidió con él, ¿verdad?
—No, porque se había puesto en camino para Inglaterra poco antes de que llegase.
—¡Mala suerte! De modo que su boda quedó fijada para el viernes. ¿Iba a celebrarse en la iglesia?
—Sí, señor, pero muy privadamente. Iba a celebrarse en St. Saviour, cerca de King’s Cross, y después de la ceremonia nos íbamos a desayunar en el St. Pancras Hotel. Hosmer vino a buscarnos en un Hansom, pero como nosotras éramos solo dos, nos metió en el mismo coche, y él tomó otro de cuatro ruedas, porque era el único que había en la calle. Nosotras fuimos las primeras en llegar a la iglesia, y cuando lo hizo el coche de cuatro ruedas esperábamos que Hosmer se apease del mismo; pero no se apeó, y cuando el cochero bajó del pescante y miró al interior, ¡allí no había nadie! El cochero manifestó que no acertaba a imaginarse qué había podido hacerse del viajero, porque lo había visto con sus propios ojos subir al coche. Eso ocurrió el viernes pasado, señor Holmes, y desde entonces no he tenido ninguna noticia que pueda arrojar luz sobre su paradero.
—Me parece que se ha portado con ustedes de una manera vergonzosa —dijo Holmes.
—¡Oh, no señor! Era un hombre demasiado bueno y cariñoso para abandonarme de ese modo. Durante toda la mañana no hizo otra cosa que insistir en que, ocurriese lo que ocurriese, tenía yo que seguir siéndole fiel; que aunque algo imprevisto nos separase al uno del otro, tenía yo que acordarme siempre de que me había comprometido a él, y que más pronto o más tarde se presentaría a exigirme el cumplimiento de mi promesa. Eran palabras que resultaban extrañas para dichas en la mañana de una boda, pero adquieren sentido por lo que ha ocurrido después.
—Lo adquieren, con toda evidencia. Según eso, ¿usted está en la creencia de que le ha ocurrido alguna catástrofe imprevista?
—Sí, señor. Creo que él previó algún peligro, pues de lo contrario no habría hablado como habló. Y pienso, además, que ocurrió lo que él había previsto.
—¿Y no tiene usted idea alguna de qué pudo ser?
—Absolutamente ninguna.
—Otra pregunta más: ¿Cuál fue la actitud de su madre en el asunto?
—Se puso furiosa, y me dijo que yo no debía volver a hablar jamás de lo ocurrido.
—¿Y su padre? ¿Se lo contó usted?
—Sí, y pareció pensar, al igual que yo, que algo le había sucedido a Hosmer, y que yo volvería a tener noticias de él. Porque, me decía, ¿qué interés podía tener nadie en llevarme hasta las puertas de la iglesia y abandonarme allí? Si él me hubiese pedido dinero prestado, o si, después de casarse conmigo, hubiese conseguido poner mi capital a nombre suyo, pudiera haber una razón; pero Hosmer no quería depender de nadie en cuestión de dinero, y nunca quiso aceptar ni un solo chelín mío. ¿Qué podía, pues, haber ocurrido? ¿Y por qué no puede escribir? Solo de pensarlo me pongo medio loca. Y no puedo pegar ojo en toda la noche.
Sacó de su manguito un pañuelo y empezó a verter en él sus profundos sollozos. Sherlock Holmes le dijo, levantándose:
—Examinaré el caso en interés de usted, y no dudo de que llegaremos a resultados concretos. Descargue desde ahora sobre mí el peso de este asunto, y desentienda por completo su pensamiento del mismo. Y sobre todo, procure que el señor Hosmer Angel se desvanezca de su memoria, de la misma manera que él se ha desvanecido de su vida.
—¿Cree usted entonces que ya no volveré a verle más?
—Me temo que no.
—¿Qué le ha ocurrido entonces?
—Deje a mi cargo esa cuestión. Desearía poseer una descripción exacta de esa persona, y cuantas cartas del mismo pueda usted entregarme.
—El sábado pasado puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle —dijo la joven. Aquí tiene el texto, y aquí tiene también cuatro cartas suyas.
—Gracias. ¿La dirección de usted?
—Lyon Place, número treinta y uno. Camberwell.
—Por lo que he podido entender, el señor Angel no le dio nunca su dirección. ¿Dónde trabaja el padre de usted?
—Es viajante de Westhouse and Marbank, los grandes importadores de clarete, de Fenchurch Street.
—Gracias. Me ha expuesto usted su problema con gran claridad. Deje aquí los documentos, y acuérdese del consejo que le he dado. Considere todo el incidente como un libro cerrado, y no permita que ejerza influencia sobre su vida.
—Es usted muy amable, señor Holmes, pero yo no puedo hacer eso. Permaneceré fiel al señor Hosmer. Me hallará dispuesta cuando él vuelva.
A pesar de lo absurdo del sombrero y de su cara inexpresiva, tenía algo de noble, que imponía respeto, la fe sencilla de nuestra visitante. Depositó encima de la mesa su pequeño lío de papeles, y siguió su camino con la promesa de presentarse siempre que la llamase el señor Holmes.
Sherlock Holmes permaneció silencioso durante algunos minutos con la yema de los dedos juntas, las piernas extendidas hacia adelante y la mirada dirigida hacia el techo. Cogió luego la vieja y aceitosa pipa de arcilla, que era para él como su consejera, y una vez encendida, se recostó en la silla, lanzando de sí en espirales las guirnaldas de una nube espesa de humo azul, con una expresión de languidez infinita en su cara.
—Esta moza constituye un estudio muy interesante —comentó. Ella me ha resultado más interesante que su pequeño problema, el cual, dicho sea de paso, es bastante trillado. Si usted consulta mi índice, hallará casos paralelos: en Andover, el año setenta y siete, y algo que se le parece ocurrió también en La Haya el año pasado. Sin embargo, por vieja que sea la idea, contiene uno o dos detalles que me han resultado nuevos. Pero la persona de la moza fue sumamente aleccionadora.
—Me pareció que observaba usted en ella muchas cosas que eran completamente invisibles para mí —le hice notar.
—Invisibles no, Watson, sino inobservadas. Usted no supo dónde mirar, y por eso se le pasó por alto lo importante. No consigo convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugeridoras que son las uñas de los pulgares, de los problemas cuya solución depende de un cordón de los zapatos. Veamos. ¿Qué dedujo usted del aspecto exterior de esa mujer? Descríbamelo.
—Llevaba un sombrero de paja, de alas anchas y de color pizarra, con una pluma de color rojo ladrillo. Su chaqueta era negra, adornada con abalorios negros con una orla de pequeñas cuentas de azabache. El vestido era de color castaño, algo más oscuro que el café, con una pequeña tira de felpa púrpura en el cuello y en las mangas. Sus guantes tiraban a grises, completamente desgastados en el dedo índice de la mano derecha. No me fijé en sus botas. Ella es pequeña, redonda, con aretes de oro en las orejas y un aspecto general de persona que vive bastante bien, pero de una manera vulgar, cómoda y sin preocupaciones.
Sherlock Holmes palmeó suavemente con ambas manos y se rio por lo bajo.
—Por vida mía, Watson, que está usted haciendo progresos. Lo ha hecho usted pero que muy bien. Es cierto que se le ha pasado por alto todo cuanto tenía importancia, pero ha dado usted con el método y posee una visión rápida del color. Nunca se confíe a impresiones generales, muchacho, concéntrese en los detalles. Lo primero que yo miro son las mangas de una mujer. En el hombre tiene quizá mayor importancia la rodillera del pantalón. Según ha podido usted advertir, esta mujer lucía felpa en las mangas, y la felpa es un material muy útil para descubrir rastros. La doble línea, un poco más arriba de la muñeca, en el sitio donde la mecanógrafa hace presión contra la mesa, estaba perfectamente marcada. Las máquinas de coser movidas a mano dejan una señal similar, pero solo sobre el brazo izquierdo y en la parte más delgada del dedo pulgar, en vez de marcarla cruzando la parte más ancha, como la tenía esta. Luego miré a su cara, y descubrí en ambos lados de su nariz la señal de unas gafas de pinza, todo lo cual me permitió aventurar mi observación sobre la cortedad de vista y la escritura, lo que pareció sorprender a la joven.
—También me sorprendió a mí.
—Sin embargo, era cosa que estaba a la vista. Me sorprendió mucho, después de eso, y me interesó, al mirar hacia abajo, el observar que, a pesar de que las botas que llevaba no eran de distinto número, sí que eran desparejadas, porque una tenía la puntera con ligeros adornos, mientras que la otra era lisa. La una tenía abrochados únicamente los dos botones de abajo (eran cinco), y la otra los botones primero, tercero y quinto. Pues bien: cuando una señorita joven, correctamente vestida en todo lo demás, ha salido de su casa con las botas desparejadas y a medio abrochar, no significa gran cosa deducir que salió con mucha precipitación.
—¿Y qué más? —le pregunté vivamente interesado, como siempre me ocurría, con los incisivos razonamientos de mi amigo.
—Advertí, de pasada, que había escrito una carta antes de salir de casa, pero cuando estaba ya completamente vestida. Usted se fijó en que el dedo índice de la mano derecha de su guante estaba roto, pero no se fijó, por lo visto, en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta violeta. Había escrito con mucha prisa, y había metido demasiado la pluma en el tintero. Eso debió de ocurrir esta mañana, pues de lo contrario la mancha de tinta no estaría fresca en el dedo. Todo esto resulta divertido, aunque sea elemental, Watson; pero es preciso que vuelva al asunto. ¿Tiene usted inconveniente en leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio?
Puse de manera que le diese la luz al pequeño anuncio impreso, que decía:
«Desaparecido la mañana del día 14 un caballero llamado Hosmer Angel. Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas; de fuerte conformación, cutis cetrino, pelo negro, una pequeña calva en el centro, hirsuto, con largas patillas y bigote; usa gafas con cristales de color y habla con alguna dificultad. La última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda, chaleco negro, albertina de oro y pantalón gris de paño Harris, con botines oscuros sobre botas de elástico. Se sabe que estaba empleado en una oficina de la calle Leandenhall Street. Cualquiera que proporcione, etc.»
—Con eso basta —dijo Holmes. Por lo que hace a las cartas —dijo pasándoles la vista por encima— son de lo más vulgar. No existe en ellas pista alguna que nos conduzca al señor Angel, salvo la de que cita una vez a Balzac. Sin embargo, hay un detalle notable, y que no dudo le sorprenderá a usted.
—Que están escritas a máquina —hice notar yo.
—No solo eso, sino que incluso lo está la firma. Fíjese en la pequeña y limpia inscripción de Hosmer Angel que hay al pie. Tenemos, como usted ve, una fecha, pero no la dirección completa, fuera de lo de Leadenhall Street, lo cual es bastante vago. Este detalle de la firma es muy sugeridor; a decir verdad, pudiéramos calificarlo de probatorio.
—¿Y qué prueba?
—¿Es posible, querido compañero, que no advierta usted la marcada dirección que da al caso?
—Mentiría si dijese que la veo, como no sea la de que lo hacía para poder negar su firma en el caso de que fuera demandado, por ruptura de compromiso matrimonial.
—No, no se trata de eso. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que nos sacarán de dudas a ese respecto. La una para cierta firma comercial de la City y la otra al padrastro de esta señorita, el señor Windibank, en la que le pediré que venga a vernos aquí mañana a las seis de la tarde. Es igual que tratemos el caso con los parientes varones. Y ahora, doctor, nada podemos hacer hasta que nos lleguen las contestaciones a estas dos cartas, de modo que podemos dejar el asuntillo en el estante mientras tanto.
Tantas razones tenía yo por entonces de creer en la sutil capacidad de razonamiento de mi amigo, y en su extraordinaria energía para la acción, que experimenté el convencimiento de que debía tener alguna base sólida para tratar de manera tan segura y desenvuelta el extraño misterio cuyo sondeo le habían encomendado. Tan solo en una ocasión le había visto fracasar, a saber: en la de la fotografía de Irene Adler y del rey de Bohemia; pero al repasar en mi memoria el tan misterioso asunto del «Signo de los Cuatro» y las circunstancias extraordinarias que rodearon al «Estudio en escarlata» tuve el convencimiento de que tendría que ser muy enrevesada la maraña que él no fuese capaz de desenredar.
Me marché y lo dejé dando bocanadas a su pipa de arcilla, convencido de que, cuando yo volviese por allí al día siguiente por la tarde, me encontraría con que Holmes tenía en sus manos todas las pistas que le conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary Sutherland.
Ocupaba por aquel entonces toda mi atención un caso profesional de extrema gravedad, y estuve durante todo el día siguiente atareado junto al lecho del enfermo. No quedé libre hasta que ya iban a dar las seis, y entonces salté a un coche Hansom y me hice llevar a Baker Street, medio asustado ante la posibilidad de llegar demasiado tarde para asistir al denouément del pequeño misterio. Sin embargo, me encontré a Sherlock Holmes sin compañía, medio dormido y con su cuerpo largo y delgado hecho un ovillo en las profundidades de su sillón. Un formidable despliegue de botellas y tubos de ensayo, y el inconfundible y acre olor del ácido clorhídrico, me dijeron que se había pasado el día dedicado a las manipulaciones químicas a que era tan aficionado.
—Qué, ¿lo resolvió usted? —le pregunté al entrar.
—Sí. Era el bisulfato de barita.
—¡No, no! ¡El misterio! —le grité.
—¡Oh, eso! Creí que se refería a la sal que había estado manipulando. Como le dije ayer, en este asunto no hubo nunca misterio alguno, aunque sí algunos detalles de interés. El único inconveniente con que nos encontramos es el de que, según parece, no existe ley alguna que permita castigar al granuja este.
—¿Y quién era el granuja, y qué se propuso con abandonar a la señorita Sutherland?
No había apenas salido de mi boca la pregunta, y aún no había abierto Holmes los labios para contestar, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos golpecitos a la puerta.
—Ahí tenemos al padrastro de la joven, el señor Windibank —dijo Holmes. Me escribió diciéndome que estaría aquí a las seis… ¡Adelante!
El hombre que entró era corpulento y de estatura mediana, de unos treinta años de edad, completamente rasurado, de cutis cetrino, de maneras melosas e insinuantes y con un par de ojos asombrosamente agudos y penetrantes. Disparó hacia cada uno de nosotros dos una mirada interrogadora, puso su brillante sombrero de copa encima del armario, y después de una leve inclinación de cabeza, se sentó en la silla que tenía más cerca, a su lado mismo.
—Buenas tardes, señor James Windibank —le dijo Holmes. Creo que es usted quien me ha enviado esta carta escrita a máquina, citándose conmigo a las seis, ¿no es cierto?