Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano - Andrea Laurence - E-Book

Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano E-Book

Andrea Laurence

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Beschreibung

Las cartas sobre la mesa Andrea Laurence Habían pasado tres años desde que Annie Baracas había abandonado a su marido, Nathan Reed, propietario de un casino en Las Vegas, y él todavía no había firmado los papeles del divorcio. Por eso, cuando Nate al fin le ofreció la libertad, Annie aceptó sus condiciones. Aunque eso implicara actuar como su esposa durante una semana y ayudarle a capturar a un ladrón. Suyo por un fin de semana Tanya Michaels Piper Jamieson necesitaba un hombre que se hiciera pasar por su novio durante una reunión familiar y no tenía ningún candidato excepto a su mejor amigo, el sexy Josh Weber. Y, como no había nada entre ellos, no supondría ningún problema. Josh no podía dejar de pensar en su mejor amiga... y en que ahora tenía tres noches para hacerla cambiar de opinión. Un auténtico texano Mary Lynn Baxter Grant Wilcox estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería, y lo que ahora deseaba era a Kelly Baker, la bella desconocida recién llegada a la ciudad. Y tuvo la suerte de que aquella hermosa mujer fuera, además de preciosa, una excelente abogada capaz de sacar de una situación complicada a un buen empresario como él.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 455 - noviembre 2020

 

© 2014 Andrea Laurence

Las cartas sobre la mesa

Título original: Back in Her Husband’s Bed

 

© 2004 Tanya Michna

Suyo por un fin de semana

Título original: Hers for the Weekend

 

© 2006 Mary Lynn Baxter

Un auténtico texano

Título original: Totally Texan

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014, 2004 y 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-933-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Las cartas sobre la mesa

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Epílogo

Suyo por un fin de semana

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Un auténtico texano

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Señor Reed, nuestras cámaras han localizado a la Barracuda en la mesa tres, junto a las máquinas tragaperras.

Nate sonrió. Annie había caído en su trampa. No había podido resistirse a acudir al gran campeonato, aunque eso significara regresar a la escena del crimen. Como propietario y director del Casino Desert Sapphire, había ordenado a su equipo de seguridad que lo avisara en cuanto ella estuviera allí.

–Está jugando con el señor Nakimori y el señor Kline –informó Gabriel Hansen, su jefe de seguridad, después de escuchar lo que le decían por el auricular que lo conectaba con los agentes de planta.

–Típico de ella –dijo Nate, y se dispuso a bajar a las mesas. El empresario japonés y el viejo magnate del petróleo texano iban a perder toda su fortuna si no se la llevaba pronto. Por algo la llamaban la Barracuda.

–¿Quieres que te acompañe? –preguntó Gabe.

Nate suspiró. Además de su jefe de seguridad, Gabe era uno de sus mejores amigos y sabía que no tenía a Annie en muy alta estima después de lo que le había hecho.

–No, me ocuparé yo solo.

Colocándose la corbata, Nate tomó el ascensor y bajó los veinticinco pisos que separaban su suite del vestíbulo principal del casino.

Después de tantos años, al fin iba a poder vengarse de ella. Sin embargo, no era capaz de sentir toda la excitación que había anticipado. Tenía la boca seca y el pulso acelerado. ¿Cómo era posible que él, Nathan Reed, uno de los más exitosos empresarios de Las Vegas, estuviera nervioso por una mujer? La verdad era que Annie siempre había sido su debilidad.

Desde la puerta, la vio enseguida. Estaba sentada de espaldas a él, con las piernas cruzadas y el largo pelo negro cayéndole por los hombros. A su lado, el señor Nakimori se echó hacia atrás en la silla, tirando las cartas sobre la mesa con disgusto.

Cuando Nate se detuvo detrás de ella y le posó una mano en el hombro, Annie ni se inmutó. Había estado esperando su llegada.

–Caballeros –saludó Nate, sonriendo a los demás jugadores–. Me alegro de tenerlos de vuelta en el Shappire. ¿Va todo bien?

Jackson esbozó una amplia sonrisa.

–Iba bien, hasta que se presentó esta preciosidad.

–Entonces, estoy seguro de que nos les importará que les prive de su compañía –repuso Nate con una sonrisa.

–Estamos en medio de una partida.

Eran las primeras palabras que ella le dirigía desde que se había ido. No le había saludado. Lo único que se le ocurría era quejarse porque estaba interrumpiendo la partida, pensó él.

Inclinándose, Nate acercó los labios a su suave oreja. Olía a champú de jazmín, un aroma que le recordaba a su delicioso sabor entre las sábanas. Sin embargo, no iba a dejarse engatusar nunca más por ella.

–Tenemos que hablar. Deja la partida –ordenó él con tono tajante.

–Bueno, caballeros, supongo que he terminado –dijo ella con un suspiro. Dejó sus cartas en la mesa y se quitó la mano de Nate del hombro antes de levantarse.

–Buenas tardes –respondieron los otros dos hombres. Ambos parecían aliviados de prescindir de su presencia.

Annie agarró su bolso rojo de cuero y se dirigió a la salida. Enseguida, Nate la alcanzó y la agarró con firmeza del codo, guiándola al ascensor.

–Quítame las manos de encima –le espetó ella con la mandíbula apretada, intentando sin éxito zafarse.

–Nada de eso –respondió él con una sonrisa–. Los dos sabemos lo que pasó la última vez que hice eso. Si lo prefieres, puedo hacer que un agente de seguridad te escolte arriba.

Annie se detuvo de golpe y se giró hacia él.

–No te atreverás.

Cielos, era muy hermosa, pensó Nate, sintiendo que, de nuevo, lo invadía el deseo al estar con ella. Aunque le irritaba que su cuerpo siguiera reaccionando de esa manera al verla, a pesar de todo lo que le había hecho.

–¿Cómo que no? –replicó él. Annie no lo conocía en absoluto. Inclinó la cabeza hasta estar a unos milímetros de su cara–. ¿Quieres verlo? –le retó, agarrándola con más fuerza.

Annie no dijo nada. Se limitó a dejar de resistirse. Y él no la soltó hasta entrar en su suite.

Furiosa, se fue directa al despacho y se dejó caer sobre el sofá de cuero.

–¿Qué pasa? –preguntó ella–. Por hacerme subir aquí, he perdido una partida de cinco mil dólares. ¿Qué diablos quieres?

Nate se apoyó en el gran escritorio de caoba que había pertenecido a su abuelo y se cruzó de brazos.

–Tengo una propuesta para ti, Barbara Ann.

Annie arqueó una ceja con desconfianza.

–No tienes nada que yo pueda querer, Nathan. Si no, mi abogado ya te lo habría pedido.

–Eso no es cierto. Puedo darte lo que llevas esperando desde hace tres años: el divorcio.

–Tu abogado y tú habéis estado obstaculizando el proceso durante años –observó ella, intentando adivinar cuál era su juego–. Me has costado una fortuna en abogados. ¿Y ahora quieres entregármelo con un lazo?

–No exactamente –contestó él con una sonrisa, mientras se servía un vaso de whisky. No tenía ninguna prisa por saciar su curiosidad, después de los tres años que ella le había hecho esperar–. ¿Te sirvo una copa? –ofreció, más por educación que por deseo de agradar.

–Ya sabes que no bebo.

Nate se puso rígido. Lo había olvidado. Annie odiaba que el alcohol le hiciera perder el control. Era sorprendente cómo se olvidaban las cosas con el tiempo. ¿Qué más habría olvidado?

–¿Un refresco? ¿Agua?

–No, estoy bien, gracias.

–De acuerdo –dijo él, sirviéndose un par de cubitos de hielo. Con calma, le dio un largo trago a su whisky, con la esperanza de que le ayudara a adormecer el deseo que sentía por ella.

Annie tenía algo que siempre le había excitado. No era solo su exótica belleza, ni su aguda inteligencia. Todavía podía sentir el contacto de su cabello sedoso y negro en el pecho cuando habían hecho el amor. O el musical sonido de su risa. Todo junto formaba un cóctel embriagador. Y, solo con tenerla cerca, la sangre le bullía.

Entonces, Nate se recordó a sí mismo que lo que ella quería era el divorcio. Y que lo había abandonado en medio de la noche sin explicación ninguna.

Al menos, Annie se había molestado en pedir el divorcio ante los tribunales. Su madre, por el contrario, se había ido sin más, hundiendo a su padre en una espiral de depresión que había estado a punto de destruir el negocio familiar. Pero él era más fuerte que su padre, se dijo. Había reconstruido su hotel, el Desert Sapphire, y lo había llevado a la cima de la industria turística del lugar. No era la clase de hombre que se dejaba hundir por una mujer.

Aunque fuera una mujer tan increíble como Annie.

Ella lo observó con desconfianza desde el sofá.

–Sé que no puedes haber cambiado de opinión de golpe. Dime, ¿qué está pasando?

Tenía razón. Nate no había cambiado de idea y seguía molestándole darle a Annie lo que quería, pero el campeonato era más importante. La organización que patrocinaba el torneo de póquer más prestigioso del mundo había mantenido durante años una sociedad con otro casino. Para hacer que ese año firmaran con el Desert Sapphire, él había tenido que hacerles algunas promesas irresistibles. Y necesitaba que Annie le ayudara a cumplirlas.

–Estoy trabajando en un proyecto relacionado con el campeonato y tengo un trabajo perfecto para ti –señaló él, e hizo una pausa para dar un trago–. Si firmo los papeles y te doy el divorcio, me ayudarás.

–No lo entiendo. ¿En qué voy a…?

–Estoy seguro de que has oído hablar de que el gran torneo de póquer es un nido de tramposos –le interrumpió él–. Y la reputación de los organizadores está en jaque a causa de ello.

–Siempre hay rumores de trampas –repuso ella con un suspiro–. Pero nunca se ha demostrado nada importante. El puñado de tramposos que pillan roba una cantidad de dinero insignificante comparada con lo que se mueve en esa clase de eventos. ¿Qué tiene eso de especial?

–Hospedar el torneo es un gran reto para mi hotel. Como bien sabes, se ha celebrado en Tangiers durante los últimos veinte años. Para convencer a los organizadores de que apostaran por nosotros, he tenido que ofrecerles garantías de que cualquier persona que haga trampas será detenida y procesada, para que sirva de ejemplo.

–¿Y por qué estás tan seguro de que puedes hacer mejor el trabajo que Tangiers?

–Porque tengo uno de los mejores equipos de seguridad del negocio y los empleados más cualificados. Vamos más allá de las medidas habituales que usan la mayoría de los casinos.

–De todas maneras, no creo que sirva para mucho. No me parece posible impedir que la gente haga trampas.

–Este hotel estaba al borde de la quiebra cuando yo tomé el mando. Antes de eso, mi padre no se encontraba bien y la gente se aprovechó de ello. Nuestro mayor problema eran los timadores que estafaban al casino, sobre todo nuestros propios empleados. Yo invertí en la tecnología más puntera para impedirlo y, durante los últimos cinco años, nuestras pérdidas por trampas han bajado un ochenta por ciento.

–¿Entonces para qué me necesitas? –preguntó Annie, cruzándose de brazos.

Nate se quedó embobado mirando cómo los pechos de ella se apretaban bajo sus brazos. Sus suaves y femeninas curvas eran únicas para incendiar su deseo.

–Porque sospecho que está en marcha una operación a gran escala, con caras nuevas y sin antecedentes. Pero tenemos que pillarlos. Si tenemos éxito, los organizadores me han garantizado un contrato de diez años con nuestro casino. Eso es algo con lo que mi abuelo ni habría soñado.

–¿Y qué? ¿Crees que sé quiénes están implicados?

–Creo que puedes tener tus sospechas –adivinó él–. Llevas varios años dentro de la comunidad de jugadores profesionales y debes de haber oído rumores –añadió, y la miró a los ojos–. También creo que puedes desenmascararlos, si tienes la… motivación adecuada.

 

 

Annie se levantó de un salto del sofá, nerviosa.

–No soy una chivata –se defendió. No pensaba arruinar su reputación delatando a sus colegas. Ni por el divorcio, ni por los encantos de un hombre tan guapo como Nate. El honor era lo primero en su profesión.

–Si lo hacemos bien, nadie tiene por qué saber que tú eres el topo.

–¿Cómo? Hay cámaras por todas partes. Lo más probable es que los estafadores cuenten con la ayuda de alguien de dentro, incluso con alguien de tu equipo de seguridad. ¿Acaso crees que no se darán cuenta de que comparto información contigo?

–No tienen por qué saberlo.

Nate no le había revelado todo su plan. Annie era experta en póquer, pero él era un maestro del ajedrez y estaba tres movimientos por delante. Y ella odiaba que la manipularan.

–Explícamelo.

–No hay cámaras aquí dentro –señaló con una sonrisa.

Annie miró a su alrededor en el despacho y hacia el pasillo que daba a su suite. De veras esperaba que no hubiera cámaras, pues si no, alguien se habría puesto las botas con su noche de bodas.

–¿Y no les parecerá sospechoso que esté contigo en tu suite? Es un poco raro que me vea a solas con el director del casino, ¿no crees?

–¿Qué tiene de raro que pases tiempo con tu marido?

Annie se quedó helada. Deseaba con toda el alma que nadie supiera el error que había cometido al casarse con él. Su matrimonio había sido un secreto que solo había compartido con su hermana, Tessa, y su madre. Además, había terminado tan rápido que no había tenido tiempo de contárselo a nadie más.

–¿No crees que les puede parecer extraño que, de pronto, anunciemos que estamos casados? ¿Cómo vamos a explicar que hayamos vuelto juntos después de tres años?

–Les diremos la verdad –repuso él, encogiéndose de hombros–. Nos casamos hace tres años. No funcionó. Nos separamos. Tú volviste para el torneo y nos reconciliamos.

–Pero esa no es la verdad.

–Todas las mentiras tienen su parte de verdad –apuntó él–. Y no les daremos razón para dudar de nosotros –añadió con una amplia y seductora sonrisa.

¿A qué se refería con eso?, se preguntó ella, asustada.

–¿Es que… esperas que… nosotros…? –balbució Annie con la piel de gallina. De forma instintiva, se cruzó de brazos para protegerse.

–No –contestó él, riendo–. Solo será una farsa. Tendrás que quedarte conmigo en la suite. Comeremos juntos en público, nos mostraremos afectuosos. Incluso puede que tengas que aguantar algún beso. Así, nadie sospechará lo que nos traemos entre manos.

Annie se sonrojó al instante, como una adolescente. No era común en ella, pues había aprendido a camuflar sus sentimientos, algo que la había convertido en una excelente jugadora de póquer. Por alguna razón, Nate era la única persona capaz de traspasar su armadura de acero.

Al pensar en sus besos, recordó cómo solía darle vueltas la cabeza al estar entre sus brazos. Esos besos habían sido lo que la había convencido para que se casara con él. Por eso, no eran buena idea.

En realidad, era todo una idea muy mala. Espiar a sus colegas, fingir que estaba enamorada de Nate… Era jugar con fuego. No sería un peón en la partida de ajedrez de su examante.

–¿Y si me niego?

Annie observó cómo su marido le daba un largo trago a su vaso y se cruzaba de brazos, apoyándose en el escritorio. Su caro traje gris resaltaba unos anchos hombros y un cuerpo de pecado. Él no parecía afectado en absoluto por la idea de besarla. Al parecer, era ella la única que padecía esa debilidad. Lo único que Nate quería era utilizarla para hacer que su prestigioso hotel fuera todavía más exitoso.

A pesar de todo, Annie no había olvidado por qué se había enamorado de él. Era todo lo que se suponía que buscaba en un hombre: fuerte, inteligente, guapo, alto, atento y muy rico. Lo malo era que no estaba acostumbrada a que nadie le dijera lo que podía o no hacer. Las expectativas de Nate habían sido más de lo que ella había podido soportar.

Las mujeres de la familia Baracas no eran expertas en quedarse con sus parejas. Su matrimonio, aunque había sido corto, fue el primero de varias generaciones de su familia. Magdala Baracas había enseñado a sus hijas que los hombres podían ser un buen entretenimiento al principio pero que, al final, causaban demasiados problemas.

En ese momento, al mirar a su marido, Annie estaba de acuerdo con su madre. Nate era irritante. Le había negado el divorcio durante tres años solo para fastidiarla. Ahora, se lo ponía en bandeja.

–Si no cooperas, no hay divorcio. Tan sencillo como eso –afirmó él, mirándola fijamente.

Incómoda, ella apartó la vista y suspiró, llena de frustración.

–Vamos, Nathan, sé honesto. No se trata del póquer. Lo que quieres es doblegarme y castigarme por haberte dejado. No puedo creerme que quieras estar casado conmigo después de todo lo que ha pasado.

Annie no tenía ni idea de si su andanada iba a servir a favor de su causa o en contra. Sin embargo, no pudo contener las palabras, tras tres años de silencio.

–Lamento que confundiéramos el deseo con el amor y nos metiéramos en este lío. Pero quiero cerrar este capítulo de mi vida y dejarlo atrás. No quiero más jueguecitos, por favor –añadió ella.

Nate dio un paso atrás con una sonrisa burlona en el rostro.

–¿Piensas que va a serte tan fácil? ¿Crees que solo con mirarme con tus enormes ojos azules vas a hacerme cambiar de idea?

Annie se puso tensa. Quería acabar con aquello cuanto antes. Y no quería volver a tener nunca más ni una sola razón para estar en la misma habitación que Nate. Era peligroso. Ella era demasiado vulnerable a sus encantos, por eso, cuanto más lejos estuvieran, mejor.

–¿Qué cobra tu abogado por hora, Annie? Si rechazas mi oferta, veremos quién se queda sin dinero primero.

Annie sabía que eso tenía todas las de perder, a pesar de sus fabulosas ganancias como jugadora profesional.

–Por favor, Nate –rogó ella, con la mirada baja–. No puedo cambiar lo que pasó entre nosotros en el pasado, pero no me obligues a poner en jaque mi futuro. Si alguien descubre que estoy espiando para ti, mi carrera habrá terminado. Seré la mujer más odiada del mundo del póquer.

Annie se quedó esperando, sin levantar la vista. No podía decir nada más. Había puesto sus cartas sobre la mesa, pero no tenía muchas esperanzas de conseguir nada con ello. Intuía que Nate se había propuesto vengarse y arruinarle la vida, bien en el juzgado o bien en la mesa de juego. Después de tres años, él la tenía donde quería.

–Estas son mis condiciones –afirmó él con voz fría–. ¿Quieres el divorcio o no?

Claro que lo quería. Pero…

–Es un chantaje.

Nate sonrió. Era obvio que estaba disfrutando al verla acorralada.

–No me gusta esa palabra. Prefiero llamarlo un acuerdo de mutuo beneficio. Yo capturo a los estafadores y me aseguro el torneo durante diez años. Tú consigues el divorcio sin arruinarte. Muy fácil.

Para Annie, no tenía nada de fácil.

–¿Por qué yo?

–Necesito a alguien de su mundo. Tú eres una excelente jugadora. Tienes muchas probabilidades de llegar a la final. Es perfecto.

No tan perfecto, pensó ella, y respiró hondo un momento. Quería desaparecer de allí cuando terminara el campeonato y no volver a ver a Nate nunca más. Aun así, el precio era alto. Tenía que espiar para él y, para colmo, fingir que estaban felizmente casados.

Pero el torneo solo duraría una semana. Si todo iba bien, podía jugar, darle a Nate un par de pistas y, con suerte, salir de allí como una mujer libre y soltera.

–¿Puedo confiar en que mantendrás tu palabra si cumplo mi parte del trato?

–Annie, sabes bien que soy de confianza –aseguró él, arqueando una ceja–. Si aceptas, llamaré a mi abogado y le diré que envíe los papeles.

No le quedaba elección, caviló ella, mirándolo a los ojos.

–De acuerdo, Nate. Trato hecho.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Annie se arrepintió de sus palabras en cuanto salieron de su boca, pero no podía echarse atrás.

Nate la observó con incredulidad. Se enderezó, mientras digería su victoria.

–Bien –dijo él al fin–. Me alegro de que seas razonable –añadió, dejando el vaso sobre la mesa–. ¿Te has registrado en el hotel?

Annie no se había molestado en hacerlo. Sabía que él enviaría a sus agentes de seguridad a echarla en cuanto fuera a entrar en su habitación.

–No, aún, no. Quería jugar un poco primero.

–De acuerdo. Llamaré para que traigan tu equipaje. Lo has dejado en recepción, ¿verdad?

Annie abrió la boca para protestar, aunque él ya había empezado a dar órdenes por teléfono.

A pesar de que tenía su casa en Henderson, Nate solía quedarse a dormir en el Sapphire cuando estaba trabajando, lo que ocurría siempre. Tal y como ella recordaba, su suite tenía cocina, salón y comedor… pero solo una cama.

Frunciendo el ceño, se reprendió a sí misma por no haber hablado de todos los detalles antes de cerrar el trato.

–¿Dónde voy a dormir?

–En el dormitorio –contestó él.

–¿Y tú? –insistió ella, incómoda. Debía dejar ese punto claro cuanto antes.

–No duermo nunca, ¿recuerdas? –replicó con una sonrisa.

Eso era casi verdad. Nate tenía la habilidad de sobrevivir con solo tres o cuatro horas de sueño al día.

–Necesitas una cama, de todas maneras.

–Nos preocuparemos por eso cuando llegue el momento –señaló con una sonrisa todavía más radiante.

Sin embargo, su sonrisa no bastaba para engatusarla. Él estaba evadiéndose del tema a propósito, adivinó Annie, y miró el reloj. Eran más de las siete. Aunque se acostara tarde, el momento llegaría antes o después.

–He aceptado tu plan porque no me has dado elección. Pero no voy a acostarme contigo.

–No había planeado seducirte –repuso él, arqueando las cejas. Entonces, se acercó a ella y la rodeó con los brazos.

Annie se echó hacia atrás en el sofá, incapaz de escapar. Mientras su aroma la envolvía, recordó que ese mismo olor había impregnado sus almohadas en esa misma suite. En aquel tiempo, Nate había tenido la habilidad de tocar su cuerpo como un experto músico tocaba un instrumento. Ningún hombre le había dado nunca tanto placer. La química entre ellos había sido explosiva.

Cuanto más cerca estaba Nate, más dudaba ella que esa misma química se hubiera desvanecido con los años.

–Pero, si lo hiciera… –susurró él, mirándola de arriba abajo–. ¿Qué tendría de malo? No es un crimen acostarte con tu marido, Annie.

Al escucharle susurrar su nombre, Annie se sintió recorrida por una corriente eléctrica. Lo había dicho en el mismo tono bajo y sensual con el que solía decírselo al oído cuando hacían hecho el amor.

–Además, no recuerdo que tuvieras ninguna queja a ese respecto –continuó él.

Annie se pasó la lengua por el labio inferior. Después de todo ese tiempo, seguía deseando a Nate. No había duda.

–Eso fue hace mucho –consiguió decir ella, casi sin aliento.

–Ya veremos –repuso él, y se incorporó, rompiendo el hechizo de inmediato. Apartándose, le dio un último trago a su vaso y lo dejó sobre la mesa, dándole la espalda a Annie.

Parecía tan calmado y frío como si estuviera cerrando un trato de negocios, observó Annie. Entonces, lo comprendió. El objetivo de Nate no era solo capturar a los tramposos, había otras formas de lograr eso sin que tuvieran que fingir estar casados. Y sin que fuera necesario que él la tocara.

No, Nate quería hacerle pagar, adivinó ella. Estaba dispuesto a usar todas las armas de su arsenal, desde la seducción a la indiferencia, para asegurarse de que se sintiera incómoda y fuera de juego. Conseguiría el divorcio, pero la próxima semana sería un infierno. Además, sus probabilidades de ganar el torneo acababan de esfumarse, pues su concentración se había hecho pedazos antes de empezar.

El sonido de la puerta del ascensor la sorprendió. Al levantar la vista, vio entrar a Gabe, el jefe de seguridad, que llevaba su equipaje.

Annie se levantó para acercarse a saludarlo, pero la mirada de Gabe la detuvo en seco. Aunque siempre había tenido una sonrisa y buenas palabras para ella, sus ojos se le clavaron como cuchillos acusadores. Tenía la mandíbula y el cuello tensos. Gabe parecía guardarle más rencor que el mismo Nate.

Sin decir palabra, el jefe de seguridad dejó caer el equipaje de ella junto a la mesa del comedor.

–Llámame si me necesitas, señor –le dijo a su jefe, sin dejar de mirar a Annie con dureza. Acto seguido, salió de la suite.

Annie nunca se había dado cuenta de lo protector que era Gabe con Nate. Aunque tenía razones para estar enfadado con ella, caviló, mordiéndose el labio.

Como amigo y jefe de seguridad, estaba claro que Gabe no aprobaba el plan de Nate de usarla para su operación encubierta. Sobre todo, desaprobaría el que vivieran juntos. Si era sincera, Annie tampoco estaba muy satisfecha con esa parte del plan.

Cuando giró la cabeza, se encontró con Nate sonriendo. Era la primera sonrisa sincera que esbozaba desde que lo había visto. Y se debía, por supuesto, a la incomodidad de ella.

–No es uno de tus fans.

–Me he dado cuenta. Esperaba que no le hubieras hablado a nadie de nosotros. ¿Quién más lo sabe? ¿Debo tener cuidado por si las criadas me tiran flechas envenenadas?

Nate rio, meneando la cabeza.

–No, solo lo sabe Gabe. No iba a decírselo, pero encontró tu alianza.

La alianza. Annie lo había olvidado. La había dejado en la mesilla de noche antes de irse, pues no le había parecido bien llevársela.

Perpleja, vio que Nate se sacaba el anillo del dedo meñique y se lo tendía.

–Lo vas a necesitar. Para hacer tu papel.

Annie lo tomó de su mano y observó la joya. Era un anillo sencillo de platino, sin nada especial. Lo cierto era que los habían elegido con mucha prisa. En ese tiempo, lo único que ella quería había sido convertirse en la señora de Nathan Reed. ¿En qué diablos había estado pensando?

–¿Por qué lo llevabas puesto?

–Como recordatorio.

Annie comprendió que no se refería a nada sentimental. Más bien, debía de ser un recordatorio de lo mucho que la haría sufrir si ella volvía a caer en sus manos.

–¿Dónde está tu anillo?

–Guardado. No podía llevarlo y mantener, al mismo tiempo, mi reputación como el soltero más codiciado de Las Vegas –repuso él con gesto de disgusto. Entonces, se acercó a un cajón y sacó una cajita de terciopelo.

–Ya. Estar casado podría interferir con tu vida social.

Nate levantó la vista, observándola un momento antes de ponerse su anillo en el dedo.

–No tengo vida social –admitió él, frunciendo el ceño–. Pensé que esa era una de las razones por las que me habías dejado.

–No, yo… –balbució ella. No quería hablar de por qué se había ido. Eso no cambiaría nada. Era agua pasada y, pronto, podrían seguir con sus vidas y dejar el pasado atrás. Bajando la vista, cerró la mano sobre la alianza que sujetaba en la palma.

–Ponte el anillo –ordenó él.

Con el pecho encogido, Annie pensó que prefería ponerse una soga alrededor del cuello. Al menos, eso mismo había sentido cuando se había despertado a la mañana siguiente de su boda. Entonces, había creído que habían sido los nervios típicos de una recién casada, pero se había equivocado. Enseguida, había comprendido que había cometido un gran error.

Annie intentó encontrar alguna excusa para no obedecer.

–Prefiero esperar a que lo limpien. Haz que lo pulan un poco.

Era una excusa tonta y ella lo sabía. ¿Qué más le daba ponerse un estúpido anillo? Sin embargo, cada vez se sentía con menos aire en los pulmones, más asfixiada.

Nate frunció el ceño y se acercó ella. Sin decir palabra, la agarró de la mano y, uno por uno, le fue separando los dedos que se cerraban sobre el anillo. Con firmeza, tomó la alianza y se dispuso a colocársela.

–¿Me permite, señora Reed?

Annie se quedó paralizada al escuchar su nombre de casada y ver cómo él le deslizaba el anillo en el dedo. El contacto cálido de su mano contrastaba con la frialdad de la joya. Aunque era de su tamaño, le apretaba demasiado. De pronto, sintió que la ropa también le apretaba. La habitación parecía estar quedándose sin aire…

Comenzó a darle vueltas la cabeza, mientras la visión se le nublaba. Quiso decirle a Nate que necesitaba sentarse, pero fue demasiado tarde.

 

 

Nate disfrutó al ver cómo Annie sufría hasta que se le quedaron los ojos en blanco. Al instante, él la recogió en sus brazos, impidiendo que cayera al suelo. La llevó al dormitorio y la dejó en la cama, con la cabeza en la almohada. Y se sentó a su lado.

No había podido quitarse a Annie de la cabeza desde el día en que lo había dejado. Si conseguía doblegarla antes de darle el divorcio, tal vez, podría sacarla de sus pensamientos para siempre. Si también lo ayudaba a capturar a los tramposos y catapultar el buen nombre del hotel, mejor que mejor. Además, resultaba tan fácil hacerla sufrir… Él sabía bien cuáles eran sus puntos débiles y había disfrutado presionándolos.

Al menos, hasta que se había desmayado.

Nate se inclinó para comprobar que respiraba con normalidad. Tenía los labios entreabiertos y su expresión de ansiedad se había relajado.

Sin poder evitarlo, le recorrió la mejilla con la punta del dedo. Su piel era tan suave como la recordaba, igual que la seda. Ella suspiró mientras la acariciaba.

Annie siempre daba una imagen fría ante el público. Ante los demás, parecía inmutable, muy distinta de la mujer apasionada que había compartido su cama, y de la que acababa de desmayarse solo por tener que ponerse el anillo.

Por otra parte, ella era capaz de despertar todo tipo de sentimientos en Nate. Rabia, celos, excitación, resentimiento, ansiedad… Estar con ella era como subirse a una montaña rusa emocional. Ninguna mujer le había afectado nunca tanto. Solo esperaba poder ocultar sus sentimientos delante de ella.

Cuando Annie lo dejó, su primera reacción fue sentirse confuso y furioso. Sus peores miedos se habían hecho realidad. Fue como si su madre hubiera vuelto a abandonarlo. Él había sido testigo de cómo su padre se había hundido por el dolor. Para no dejar que Annie hiciera lo mismo con él, había canalizado su rabia en construir el mejor casino de Las Vegas y en diseñar un plan maestro para vengarse.

Sí, tal vez, se habían casado de forma apresurada. Sí, quizá solo habían tenido una química fabulosa en común. Pero su matrimonio terminaría cuando él lo decidiera y no antes. Ella había violado sus votos cuando lo había abandonado. Y, ya que la tenía bajo su poder, le haría pagar por ello.

Sin embargo, cuando Nate posó los ojos en aquella mujer hermosa y excitante… su mujer, empezó a preguntarse si su plan había sido un error. Su deseo de venganza había cedido, dejando paso a otro deseo mayor, el de poseerla.

Con un gemido, Annie abrió los ojos poco a poco. Miró a su alrededor con gesto confuso, antes de cruzar su mirada con la de él.

–¿Qué ha pasado?

–Te has desmayado. Parece que solo pensar en que la gente sepa que estás casada conmigo te resulta insoportable –comentó él.

–¿Qué estoy…? –balbució ella, mirando de nuevo a su alrededor con el ceño fruncido–. ¿Por qué estoy tumbada en tu dormitorio?

Nate sonrió.

–Nuestro dormitorio, cariño. Como un caballero, te he traído aquí cuando te has desmayado.

Annie se incorporó. Despacio, se sentó y sacó los pies de la cama. Se puso la falda y la blusa. En cuestión de segundos, recuperó la fachada impasible y la mirada dura, adoptando su pose de jugadora de póquer.

Acto seguido, salió del dormitorio y regresó con sus dos maletas.

–¿Dónde pongo mis cosas?

–Puedes colgarlas aquí –indicó él, abriendo la puerta del armario. Si necesitas más sitio, aparta mis cosas a un lado.

Tensa, Annie pasó de largo hacia el armario. Abrió las maletas y fue sacando sus prendas una por una con movimientos metódicos.

–Si no te hace falta nada más, estaré abajo. Nos vemos para cenar en el Carolina a las ocho y media. Prepárate para nuestra primera aparición pública como marido y mujer.

 

 

Una vez abajo, se dirigió a uno de los salones del casino, donde había quedado con Gabe y Jerry Moore, el encargado de la sala de juegos, para que le informaran de las actividades del día.

Cuando llegó, sus empleados lo estaban esperando. Gabe le informó de todos los incidentes que debía conocer, le dio los últimos códigos de seguridad y la llave para Annie. Jerry se tomó su tiempo en contarle los últimos preparativos del torneo.

El torneo de póquer no era un evento fácil de organizar. Agradecido por tener en qué entretenerse, Nate se concentró en los detalles, mientras le daba un trago a su gin tonic. Una parte del casino ya estaba lista con las mesas para las partidas. El cóctel de bienvenida también estaba bajo control. Patricia, la encargada de relaciones públicas, estaba en contacto con los patrocinadores. Todo parecía en orden.

Sus esfuerzos estaban dando fruto, pensó Nate, satisfecho. Había luchado mucho para sacar el hotel adelante y los empleados que había contratado parecían inspirados para hacer del Desert Sapphire el hotel y casino de más éxito de Las Vegas. Su abuelo estaría orgulloso de lo que había logrado.

–¿Qué tal va el acuerdo con Annie? –preguntó Gabe, sacando a Nate de sus pensamientos. Por su tono de voz, era obvio que no aprobaba el plan.

–Creo que, con su ayuda, tenemos muchas probabilidades de cazar a los tramposos y asegurarnos el torneo durante diez años.

Jerry asintió con aprobación. Llevaba treinta años trabajando en el casino, desde que el abuelo de Nate lo había fundado. Después de haber sufrido un ataque al corazón y haberse pasado diez años de baja, había regresado para ayudar al nieto de su mejor amigo.

–Recuérdame otra vez la historia que vamos a contar –pidió Jerry, pasándose una mano arrugada por la coronilla–. Cuando la gente me pregunte, quiero estar seguro de qué responder.

–Annie y yo nos casamos hace un par de años, pero no funcionó. Ella ha vuelto para el torneo y nos hemos reconciliado. Yo lo dejaría así. Si damos demasiados detalles, podemos meter la pata.

Entonces, llamaron a Jerry por radio.

–Me necesitan en la sala de juegos –dijo.

Nate lo despidió y, después, posó la vista en Gabe. Era obvio que su jefe de seguridad se estaba mordiendo la lengua mientras miraba la alianza de platino que él acababa de ponerse.

–Dilo, Gabe.

–Esto no me gusta –admitió, meneando la cabeza–. No confío en ella. ¿Cómo sabes que no es amiga de alguno de los tramposos? Igual los pones sobre aviso. No tenemos ni idea de dónde reside su lealtad. Diablos, podría ser una de ellos.

Nate lo dudaba.

–Quiere el divorcio. Su lealtad hacia sí misma estará por encima de todo lo demás.

–Entiendo por qué esto es importante para el hotel. Pero ¿por qué ella?

–¿Por qué no utilizar a Annie? Me debe mucho. Si puedo hacerla sufrir y darle una lección, mucho mejor. Una vez que termine el torneo, la dejaré irse y no volveré a pensar en ella.

–Dices que esa mujer no te importa, entonces… ¿por qué estás poniendo tanto esfuerzo y tiempo en esto?

–Me merezco el derecho a resarcirme, ¿no?

–Claro. Ella se merece todo el sufrimiento que quieras causarle. Lo que me preocupa es que esto no acabe bien.

Nate apreciaba la preocupación de Gabe, aunque le gustaría que su amigo tuviera más fe en él.

–Todo irá según lo planeado. Cazaremos a esos tramposos, Annie pagará por sus irresponsabilidad y, al fin, quedaremos en paz.

–He visto cómo la miras, Nate. Sigues sintiéndote atraído por ella. Puede que no sea amor, pero lo que hay entre vosotros es lo bastante fuerte como para que, tras unos pocos días, volváis a escaparos juntos –opinó Gabe, y se inclinó hacia él–. Ella es tu talón de Aquiles, ¿qué crees que pasará cuando viváis tan cerca durante una semana?

–No va a pasar nada. He aprendido la lección. Te lo aseguro.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Después de que Nate se hubo ido, Annie terminó de deshacer la maleta y se quedó sin saber qué hacer. Su día había tomado un giro inesperado y estaba demasiado nerviosa para descansar. Por no hablar de su libido que, como siempre, se había despertado al estar con él.

Faltaba una hora para la cena, así que decidió darse una ducha caliente y cambiarse de ropa.

Cuando entró en el restaurante eran las ocho en punto. El romántico asador era la joya de los restaurantes del hotel. Siempre tenía una larga lista de espera para parejas que querían celebrar aniversarios. Nate y ella había comido allí solo una vez antes. Había sido allí, bajo la luz de las velas y con la música lenta y sensual, donde les había surgido la idea de casarse.

Nate, siempre puntual, estaba esperándola en una mesa. Estaba ocupado con su agenda electrónica, escribiendo algo con la punta del dedo. Annie se quedó un momento observándolo mientras estaba distraído. Él rio mirando la pantalla.

Annie nunca le había contado la verdad a Nate, pero se había sentido consumida por completo por su atracción hacia él. En parte, seguía queriéndolo. Sin embargo, eso no cambiaba su decisión. Habían pasado demasiadas cosas.

Quizá era su sangre de gitana errante la que no le dejaba sentar la cabeza. Tal vez era por su carácter independiente, que le impedía dejar que un hombre la controlara. No lo sabía, pero la primera vez que Nate había puesto reparos a que viajara a un campeonato, la relación le había empezado a parecer asfixiante.

Nate se metió el teléfono en el bolsillo y se miró el reloj con gesto impaciente. En esa ocasión, no podía huir si quería recuperar su libertad para siempre, pensó Annie. Era hora de comportarse como su mujer ante la multitud, se dijo, y tomó aliento, preparándose para la actuación.

–Hola, guapo –saludó ella en voz alta para que la gente que había a su alrededor la oyera. Antes de que él pudiera reaccionar, le posó una mano en la nuca y le dio un beso en la boca.

Aunque había tenido la intención de darle un suave y fugaz beso nada más, cuando sus labios se tocaron, algo más fuerte tomó el control de sus actos. Era la misma sensación que, en el pasado, había sido su perdición. Una poderosa corriente sexual la recorrió, despertando sus sentidos tras haberse pasado años dormidos.

En cuanto a Nate, cuando la sorpresa inicial cedió, hizo también su parte, abrazándola con fuerza. Su boca se adaptaba a la perfección a la de ella, igual que sus cuerpos habían encajado como si hubieran estado hechos el uno para el otro…

Ese pensamiento hizo que Annie se apartara de golpe, empujándolo con suavidad de las solapas de su traje de Armani. No estaban hechos el uno para el otro. Lo suyo era mera atracción física, nada más, se recordó a sí misma.

–Hola –saludó él, sin soltarla del todo, mirándola con curiosidad.

–Hola –respondió ella en un jadeante susurro. Por nada del mundo quería que él supiera cuánto la afectaba, por eso, recuperó la compostura al instante para convencerle de que era solo una farsa–. ¿He sido lo bastante convincente?

Frunciendo el ceño, Nate la observó un momento, antes de soltarla.

–Sí. Veo que te has tomado en serio tu papel.

–Me muero de hambre –dijo ella con una sonrisa, cambiando de tema.

–Me alegro. Le he dicho a Leo que nos prepare una mesa muy romántica y muy visible –indicó él, mientras pasaban por delante de los clientes que esperaban ser sentados.

–Buenas noches, señor Reed. La señora Reed y usted tienen su mesa preparada –señaló Leo, el maître, al acercarse a ellos.

Acto seguido, Leo los acompañó a una mesa para dos iluminada con velas en el centro del comedor.

–Disfruten de su cena y felicidades a ambos –dijo el maître, les entregó las cartas y los dejó solos.

De pronto, Annie sintió el peso repentino de estar a solas con Nate en un escenario tan romántico. Además, al parecer, él había hecho correr la noticia de que estaban casados. Leo lo sabía y, pronto, se esparciría a los cuatro vientos.

Nate le tomó la mano sobre la mesa. Esforzándose para no apartarse de un respingo, ella se inclinó hacia él.

–¿Sabes? Lo has hecho muy bien. Hasta me has engañado a mí por un momento –comenzó a decir él con voz suave como terciopelo–. Así no me siento tan mal por haberte creído hace años. A veces, olvido que eres una mentirosa profesional.

Annie intentó zafarse de su mano, pero la estaba agarrando con demasiada fuerza.

–Necesitas hacerte la manicura –le susurró él al oído, ignorando su protesta.

Ella fingió una sonrisa.

–Bueno, es difícil llevar al día esos detalles, cuando siempre estás de un lado para otro, como yo.

–Ya lo creo –afirmó él, clavándole su mirada heladora. Al mismo tiempo, con el resto de su lenguaje corporal, seguía fingiendo ser un enamorado. Ella no era la única buena en fingir–. Esta noche haré que Julia vaya a la suite. Trabaja en el salón de belleza del hotel.

–No será necesario. Iré yo a verla. Cuanto menos tiempo pase en la suite, mejor.

–Tendrás que dormir en esa cama antes o después –observó él con una sonrisa.

–No, si tú estás en ella.

La camarera los interrumpió en ese momento, colocando una cesta con pan caliente y mantequilla sobre la mesa.

–Buenas noches, señor y señora Reed –saludó la joven con una sonrisa.

Al parecer, todo el mundo estaba muy contento con la noticia, pensó Annie, sin prestar mucha atención a los platos del día. Nate no le había quitado los ojos de encima y, aunque en el pasado su mirada la había hecho estremecer de deseo, en ese momento, no le producía más que escalofríos. Él la estudiaba como si fuera otro jugador en una mesa de póquer: analizaba sus debilidades, juzgaba sus reacciones.

Y a ella no le gustaba.

–Champán. Esta noche estamos de celebración.

–¿Champán? –repitió Annie cuando la camarera se hubo ido–. Sabes que no bebo.

Nate respiró hondo, esforzándose por no dejar de fingir adoración.

–Sonríe, cariño. Esta noche, sí beberás. Tenemos que celebrar nuestra reconciliación. La gente normal pide champán en estas ocasiones.

–No bebía champán cuando estábamos casados. ¿Por qué voy a hacerlo ahora?

–Porque quieres el divorcio –repuso él en voz baja–. ¿O no?

–Más que nada –admitió con una falsa sonrisa.

La camarera regresó con una botella de champán y dos copas de cristal. Se las lleno y dejó la botella enfriándose en un cubo con hielo.

–Por nuestro matrimonio –brindó él, chocando su copa con la de ella.

–Y por su pronta disolución –añadió ella, llevándose el vaso a los labios. El líquido dorado le inundó la boca de un sabor dulce y agradable. Le cayó en el estómago vacío y comenzó a extendérsele por el cuerpo–. Mmm… –dijo, tomando otro trago.

Nate la observó con desconfianza, su copa intacta en la mano.

–¿Te gusta?

–Sí –afirmó Annie con una sonrisa que apenas tuvo que forzar. Llevaba todo el día muy tensa pero, de pronto, estaba empezándose a sentir relajada, como un gato tumbado al sol.

Annie pidió más comida que de costumbre, pues estaba muy hambrienta. Encargó un filete envuelto en beicon y gambas con patatas al ajillo, mientras Nate la miraba con atención. De postre, encargó crema brûlée, una famosa especialidad del Carolina.

La camarera le ofreció rellenarle la copa después de tomar los pedidos y Annie aceptó encantada.

–¿Qué clase de champán es? Sabe mejor de lo que esperaba.

–Francés. Muy caro –contestó Nate con el ceño fruncido. Lo cierto era que estaba molesto porque su demostración de poder al pedir alcohol no estuviera saliendo como había previsto.

–Bien –señaló ella con una risita, y le dio otro trago a las burbujitas francesas.

En una ocasión, ella le había contado a Nate que no le gustaba beber porque se le subía a la cabeza con facilidad. Además, no había comido desde que había hecho escala en Dallas.

Annie pensó en comer un pedazo de pan para suavizar el efecto del champán, pero se contuvo. No le importaba estar borracha. Quería que él comprobara el gran error que había cometido al insistir en que bebiera.

Estuvieron unos minutos en silencio, mientras ella comía con apetito, apuraba una segunda copa y se servía una tercera.

Annie sabía que debería parar, pero no quería hacerlo. No podía simular ser feliz mientras se le encogía el corazón cada vez que él la miraba. Era demasiado doloroso. Las cosas no había terminado bien entre ellos y ella lo sentía, pero no podía cambiar el pasado. Había tenido una buena razón para abandonarlo y haberse mantenido alejada tantos años.

Aun así, Annie tenía una responsabilidad que cumplir, así que se quitó una sandalia y acarició la pierna de su acompañante con el pie desnudo.

Nate dio un salto en su asiento y se golpeó las rodillas en la mesa, haciendo que temblaran las copas. Eso hizo que varias personas se volvieran a mirarlos.

Ignorando su mirada asesina, Annie tomó otro trago de champán.

–Dijiste que teníamos que ser convincentes, cariño –comentó ella con una sonrisa, acariciándole las pantorrillas con los dedos de los pies–. Además, los dos sabemos que siempre pierdo la compostura cuando estoy a tu lado.

 

 

Nate no podía quejarse. Al menos, ella había cumplido su parte del trato. Durante la cena, lo había mirado con adoración, le había metido trocitos de comida en la boca y lo había besado en más de una ocasión. Cualquiera que los hubiera estado observando pensaría que estaban enamorados.

La verdad era que ella estaba borracha. Él miró debajo de la mesa para confirmar sus temores. Annie se había puesto tacones altísimos de aguja. No iba a poder salir andando del restaurante con ese calzado de ninguna de las maneras.

Nate echó un rápido vistazo a la sala. Se habían quedado hasta tarde y la mayoría de los comensales se había ido ya. Además, era jueves, un día en que el Sapphire no tenía tanto público como los fines de semana. Si ella había decidido dejarlo en ridículo, había elegido el día equivocado.

Después de pagar y dejar una generosa propina, Nate suspiró, mirando a Annie.

–¿Has terminado?

–Sí. Aunque no sé si voy a poder andar.

Nate se levantó de inmediato para ayudarla. Ella se puso en pie demasiado deprisa y casi perdió el equilibrio, si no fuera porque se agarró al brazo de él como a un salvavidas.

–¿Por qué no…?

–No. Puedo sola –aseguró ella, concentrándose en no caerse. Con paso inseguro, caminó hacia la salida, hasta que tropezó y acabó encima del maître.

–Vaya –dijo ella, riendo, y se quitó los zapatos–. Así mucho mejor –añadió, posando los pies en la alfombra.

–¿Qué haces? No puedes ir por ahí descalza.

Annie rio, empezando a caminar.

–Conozco al dueño. A él no le importa.

–Pero no es seguro. Puedes clavarte algo. Además, el suelo podría estar sucio.

–Eres un refunfuñón, Nathan –le espetó ella, poniéndose en jarras. Arrugando la nariz, le sacó la lengua.

Nate se quedó perplejo. Nadie podría creer que la mujer de hielo del póquer estuviera borracha y comportándose como una tonta, aunque fuera muy hermosa. Era algo sin precedentes.

Sin poder contenerse, rompió a reír. La mezcla de frustración, confusión y decepción que había estado acumulando en los últimos tres años tomó forma en su pecho en forma de carcajadas. Rio y rio, hasta saltársele las lágrimas.

Al mirar a Annie, se dio cuenta de que su reacción la irritaba, pero la expresión de ella no hacía más que alimentar su risa. Limpiándose los ojos con la mano, se dijo que aquello era lo más terapéutico que había hecho en mucho tiempo.

Si ella quería hacer una escena en el casino, de acuerdo, pero él no pensaba convertirse en el hazmerreír de todo el mundo al día siguiente. En un rápido movimiento, se agachó y tomó a Annie en sus brazos para echársela al hombro como un saco de patatas.

–¿Qué…? –gritó ella, sorprendida.

Nate atravesó de esa guisa el casino, agarrándole con fuerza las piernas para contener sus patadas. Con los puños, Annie le daba golpes en la espalda, pero no tenía suficiente fuerza para hacerle daño.

–¡Bájame, Nathan Reed! Bájame de inmediato.

Nate rio, ignorándola, y siguió atravesando el casino, como si llevara una alfombra al hombro y no a su mujer.

–¡Nathan!

–Solo consigues llamar más la atención con tus gritos, Annie.

Entonces, ella se calló de golpe, aunque continuó intentando darle patadas. Nate miró hacia una de las cámaras que había en el techo. Sin duda, Gabe los estaría viendo y estaría partiéndose de risa. Tenía que guardar aquella cinta para la posteridad. O para hacerle chantaje a Annie.

Cuando llegaron a la zona de acceso restringido, ella aprovechó para volver a gritar.

–¡Bájame!

–No –negó él, agarrándole las piernas con más fuerza, y llamó al ascensor. Le gustaba la sensación de tenerla entre sus brazos, aunque no fuera en las mejores circunstancias. El cálido aroma de su perfume pronto le impregnó las venas y no pudo resistir la tentación de acariciarle los muslos con suavidad.

Una vez dentro del ascensor, Nate la soltó despacio. Ella se agarró a su cuello para no caerse, mientras sus cuerpos se pegaran uno al otro con una deliciosa fricción.

Cuando, al fin, Annie se puso de pie en el suelo, lo miró a los ojos, furiosa.

–Cerdo –le espetó ella, y levantó la mano con su bolso para golpearlo. Cuando él la agarró de la muñeca para impedírselo, su irritación no hizo más que crecer–. ¿Cómo te atreves a tratarme así? Yo… yo… no soy una de tus empleadas. ¡A mí no puedes traerme y llevarme a voluntad! Yo…

Nate la interrumpió con un beso. No quería dejar que sus palabras furiosas echaran a perder el momento. Annie se resistió solo unos segundos, antes de sucumbir agarrarse a su cuello. Fue un beso intenso, casi desesperado. El primer beso real que ambos experimentaban en tres años.

Él la sujetó en sus brazos, apoyándola en la pared del ascensor. Su excitación no hacía más que crecer, mientras ambos se recorrían frenéticamente con las manos, devorándose las bocas.

Nate había esperado tres años para tocar el cuerpo de Annie y, al fin, lo estaba haciendo.

Cuando él le acarició los pechos por encima del tejido de seda del vestido, ella gimió, arqueándose hacia él.

–Oh, Nate.

El ascensor paró y las puertas se abrieron. Nate sabía que debía soltarla. Pero no pudo. Le acarició la mandíbula con suavidad, disfrutando de su suavidad. Ella tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Su cuerpo estaba relajado, entregado.

Entonces, Annie lo miró. En sus ojos azules brillaba una invitación. A pesar de sus anteriores protestas, el champán parecía haberle hecho cambiar de idea.

También Nate había cambiado de idea. Al margen de lo que hubiera pasado en su matrimonio, los momentos que habían pasado en la cama siempre habían sido excelentes. Y él ansiaba repetirlo.

Pero, si salía del ascensor con ella, acabarían ambos desnudos en su cama. Y eso era justo lo que le había dicho a Gabe que nunca haría.

¿En qué diablos estaba pensando?, se reprendió a sí mismo.

–Buenas noches, Annie –se despidió él, la soltó y le dio un suave y firme empujón para que entrara en la suite. Acto seguido, apretó el botón del cierre del ascensor y regresó al casino.

De esa manera, los dos se quedaron excitados y solos.

Capítulo Cuatro

 

 

 

 

 

Annie se despertó a la mañana siguiente con el sonido de la ducha. Cuando se incorporó en la cama, comprobó que las sábanas en el lado de Nate estaban intactas. Debía de haber dormido en el sofá.

La había besado con tanta pasión que había creído que seguía sintiéndose atraído por ella. Sin embargo, cuando al llegar a su suite, la había mirado con rostro impasible y la había dejado sola, había comprendido que no era así. Nate la odiaba. Iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para hacerla sentir desgraciada, incluso excitarla para luego dejarla tirada. Su único objetivo era torturarla. Era un plan macabro y, aunque ella sabía que se lo merecía en parte por haberlo abandonado sin decir palabra, no pensaba quedarse de brazos cruzados.

Si Nate creía que podía usar la química que había entre ellos para manipularla, estaba muy equivocado. Si él la había deseado en el pasado, podía hacer que volviera a desearla. Seducir y manipular a los hombres era parte de su estrategia en el póquer. Por eso solía llevar blusas con escote y faldas ceñidas a los campeonatos. El póquer requería concentración y ella había aprendido que ser atractiva era una de sus mayores ventajas en un juego dominado por el género masculino.

Annie oyó cómo se cerraba el grifo y se abrían las puertas de la ducha. Deprisa, se atusó el pelo, deseando llevar un pijama más sexy. Se tapó con las sábanas, para que no se le vieran los pantalones cortos de algodón y dejando solo al descubierto una diminuta camisola de tirantes.

Al momento, Nate salió del baño envuelto en una toalla azul por la cintura. Tenía los rizos rubios del pelo mojados y la cara recién afeitada. Ella intentó concentrarse en resultar atractiva, pero era difícil cuando se estaba delante de un cuerpo así. Ese hombre era todo músculos.

Nate se detuvo, posó los ojos un momento en el escote de la camisola de Annie y levantó la vista.

–Me alegro de que te hayas despertado. Tienes que prepararte. Gabe vendrá dentro de una hora para ponerte al día de nuestra estrategia.

–¿Estrategia? –preguntó ella con el ceño fruncido, abandonando sus intentos de atraerlo.

–Para que hagas de topo.

El campeonato comenzaba al día siguiente de forma oficial, pero todo el mundo empezaría a llegar ese día para asistir al coctel de bienvenida.

–De acuerdo –aceptó ella con un suspiro–. Siempre que me prometas mantener a Gabe a raya. Soportar su desprecio no es parte del trato.

Asintiendo, Nate desapareció en el armario.

–Haré lo que pueda –repuso él y salió de nuevo con una camisa de rayas azules y un traje azul en la mano. Los dejó sobre la cama y volvió al baño. En el camino, la toalla se le cayó de la cintura, dejando al descubierto su apretado trasero.

Annie apartó la vista de inmediato y respiró hondo, intentando calmar su deseo. La atracción que sentía por él no era nada conveniente. Necesitaba despejarse cuanto antes, pensó, mientras salía despacio del dormitorio. Si él iba a pasearse desnudo, era mejor que ella fuera a por café a la cocina.

Cuando estaba sentada delante del mostrador de granito, tomando sus primeros tragos de café, Nate entró en la cocina, vestido y guapo como siempre.

–¿Qué tienes previsto para hoy? –preguntó él, tras servirse una taza.

Annie frunció el ceño. No le gustaba tener que informarle de todos sus movimientos.

–No lo sé todavía. ¿Tenemos que hacer algo?

–No creo. Después de la reunión con Gabe, tendrás toda la tarde libre, hasta el cóctel de bienvenida. ¿Tienes vestido para la fiesta?

Ella arqueó una ceja. Sí, tenía un vestido. De hecho, tenía dos. Al principio, había pensado ponerse el más elegante y recatado de los dos, pero como castigo por su comportamiento de la noche anterior, iba a llevar el más sexy y escandaloso. Si su plan tenía éxito, sería él quien dormiría perseguido por cientos de fantasías frustradas.

–Sí –fue lo único que Annie respondió.

–Bien. La mayoría de los jugadores llegan hoy. Quizá, esta tarde puedas empezar a mezclarte con ellos y hacer algunas averiguaciones.

Annie odiaba convertir sus relaciones sociales en una caza de brujas.

–Mi hermana viene hoy. Creo que cenaré con ella y te veré en la fiesta.

–Olvidé que tenías una hermana. ¿Cómo se llamaba?

–Tessa. También juega en el campeonato.

–Bien. Me gustará conocerla al fin.

Annie dio un largo trago de café, esforzándose para no atragantarse.

–Sí, bueno. Tendré que hablar con ella antes de que hagamos las presentaciones formales.

–No vas a contarle nuestro plan, ¿verdad?

–No, pero mi hermana no va a tragarse tan fácilmente que estemos juntos. La fobia al compromiso es parte de nuestros genes familiares.

–¿No aprueba que estemos juntos?

–No lo hizo en un principio. Sobre todo, cuando me fui, me lo restregó por la cara. No dudo que va a echarme una buena reprimenda por haber vuelto contigo.

–¿Y qué pensaba tu madre de nosotros?

–Provengo de una larga línea de mujeres desconfiadas e independientes –explicó ella.

–Ah –dijo él–. No les gusta hablar de nuestro matrimonio.

–No creo –admitió ella–. Por otra parte, no estamos tan unidas. Hace años que no veo a mi madre. Ahora vive en Brasil –añadió.

Annie, al menos, intentaba viajar con un propósito y había elegido una profesión que encajaba con su alma inquieta. Tenía un piso en Miami que usaba como base de operaciones entre los campeonatos. Su madre, sin embargo, vagaba de un lado a otro según soplara el viento. Ella la había visto solo cuatro veces en diez años.

–¿Tú te llevas bien con tu familia? –quiso saber Annie.

–Depende de lo que consideres llevarse bien –replicó él, riendo–. Siempre había estado muy unido a mi padre y a mi abuelo hasta que mi abuelo murió. Entonces, mi padre se compró un rancho en Texas. Hasta entonces, casi toda mi familia vivía en Las Vegas. Los Reed llevan aquí desde 1964, cuando mi abuelo decidió mudarse desde Los Ángeles y abrir un hotel.

La madre de Annie, sin embargo, probablemente había olvidado dónde estaba en 1964.

–Todo un legado familiar.

–Sí –afirmó él, sonriendo con orgullo–. Me alegro de haber podido sacar adelante al Sapphire. Crecí corriendo por sus pasillos y haciendo los deberes en el despacho de mi padre. Cuando heredé el hotel, sabía que era importante mantener vivo el sueño de mi abuelo.

–¿Y tu madre?

La sonrisa de Nate se desvaneció.

–No la he visto desde que tengo doce años –contestó él con tono frío–. Se cansó de la vida en el casino y desapareció una noche.

Annie sintió el aguijón de la culpa. A pesar del desapego que Nate fingía, intuyó que era un tema doloroso para él. No era de extrañar que estuviera empeñado en castigarla por haberlo dejado.

–No lo sabía –comentó ella. Aunque tampoco estaba segura de que, si hubiera sabido lo de su madre, hubiera actuado de forma diferente.

–¿Cómo ibas a saberlo? Nunca te hablé de ello.

–Lo sé, pero… –balbució ella–. Siento haberte dejado igual que ella. Fui una cobarde por no hablarte de la ansiedad que sentía. Si hubiera sabido lo de tu madre, yo…