Las Florecillas de San Francisco - San Francisco De Asís - E-Book

Las Florecillas de San Francisco E-Book

San Francisco de Asis

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Beschreibung

El anónimo autor de las "Florecillas" esboza en sus páginas el retrato épico de una parte de la Orden franciscana, constituida por un grupo de frailes, algunos de los que desde el primer momento siguieron de cerca a Francisco de Asís, gozaron más íntimamente del encanto de su compañía, se adentraron en los secretos de su vida interior y se estremecieron de veneración al verlo sellado con los estigmas de la pasión. Este libro, estructurado en 53 capítulos, recopila diversos episodios de la vida de san Francisco y de algunos de sus compañeros y discípulo s posteriores. Además incluye las cinco consideraciones acerca de la impresión de las llagas de Cristo en el cuerpo del santo sobre el monte Alverna.

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© SAN PABLO 2008 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected]

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 9788428563543

Depósito legal: M. 686-2008

Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

Printed in Spain. Impreso en España

ÍNDICE

Introducción

Origen de las Florecillas

Ambiente histórico y espiritual

de las Florecillas

Las Florecillas: epopeya de la Creación

Síntesis cronológica de la vida

de san Francisco

Los personajes de las Florecillas

Nota sobre la presente edición

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Consideraciones sobre

las llagas

Consideración 1

Consideración 2

Consideración 3

Consideración 4

Consideración 5

INTRODUCCIÓN

En el número 6 del primer año de la publicación de la Revista Franciscana de Barcelona, correspondiente a 1873, p. 161, leemos: «Ponemos a continuación un capítulo de la obra clásica titulada Florecillas de san Francisco; y seguiremos haciéndolo en los números sucesivos de esta Revista... No sabemos haya sido traducida hasta ahora al español». Tampoco yo lo sé. Lo que sí me consta es que desde entonces este pequeño libro, escrito hace ahora siete siglos, ha sido editado infinidad de veces en los más variados idiomas y sigue siendo cada día más solicitado. Ello es prueba inequívoca de que estamos ante un clásico de la literatura universal. Estas breves páginas que preceden a la presente edición pretenden introducir en la lectura de este libro que, precisamente por ser clásico, se presta a ser leído desde distintas claves.

Origen de las Florecillas

Las Florecillas de san Francisco comprenden dos partes: la primera se presenta dividida en 53 capítulos; la segunda abarca 5 consideraciones acerca de la impresión de las llagas de Cristo en el cuerpo de Francisco sobre el monte Alverna. Ambas partes se exigen mutuamente, tanto por el tema como por la uniforme tradición manuscrita.

Los 53 capítulos de la primera parte son la traducción de otros tantos capítulos de una obra latina, mucho más amplia y diversamente ordenada, que lleva por título Actus beati Francisci et sociorum eius. Esta obra fue escrita en Las Marcas entre la segunda mitad del siglo XIII y los primeros años del siglo XIV. Figura como su autor el también marquesano fray Hugolino de Montegiorgio, ayudado, a veces, por un innominado discípulo suyo. Los Actusson una recopilación de episodios de la vida de Francisco y de algunos de sus compañeros y discípulos posteriores. Habiendo escogido sólo los capítulos que juzgó más hermosos y más edificantes, el traductor italiano cambió justamente el título de Actus por el de I Fioretti (= Las Florecillas), que según el uso medieval significaba la selección de los mejores pasajes de una obra.

Por lo que se refiere al origen de las cinco consideraciones sobre las llagas, trátase de una compilación de textos tomados tanto de los Actus como de otras fuentes escritas u orales, adaptados por el traductor italiano con mayor libertad que los capítulos de la primera parte. La composición de I Fioretti suele colocarse en la segunda mitad del siglo XIV; y acerca de la identidad de su autor lo único que hoy puede afirmarse es que fue franciscano y toscano, probablemente florentino.

Después de lo que acabamos de decir en relación a su origen, cabe concluir que I Fioretti, en cuanto tales, nacieron en italiano, sin que provengan de un Floretumlatino, como alguna vez se ha querido suponer.

Ambiente histórico y espiritual

de las Florecillas

Desear conocer quiénes fueron los autores tiene, en nuestro caso, un valor relativo. Más importante, en cambio, es situar sus obras, los Actuse I Fioretti, en el humus geográfico, histórico y espiritual en que brotaron. La geografía tiene como eje Las Marcas y Toscana, dos regiones limítrofes de la Italia central; y la cronología abarca desde principios del siglo XIII hasta los comienzos del siglo XIV. Sobre estas coordenadas de tiempo y espacio se van sucediendo los episodios narrados en estas Florecillas. ¿Y qué ambiente histórico y espiritual recogen esos episodios? Un lector ordinario responderá sin dudar: recogen el primer siglo de vida de la Orden franciscana. Y esto es verdad, pero no toda la verdad.

Las Florecillas son obra de parte –de una parte– de la Orden franciscana. Esta parte está constituida por un grupo de frailes que reciben primero el nombre de «celantes» y luego el de «espirituales». Los «celantes» fueron algunos de los que desde el primer momento siguieron más de cerca a Francisco, gozaron más íntimamente del encanto de su compañía, penetraron más adentro en los secretos de su vida interior y se estremecieron de veneración al verlo sellado con los estigmas de la Pasión. Pero, aun después de muerto, Francisco continúa viviendo y actuando entre ellos en persona. No es la regla, escrita por Francisco y aprobada por la Iglesia, la que traza a estos frailes la pauta a seguir: son más bien los «dichos» o «logia», las «profecías», los «sueños» que se dicen había proferido o tenido, cuando aún vivía; es el mismo Francisco quien, desde el cielo, continúa manifestando, mediante «revelaciones», su verdadera intención sobre la Regla. Fascinados por este modelo viviente –cada vez más idealizado–, los «celantes» no pueden ver con buenos ojos la evolución que está tomando la Orden; y para no traicionar su responsabilidad de «testigos fieles», terminan por convertirse en su conciencia crítica. No pudiendo hacer otra cosa por la reforma de la Orden, ponen por escrito sus experiencias y memorias o las van comunicando de viva voz, y casi en secreto, a los que muestran especial interés por conocerlas. Y no les faltan discípulos y seguidores.

Nacen así los que la historia conoce como «espirituales franciscanos». Pero estos van más lejos de los candorosos «zelanti». Se preocupan no sólo por la reforma de la Orden, sino también por la reforma de la Iglesia, que para ellos va a tratarse de la misma cosa. Influenciados por el célebre abad Joaquín de Fiore (†1202), que había profetizado el inminente advenimiento de la tercera y última edad de la Iglesia, la edad del Espíritu Santo, nuestros «espirituales» no dudan en identificar la misión de Francisco con el cumplimiento de esa profecía. Francisco implantará esa nueva iglesia –la «ecclesia spiritualis»– y acabará con la «ecclesia carnalis» que existió hasta entonces. Los fieles seguidores de Francisco deberán llevar adelante esa misión, que es su propia misión, pues la Orden se identifica con esa nueva iglesia –la iglesia de los espirituales–, la Regla franciscana es el mismo Evangelio y Francisco es un trasunto de Cristo, un segundo Cristo, el «alter Christus».

El joaquinismo entró en la Orden ya antes de mediados del siglo XIII y se afianzó –no obstante la drástica represión operada por san Buenaventura– a finales de ese mismo siglo y comienzos del siguiente, enraizándose perfectamente en la tradición franciscana, gracias a la síntesis doctrinal llevada a cabo por los tres grandes representantes del movimiento: Pedro de Juan Olivi (†1298), Ubertino da Casale (†1325) y Ángel Clareno (†1337).

Otra cosa que conviene aclarar es el concepto que tanto Joaquín de Fiore como los «espirituales» franciscanos tienen de la «ecclesia spiritualis» (ahora identificada con la Orden). Hablan de «nova ecclesia» y la entienden en sentido propio. El devenir histórico de la Iglesia, como el de la Humanidad, no supone, según ellos, un enriquecimiento, más bien es un continuo gastarse de la perfección inicial que Dios puso en la creación y que Cristo elevó a su máximo grado con su Pasión y Resurrección. Cada época de la Iglesia, y de la Humanidad, se yergue sobre las ruinas de la anterior. De ahí que «reformatio» o «renovatio» no signifique, en este caso, mejoramiento de la Iglesia o de la Humanidad en una época determinada, en línea de continuidad, sino que significa truncamiento del estado anterior para volver a «formar de nuevo», «crear de nuevo», desde los orígenes. Trátase de una Creación, de una Resurrección.

Queda así delineado, aunque sólo sea a grandes rasgos, el humus en que brotaron las Florecillas. Veremos a continuación el animus que contienen.

Las Florecillas: epopeya de la Creación

Las Florecillas, no obstante su fragmentariedad, no son un ramillete de episodios, bellísimos sí, pero sin más unión entre ellos que la que les viene de estar yuxtapuestos. Por el contrario, son partes esenciales de una obra unitaria. Una obra de arte. Una epopeya en prosa. Muchos reducen las Florecillas a una exaltación de la primavera vivida por Francisco y algunos de sus mejores discípulos en el primer siglo de la Orden. Pero son mucho más que eso. Son la epopeya de unos hombres que se han propuesto o han sido llamados a implantar los tiempos de la Creación inicial, salida inocente de las manos de Dios, e instaurada, después del pecado, en la nueva Creación, llevada a cabo por Cristo.

Hay, en efecto, en las Florecillas signos que apuntan, inconfundiblemente, a los albores de la Humanidad, y que sugieren que hasta ellos parecen haber llegado, una vez despojados del pecado, aquellos decididos buscadores de Dios. Todo tiene aquí el sabor de aquella amanecida creación cósmica. Francisco y los suyos, que dialogan familiarmente con Dios; que viven la alegría de sentirse criaturas suyas, hechas a su imagen y semejanza; que son arrastrados a amar todas las cosas del universo, porque Dios las amó primero; que, haciéndose eco de todos los seres creados, tributan a Dios las alabanzas debidas, convirtiendo el universo entero en un templo que tiene por bóveda el firmamento; que restablecen la armonía primera entre el hombre y las bestias, aun las más feroces, como le sucedió a Francisco con el lobo de Gubbio. En una palabra, las Florecillas ponen especial énfasis en recrear la vida de Francisco y de sus compañeros en un ambiente de Edén: las verdes praderas del valle de Espoleto; los frondosos árboles de Rieti, las Cárceles y Alverna; el aire que besa las tranquilas aguas del lago Trasimeno; y, en fin –para decirlo con palabras del P. Gemelli–, «un intenso batir de alas se cierne sobre estas páginas: tórtolas en las Cárceles, golondrinas en Bavena [¿Bevagna?], pájaros de toda especie en el Alverna, alondras en la Porciúncula, sobre la celda del Tránsito. Parece sólo poesía pero es mucho más; es la felicidad de la naturaleza inocente, como antes de la caída de Adán»1.

La creación inicial, alterada por el pecado, fue restaurada de modo todavía más admirable en la re-creación, o nueva creación, que Cristo realizó con su pasión, muerte y resurrección. Pero también esta vez el vigor de la nueva creación duró poco. La Iglesia, encargada de transformar el mundo con la fuerza de su divino Fundador, después de los primeros fervores apostólicos, comenzó a debilitarse de siglo en siglo hasta llegar a abandonar por completo su misión. Había, pues, que crear otra nueva que, libre de otros afanes, se dejase guiar enteramente por el Espíritu de Cristo. Surge así la «ecclesia spiritualis». Y es Francisco el llamado a implantarla. Tomás de Celano, en su segunda Vida –escrita hacia 1246-47, bajo el influjo de los «celantes»–, refiere que fue el mismo Cristo quien impuso esta misión a Francisco, llamándole por su nombre desde el crucifijo de San Damián: «Francisco, ve y rehace mi casa que, como ves, está toda en ruinas» (Vita II, c. 6). Y al final, Cristo autenticaría esta misión imprimiendo los estigmas de su Pasión en el cuerpo de Francisco.

Las llagas son las letras credenciales que acreditan la misión confiada a Francisco; no por nada el anónimo traductor-autor italiano puso al final de las Florecillas, como refrendo, las cinco consideraciones sobre la impresión de las llagas. Yo, en cambio, aconsejaría al lector el comenzar por ahí la lectura y fijarse detenidamente en esta frase de la cuarta consideración: «el verdadero amor de Cristo transformó perfectamente a san Francisco en Dios y en la imagen real de Cristo Crucificado». Leído esto, puede volver al principio del libro, cuyo primer capítulo comienza así: «Ante todo se debe considerar que el glorioso messere san Francisco, en todos los hechos de su vida, fue conforme a Jesucristo bendito».

Tenemos aquí la clave de interpretación del grandioso mensaje de las Florecillas. Las dos expresiones, conformación o conformidad con Cristo y, sobre todo, transformación en Cristo, indican mucho más que simple imitación de Cristo. El hombre conformado con Cristo y, más aún, transformado en Cristo, es «la verdadera imagen de Cristo», configura a Cristo, le hace presente. Cristo se hace presente en Francisco; el «crucificado Francisco»2 es el «segundo Cristo».

Pero las dos expresiones constituyen también la tésera que necesariamente debía mostrar todo aquel que quisiera formar parte de la nueva iglesia; todos estaban llamados a formar parte de ella, pero se les exigía la conformación, la transformación en Cristo. Y las Florecillas nos hacen ver cómo todos los que integran el grupo son hombres y mujeres «transformados». Fray Elías, aunque admiraba mucho a Francisco, figura como no transformado y, por tanto, excluido del grupo.

Como queda dicho más arriba, en la óptica de los «espirituales» franciscanos, que es también la de las Florecillas, una transformación, un cambio, no suponían adquisición de nuevas formas en línea de continuidad con las pasadas; al contrario, exigían romper con situaciones de todo tipo en que se venía viviendo hasta entonces. Esto comportaba entablar un duro combate para liberarse de toda clase de ataduras, tanto a nivel personal como de grupo: Orden, Iglesia, Sociedad. En esta lucha estaban empeñados los exaltados seguidores de Francisco cuando se escribían las Florecillas. Poéticamente, aunque no menos crudamente, se describe este enfrentamiento en el capítulo 48 recurriendo a una visión que había tenido fray Jacobo de Massa. Fue, pues, el caso que fray Jacobo, «después de haberle revelado Dios muchas cosas sobre el estado de la Iglesia militante, tuvo la visión de un árbol hermoso y grande y muy fuerte... Entonces supo... las gracias y las culpas de todos». Sobrevino un fuerte viento que desgajó todas las ramas y terminó por derribar el tronco del árbol. Los frailes malos cayeron por tierra «y eran llevados por los demonios a lugares de tinieblas y tormentos»; los buenos, en cambio, «fueron transportados por los ángeles a un lugar de vida, de luz eterna y de esplendorosa bienaventuranza». Pasada la tempestad, «de la raíz de este árbol, que era de oro, brotó otro árbol, todo de oro, el cual produjo hojas, flores y frutos de oro».

De lo que será del árbol y de su expansión en el futuro, el anónimo autor de las Florecillas prefiere mejor «callar que hablar». De todos modos, el autor no sabe ocultar su optimismo. Ese nuevo árbol, esa nueva Orden, esa nueva Iglesia está llamada a extender sus ramas a todo el universo y a cobijar bajo su sombra a todos los hombres de cualquier condición que sean, con tal que se transformen en Cristo: hombres adinerados, sacerdotes usureros, ladrones, nobles y plebeyos, estudiantes y gente analfabeta, reyes como Luis IX de Francia, y el mismo «Sultán de Babilonia», Melek-el-Kâmel, que es bautizado y va al cielo. Verdaderamente, una nueva creación, operada por Cristo, más sublime que la primera, y llevada a cumplimiento por el «alter Christus», Francisco de Asís y sus fieles discípulos.

¿Historia?, ¿leyenda? Una vieja pregunta, difícil de contestar. Sin duda, hay algo de lo uno y de lo otro. Y, en todo caso, se puede decir con Daniel-Rops que este libro «sonne vrai»3.

1San Francisco de Asís y sus pobrecitos, Buenos Aires 1949, 112.

2Florecillas, c. 49.

3Les Fioretti de saint François d’Assise, Préface, París 1954.

Síntesis cronológica de la vida

de san Francisco

1182 Francisco nace en Asís y recibe en el bautismo el nombre de Juan, que le fue cambiado después por el de Francisco.

1202 Guerra entre Perusa y Asís. Francisco es llevado prisionero a Perusa.

1203 Francisco, enfermo, es liberado y regresa a Asís.

1205 Encuentro con el leproso. Le habla el crucifijo de San Damián.

1206 En conflicto con su padre, renuncia a todo ante el obispo de Asís. Repara San Damián y las capillas de San Pedro y la Porciúncula.

1208 Oyendo leer el Evangelio, se siente llamado a seguir a Cristo pobre.

1209 Acompañado de sus primeros 11 discípulos parte para Roma. Inocencio III les aprueba su pequeña regla y les autoriza para predicar.

Francisco escoge la Porciúncula como iglesia-madre de la Orden.

1212 Francisco impone el hábito a santa Clara.

1213 El conde Orlando ofrece a Francisco el monte Alverna.

Viaja a España y llega hasta Compostela, según las Florecillas (1213-1214).

1215 Asiste al Concilio IV de Letrán. Probable encuentro con santo Domingo.

1216 Muere Inocencio III. Es elegido papa Honorio III, del cual obtiene Francisco la Indulgencia de la Porciúncula.

1219 Viaja a Damieta. Se encuentra con el ejército de la quinta Cruzada. Se entrevista con el sultán de Egipto, Melek-el-Kâmel.

1220 Francisco renuncia al cargo de Ministro general de la Orden; en su lugar es elegido Pedro Catani. El papa designa al cardenal Hugolino protector de la Orden.

1221 Muere Pedro Catani y fray Elías es designado Vicario general.

1223 Honorio III aprueba la regla definitiva o regla bulada de la Orden. Francisco celebra la Navidad en Greccio.

1224 Recibe sobre el monte Alverna los estigmas de la Pasión de Cristo.

Francisco va perdiendo vista. Casi ciego, compone en San Damián el Cántico de las creaturas o Canto del Hermano Sol (1224-1225).

1226 Redacta su Testamento; el 3 de octubre muere en la Porciúncula. El día 4 es sepultado en la iglesia de San Jorge.

1227 Su amigo, el cardenal Hugolino, es elegido papa con el nombre de Gregorio IX.

1228 Francisco es canonizado en Asís por Gregorio IX el 16 de julio.

1230 Su cuerpo es trasladado a la nueva basílica que lleva su nombre.

Los personajes de las Florecillas

No son todos, ni son sólo los que, con el protagonista Francisco, iniciaron, en número de doce, el movimiento franciscano. Desfilan por estas páginas otros personajes, unos contemporáneos de Francisco, otros que se suceden a lo largo de todo el primer siglo franciscano. Baste hacer aquí una breve presentación de los que, por un motivo o por otro, desempeñan un papel más significativo en el desarrollo de esta epopeya.

Fray Bernardo de Quintavalle (cc. 1-6.28). Un laico de Asís que distribuyendo entre los pobres sus abundantes caudales fue, después de Francisco, la «prima pianta», la primera flor del jardín seráfico. Francisco lo distinguió siempre con especiales muestras de afecto; lo llevó consigo en el viaje a Santiago de Compostela y, estando para morir, lo bendijo como a su primogénito, anteponiéndolo a fray Elías, que era Vicario general (c. 6).

Fray Gil de Asís (cc. 1.4.6.34.48). El tercero del grupo, después de Bernardo y de Pedro Catani (que no figura en las Florecillas); ingresó en 1209 y murió en 1262. Algunas fuentes le consideran peregrino a Santiago de Compostela. Se conservan sus Dicta, o sentencias, que gozaron de gran autoridad entre los hermanos.

Fray León (cc. 8.9.27.30.36 y 1ª consideración). Se unió a Francisco hacia el 1210 y murió en 1271; confesor, secretario y el más confidente de Francisco; le acompaña en el momento de la impresión de las llagas. Francisco, en vez de «león» prefería llamarle su «ovejuela»; él, fray Rufino y fray Ángel redactaron la Leyenda que se llama precisamente «de los Tres compañeros»; gozó de gran prestigio en el ambiente de los «espirituales»; era considerado como el Juan Evangelista de Francisco.

Fray Maseo de Marignano (cc. 4.10-13.16. 27.29.32.42; 1ª consideración). Se asoció al grupo hacia el 1210-11, y murió en 1280. Alto, fuerte, bien portado, de palabra fácil, tuvo que vencerse mucho para practicar la humildad.

Fray Rufino (cc. 1.29.30.31). Noble de Asís, es uno de los «Tres compañeros»; le costó despojarse de su antigua formación feudal, por lo que fue alguna vez reprendido por Francisco. Murió en Asís en 1278; está sepultado en la basílica de San Francisco.

Fray Silvestre (cc. 1.2.16). Natural de Asís, fue el primer sacerdote que entró en la nueva fraternidad; en su estado anterior demostró estar bastante apegado al dinero; muere en 1240.

Fray Ángel Trancredi (c. 16; 1ª consideración). De Rieti. Uno de los once primeros discípulos de Francisco, y formó parte de los «Tres compañeros»; fue el primer caballero que entró en la Orden; era un modelo de cortesía y afabilidad; muere en 1258.

Santa Clara de Asís (cc. 15.16.19.33.35). De la noble familia de los Favarone de Offreduccio; atraída por el ejemplo de Francisco, abandonó también ella la casa paterna y en 1212 le impuso el hábito en la Porciúncula y se retiró con sus primeras compañeras a vivir a San Damián; entre ella y Francisco hubo una grandísima influencia mutua; muere en 1253.

San Antonio de Lisboa o de Padua (cc. 20.39.40). Nació en Lisboa en 1195. Canónigo regular de San Agustín en Coimbra y en 1220 ingresó en la Orden en Italia; en 1223 Francisco le envía a que abra una casa de estudios en Bolonia; ejerció la predicación en el norte de Italia y sur de Francia; murió en Padua en 1231 y fue canonizado al año siguiente.

Fray Elías (cc. 4.6.31.38). De Asís. Vicario de la Orden, muy amante de san Francisco; murió fuera de la Orden en 1253; la historiografía moderna está rehabilitando esta ilustre figura tan injustamente tratada en las Florecillas y en otras Leyendas de los primeros tiempos.

Isaac Vázquez Janeiro (†)

Nota sobre la presente edición

La presente edición ha sido preparada teniendo como texto baseI Fioretti di san Francesco(Quaracchi 1926), revisado según un nuevo código por P. B. Bughetti y aparecido como edición crítica italiana en la colección Fonti francescane, sección segunda. También se han tenido en cuenta otras ediciones y traducciones en castellano. Hemos incorporado algunas notas al texto, muchas de ellas de la mencionada edición italiana y que fueron preparadas por Feliciano Olgiati.

La presente introducción fue escrita en 1998 por el P. Isaac Vázquez Janeiro, generoso y erudito franciscano fallecido en 2003.

Capítulo 1

En el nombre de nuestro Señor Jesucristo crucificado y de su Madre la Virgen María. En este libro se incluyen ciertas florecillas, milagros y ejemplos devotos del glorioso poverello de Cristo messere san Francisco y de algunos de sus santos compañeros. En alabanza de Jesucristo. Amén.

Ante todo se debe considerar que el glorioso messere san Francisco, en todos los hechos de su vida, fue conforme a Jesucristo bendito; porque así como Cristo, al principio de su predicación, eligió doce Apóstoles para que, despreciando toda cosa mundana, le siguieran en pobreza y demás virtudes, también san Francisco eligió, desde el principio de la fundación de la Orden, doce compañeros poseedores de la altísima pobreza4. Y así como uno de los doce Apóstoles, el que se llamó Judas Iscariote, apostató del apostolado, traicionando a Cristo, y se ahorcó a sí mismo por el cuello (Mt 27,3-5), también uno de los doce compañeros de Francisco, de nombre Juan della Capella, apostató y finalmente se ahorcó. Y esto sirve de gran ejemplo para los elegidos y es motivo de humildad y temor, considerando que nadie está seguro de perseverar hasta el final en la gracia de Dios. Y del mismo modo que los Apóstoles admiraron a todo el mundo por su santidad y humildad y plenitud del Espíritu Santo, así también aquellos santos compañeros de san Francisco fueron hombres de tanta santidad que, desde el tiempo de los Apóstoles hasta ahora, no hubo en el mundo hombres tan maravillosos y santos; pues alguno de ellos, en concreto fray Gil, fue arrebatado hasta el tercer cielo como san Pablo (2Cor 22,2-4); a otro, llamado fray Felipe Lungo, le tocó el ángel los labios con un carbón encendido, igual que al profeta Isaías (Is 6,6-7); otro, como fue el caso de fray Silvestre, hablaba con Dios, como un amigo con otro, lo mismo que Moisés (Éx 3); otro volaba con la sutileza del intelecto hasta la luz de la divina sabiduría, como el águila o sea Juan Evangelista, y fue el muy humilde fray Bernardo, que exponía con toda profundidad la Sagrada Escritura; alguno fue santificado por Dios y canonizado en el cielo, viviendo aún en el mundo, y este fue fray Rufino, caballero de Asís; y así, todos fueron privilegiados con singulares muestras de santidad, tal como se declara más adelante.

4 Se habla de poseedores de la pobreza, pero existen versiones que hablan de professori de la pobreza, es decir, que profesan, viven y poseen la pobreza.

Capítulo 2

De fray Bernardo de Quintavalle, primer compañero de san Francisco

El primer compañero de san Francisco fue fray Bernardo de Asís, quien se convirtió de este modo: cuando Francisco andaba todavía con hábito seglar, aunque ya había despreciado al mundo y se presentaba con aspecto desagradable y maltrecho por la penitencia, muchos le tenían por tonto y le escarnecían igual que a un loco, y hasta sus parientes, lo mismo que los desconocidos, le tiraban piedras y barro, pero él soportaba con paciencia todas las injurias y afrentas, pasando por sordo y mudo; messere Bernardo de Asís, que era de los más nobles, ricos y sabios de la ciudad, comenzó a considerar sabiamente en Francisco su extremado desprecio del mundo, su gran paciencia ante las injurias, y cómo después de llevar ya dos años así, abominado y despreciado de todos, parecía cada vez más cons­tante y paciente; y comenzó a pensar y a decir en su interior: «Es imposible que este Francisco no tenga abundante gracia de Dios». Y una noche le invitó a cenar y dormir en su casa, y san Francisco aceptó y fue a cenar y hospedarse con él.

Y entonces, messere Bernardo, se metió en el corazón el deseo de contemplar su santidad; de este modo le hizo preparar una cama en su propio aposento, en el que siempre ardía una lámpara durante toda la noche. Y san Francisco, para ocultar su santidad, tan pronto como entró en el aposento se echó sobre la cama y simuló dormirse; poco después se acostó también messere Bernardo y comenzó a roncar con fuerza, como si durmiera profundamente. Por lo que san Francisco, creyendo de veras que Bernardo dormía, al primer sueño dejó la cama y se puso en oración, alzando los ojos y las manos al cielo y diciendo con grandísima devoción y fervor: «¡Dios mío! ¡Dios mío!». Y así estuvo hasta el amanecer, llorando a lágrima viva y repi­tiendo siempre: «¡Dios mío! ¡Dios mío!» sin más. Y esto lo decía san Francisco contemplando y admirando la excelencia de la divina Majestad, que se dignaba socorrer al mundo que perecía y por medio de su siervo, el poverello Francisco, se proponía remediar la salvación de su alma y la de los demás; iluminado por el Espíritu Santo, o bien con espíritu de profecía, previendo las grandes cosas que Dios había de hacer por medio de él y de su Orden y considerando su insuficiencia y poca virtud, llamaba y rogaba a Dios para que, con su piedad y omnipotencia, sin la cual nada puede la humana fragilidad, supliese, ayudase y concluyese lo que él, por sí mismo, no podía. Contemplaba messere Bernardo, a la luz de la lámpara, los actos devotísimos de san Francisco y, considerando con atención las palabras que decía, se sintió tocado e inspirado por el Espíritu Santo para cambiar de vida.

Por lo que, al llegar la luz del día, llamó a san Francisco y le dijo: «Hermano Francisco, estoy dispuesto con todo mi corazón a abandonar el mundo y seguirte en todo lo que me mandes». Al oír esto san Francisco, se alegró en espíritu y le dijo así: «Messere Bernardo, esto que me decís es obra tan grande y difícil que es preciso pedir consejo a nuestro Señor Jesucristo, y rogarle que se digne mostrarnos su voluntad y enseñarnos cómo la podemos poner en práctica. Por ello vayamos al obispado donde hay un buen cura, le haremos decir la Misa y luego estaremos en oración hasta la hora de tercia, pidiendo a Dios que las tres veces que abramos el misal nos muestre la vida que quiere que elijamos». Contestó messere Bernardo que esto le agradaba mucho, y se fueron, pues, al obispado. Y después de oír misa y estar en oración hasta la hora de tercia, el presbítero, a ruego de san Francisco, tomó el misal y, haciendo la señal de la cruz, lo abrió tres veces en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. En la primera vez salieron aquellas palabras que dijo Cristo en el evangelio al joven que le preguntó acerca del camino de la perfección: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dáselo a los pobres; luego ven, y sígueme (Mt 19,21). La segunda, apareció lo que dijo Cristo a los Apóstoles cuando los mandó a predicar: No toméis nada para el camino ni bastón ni alforja ni calzado ni dinero (Lc 9,3); queriendo con esto enseñarles que el cuidado de su vida debían dejarlo en manos de Dios, y no tener otra intención que predicar el santo evangelio. Al abrir el misal por tercera vez, encontraron aquellas palabras de Cristo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16,24). Entonces dijo san Francisco a messere Bernardo: «He aquí el consejo que Cristo nos da; vete, pues, y cum­ple todo lo que has oído; y bendito sea nuestro Señor Jesucristo, que se ha dignado mostrarnos su vida evangélica». Oído esto, se marchó messere Bernardo y vendió todo lo que tenía (era muy rico), y con gran alegría distribuyó todo a los pobres, viudas, huérfanos, peregrinos, y en monasterios y hospitales; y en todo le ayudaba fiel y próvidamente san Francisco.

Viendo uno, llamado messere Silvestre, que san Francisco daba y hacía dar tanto dinero a los pobres, lleno de avaricia, le dijo: «No me has pagado del todo aquellas piedras que me com­praste para reparar la iglesia; ahora que tienes dinero, págame». Entonces san Francisco, asombrado de su avaricia, pero no queriendo dis­putar con él, como verdadero observante del evangelio, metió las manos en el seno de messere Bernardo y, llenas de monedas, las echó en la bolsa de messere Silvestre, diciéndole: «Si quieres más, más te daré». Contento messere Silvestre por aquello, se marchó y volvió a su casa; pero de noche, al recordar lo que había hecho durante el día, se arrepintió de su avaricia, considerando el fervor de messere Bernardo y la santidad de san Francisco. A la noche siguiente y otras dos noches más, tuvo una visión de Dios: de la boca de san Francisco salía una cruz de oro, cuya parte superior llegaba al cielo, y los brazos se extendían de oriente a occidente. A causa de esta visión dio, por amor de Dios, todo lo que tenía y se hizo fraile menor; y alcanzó tanta santidad y gracia en la Orden que hablaba con Dios como lo hace un amigo con otro, según lo comprobó san Francisco muchas veces y se declarará más adelante.

Del mismo modo, fray Bernardo recibió tanta gracia de Dios que muchas veces era arrebatado en la contemplación de Dios; y san Francisco decía de él que era digno de toda reverencia y que era quien había fundado esta Orden, porque fue el primero que abandonó el mundo sin reservarse nada, sino dándolo todo a los pobres de Cristo, y comenzó la pobreza evangélica ofreciéndose desnudo en los brazos del Crucificado.

El cual sea bendito por todos nosotros in saecula saeculorum.Amén.

Capítulo 3

Cómo por un mal pensamiento que tuvo san Francisco contra fray Bernardo, ordenó al mencionado fray Bernardo que por tres veces le pisara el cuello y la boca.

El devotísimo siervo del Crucificado, messere san Francisco, por el rigor de la penitencia y el continuo llorar, se había quedado casi ciego y veía poco. En una ocasión, partió del lugar en que estaba y se dirigió al lugar5 donde se hallaba fray Bernardo, para hablar con él de las cosas divinas; y llegado al lugar le encontró haciendo oración en el bosque y le llamó: «Ven –dijo– y habla a este ciego». Y fray Bernardo no le respondió nada, pues, al ser hombre de gran contemplación, estaba con la mente elevada y absorta en Dios, y por ello poseía una singular gracia para hablar de Dios; como lo había comprobado muchas veces san Francisco, y por tanto deseaba hablar con él. Tras unos instantes, le llamó la segunda y tercera vez del mismo modo; pero ninguna de las veces fray Bernardo le oyó, y no le respondió ni fue a su encuentro. Por lo que san Francisco se marchó algo desconsolado, asombrado y lamentándose en su interior de que fray Bernardo, llamado por tres veces, no hubiera acudido a él.

Marchándose con este pensamiento, san Francisco, cuando se hubo alejado un trecho, dijo a su compañero: «Espérame aquí»; y retirándose a un lugar solitario cerca de allí, se postró en oración y rogó a Dios que le revelase por qué fray Bernardo no le había respondido. Y estando así, le vino una voz de Dios que le dijo: «Oh, pobre hombrecillo, ¿por qué te turbas? ¿Debe el hombre dejar a Dios por la criatura? Fray Bernardo, cuando tú lo llamabas, estaba conmigo y por eso no podía acercarse a ti ni responderte. Así que no te maravilles de que no te pudiese res­ponder, ya que estaba tan fuera de sí que no oía ninguna de tus palabras». Teniendo san Francisco esta respuesta de Dios, inmediatamente y con premura volvió a donde estaba fray Bernardo, para acusarse humildemente del pensamiento que había tenido contra él.

Y viéndolo venir hacia sí, fray Bernardo le salió al encuentro y se echó a sus pies; pero san Francisco hizo que se levantara y le contó con mucha humildad el pensamiento y la ofuscación que había tenido contra él, y cómo Dios le había contestado. Por lo que concluyó diciéndole: «Te mando por santa obediencia6