Las reinas del mar - Mauricio Wiesenthal - E-Book

Las reinas del mar E-Book

Mauricio Wiesenthal

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Beschreibung

«Quizá debo comenzar explicando que mi vida de escritor ha sido bastante aventurera, más divertida y laboriosa que segura, y mucho más arriesgada y tormentosa que rentable. Tampoco es raro, si pensamos que el oficio de escribir es quehacer de horizonte: "quesoñar" de cielo, como las navegaciones». En esta fascinante epopeya—a veces memoria feliz, crónica de mil viajes narrados en escenarios de novela y de cine—Mauricio Wiesenthal nos embarca a bordo de legendarios navíos, repletos de historias románticas, de amores, de lugares y de vidas apasionantes cuya memoria recupera este viajero empedernido. «Las reinas del mar» nos descubre que lo mejor de la travesía no reside en el regreso al puerto seguro del hogar, sino en las personas, las experiencias y los relatos que atesoramos a lo largo del viaje de la vida, un teatro infinito con un escenario siempre cambiante. «Una delicia de libro que navega por todos los mares, por India, por Nueva York, por África… Lugares a los que llegó en el Queen Mary, el Andrea Doria, el Galileo Galilei, el Azur, el Canberra, el Queen Elizabeth y otros muchos de esos buques de antaño en los que, junto a su esposa, Sarah, Wiesenthal conoció a reyes, princesas, artistas de cine, escritores de renombre, pintores…». Leonor Mayor Ortega, La Vanguardia «Las reinas del mar debería ser de lectura obligatoria para todo crucerista que se precie. Constituye un tesoro de experiencia». Manuel Lucena Giraldo, ABC Cultural «Unas sorprendentes memorias donde el hilo conductor, al margen de su propia vida, es una loa al conocimiento y al mundo del saber. Wiesenthal es un hombre de increíble erudición, de cultura infinita, pero como la que no tiene hoy casi nadie: una cultura activa, crítica, punzante, que interpreta el pasado y lo convierte en reflexión del propio presente». Toni Montesinos, La Razón «¿Qué se puede encontrar el lector en este libro? Todo lo que la literatura promete y no deja indiferente a nadie. El estilo del autor catalán es de lo más actual y fresco, pero no configura su narración en torno a una acción visual, sino que permite que la propia trama tome el control». Torres Remírez, Nueva Tribuna «Esta es la obra de un romántico que viaja hacia el País de Nunca Jamás, un libro tan interesante que sin duda vivirá y se moverá solo por los estantes de las bibliotecas del mundo, por los estantes de los libros de siempre jamás». Fulgencio Argüelles, El Comercio «Ya desde las primeras páginas el autor nos sube a un elegante camarote del Queen Mery en buena compañía. Porque Wiesenthal es también un viajero de relaciones, de mirar pero, sobre todo, de conversar y convertir la conversación en un arte». Antonio Iturbe, Cultura/s La Vanguardia «No puedo más que recomendar este libro, que aspira a convertirse -como el resto de sus ensayos- en una auténtica joya bibliográfica, de lectura imprescindible para todo erudito de corazón nostálgico». Darío Luque, Anika entre libros «El saber de Mauricio Wiesenthal es enciclopédico y a la vez íntimo. Lo ha demostrado a lo largo de una trayectoria editorial que supera las cinco décadas». Jordi Nopca, ARA «En Inglaterra, cuna de los grandes artífices de la memoria literaria, Mauricio Wiesenthal sería un autor de culto». Antoni Gual, El Periódico «Un lujo de las letras en español. Lean a Wiesenthal, pasen las páginas con el fervor de quien admira una obra maestra». F. R. Lafuente, ABC «Mauricio, todo lo que hace, lo hace bien. Sus libros son de una belleza irrefrenable. Es un caso excepcional de la cultura europea». Manuel Ramos

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Seitenzahl: 663

Veröffentlichungsjahr: 2024

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MAURICIO WIESENTHAL

LAS REINAS DEL MAR

MEMORIAS DE UNA VIDA

AVENTURERA

ACANTILADO

BARCELONA 2024

CONTENIDO

1. Huyendo de Ítaca

2. Las primas del capitán

3. Hamacas y tumbonas

4. La hora de los guantes blancos

5. Un beso es un buen comienzo

6. Alrededor del mundo

7. Noches de amor, mañanas para recordar

8. Un despacho en el lupanar

9. El discreto encanto de los herejes

10. Vuelan los pañuelos

11. Sarah, Sherezade

12. El nido del viento

13. El País de Nunca Jamás

14. Arrivederci Roma y los diarios del Comodoro

15. Un tango de celos

16. Y alguna tormenta

17. La bodega de lord Charles

18. Un oporto del año de la peste bubónica

19. No a todo el mundo le sienta bien una gorra

20. La reina de los mares

21. ¡Luz, cámara, acción!

22. Una biblioteca en el mar

23. Música y canciones

24. La mesa del capitán

25. Nueva York, justo para ir al teatro

26. Noroeste rolando a Sudeste, fuerza 4

Quiero dedicar este libro a Violeta, mi topolina, que me acompañó con sus juegos y sus vestidos bonitos en las largas jornadas de navegación de este libro. Acuérdate siempre de que sabes jugar, y de que la tormenta es una fiesta de las luces, los perfumes de la tierra y los colores que bailan para formar el arcoíris.

Y a María Rosa, este viaje que prosigo en pura rutina hacia auroras que fueron un premio y una fiesta con ella y para ella, y volverán a serlo cuando el mar vuelva a reunirnos. Muchas veces tuve la impresión de que era éste mi último libro y, cuando le leía algunas páginas, sentía una sensación extraña y necesitaba mirar sus ojos y sentir el calor de su mano. Debo comprender que se me adelantó en su viaje de libertad y ahora—sin su voz—navego hacia la lejana isla donde estamos citados. Tengo clara su luz, aunque hoy las nubes me parecen páginas aburridas, y cuento las horas para que amanezcan de nuevo en otro viaje los días en que yo le cantaba al sol y bailaban las olas para acompañarnos. Se reía cuando le cambiaba el nombre en mis novelas y la escondía tras los disfraces de mis personajes, dándole mis vidas y mis aventuras, llevándola a paisajes y lugares fantásticos, presentándole a mis poetas muertos y a mis amigos inmortales, y llamándola, según la hora, Marita, Tatiana, Soraya (en mis novelas africanas fue la sultana de los ojos de fuego) o Sarah (I’ll be loving you always, with a love that’s true always). Fue todo, también mi «bimba degli occhi pieni di malia» en los mil escenarios que vivimos y que yo le llenaba de decorados y le amueblaba, muchas veces en la dificultad económica o en la incertidumbre de los teatros donde dejamos la vida los actores que trabajamos juntos, enamorados y cómplices, interpretando las novelas, comedias y tragedias que la gente buena comparte y hace suyas, quizá porque el juego de las máscaras es la verdad más oculta y difícil de entender de la vida.

1

HUYENDO DE ÍTACA

Hay dos razones importantes para que uno no quiera levantarse: estar deprimido o haber pasado una noche inolvidable. Aquella mañana no me sentía en absoluto deprimido, pero de buen grado me hubiese quedado en la cama, dejándome acariciar por el sol que entraba por las ventanas del camarote.

Medio en sueños alargué la mano para abrazar a Sarah y, al buscar su cuerpo, sólo encontré los reflejos del mar que dibujaban ondas en las sábanas vacías. Me había despertado al sentir unos tímidos golpes, y pensé que el mayordomo nos traía el desayuno. Pero era Sarah, que había salido del baño con el halo de espumas, aceites y vapores perfumados que parecían acompañarla como el oro a las estrellas.

Sentada frente al tocador, con las piernas cruzadas en una postura insinuante—estudiadamente descuidada—, había terminado de peinarse y de cepillar sus cabellos. Comenzó a pintarse los labios. No puedo olvidar aquel rojo de fuego del Revlon Fire and Ice (un carmín de labios que estaba de moda en los años sesenta), pues va unido al brillo de miel y al perfume que dejó en la primera copa de champagne que compartimos.

Cuando se maquillaba, aplicaba sobre su piel clara el color y las sombras y, con arte de miniaturista, difuminaba las luces. Dejaba secar un poco el brillo en los pómulos, suavizaba los fondos mates y, después de perfilar cuidadosamente el carmín en su boca, movía los labios con un gesto voluptuoso, como si rompiese un beso en el aire.

Fire and Ice es mi recuerdo de aquellos días de mar y de champagne. Una historia que había comenzado como un aria romántica con el frío cristal de una copa y una mancha escarlata de carmín. Y, a la media noche, la pasión de sus labios: un diamante en un brasero encendido.

Nuestro camarote en el Queen Mary olía intensamente a rosas. Era el perfume de Sarah. Me incorporé sobre la almohada, espié sus movimientos, y vi cómo perfilaba cuidadosamente la línea del carmín. Me gustaba ver cómo fruncía los labios—pues sé bien que una mujer coqueta se ama también en su reflejo y en sus fotografías—, y creo que ella nunca pudo sospechar cuántas veces robé en el aire esos besos de su boca, antes de que llegasen a la luna plateada del espejo o a la lente de mi cámara.

Había en la atmósfera algo más intenso—embrujador y misterioso—que me recordaba el olor de un bungalow en Darjeeling, en los días de nuestra luna de miel. Lo llamábamos siempre bungalow porque nos parecía así más recoleto y romántico, aunque por sus dimensiones era un viejo palacete de época colonial. Cerré los ojos y me vinieron al ensueño del despertar las imágenes del pasado: la lluvia del monzón que inundaba los patios, y el calor agobiante que entraba por las ventanas y estremecía las cortinas, mientras el viento agitaba las banderas de la plegaria. Las pinturas de los dioses hindúes que decoraban mi despacho parecían llorar con la humedad de los muros antiguos. Los pájaros de Sarah cantaban en las jaulas de las largas galerías. Y las maderas y bastidores de las ventanas, con sus arcos lobulados, sus arabescos y celosías con tallas arcaicas, despedían un olor de incienso y cuento oriental.

Abrí de nuevo los ojos para volver a la realidad. No estábamos en nuestra casa de Darjeeling. Hacía ya más de dos años que aquel bungalow mágico—verdadero palacio encantado y lleno de recuerdos—no nos pertenecía. Las plantaciones de té habían sido expropiadas por el gobierno indio, y las viejas propiedades coloniales de la familia de Sarah se habían convertido en residencias gubernamentales y oficiales de aquel país libre e independiente.

En la mesita de noche cogí el libro que estaba leyendo. Era un viejo manuscrito encuadernado en piel. Commodore Edward C. Melbourne’s Log Journal (‘Diario de bitácora del comodoro Edward C. Melbourne’), se leía en la cubierta con letras doradas que imitaban un poco la barroca tipografía india. Este tesoro contenía los diarios de navegación y de viaje de un tío de Sarah que había sido capitán mercante desde 1910, en los años heroicos de la Marina. Y su descubrimiento—lo hallé por azar en un desván de nuestra casa de Darjeeling—me inspiró este libro que ahora escribo. En sus páginas encontré las historias de los barcos más famosos, especialmente del Carpathia, del Titanic, del Queen Mary, del Andrea Doria, y de tantos otros donde él había navegado y cuya historia conocía de primera mano. Porque el Comodoro, como lo llamábamos en familia, tuvo la rara suerte de estar presente en la tragedia y en el salvamento de los náufragos del Titanic, y había vivido mil aventuras en la mar.

—Nunca he sabido—me preguntó Sarah—qué diferencia hay en la Marina mercante entre capitán, comandante y comodoro.

Era uno de los muchos detalles náuticos que explicaba perfectamente Edward C. Melbourne en su diario de bitácora:

Las responsabilidades de un barco se dividen en tres departamentos: puente, máquinas y sobrecargo. «Capitán» es el término jurídico que designa nuestro empleo en la Marina, cuando obtenemos el título que nos capacita para gobernar y mandar un barco. «Comandante» se dice del capitán que toma el mando de un navío o de un grupo de navíos, y por eso los dos términos pueden considerarse sinónimos. Y el título honorífico de «comodoro» suele atribuirse al capitán con más años de servicio o que está al mando del barco insignia de una compañía.

Mientras hojeaba el manuscrito, pensando en el libro que quería escribir sobre las «reinas del mar», se oyó en el altavoz el parte del comandante: navegábamos a la altura de Ponta Delgada con el mar en calma y una temperatura de diecinueve grados centígrados. Era la brisa suave del Atlántico la que agitaba las cortinas por barlovento. El aroma de sándalo y maderas orientales no venía de tierra, sino del perfume de Sarah. Yo mismo le había pedido al perfumista que añadiera un sutil toque de incienso a las rosas. Es una nota dulce de fondo que aporta ensueño a los perfumes florales de Oriente, como la maravilla que creó Laroche en J’ai Osé uniendo el jazmín, los aceites cítricos y las maderas. Fue mi homenaje a la pasión de fuego y brasas que nos había unido, y era también un recuerdo de nuestra luna de miel en las montañas de Bengala, en un nido de águilas frente al Himalaya donde sus antepasados tuvieron su residencia y sus plantaciones.

Nunca quise llegar a Ítaca, porque me he pasado la vida huyendo de ella. Escapar fue el estímulo y el horizonte de mi existencia: salvarme de la tribu, de los caciques y costumbres locales, y de todo eso que llaman «dulce hogar». Lo mejor de la vida es el camino y, si queremos que el viaje sea maravilloso, debemos navegar mar adentro y no andar con prisa.

Quizá debo comenzar explicando que mi vida de escritor ha sido bastante aventurera, más divertida y laboriosa que segura, y mucho más arriesgada y tormentosa que rentable. Tampoco es raro, si pensamos que el oficio de escribir es quehacer de horizonte y quesoñar de cielo, como lo son las navegaciones. En principio pensé escribir este libro como un «diario de a bordo», y deseché la idea cuando comprendí que, a mis años, ya los días se me hacen apretados y cortos para un diario. Sé que no volveré a Ítaca, y que venceré en mi empeño por huir de ella. Moriré feliz al no dejar herencias ni rencores en mi epopeya y, sin embargo, siento el resquemor de que no me queden ya alientos para acabar estas páginas noveladas de mis memorias. Sé bien que escribo un libro que parece de memorias y podría ser también de presentimientos. Hay muchos nombres cambiados, muchos escenarios y, al final, el recuerdo de un muelle largo con un barco que está muy lejos.

Cuando evoco los mejores días de mi juventud me veo a bordo de un barco. Me vienen a la memoria los instantes mágicos de la arribada a los puertos. Siempre asomado a la borda, en la bruma ligera del amanecer, sintiendo en la frente el helado rocío de la mañana y con los labios cubiertos de sal. Guardo junto a mi mesita de noche las novelas de Emilio Salgari, de Robert Stevenson, de Julio Verne y de Jack London que leía en mi juventud, y que todavía acompañan mis sueños: voces de hombres y mujeres que narran historias. Conservo las memorias y relatos de aventuras que escribí en mis viajes por África y recuerdo bien los amaneceres en las misiones de Costa de Marfil cuando iba a buscar a los niños bajo la lluvia para vacunarles o para enseñarles a leer y a escribir. Puedo rememorar con detalle mis vuelos sobre el Zambeze y novelé con fantasía romántica en mis años jóvenes las batallas que libramos con mi compañero Theo Odendaal combatiendo al miserable Sultán de los Esclavos, cuando destruimos su maldito mercado negrero y liberamos a sus víctimas y prisioneros. Perdí la cuenta de cuántas páginas escribí con los diarios de mis travesías por todos los mares, pero me emociono al evocar las noches de copal y luna en las pirámides mayas, los ojos de leopardo de Soraya—la mujer más bella y feroz de la selva—, y los campamentos a orillas de un río en Tanzania donde al llegar la noche oía el lamento de los animales que luchaban y se devoraban entre ellos, acechándose en los lamederos de sal; sueños y ensueños de literatura y vida que se funden ya con mis libros y mis lecturas de infancia; días de lluvia en islas lejanas donde mis barcos cargaban especias orientales, y hermosas naves en las que bailé cien temporales en los fríos paralelos del sur, entre los vientos rugientes y aulladores que aterrorizaron a Magallanes en el siglo XVI. Leyendo la Relación del primer viaje alrededor del mundo, como la escribió Antonio de Pigafetta, aprendí a salvar los pasajes angostos de la vida, encontré pasos en las esquinas, ensenadas en los estrechos, y vados en los ríos. Descubrí islas donde soplan vientos bramadores en las horas de oscuridad. Igual que los días cortos de octubre en la Antártida—noches de tres horas no más—fueron muchos momentos de mi vida, hasta que la mañana se abría paso en las tinieblas, iluminando un rosario de islas que bauticé en mis mapas y en mis relaciones como islas de la Virgen María o del Espíritu Santo, con nombres de descubrimiento o de revelación. Mi padre recibía unos boletines de la UNESCO—me parece recordar que procedían de esta institución—donde se ofertaban empleos en los países más exóticos y alejados. No sé cuántas cartas escribí para que me aceptasen en Gabón, en Tahití, en Saigón y en todos los pueblos y aldeas donde soñaba con ser empleado, maestro o misionero. Nunca sentí envidia de un triunfo ajeno, porque bastante tuve con mis horizontes y los retos casi imposibles de mis anhelos. Mis sueños me llevaban a viajar, a aprender cosas difíciles, a vivir aventuras, a descubrir mundos radiantes, a buscarme un hueco en escenarios interesantes y a trabajar en mil teatros, representando a personajes valientes que desempeñaban trabajos sin futuro, y bregaban en mil tareas esforzadas, desprendidas y libres.

En cuadernos de colegio ya muy otoñados y amarillentos conservo los dibujos que hice de los grandes transatlánticos de mi tiempo y los diarios que escribía cuando viajaba en ellos, acompañado todavía por mis padres. Mi juego preferido era inventar islas, poblarlas de gentes muy diversas, crearles una vegetación y animales exóticos, construir una espléndida capital dibujando sus palacios, jardines, casas y fábricas, y detallar su geografía: arrecifes, acantilados, radas, golfos y puertos. Luego fundaba una compañía naviera, ideaba los barcos más bellos y comenzaba a jugar, a comerciar—y a veces a combatir en guerras y conflictos—con un compañero que se inventaba un país enemigo para competir con mis fantasías. Sé reconocer todas las «reinas del mar» en las que he viajado. Las observé tan detalladamente que aprendí a identificar sus siluetas, el número y el color de sus chimeneas, el dibujo de las anclas en los escobenes, las verandas acristaladas—algunas tan bellas como las del París, las del Constitution, el France, el Cabo San Vicente, o el Galileo Galilei—, la disposición de los botes salvavidas en las cubiertas superiores, sin olvidar las ventanas y los ojos de buey, la línea de su casco, la altura y la inclinación de los mástiles, los alerones del puente, la forma de la roda y el espejo, y el contorno más o menos tajado, redondo o elíptico de la popa. Sabía dibujar de memoria—con la atenta precisión con que un submarinista identifica a una presa desde el periscopio—la silueta de mis «reinas del mar»: fina y elegante en el President Cleveland, sólida y poderosa en el Aragon, majestuosa en el Queen Mary, ligera y marinera en el Atlantis y en el Amerikanis, alegre y blanca como una isla mediterránea en el Cabo San Vicente, y con verandas abiertas en el Arcadia y en el Himalaya, barcos construidos para las rutas en mares tropicales y cálidos.

En las hojas cuadriculadas de mis cuadernos conservo los dibujos de los camarotes que eran, en los años de mi infancia, refinados y palaciegos, pues tenían en el interior puertas de madera con pomos dorados, esculturas firmadas por buenos diseñadores, sillones de cuero capitoné y refinadas tapicerías art déco. Fueron cambiando hacia estilos funcionales y modernos desde la década de 1950 hasta nuestros días.

A quien viaja en avión le faltará siempre el olor a mar abierto que difunde la brisa en los puertos; el murmullo de la vida que llega hasta la borda en cuanto el barco enfila la costa y aproa alegremente hacia tierra. Desde un avión a gran altura no se ven los pueblos ni las casas. Cuando un barco se acerca a tierra, el viajero puede contemplar a los hombres, observar sus rasgos y estudiar sus gestos.

En mis Memorias de México dejé el relato de mis navegaciones por el Caribe, el mar de Cortés, Veracruz y Campeche, Acapulco y las costas del Pacífico. Nos asomábamos a la borda para disfrutar el calor de las húmedas noches californianas, escuchando el golpe que dan las enormes rayas cuando se lanzan fuera del agua y se dejan caer, pesadamente, sobre las olas oscuras. En casi todos mis libros hay rastros de mis viajes en barco, memorias de mar en calma, arribadas forzosas con frío viento de bora a los puertos de Istria, noches de niebla en Cornualles, encuentros alegres con manadas de ballenas en Buenaventura, amaneceres de nieve frente a la isla de Jan Mayen, mercados de flores en la isla Marigalante (¡qué nombre de galeón encallado!), y horas de tormenta en Hong Kong, cuando nuestro barco se movía como una pintura de Hokusai, en un tobogán de espuma, rizos blancos y la mar que tenía el color verdoso de las porcelanas chinas.

El olor de los pueblos y los países se percibe cuando uno se acerca lentamente por el mar, ya sea salvando las tres olas fatales de la brava costa mexicana del Pacífico o llegando con el cierzo a Veracruz; lo mismo cuando se divisa la silueta del Vesubio y las islas que escoltan la bahía de Nápoles, y también dejándose llevar por los olores de Oriente en el delta del Mekong, o cuando, guiado por el campanilleo de las boyas, se remonta el Hudson en el amanecer de Manhattan.

Fue para mí maravilloso ser profesor de culturas perdidas, viajar por el mundo para no tener que regresar a Ítaca, navegar de ceñida contra el viento huyendo de la nostalgia, vivir en un circo que recorría los pueblos del Danubio, escribir historias en las hojas que me soplaba el viento, hacer de extra en el cine, cantar en los cafés y en los barcos, y trabajar de galán romántico representando historias rosas en las fotonovelas populares que compraban las muchachas en flor, y que leían las abuelas olvidadas de Gorki. También me gusta pensar que mis historias románticas pudieron acompañar en horas solitarias a algunas hijas maltratadas que tenían miedo de no encontrar perdón en las iglesias y se confesaban a otras pobres gentes en las tabernas de Dostoievski.

No tuve otra patria que mis amores y el reino de los sueños, ni codicié más fortuna que la de vivir libre. Como pude escribí mis libros en la provincia del desamparo. No sé si se puede ser gaucho sin ganado, pero yo lo fui, porque tuve por hacienda mi libertad, y por pampa el cielo con todas sus estrellas. Para cabalgar me dio lo mismo jamelgo patrio que yegua matrera o potro cimarrón; igual altivo flete que buen pingo corredor, siempre que no fuese animalito ranchero ni tuviese querencia de hogar.

Me hice escritor en los cafés de París, de Viena y de Madrid, en los bares de Estocolmo, en las universidades y bibliotecas de Europa, en los trenes de la emigración, en las pensiones y en las casas de alquiler sin calefacción. Siento enorme desprecio y hasta resquemor por los que piensan que el mundo se divide en clases económicas y en compartimentos nacionales, tribales, ideológicos, religiosos o raciales. Aprendí tanto en los puertos como en los salones de aquellos barcos—las reinas del mar—que me acogieron y me adoptaron como a un hijo ciego de las sirenas: el último cantor sin isla que ha guardado la memoria de todos los mares en los que han navegado las balsas de los emigrantes. En esas navegaciones y en esos caminos de gitano—¡a la rueda, rueda, a la nanita, nana, deja que mi verso cante y que yo te quiera!—encontré el espíritu de luz y de libertad que es, para mí, el único destino de la vida.

Cuando era niño, un día que paseaba con mi padre por las calles de Antibes, conocí a Nikos Kazantzakis. «Quiero que conozcas al poeta griego», me dijo mi padre. Yo le seguía siempre como un corderito, incluso cuando con mano fuerte me enseñaba a andar por caminos difíciles. Le obedecía también cuando me obligaba a dar un rodeo por un prado para que no pisase unas flores; me aleccionaba a aprender sus nombres, a dibujarlas y distinguir su perfume, aunque a veces me hubiese gustado más cortarlas en un capricho infantil, acariciarlas e incluso probar a qué sabían. Enseñar y guiar era la vocación de mi padre, y sin duda me quería con amor natural, pero me había elegido como alumno, y yo le respondía con la devoción que tiene para un discípulo la voz sagrada del maestro. Era hijo de un ingeniero alemán que había llegado a España como emigrante. Mi abuelo tenía como pasaporte la única nacionalidad que los siglos de intolerancia dejaron a los judíos: la fe en la ilustración, el conocimiento, la justicia social y la enseñanza. Nunca oí hablar a mi padre de diferencias de razas, géneros ni clases, pues esas ignominias resultaban ajenas a su carácter civilizado, a su espíritu desinteresado y valiente, y a su condición humana. Me educó en la idea de que la libertad sólo es un tesoro para quien obra y trabaja con conciencia responsable. No hay porvenir más tenebroso que el de los hombres y mujeres que—en una sociedad civilizada—menosprecian la luz de la escuela, la guía de los libros y la humildad del estudio. He realizado muchos oficios modestos para mantener mi espíritu de escritor libre, y he trabajado en condiciones muy humildes en la periferia de la literatura. He pasado muchas horas de servicio en las labores de corrector tipográfico, maquetista y director de revistas culturales que sobrevivían en la precariedad de un mercado caprichoso e incierto, sin subvenciones de ninguna clase. Recuerdo que aprovechábamos las cintas de las máquinas de escribir por uno y otro lado, hasta que no quedaba rastro de tinta y nos veíamos obligados a repasar por encima con un lápiz las páginas ilegibles. Cuando me cansaba de respirar el olor de papel carbón me asomaba a la ventana en cualquier oficina de un barrio horrendo y las nubes me parecían reinas del mar navegando en aguas azules entre islas ignotas. Siempre tuve el don sencillo de encontrar la belleza y la fábula en las páginas blancas donde la literatura nos abre espacio para escribir una versión coloreada, aderezada, distinta y desconocida de la realidad. A veces creo que el poderoso Dios de los volcanes nos dio la fantasía para que—en pequeñas palabras que él no puede pronunciar—corrigiésemos filialmente sus excesos y le relatásemos cómo es el mundo de los más pequeños. También las madres y los padres sienten admiración y asombro cuando sus hijos balbucean las primeras palabras. Tartamudos y nerviosos miran al cielo, transportados por el arrobo, hablando sólo con los ojos porque ven en la vida prodigios tan grandes que únicamente podrían nombrarse con voces que todavía ellos no conocen. Así, en ese ansia de encontrar una palabra para nombrar la luz nació la literatura. To fós, la llamó en Grecia un poeta. Debía de parecer un loco con los ojos abiertos en el delirio, y agitaba las manos intentando atrapar las chispas en el aire blanco, porque no estaba seguro de si la palabra ajustada era ésta, o hubiese sido mejor borrar todos los demás significados y llamarle a la luz «espíritu», «abeja» o «limón». Quizá leukós (‘blanco’, ‘alegre’), y aún mejor en femenino leuké, porque la luz debía de ser diosa.

Aquel día en Antibes, cuando mi padre me habló del «escritor griego», pensé que iba a presentarme a Homero, el cantor de los acantilados y las rocas, el ciego errante y sin isla que había despertado en mi corazón la idea de que los poetas no deben olvidar a Ítaca, pero han de vivir siempre huyendo, por cuanto tienen prohibido regresar a ella.

También Kazantzakis vivía exiliado lejos de su isla de Creta, la que parece una hoja de viña. Tenía mirada de miope detrás de sus gafas de pasta, y había escrito poemas épicos, historias de raptos y batallas, novelas maravillosas. El sol humeaba aquella mañana sobre las colinas de Antibes, y las sombras largas dibujaban altivas figuras de guerreros entre los cipreses, armadías de velas blancas con mujeres que descargaban ánforas de aceite, un ciego llamado Teseo que pedía limosna junto a una barca de velas negras, y muchas siluetas de barcos cóncavos en las escolleras. En el canto de las jarcias, en el mugido de las velas, y en el gemir de las amarras, el pueblo entero olía a pesca de roca, a flor de romero, a higos maduros y a odres de vino.

Tenía apenas doce años y—antes de saber qué me depararía la vida—tuve la suerte de aprender que, para escribir un poema, hay que abandonarse, como las abejas, al olor del romero. Y aprendí también que el mundo entero se encontraba en las enseñanzas de los maestros, en la compañía tierna de los libros mil veces leídos y anotados, en los recuerdos sagrados que mis padres habían recibido de mis abuelos, y ellos de sus mayores, de generación en generación, pasando por hombres y mujeres que—en el llanto y en el trabajo, pero también en la esperanza—habían sido esclavos y soñaban con la libertad y la redención. Navegando por mares lejanos y espacios de cantos y sueños podía llegar hasta un tiempo en el que vivieron las madres de manto celeste y voz suave que me habían enseñado a rezar cuando era niño: tiempo que ya ni siquiera pertenece a los libros, sino a la brisa y a los perfumes de las islas del Descubrimiento.

Ya no necesito ir a Antibes para recordar a los antepasados de Zorba, porque cuando los azores de mi nostalgia persiguen a las palomas de Creta o, cuando echo de menos los membrillos, los dátiles y las parras de uva dulce, me hago a la mar, y en un puerto lejano encuentro a Kazantzakis y al Greco—un bizantino loco que ve el cielo como un castillo donde se funden espacios y tiempos—, o me entretengo en un promontorio de Sorrento donde se dice que tuvo un amor Miguel de Cervantes, y para ahora aquel contador de historias que escribió una doliente memoria de las mofas y maltratos que los idealistas reciben en España. También en el Mediterráneo conocí a Pablo de Tarso, curioso judío converso que remendaba velas en los puertos. Me impresionó porque hablaba de un hombre nuevo con una voz que sonaba autorizada y verdadera. Un día os hablaré de este buen marino que vivió más tormentas que nadie entre Éfeso y Bríndisi. Pero, antes de empezar mi poema, dejadme que converse de viajes con Ibn Battuta y que, apoyado en la fuente grande, cante un fandango de gallardías y tercios difíciles con Ben Hani de Elvira. Permitidme que vea una mano escondida en las estrellas que han de acompañarnos por los mares de este libro.

He navegado muchas veces el Mediterráneo y guardo en la memoria el olor del romero. Debería decir «los olores del romero», porque esta planta rebelde tiene un aroma diferente en cada monte, en cada isla y en cada puerto. El romero de Córcega huele a limón y a verbena, como una brisa de estío. Los campos de Provenza—cuando no está en flor la lavanda—huelen a alcanfor, porque allí el romero es rico en borneol. Y, en España, el romero huele a eucalipto y a resina. Cada vez que llego en barco a las costas de Cataluña sé reconocer este olor cuando el garbí de tierra sopla, mar adentro, más allá del Cap de Creus. Ahora, al hablardemisnavegaciones entre Hyères y Villefranche-sur-Mer, me viene el recuerdo de Saint-Exupéry y sus vuelos nocturnos, porque él desapareció en este mar durante un servicio de reconocimiento, cuando recibió la misión de señalar a los aliados los movimientos de las tropas alemanas. Los aviones pertenecen al cielo, pero a veces sienten la terrible llamada del mar. Antoine de Saint-Exupéry fue mi compañero de colegio: ambos estudiamos en el liceo que tenían los marianistas en Friburgo—aunque yo llegué treinta y cinco años más tarde a aquella inolvidable aula de la Villa Saint-Jean—. El olor del romero me trae su memoria. Quién sabe por qué las vidas de los niños se unen en algunas ocasiones en el vuelo de una mosca, en el bostezo de una clase de mediodía, en el satén de una página de lectura, en una lección de nombres difíciles que no pueden cantarse, o en el borboteo de una fuente que calma la sed después de un partido de fútbol en un recreo. Y ruego a quienes puedan leerme que acepten las nubes de mi memoria, porque tengo demasiados años y mezclo los perfumes en mis recuerdos, los nombres de las personas que he conocido, los cielos y las sombras de mis libros y las ciudades donde habité; confundo incluso las casas donde viví y donde—las veces que amé y fui afortunado—soñé vivir hasta el fin de mis días. Por eso hablo más de amar que de ser amado, porque tengo bastante con lo que quise, y dejo que otros juzguen o recuerden lo que pude darles, si quedó memoria en ellos.

El trigo, el olivo y la viña son las drogas de los dioses—Deméter, Atenea, Dioniso—y las plantas misteriosas que nos llevan a las mujeres y a los hombres por un mar de agonías donde nuestras barcas navegan entre la locura y la vida, entre el amor y la muerte, entre la sangre y el olvido.

Pero tenemos el romero—¿acaso no se llama ros-marinus, ‘rocío del mar’?—, que fue el regalo de bodas que nos dio Poseidón: único remedio contra la locura y el racionalismo, el perfume de los mares que nos anima a la libertad y al comercio, a la aventura y al viaje. El romero nos libra de caer en los hechizos tribales de Ítaca y en las genealogías fatales. Lo sé, lo he vivido y lo he probado. El romero bendito nos aleja de las islas donde reinan los ídolos y dioses volcánicos. El romero sagrado nos procura vientos favorables. El romero—maná de Neptuno, rocío del Mediterráneo—nos libera de los hechizos de Circe, nos protege de los monstruos y nos salva de los filtros de las diosas de ojos prudentes que castran a sus hijos.

Escribo estas páginas rodeado de los perfumes sacramentales del Mediterráneo. También me encomiendo a los santos, ante todo a san Nicolás, protector de los niños y los navegantes. Algunos impíos dicen que fue reverenciado más antiguamente como Poseidón. ¡Qué más da! La mitad de los santos que veneramos han cambiado de nombre, de origen o de sexo. Se cuenta que un tal san Josafat, que rezaba debajo de una higuera en antiguos relatos, no era otro que Buda Gautama. También hay quien sostiene que donde se rinde culto a san Demetrio se veneró primero a nuestra madre Deméter, y otros más fantasiosos pretenden haber encontrado las huellas de Artemisa—señora de los bosques y la caza—donde hoy se venera al manso y bendito mártir Artemidoro.

Éste es un libro dedicado a los mares, a sus dioses y a sus reinas. Tiene algo de música, de tormenta, de inquietud y de delirio; o sea, de literatura. Es un viaje que no lleva a Ítaca, pero por eso es también feliz, ya que sólo la odisea de la vida nos permite diferir la hora terrible de la Revelación. Y la llamo «terrible», porque fueron muchos los que—como Empédocles, Hölderlin o Nietzsche—encontraron la locura al llegar al final. ¿Es ése el nombre oculto de Ítaca? ¿Es ésa la última aventura—el naufragio en el mar inmenso de las pasiones y del espíritu—que Poseidón reserva a los hijos protegidos de la madre Atenea?

Miro mi brazo tatuado con la señal indeleble que me he empeñado siempre en ocultar. Son cinco letras: un nombre de isla, de niña o de mujer, pues no quiero revelaros ahora mi secreto y no sé si lo adivinaréis antes de acabar este libro. El mar, la mar, la libertad, la música, el viaje, el amor, la danza, y el consuelo de no pensar en nada…

2

LAS PRIMAS DEL CAPITÁN

Viví buena parte de mi infancia en Cádiz, cuando esta maravillosa ciudad era toda balcón, puerto y muralla, torre vigía y mar. Chateaubriand la comparó con Saint-Malo, donde él había nacido, y sin duda tienen el mismo parentesco que une a las gaviotas con las velas, a las madres con los pañuelos, a las murallas con las tabernas de las ciudades marineras, y a los amores de una noche de vino y viento en calma con los tatuajes de toda una vida.

La sigo llevando tatuada en mis sueños. Los muelles estaban tan inmersos en la trama y el alma de Cádiz que las machinas y las grúas del puerto parecían edificadas sobre las azoteas. Al andar por las calles adoquinadas de los barrios antiguos (Santa María, el Mentidero, La Viña, el Pópulo) se hubiese dicho que las cuestas cabeceaban en el mar. Las fachadas de piedra caliza («ostionera» la llaman, pues está formada por rocas de fondo y restos de conchas marinas) recuperaban su misteriosa memoria abisal en los días de tormenta, cuando la ciudad blanca naufragaba en los temporales del sur, desmoronándose bajo la lluvia con un olor de ozono, vida mojada y marisco. Los cañones rescatados de antiguos naufragios que reforzaban las esquinas contribuían al sueño de estar viviendo en la Atlántida. No creo que haya en el mundo una ciudad como Cádiz donde los perros puedan levantar la pata sobre la escocia del cañón de un bajel inglés hundido en Trafalgar.

Cuando se abrían los balcones—al primer cantar del sol y la mañana—, la ciudad se adrizaba y las cortinas volaban como pañuelos sobre la mar. La brisa, el yodo y la sal grafiteaban las paredes blancas de los barrios marineros, dejando ver el cascajo y la argamasa de los pueblos viejos, aunque las azoteas y los balcones estaban llenos de flores: jazmines que se abrían en la noche y unos geranios alegres y escandalosos que las abuelas llamaban con nombres sonoros («papagayo de Flandes», «león de Berbería», «reluciente rojo», «malvón de ultramar»), como si fuesen mosqueteros de los tercios, sementales bermejos o galeones de Indias.

La vida nos ofrece caminos inesperados. Yo quería ser marino porque había leído muchas historias de navegantes y mi madre me regalaba libros que alimentaban mis sueños de aventura y mis fantasías.

Todavía puedo evocar la galería soleada de mis primeras lecturas, que era como una balsa en el océano de mi ignorancia; como un jardín salvaje o un continente misterioso. Había en aquel patio un aljibe de mármol de Carrara, grandes maceteros con helechos, geranios, ciclámenes y unas plantas de hojas grandes que se llamaban «manos de tigre» y «orejas de elefante». Cuando se abrían las ventanas de la casa, toda aquella fronda se agitaba con la brisa marinera de Cádiz y se oía la sirena de los barcos que se llevaban hacia los mares del sur mis sueños de infancia.

La luz del mar entraba a raudales por las cristaleras, reverberando en los suelos de mármol. Y en aquella galería soleada me sentía náufrago, pescador de ballenas, huérfano sin familia, caballero de la Tabla Redonda y primero de la cuerda en una montaña lejana. Los días de lluvia me ponía la capucha de mi impermeable y me sentía como un monje en la celda. Me había dibujado un escudo con estrellas, como el de los cartujos, que me servía lo mismo para mis sueños de caballero andante que para mis soledades de monje.

En la biblioteca de mi padre me dejaban leerlo todo, a excepción de los libros que estaban situados en las estanterías más altas y que no eran para mi edad. Naturalmente, aguardaba a que mis padres saliesen de casa y, en cuanto cerraban la puerta, acercaba una escalera y me leía todo lo que estaba en los pisos altos de la biblioteca, comenzando por Voltaire, tan magnífico hablando de vampiros como de sonámbulos, y extraordinario cuando llama a Zaratustra «aburrido energúmeno» o cuando explica que los Borbones «deben vigilar su pelvis, porque tienen la osamenta frágil a causa de haber permanecido tanto tiempo sentados en el trono». A veces buscaba sólo títulos prometedores, bonitos y sugestivos, imágenes sorprendentes, encuadernaciones raras o palabras sonantes; lo mismo me dejaba seducir por Diderot que por Bakunin—debo decir que entre los anarquistas prefería un ensayo de Louis-Auguste Blanqui titulado Qui fait la soupe doit la manger—, e igual me interesaba por Nietzsche que por Unamuno, por Rilke que por Tagore, por Bécquer, por Chateaubriand o por los deliciosos libros eróticos—para mí extraordinariamente místicos—de las Sonatas de Valle-Inclán. Los autores que tenían nombres eufónicos o exóticos (Rainer Maria, Rabindranath, Gustavo Adolfo, William Thomas, José Asunción, Ramón María o François-René) entraron en mi memoria con su musicalidad, igual que los títulos que me sugerían buenos relatos. No debo de ser yo el único loco con estas manías, y como decía el eximio John Wilkes (citado en Curiosities of Literature de Isaac Disraeli; Londres, 1823): «No dudamos al preferir John Dryden a Elkanah Settle, a causa de la diferencia de nombres solamente, sin conocer sus méritos». ¡Adónde va a llegar un poeta que tiene un nombre tan feo como Elkanah frente a un rapsoda que se llama John!

Encontré otros delirios de antiguos críticos que utilizaban su ignorancia y sus prejuicios sin pudor, como Jean Revel en Chez nos ancêtres (1888), que llega a conclusiones tan brutales que sería mejor tomárselas a risa: «Harún al-Rashid: ¿No indica la magnificencia y la pomposa vanidad de los árabes?», y unas líneas más adelante: «Lao-Tse: En estos fragmentos desunidos se ve enseguida la China, donde no se han podido constituir ideas generales». Y aún más bestia: «Buda: Personifica al indio atormentado delante de un ídolo». Y el mejor de todos, debido a un tal Jules Renard, que escribe en 1906: «Nietzsche: ¿Qué pienso? Pues que hay muchas letras inútiles en su nombre».

En el desorden de mis lecturas aprendía cosas, formaba mi personalidad y encontraba de vez en cuando perlas que me hacían comprender que la vida no justifica la soberbia de los supremacistas y las pretensiones de los racistas y nacionalistas, pues buena parte de la humanidad hemos venido al mundo porque nuestros padres tenían ciertas costumbres y, en su tiempo, no se habían descubierto otras técnicas. Si hemos nacido del amor, sólo somos «lo que tenía que ocurrir».

Así fui leyendo todo lo que caía en mis manos cuando aún no sabía comprender muchas cosas de la literatura de adultos y era yo quien romanceaba las historias según mi fantasía.

Tampoco son mejores los sesudos maestros del realismo y del naturalismo. En el cementerio de Père-Lachaise está enterrada Clotilde de Vaux, la amante virgen del filósofo Auguste Comte: un sabio que creó el positivismo, llegando a la conclusión de que debemos acabar con la metafísica y los romances literarios para dedicarnos, sin mandangas líricas ni rodeos, al pensamiento objetivo y pragmático.

Con estas teorías, uno podría pensar que Clotilde quedó embarazada enseguida, sin especulaciones. Pero resulta que don Auguste Comte, en una contradicción imperdonable, se enamoró de Clotilde al modo filosófico y la amó durante dos años en la más pura metafísica de Platón y de Plotino; a lo dolce stil novo, o sea sin objetivo positivista ni práctico.

Cuando Clotilde murió, él creó una religión, convirtiéndola en diosa: la Magna Mater. Y, entre las santas de esta pintoresca doctrina, colocó a Blanca de Castilla, María de Molina e Isabel la Católica. Se ve que, mayoritariamente, a él le gustaban las españolas.

Aún mantengo esa rara habilidad de explorador de bibliotecas y disfruto descubriendo las más divertidas necedades de la ciencia y de la literatura en las estanterías. No sé cómo habían llegado a la biblioteca de mis antepasados libros como Tratado en que se prueba que la nieve es fría y húmeda, de Lucas de Valdés y Toro (Córdoba, Salvador de Cea, 1630).

Mi afición por Alexandre Dumas comenzó, como en todos los niños, con sus novelas de aventuras. Pero las releía tantas veces que, al final, acababa por descubrir en sus páginas magníficos disparates. Como el autor de Los tres mosqueteros se hacía ayudar por distintos colaboradores es difícil saber a quién se deben esos despistes. Uno de los ayudantes, Auguste Maquet, afirmaba que Dumas era el autor real de estas fechorías, y explicó que le había tenido que corregir descuidos geniales que sus lectores pasaban por alto; como poner en escena a un campesino que cultivaba patatas en el siglo XVII, antes de que esta planta americana se aclimatase en nuestros campos. En Los tres mosqueteros nos ofrece otra muestra de su fantasía literaria, atribuyéndole a uno de sus personajes la capacidad de resistir una hora sin respirar: «Ella pasó una hora sin respirar, ansiosa, con la frente llena de sudor y el corazón oprimido por una espantosa angustia cada vez que oía un movimiento en el corredor» (Alexandre Dumas, Les trois mousquetaires, París, Baudry, 1844).

En El collar de la reina nos ofrece el más solemne disparate de la historia de la literatura: «¡Ah, ah!, exclamó don Manoel, en portugués». Pero su ojo clínico era implacable, a juzgar por este párrafo de La reina Margot: «Allí, su pie tropezó con un cadáver. Bajó su lámpara: era el guarda que había caído con la cabeza abierta en dos. Estaba completamente muerto» (Alexandre Dumas, La Reine Margot, París, La Presse Feuilleton, 1844).

¡Maravillosa literatura que nos impulsa a seguir la trama de una novela, de un drama o de un gran poema, transportándonos en el torbellino de la acción, la intriga de las situaciones y la fascinación de los personajes, a la vez que nos enseña el juego de la belleza, la poesía y el mito!

Lo leía todo desordenadamente y corriendo, con el temor de que regresasen mis padres y me encontrasen, y por eso cometía a veces magníficas pifias disléxicas, como el día que descubrí en Jack London una frase que me pareció genial para mis juegos de caballero andante: «La revelación ha llegado. Que la detenga quien pueda». Aún recuerdo la impresión que me causaron aquellas líneas, leídas de mala manera; porque el libro no decía «revelación»…, sino «revolución». Mis padres no podían sospechar que me escondían los libros de la Revolución y, llevado por el ángel de mis sueños, yo encontraba en ellos la Revelación… Aún me queda la sospecha, cuando escribo o hablo sobre «Goya», de que todo lo aprendí leyendo algún libro de «yoga».

Con la prisa y la dislexia, iba aumentando mi «cultura». Fue así como me leí a los doce años Así hablaba Kamasutra. Leía tan rápido que mi imaginación estaba llena de «arborígenes», de «melómanos malignos», de «cíclopes» que se abatían sobre las Antillas, y de consejeros que se reunían a «delirar» en parlamentos; mientras los conjurados se «coagulaban» contra el poder. Cuando cumplí diez años mis redacciones de colegio merecían siempre menciones especiales. Me había convertido en un precursor del ultraísmo, el futurismo y la estupidez contemporánea. Y así escribí un día que los judíos y los árabes se hacían la «circunscripción», y que los primeros santos se retiraban del mundo para llevar vida de «termitas». No sé cómo me había imaginado que un «burdel» era una tela burda que se vendía en París. Y por eso, en un examen de Historia de España, escribí que el Gran Inquisidor trajo de París como regalo para las damas de la reina algunos «burdeles».

En medio de esa dislexia también sabía descubrir bellísimos disparates en los autores que iba leyendo, y así iba aprendiendo que la literatura es un bellísimo juego de arte, y—a diferencia de la ciencia—permite también la sinrazón, el desorden, el contrasentido, y todas las formas del humor y la paradoja, hasta llegar al esperpento.

Conseguí reunir una colección inacabable de pifias y dislates divertidos en los grandes maestros. De Georges Simenon guardo una perla que encontré en su novela Un drame au Pôle Sud (París, Fâyard, 1930): «Iban progresando, a pesar de todo. El reposo diario sólo era de siete horas. Ocho para el sueño y una hora para comer».

Publicó esta obra con el pseudónimo de Christian Brulls, pues escribía ochenta páginas diarias y llegó a utilizar hasta veintisiete nombres distintos.

Conservo algunos de los libros que subrayé en mi juventud cuando indagaba y encontraba datos, revelaciones y efectos curiosos. Y, como algunos lectores en lengua española siguen confundiendo al «idiota» con el «imbécil» (en ruso no es lo mismo), obligaría a publicar una página de respeto, en cada edición de El idiota, con una frase que Fiódor Dostoievski escribió en Memorias del subsuelo: «En general, Rusia no ha producido nunca esos estúpidos románticos a la alemana y sobre todo a la francesa, gentes etéreas que no se conmueven ante nada, ni aunque la tierra tiemble bajo sus pasos […] No cambian nunca […] En la tierra rusa no hay imbéciles; es lo que nos distingue de otros países».

Tardé un tiempo en adquirir algún sentido crítico, pues devoraba cuanto decían los libros y le discutía incluso a mi padre que las ballenas tenían patas. Lo había leído en Dieu et l’Ouvrier (un título delirante para un discurso de la Democracia Cristiana) que firmaba un tal L.-C. de Plasman: «En el mosquito como en el elefante o como en la ballena, veo un ser vivo admirablemente organizado, con su cabeza, su cuerpo, su estómago; piernas, pies, músculos, nervios, venas, arterias y sangre». «Si Moby Dick hubiese tenido patas, hijo mío—me dijo con mucha paciencia mi padre, que debía de pensar que tenía un hijo idiota (idiota ruso, no imbécil occidental)—, se habría liado a patadas con el capitán Achab».

Mi padre me llevaba también a ver los barcos en el puerto de Cádiz. Mi afición preferida era subir a bordo de los grandes transatlánticos, los barcos cargados de arroz, té y especias de la India, o los cargueros alemanes que nos traían el abeto de las Navidades.

Conocí entonces a algunos capitanes famosos, como Henrik Kurt Carlsen, un danés heroico, que había soportado una horrible tempestad en las costas de Irlanda, sin abandonar su barco. Apoyado sobre la chimenea del navío escorado, se salvó en el último segundo, cuando estaba ya a punto de desaparecer en el vórtice de succión del barco que, arrastrado por la turbulencia de las aguas, entregaba su cuerpo fiel a la guarida oscura de las profundidades.

En memoria del barco que había intentado salvar, los armadores de la Istbrandsen le construyeron un nuevo buque que se llamó Flying Enterprise II. Recuerdo bien al capitán Carlsen mientras me explicaba sus aventuras. Había vivido mil experiencias dramáticas en la mar. Le rodeaba una corte de guapas admiradoras americanas, porque se había convertido en un personaje de Hollywood y, en mis sueños de niño, eso reforzaba su leyenda romántica. Hablaré más adelante de Carlsen, que fue siempre mi héroe.

He pasado horas deliciosas en mi vida leyendo las memorias de los capitanes de los grandes transatlánticos—Robert Arnott, Ron Warwick, Robert Thelwell, Donald MacLean—, que son apasionantes, porque la vida de un barco es muy distinta cuando se contempla desde el puente. Y, entre esas joyas, guardo el libro que escribió Frank Delaney sobre la vida del capitán Carlsen: Simple Courage: A True Story of Peril on the Sea.

Mi sueño infantil era ser capitán del Queen Elizabeth y atracar sin remolcadores, en el Pier 90 de Nueva York, como lo hizo un día de huelga el legendario capitán Sorrell. Los barcos presentes hacían sonar sus sirenas y hasta los coches se detuvieron a ver el espectáculo en las calles adyacentes, creando un problema de tráfico.

Mi familia temía que mi vocación de marino acabase en una de mis fantasías y que sólo pensara en la vida de sociedad y fiestas que, aparentemente, ofrecen a los capitanes estos palacios de los mares. Es una falsa imagen, porque nada es más responsable que el trabajo de la tripulación en un gran transatlántico.

Tuve la suerte de que mi padre fuese un educador de la vieja escuela, partidario de enseñarme el funcionamiento de las calderas antes de que yo me abandonase a la fantasía de que vivir en un barco era llevar una vida de vacaciones y me dejase llevar por el sueño de que ser marino era una fiesta continua. Siguiendo su manual pedagógico, en cuanto entrábamos en un barco, me llevaba a ver las salas de máquinas. Descendíamos por un bosque de pasarelas y escalas metálicas, entre mamparos que parecían multiplicar el calor y el ruido infernal de calderas y turbinas. Recuerdo aquellos gigantescos motores, los manómetros, los condensadores, los relojes y las dinamos. El apasionante mundo de los ingenieros de máquinas, los monos de faena y las manos manchadas de aceite fueron mi primer contacto con la realidad del mar. Las máquinas impulsan a los poderosos árboles de transmisión que mueven las hélices; las de estribor giran a la derecha, y las de babor, hacia la izquierda.

Los grandes transatlánticos como el France II, el Mauretania y el Lusitania poseían once calderas dobles y ocho sencillas; en total ciento veinte hogares que quemaban treinta toneladas de carbón por hora.

En los años de mi infancia casi todas las viejas calderas de carbón estaban a punto de desaparecer—aunque llegué a conocer algunas—, y los hombres de máquinas ya no vivían en el infierno. Los grandes navíos de la década de 1930, como el Lafayette, estaban provistos de cuatro motores diésel, y, en años sucesivos, el Normandie andaba con propulsión turbo eléctrica y el France tenía calderas automáticas de menor consumo. Los combustibles fueron cambiando—del carbón al gasoil—, aunque el principio de propulsión era el mismo: obtener el vapor necesario para mover las turbinas y las hélices. En los tiempos legendarios del Mauretania los turnos de las «cuadrillas negras»—(doscientos seis fogoneros y paleadores—duraban cuatro horas, y cada hombre realizaba dos servicios al día. El sonido del gong marcaba los tiempos de trabajo en las calderas y, durante siete minutos, los pañoleros arrojaban paladas de carbón sobre las llamas, reposando un instante antes de reemprender el ritmo. El palero era el último en la jerarquía de las máquinas. Amontonaban el carbón en el sollado, y luego lo iban distribuyendo en las carretillas de los compañeros que lo acarreaban hasta las calderas. Después retomaban aliento y, al sonar el gong, volvían a la carga. Y así trabajaban sin respiro, manteniendo la presión de las máquinas para producir doscientos setenta mil kilos de vapor por hora.

Cuando descansaban, los fogoneros tenían un compartimiento a proa. Por eso los paleros del Titanic fueron los primeros en darse cuenta de que el barco se inundaba de agua verdosa, y el aire desplazado silbaba en el proel donde se guardaban las cadenas de las anclas. Se encendieron las luces de alarma y se oyó la orden angustiada del oficial de máquinas: «¡Cierren los reguladores y apaguen los fuegos!». En la caldera número seis, el agua—una grasa mezclada con aceite y ceniza—llegaba a la cintura de los fogoneros. La atmósfera, cargada de vapor, era asfixiante. Parecía un trabajo de locos apagar aquellos fuegos. En otros cuartos de calderas, los maquinistas luchaban para hacer funcionar las bombas. Había gente que subía y bajaba, como enloquecida, por las escalerillas de emergencia. Y, en medio del caos, nadie sabía por qué se apagaban y encendían las luces. El agua se desbordaba sobre las mamparas de los compartimentos estancos, inundando el navío. Sólo el capitán Smith, en el puente, sabía que el inmenso navío había colisionado con un iceberg y sentía que su barco estaba herido de muerte.

Edward John Smith era ya veterano en 1912, había navegado en muchos navíos—en diecisiete de ellos como capitán—, y ostentaba el rango de comodoro desde 1904. Había comandado varias reinas del mar (el Baltic, el Adriatic y el Olympic), antes de embarcar en el primer viaje del Titanic. Fuerte y ancho de espaldas gozaba de prestigio entre su tripulación, y se le consideraba especialmente hábil y audaz en las maniobras comprometidas. Se había enfrentado incluso a algún incendio en sus propios barcos, y pocos días antes de partir de Belfast, cuando se realizaban las pruebas de navegación del Titanic hubo que apagar un fuego a bordo, cuando se incendió uno de los pañoles donde se almacenaba el carbón. Esos incidentes, que no significan nada en una carrera de treinta y dos años en el mar, han permitido a algunos cronistas atribuirle una leyenda de fatalidad y «mala suerte».

La jornada aciaga del 14 de abril de 1912, cinco minutos antes de la medianoche, cuando el capitán Smith comprobó con sus propios ojos que el iceberg había abierto una brecha tan grande que la inundación alcanzaba una altura superior a cuatro metros en los compartimentos de proa, tuvo que resignarse a aceptar que su navío estaba perdido. Conocía el corazón de las bestias del mar y nadie tenía que explicarle cómo un fiel animal agoniza y muere. Diez minutos más tarde los pasajeros comenzaban a reunirse en la cubierta de botes y en el puente A. El ajetreo y la conmoción eran tan grandes que apenas conseguían entenderse los oficiales y los viajeros. Los mecánicos, para evitar una explosión, habían abierto las exhaustaciones, y el estruendo del vapor que salía de las chimeneas era ensordecedor y enervante. Veinte minutos después el oficial de radio enviaba la primera llamada de SOS, con la última posición calculada en el puente: 41º 46’ N, 50º 14’ O.

Los botes comenzaron a ser arriados, a la vez que se disparaban unas bengalas de socorro. Y, en ese mismo momento, cedió la pared que separaba los compartimentos estancos 5 y 6, anegando las calderas y ahogando o poniendo en peligro las vidas de los oficiales, fogoneros y paleros que allí trabajaban y que intentaban escapar por las escotillas. Al inundarse las calderas se apagaron las chimeneas y, cuando se acalló el silbido loco del vapor, se extendió una ominosa nube de silencio que pesaba como una mortaja sobre el barco escorado. Fue entonces cuando los músicos comenzaron a tocar en cubierta.

En el diario de bitácora del comodoro Melbourne, que navegaba entonces en el RMS Carpathia, puedo leer ahora una anotación escrita en aquel mismo momento:

Rumbo a Gibraltar. A las doce y veinticinco minutos respondimos desde el Carpathia la señal de SOS que nos enviaba el Titanic, tomamos nota de sus coordenadas (a cincuenta y ocho millas) y pusimos rumbo a toda velocidad. El Californian y el Mount Temple van también en su auxilio. Hemos tenido la fugaz impresión de tomar contacto con un barco más próximo a la posición del Titanic, pero se ha desvanecido en unos segundos. Debe de tratarse de alguno de los barcos de pesca que hemos encontrado hoy en nuestra ruta. Pero, al amanecer, hemos avistado un par de navíos de más envergadura que no parecen haberse enterado de la tragedia: uno de cuatro mástiles y otro de dos, con una chimenea negra y una franja blanca en la que estaba pintada en negro una cruz de Malta.

La historia de ese «barco fantasma» ha hecho correr ríos de tinta, pues varios oficiales y pasajeros del Titanic atestiguaron su presencia. Los oficiales Joseph Boxhall y George Rowe distinguieron un poco después de la medianoche la silueta de un vapor de cuatro mástiles. Ambos vieron claramente las dos luces blancas en el mástil de proa y la luz roja de babor, a una distancia de cinco o seis millas. Una hora después sólo se distinguía la luz de popa, pues el barco se alejó. Muchos otros supervivientes vieron a la misma hora esas luces y a igual distancia. Y un marinero confirmó que el barco misterioso había permanecido «estacionario durante casi tres horas a unas tres millas por el través de babor», perdiéndose con las primeras luces del amanecer. ¿Existió realmente ese navío fantasma, y asistió al naufragio del Titanic, sin hacer nada por comunicarse ni rescatar a las víctimas? El Carpathia recuperó los botes que se salvaron y recogió a los supervivientes entre las cuatro de la madrugada y las ocho de la mañana del 15 de abril de 1912.

Aún me pregunto si mi vocación de escritor no ha sido más que una confusión en mis sueños de marino. Es fácil caer en esa vacilación cuando uno ha vivido su infancia en Cádiz. Si me pierdo escribiendo puedo reencontrarme siempre en un lugar de mi blanca ciudad marinera, a la sombra de una higuera de indias en la plaza de Mina, en una punta escondida del puerto, sentado en un noray abandonado y herrumbroso donde dejé encapillada mi alma, o en el maravilloso balcón de la Alameda de Apodaca que se asoma a la bahía. En un sueño zurbaranesco podría dejar mi alma entre esos faroles que andan en procesión de penitentes sobre las escolleras. Hay murallas, iglesias, baluartes, buganvillas y damas de noche en esta orilla, y tierra y olor de pinos al otro lado. Cuando pienso en Andalucía, aún pierdo mi prosa en el cante. No puedo evitarlo, porque la mar me lleva a la copla y se me rompe la palabra en una zarabanda loca, igual que los jazmines se aman en noches de zambra y despiertan en misas arrepentidas. Despertábamos entre sirenas, y nuestra vida transcurría entre mercaderías de países lejanos (roble de Virginia, trigo de Argentina, cacao de Guinea, café de Colombia, frutas exóticas, tabaco de Cuba, algodón de la India) y productos y manufacturas de nuestros pueblos andaluces (cuerdas y jarcias, aceites, perfumes, sacos de yute, quesos y embutidos de la sierra, vinos de Jerez, higos secos, cerámicas, y todo tipo de artesanías del barro).

No puedo olvidar los barcos de la Transmediterránea que cubrían la línea de Cádiz a Barcelona (los dos puertos más importantes del comercio histórico de España) y unían la península con las islas Canarias. Veo en este sueño de mi infancia los correos de la Transatlántica (Conde de Argelejo, Satrústegui, Virginia de Churruca) que viajaban a Guinea o a los puertos de Centroamérica y que fueron el medio de emigración de tantos españoles a Venezuela. Esta empresa naviera de los condes de Güell no tuvo nunca la suerte que otras compañías europeas encontraron en países que ayudaron más a la Marina. Viajé también en los grandes navíos de la compañía Ybarra (otra histórica empresa privada que navegó muy honrosamente con el pabellón de España) sirviendo nuestras comunicaciones con medio mundo y llevando viajeros y familias emigrantes a Argentina, a Uruguay y a Brasil. En mi infancia recuerdo especialmente el Cabo de Buena Esperanza y el Cabo de Hornos