Las tetas de Perón - Roberto Gárriz - E-Book

Las tetas de Perón E-Book

Roberto Gárriz

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Beschreibung

El servicio secreto alemán sabe que el General Perón está en poder de un dispositivo para manejar el tiempo y que lo utiliza para atrasarlo, lo que le permite vivir replicando el pasado. La fórmula del dispositivo se encontraría tatuada en el pecho de El Hombre, sobre su corazón. Es por eso que los alemanes envían a un agente a intentar copiar la fórmula. Pero en medio de la misión, el agente descubrirá el secreto peor guardado de la historia argentina. Las tetas de Perón. Una novela peronista hasta las manos, se publica en este volumen junto a las novelas cortas Formosa y El caballo de Troya.

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Roberto Gárriz

Las tetas de Perón

Una novela peronista hasta las manos

Las tetas de Perón : una novela peronista hasta las manos . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2014.

E-Book.

ISBN 978-987-599-400-3

1. Narrativa Argentina. 2. Novela.

CDD A863

Ilustración de tapa: Andrés Alvez

©Libros del Zorzal, 2012

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de este libro, escríbanos a: <[email protected]>

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>

Índice

Las tetas de Perón

Una novela peronista hasta las manos | 6

Un tal Juan Perón | 9

La era peronista | 11

Por siempre Perón | 13

Perón: ¿cuánto valés? | 16

Perón y yo | 19

La causa peronista | 22

La lealtad peronista | 24

Un acto peronista | 26

Palomas peronistas | 29

El otro Perón | 31

Perón vuelve | 38

Nota final | 39

Formosa | 40

El caballo de Troya | 89

Agradecimiento | 90

El arca de Noé | 91

El caballo | 93

Disfraces | 94

De madera | 96

Agradecimiento | 97

Carpinteros | 98

La guerra de Troya | 99

Interrupción: aclaración acerca de los oráculos | 100

Continuación de la interrupción: Calcante | 102

Continuación de la guerra de Troya | 104

Agradecimiento | 107

Actúa Sinón en la guerra de Troya | 108

El caballo de Troya | 110

Agradecimiento | 111

El caballo de Troya | 112

La guerra de Troya | 114

Vencedores y vencidos | 115

Ilustraciones | 117

Agradecimiento | 124

Las tetas de Perón

Una novela peronista hasta las manos

Advertencia previa

Atento al sistema de imágenes en el que ha sido concebida esta novela, se recomienda su lectura en blanco y negro.

Cualquier clase de color que pudiera leerse queda bajo la exclusiva responsabilidad del lector.

Advertencia anterior

Basada en hechos irreales. Los hechos, los lugares y las personas mencionadas en esta novela son ficticios, aun aquellos que no lo son. Cualquier coincidencia de ellos con la realidad es pura semejanza.

Un tal Juan Perón

Mi padre era el dueño de un banco en Munich. Se adelantó a lo que vendría y sacó nuestro dinero de Alemania un par de meses antes de que el clima contra los judíos se hiciera insoportable.

Conseguí los pasajes para mi mujer, nuestros dos hijos de siete y nueve años y una criada en un barco que se dirigía a los Estados Unidos de América. No me fue fácil. Nada era fácil para un judío en esa época. Los despedí en el puerto enviándolos con la promesa de reencontrarlos en América. Niza me pareció buen lugar para esperar hasta que los acontecimientos internacionales definieran los próximos pasos de mi estrategia.

En verdad, nosotros no éramos judíos. Nuestro apellido, que por razones obvias me veo imposibilitado de revelar, podía confundirse con facilidad con alguno de los del pueblo elegido, pero no. Claro que una cosa es iluminar este asunto aquí, con toda tranquilidad, donde no tendría razones para falsear la verdad, y otra muy distinta era hacerlo en la Alemania del nacionalsocialismo.

Lo cierto es que fuimos injusta y arbitrariamente discriminados, por un lado, y considerados amigos por parte de algunos judíos desprevenidos. Vaya paradoja, esa amistad en principio inconveniente se transformó luego en coartada con el paso de los años.

Todavía podía aprovechar el millaje marino acumulado de los cuatro pasajes cuando acepté la oferta de la compañía y me embarqué con un pasaje gratuito con destino a Buenos Aires.

Largas filas en los consulados, multitudes en los puertos. Europa exportaba personas. Los destinos elegidos para el exilio indicaban el grado de malestar que imperaba en el viejo continente. Sólo se acepta el sacrificio del viaje para evadirse de un lugar donde se está a disgusto.

A los pocos minutos de zarpar me había acostumbrado al movimiento sigiloso de ese hotel barato que flotaba en el océano Atlántico. El tour de la desesperación duraba una cantidad variable de días incontables. El viaje era de lo peor, pero nadie lo notaba. Entre mis compañeros de travesía estaban los que se lamentaban por lo que dejaban atrás y los que se ilusionaban con el futuro. El resto, los inconmovibles, los impertérritos, eran espías.

Trabé relación con uno de ellos que se hacía pasar por hombre de negocios. Por las noches solíamos tomar algún que otro trago en el bar, en el restaurante y luego en los camarotes.

A medida que pasaban los días me convenció de que tarde o temprano Alemania dominaría el mundo. Para ese entonces, en la Argentina gobernaba el general Edelmiro J. Farrel, y su vicepresidente era un tal Juan Perón que, según el espía alemán, no ocultaba sus simpatías por el nazismo y su líder.

Aprendí de pequeño el valor del rumor. Sé que es más importante que la realidad. Un rumor puede llevar un banco a la quiebra, puede hacer colapsar el sistema financiero de un país, decía mi padre. El rumor que se escuchaba era que Perón sería presidente de la Argentina.

Faltando pocas horas para llegar a Buenos Aires, mi estimación fue: si el nazismo vence en el mundo, los judíos seremos perseguidos, otra vez, tarde o temprano, en todas partes. Mi futuro como judío en la Argentina sería negro.

Sólo la desesperación explica cómo un cuerpo sin vida puede ser pasado por una claraboya. Es más fácil que un camello flaco pase por el ojo de una aguja. Lo cierto es que el falso hombre de negocios fue seguido en su rumbo hacia el océano por la valija con mi ropa y mis documentos.

Siendo él, me sentí más tranquilo, aunque no durante mucho tiempo.

La era peronista

Los primeros meses como espía en Buenos Aires permanecí sin actividad, a la espera de que alguien hiciera contacto conmigo. Me imaginé a mí mismo como integrante de una célula desactivada del Gobierno alemán. Traté de hacer lo que cualquier servicio de inteligencia haría en mi lugar: recorrí los cafés, leí los diarios, tomé notas sobre lo que observaba, haciéndome pasar por escritor. A punto estuve de comprar una pipa para completar mi caracterización, pero me pareció exagerado y nocivo para mi salud.

La rendición de Alemania en la guerra me desorientó tanto como para obligarme a continuar con mi vida inactiva, pero ahora en señal de prudencia antes que de comodidad.

Los salones nocturnos de Buenos Aires, los coches lujosos y las actrices de radio-novela fueron los únicos entretenimientos que me permití en esos tiempos. Con Perón en el Gobierno, un clima distinto se vivía en el país.

Recuerdo mi primer paseo por Buenos Aires de día. Salí a la calle una jornada radiante, con el sol alto sobre las construcciones del centro que se veían claras, casi blancas.

Gracias a mis conocimientos del idioma español, no tuve inconvenientes en codearme con los porteños. Desde que bajé del barco y pude sortear el control en el puesto de la Oficina de Migraciones del puerto de Buenos Aires, había descubierto que mi español resultaba eficaz. En la mansión familiar en Munich mi padre había contratado a una criada española analfabeta (solamente escribía en español) a la que se le permitió trabajar a cambio de ofrecerle la comida y el resguardo de una piecita donde dormir.

Encarnación, así se llamaba, no tenía permitido dirigirse a nosotros, pero mis observaciones me habían llevado a descubrir que hablaba sola mientras trabajaba, es decir, siempre, y la intuición natural y el gusto por las sublenguas me acercó al aprendizaje de aquel idioma menor.

Sin embargo, esos conocimientos no me servían para entender por qué en Buenos Aires ese día tan claro, pleno de luz, era conocido por todos como “un día peronista”. Me llevó unos meses estudiar los fenómenos meteorológicos para descartar que se tratara de una calificación de índole científico. Un día peronista, decían en la radio, y en la calle la gente repetía: es un día peronista.

Luego supe que existía una competencia secreta que tenía como fin utilizar la mayor cantidad de veces la palabra Perón o sus derivados. El día, la amistad, la posición política y religiosa, lo nacional y popular, la lealtad, la rectitud, la picardía, la sencillez, todo lo sano, rico en calorías, respetuoso de los mayores, latinoamericano, innovador, filosófico y sintético, industrial, rural, trabajador, madrugador, y muchas otras cosas más, eran peronistas. Todo lo que no era peronista era “contrera”.

“Los peronistas se reconocen entre sí rápidamente. Se identifican extendiendo los dedos índice y mayor separados entre sí, mientras dejan el anular y el meñique sujetos por el pulgar. Se saludan entre ellos tomándose de las manos derechas, jalando hasta reducir la distancia que los separa, se acarician las nucas con las manos izquierdas y acercan sus mejillas hasta rozarse”.

Reflejaba todo en mis notas, al tiempo que vigilaba sigilosamente para detectar si estaba siendo objeto de alguna vigilancia secreta por parte de mis jefes alemanes u otro servicio secreto.

Buenos Aires estaba civilmente militarizada. Una milicia integrada por la clase trabajadora que respondía de forma incondicional al General. Mozos, canillitas, taxistas, policías profesionales y vocacionales operaban como oídos del régimen. Yo, mientras tanto, escribía.

Por siempre Perón

Recibí un telegrama escueto escrito en alemán con gruesos fallos de ortografía. Era una citación de la Embajada. Me presenté disimulando el terror que hacía chocar mis rodillas debajo de los pantalones del traje de franela gris.

Si alguien conocía al verdadero cuerpo que nació con mi nombre, sería el final de mi vida. Si no era descubierto, se me encargaría una misión seguramente riesgosa. En las representaciones diplomáticas, para las misiones que no son riesgosas están los ordenanzas.

No sabía con quiénes me encontraría allí. El triunfo aliado había impuesto un giro en la política exterior alemana. No tenía la menor idea de cómo afectaría eso a los agentes secretos.

Me anuncié en la entrada a unos ojos oscuros que aparecieron dentro de la mirilla. Dije mi nombre y los ojos desaparecieron. Luego se abrió la puerta y un hombre de traje me guió sin decir palabra por un pasillo hasta una puerta de madera. El hombre golpeó dos veces, y entramos. Era una oficina de medianas dimensiones. Parapetado detrás de un escritorio, un hombre con el pelo peinado a la gomina y ojos grises, casi transparentes, me habló antes de saludarme:

—Mire, caballero —aclaró—, acá no andamos preguntando por el pasado de cada uno. Los que se pasan la vida mirando para atrás no pueden avanzar. Acá para nosotros no hay vencedores ni vencidos. No se puede vivir mirando el pasado. Una guerra es una guerra. Ahora vienen con lo de los muertos en los campos de exterminio, bueno, en una guerra pasan esas cosas, en toda guerra mueren inocentes. Es así, nosotros decimos que lo pasado, quemado. ¿Qué autocrítica nos pueden pedir? ¿O acaso ellos juzgan a los responsables de los excesos en su propio bando? ¿Lo juzgaron a Herodes por ese asunto con los niños? No, ni juicio ni castigo. El asunto es que ya ve cómo estamos, perdimos la guerra en el campo de batalla y encima, lo que es peor, estamos perdiendo la contienda en los medios de comunicación. Por eso lo llamamos. Necesitamos gente que colabore con el proyecto de una nueva Alemania libre, que renazca del caos en el que nos sumieron las fuerzas de ocupación. Hay que rechazar al enemigo invasor.

La incipiente resistencia tenía un plan con escasa planificación. Sus equipos de inteligencia habían detectado un invento que podía sacar al país de su estado actual y retrotraerlo al tiempo triunfalista de la exitosa invasión a Polonia.

Los científicos peronistas investigaban un combustible que mantuviera encendida en forma perenne una llama en perpetuo homenaje al General, una harina de trigo modificada con la propiedad de multiplicarse mediante el estímulo de la voz del Líder, una fibra textil delgada que proporcionara abrigo suficiente para confeccionar camisas que permitieran a los trabajadores resistir discursos a la intemperie en los días inclementes de los inviernos peronistas. Estas investigaciones se encontraban bastante desarrolladas, pero la que mayor importancia tenía, y por tanto era un secreto a voces guardado bajo siete llaves, era la de un dispositivo que permitía manejar el tiempo. Las informaciones de que disponía el servicio secreto alemán eran que el dispositivo estaba concluido e incluso se estaba utilizando, aunque en forma incompleta; es decir, servía sólo para atrasar el tiempo, nunca para adelantarlo. Eso explicaba la sintonía del Líder con el nazismo y determinadas concepciones a veces feudales, otras inquisitivas, en su modo de entender la política.

El invento peronista permitía fraguar la gloria del gobernante en su apogeo, volviendo una y otra vez a sus jornadas más esplendorosas. Ese invento, en manos adecuadas, recuperaría a la gran nación europea hasta regresarla a su mejor momento.

Nuestra información revelaba que la fórmula del mecanismo de alteración del tiempo la llevaba el mismísimo General consigo en todo momento, más precisamente, tatuada en su pecho, sobre su corazón. Me explicó:

—Su misión es, si decide aceptarla, acercarse al General, ganarse su confianza hasta acceder a su intimidad y obtener las claves de su tatuaje cardíaco. No le puedo ocultar los riesgos a los que estará sometido. Los peronistas son gente peligrosa que sólo se siente cómoda en las aglomeraciones entre miles de partidarios. Son gente que gusta de viajar hacinada, con los pies sudorosos, en colectivos vetustos con dirección a la Plaza de Mayo. Disfrutan quitándose la chaqueta a la primera oportunidad. Secretan profusamente. Es mi deber prevenirlo, la misión es en extremo riesgosa. Como siempre, si es descubierto, negaremos cualquier vínculo con su persona. Y si no acepta, ya sabe...

Acepté.

Perón: ¿cuánto valés?

Regresé a la pensión. Se me ocurrió una idea para concluir mi misión sin arriesgar el pellejo del espía alemán al que representaba. Pensé que podía ofrecer algún intercambio, una transacción para intentar comprar el secreto argentino. Un precio razonable terminaría con el peligro que la misión significaba para mi vida. Recordé una estrofa de esa melodía popular que decía: “Perón, Perón, qué grande sos, mi general, ¿cuánto valés?”. Una pared de Buenos Aires tenía escrito: “La vida por Perón”. En la cuadra siguiente, otra contestaba a la pregunta de la canción: “Perón no se vende”. Deseché la idea.

Esa noche El Chantecler no tenía mesas disponibles. Una sesión del Sindicato de Torneros Peronistas de la República Argentina había terminado con una cena en El Tropezón y la primera de las últimas copas en el famoso cabaret. En la barra me enteré de varios homenajes que se le harían esa semana al Presidente de la Nación y a su señora esposa.

Tiempo atrás, un acceso de ira del General había provocado un sismo que afectó a la localidad de Caucete, en la provincia de San Juan. Para ayudar a los damnificados se realizó una función de variedades en el Luna Park, donde el Líder conoció a quien sería su segunda esposa: una actriz de carácter que se convertiría en el emblema del peronismo. Tanto fue el predicamento de la mujer, tan marcada quedó la impronta de su carácter en el General, que años después de su muerte, al momento de elegir nueva compañera, Perón desposó a otra artista de variedades que cambió el característico rodete de aquella por un peinado altísimo. La última esposa era, desde el punto de vista erótico, intocable, pero por sobre todas las cosas, dócil y callada.

Vuelvo a la barra de El Chantecler, donde me encontraba bebiendo en compañía de un sindicalista excedido en copas que me informó acerca de un sinnúmero de homenajes, demostraciones de cariño y admiración hacia el General y su señora esposa. Una en especial me llamó la atención. No fue la de la pareja de baile que intentaría romper el récord bailando la tarantela durante 1279 horas y 37 minutos seguidos sin apoyar los dos pies en el suelo al mismo tiempo; tampoco me interesó el boxeador manco que había dedicado el título mundial en su categoría; ni la estatua viviente con el rodete de la líder espiritual de los argentinos inhumada por error en el cementerio de la Chacarita. No me importaba la maestra rural que recorría de rodillas los nueve kilómetros que la separaban de la escuelita donde daba clases todos los días; ni tampoco el hombre que hacía sonar la Marcha Peronista con flatulencias. Sí me interioricé sobre el que dos días más tarde llegaría a la Plaza de Mayo procedente de la provincia de Jujuy caminando sobre un barril. Memoricé los datos y dejé que pasaran los dos días.

Vi avanzar el barril con el hombre caminando encima por la Ruta 8. Dos cuadras antes de llegar a la avenida General Paz, que separa a la Capital Federal de la provincia de Buenos Aires, me acerqué al peregrino. Sabía que lo que sucede más allá de la General Paz no le interesa a nadie.

Un leve empujón forzó el aterrizaje del hombre en suelo bonaerense. Subí al barril y caminé. Para mi sorpresa, en el barril, quien camina hacia adelante va para atrás. Es la paradoja del cangrejo. Es el estigma del progresismo. Sólo se avanza yendo para atrás. Retrocedí con mis pies paso a paso hasta divisar un pequeño palco en la Plaza de Mayo. Me recibió una banda paramilitar reducida (integrada por enanos) con los sones de la Marcha Peronista. Luego entonamos las estrofas del Himno Nacional Argentino y un orador con los ojos brillantes de emoción se acercó al micrófono que estaba en el palco, se quitó la chaqueta, se arremangó la camisa y pronunció un discurso encendido, tan encendido como todos los discursos que no son aburridos. Una cosa o la otra, son los dos únicos adjetivos posibles para los discursos. Como ser peronista o contrera.

Debo decir que así como estaban las cosas, y más allá de mi nueva identidad como jujeño que por obvias razones de seguridad no puedo revelar, yo no tenía ninguna simpatía especial por Perón, por lo tanto, se me hubiera podido clasificar sin esfuerzo como contrera.

El discurso contenía únicamente alabanzas a la figura del General y a su obra de gobierno, y hacía mención a que cualquier dedicatoria u homenaje nada representaba en comparación a todo lo que a él le debía el pueblo argentino. El orador descendió del estrado y desplegó conmigo el saludo peronista. Mientras volvía a ponerse el saco me dijo que se llamaba Antonio Cafiero. Después de cantar otra vez la Marcha Peronista y las estrofas del Himno Nacional Argentino, me invitó a pasar a la Casa de Gobierno, donde sería recibido por el General. Mi plan estaba funcionando a la perfección.

Perón y yo

La Casa de Gobierno era un edificio de techos altos, pasillos con pisos de mosaicos multicolores, cielorrasos con molduras y habitaciones con pisos de madera. Atravesamos un patio donde me llamó la atención ver algunas lonas cubriendo bultos que bien podían ser estatuas o bustos, o acaso monolitos cuya significación me resultaría imposible dilucidar.