Gardel contra los zombis - Roberto Gárriz - E-Book

Gardel contra los zombis E-Book

Roberto Gárriz

0,0
7,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Algo horrible crece en la oscuridad. Tacuarembó es el más extenso de los 19 departamentos que componen la República Oriental del Uruguay. Y el más difícil de defender. Lo atraviesan las rutas que conducen a Brasil, Argentina y la propia capital, Montevideo. Por la noche, en el interior de ese departamento, una ola de sucesos sangrientos se desata. Las fuerzas de seguridad no tienen respuesta, no están preparadas para soportar la amenaza. ¿Es una invasión? ¿Es un desafío de la naturaleza? Solamente Gardel puede tener la fuerza y la inteligencia suficientes para enfrentar el horror y sobrevivir. Es el hombre indicado en el lugar correcto. ¿Podrá salvar al Río de la Plata y su zona de influencia? Gardel contra los zombis es la última novela inédita de Roberto Gárriz en lengua castellana. Ilustrada por Andréz Alvez, nos llega gracias a Libros del Zorzal, en la magistral traducción de Agustina Blanco.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Roberto Gárriz

Gardel contra los zombis

Ilustraciones: Andrés Alvez

Gárriz, Roberto

Gardel contra los zombis / Roberto Gárriz ; ilustrado por Andrés Álvez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2017.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-533-8

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Álvez, Andrés , ilus. II. Título.

CDD A863

Ilustraciones: Andrés Alvez

Diseño de tapa: Andrés Alvez

© Libros del Zorzal, 2017

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de

este libro, escríbanos a: <[email protected]>.

También puede visitar nuestra página web: <www.delzorzal.com>.

Índice

1 | 6

2 | 12

3 | 26

4 | 33

5 | 44

6 | 53

7 | 65

8 | 81

9 | 85

10 | 94

11 | 101

12 | 112

13 | 118

14 | 130

15 | 141

16 | 150

17 | 161

1

Amanece en Poblado Echeverry. Es pleno invierno, hace más frío que el que dicen por la radio. Un hombre está sentado sobre un cajoncito de madera en el frente de su casa. Apoya la espalda contra la pared. Viste una camiseta de frisa, el pantalón del pijama y un par de pantuflas de cuero de carpincho. A su lado, echado, el perro. Quién sabe cuánto hace que están ahí afuera desafiando al clima y a la trasnoche que se retira vencida. Dentro de la casa, parada contra la pared al ladito de la puerta, lista para salir, la escopeta Browning del hombre, pero desde la ruta no se ve.

La casa más próxima se encuentra a unos trescientos metros, a la entrada de Echeverry. Para el otro lado recién hay alguna construcción a la salida de Tacuarembó, como a tres kilómetros largos por la ruta 26. El hombre se levanta a calentar otra vez la pava que está usando para cebarse unos amargos y recién entonces se aprecia con toda nitidez que es tan grandote que casi tiene que agacharse para pasar a través de la puerta de calle. Que era gordo ya se veía cuando estaba sentado sobre el cajoncito de madera, de admirable resistencia, valga el reconocimiento.

A medida que aumenta la claridad se distingue el cartel que está casi sobre la ruta. Gomería, dice. Y también se ve que la casita tiene dos entradas en el frente, una grande, cerrada por una persiana metálica de más de dos metros de ancho, y la otra una puerta sencilla, la mitad de abajo de chapa y la de arriba de vidrio con una inscripción que dice “Tortas”. Esa es la puerta que estaba abierta mientras Gardel, que así se llama el hombre, mateaba acompañado del Pichi, que así se llama el perro.

Esa noche ni se acostó Gardel, que en general es de dormir poco y de levantarse temprano. A las siete está listo para abrir la gomería. Sabe que en cualquier momento aparecerá un cliente con Adela, la maestra del primario y vicedirectora de la escuelita de Echeverry, que vive en Tacuarembó y sale bien temprano de su casa, tira un par de clavos miguelitos en la ruta, camina cien o doscientos metros hacia atrás, como quien va para el centro de Tacuarembó. Llega a la rotonda y allí se para, con frío o con calor, de noche, en invierno, como ahora, o en pleno amanecer, enfundada en su guardapolvo blanco, a hacerles señas a los automóviles que van para el lado del colegio, en Echeverry. Los conductores paran y se ofrecen a llevarla. Adela sube y conversa mientras van pisando los clavos. Los conductores —siempre son hombres— tardan unos metros, a veces varias cuadras —depende de qué tan dormidos estén— en detectar la inclinación del auto. A veces es la propia Adela la que tiene que hacerles notar cierta escora o algún golpeteo. Entonces les señala la gomería de Gardel y les hace ver la suerte que tienen.

A la tarde Adela le cuenta a su mamá, Betty, que es amiga del gomero desde hace años, desde que Gardel se instaló en esa casita de Echeverry, le cuenta que pasó por la gomería y Gardel estaba trabajando como siempre.

Desde que asfaltaron la ruta 26 Brigadier General Leandro Gómez que dicen que esa gomería va a tener que cerrar, que los neumáticos no se van a pinchar tanto como antes, primero porque las capas asfálticas descartan las pinchaduras con piedras de punta, esas que rompen e inutilizan la cubierta para siempre, dejándole, en ese caso, la mayor ganancia al gomero, que vende un neumático nuevo o usado al precio de un automóvil cero kilómetro. Segundo, porque los cauchos modernos tienen otro tipo de composición, gracias a los avances técnicos, que hacen que no se pinchen con facilidad. Se comenta que en Estados Unidos hay cubiertas sin cámara que no pinchan porque abrazan el cuerpo que produce la punción. Los automóviles circulan varios kilómetros con los clavos metidos ahí. El problema no es dejarlos sino sacarlos; ahí se hace el agujero, según le contaron a Gardel. Dicen que también hay cubiertas macizas que no pinchan jamás. Gardel se defendió abriendo el negocio de tortas. Aprovechó los delantales de la gomería y se puso a cocinar. Los dos negocios, uno al lado del otro, abiertos ambos y de alguna manera compitiendo o complementándose para darle de comer.

Adela hace su contribución sin que nadie se entere, por el placer de ver a su mamá contenta con las buenas noticias acerca de la marcha de los negocios de Gardel. Adela sabe que a la edad de Betty cada vez van quedando menos amigos, así que no está dispuesta a que Gardel tenga el más mínimo contratiempo.

Cada tarde, Betty visita el negocio de tortas: la tortería, como le gusta llamarla. Le asombra la pericia de su amigo para atender los dos negocios a la vez.

—Me ayuda el Braulio —contesta Gardel con voz de barítono, y señala al pibe esmirriado que se queda casi siempre en la gomería, por lo menos cuando Betty anda por ahí.

Braulio no debe tener más de quince años, aunque aparenta diez o doce. Anda con un gorro de lana azul con vivos rojos cubriéndole la cabeza y las orejas, lo que impide saber si es tonto o simplemente no escucha cuando le explican las cosas.

Durante la semana Braulio llega a eso de las diez de la mañana y termina su faena a las siete de la noche, que es cuando Gardel lo lleva en la chatita a la casa que comparte con sus padres y sus doce hermanos. El Braulio debe ser uno de los del medio, ni de los mayores ni de los menores, calcula su madre.

A la vuelta, después de llevar al pibe, Gardel y el Pichi se quedan solos. Muy pasada la medianoche el hombre se duerme, pero no esta noche. Esta noche no ha dormido porque se quedó vigilando su casa y sus negocios, que es una única edificación en el solar que da a la ruta.

2

Los sucesos de la noche anterior hicieron que Gardel decidiera limpiar la escopeta Browning que escondía envuelta en papel de diario sobre el ropero de su cuarto. Después de limpiarla la cargó con los cartuchos del 12 que tenía disimulados dentro de una cigarrera de alpaca que le regalaron en Medellín. La cigarrera solía dejarla perdida en el cajón de los pañuelos de seda.

La noche anterior había salido con la chatita como todas las noches. Primero, a dejar al Braulio; después, a dar una vuelta a la plaza, al mercadito y otra vez a casa. Encontró la puerta del negocio de tortas forzada, la casa en desorden, pero no pudo hacer el cálculo de si había algo que le faltara. Lo primero que pensó fue que pudieron ser niños traviesos, esos botijas amigos del Braulio, pensó. Ese grupito que le tiraba piedras al mocoso cuando lo cruzaban en Tacuarembó a la salida de misa. Lo que no entendía era que no habían tocado las tortas. No se habían llevado ni una. Estaban a jueves y desde el sábado que las mismas tortas esperaban en la heladera. La torta de limón, la de chocolate, la de dulce de leche y la de vainilla con praliné. No faltaba ninguna. Si se tratara de pibes, se hubieran alzado por lo menos con la de dulce de leche o se las hubieran tirado en la cara, como en las cintas cómicas del cinematógrafo.

Otra rareza era que habían forzado la puerta de atrás de la casa, la de acceso a las habitaciones privadas de Gardel, como si necesitaran de una y otra puerta para entrar y salir. Eso también era raro, porque la tortería se comunicaba con el resto de la casa sin impedimento ninguno.

Todo esto lo tenía preocupado a Gardel, que no había compartido su inquietud con Adela ni con Betty. Apenas le había preguntado a Braulio si él había vuelto para algo después de que se despidieran en el frente de la casa del pibe.

—¿Está seguro usted de que no se olvidó nada y volvió anoche? —preguntó Gardel.

—No —dijo el pibe moviendo la cabeza sin separar los ojos del suelo, como siempre que contestaba una pregunta directa, lo que hacía que Gardel sospechara de que no le estaba diciendo la verdad. Claro que si el Braulio lo hubiera mirado fijamente a los ojos también le hubiera resultado sospechoso, dado lo inusual de ese procedimiento. Acaso la mirada directa también pudiera haberse interpretado como un conato de desafío.

El “no” de Braulio significaba que no había vuelto a la noche después de despedirse de su patrón. Así lo entendió Gardel, que presintió que algo más peligroso que la visita de jóvenes traviesos debía esperarse en un futuro cercano.

Ni se le ocurrió contarle a Betty el asunto porque ella le hubiera respondido que llamara a la policía. O peor, tal vez hubiera llamado ella misma. Gardel detestaba la sola idea de que cualquier cuestión relativa a su persona tomara estado público. Había pasado la mitad de su vida construyendo el anonimato. No estaba dispuesto a arriesgarse a la notoriedad. Además prefería confiar en la Browning antes que en los cinco vagos con uniforme del destacamento de Tacuarembó.

Ni bien empezó a clarear levantó la persiana de la gomería y se puso a barrer. Primero, el cemento del interior y, luego, la tierrita del playón, alejándola para allá y más allá, tratando de amenazar al polvo para que volviera al polvo y se abstuviera de entrar a los negocios o a la casa.

Tampoco le gustaba la idea de la policía husmeando entre sus cosas. Gardel era muy reservado y tenía sus secretos, que prefería que siguieran siendo eso. Nada del otro mundo, no se trataba de actividades criminales ni de perversiones vergonzosas. Puntualmente, le hubiera disgustado que se metieran con sus cuadernos de composición. Gardel escribía cuentos infantiles. Cuentos cortos, más o menos de una carilla. Los escribía en un cuaderno especial que guardaba en su mesa de luz. Allí tachaba y corregía y anotaba nuevas ideas, hasta que por fin daba con el modelo terminado. Entonces tomaba las hojas de carta, bien finas para que pesaran menos, y las apoyaba sobre un cartón rayado que le servía para que las filas de letras le salieran parejitas, como sostenidas sobre renglones invisibles, obedeciendo a la mano disciplinada de un ingeniero. Pasaba los cuentos a esas hojas con toda la prolijidad de la que era capaz, anotaba la dirección de alguna editorial en el sobre y, mintiendo dirección y nombre del remitente, las enviaba, a veces a Montevideo y otras veces a Buenos Aires.

En la librería la vendedora estaba convencida de que Gardel compraba ese papel de carta y sobres para vía aérea respondiendo a una relación amorosa que se desarrollaba a distancia. Lo mismo opinaba la empleada de la estafeta de Tacuarembó del Correo Uruguayo donde Gardel compraba sus estampillas. Ninguna de las dos intentaba imaginarse quién sería la destinataria de las cartas de ese señor mayor (le calculaban unos setenta y cinco años) corpulento, por no decir voluminoso, que nunca jamás sonreía.