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Las Variedades de la Experiencia Religiosa es un profundo estudio sobre la naturaleza de la religión desde la perspectiva psicológica y filosófica. William James examina cómo las experiencias religiosas moldean la vida individual, explorando el papel de la fe, la conversión, la santidad y el misticismo en la conciencia humana. A través de sus conferencias, analiza casos concretos y reflexiona sobre la diversidad de manifestaciones religiosas, reconociendo su importancia para la salud mental y moral de las personas. Desde su publicación, Las variedades de la experiencia religiosa ha sido reconocida como una obra fundamental en la psicología de la religión. Su exploración de temas universales como el significado personal de la fe, los estados de conciencia alterados y la búsqueda de propósito espiritual la consolidaron como un texto influyente en filosofía, teología y psicología. La obra ofrece un enfoque empírico y pragmático, al tiempo que mantiene un respeto profundo por la dimensión subjetiva de la religión. La vigencia de esta obra radica en su capacidad para iluminar la complejidad de la experiencia religiosa y su impacto en la vida humana. Al examinar la relación entre la psicología individual y las creencias espirituales, William James invita a los lectores a reflexionar sobre sus propias convicciones, mostrando cómo las experiencias interiores pueden transformar la percepción de la realidad y fortalecer la voluntad para enfrentar los desafíos de la existencia.
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Seitenzahl: 746
Veröffentlichungsjahr: 2025
William James
LAS VARIEDADES DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA
Título original:
“The Varieties of Religious Experience”
PRESENTACIÓN
PREFACIO DEL AUTOR
LAS VARIEDADES DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA
Conferencia I. – Religión y neurología
Conferencia II. – Delimitación del tema
Conferencia III. – La realidad de lo no visible
Conferencias IV y V. – La religión de mentalidad sana
APÉNDICE
Conferencias VI y VII. – El alma enferma
Conferencia VIII. – El yo dividido y su proceso de unificación
Conferencia IX. – La conversión
Conferencia X. – La conversión (conclusión)
Conferencias XI, XII y XIII. La santidad
Conferencias XIV y XV. – El valor de la santidad
Conferencias XVI y XVII. El misticismo
Conferencia XVIII. – La filosofía
Conferencia XIX. – Otras características
Conferencia XX. – Conclusiones
Postscriptum
William James
1842 – 1910
William James fue un filósofo y psicólogo estadounidense, ampliamente reconocido como una de las figuras más influyentes de la filosofía y la psicología modernas. Nacido en Nueva York, James es conocido por sus obras que exploran temas como la experiencia religiosa, el pragmatismo, la conciencia y la naturaleza de la verdad. Su enfoque innovador y su estilo accesible lo consolidaron como un pensador central en el desarrollo de la psicología como ciencia y del pragmatismo como corriente filosófica.
Primeros años y educación
William James nació en el seno de una familia intelectual y acomodada, siendo hermano del célebre novelista Henry James. Estudió en varias instituciones privadas antes de ingresar a la Universidad de Harvard, donde primero cursó estudios de medicina. Aunque obtuvo su título en 1869, su interés se orientó hacia la psicología y la filosofía, disciplinas en las que encontraría su verdadera vocación y aportaría contribuciones fundamentales.
Carrera y contribuciones
James es considerado el padre de la psicología en Estados Unidos. Su obra más influyente en este campo es Principios de Psicología (1890), donde presentó conceptos como el flujo de conciencia y analizó la relación entre mente y cuerpo de manera innovadora. Además, fue uno de los fundadores del pragmatismo, doctrina filosófica que sostiene que el valor de la verdad radica en sus efectos prácticos y consecuencias observables en la experiencia humana.
En Las variedades de la experiencia religiosa (1902), James explora la religión desde una perspectiva psicológica y filosófica, analizando testimonios de experiencias místicas y conversiones. La obra examina cómo las experiencias religiosas impactan la vida individual, entendiendo la religión como un fenómeno profundamente humano que responde a necesidades psicológicas y existenciales.
Impacto y legado
El trabajo de William James fue revolucionario para su época. En psicología, sentó las bases para el estudio empírico de la mente y la conducta, inspirando a generaciones de investigadores y terapeutas. En filosofía, su pragmatismo influyó profundamente en pensadores como John Dewey y Richard Rorty, y continúa siendo una de las corrientes más discutidas en Estados Unidos.
James creó un estilo de análisis claro, basado en la experiencia real y en el uso práctico del conocimiento, alejándose de los sistemas filosóficos abstractos dominantes en su tiempo. Sus obras, que abarcan la filosofía de la mente, la religión y la ética, mantienen su vigencia por su enfoque empírico, accesible y profundamente humano.
William James falleció en 1910, a los 68 años, debido a problemas cardíacos. Su influencia perdura tanto en la psicología como en la filosofía, siendo recordado como un pensador que unió el rigor científico con la reflexión filosófica sobre la experiencia humana. Hoy, James es considerado uno de los intelectuales más importantes de Estados Unidos y su obra continúa inspirando a filósofos, psicólogos y educadores.
La visión de James, pragmática y centrada en la experiencia, sigue resonando en la filosofía contemporánea y en la psicología, consolidándolo como un referente en el estudio de la mente humana y el sentido de la verdad, y perpetuando su relevancia en el pensamiento moderno.
Sobre la obra
Las variedades de la experiencia religiosa es un profundo estudio sobre la naturaleza de la religión desde la perspectiva psicológica y filosófica. William James examina cómo las experiencias religiosas moldean la vida individual, explorando el papel de la fe, la conversión, la santidad y el misticismo en la conciencia humana. A través de sus conferencias, analiza casos concretos y reflexiona sobre la diversidad de manifestaciones religiosas, reconociendo su importancia para la salud mental y moral de las personas.
Desde su publicación, Las variedades de la experiencia religiosa ha sido reconocida como una obra fundamental en la psicología de la religión. Su exploración de temas universales como el significado personal de la fe, los estados de conciencia alterados y la búsqueda de propósito espiritual la consolidaron como un texto influyente en filosofía, teología y psicología. La obra ofrece un enfoque empírico y pragmático, al tiempo que mantiene un respeto profundo por la dimensión subjetiva de la religión.
La vigencia de esta obra radica en su capacidad para iluminar la complejidad de la experiencia religiosa y su impacto en la vida humana. Al examinar la relación entre la psicología individual y las creencias espirituales, William James invita a los lectores a reflexionar sobre sus propias convicciones, mostrando cómo las experiencias interiores pueden transformar la percepción de la realidad y fortalecer la voluntad para enfrentar los desafíos de la existencia.
Nunca habría escrito este libro si no hubiese tenido el honor de ser conferenciante Gifford en la Universidad de Edimburgo sobre el problema de la religión natural. Al buscar los temas para los dos ciclos de diez conferencias de las que era responsable, me pareció que el primero podía ser perfectamente descriptivo, a propósito de “Las necesidades religiosas del hombre”, y metafísico el segundo “Su satisfacción por la filosofía”. Sin embargo, el incremento inesperado, mientras escribía, de la problemática psicológica me hizo abandonar por completo el segundo tema, y el análisis de la constitución religiosa del hombre llena por entero las veinte conferencias. En la vigésima conferencia sugiero más que expreso mis propias conclusiones filosóficas. Si algún lector desea conocerlas directamente, tendrá que acudir a las páginas que les corresponden y al postcriptum del libro. Espero expresarlas algún día de manera más explícita.
De acuerdo con mi creencia de que un conocimiento detallado frecuentemente nos torna más sabios que la posesión de fórmulas abstractas, aunque sean profundas, he saturado las conferencias de ejemplos concretos, seleccionados entre las expresiones extremas del pensamiento religioso. Algunos lectores pueden pensar, en consecuencia, que ofrezco simplemente una caricatura del tema. Estas conclusiones piadosas, dirán , no resultan intelectualmente sanas... Si, con todo, tiene la paciencia de llegar al final creo que entonces esa impresión desfavorable desaparecerá porque he procurado combinar los impulsos religiosos con otros principios del sentido común, que servirán como correctivo de la exageración y permitirán que el lector individual llegue a conclusiones tan moderadas como desee.
Debo mi agradecimiento, por su ayuda en la redacción de estas conferencias, a Edwin M. Starbuck de la Universidad de Stanford, que me cedió su extensa colección de originales: a Henry W. Rankin, de East Northfield, un verdadero amigo que no he llegado a conocer, pero que me proporcionó información muy valiosa; a Theodore Flournoy de Ginebra; a Canming Schiller de Oxford y a mi colega Benjamín Raud, por la documentación aportada; al también colega Dickinson S. Miller, y a mis amigos Thomas Wrend Ward, de Nueva York y a Wincenty Lutoslawski, de Cracovia, por sus importantes consejos y sugerencias.
Por último, a las conversaciones con el añorado Thomas Davidson, así como a la utilización de sus libros en Glumare, cerca de Keene Valley, debo mayor gratitud de la que puedo expresar.
Universidad de Harvard
Mayo de 1902
No sin turbación me instalo detrás del escritorio enfrentándome a esta culta audiencia. Para nosotros, los norteamericanos, la experiencia de recibir instrucción oral, o de eruditos libros europeos, nos es muy familiar. En mi Universidad, Harvard, no pasa invierno sin que se realice una selección, pequeña o grande, de conferencias, de escoceses, ingleses, alemanes o franceses, representantes de la ciencia o la literatura en sus respectivos países, a los que persuadimos de cruzar el océano para que nos hablen, o bien atrapamos al vuelo mientras visitan nuestra tierra. A nosotros nos parece natural escuchar mientras los europeos hablan; sin embargo, lo contrario, hablar mientras los europeos escuchan, es una costumbre todavía no adquirida, por lo que cuando se toma parte por primera vez en esta aventura se produce una cierta necesidad de excusa provocada por acción tan atrevida, especialmente en una tierra tan sagrada para la imaginación norteamericana como es Edimburgo. La gloria de la Cátedra de Filosofía de esta Universidad quedó impresa en mi imaginación desde la juventud. Los Ensayos de Filosofía del profesor Fraser, publicados en aquel tiempo, fueron el primer libro filosófico que cayó en mis manos y recuerdo muy bien cómo me maravilló la descripción de las clases de sir William Hamilton. Las propias lecciones de Hamilton fueron los primeros escritos filosóficos que me obligué a estudiar, y a partir de ahí me sumergí en Dugald Stewart y Thomas Brown.
Estas venerables emociones juveniles no envejecen nunca, y confieso que encontrar a mi humilde persona ascendida desde su soledad originaria hasta llegar a ser, ahora y aquí durante cierto tiempo, colega de esos nombres ilustres, comporta al mismo tiempo emociones entreveradas del país de los sueños y de la realidad.
Sin embargo, una vez recibido el honor de tal designación, sé que no es posible rechazarlo. La carrera académica tiene sus obligaciones heroicas; pro lo tanto me detendré aquí, sin más palabras deprecatorias. Nada más diré que puesto que la corriente fluye ahora, aquí y en Aberdeen, de Oeste a Este, espero continúe así y también que con el tiempo se solicite a muchos de mis compatriotas para dictar conferencias en las universidades escocesas, con el intercambio consiguiente de escoceses a Estados Unidos. Espero que nuestra gente pueda moverse e influir en el mundo cada día más; espero que nuestro pueblo trabaje como un pueblo unido en lo que atañe a tan elevadas cuestiones, y que el peculiar temperamento filosófico y político, que permea a nuestra expresión inglesa, se extienda e influya cada día más en todo el mundo.
Con respecto a la forma de dictar esta cátedra, he de advertir que no soy un teólogo, ni un erudito en historia de las religiones, ni siquiera un antropólogo. La psicología es la única rama del saber en la que estoy especializado, y para un psicólogo las tendencias religiosas del hombre deben ser como mínimo tan interesantes como cualquiera de los distintos hechos que forman parte de su estructura mental. En consecuencia, podría parecer que como psicólogo fuese más natural para mi invitaros a un estudio descriptivo de estas tendencias religiosas.
Cuando la investigación es de orden psicológico, el tema de la misma no puede ser la institución religiosa, sino más bien los sentimientos e impulsos religiosos; habré de ceñirme, pues, a aquellos fenómenos subjetivos más desarrollados que algunos hombres inteligentes y conscientes de sí mismos dejaron registrados en sus testimonios religiosos autobiográficos. Es sobremanera interesante estudiar la génesis y las primeras etapas de un tema, pero cuando se busca rigurosamente su significado profundo hemos de observar siempre sus formas más evolucionadas y perfectas. Deducimos así que son documentos tanto más interesantes los de aquellos hombres con una vida religiosa profunda y más capaces de dar una explicación inteligible de sus ideas y motivos. Estos hombres son, indudablemente, o bien escritores relativamente modernos, o bien aquellos que por su antigüedad se han constituido en clásicos del tema.
No encontraremos los documents humaines más instructivos al abrigo de una erudición especializada, sino que por el contrario los hallaremos a lo largo del camino más trillado; esta circunstancia, que fluye con tanta naturalidad de las características de nuestros problemas, se adapta perfectamente a la menguada preparación teológica del que os habla. Mis citas, frases y fragmentos de confesiones personales están recogidos de libros que la mayoría de vosotros tuvisteis en las manos algún día, pero todo esto no irá en detrimento del valor de mis conclusiones. Cierto es que algún profesor o investigador más audaz cuando os hable en otra ocasión rescatará de las bibliotecas documentos con los que sus charlas resulten más amenas distraídas que las míos, pero dudo seriamente que por utilizar ese material insólito se acerque más a la esencia de la cuestión.
Las preguntas “¿Qué son las tendencias religiosas?” y “‘Cuál es su significado filosófico?” denotan dos niveles de un mismo problema completamente distintos desde el punto de vista lógico, que si no se reconocen pueden llevar a confusiones. Antes de entrar en los documentos y materiales a los que me he referido, querría insistir sobre este punto.
Libros recientes de lógica establecen una distinción entre dos niveles de investigación sobre cualquier tema. El primero: “¿Cuál es su naturaleza?”, “¿Cómo se ha realizado?”, “¿Qué constitución, qué origen, qué historia tiene?”, y en segundo lugar, “¿Cuál es su importancia, su sentido y su significado actual?”. La respuesta a la primera pregunta se resuelve en un juicio o proposición existencial. A la segunda se responde mediante una proposición de valor, o como dicen los alemanes Werthurtheil, que podríamos denominar juicio espiritual. Cada uno de ellos no puede derivarse de forma inmediata del otro. Se originan en preocupaciones intelectuales diferentes y la mente sólo los combina después de haberlos considerado por separado para sintetizarlos después.
Con respecto a las religiones, es particularmente fácil distinguir las dos categorías del problema. Cada fenómeno religioso tiene su historia y su derivación de antecedentes naturales. Lo que hoy se llama crítica de la Biblia constituye nada más que el estudio de la misma desde el punto de vista existencial demasiado desatendido por la Iglesia. “¿Bajo qué condiciones biográficas los escritores sagrados aportan sus diferentes contribuciones al volumen sacro?” “¿Cuál era exactamente el contenido intelectual de sus declaraciones en cada caso particular?” Por supuesto, éstas son preguntas sobre hechos históricos y no vemos cómo las respuestas pueden resolver, de súbito, la última pregunta: “¿De qué modo este libro, que nace de la forma descrita, puede ser una guía para nuestra vida y una revelación?” Para contestar esta nueva pregunta habríamos de poseer alguna teoría general que nos mostrara con qué peculiaridades ha de contar una cosa a tenor de De esta manera, si nuestra teoría sobre el valor de la revelación tal teoría sería lo que antes hemos denominado un juicio espiritual. Combinándolo con nuestro juicio existencial, podríamos, en efecto, deducir otro juicio espiritual sobre el valor de la Biblia. De esta manera, si nuestra teoría sobre el valor de la revelación afirma que cualquier libro, para poder poseerlo, ha de haber sido compuesto automáticamente, al margen del capricho del autor, o bien que o ha de contener errores científicos o históricos, ni exprese pasiones locales o personales, la Biblia desde luego nos decepcionaría. Pero si, por otro lado, nuestra teoría reconociera que un libro puede muy bien constituir una revelación, a pesar de los errores, las pasiones y la deliberada composición humana, aunque no fuera nada más que un documento verídico de las experiencias íntimas de personas de alma grande, beligerantes ante los altibajos de su destino, el veredicto sería bastante más favorable. Veríamos que lo que ellas mismas consideran hechos esenciales resultan insuficientes para determinar el valor, y que los mejores adeptos al criticismo más radical nunca confunden el problema existencial con el espiritual. Ante las mismas conclusiones que hemos alcanzado anteriormente, unos adopta una visión y otros otra sobre el valor de la Biblia como revelación, que difieren según el juicio espiritual propio con respecto al establecimiento de valores.
Hago estas observaciones generales sobre los dos tipos de juicios puesto que hay muchas personas religiosas - como algunas de las presentes, seguramente - que todavía no hacen uso positivo de tal distinción y que, por lo tanto, se sorprenden un poco al principio por el punto de vista puramente existencial desde el que - en las siguientes conferencias - habremos de considerar los fenómenos de la experiencia religiosa. Al considerarlos biológica y psicológicamente como si fuesen simples hechos curiosos de la historia individual, algunos pensarán que se degrada tema tan sublime, e incluso podrían sospechar - hasta que mi propósito quede bien expresado - que intento desacreditar deliberadamente el aspecto religioso de la vida.
Nada tan ajeno a mi intención; y ya que un prejuicio semejante obstruiría profundamente el sentido de gran parte de mi discurso, dedicaré cuatro palabras más a esta cuestión.
No debe quedar duda alguna de que, en realidad, una vida religiosa tiende a hacer a la persona excepcional y excéntrica. No hablo, en absoluto, del creyente religioso corriente que observa las prácticas religiosas convencionales de su país, ya sea budista, cristiano o mahometano, porque su religión la hicieron los otros, le fue comunicada por tradición, definida en formas establecidas por imitación y conservada por la costumbre. No me serviría para nada estudiar esta vida religiosa de segunda mano. Más bien hemos de buscar las experiencias originales que establecen el patrón para el caudal de sentimientos religiosos sugerido y de conducta resueltamente imitativa. Estas experiencias sólo las encontraremos en individuos para los que la religión no se da como una costumbre sin vida, sino más bien como fiebre aguda. Sin embargo, esos individuos son “genios” en el aspecto religioso, y al igual que muchos otros que produjeron frutos tan eficaces como para ser conmemorados en las páginas de su biografía, estos genios religiosos frecuentemente mostraron síntomas de inestabilidad nerviosa. Posiblemente, en mayor medida que otros tipos de genios, los líderes religioso estuvieron sujetos a experiencias psíquicas anormales. Invariablemente fueron presos de una sensibilidad emocional exaltada; frecuentemente también tuvieron una vida interior desacorde y sufrieron de melancolía durante parte de su ministerio. No tienen medida y son propensos en general a obsesiones e ideas fijas. Con frecuencia entraron en éxtasis, oyeron voces, tuvieron visiones o presentaron todo tipo de peculiaridades clasificadas ordinariamente como patológicas. Más aún, fueron todas estas características patológicas de su vida las que contribuyeron a atribuirles autoridad e influencia religiosa.
Si queréis un ejemplo concreto, ninguno como el que representa la persona de George Fox. La religión cuáquera que fundó nunca será alabada lo bastante, ya que en una época de fraudes fue la religión de la veracidad arraigada en la misma esencia espiritual, y el retorno a lo más parecido a la verdad original del Evangelio, nunca conocida en Inglaterra hasta ese momento. En la medida en que nuestras sectas cristianas actuales evolucionen hacia la liberalidad, estarán simplemente volviendo, en esencia, a la posición que Fox y los cuáqueros adoptaron hace ya bastante tiempo. Nadie puede pretender ni por un momento siquiera, analizando su sagacidad y capacidad espirituales, que Fox tuviera una mente enferma. Hasta carceleros y jueces municipales creyeron reconocer su poder superior. Pero, no obstante, desde el punto de vista de su constitución nerviosa, Fox ¿fue una especie de psicópata o détraqué de la peor especia? En su Journal abundan anotaciones del tipo:
“Mientras caminaba con algunos amigos, levanté la cabeza y vi tres agujas de campanario que golpearon mi vista. Pregunté qué lugar era aquél y me dijeron, Lichfield. De súbito, me llegó la palabra del Señor: había de marchar hacia allí, decía. Llegados a la casa donde nos dirigíamos, rogué a mis amigos que entrasen y no les dije dónde quería ir. Tan pronto como desaparecieron me alejé por veredas y setos espinosos hasta que estuve a una milla de Lichfield, donde, en un prado inmenso, los pastores guardaban sus ovejas. En este momento el Señor me ordena que me quite los zapatos; quedé en suspenso porque era invierno, pero la palabra del Señor era como un fuego dentro de mí y los pobres pastores temblaban y parecían aterrados. Seguí caminando durante una milla y, al llegar a la ciudad, la palabra del Señor vino a mí de nuevo diciendo: “¡Proclama el infortunio para Lichfield, la ciudad ensangrentada!” Así crucé las calles gritando en alta voz. Era día de mercado, fui hasta allí, yendo y viniendo por todos lados gritando desaforado: “¡Basta, ciudad ensangrentada de Lichfield!”, y nadie me puso la mano encima. Mientras anduve así gritando por las calles me parecía que un río de sangre corría por ellas, y la plaza del mercado se asemejaba un gran charco. Cuando expresé lo que guardaba en mi interior me sentí más tranquilo; salí en paz de la ciudad y al volver junto a los pastores les ofrecí algún dinero y recogí mis zapatos. Pero era tan poderoso el fuego del Señor en mis pies y en todo mi cuerpo que no volví a ponerme los zapatos, y dude de hacerlo o no ya que el Señor me dio libertad para hacerlo. Me lavé los pies y me puse los zapatos de nuevo; después comencé a considerar profundamente la razón por la que había sido enviado a increpar esta ciudad y llamarla ¡la ciudad ensangrentada! Porque a pesar de que el Parlamento se alternó con el rey en gobernarla, y aun cuando en las guerras entre ellos se había derramado mucha sangre, no había sido peor que lo ocurrido en otros lugares. Sin embargo, más tarde supe que en tiempos del emperador Diocleciano fueron martirizados un millar de cristianos en Lichfield. Por consiguiente, debí atravesar descalzo el río de su sangre y meterme en el charco de la plaza del mercado para despertar el recuerdo de aquellos mártires, de la sangre derramada hacía unos mil años y que se había enfriado sobre esas calles. Había caído sobre mí dar significado a esa sangre y yo obedecía las palabras del Señor”.
Ahora que estamos dispuestos a estudiar las condiciones existenciales de la religión, no podemos ignorar de ninguna manera los aspectos patológicos del tema. Hemos de describirlos y denominarlos como si se diesen en hombres no religiosos. Es cierto que instintivamente rehusamos ver controlado aquello con lo cual nuestras emociones y afectos están comprometidos. Lo primero que el intelecto hace con un objeto es clasificarlo junto a alguna otra cosa; sin embargo, cualquier objeto que resulta para nosotros infinitamente importante y despierta nuestra devoción nos parece que debe ser sui generis y único. A buen seguro, un cangrejo se sentiría ultrajado si se viese clasificado como crustáceo sin más ni más y sin disculparnos siquiera, “yo no soy esa cosa - diría -, soy yo y basta”. El paso siguiente que da el intelecto es descubrir las causas genéticas del objeto. Dice Spinoza: “Analizaré las acciones y deseos del hombre como si se tratase de líneas, planos y volúmenes”, y a continuación recalca que considera nuestras pasiones y sus propiedades con los mismos ojos con los que observa el resto de las cosas naturales, porque las consecuencias de nuestros afectos brotan de su naturaleza con la misma necesidad con la que se deriva de un triángulo que sus tres ángulos deben ser iguales a dos ángulos rectos. De igual manera, Taine, en la introducción a su historia de la literatura inglesa, escribe: “Que los hechos sean morales o físico, no tiene importancia. Siempre tienen su causa. Hay causas para la ambición, el valor, la veracidad, al igual que para la digestión, el movimiento muscular y el calor animal. El vicio y la virtud son productos, como el vitriolo y el azúcar”. Cuando leemos estos alegatos del intelecto para demostrar las condiciones existenciales de todas las cosas, un poco al margen de nuestra legítima impaciencia ante la fanfarronada un punto ridícula del programa, si observamos lo que ciertos autores son capaces de proponer hoy, nos sentiremos amenazados en los orígenes de nuestra vida más íntima. Estas crueles asimilaciones parece que amenazan revelar los secretos vitales de nuestras almas, como si el espíritu que debería explicar su origen tuviese que justificar simultáneamente su significado, y no darles, a ambos, más valor que a los tan útiles productos que cita Taine.
Posiblemente sea la expresión más vulgar de semejante suposición la que afirma que el valor espiritual se pierde si se afirma un origen humilde; se observa en los comentarios que la gente de escasa sensibilidad hace frecuentemente de sus amigos más sentimentales: Alfredo cree tan fervientemente en la inmortalidad porque su temperamento es muy emocional. La extraordinaria susceptibilidad de Fanny es simplemente cuestión de sobreexcitación nerviosa. La melancolía cósmica de Williams se debe a una mala digestión, seguramente tiene un hígado perezoso. La delectación de Elisa por la iglesia es síntoma de su constitución histérica. Peter no se preocuparía tanto de su alma si hiciera más ejercicio al aire libre, etc... Un ejemplo evolucionado del mismo tipo de razonamiento es la moda, común hoy entre ciertos escritores, de cuestionar las emociones religiosas demostrando una conexión entre ellas y la sexualidad. La conversión es una crisis de pubertad y de adolescencia. La mortificación de los santos y la devoción de los misioneros, nada más que ejemplo del instinto de sacrificio de los padres desplazado. Para la monja histérica, que anhela la vida sobrenatural. Cristo es nada más que el sustituto imaginario de un objeto afectivo más terrenal. Y otras cosas por el estilo.
De modo general, este método de desacreditar los estados de ánimo por los que sentimos antipatía nos es familiar; todos lo usamos en alguna medida para criticar a ciertas personas con estados afectivos que nos parecen excesivos. Pero cuando otros critican nuestros momentos más exaltados y los denominan “nada más” que expresiones de nuestra disposición orgánica, nos sentimos ofendidos y heridos porque sabemos que, fueren cuales fueren las peculiaridades de nuestro organismo, nuestros estados mentales tienen su valor sustantivo como revelaciones de la verdad viva, y deseamos acallar semejante materialismo médico.
Materialismo médico parece, en realidad, el apelativo adecuado para el sistema de pensamiento demasiado ingenuo que ahora consideramos. El materialismo médico acaba con san Pablo cuando define su visión en el camino de Damasco como una lesión del córtex occipital, y a él como un epiléptico; con santa Teresa como una histérica y san Francisco de Asís como un degenerado congénito. El desacuerdo de George Fox con las falsedades de su época y su fijación en la verdad espiritual se los considera un síntoma de trastornos de colon; y se justifica la tendencia a la melancolía de Carlyle como un enfriamiento gastroduodenal. Todas estas excesivas tensiones mentales, cuando se llega al fondo de la cuestión, se afirma, no son más que simples problemas de diátesis (con mayor probabilidad: autointoxicaciones) debidas a la acción patológica de algunas glándulas que la fisiología descubrirá. Por ello, el materialismo médico piensa que la autoridad espiritual de estos personajes resulta eficazmente socabada.
Estudiemos la cuestión de la forma más amplia posible. La psicología moderna al encontrar claras conexiones psicofísicas válidas supone, como hipótesis práctica, que la dependencia de los estados mentales de las condiciones corporales debe ser perfecta y acabada. Si aceptamos tal suposición, concluiremos, naturalmente, que el materialismo médico debe tener razón de manera general, si no particularmente. San Pablo sufrió, en efecto, un ataque de epilepsia, y si no resueltamente epiléptico, Fox fue un degenerado congénito; Carlyle estaba, sin lugar a dudas, intoxicado en alguna forma, fuese la que fuese; y así sucesivamente. Sin embargo, os pregunto: ¿En qué medida una relación existencial de los sucesos de la histeria mental, como la descrita, puede determinar de una manera u otra su significado espiritual? Según el postulado general de psicología al que acabamos de referirnos, no hay ni uno sólo de nuestros estados de ánimo, elevado o bajo, sano o patológico que no tenga algún proceso orgánico como condición necesaria. Las teorías científicas están tan condicionadas orgánicamente como lo están las religiosas, y si pretendiéramos un conocimiento de los hechos bastante profundo veríamos al hígado como determinante de las afirmaciones del ateo pertinaz, tan decisivamente como en el caso del metodista convencido, preocupado por su alma. Cuando la sangre filtrase de determinada manera, tendríamos al metodista, cuando lo hiciese de otra, encontraríamos la mentalidad atea. Y así pasa con todos nuestros éxtasis y sequedades, nuestros anhelos y excitaciones, nuestras dudas y creencias. También están fundadas orgánicamente, tengan o no un contenido religioso.
Defender la causalidad orgánica de un estado de ánimo religioso, para rebatir su derecho a poseer un valor espiritual superior, es por consiguiente ilógico y arbitrario si no se ha establecido anteriormente una teoría psicofísica que entrelace los valores espirituales en general con tipos de transformaciones fisiológicas determinados. Si no es así, ninguna de nuestros pensamientos y sentimientos, ni tampoco nuestras doctrinas científicas, ni siquiera nuestras pseudocreencias, poseerán valor alguno como revelaciones de la verdad, ya que cada una de ellas, sin excepción, brota del estado del cuerpo de su poseedor en aquel momento. No vale decir que el materialismo médico, en realidad, no alcanza pro sí solo estas conclusiones radicalmente escépticas. Es seguro, con la seguridad de la sencillez, que algunos estados de ánimo son interiormente superiores a otros y nos revelan mayor verdad, y para esto sólo hace falta un juicio espiritual corriente. No existe teoría fisiológica sobre la producción de tales estados preferentes por medio de la cual podamos acreditarlos, y el intento de desacreditar los estados desagradables, asociándolos vagamente con los nervios y el hígado, y en conexión directa con nombres que connotan enfermedades físicas, es al mismo tiempo carente de lógica e inconsciente.
Seamos justos en todo este asunto, y totalmente imparciales con nosotros mismos y con los hechos. ¿Cuando consideramos que algunos estados de ánimo son superiores a otros, es porque conocemos sus antecedentes orgánicos? ¡No!; lo hacemos más bien por dos razones completamente diferentes. Posiblemente porque nos deleitaron o porque creíamos que serían útiles para la vida. Cuando hablamos despectivamente de las “fantasías febriles”, el proceso fabril como tal no es, a buen seguro, el motivo de nuestra descalificación; por el contrario, parece que la temperatura de 103° o 104° Fahrenheit deber ser mucho más favorable para la germinación y el crecimiento de la imaginación que la temperatura corporal normal de 97° o 98° Fahrenheit. Puede tratarse de la escasa agradabilidad de las fantasías o de la incapacidad para soportar las horas críticas de la convalecencia. Cuando celebramos los pensamientos que produce la salud, el metabolismo químico peculiar de la salud no influye en la determinación de nuestro juicio; en realidad, poco sabemos de ese metabolismo. Es el carácter de la felicidad interior inherente a los pensamientos lo que los cataloga como buenos, y su capacidad para satisfacer nuestras necesidades lo que los hace aparecer como verdaderos bajo nuestra estimativa.
Ahora bien, el más intrínseco y el más remoto de estos criterios no siempre se sostienen. La felicidad interior y la capacidad de servicio no siempre están de acuerdo, y lo que a primera vista parece “lo mejor” no siempre es “lo cierto”, una vez juzgado por la experiencia ulterior. La diferencia entre Felipe embriagado y Felipe sereno es el ejemplo clásico de corroboración; si el simple “sentirse bien” pudiese decidir, la embriaguez sería la experiencia humana más válida; pero sus revelaciones, por más satisfactorias que resulten en aquel momento, se insertan en un entorno que no pretende confirmación en ningún período de tiempo. La consecuencia de tal discrepancia entre los dos criterios es la incertidumbre que todavía persiste sobre gran parte de nuestros juicios espirituales. Hay momentos de experiencia sentimental y mística - de los que a partir de ahora oiremos hablar a menudo - que comportan cuando se producen un enorme sentimiento de autoridad interna y de lucidez, pero se dan con poca frecuencia y no en todos, por lo que el resto de la vida o no se conecta en absoluto con ellos o se tiende a contradecirlos más que a confirmarlos. Algunas personas al llegar estos casos siguen la voz del momento, y otras prefieren tener por guía la media de los resultados. Por aquí transcurre la triste discordancia evidente de tantos juicios espirituales de los seres humanos, desajuste del que nos apercibiremos agudamente antes de acabar estas conferencias.
Con todo, se trata de un desajuste que nunca podrá ser resuelto por medio de un simple examen médico. Un buen ejemplo de la imposibilidad de mantenerse fiel a los exámenes médicos lo encontramos en la teoría de la causalidad patológica del genio, propuesta por autores contemporáneos. “El genio - dirá el doctor Moreau - no es más que una de las ramas del árbol neuropático”. “El genio -dice el doctor Lombroso - es un ‘síntoma de degeneración hereditaria de la variedad epileptoide y está ligado a la demencia moral’”. “Cuando la vida de un hombre - escribe mister Nisbet - es notable y está descrita con plenitud suficiente para ser el tema de un estudio provechoso, cae inevitablemente en la categoría de mórbida [...] y vale la pena señalar que, como norma general, cuanto mayor es el genio, mayor es el desajuste”.
Sin embargo, estos autores, después de demostrar de manera satisfactoria que los trabajos del genio son fruto de la enfermedad, ¿actúan en consecuencia para impugnar el valor de esos frutos? ¿Deducen un nuevo juicio espiritual de su nueva doctrina sobre las condiciones existenciales? ¿Nos prohíben sinceramente que admiremos las obras del genio a partir de este momento? ¿Afirman con franqueza que ningún neurópata puede ser el portavoz de una nueva verdad? ¡No! Sus instintos espirituales inmediatos son demasiado fuertes y se mantienen enfrente de deducciones que, puramente por amor a la consistencia lógica , el materialismo médico habría de celebrar de hecho. Un discípulo de la escuela se esforzó por impugnar el valor de los trabajos del genio en su totalidad (es decir, aquellas obras de arte contemporáneo que él mismo parece incapaz de comprender), utilizando argumentos médicos; pero la mayoría de las obras maestras son indiscutibles y la línea de ataque médica, o bien se limita a esas producciones seculares que todo el mundo considera como intrínsecamente excéntricas, o bien se centra exclusivamente en las manifestaciones religiosas. Y esto sucede porque las manifestaciones religiosas estuvieron condenadas desde el momento que desagradaron al crítico en el terreno interno o espiritual.
En las ciencias naturales y las artes industriales no se le ocurre a nadie intentar rebatir opiniones poniendo en evidencia la constitución neurótica de su autor. Aquí las opiniones se comprueban invariablemente por medio de la lógica y la experimentación, sea cual sea la variante neurológica del autor. No tendría que ser diferente en el terreno de las opiniones religiosas; aquí su valor sólo puede ser comprobado considerando directamente los juicios espirituales con independencia de sus autores; juicios basados, en primer lugar, en nuestros propios sentimientos inmediatos y, en segundo lugar, en lo que podemos colegir de sus relaciones experimentales con nuestras necesidades morales y con la parcela que defienden como verdadera.
Luminosidad inmediata, en resumen, razonabilidad filosófica y ayuda moral son los únicos criterios válidos. Santa Teresa podía haber tenido el sistema nervioso de la vaca más apacible y eso no habría salvado su teología si el juicio teológico obtenido por otras verificaciones hubiese demostrado que era despreciable. Y de manera inversa, si su teología resistiese las restantes pruebas, no hubiese tenido ninguna importancia el grado de desequilibrio nervioso o de histeria sufrido cuando estaba aquí, entre nosotros.
Observad cómo, a la postre, volvemos a los principios generales a tenor de los cuales la filosofía empírica ha sostenido que debemos orientarnos en nuestra búsqueda de la verdad. Las filosofías dogmáticas buscaron pruebas para determinar la verdad que nos dispensan, caso de interesarnos por el futuro; el sueño dorado de los filósofos dogmáticos consistió en encontrar alguna señal directa que nos protegiera inmediata y absolutamente, ahora y siempre, de todo error. Es evidente que el origen de la verdad constituiría un criterio admirable de este género, si pudiésemos discernir, según este punto de vista, los diversos criterios unos de otros, y la historia de la opinión más dogmática muestra que en el origen estuvo siempre una prueba privilegiada, cuya génesis se situó en la intuición inmediata, en la autoridad pontificia, en la revelación sobrenatural; ya sea como visión, voz o intuición extraña, en la posesión directa por un espíritu más elevado, que se expresa como una profecía o advertencia, por lo general, automática; todos estos orígenes fueron justificaciones reservadas para la verdad de aquellas opiniones que, una detrás de la otra, encontramos representadas son, por consiguiente, poco más que todos estos dogmáticos tardíos que vuelven como sus predecesores a utilizar el criterio del origen de manera disolvente en lugar de hacerlo de una forma afirmativa.
Sus palabras sobre el origen patológico sólo son efectivas mientras el oponente defiende el origen sobrenatural, y siempre que sólo se discuta el argumento a partir del origen; sin embargo, este argumento pocas veces se utilizó por sí solo, es demasiado evidente su insuficiencia. El doctor Maudsley probablemente sea el más inteligente detractor de la religión sobrenatural desde el terreno del origen, con todo se verá forzado a escribir:
“¿Qué derecho tenemos para suponer que la naturaleza tiene la obligación de hacer su trabajo a través de mentes perfectas? Podemos suponer que una mente defectuosa es un instrumento más adecuado para un propósito particular, ya que es el trabajo hecho y la calidad del trabajador que lo hace lo que tiene importancia; y no tendría ninguna, desde un punto de vista cósmico, que fuera particularmente imperfecto en otros aspectos de su carácter, aunque fuese, por ejemplo, hipócrita, adúltero, excéntrico o lunático [...]. Volvemos, pues, al último recurso de la certeza, es decir, al consentimiento común del género humano o, cuando menos, de aquellos más competentes gracias a su instrucción y formación”.
Dicho de otra manera, la prueba definitiva de una creencia, en opinión del doctor Maudsley, o estriba en su origen sino en su funcionamiento en general. Este es nuestro particular criterio empírico y es el criterio que los defensores más resueltos del origen sobrenatural se vieron forzados a utilizar. Algunos mensajes y visiones resultaban siempre demasiado claramente estúpidos; ciertos éxtasis y ataques convulsivos fueron demasiado estériles tanto para la conducta como para el carácter, para considerarlos significativos, y todavía menos, divinos. En la historia del misticismo cristiano siempre resultó muy difícil de solucionar el problema de distinguir entre los mensajes y experiencias, entendidos como auténticos milagros divinos de aquellos que el demonio, en su malignidad, podía falsear haciendo al religioso dos veces hijo del infierno. Para resolverlo se necesitó toda la sagacidad y la experiencia de los mejores directores espirituales. Al final volvemos a nuestro criterio empirista: “Los conoceremos por sus frutos y no por sus raíces”. El Treatise on Religious Affections, de Edwards, es un elaborado resultado de esta tesis. Las raíces de la virtud de un hombre nos son inaccesibles; ninguna apariencia es prueba infalible de gracia. Nuestra práctica es la única evidencia segura, incluso para nosotros mismos, de que somos genuinamente cristianos.
“Al formarnos un juicio sobre nosotros mismos - escribe Edwards - deberíamos asimilar la evidencia que nuestro juez supremo utilizará cuando lleguemos a su presencia el último día [...]. No hay gracia del Espíritu divino de cuya existencia, en cualquier creyente, la práctica cristiana no sea la evidencia más decisiva [...]. El grado según el cual nuestra experiencia provoca la práctica, muestra el grado a tenor del cual nuestra experiencia es espiritual y divina”.
Los escritores católicos son en igual medida enfáticos. Las buenas disposiciones que produce una visión, voz, o cualquier otro favor aparentemente celestial, son nada más que señales por las que podemos asegurarnos de que no son artimañas posibles del tentador. Dice santa Teresa:
“Como el sueño imperfecto, que en lugar de procurarnos más fuerza a la cabeza, sólo nos deja más agotados, el resultado de sencillas operaciones de la imaginación es sólo el despertar del alma. En lugar de alimento y energía, sólo recogemos lasitud y fastidio, mientras que una genuina visión celestial produce un conjunto de inefable riqueza espiritual y una renovación admirable de la fuerza corporal. He alegado estas razones a aquellos que frecuentemente han acusado mis visiones de ser el trabajo del enemigo del hombre y la diversión de mi imaginación [...].
“He mostrado las alegrías que la mano divina me ha dejado, y son mis disposiciones actuales. Todos los que me conocen vieron que había cambiado, mi confesor dio testimonio del hecho; esta mejora, palpable en todos los aspectos, lejos de ser escondida fue claramente evidente a todos los hombres. Para mí misma era imposible creer que, si el demonio no fue el autor, podría haber usado -para perderme y llevarme al infierno - un expediente tan contrario a sus intereses como este de eliminar mis vicios y llenarme de valor masculino y otras virtudes, ya que vi claramente que una sola de estas visiones era suficiente para enriquecerme con toda esta abundancia”.
Temo haber efectuado una disgresión más larga de lo necesario, y que menos palabras habrían disipado igualmente la inquietud que quizás haya surgido en alguno de vosotros cuando he anunciado mi programa patológico. En todo caso, hemos de estar preparados para juzgar la vida religiosa exclusivamente por sus resultados, y por mi parte asumiré que la pesadilla del origen morboso ya no escandalizará más vuestra piedad. No obstante, podemos preguntarnos que si los resultados han de ser el fundamento de nuestra apreciación espiritual última de un fenómeno religioso, ¿por qué abrumarnos con tanto estudio existencial de sus condiciones? ¿Por qué no dejar simplemente al margen las cuestiones patológicas? Contestaré a esto de dos maneras; primero, afirmaría que una curiosidad irrefrenable nos anima, y segundo, que siempre entenderemos mejor el significado de una cosa si consideramos sus exageraciones, sus perversiones, sus equivalencias, los sucedáneos y consecuencias más próximos. No digo que hayamos de abandonar el tema a la condenación masiva por la que pasan las cosas de mal gusto, sino más bien que hemos de desentrañar, con la máxima precisión, en qué consiste su mérito, y, al propio tiempo, conocer a qué concretos peligros de corrupción puede también estar expuesta.
Las condiciones de demencia tienen esta ventaja: aíslan factores particulares de la vida mental y nos permiten inspeccionarlos fuera de su contexto más habitual. En la anatomía mental, esto viene a hacer el mismo papel que el escalpelo y el microscopio en la anatomía corporal. Para entender algo correctamente hemos de observarlo dentro y fuera de su contexto y conocer la gama completa de sus variaciones. El estudio de las alucinaciones fue, para los psicólogos, la clave para la comprensión de la sensación normal; y el de las ilusiones lo fue para la correcta comprensión de la percepción. Los impulsos morbosos y las concepciones imperativas, llamadas “ideas fijas”, lanzaron un rayo de luz sobre la psicología de la voluntad normal, y las obsesiones y los delirios hicieron idéntico servicio respecto a la facultad normal de creer.
De manera semejante, la naturaleza del genio resultó iluminada por las tentativas, de las que ya he hecho mención, de clasificarla dentro de los fenómenos patológicos, La locura más aguda, la chifladura, el temperamento demente, la pérdida del equilibrio mental, la degeneración psicopática (por referir algunos de los sinónimos con los que ha sido denominada), tienen algunas peculiaridades y tendencias que, al ser combinadas con una cualidad superior del intelecto, hacen más probable que se distinga y afecte su época, que en el caso de que su temperamento fuese menos neurótico.
Naturalmente, no hay afinidad particular entre la locura como tal y un intelecto superior, 7 ya que la mayoría de los psicópatas poseen intelectos débiles, y los superiores ordinariamente presentan sistemas nerviosos normales. Pero el temperamento psicopático, cualquiera que sea el intelecto con el que se encuentre emparejado, frecuentemente comporta vehemencia y un carácter emotivo. La persona demente posee una susceptibilidad emocional extraordinaria. Tiende a tener ideas fijas y obsesiones; sus concepciones pugnan por convertirse inmediatamente en creencias y acción y apenas tiene una idea nueva no reposa hasta que la proclama o “se desahoga” de alguna manera. Una persona corriente, en presencia de una cuestión comprometida reflexiona: “¿Qué tendría que pasar?”; sin embargo, en una mente “perturbada” la misma pregunta tiende a tomar la forma de : “¿Qué habría de hacer?”. En la autobiografía de aquella señora de alma elevada, Annie Besant, he leído el pasaje siguiente: “Mucha gente desea el éxito de una buena causa, pero muy pocos se esfuerzan por ayudar, y todavía menos, arriesgan algo por estimularla. Alguien habría de hacerlo, pero ¿por qué yo?, es la eterna pregunta de la amabilidad sin carácter. Alguien habría de hacerlo ¿por qué no yo?, es el grito de los sinceros servidores del hombre, mientras avanzan ansiosos de enfrentarse con un duro peligro. Entre estas dos posturas hay siglos enteros de evolución moral”. ¡Ciertamente!, y entre estas dos frases se sitúan los destinos bien diferentes del mal trabajador corriente y el psicópata. Así, cuando un psicópata y un intelectual elevado convergen - dado que las inacabables permutaciones y combinaciones de la facultad humana están destinadas a unirse a menudo - en el mismo individuo, conseguimos la mejor condición posible para el tipo de genio efectivo según llega a los repertorios biográficos. Tales individuos no son simples críticos ni entendidos en su parcela intelectual: sus ideas los poseen y las imponen, para bien o para mal, sobre sus contemporáneos. Son ellos los que cuentan cuando Lombroso, Nisbert y otros autores invocan las estadísticas para defender su paradoja.
Pasando a los fenómenos religiosos, consideraremos la melancolía que, como veremos, constituye un momento esencial de la evolución religiosa acabada. Tomemos la felicidad que proporciona la creencia religiosa cuando se ha conseguido. Posee el estado de intuición de la verdad que describen todos los místicos religiosos. 8 Estos son, todos y cada uno de ellos, casos particulares de tipos de experiencia humana de competencia mucho más amplia. La melancolía religiosa, sean cuales sean las peculiaridades que tenga qua religiosa, es, en cualquier caso, melancolía. La felicidad religiosa es felicidad. El éxtasis religioso es éxtasis. Y desde el momento en que renunciamos a la noción absurda de que una cosa se desvirtúa cuando es clasificada con otras, o muestra su origen; desde el momento en que aceptamos estimular los resultados experimentales y la calidad interior, al juzgar los valores, es evidente que podemos deslindar mejor el significado diferenciador de la melancolía y la felicidad religiosas, o de los éxtasis religiosos comparándolos tan conscientemente como podamos con otros tipos de melancolía, felicidad y éxtasis, que cuando renunciamos a considerar su lugar en alguna serie más general y tratarlos como si estuviesen completamente fuera del orden de la naturaleza.
Espero que este ciclo de conferencias confirme esta suposición. Por lo que hace al origen psicopático de tantos fenómenos religiosos, no sería nada sorprendente o desconcertante, aunque se nos certifique desde las alturas, que constituyen las experiencias humanas más valiosas. Ningún organismo puede ceder todo el conjunto de verdad a su propietario. Todos nosotros somos débiles en algo, o incluso enfermos, y nuestras enfermedades os ayudan de la forma más inesperada. En el temperamento psicopático se da la emotividad, que es el sine qua non de la percepción moral; tenemos la intensidad y la tendencia al énfasis que son la esencia del vigor moral práctico; el amor metafísico y el misticismo que estimulan el interés personal más allá de la superficie del mundo de la razón. Así, pues, ¿qué más natural que semejante temperamento introduzca al hombre en las regiones de la verdad religiosa, en los rincones más recónditos del universo, y que el tipo filisteo de robusto sistema nervioso, que enseña los bíceps para que los tienten, se golpea el pecho y agradece al cielo no tener en su constitución una sola fibra enferma, esconda todo aquello a sus satisfechos poseedores?
Si algo como la inspiración que procede de un reino superior existe, podría ser que el temperamento neurótico proporcionara la condición principal de la receptividad requerida. Y una vez dicho todo esto me parece que puedo dejar el tema de la religión y la neurosis.
La mayoría de los fenómenos colaterales, sanos o enfermos, con los que los diversos fenómenos religiosos se han comparado para poder entenderlos mejor, constituye lo que en un lenguaje pedagógico se llama “la masa aperceptiva”, en la que se nos incluye. La única novedad que puedo imaginar en este ciclo de conferencias quizás estribe en la amplitud de la masa aperceptiva; intentaré discutir las experiencias religiosas en un contexto más amplio del utilizado usualmente en cursos universitarios.
La mayoría de los libros sobre filosofía de la religión pretenden comenzar con una definición precisa de su contenido esencial. Algunas de estas supuestas definiciones posiblemente nos aparecerán en otras partes de este curso y no seré tan pedante como para enumerarlas ahora. Sin embargo, el hecho real de que hay tantas y tan diferentes es suficiente para probar que la palabra “religión” no puede significar ningún principio o esencia individuales, sino que más bien es un nombre colectivo. La mente teorizadora tiende siempre a simplificar excesivamente sus materiales. Ésta es la raíz de todo ese absolutismo y dogmatismo unilaterales de los que tanto la filosofía como la religión estuvieron infestadas. No entremos de inmediato en una visión parcial del tema, pero admitamos libremente al principio que acaso no encontremos una esencia sino numerosos caracteres que pueden, alternativamente, ser de igual modo importantes para la religión. Si pidiésemos la esencia del “gobierno”, por ejemplo, alguien nos podría decir que es la autoridad, otro que es la sumisión, otro la policía, otro el ejército, otro el parlamento, otro un sistema de leyes, y sería siempre cierto que ningún gobierno concreto puede existir sin todos estos requisitos, por más que unas veces uno sea más importante y en otros momentos otro. El hombre que conoce mejor los gobiernos es quien menos se preocupa por una definición que exprese su esencia. Gozando, como lo hace, de un conocimiento íntimo de todas y cada una de las peculiaridades, pensaría que una concepción abstracta en la cual se unificasen las peculiaridades sería algo más engañoso que iluminador. ¿Por qué la religión no puede consistir en una concepción igualmente compleja?
Consideremos asimismo el “sentimiento religioso”, al que muchos libros se refieren, como si se tratase de un tipo único de entidad mental.
Vemos en las psicologías y filosofías de la religión que los autores intentan especificar de qué entidad se habla. Alguien lo relaciona con el sentimiento de dependencia, otros lo convierten en un derivado del miedo, otros lo enlazan con la vida sexual, otros aun lo identifican con el sentimiento de infinitud, y así sucesivamente. Formas tan diferentes de concebido deberían, por ellas mismas, provocar serias dudas sobre si es posible que constituya una cosa específica. Cuando pretendemos utilizar el término “sentimiento religioso” como enunciado colectivo para todos los sentimientos que los objetos religiosos pueden provocar alternativamente, vemos que con toda probabilidad no contiene psicológicamente nada de una naturaleza específica. Existe el temor religioso, el amor religioso, el miedo religioso, la alegría religiosa, etc., pero el amor religioso tan sólo es la emoción natural del amor humano dirigida hacia un objeto religioso; el temor religioso es el temor ordinario, por decirlo así, el temblor normal del pecho humano en la medida que la noción de retribución divina lo pueda alterar; el temor religioso es el mismo temblor orgánico que sentimos en un busque al atardecer o en un desfiladero angosto, con la diferencia de que esta vez se presenta cuando pensamos en nuestras relaciones sobrenaturales y, de manera similar, en los diversos sentimientos que puedan formar parte de las vidas de los individuos reelegios. Como los estados de ánimo concretos, constituidos por un sentimiento más un tipo específico de objeto, las emociones religiosas son obviamente entidades psíquicas diferenciables de otras emociones concretas, pero no fundamento cierto para suponer que una simple “emoción religiosa” abstracta exista por sí misma como una afección mental elemental distinta, patente en cada experiencia religiosa sin excepción.
Así como no parece que exista ninguna emoción religiosa elemental, sino únicamente un repertorio común de emociones a las que los objetos religiosos se pueden aproximar, también se podría probar que no hay ningún tipo específico y esencial de objeto religioso, ni ningún tipo específico y esencial de acto religioso. Dado que el universo religioso es tan amplio, resulta notoriamente imposible que yo pretenda abarcarlo: mis conferencias se han de limitar a una fracción del tema. Y aunque, ciertamente, seria una tontería establecer una definición de la esencia de la religión y después defender esta definición ante quien sea, eso no ha de impedirme formular mi propio punto de vista limitado sobre lo que debería ser la religión según el propósito de estas conferencias, o escoger entre los muchos significados de la palabra aquel por el que me gustaría interesarnos en particular, y expresar arbitrariamente que cuando digo “religión” me refiero a aquello. En realidad, esto es lo que debo hacer y, de entrada, intentaré delimitar el terreno que elijo.
Una manera de hacerlo fácilmente estriba en señalar los aspectos del tema que dejaremos de lado. Al comienzo, tropezaremos con una profunda división del terreno religioso. Por un lado, se sitúa la religión institucional, por otro, la personal. Como dice Sabatier, una vertiente de la religión atiende a la divinidad, la otra no pierde de vista al hombre. Cuto y sacrificio, procedimientos para contribuir a las disposiciones de la deidad, teología, ritual y organización eclesiástica, son los elementos de la religión en la vertiente institucional. Si nos tuviésemos que limitar necesariamente, tendríamos que definir la religión como un arte externo, el arte de obtener el favor de los dioses. En la vertiente más personal de la religión, por el contrario, constituyen las disposiciones internas del hombre el entro de interés, su conciencia, sus merecimientos, su impotencia, su incompletud. Y pese a que el favor de Dios ya esté perdido o ganado, sigue siendo un hito esencial de la historia, y la teología desempeña en él un papel vital: los actos a los que este género de religión incita no son rituales sino personales. El individuo negocia solo, y la organización eclesiástica, con sus sacerdotes y sacramentos y otros intermediarios, se encuentra en posición totalmente secundaria. La relación va directamente de corazón a corazón, de alma a alma, entre el hombre y su creador.
Propongo que en estas conferencias ignoremos por entero la vertiente institucional; nada digamos de la organización eclesiástica, consideremos tan poco como sea posible la teología sistemática y las ideas sobre los propios dioses, y nos limitemos tanto como nos sea posible a la pura y simple religión personal. Para algunos de vosotros la religión personal tratada con sobriedad tal os parecerá, sin duda, una cosa demasiado incompleta para merecer el enunciado general. “Es una parte de la religión - diréis -, pero nada más que su rudimento desorganizado. Si la hemos de considerar aparte, mejor sería decir la conciencia o la moral del hombre en lugar de su religión. El sustantivo “religión” debería reservarse al sistema plenamente organizado de sentimiento, pensamiento e instituciones; para la Iglesia, en definitiva, de la que esta llamada religión personal no es sino un elemento fraccionario”.
Al hablar así sólo se demostrará más crudamente que la cuestión de la definición tiende a convertirse en una disputa nominalista. No deseo prolongar esta polémica y aceptaré cualquier nombre para la religión personal que me propongo tratar. Llamémosla conciencia o moralidad, si así lo preferís; bajo cualquiera de estos nombres será igualmente digna de nuestro estudio. Yo mismo creo que, en última instancia, resultará que contiene algunos elementos que la moralidad simple y pura no contiene; son éstos los elementos que de inmediato intentaré precisar. Así, pues, continuaré aplicando la palabra “religión” y, en la última conferencia, presentaré las teologías y los sistemas eclesiásticos y diré alguna cosa al respecto.
En cierta forma la religión personal vendrá a demostrar que es fundamental en mayor medida que cualquier teología o sistema eclesiástico. Las iglesias, una vez establecidas, viven por tradición de segunda mano, pero los fundadores de cada iglesia debían originalmente su poder al hecho de su comunión personal directa con la divinidad. No sólo los fundadores sobrehumanos, Cristo, Buda, Mahoma, sino también todos los creadores de sectas cristianas han experimentado en esta situación. Por consiguiente, la religión personal todavía debería parecer la cosa primordial, incluso a quienes siguen considerándola completa sólo parcialmente.
En efecto, e n una consideración cronológica de la religión observaríamos cosas más importantes que la devoción personal en el sentido moral. El fetichismo y la magia parecen haber precedido históricamente a la piedad interior, sin embargo nuestros documentos sobre piedad interior no llegan tan lejos. Y si el fetichismo y la magia han de ser considerados estadios de la religión, podríamos afirmar que la religión personal en el sentido íntimo y los sistemas eclesiásticos genuinamente espirituales que sostiene son fenómenos de orden secundario y terciario. Pero aparte del hecho de que muchos antropólogos (por ejemplo, Fraser y Jevons) oponen expresamente religión y “magia”, es cierto que todo el sistema de pensamiento que conduce a la magia, al fetichismo y a las supersticiones inferiores pude ser igualmente calificado de ciencia primitiva o religión primitiva. Así, la cuestión vuelve a ser verbal, y nuestro conocimiento de todos esos estadios primero s del pensamiento y del sentimiento resulta, de cualquier modo, tan conjetural e imperfecto que una discusión más extensa no vale la pena. Por consiguiente, la religión tal como ahora os pido arbitrariamente que consideréis, para nosotros querrá significar los sentimientos, los actos y las experiencias de hombres particulares en soledad, en la medida en que se ejercitan en mantener una relación con lo que consideran la divinidad. Ya que la relación puede ser moral, física o ritual, es evidente que fuera de la religión, en el sentido que la tomamos, crecerán secundariamente teologías, filosofías y organizaciones eclesiásticas. De cualquier forma en estas conferencias, como he dicho, las experiencias personales inmediatas llenarán por entero nuestro tiempo y difícilmente consideraremos la teología o la organización eclesiástica.
Con esta definición arbitraria de nuestro ámbito de investigación evitamos muchas cuestiones controvertidas. Pero si tomamos la definición en un sentido demasiado restringido, todavía queda una posibilidad de controversia en torno a la palabra “divinidad”. Hay sistemas de pensamiento que el mundo llama normalmente religiones y que no adoptan positivamente un dios. El budismo es un ejemplo de ello. A nivel popular el propio Buda figura en el lugar de dios, pero estrictamente el sistema budista es ateo. Los idealismos trascendentales modernos, como por ejemplo el emersionanismo, también parecen dejar que Dios se evapore en una idealidad abstracta. El objeto del culto trascendentalita no es una deidad in concreto, ni siquiera una persona sobrehumana, sino la divinidad inmanente en las cosas, la estructura esencialmente espiritual del universo. En aquel discurso a la promoción que se graduaba en el Divinity College el año 1838, que hizo famoso a Emerson, lo que provocó el escándalo en su intervención fue la expresión franca de este culto a las leyes simplemente abstractas:
“Estas leyes - dijo el conferenciante - se ejecutan ellas mismas. Están fuera del tiempo, del espacio y no quedan sujetas a las circunstancias. Así, en el alma del hombre existe una justicia cuyas retribuciones son instantáneas y completas. Quien hace una bajeza se rebaja a sí mismo por ella. Quien aleja la impureza, aumenta, con este simple hecho, la pureza. Si un hombre es justo de corazón, en esa medida es dios. La seguridad de Dios, la inmortalidad de Dios, su majestad, penetran en él con la propia justicia. Si un hombre finge, engaña... se engaña a sí mismo y deja de relacionarse con su propio ser. Siempre se reconoce el carácter. Los robos no enriquecen nunca, las limosnas no empobrecen jamás; el asesinato clamará desde las paredes de piedra. El ingrediente más pequeño de una mentira (por ejemplo, la mancha de la vanidad, cualquier intento de dar buena impresión, una apariencia favorable) viciará instantáneamente el efecto. Pero decid la verdad y todas las cosas vivas incluso son testimonios, y parece que las raíces del césped se agitan bajo tierra y se mueven para celebrar vuestro testimonio. Porque las cosas provienen todas del mismo espíritu, que se nombre de diferentes maneras: amor, justicia, templanza, en sus diversas aplicaciones, tal como el océano recibe nombres distintos en las diversas costas que baña...
“Cuando vega por parajes semejantes, el hombre se priva del poder y de la posible ayuda. “Su ser se reduce, disminuye, se vuelve una mancha, un punto, hasta que la maldad absoluta es la muerte absoluta”. La percepción de esta ley despierta un sentimiento en la mente que llamamos sentimiento religioso y provoca nuestra felicidad más elevada. Su poder para fascinar e imponerse es prodigioso; es el bálsamo del mundo, sublima el cielo y las montañas y es como el canto silencioso de las estrellas. Es la beatitud del hombre partícipe del infinito, y cuando éste dice “debería”, cuando el amor le conforta, cuando escoge, advertido por el cielo, la obra grande y buena, penetran en su alma profundas melodías desde el reino supremo. Entonces puede adorar y esponjarse en la adoración porque nunca podrá ir más allá de este sentimiento. Todas las expresiones de este sentimiento son sagradas y permanentes en proporción a su pureza; nos afectan más que todas las restantes y por ello las frases de la antigüedad, que evocan esa piedad, todavía son frescas y fragantes. Y la impresión extraordinaria de Jesús sobre la humanidad, cuyo nombre ha hendido la historia de este mundo, es la prueba de la sutil virtud de esta penetración”.
Esta es la religión de Emerson: el universo posee un alma ordenadora divina, que es moral y es también el alma interna al alma del hombre. Pero la cuestión de si este alma del universo constituye una simple cualidad como el brillo de los ojos o la suavidad de la piel, o bien se trata de una vida consciente, como que los ojos tengan vista y la piel tacto, es una decisión que jamás se plantea en las páginas de Emerson. Titubea en los límites de estas cosas, dejando de lado ora una, ora otra; en mayor medida por servir a la necesidad literaria que a la filosofía. Sin embargo, en cualquier caso, es un principio activo. Podemos creer que protege todos los intereses ideales y mantiene la balanza del mundo equilibrada, como si fuera un dios. Las frases donde Emerson, muy al final, declaró su fe, son tan hermosas como pocas en literatura: “Si amáis y servís a los hombres, no podéis eludir la remuneración mediante ningún disimulo ni estratagema. Siempre hay retribuciones secretas que restablecen la ecuanimidad, cuando es alterada, de la justicia divina. Es imposible inclinar el fiel; todos los tiranos propietarios y monopolistas del mundo arriman el hombre para empujar la barra. Equilibra el pesado ecuador para siempre, y hombre y mancha, sol y estrella, han de inclinarse o quedar pulverizados por el rechazo”.