Lazo de sangre: El niño de la lágrima - Hugo Fernandez - E-Book

Lazo de sangre: El niño de la lágrima E-Book

Hugo Fernandez

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Beschreibung

Después de la tragedia en la cascada, los pocos y dispersos sobrevivientes de la Orden Apocalipsis Christi tratan de reagruparse para la batalla final. El Mal Encarnado siembra el terror y se alimenta del planeta para restaurar el Puente. Así Luzbel arribará a nuestro mundo a cumplir su funesto propósito. El fin se acerca y se presagia el ocaso de la Creación. Solo un grupo de valerosos niños, unidos por el destino y la tragedia, por el amor y la esperanza, por el lazo de sangre, serán capaces de hacer frente a la Sombra. El valor y la inocencia les otorgará a los últimos héroes de la Tierra las fuerzas necesarias para luchar en el conflicto final contra el mal.

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Ähnliche


Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Fernández Loza, Hugo Daniel

Lazo de sangre : el niño de la lágrima / Hugo Daniel Fernández Loza. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

390 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-796-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas de Misterio. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2024. Fernández Loza, Hugo Daniel

© 2024. Tinta Libre Ediciones

Dedicado a mi hijo Joaquín, compañero de aventuras.

Quiero expresarles mi más profundo agradecimiento por su apoyo y colaboración en la realización de este libro a mis lectores beta: Soledad (zorzal blanco), Hernán, Anahí, Jorge y Carlos. Así también al impecable trabajo de corrección de Mariano Cointte, que con su profesionalismo y paciencia me ayudó a pulir esta historia.

Sin su interés, entusiasmo y sugerencias, este proyecto no habría sido posible.

Gracias…

Lazo de sangre

El niño de la lágrima

Primera parte

Alfa

En un principio, cuando la Gran Expansión dio origen al Todo, de la energía liberada, se formó Él; la Progenie, el Alfa y la Omega, Elohim. Cuando ese maravilloso ser fue consciente de sí mismo, entendió que era energía infinita y comenzó el bello arte de la Creación. Su primer acto fue asentarse y dar forma física a la materia desordenada. Así, construyó un planeta maravilloso que, en un indefinido vocablo, llamó Sión.

Deambuló libremente por las corrientes de energía del universo, contempló la formación antrópica del Caos convirtiéndose en Orden y, en su majestuosa inteligencia, decidió crear un ser igual a él; sacado de su propia naturaleza divina. Tomó la decisión de compartir su esencia, dividirla y así dar origen a su primogénito.

Cuando la esencia de Elohim se dividió, la energía del otro ser tomó una forma algo extraña. Tenía rostro, brazos, pies y torso, y podía ocupar un lugar preciso en Sión. Muy diferente de Él, que era pura energía y que en su propia naturaleza tenía la capacidad de llenarlo todo. Le gustó tanto, le resultó tan atractivo, que por un momento tomó la forma de su primogénito.

—Saludos —dijo Elohim.

La atracción que sentía por su creación era inefable, era el amor más puro tomado de la energía más poderosa.

—¿Quién eres? ¿Qué soy? —respondió algo confuso el primogénito.

Y luego de expresarse así, por gracia divina, su conciencia se llenó de todo lo vivido desde la creación. Por lo que tomó su lugar en el universo y, levantando una mano hacia Elohim, proclamó:

—Padre.

Con esa palabra se formó la primera relación de la Creación; cuando el Ser Supremo en un acto de amor compartió su esencia, dándole así conciencia independiente a un ser distinto. Ambos recorrieron juntos el universo, cada constelación, cada pequeño planeta y sobre todo contemplaron la belleza del Orden. Pero también percibieron que algo faltaba en toda esa inefable belleza. El universo, a pesar de su perfección en constante cambio, estaba vacío. Faltaba la Vida.

—Hijo, entrega de tu energía y forma seres como nosotros. Con nuestra forma. Así, ya no estaremos solos.

En ese instante, el Primogénito levantó sus manos y, desde el centro del planeta Sión, se formó una fuente rodeada de las piedras más preciosas del lugar. El interior estaba compuesto por energía que se liberaba cada un determinado ciclo, formando así un Celestial.

A los primeros que dio forma, Elohim quiso verlos, sentir la Creación de su hijo, pero su presencia era tan poderosa que las siete nuevas criaturas se distorsionaban y su energía buscaba volver a la Fuente. Entonces, Elohim decidió apartarse. Con su consciencia podía estar en cualquier parte y ya que su cuerpo físico no era necesario, decidió ver la creación a través de los ojos de su amado hijo.

Así, la fuente creada por el Primogénito dio origen a los Celestiales, seres de luz y de naturaleza divina. Cada uno tenía un propósito, un trabajo que hacer en la Creación. El Primogénito, acompañado de sus Celestiales —o ángeles—, visitó millones de planetas y creó Vida; una vida diferente a la de ellos, que eran solo energía. Tomó materia y con ella formó seres orgánicos de diferentes formas, según el medio de cada planeta. Se proclamó creador y rey; y les otorgó el poder de elegir sus propios destinos. Les enseñó su misión en cada lugar y envió un Celestial por cada ser para ayudarlos a dar forma a sus mundos.

Todo era armonía y amor.

Mientras Elohim contemplaba la vasta creación de su hijo, sintió en su conciencia una sensación que jamás había experimentado. Un reflejo impreciso en su esencia mostraba una lucha muy larga, como vestigios de un suceso pasado. Pero no tenía pasado, Él era el pasado, y eso lo atribuló. En su forma de energía recorrió el universo en busca de respuesta.

En los albores de la Creación, donde su Ser no podía pasar más allá del límite, allí donde la materia y la energía seguían expandiéndose, concluyó que: así como todo se había originado, también podía terminar. Aquello expandido podía contraerse y el ciclo volvería a comenzar. Si su deducción era correcta, esta existencia que percibía no era la única que tenía, y quizás las memorias que comenzaron a advertirle de un peligro —que continuaba esquivo y difuso en su ser— no eran otra cosa que el vestigio de una existencia anterior. Aun siendo la entidad más poderosa que existía, capaz de comprender cada partícula fundamental que construía el Todo, tuvo un sentimiento algo extraño… miedo.

Convocó al Primogénito y en el tabernáculo, donde solo Él podía estar, le dijo:

—Hijo... algo me acontece. No estoy seguro de qué es, pero en este vasto universo lleno de vida que has creado, algo surgirá y traerá destrucción.

El Primogénito inclinó el rostro hacia el padre, preocupado.

—¿Algo más poderoso que tú?

—No lo sé —contestó Elohim. Y se percató que esas palabras jamás habían sido pronunciadas por Él, porque nada escapaba a su conocimiento.

—¿Qué haremos, padre?

—Convoca a los primeros Siete Celestiales y otórgales siete objetos creados de la Fuente. Estos tendrán el poder de destruir. Yo crearé las Leyes y las grabaré en la esencia de cada ser de la Creación, serán leyes de equilibrio y amor que regirán nuestro reino.

—Padre… ¿y si alguien desobedece? —preguntó el Primogénito, con curiosidad y algo de temor.

—Volverá a la Fuente y será destruido —sentenció Elohim.

∞ ∞ ∞

Así fue que el Primogénito convocó a los Siete Celestiales, aquellos que fueran su primera creación y los más poderosos del universo.

—Amados, ustedes serán capitanes de todos los ángeles del Reino. Tú, Lucero del Alba, serás el protector de Sión, tus ángeles cuidarán las entradas y serás el señor de la música —dijo dirigiéndose a Luzbel, que inclinó su cabeza en señal de respeto.

El celestial dio un paso atrás después que le entregaran una daga negra forjada con el cristal de la Fuente.

—Uriel, amado, tú y tu legión estarán encargados de proteger y alimentar la creación del cuadrante Serbérico —anunció y Uriel aceptó con una reverencia. Le entregaron una daga hecha con la misma piedra que la de Luzbel.

—Gabriel, tú y Ciro serán mi Voz. Cada mensaje a las criaturas será enviado a través de ustedes —Y, acto seguido, le entregó una daga a cada uno hecha con un cristal blanco de la Fuente.

Luego entregó sus respectivas dagas a Xianer, Raphael y Raguel, y les asignó custodiar los tres cuadrantes faltantes del universo: Tristars, Locuar y Yanomar. Cuando la ceremonia concluyó, Raphael preguntó:

—Señor, ¿por qué tanta preparación, para qué son estas… —indagó, observando el artefacto— cosas? —concluyó, sin saber qué eran.

El primogénito observó a los Siete, que estaban frente a él, y declaró:

—Mi padre dice que se avecina un peligro, por ello me ordenó que los convoque y les forje estas armas. Así como la Fuente les dio la vida usando mi energía, estas dagas podrán quitársela. Elohim grabó la ley en el interior de cada ser viviente y esa ley es santa y buena. Mantendrá el equilibrio del Creación.

Luzbel miró hacia el tabernáculo, al gran resplandor que salía de Dios, e inclinó el rostro diciendo:

—No me alcanza la sabiduría para comprender: ¿cómo se puede desobedecer la Ley que mantiene la felicidad de la Creación? ¿Cómo es que el Padre no puede evitar que el peligro suceda?

El Primogénito posó su mano en el hombro de Luzbel y dijo:

—Hay cosas, hijo, que solo Él sabe —miró a los Siete y continuó—. Me nombrarán Miguel y, ante mí, ustedes responderán; más yo, responderé ante mi padre.

El grupo de celestiales se dispersó, cada cual partió a su tarea por el universo.

En su afán de seguir creando, Miguel viajaba junto a Uriel por Serbérico, y mientras controlaban la vida desarrollada en millones de planetas de ese cuadrante, Miguel observó un pequeño planeta en la tercera posición de una estrella enana.

—Descendamos en este lugar, parece idóneo para el desarrollo de la vida —anunció.

Uriel observó un mundo desordenado, con fuertes vientos y erupciones de volcanes, cataclismos devastadores.

—Señor, ¿acaso estas criaturas podrán sobrevivir en este mundo, lograrán adaptarse?

—Amado Uriel, sé paciente, la Vida le dará forma a este pequeño planeta y verdes prados alfombraran sus suelos. Será similar a Sión.

Miguel se acercó a orillas del agua y, poniendo un dedo en ella, concluyó la tarea.

—Está hecho, ahora dejemos que se desarrollen —dirigió su mirada a Uriel—. Custodia en especial este planeta, pronto volveremos para hacerle un regalo a mi padre.

∞ ∞ ∞

Pasaron eones y el universo seguía en armonía, aunque, de vez en cuando, la conciencia de Elohim se aturdía con imágenes borrosas de un pasado incierto. Ya comprendía que el Mal nacería en el Reino, pero no sabía dónde ni quién sería el portador. En apariencia, era diferente cada vez que se reiniciaba el ciclo y el final de cada historia… era horrible. Pero Elohim decidió que esta vez cambiaría, en esta iteración buscaría su origen y lo erradicaría de la Creación.

Luzbel estaba con uno de sus capitanes en las puertas de la gran ciudad de Sión portando la daga que Miguel le había entregado. En ese momento, miró hacia el tabernáculo y vio cómo el Primogénito entraba a la presencia de Elohim, lo que le provocó una sensación extraña en su pecho y pensó: «¿Por qué él y no yo?»

Onixte, el capitán, notó una expresión desconocida en el rostro de Luzbel y por ello preguntó:

—¿Qué es esa expresión, amado señor? —Luzbel meditó unos segundos para poder expresar en palabras lo que había sentido.

—No lo sé, Onixte. Creo que yo debería poder verlo, ya que soy tan poderoso como Miguel.

El capitán celestial se sorprendió por la respuesta y el pensamiento de su amigo y mentor.

—Maestro, nadie es más poderoso que Miguel, él es la Progenie de la Creación.

Luzbel miró al capitán y detrás de sus ojos grises algo se movió, algo extraño que Onixte no pudo discernir.

—Eso es lo que nos contaron, Onixte. La Fuente es nuestro creador.

—Pero eso sería mentir, y la Ley dice que eso no se puede hacer…

—Cómo decirlo… ¿Acaso no te parece que la Ley es algo muy de Elohim? Es como si quisiera sujetarnos con ella.

—No, amado. La Ley mantiene el equilibrio en el cosmos.

—¿Y si hay más por fuera de esta ley?

—¿Más qué?

Luzbel inclinó el rostro.

—No lo sé. Siento algo dentro que me dice que hay más libertad que la que nos muestra Elohim.

Cuando Luzbel terminó de hablar, se acercó Miguel y dijo:

—Amado, tengo un trabajo para ti con unas nuevas criaturas; sígueme. Tú, Onixte, quédate a cargo del templo.

Onixte observaba la fuente intentando comprenderla. Era preciosa: cientos de cristales nacían del planeta formando una circunferencia perfecta; en el centro, la energía fluía y se elevaba hacia el cielo, dispersándose por el universo. El capitán sabía que cada porción de energía era una vida que se engendraba. Intentaba entender cómo funcionaba; comprendía que en cada planeta había una fuente más pequeña que era capaz de comunicar las almas que se engendraban con Sión. Así, mientras meditaba, se le acercó Uriel.

—Amado, ¿en qué piensas? —preguntó Uriel.

—En lo asombroso que es nuestro padre —respondió Onixte, aún pensativo por lo que le había dicho Luzbel.

—Sí, hermano. Es perfecto. Nuestra esencia es parte de su ser; así como cada estrella, cada vida desarrollada, es el polvo mismo de su voluntad. ¿Dónde está Luzbel?

—Se fue con Miguel a un planeta en el cuadrante Serbérico.

Uriel observó a su amigo. De toda la Creación, sentía por él algo especial, como si fuese su propio hijo. Si bien era un celestial nacido de la Fuente, compartieron muchos momentos juntos; exploraron mundos, visitaron a los seres de todas las galaxias. Así que tomó la decisión de hacerlo parte de su propia esencia. Hundió su daga en la Fuente y, sumergida en ella, el artefacto se duplicó, y le entregó esa daga gemela diciendo:

—Debes custodiar la Fuente con tu vida, amado. Ahora, nuestras dagas son hermanas y esta te responderá solo a ti.

Onixte observó el artefacto que el arcángel le entregaba y sintió un gran poder al tenerla en sus manos. Ahora era como uno de los Siete, podía quitar la vida si lo deseaba, pero no, claro que no lo haría. Amaba el equilibrio del universo, amaba la Ley, aunque también amaba a su mentor.

—Debo irme, Onixte. Miguel me está convocando. —En ese instante, desapareció de su presencia como un rayo.

∞ ∞ ∞

Miguel, Luzbel y Uriel viajaron al cuadrante Serbérico, al tercer planeta de una estrella enana. Y al llegar descubrieron que la acción de colocar el dedo de la creación en el agua había dado sus frutos. El planeta estaba cubierto de plantas hermosas y animales de las más diversas formas, todos en armonía. No existía la muerte y el equilibrio era sostenido por los ángeles del cuadrante. Ellos alimentaban a la creación con la energía de la Fuente y las plantas regalaban sus frutos para el deleite de todos los seres vivos.

Los tres celestiales descendieron, juntos, en un jardín precioso rodeado de aguas cristalinas y árboles. En ese momento, Miguel formó de la tierra dos seres y dijo:

—Serán semejantes a nosotros.

Y cuando los hubo terminado, sopló sobre ellos y cobraron vida. Luego, Miguel proclamó:

—Esta será la raza del Hombre, el ser dominante de este planeta. Vivirá en este jardín y se reproducirá. En cada acto de procreación, la Fuente derramará parte de mi esencia y poblarán cada rincón del mundo. La Ley estará escrita en su corazón y serán mi creación predilecta, el regalo a mi padre.

En ese instante, una voz poderosa se escuchó desde los cielos:

—Hijo, me has complacido, una vez más. Eres mi esencia más pura y has demostrado lo que necesitaba…

Cuando el acto de la creación terminó, el Hombre se puso de pie junto a la Mujer. Eran hermosos, sus cuerpos eran perfectos, vigorosos y altos, y en los ojos se reflejaba la inocencia de un niño.

—Hijos míos, del polvo de la Tierra les di forma, su cuerpo está en armonía con este planeta, así como su alma con el universo. Son mi más preciada creación, los he moldeado con mis manos y los he entregado a mi padre Elohim. Él será su Dios. El ser de mi derecha es un arcángel y se llama Luzbel; él será el encargado de enseñarles el arte de la música, la mejor comunicación entre su cuerpo y su alma. Así también, les enseñará los secretos del universo. El arcángel de mi izquierda es Uriel, él protegerá este planeta de los desastres naturales hasta que ustedes estén listos para protegerlo por sus propios medios; él le enseñará respecto de cada ser viviente de este mundo. Ustedes, a cambio, en su acto de amor, engendrarán hijos y los entregarán a nuestro padre, darán gracias a Él cada día en este planeta. En este huerto, hay dos árboles que sobresalen del resto; uno trae vida de la Fuente, coman de su fruto, beban de su savia; pero del otro árbol, que es portador de un conocimiento superior al de los celestiales, no deben comer ni beber, porque su fruto y su savia son dulces en los labios, pero amargas en su cuerpo. Vivan, fructifiquen y sean Señores de la Tierra —anunció Miguel.

Y así comenzó el Hombre con el bello arte de vivir, siempre con su amada Mujer. Recorrieron cada rincón del huerto, comieron de sus frutos y bebieron de su savia. Uriel les ayudaba a nombrar a cada ser animal y vegetal que había evolucionado en el planeta; y en los atardeceres, Luzbel les enseñaba el arte de la música, la meditación y, sobre todo, el amor al conocimiento.

Todo era perfección y armonía, y el Dios de los cielos estaba satisfecho.

Pero cuanto más tiempo pasaba con los hombres, el orgullo en el interior de Luzbel crecía sobremanera. Por su propia cuenta se acercaba a aquel extraño árbol portador del conocimiento supremo; deseaba comerlo, pero era un ángel, no tenía esa capacidad orgánica para comer y digerir alimentos. Se preguntaba cuál sería el motivo que Dios tendría para dejar crecer un árbol inalcanzable y prohibido para los insignificantes seres humanos. No podía comprender a dónde quería llegar Miguel con ese árbol allí. Lo peor de todo, era que el Palacio estaba pendiente del Hombre y eso lo llenaba de desdicha, cada vez más.

Comenzó a hablar con sus subalternos, a decirles que la Ley de Elohim era arbitraria y que en cambio él, Luzbel, podía enseñarles más belleza si lo ayudaban a derrocar al Primogénito. Al principio, ningún celestial lo siguió, creían que era una prueba de lealtad urdida por Miguel; en realidad, no les era posible creer que uno de los Siete blasfemara de esa forma. Pero mientras más pasaba el tiempo, el murmullo de Luzbel se hacía más fuerte. No solo sus ángeles lo escuchaban, sino que el gran Xianer compartía la queja y aseguraba que, si Elohim era justo, no podía haber diferencias.

Entonces, en el Tabernáculo se presentó Miguel ante Elohim.

—Padre, me has llamado. ¿Qué sucede?

—El Mal ha nacido, hijo.

—¿Qué es “el Mal”?

—Es todo aquello opuesto a lo que somos. La muerte, el sufrimiento, el dolor.

Miguel se quedó pensativo ante la explicación de su padre.

—No lo comprendo, padre.

—El Mal ya tomó a uno de nosotros y se expande. Luzbel está alentando una rebelión porque cree que la Ley es mala. Su esencia está tan contaminada que, a lo bueno, lo llama malo.

—Sí, padre. Sabía que Luzbel se rebelaría, he notado sus actos y lo amo como a todos, pero si es necesario, lo volveré a la Fuente.

—Si lo volvemos a la Fuente, será como darle la razón, y el Mal nacerá en otros; y aquel que me siga, lo hará por miedo, no por amor.

—¿Qué debemos hacer?

—Expulsarlo de nuestra presencia junto con todos aquellos que lo siguen. Estuve contemplando las posibilidades para erradicar el Mal y la única forma es dejándolo fluir. Los seres del universo deben darse cuenta que, sin la luz de tu energía y la protección de la Ley, todo será Caos.

—¿A quiénes expulsaremos?

—Convoca a Gabriel, Uriel y a Raphael junto a sus huestes, el resto… está contaminado.

Miguel se retiró con un sentimiento extraño, algo que no le gustaba nació en su pecho. «¿Será esto el dolor?» se preguntó en silencio. Amaba a cada una de las criaturas de su creación y tener que expulsarlos, alejarlos de su presencia, le causaba un sentimiento de vacío; algo que jamás pudo concebir su sabiduría ni la eternidad de su experiencia. Pero sabía que, si el padre le decía que debía expulsarlos, tenía que hacerlo; solo que antes, intentaría convencerlos.

Convocó a Uriel y a Raphael, les pidió que intentaran convencer a los ejércitos que seguían al Mal, mientras él se dirigiría hacia la Tierra, donde Luzbel se encontraba.

∞ ∞ ∞

El ángel que simbolizaba el lucero del alba se encontraba contemplando el Árbol del Conocimiento, lo deseaba con todo su ser.

«Si tan solo pudiera probarlo, sería tan sabio como Elohim» meditaba Luzbel.

—¿Qué ves, amado? —dijo la Mujer acercándose junto con el Hombre.

Luzbel los observó con desprecio. Sentía envidia de esas feas criaturas de carne. Ellos podían comer del fruto y ser más que dioses.

—Estoy contemplando ese hermoso fruto que cuelga de la rama. Se ve apetitoso, ¿no es cierto?

—Sí, claro que sí, igual que los otros —dijo el Hombre.

—Sí, sí, pero este es algo… distinto. Si yo pudiera comer de él, sería más sabio de lo que soy hoy y podría enseñarles más cosas del universo.

La Mujer lo tomó de la mano, comprensiva.

—¿Por qué no comes de él? Está prohibido para nosotros, pero para ti, no. Siempre creímos que de allí obtenías tus conocimientos.

—No, amados. Yo no puedo comer de él. No soy como ustedes, de carne y hueso, pero me gustaría saber las cosas que oculta. En estos años juntos les enseñé que el conocimiento es bueno, que saber era nuestra misión en la existencia, y ahora ustedes pueden obtenerlo, y yo no. Me gustaría tener ese privilegio y así poder enseñarles mucho más.

La Mujer miró al Hombre y luego preguntó:

—¿Si como del fruto y luego les enseño? ¿No sería bueno?

El Hombre pensó por unos instantes, contemplando el espléndido árbol. Tenía ramas finas y hojas anchas de color dorado; el fruto tenía tonalidades rojizas y brillantes.

—Nuestro padre nos prohibió comerlo, nos dijo que sería amargo.

Entonces Luzbel utilizó toda la ira que tenía acumulada en su interior para poseer un animal del huerto. Este, en forma de serpiente, se enroscó al árbol y soltó el fruto que cayó en las manos de la Mujer.

—Come de él y luego enséñame. Sígueme a mí y yo seré tu alumno —dijo con un siseo viperino.

La Mujer mordió el fruto y lo sintió dulce, mucho más dulce que el fruto del Árbol de la Vida y, al disfrutar tanta delicia, lo compartió con el hombre, el cual comió sin pensarlo.

En ese instante, la serpiente cayó muerta al suelo del jardín, el árbol se secó y un gran terremoto sacudió la Tierra.

∞ ∞ ∞

Miguel se dirigió directamente a Luzbel que estaba sentado en una enorme cascada de aguas cristalinas. El arcángel era precioso, sin duda la creación más bella del Primogénito. Tenía la daga negra en una mano y un pequeño animal en la otra.

—Amado, ¿qué has hecho? —preguntó Miguel.

—Le di a los hombres la libertad que Elohim nos negó ¡El árbol del huerto! Ahora ellos serán dioses.

—¿Crees que el árbol era una prueba para ellos? No, amado mío, para ellos era la obediencia. La prueba era para ti. A ellos solo les has traído la destrucción y la muerte, no la sabiduría; eso ya lo tenían, al igual que tú —replicó Miguel.

Luzbel sintió en su interior dolor de la traición. Había caído en una trampa, pero en ese acto se había llevado al Hombre y eso lo complació.

—El tiempo que vivan serán libres de la Ley. Ve y dile a Elohim que el hombre es mío... por su propio albedrío.

Luzbel aferró con fuerza al animal y, mirando a Miguel a los ojos, le clavó la daga en el cuello. La criatura chilló, la sangre brotó manchando las manos del arcángel y murió. Miguel sintió una punzada en su pecho, una sensación muy extraña para él. Era el dolor de ver a la energía unirse a la Fuente. Mientras miraba estupefacto el cuerpo del animal, Luzbel se acercó y le clavó la daga en el pecho. Miguel lo miró a los ojos, veía en el otro ira y furia en su mirada. La daga no le hizo daño, no podía, porque estaba fabricada con su misma esencia. Pero al contemplar la acción, sintió dolor y, sobre todo, compasión. Le dijo en un susurro:

—Amado, no me has hecho daño con esa daga, pero me has matado, y con mi muerte, te he vencido.

A Luzbel le pesaron tanto esas palabras que las llevaría en su alma toda la eternidad.

∞ ∞ ∞

Después del encuentro con Luzbel, Miguel entró en el tabernáculo y Elohim proclamó:

—Expulsemos de Sión a los caídos y envía a los ángeles de Uriel a advertir a toda la Creación. Muéstrales cómo el planeta que accedió a infringir la Ley, está pereciendo. El Hombre volverá al polvo de donde fue tomado.

Miguel se acercó a su creador. La energía de Elohim tenía forma de hombre, pero sin rostro y sin piel.

—Padre amado, no quiero que mi creación muera para siempre, démosle una oportunidad —suplicó Miguel.

Entonces, Elohim lo tomó de la mano y lo llevó por los albores del tiempo y el espacio. Le enseñó las infinitas posibilidades que se escribían en el cosmos, le mostró el sufrimiento de la raza humana y, al concluir, le expresó:

—Solo tu muerte salvará a un puñado de ellos. Los demás, buscarán la destrucción.

Miguel sintió el dolor en sus manos, en su frente, en su costado. Sintió el amargo sabor de la sangre en sus labios y, sobre todo, sintió el peso de la cruz del mundo sobre su ser.

∞ ∞ ∞

Cuando la lucha por expulsar a los Caídos de la ciudad de Sión estaba a punto de estallar, Uriel se acercó a Onixte, a quien consideraba un amado amigo, y trató de persuadirlo. Pero la fidelidad que este tenía hacia su mentor, Luzbel, y el amor por él fue más fuerte que los argumentos de Uriel. El arcángel no quería perderlo y estaba dispuesto a hacer algo arriesgado con tal de salvar a su amigo, un acto al borde de la desobediencia. Elohim les había advertido que no usaran sus dagas hasta las últimas consecuencias, pero Uriel supo que, si solo lesionaba la esencia de Onixte, lograría que este perdiera sus recuerdos. Y así estaban, uno frente al otro, cuando se escuchó como un trueno la voz de Raphael:

—Elohim proclama que los seguidores de Luzbel se alejen de Sión. Que busquen planetas áridos y sin vida.

Luego, el cielo retumbó con un gran estruendo y aprovechando la distracción, Uriel tocó con su daga el pecho de Onixte, dejándole una marca. El ángel cayó y de inmediato Uriel tomó la daga que le había regalado. En ese momento, apareció Luzbel y lo tomó por la espalda.

—¿Qué le has hecho? —demandó el lucero del alba.

—Una parte de él nunca será tuya —replicó Uriel y se alejó un poco del otro.

Luzbel se le abalanzó para atacarlo, pero un estruendo que provino del tabernáculo, lo detuvo. Y vieron salir a Miguel con una espada en su mano, brillante como las estrellas, portadora de una luz tan poderosa que los encegueció. Entonces, por temor, se cubrió con una energía oscura que salía de su pecho y envolvió a todos sus ángeles, haciéndolos desaparecer de la presencia. Solo Luzbel quedó frente al gran Miguel.

—Me iré, pero volveré y me sentaré en el Tabernáculo. Te arrodillarás ante mí, toda la Creación me hará su dios y llorarás lágrimas de sangre por ellos —amenazó el arcángel más bello de todos. Y por el rostro de Miguel, rodó una lágrima.

—No pienses que lloro por ellos, mi lucero del alba, lloro por ti. Ellos me tienen a mí y a mi padre, tú… tú no tienes nada.

Luzbel meditó lo que dijo Miguel y sintió culpa, dolor y también odio. Quería retractarse, pero ya era tarde; por su rostro también corrió una lágrima, pero cargada de dolor y oscura como la noche.

∞ ∞ ∞

Uriel observó al planeta Tierra desde la estratósfera. Un manto de oscuridad lo cubría todo, no era como la negrura del vacío que tanto conocía cuando viajaba, sino que tenía cuerpo. Era espesa, como si una energía muy dañina absorbiera la vida del planeta. Ya habían pasado siglos desde la Caída del Hombre y desde la Gran Batalla donde él había perdido a su amigo Onixte.

«¿Dónde estás, compañero?», se preguntaba, mientras observaba el dolor que el hombre se causaba a sí mismo y cómo la vida perdía cada vez más valor.

Sabía que Satanás, el nombre que adoptara el que alguna vez fue el ángel más precioso de Sión, estaba detrás de cada mala decisión del hombre. Que su séquito de caídos era el encargado de susurrar al oído de los mortales para transgredir de la más diversas formas la Ley del Creador. No comprendía aún en qué se beneficiaba con ellos. Si la muerte o la vida de los hombres en nada afectaba a su condición de caído. Quizás era una forma grotesca de burlarse de Miguel.

—¿Qué haces en mi planeta? —dijo Luzbel, amenazante y acercándose a Uriel.

—Este planeta es de Elohim, como cada ser viviente del universo —respondió Uriel con su voz calma y poderosa.

Luzbel había sufrido leves cambios en su aspecto; si bien seguía siendo precioso, era distinto, puesto que en sus ojos se veía oscuridad.

—¿Puedes ver cómo el Hombre, allí abajo, hace altares en nombre de Salomé? ¿Cómo asesina sin piedad? Eso, los hace míos.

—Sí, los veo, y eso me causa un dolor indescriptible, pero también veo héroes que luchan contra tu calamidad. Veo que en el interior del hombre todavía quedan vestigios de la chispa divina, y sé que Miguel te vencerá.

Luzbel se le acercó con la velocidad de un relámpago y le posó una mano en el hombro.

—Querido hermano, yo no necesito luchar porque ya he vencido. Y aunque sea destruido, ¿crees que el hombre no seguirá igual? ¿Qué su comportamiento es solo mi culpa? Ellos abrazaron la libertad que les di. Y prefieren morir, a vivir siendo esclavos del Dios tirano que mueve los hilos del universo.

—¡Qué equivocado te encuentras! El Mal hizo mella en ti y eres su esclavo. Solo existes por la piedad de nuestro padre.

—¡Oh, qué miedo que tengo! ¿Acaso crees que si tuviese el poder de matarme no lo hubiese hecho? Pronto lo destronaré y seré el señor del universo.

—Él no quiere matarte, quiere vencerte, y para ello falta muy poco tiempo —sentenció Uriel.

Luzbel se giró para marcharse, pero Uriel lo detuvo y le preguntó:

—Dime, ¿cómo se encuentra Onixte?

Un destello de ira se apoderó de los ojos de Luzbel.

—Él es mío y cada vez se porta mejor —contestó con una sonrisa burlona.

Luego desapareció.

∞ ∞ ∞

Después de la Caída del Hombre, a los celestiales les costaba mucho bajar a la Tierra en su forma física. Podían comunicarse con algunos seres humanos especiales y ayudarlos a vencer las tentaciones que ponían los ejércitos del mal. Uriel, junto con su legión, no solo debían ocuparse de todo el cuadrante con sus millares de planetas, sino que debían prestar mayor atención a los hombres. Porque faltaba poco tiempo para que el hijo de Dios tomara forma humana y así darle una nueva oportunidad a esa especie.

Hasta ese momento, cuando un ser moría, su esencia se extinguía también; a excepción de algunos elegidos, que por su bondad eran resguardados para Sión. Pero cada vez era más difícil que el hombre llegara a ese nivel de perfección, a esa abnegación. Por ello Uriel amaba a esta especie, porque para él y su clase, era natural obedecer, pero para los héroes de abajo, era una gran lucha.

Mientras Uriel seguía contemplando la Tierra, oyó la voz de Elohim que lo convocaba desde Sión y, de inmediato, emprendió el viaje de regreso. Al arribar, se encontró con Gabriel y Raphael frente al Tabernáculo; Uriel hizo una reverencia postrándose ante el esplendor de Dios y preguntó:

—¿Me has convocado, mi Señor?

—Sí, amados —tronó la voz del Padre Supremo, que era tan poderosa que los cimientos del planeta parecían temblar cuando hablaba—. Ha llegado el momento en que entregaré a mi hijo a los hombres, eso les enseñará que un humano puede seguir la santa Ley; y así, el Adversario será vencido. El Hombre tendrá una oportunidad de volver a la Fuente, de redimirse y de vivir eternamente cuando recuperemos el planeta y el Mal sea erradicado. Es por esto que os encomendaré, amados míos, que sean el pilar donde mi hijo se sostenga en las calamidades del mundo. Estén atentos a cada movimiento del Mal, porque este tiempo se escribe ahora, y ya no habrá vuelta atrás. Miguel será engendrado en el vientre de una mujer y, como hombre, enseñará el camino al confundido corazón de los hombres. Se cumplirá lo escrito y deberá ser así. Encárguense de ello y, por más dolor que vean, no intervengan; mi hijo será vencedor y, con su victoria, el universo entero sabrá que al Padre de Mentiras le queda poco tiempo.

Luego de que el ser Supremo le dictara a cada cual su labor específica, Uriel retornó a la Tierra para observar cómo nacía el Hijo del Hombre.

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Las artimañas del Adversario eran de lo más diversas. Desde la Caída del Hombre, había aprovechado para sembrar confusión en el universo, esparciendo la idea de que las leyes de Dios eran imposibles de cumplir y que el hombre era una víctima más de la tiranía divina. Pero, aunque los seres de cada cuadrante también tenían libre albedrío, como los humanos, seguían siendo leales al Padre.

Después de hablar con sus fieles, Elohim salió del tabernáculo y se dirigió a los límites del tejido espacio temporal, donde podía reflexionar con mayor tranquilidad. Observando la maravillosa danza de cada partícula elemental cuando formaba un átomo y este, a su vez, una molécula compleja, y así la expansión de la materia, le llegaban imágenes difusas de sus anteriores iteraciones.

En cada una de ellas erraba, el Mal prevalecía, y como una infección, tomaba al universo para sumirlo en la más profunda tiniebla. El Mal cambiaba de rostro, a veces era Lucía, otras veces era un ángel que él llamaba Staller; y en una de ellas, el Mal llegaba a corromper su propia naturaleza haciéndolo creador de infiernos interminables. En una de las versiones o iteraciones, Elohim no aguantó el dolor de ver sufrir a su hijo y destruyó el planeta, convirtiéndolo, así, en el tirano que Lucía decía que era.

La única forma que veía que el Mal podía ser destruido no era acabando con el instigador, que en esta iteración era Luzbel, sino entregando a su hijo para que sufriera y muriera como un maldito. Así, con su resurrección, le daría la oportunidad al Hombre de redimirse y demostraría a los seres del universo que Él, como Dios supremo, era capaz de sacrificar lo que más amaba para mostrar la verdadera naturaleza del Mal. Sin embargo, lo único que anhelaba era tener el poder suficiente para soportar el sufrimiento de su progenie, la voluntad de frenar y mirar a un costado mientras su primogénito era asesinado. Era la única forma de acabar con el Mal, permitiendo que cada ser del universo eligiera el Bien, pero conociendo la verdadera naturaleza del Mal.

Ya no era la Ley en sus corazones la que debía hablar, sino la Ley rota y sus consecuencias. No se trataba solo de una especie muriendo en el tercer planeta de una estrella enana en un rincón pequeñísimo del cuadrante, sino de su propio hijo agonizando, como si Dios mismo estuviese sangrando.

Así cavilaba Elohim y mientras su alma recorría cada hilo de pensamiento, sintió frío. Era una sensación extraña para un ser como él. También sintió dolor y hambre. Al cabo, escuchó el llanto de un niño y su ser se llenó de felicidad. En ese pequeño planeta azul había nacido su hijo.

Lucero del alba

El templo que se erguía en lo profundo del bosque oscuro era tan ostentoso como su ego. Lo hizo construir muy semejante al gran santuario de Sión, como una burla a su padre. Cuando lo veía, le recordaba a ese patético rey llamado Salomón, y odiaba que cada ventaja que obtuviera en su lucha por el dominio del corazón del hombre sea subvertida en favor de Miguel. También recordó cuando confundió al rey David para que enamorara Betsabé, mujer de Urías, y mandara a matarlo ¿Y qué sucedió después? Recibió el perdón de Miguel y le obsequió como hijo a Salomón. Luego este pide sabiduría y se le otorga el saber de los celestiales. Con ese saber, que era poder en estado puro, encerró setenta y dos capitanes de sus ejércitos rebeldes. Una acción que no tardaría en resolver apenas lograra obtener el corazón del hombre por completo.

Mientras reflexionaba sobre los vaivenes que tenía el eterno conflicto con su padre, Luzbel miraba una fuente y una idea arriesgada iba naciendo en su compleja mente. Una idea que, en un par de siglos, voltearía la balanza a su favor para siempre. Admiró su templo, en cada pared de oro macizo estaban esculpidas las tres celestiales progenies que lo habían seguido y, detrás de la fuente, en un mural aparte, estaba la figura de Onixte, su más preciado capitán.

Necesitaba transportar a un ser de su mundo espiritual hacia el terrenal, porque luego de la muerte del Cristo no podrían ir a ese mundo de forma física a no ser que fueran invocados. Solo les quedaría murmurar en los oídos de los hombres, atraparlos en el dolor que ellos mismos se causaban y que dieran pasos hacia la destrucción. Pero para Satanás, como lo habían bautizado en la Tierra, sus acciones eran liberar al Hombre de la tiranía de Elohim. Les otorgaba placeres y vicios que anhelaban; y como Dios era el dueño de la vida y de la muerte, era fácil de culpar por los males del hombre.

—Majestad, ¡estoy a sus órdenes! —dijo Ciro, uno de las tres progenies que lo habían seguido en el destierro. Todavía conservaba gran parte de su belleza inicial: su castaña cabellera, los ojos grises y su piel de un color oscuro como la noche misma.

—Encontré la forma de enviar a Onixte por la Fuente —anunció Luzbel observando el hilo de energía que conectaba a ese planeta con la Tierra.

—¿Cómo lo has conseguido? Intenté infinidad de veces enviar a mis demonios y todos desaparecen al tocar la Fuente.

—¿Cuál es la diferencia entre Onixte y el resto?

—Por causa de Uriel no recuerda nada, pero tu libertad hace mella en él, al igual que en nosotros.

—Así es. Por ello, lo enviaré como un niño. Logré hacerlo engendrar en el vientre de una mujer, usando la misma artimaña que Elohim. Al desaparecer su memoria, la fuente no lo rechazará y será un súper humano. Con sus manos, traerá dolor y desesperación y causará que el hombre se aparte aún más de Miguel.

—Envíame a mí, borra mis recuerdos con tu daga, hazme entrar en ese mundo.

Luzbel lo miró pensativo, luego volvió su mirada a la fuente.

—Ningún cuerpo puede soportar tu poder, eres uno de los siete. Lo que sí puedo hacer, es compartir mi esencia contigo, la energía que me dio el poder que tengo, y juntos iremos contra Miguel.

—¿Qué tengo que hacer?

Como una sombra, Luzbel se desplazó de la fuente hacia su arcángel y le clavó la daga en el pecho. Ciro observó con desconcierto el rostro transfigurado con una perversa sonrisa de quien había sido su amigo, mientras su esencia se desvanecía.

—¡Morir! Para renacer —respondió Luzbel.

Una energía oscura salió de su pecho y pasó como por un puente hacia el cuerpo del caído. Ciro se elevó a unos metros del suelo, mientras la oscura energía lo envolvía haciendo que su piel y textura cambien por completo. Cuando la transformación terminó, lo que alguna vez fuera un ángel progenie, se había convertido en una sombra difusa y oscura. Luzbel extendió su mano y la nueva entidad lo imitó con una semblanza de extremidad, pero como si fuese de humo.

—De la profunda oscuridad en que mi esencia reinó te engendré, serás mi hijo, mi Cristo. Tu destino se escribe en el cosmos, te llamarán El Inicuo, Hijo del Mal, Anticristo, Hijo de la Perdición. Buscaremos un cuerpo que soporte tu poder y te enviaré para que me abras camino; juntos prepararemos el ejército que luchará contra Miguel.

La sombra no pronunció palabra alguna. Observó a dos criaturas que deambulan fuera del templo y, como humo, se apareció detrás de ellas. Sin que se dieran cuenta de lo que les esperaba, incrustó la daga de Luzbel en sus espaldas acabando con sus existencias. Luego, se dirigió hacia su mentor y le entregó el arma.

—Llegará el momento en que atravesaré el cuerpo de Miguel.

—Debemos buscar otra forma, las dagas son inútiles contra su poder.

—Por ahora, sí. Pero cuando el universo caiga bajo nuestro dominio, su poder disminuirá. Su energía será tan limitada que no resistirá una estocada. Para ello, debemos cruzar al mundo humano, tomar control de él y sumirlo en el más profundo dolor.

Luzbel se aproximó hacia un ventanal que daba hacia el fétido bosque. Su anhelo era crear vida, ser un dios, y si para ello debía destruir el universo, lo haría. También le disgustaba la idea de tener un segundo al mando y mucho menos que se tomara atribuciones de acabar con sus súbditos sin motivo. Decidió que, después de que terminara su cometido, lo acabaría con sus propias manos.

—Ven, hijo, tengo un obsequio para ti. Hasta que logremos engendrar un cuerpo capaz de soportarte, ordené construirte un templo. Desde allí, podrás conectarte con algunos humanos que no se han desvinculado del todo de la Fuente.

Lo llevó hacia una iglesia derruida; dentro, había satíricas formas cristianas que mostraban la obscenidad del Mal. Pedro empalado, Jesús crucificado al revés, Mateo decapitado, Esteban apedreado. Una vez que su hijo entró en el recinto, Satanás creó un círculo para que la sombra no saliera de allí y, por aburrimiento, acabe con su ejército. Debía apurarse en conseguir un cuerpo y pensó que el único suficientemente fuerte podría ser el de un descendiente de celestial. Lo complicado del asunto era que, si bien él y dos de sus capitanes era celestiales progenies, no tenían acceso a la Fuente de las almas en Sión y su energía estaba corrupta.

El mecanismo era simple: la Fuente de Vida tomaba energía del planeta, que a su vez se alimentaba de Elohim; cuando se engendraba un ser vivo, esa porción del poder divino viajaba a través de diferentes fuentes en los planteas para luego tomar un cuerpo. En el caso de los humanos, cuando se engendraba en el vientre de mujer, y en el caso de los Nitsa, cuando un padre colocaba una semilla en el desierto de algún planeta caliente. El punto era que necesitaba unos de los celestiales que habían quedado con Miguel para que engendrara un hijo en la Tierra y así poder usurpar su cuerpo.

Podría ser Raphael, Uriel o Gabriel. Gabriel y Raphael sería difícil ya que su rectitud y aplomo nunca había evidenciado debilidad. En cambio, Uriel había amado de tal forma a Onixte que había lastimado su esencia, desobedeciendo a Miguel cuando restringió el uso de las armas. Uriel sería el objetivo, intentaría persuadirlo para que se enamore de una esencia hembra, ya sea animal o humana, para que su energía se impregne y con ella su poder. Solo así crearía un cuerpo capaz de soportar a su hijo. Tarea dura le esperaba, pero tenía dos cosas a su favor: el tiempo y el constante declive del corazón del hombre hacia la oscuridad.

María

«No sé por qué siempre me está mandando, ya soy grande para obedecer a ciegas como si fuera una chiquilla», dijo María en voz baja, procurando que su padre no la escuchara. Enojada por el mandado, tomó la bolsa de compras y se fue al negocio, refunfuñando. Estaba en esa maravillosa edad de 16 años, donde todo parecía estar en conflicto con ella.

—Debes obedecer, María. Muchas veces estar bajo las órdenes de alguien mayor nos enseña sabiduría —dijo la voz en su cabeza.

—¿Otra vez tú? —murmuró ella, mirando alrededor y procurando que nadie la oyera hablar sola— ¿Qué quieres? ¿Acaso no te dije que no me hables durante el día y… qué sabiduría puedo adquirir comprando pan?

—Hay sabiduría en cada detalle de la existencia, mi pequeña. Ustedes, los seres humanos, gastan tanta energía en estar mal.

—¿Seres humanos? Claro, lo dice una voz en mi cabeza. Eres producto de mi imaginación. ¡No tienes que contradecirme!

—¿Otra vez hablando sola? —dijo Pedro, el almacenero, con un gesto tierno— María, María ¿Qué pasará por esa cabecita? —concluyó, divertido.

—Nada, don. Estaba recordando una canción —respondió la joven, avergonzada.

Pedro esbozó una sonrisa y observó hacia afuera del almacén, mientras pasaba un vehículo militar. La expresión de su rostro cambió radicalmente.

—Le dije a tu padre que no te mande a comprar cuando los “verdes” andan dando vueltas ¿No puede mover el culo él? Digo yo.

—Eso mismo le dije. Cuando pasan, siempre me miran y me da miedo —dijo la joven, poniendo cara de víctima—. Encima nos vamos a San Luis, a casa de mis tíos, pero yo no quiero dejar el pueblo.

Luego de conversar un rato más de nimiedades con Pedro, María salió del negocio llevando la bolsa con el pan y el azúcar. El sol estaba fuerte, un viento cálido y seco soplaba del norte levantando tierra. «Este viento es lo único que no voy a extrañar de este pueblo», pensó María, y esperó algún comentario de la voz en su cabeza.

—Sé que debe ser difícil pequeña, pero es necesario que vayas a esa… ¿Cómo le dirían ustedes? ¿Ciudad? Falta poco y estarás lista para verme.

—¡Es mentira! Ya no te creo. Desde que soy niña te escucho y por poco no termino en el loquero por tu culpa.

—Presta atención, María. Toma por la calle de la esquina a la derecha, luego vuelve hacia la ruta —recomendó la voz con cierta urgencia.

—Pero por ahí es muy largo. Me van a retar.

—¡Obedece! Hombres guiados por Salomé están acechando y tienen armas.

María tomó el camino que le indicó la voz. Al volver a la ruta, notó que pasaba un camión con militares. Se puso nerviosa y le dio mucho miedo. «Gracias, amigo» pensó.

—Siempre te protegeré, mi niña.

—A veces te siento tan real —concluyó María esperando alguna respuesta de su amigo, pero no la hubo, solo quedó silencio en su mente.

Casi siempre le pasaba lo mismo, mantenían una comunicación estable durante un buen rato y luego ¡zas! Silencio repentino. Lo escuchó por primera vez cuando tenía 5 años, era una voz masculina y algo áspera. En un principio le costó discernir cuándo le hablaban de adentro y cuándo era alguien de afuera, pero con el tiempo y luego de que sus padres interpretaran que tenía amigos imaginarios, ella comprendió que debía mantenerlo en secreto. Hasta que una vez le preguntó el nombre y, por sorpresa, la voz le respondió que se llamaba Uriel y que sería su protector.

La familia de María (esto es, su papá Rodolfo y su mamá Clara) tomó la decisión de huir de Córdoba a San Luis a causa de los estragos de la dictadura en su provincia. Si bien el régimen era nacional, en las localidades del oeste estaban más «tranquilos»; por lo menos no había tantas personas desaparecidas. A la joven María esa decisión no le gustó en lo más mínimo, ya que implicaba dejar el colegio, a sus amigas y, sobre todo, a Lucas, el chico más guapo del pueblo, que le hacía volar mariposas con solo verlo pasar. Pero como rezaba el dicho: “Donde mandaba capitán…”, ella debía obedecer.

Así, el tiempo transcurrió lento y pausado en la vida de María, pero luego de un año adaptándose a las montañas de La Toma en San Luis, estaba feliz. Además, había conocido a un chico que iba a la iglesia los domingos. Era un moreno alto, de pelo medio ondulado llamado Alberto. Si bien era mayor que ella por dos años, la voz en su cabeza le decía que era el hombre de su vida. A María no le gustaba mucho que la voz se metiera en esos asuntos, pero no podía evitarlo; después de todo, estaba en su mente. ¿Cómo le diría que no?

El atardecer estaba cálido y María había quedado en encontrarse con Alberto en la heladería del pueblo. Le había costado tres horas de suplicas a su madre para que la dejara ir a la cita y unas dos horas más con su padre. Don Rodolfo mal que mal estaba conforme con la relación de “amigos”, porque le parecía un buen muchacho y, sobre todo, fiel a Dios.

María se puso un vestido con estampado floreado, preparó una pequeña cartera rosa y se colocó el delicado perfume a jazmín que le regaló su mamá cuando llegaron al pueblo.

—Estás muy linda, mi niña —dijo la voz en su mente.

—¡Uf! Ahora no es el momento, debo ver a Alberto, y si me ve hablando sola, quedaré como una loca.

—Tranquila, pequeña, me iré antes de que llegues. Quiero darte unos consejos sobre él, así te será más fácil.

—¿Y cómo sabes quién es él, si no has salido de mi mente?

—Muchacha, he viajado por los rincones más pequeños del universo, conozco a tu especie desde que fueron formados, he visto la historia de su error durante milenios.

María hizo un gesto burlón.

—Puro blablá, otra vez con esa historia.

—Ya llegará el día en que estarás lista para verme. Ahora escucha con atención. Alberto es un chico muy divertido y le gusta la gente divertida. Piensa algún chiste y cuéntaselo. Ama la naturaleza y la ruta, las motos y, sobre todo, los camiones. Le gusta el chocolate blanco y el durazno, pide esos sabores de helado. Por último, le gusta la música internacional, algo de Elvis, por ejemplo, si te hace falta te ayudo cantando alguna —María no pudo aguantar largar una carcajada al imaginarse a ella repitiendo una canción en inglés dictada por su amigo mental.

Cuando llegó a la heladería, el joven Alberto la estaba esperando.

—Hola, María —dijo con una sonrisa amplia y sencilla.

Vestía un vaquero con la bota acampanada y ceñido a su cuerpo, una remera amarillenta también muy ajustada que enseñaba más de lo que a María le hubiese gustado imaginar. Tenía buenos pectorales y brazos fuertes.

—Hola, Alberto —respondió con una voz trémula que denotaba el nerviosísimo que sentía.

«Tranquila, mi niña», dijo la voz en su cabeza.

—¡Estás… bellísima! —expresó el joven y de inmediato la invitó a sentarse—. ¿De qué gusto quieres el helado?

—A mí, eh —hizo una pausa, como si pensara por unos segundos—, me gusta de chocolate blanco y durazno.

—¡Oh, qué casualidad! A mí también me encantan esos dos sabores. Ya vengo, voy a buscarlos.

Alberto se dirigió a la barra de la heladería y, mientras tanto, María se dijo en voz baja: «Le pegaste, amigo».

Terminaron el helado, entre charla va y charla viene, ella quedó fascinada con todo lo que conoció de él, y eso le compró un lugar en su corazón. Estuvieron toda la tarde haciendo proyectos en el aire y jurando no separarse. Entre besos tiernos y caricias en las manos se dieron paso al amor.

En lo que se percataron, ya había oscurecido y se llenaron de temor. A ella le habían dado permiso hasta las ocho de la noche y el toque de queda en el pueblo era a las nueve. Cuando Alberto se fijó la hora en su reloj de pulsera, las manecillas marcaban las nueve y treinta. Estaban sentados en la plaza del pueblo, a unas diez cuadras de la casa de ella.

—Vamos, Alberto. ¡Mis padres me van a matar!

El joven se puso de pie, rápidamente.

—¡Sí, lo siento! Es retarde, vamos.

En ese instante, María sintió la voz en su mente: «te dejo sola unas horas y ya desobedeces una orden tan sencilla como llegar a tiempo». María quería responderle que no era su padre y que se pudra, pero no podía hablar en voz alta, no frente a Alberto. «Pequeña, ten cuidado, vienen por la esquina». María tomó la mano de Alberto y apuró el paso. Cuando una voz de mando los detuvo en seco.

—¡Eu! ¡Deténganse ahí ustedes dos! —gritó un soldado. Estaba acompañado de dos más, portaban armas largas y, al parecer, andaban patrullando a pie— ¿Saben la hora que es?

—Sí, lo siento, señor. Se nos fue la hora —respondió Alberto, esquivando la mirada.

El soldado se le acercó y con una mano tomó el rostro del joven para que lo mirara a los ojos.

—No serás un montonerito vos, ¿no? Decime que te gusta Marx, Nietzsche y toda esa basura anarquista.

—No, señor. Yo soy cristiano —dijo Alberto, y agachó la cabeza.

Los soldados largaron una carcajada y uno de ellos se acercó subrepticiamente a María, que temblaba como una hoja por el miedo.

—Hay muchos montoneros como vos que llevan Biblia y queman la patria —El soldado miró a María, que comenzó a lloriquear quedamente—. ¡Eu! ¡Qué pasa, mamita! ¿El tonto este no te enseñó a jugar? —los compañeros del militar se rieron haciendo fiesta.

El que llevaba la voz cantante se acercó a María y le levantó el rostro con una áspera mano.

—¿Querés que juguemos los cuatro? —deslizó, cargado de lascivia.

—¡Déjenla! —gritó Alberto, interponiéndose.

Se abalanzó contra el soldado, pero este lo esquivó y le aplicó un culatazo en la frente, el golpe sonó seco y el joven cayó hacia atrás, inconsciente. María miró para todos lados, no había nadie, y de seguro que, si alguien veía, no se meterían. Estaba aterrada.

—¡Déjenme, yo no hice nada! ¿Por qué le hicieron daño a él? —gritó, llorando.

Los tres soldados se acercaron, riendo. Pero en ese instante de peligro, María gritó por ayuda, aunque no sabía si resultaría.

—Si eres real, si realmente estas ahí, ¡ayúdame, ayuda a Alberto!

La suplica causó que los soldados se rieran más todavía. Uno de ellos, la agarró del brazo y comenzó a arrastrarla con intenciones de llevarla detrás de un enorme algarrobo. La noche se partió en dos cuando un rayo azul cayó frente a ellos, el rugido los ensordeció y la luz los deslumbró. Cuando el fulgor se atenuó, María pudo verlo, allí estaba; era un ser precioso: rostro perfecto, ojos grises y una especie de halo de energía rodeaba su cuerpo. Vestía una túnica dorada con un cinturón repleto de extraños símbolos.

Los soldados reaccionaron, aún aterrorizados como estaban, levantaron sus armas e intentaron abrir fuego contra el recién llegado, pero este, con solo un gesto de su mano, los arrojó a tres metros; y ahí quedaron, inconscientes. De rodillas, María lloraba desconsoladamente, entonces, el ángel se acercó y le tendió la mano. La muchacha al principio titubeó, pero después de contemplarlo un momento, tomó su mano. En ese momento, sintió la paz más maravillosa de su vida. La mano de ese ser era fuerte, poderosa; no era como tocar la piel de alguien, era distinto, daba un ligero cosquilleo, como si fuera de pura energía.

—Amigo, ¿eres tú? —preguntó la joven, aún incrédula, mirando los poderosos ojos del ángel —. Eras real, siempre fuiste real.

—Claro que sí, mi niña. Mi nombre es Uriel y soy un Arcángel a cargo del cuadrante Serbérico, que es donde se encuentra tu planeta.

—¿Y… qué haces aquí? ¿Por qué me defiendes? ¿Eres mi angelito de la guarda?

El ángel se retiró un poco, mirándola con curiosidad.

—No, mi niña, no como ustedes creen. Desde la Caída del Hombre, a nosotros nos cuesta mucho estar en este planeta, por causa del Mal.

—¿Entonces qué haces aquí… conmigo?

—Desde que la Fuente liberó tu esencia sentí una conexión muy especial contigo. Mi sabiduría no alcanza a comprenderlo. Siento necesidad de protegerte. Pero ahora debo irme.

El ángel posó su mano en el rostro de ella y luego, como un relámpago, desapareció.

María se quedó unos instantes mirando el cielo. Estaba oscuro y sin luna, la inmensidad del cosmos se presentaba ante sus ojos como un lienzo de estrellas.

«Lo he visto, no estoy loca, él me salvó», pensó.

Luego de ese extraño suceso, la voz en su cabeza desapareció por un tiempo. A María la castigaron por la desobediencia, pero la relación con Alberto, con sus tires y aflojes, floreció.

∞ ∞ ∞

María estaba nerviosa, sería la primera vez que estaría con Alberto en la intimidad. Si bien ya hacía un año que se conocían, él era todo un caballero y la esperó solo con besos y caricias. Pero hoy, sería el día. Alberto se había mudado solo, consiguió el trabajo como camionero que tanto anhelaba y estaba seguro de poder hacerla feliz. María consiguió permiso para quedarse en casa de una cómplice amiga y ahí estaba, cerca de su príncipe azul.

«Tranquila mi niña, todo saldrá bien», dijo la voz en su cabeza.

—¡Amigo! ¡Tanto tiempo sin oír tu voz!

«Vengo a traerte tranquilidad, es un acto muy hermoso el que tienen los humanos. Solo déjate llevar, Alberto es un buen hombre, nunca te hará daño», agregó la voz de Uriel.

—¿Sabes las noches que te necesité? ¿Qué te imaginé una y otra vez, esperando verte? Y ni te dignaste a aparecer y vienes ahora a arruinarme la velada.

María dio media vuelta y se dirigió nuevamente a la calle.

«No, mi niña, no te enojes. Para mí también fue difícil alejarme de ti, pero debía hacerlo. Los seres como yo tenemos muchas responsabilidades en el universo, y más ahora, que está todo dado vueltas. Pero quería decirte que deseo que tengas una vida feliz y plena, y que siempre, a lo lejos, estaré contigo». Lo dicho sonaba a despedida para María.

—¿Puedo verte una vez más? —preguntó la joven, con lágrimas en los ojos.