Leyendas - Gustavo A. Bécquer - E-Book

Leyendas E-Book

Gustavo A. Becquer

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Beschreibung

Incluimos las diecisiete leyendas publicadas entre 1858 y 1865. Estas narraciones tienen un carácter íntimo que evoca el pasado histórico y se caracterizan por una acción verosímil con una introducción de elementos fantásticos o insólitos. La temática y localización es muy diversa; Maese Pérez, el organista narra los misteriosos sonidos que emite el órgano de la Catedral en Sevilla, tras la muerte del organista, El Cristo de la calavera, nos transporta al Toledo de la Reconquista, Los ojos verdes gira en torno a espíritus femeninos demoníacos que se presentan a un cazador en el Moncayo, La Rosa de pasión narra el amor entre una joven judía y un joven cristiano y sus avatares, La Cruz del diablo, situada en Bellver (Pirineos), trata de unos excursionistas que escuchan de su guía su increíble origen, El beso, situada en la guerra de la independencia, cuando unos soldados franceses se instalan en un convento abandonado, con su champagne, y se les aparece una dama de marmol ..., etcétera. Fueron publicadas en periódicos madrileños de la época como El Contemporáneo o La América.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Leyendas
Gustavo Adolfo Bécquer
Century Carroggio
Derechos de autor © 2024 Century publishers s.l.
Reservados todos los derechos.Presentación de Julián Marías.Portada: retrato de Gustavo Adolfo Bécquer.
Contenido
Página del título
Derechos de autor
BÉCQUER EN SU SITIO
LEYENDAS
EL CAUDILLO DE LAS MANOS ROJAS
LA CRUZ DEL DIABLO
LA AJORCA DE ORO
EL MONTE DE LAS ÁNIMAS
LOS OJOS VERDES
MAESE PÉREZ EL ORGANISTA
EL RAYO DE LUNA
CREED EN DIOS
EL MISERERE
EL CRISTO DE LA CALAVERA
EL GNOMO
LA CUEVA DE LA MORA
LA PROMESA
LA CORZA BLANCA
EL BESO
LA ROSA DE PASIÓN
LA CREACIÓN
BÉCQUER EN SU SITIO
presentación
por
Julián Marías
de la Real Academia Española
Sobre Gustavo Adolfo Bécquer se ha escrito interminablemente; las pá­ginas acumuladas sobre su vida y sus escritos son muchas más que las no muchas que él escribió: todas las obras de Bécquer —incluyendo algunas que acaso no son suyas- caben en un volumen no demasiado grande; mu­chos volúmenes mayores podrían llenarse con sus comentarios. Aunque buena parte de lo que sobre Bécquer se ha publicado es de extrema vaguedad e irresponsabilidad, en los últimos años se ha avanzado en el conocimiento preciso y riguroso de su figura; poco a poco, el «huésped de las nieblas» va saliendo de ellas y mostrando un perfil claro, coherente, inteligible.
Yo no voy a intentar aquí hacer un estudio de Bécquer, sino algo mucho más modesto: ayudar a su lectura. Señalar algunas cosas que el lector debería tener en cuenta antes de entrar en la prosa y los versos del literalmente extraordinario escritor del siglo XIX, de cuya muerte nos separa un siglo y medio. Quisiera, nada más, ponerlo en su sitio, condición para que podamos verlo adecuadamente, gozarlo, entenderlo y acaso interpretarlo.
1. La generación de Bécquer
Desde hace muchos años he intentado establecer una escala generacional válida para España desde el siglo XVIII hasta el presente. Aunque siempre una serie de generaciones tiene carácter hipotético y está sujeta a revisión y rectificación, si la realidad histórica, más rigurosamente examinada, obliga a desplazar la escala propuesta, la así fijada por mí no ha planteado proble­mas especiales, sino al contrario: resuelve con sorprendente rigor muchos que con otras fechas serían insolubles o llevarían a conflictos insuperables. Las muy escasas dificultades que esta escala encuentra, pueden explicarse por razones individuales y que no afectan a la estructura general de la socie­dad española.
Hace algún tiempo, pensé extender la misma escala -con intervalos de quince años- hacia atrás, hasta los comienzos de la sociedad española unitaria,  en el siglo xv. No hubiera sido extraño encontrar algunas anomalías, por dos razones: la primera, porque los 15 años del intervalo generacional son siempre aproximados, un «número redondo» que precisamente excluye la exactitud, impropia de la realidad, y especialmente de la realidad humana, por lo cual una diferencia, aún pequeña, al acumularse a lo largo de muchas generaciones, puede hacer inválida la serie; la segunda razón es que en largos períodos no puede excluirse la posibilidad de un «traumatismo social» que introduzca alguna anormalidad en una generación o en la relación de dos sucesivas, lo cual obligarla a un reajuste de las fechas. Pues bien, con bastante sorpresa encontré que la misma escala obtenida para las generaciones de los siglos XVIII-XIX. Parece aconsejable, por tanto, utilizar comolas «hipótesis de trabajo» esta escala para toda la historiade España como na­ción, es decir, para toda la Edad Moderna. (La extensión de la misma escala a los reinos medievales o, por otra parte, a los demás países de Europa occi­dental requeriríarigurosas investigaciones que no han sido hechas todavía.)
Aunque algunas generaciones sean denominadas por alguna fecha espe­cialmente relevante, aproximadamente coincidente con la entrada en la his­toria o el florecimiento de sus miembros -así hablamos de la «generación de 1898», cuando se habla de series de generaciones parece aconsejable to­mar las fechas centrales de nacimientos: cada generación estaría integrada por los hombres nacidos en torno a la fecha elegida, es decir, en aquel año, los siete anteriores y los siete posteriores. A estas fechas natales me referiré en adelante.
Tomando como primera generación la de 1391 (D. Alvaro de Luna, el Arcipreste de Talavera, el Marqués de Santillana, Ausias March), encon­tramos algunas tan sorprendentes como la de 1451 (Nebrija, Isabel la Cató­lica, Fernando el Católico, Gonzalo de Córdoba y seguramente Colón) o la de 1481 (en que se dan cita, con Lucas Fernández, Sá de Miranda y Berru­guete, nada menos que Las Casas, Vitoria, Pizarro, Elcano, Magallanes, Núñez de Balboa, Alvarado y Hernán Cortés).
Pero es menester acercarse a Bécquer. Nació el 17 de febrero de 1836; murió, a los 34 años, el 22 de diciembre de 1870. Estas fechas no bastan para situarlo en una generación mientras no sepamos cuál es la escala de las gene­raciones; si adoptamos la que he propuesto, pertenecía a la de 1841 (es decir, los nacidos en la zona de fechas 1834-1848). Si esto es así, sabemos dos cosas: la posición de Bécquer en la serie de las generaciones y su posición dentro de la suya, concretamente al comienzo; es decir, Gustavo Adolfo era delos más viejos de su generación (todavía más su hermano Valeriano, nacido en 1834, es decir, al comienzo mismo de la generación a la cual ambos per­tenecen).
Habrá que preguntarse enseguida por los coetáneos de Bécquer (sus com­pañeros de generación, los que tuvieron su misma «edad»), pero antes hay que parar la atención en las generaciones anteriores, en las que encontró en su mundo histórico.
El Romanticismo español abarca cuatro generaciones: las de 1766, 1781, 1796 y 1811. Como la literatura romántica española fue tardía respecto a 1a vida social, la primera generación romántica escribió todavía en buena parte literatura neoclásica, y sólo en ciertos escritos íntimos o marginales transparece su real romanticismo; en cambio, los más representativos de los escritores románticos pertenecen a lacuarta, la que ya empieza a salir del Romanticismo, como se ve bien claramente en los que alcanzaron alguna longevidad. Entre esta última generación romántica y la de Bécquer se interpone la de 1826 (los nacidos entre 1819 y 1833), que inicia la reacción frente al romanticismo. La entrada efectiva en la historia coincide con los treinta años; en el periodo 30-45, cada generación se esfuerza por imprimir su forma propia al mundo en que vive, por hacer triunfar sus deseos, estimaciones, creencias, proyectos; por desplazar a la generación anterior, la «reinante» o «en el po­der» -en todos los órdenes de la vida—, es decir, la de los que tienen en­tre 45 y 60 años. Cuando se cumple ese desplazamiento (cuando una genera­ción ha alcanzado los 45 y otra los 60), la más joven accede al poder y la más vieja sale del escenario histórico plenamente activo. (En nuestro tiempo, la longevidad hace que la «salida» no se produzca a los 60 años, y por tanto dos generaciones compartan el poder social, en una forma sutil y aún no bien precisada; pero esto no ha sido así hasta nuestro siglo, y menos que nunca en la época romántica, caracterizada por la precocidad y la frecuencia de la muerte temprana.)
Pero hay que hacer una aclaración importante. Estas «entradas» y «sali­das», estas adquisiciones o pérdidas del poder social a ciertas edades, no se refieren a los individuos, sino a las generaciones; quiero decir que no acontecen cuando cada individuo alcanza una determinada edad, sino cuando llega a ella su generación, contando según la fecha central de nacimientos. Pero esto significa que los que nacen al comienzo de una generación son socialmentetardíos (y más duraderos), mientras que los nacidos al final resultan socialmente precoces (y pierden más jóvenes su vigencia social). Estas funciones so­ciales e históricas afectan, pues, simultáneamente a los miembros de una gene­ración, cualquiera que sea su edad personal, y por eso hay cambios sociales según generaciones, por eso hay una articulación de las vigencias que cam­bian más o menos cada quince años.
Pues bien, cuándo Bécquer empieza a publicar -hacia 1858-, todavía encuentra en su mundo algunos hombres de la segunda generación román­tica, la de 1781, es decir, la que verdaderamente inició la literatura román­tica en España: José Joaquín de Mora -todavía demasiado neoclásico- y, sobre todo, Martínez de la Rosa, que con La conjuración de Venecia había inaugurado el drama romántico español en 1834. De las generaciones ro­mánticas siguientes  -1796 y 1811- encuentra numerosos autores activos: Alcalá Galiano, el Duque de Rivas, Agustín Durán, Gil y Zárate, Estébanez Calderón, Modesto Lafuente, Miguel Agustín Príncipe, Nicomedes Pastor Díaz (muertos antes que él) y otros muchos que sobreviven a Bécquer, que viven todavía en 1870: Bretón de los Herreros, Fernán Caballero, Wenceslao Ayguals de Izco, Mesonero Romanos, Hartzenbusch, Pascual Gavangos, el Conde de Cheste, el Marqués de Molins, García Gutiérrez, la Avellaneda, Diana, Eugenio de Ochoa, Federico de Madrazo, Ariza, Martínez Villergas, García Tassara, Rodríguez Rubí, Miguel de los Santos Alvarez, Zorrilla, Campoamor...
Esto quiere decir que durante toda la vida de Gustavo Adolfo Bécquer están ocupando el escenario histórico la mayoría de los escritores del Romanticis­mo español, sin más excepción que los iniciadores y los que murieron muy jóvenes. Cuando empieza Bécquer su vida de escritor, la generación «en el poder» esla de 1811, que todavía sigue «reinante» a su muerte. Es decir que toda la vida activa de Bécquer transcurre bajo la vigencia de la generación de 1811, la última generación rigurosamente romántica, y en Presencia de buena parte de la anterior yaun de algunos supervivientes de la de 1781.
¿Y la suya? Aquí la situación resulta todavía más extraña, y hay que darle todo su valor. A la generación de 1841 le corresponde su entrada en la historia en 1871; su acceso al poder social, en 1866, su plena vigencia histórica, entre 1886 y 1901. Ahora bien. Bécquer muere en 1870, antes de que su generación hubiese llegado a darse de alta.La obra entera de Bécquer es anterior a su generación quiero decir a la vigencia histórica de ésta. Su maduración personal es previa a la histórica de la generación a la que pertenecía. Solo esto explica ya la mitad de las anomalías de la figura de Gustavo Adolfo Bécquer, y si no setienen en cuenta estas circunstancias es bien difícil comprenderla.
Hay otra figura en las letras españolas en que se repiten situaciones  análogas: Angel Ganivet. Nacido en 1865, al comienzo de la generación de 1871 (la que llamamos del 98), cuyos límites son 1864-1878, muere precisamente en 1898, en la fecha de la cual su generación había de tomar nombre, antes de la fecha de iniciación real en la historia (1901). Ganivet pertenece inequívocamente a la generación del 98, se encuentra a ese nivel histórico, pero su vida y su obra se realizan antes -«El 98 antes del 98» es el título que di hace unos años a un ensayo sobre Ganivet .  Uno y otro, Bécquer y Ganivet, preludian ciertos temas y, sobre todo, un tono vital que sólo aparecerán manifiestamente después de su muerte, y ambos crean en un mundo condi­cionado por la vigencia de una generación treinta años anterior a la suya, contra la cual lucha, no la propia de cada uno de ellos, sino la precedente, mientras la suya propia todavía espera su entrada en el escenario histórico.
¿Quiénes son los coetáneos de Bécquer? ¿Quiénes son los componentes de la generación española de 1841? Citaré, por orden cronológico, unos cuan­tos nombres:
Valeriano Bécquer, Gaspar Núñez de Arce, Ramón Rodríguez Correa, Narciso Campillo, Gustavo Adolfo Bécquer, Julio Nombela, Vicente Wen­ceslao Querol, Francisco Codera, Eduardo Rosales, Rosalía de Castro, Benardo López García, Mariano Fortuny, Ricardo de la Vega, Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Enrique Gaspar, Javier de Burgos, Jacinto Verdaguer, Benito Pérez Galdós, Eusebio Blasco, Pablo Sarasate, Eugenio Selles. Tomás Luceño, Leopoldo Cano, Antonio Fernández Grilo, Marcos Zapata, Miguel Ramos Carrión, Aureliano de Beruete, Joaquín Costa.
En esta generación encontramos, como era de esperar a casi todos los amigos cercanos de Gustavo Adolfo: el primero, su hermano Valeriano; con él Campillo, Rodríguez Correa, Nombela, Eusebio Blasco; aquellos a que se debe casi toda la información sobre su persona, los correctores y editores de su obra póstuma, los que trazaron el perfíl de su biografía y acaso la desfiguraron desde muy pronto. Salvo Blasco, ocho años más joven que Gustavo Adolfo, todos estos amigos nacen entre 1834 y 1836, al principio de la generación. Todos ellos -y no digamos el resto de los miembros de ella- parecen más «recientes» que Gustavo Adolfo Bécquer, y a la vez más “antiguos”; la razón de lo primero es que vivieron hasta mucho más cerca de nosotros; la de lo segundo, la relativa «soledad» en que Bécquer creó su obra, sumergido en un mundo donde todavía pervive el romanticismo, pero ya ajeno a él, desligado también de su propia generación que aún no había hecho su entrada en el escenario histórico.
Con todo, la impresión de «extrañeza» es demasiado grande; la distancia entre Bécquer y sus compañeros de generación parece demasiada; pero la extrañeza se acentúa si intentamos aproximarlo a otra generación, por ejemplo a la inmediatamente anterior, de la que cronológicamente está «lindante»: tres años antes que él nacen Alarcón y Pereda; cuatro años antes, Castelar, Manuel del Palacio, Echegaray; si seguimos remontándonos aguas arriba, encontramos a Tamayo, López de Ayala, Valera... No, no podríamos avecinar a Bécquer en esta generación, si variamos la escala propuesta. La impresión de «único», de outsider, se acentúa. Aunque la personalidad de Bécquer fuese muy fuerte y original —lo era, aunque todo eso se diese en él en tono menor y como en voz baja—, sigue pareciendo extraño que no se muestren más fuertes coincidencias de nivel con el resto de su generación. ¿No habrá algunas?
Por supuesto, con Rosalía de Castro, que se corresponde en tantos sentidos con Bécquer en la poesía del siglo XIX. Pero, por otra parte, germina en él una nueva forma de «popularismo» bien distinto del de los costumbristas, que en otros géneros y formas encontramos en Ricardo de la Vega, Luceño, Ramos Carrión o... Costa. Y todavía encontramos mayores conexiones si pensamos en los pintores coetáneos: Rosales —de vida tan semejante a la de Bécquer —, Fortuny, Jiménez Aranda, hasta Aureliano de Beruete. Las Leyendas más auténticas, referidas a las tierras de España que Bécquer conoció tan bien; las Cartas desde mi celda, hubieran podido ser ilustradas por esos pintores de su generación; valdría la pena estudiar con precisión los paralelismos, las diferencias, las aportaciones del escritor y los pintores a la visión del paisaje y de las figuras humanas.
Pero hay otra consideración más: si Bécquer, en lugar de morir a los treinta y cuatro años, hubiese alcanzado una trayectoria biográfica normal; si hubiese escrito después de la entrada en la historia de su propia generación, ¿qué hubiera seguido escribiendo? ¿Cómo nos aparecería su figura literaria madura? ¿Se parecería más a sus coetáneos que vivieron muchos años después de su muerte?
Por fortuna, podemos contestar en cierta medida a estas preguntas. Las cuartillas que publicó por primera vez Vicente Huidobro en 1920, medio siglo después de la muerte de Bécquer, y que se han reeditado varias veces como «El testamento literario de Bécquer», son unas notas sobre los proyectos de Gustavo Adolfo, anticipación de sus pretensiones para el futuro. Parte de esos proyectos son puramente editoriales, con una inocente esperanza de lanzar publicaciones de gran éxito comercial; otros son mera prolongación de los géneros literarios que estaba cultivando; pero además hay algunas innovaciones significativas. Recordaré las que me parecen más reveladoras.
«Teatro (comedias y dramas): El cuarto poder (comedia de defensa social), La mujer del gran mundo, Alta sociedad, Los hermanos del dolor (escenas íntimas), El duelo (dramática, filosófica, moral), El ridículo (filosofía social), Dichoso el quecree (religioso), La filosofía del matrimonio (comedia casera)...» «Novelas de pretensiones: Vivir o no vivir (social media), Quince días de trueno (social baja), La máscara de oro (social alta. Grandes) .»
¿No parece que hemos abandonado la tierra originaria del Romanticismo?¿No son los temas de la “alta comedia” y de la novela realista? Y estos títulos que se insinúan entre otros muchos que responden a la obra efectiva de Bécquer, ¿no serán consecuencia de la presión social ejercida por su generación, de las vigencias de sus coetáneos, que empiezan a ejercer su influjo sobre Gustavo Adolfo? Y cabe preguntarse si eso no era una tentación, si no hubiera desvirtuado la auténtica inspiración de Bécquer. Porque pudiera muy bien ocurrir que su obra efectiva, tan indecisa en apariencia, tan envuelta en brumas, no fuese sino la germinación aún vacilante de ciertas posibilidades nuevas, que la temprana muerte de Bécquer no dejó desarrollar. Como las presiones sociales impidieron que el mejor Moratín, el de las cartas y las anotaciones privadas y los diarios de viaje, entrase realmente en la literatura pública española, que hubiera sido diferente de haber contado con él, la breve trayectoria biográfica de Bécquer fue sin duda causa de que se malograra una posibilidad literaria que queda interrumpida y cuyos hilos rotos se van anudando a distancia en nuestro siglo, desde la generación del 98 hasta la poesía de las dos siguientes.
2. La originalidad de Bécquer como narrador
Las Leyendas de Bécquer, salvo algunas excepciones más convencionales —El caudillo de las manos rojas, La cruz del diablo, Creed en Dios, La creación—, representan una innovación decisiva en la narrativa española del siglo XIX, una pieza que suele omitirse al estudiar el paso de la novela histórica romántica a la novela contemporánea que se inicia con Fernán Caballero y culminará en Galdós. Lo más verdaderamente narrativo del Romanticismo habría de buscarse en las leyendas en verso —romances históricos del Duque de Rivas, El estudiante de Salamanca  de Espronceda, leyendas de Zorrilla, en especial los Cantos del Trovador—; allí es donde los románticos se atrevían a dejar en libertad su temple auténtico, sin recubrirlo del prosaísmo desengañado a que se creían con tanta frecuencia obligados cuando escribían en prosa. Pero, por una parte, el verso introducía un elemento de distanciamiento impropio de la presencia que la novela significa,  como manera de asistir a aquello que se narra; y por otra, la localización de estas leyendas era remota, situada vagamente en la Edad Media o el siglo XVI, sin concreción circunstancial.
Pues bien, Bécquer, sin perder la actitud romántica, escribe en prosa narraciones circunstanciales, situadas en los lugares que conoce mejor, que ha vivido intensamente, que funcionan dentro de la historia: Soria, el Moncayo, Toledo, Sevilla. El monte de las ánimas, El rayo de luna, La promesa; El gnomo, Los ojos verdes, La corza blanca; La ajorca de oro, El beso, La rosa de pasión; Maese Perez el organista, La venta de los gatos. Todas estas leyendas hacen funcionar el paisaje, la irradiación de las ciudades, las calles de Toledo o su Catedral, el Guadalquivir , el Duero, San Saturio, las campanas de Soria, dando encarnadura a historias imaginarias, con personajes de épocas remotas, con un hálito de misterio y fantasía. Son una prueba de lo que la narración romántica pudo ser, de lo que solo fue fragmentariamente y a destiempo.
Pero por ahí había que pasar para llegar a la novela de la segunda mitad del siglo XIX, y sin duda ésta se resiente de no haber pasado lo bastante por lo que Bécquer quiso hacer y apenas pudo realizar.
La culminación de este hallazgo becqueriano está en las Cartas desde mi celda, escritas en el Monasterio de Veruela, al pie del Moncayo, entre Soriay Aragón. Parte de un costumbrismo que hubiera podido ser el de Mesoneroo el de Larra —según los temples—; se siente pronto dominado por un nuevo,más inmediato e íntimo sentido del paisaje, que anticipa en algunos momentos la gran recreación que inaugurara el 98; una vez instalado en el mundo de Veruela, Bécquer se pone a vivir allí, y nos va comunicando el contenido de su vida: visión de la historia, intento de aproximarla al presente, anticipación del futuro, en que la aprensión se mezcla a la esperanza, un fino, agudo sentido de la justicia social, que no se lanza por el camino de la abstracción y la utopía, sino se mantiene fiel a una visión concreta de la realidad; y, sobre todo, una vivificación de todo ello con historias, cuentos, consejos, leyendas, supersticiones y una tonalidad lírica que envuelve la rigurosa precisión de todo lo que allí se muestra. El raro equilibrio entre poesía y verdad, tan pocas veces logrado, se consigue excepcionalmente en estas Cartas narrativas, escritas en 1864, cuyo nivel tan pocas veces se alcanza en los treinta o cuarenta años siguientes. Y los escritores de la generación de Bécquer y la siguiente —los anteriores a la del 98— no se dan cuenta de que la falta de verdad en literatura suele venir, paradójicamente, de falta de poesía. Esto es lo que el 98 superó —genialmente— de raíz, como casi todas las limitaciones que España arrastraba a lo largo del siglo XIX, lo que Gustavo Adolfo Bécquer había adivinado.
3. La poesía amorosa
Creo que, por alto que sea el valor de la prosa de Bécquer, lo más importante de su obra son las Rimas: en ellas reside lo más original y creador, la verdadera innovación que hace a Bécquer una figura única en la literatura de su siglo.
No voy a estudiar aquí lo que ya se ha hecho otras veces de manera excelente: la poesía de Bécquer; me voy a detener brevemente solo en un aspecto suyo, que me parece su centro organizador y vivificador, lo que le da su tonalidad decisiva, aquello que hace que la lírica becqueriana sea irreductible al resto de la poesía española de su tiempo y a las influencias extranjeras, sobre todo inglesas y alemanas, que indudablemente gravitan sobre ella. Quisiera decir una palabra sobre lo que Bécquer hace con todo ello: una poesía amorosa.
La interpretación poética del amor, que influye decisivamente en la realidad amorosa de cada sociedad, acontece solo en contados momentos de la historia, y hay largos periodos en que el hombre carece de una interpretación original de esa esencial dimensión de la vida humana: o no tiene ninguna, o se apoya inercialmente en una que fue creada por hombres de épocas distintas y que no responde a su manera de vivir al otro sexo y su relación con él. En la literatura española se podría establecer una línea discontinua de nombres significativos: Fernando de Rojas, Garcilaso, Fernando de Herrera, Lope de Vega, Quevedo, Meléndez Valdés, Espronceda, Bécquer, Machado, Salinas. Son los puntos de inflexión de la interpretación del amor, aquellos en que la vida amorosa ha recibido una nueva tonalidad o ha sido mirada desde una perspectiva  original y distinta. ¿Qué representa Bécquer en esta línea?
La tendencia casi unánime de los comentadores de las Rimas ha sido interpretarlas biográficamente.Se ha pensado que cada  uno de los breves y  alados poemas se refiere a un aspecto, un episodio, una crisis, una esperanza, un balance de la vida personal de Gustavo Adolfo Bécquer; que, en principio se podría «documentar» cada una de las Rimas, adscribirla a una mujer determinada y a un momento de la relación con ella; en suma, que las Rimas componen algo así como la historia amorosa de su autor, y que bastaría con ordenarlas cronológicamente y aclarar las referencias —si ello fuera posible— para que tal biografía real apareciese ante nuestros ojos.
No ha faltado, claro es, quien piense que los poetas componen sus versos movidos por lo que pudiéramos llamar una inspiración general o, si se prefiere, primariamente estética, y que es problemática la adscripción de una lírica amorosa a algo más preciso que la experiencia vital del poeta, tomada en su conjunto, enriquecida por lo que pudiéramos llamar sus experiencias imaginarias y por la asimilación de las interpretaciones ajenas —sobre todo literarias— del amor, es decir, por una tradición a un tiempo social y poética. Pero esto es más bien una atenuación o rectificación de la tendencia «literalista» en la interpretación de Bécquer. Lo cierto es que detrás de cada Rima propendemos a ver una mujer de la que Bécquer está enamorado, o se está enamorando, o se está desenamorando, una mujer que vuelve hacia él, por su parte, uno u otro rostro. Creo que conviene retener esto y no pasarlo por alto, aunque a última hora resultase que la interpretación literalmente biográfica es infundada.
Lo que ocurre, si no me equivoco, es que la estructura de las Rimas responde a esa interpretación; quiero decir que, sea cual sea su fundamento real, como poemas amorosos tienen una estructura biográfica. La lírica amorosa de Bécquer es, con abrumadora frecuencia, en segunda persona, una lírica del vocativo, del «tú». Esto no es enteramente nuevo, pero representa una innovación, por lo menos de grado; recuérdese cuántas veces, en la poesía amorosa europea, desde el petrarquismo, se llama a la amada por su nombre -con más frecuencia aún con un nombre literario, mitológico o pastoril, distanciador—; o se habla de ella en tercera Persona. En todo caso el poeta suele cantar a la amada – sus primores, excelencias, etc.- o cantar sus propiascuitas, es decir, retraerse a sus soledades para recrear y expresar su amor, que después será líricamente ofrecido a la amada.
Bécquer, casi siempre, se dirige a ella, le habla o habla con ella –que no es lo mismo—. Y cuando se retrae a su soledad cuando hace poesía que no está dirigida a una mujer y que incluso no es específicamente amorosa en su contenido, diríamos que más que en soledad está en su retiro, retirado de la mujer amada, referido a ella en esa manera sutil de presencia que es la ausencia. En la rima que inicia las ediciones tradicionales,  “Yo sé un himno gigante y extraño” —la I, y II en esta edición—, donde Bécquer esboza una poética y expresa las dificultades de poner en palabras las emociones y los  sentimientos, la vivencia de la realidad, termina con esta referencia personal:
«apenas, ¡oh hermosa!,
si, teniendo en mis manos las tuyas,
pudiera. al oído, cantártelo a solas.»
Lo mismo se podría decir de «No digáis que agotado su tesoro», o de «Del salón en el ángulo oscuro» -procedente de Musset, «erotizada» por Bécquer mediante un par de notas: «de su dueña tal vez olvidada, «esperando la mano de nieve»-, y de tantas otras.
Pero no es esto lo más significativo, sino el elemento de circunstancialidad que casi siempre incluye en el poema, lo que podríamos llamar «concreción escénica»:
«Sobre la falda tenía
el libro abierto;
en mi mejilla tocaban
sus rizos negros»
O bien:
«Cuando sobre el pecho inclinas
la melancólica frente… »
«Asomaba a su ojos una lágrima»
y a mis labios una frase de perdón.»
«Su mano entre mis manos, 
sus ojos en mis ojos,
la amorosa cabeza
apoyada en mi hombro...»
«Cuando me lo contaron sentí el frío 
de una hoja de acero en las entrañas...»
«Dejé la luz a un lado, y en el borde 
de la revuelta cama me senté...»
«Me ha herido recatándose en las sombras, 
sellando con un beso su traición.»
«Volverán las oscuras golondrinas 
de tu balcón sus nidos a colgar ..»
«Como se arranca el hierro de una herida, 
su amor de las entrañas me arranqué.»
Se trata de un procedimiento de dramatización, cuyos últimos antecedentes habría que buscar en el Romancero -aunque en este rara vez conduce al puro lirismo amoroso que encontramos en Bécquer- Con esto, se consigue una proximidad, una inmediatez- exenta de anécdota,— que introduce una perspectiva nueva en la poesía amorosa española. No falta más que un paso para Salinas.
Dicho con otras palabras, el amor de Bécquer es siempre personal. Y por eso, aunque tan poco sensual, es siempre sensible, y la corporeidad de la ama­da, su belleza, su realidad carnal, turbada y turbadora, aparece siempre, a cien leguas de toda pasión abstracta y espiritada. Pero todo ello sin limitarse —como en el caso de Meléndez— al erotismo. Bécquer, siempre romántico, se mueve en el ámbito del amor en su sentido más estricto. Y da un paso más allá: los poetas de las generaciones propiamente románticas —Espronceda, por ejemplo— permanecen en el elemento de la pasión inconcreta Y dejan para una «subpoesia» licenciosa y francamente obscena la presencia de la carne. Bécquer integra ambos aspectos al entender a la mujer amada como persona carnal, como un «alguien corporal» o, si se prefiere, persona sensible.
Bécquer apenas pudo hacer más que descubrir ese escorzo en que le apa­recia la mujer, y por tanto el amor, y esto quiere decir la realidad humana. Su intuición no pudo cumplirse y realizarse; allá fue su finísima, prodigiosa invención a perderse en el prosaísmo y la elocuencia exterior de su generación y la siguiente; y ahí quedó Bécquer como una posibilidad que había de dar sus «frutos tardíos» en el siglo siguiente.
Julián Marías
LEYENDAS
EL CAUDILLO DE LAS MANOS ROJAS
(TRADICIÓN INDIA)
CANTO PRIMERO
I
Ha desaparecido el sol tras las cimas del Jabwi, y la sombra de esta montaña envuelve con un velo de crespón a la perla de las ciudades de Osira, a la gentil Kattak, que duerme a sus pies, entre los bosques de canela y sicómoros, semejante a una paloma que descansa sobre un nido de flores.
II
El día que muere y la noche que nace luchan un momento mientras la azulada niebla del crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles, robando el color y las formas a los objetos, que parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.
III
Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los melancólicos suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por las aves; los mil ruidos misteriosos que, como un himno a la Divinidad, levanta la Creación al nacer y al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde, produciendo un canto dulce, vago y perdido como las últimas notas de la improvisación de una bayadera.
IV
La noche vence, el cielo se corona de estrellas, y las torres de Kattak, para rivalizar con él, se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese caudillo que aparece al pie de sus muros, al mismo tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes más allá de los montes a cuyos pies corre el Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de plata?
V
Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan como la saeta a los combates y a la muerte, tras el estandarte de Siva, meteoro de la gloria, puede adornar sus cabellos con la roja cola de ave de los dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o suspender su puñal de mango de ágata del amarillo chal de cachemira, sino Pulo-Delhi, rajá de Dakka, rayo de las batallas y hermano de Tippot-Delhi, magnífico rey de Osira, señor de los señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos?
VI
Él es; ningún otro sabe prestar a sus ojos, ya el melancólico fulgor del lucero del alba, ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus oscuras facciones el resplandor de una noche serena o el aspecto terrible de una tempestad en las aéreas cumbres de Davalaguiri. Él es; pero ¿qué aguarda?
VII
¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras los extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede como la mensajera de un genio? Esperad y la contemplaréis al primer rayo de la solitaria viajera de la noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso Tippot-Delhi, la amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación comparan a la sonrisa de Bermach, que lució sobre el mundo cuando este salió de sus manos; sonrisa celeste, primera aurora de los orbes.
VIII
Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la cumbre que toca el primer rayo del sol, y sale a su encuentro. Su corazón, que no ha palpitado en el fuego de la pelea ni en la presencia del tigre, late violentamente bajo la mano que se llega a él, temiendo se desborde la felicidad que ya no basta a contener. «¡Pulo!», «¡Siannah!», exclaman al verse, y caen el uno en los brazos del otro. En tanto, el Jawkior, salpicando con sus ondas las alas del céfiro, huye a morir al Ganges, y el Ganges al golfo de Bengala, y el golfo al Océano. Todo huye; con las aguas, las horas; con las horas, la felicidad; con la felicidad, la vida. Todo huye a fundirse en la cabeza de Siva, cuyo cerebro es el caos, cuyos ojos son la destrucción y cuya esencia es la nada.
IX
Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna se desvanece como una ilusión que se disipa, y los sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen aún bajo el verde abanico de una palmera, mudo testigo de su amor y sus juramentos, cuando se eleva un sordo ruido a sus espaldas.
Pulo vuelve el rostro y exhala un grito agudo y ligero como el del chacal, y retrocede diez pies de un solo salto, haciendo brillar al mismo tiempo la hoja de su agudo puñal damasquino.
X
¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente caudillo? ¿Acaso esos dos ojos que brillan en la oscuridad son los del manchado tigre o los de la terrible serpiente? No. Pulo no teme al rey de las selvas ni al de los reptiles; aquellas pupilas que arrojan llamas pertenecen a un hombre, y aquel hombre es su hermano.
Su hermano, a quien arrebataba su único amor; su hermano, por quien estaba desterrado de Osira; el que por último juró su muerte si volvía a Kattak, poniendo la mano sobre el ara de su dios.
XI
Siannah lo ve también, siente helarse la sangre en sus venas y queda inmóvil, como si la mano de la Muerte la tuviera asida por el cabello. Los dos rivales se contemplan un instante de pies a cabeza; luchan con las miradas, y exhalando un grito ronco y salvaje, se lanzan el uno sobre el otro, como dos leopardos que se disputan una presa… Corramos un velo sobre los crímenes de nuestros antepasados; corramos un velo sobre las escenas de luto y horror de que fueron causa las pasiones de los que ya están en el seno del Grande Espíritu.
XII
El sol nace en Oriente; diríase al verlo que el genio de la luz, vencedor de las sombras, ebrio de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su carro de diamantes, dejando en pos de sí, como la estela de un buque, el polvo de oro que levantan sus corceles en el pavimento de los cielos. Las aguas, los bosques, las aves, el espacio, los mundos, tienen una sola voz, y esta voz entona el himno del día. ¿Quién no siente saltar el corazón de júbilo a los pies de este solemne cántico?
XIII
Sólo un mortal; vedlo allí. Sus ojos desencajados están fijos con una mirada estúpida en la sangre que tiñe sus manos; en balde, saliendo de su inmovilidad y embargado de un frenesí terrible, corre a lavárselas en las orillas del Jawkior; bajo las cristalinas ondas, las manchas desaparecen; mas apenas retira sus manos, la sangre, humeante y roja, vuelve a teñirlas. Y torna a las ondas, y torna a aparecer la mancha, hasta que al cabo exclama con un acento de terrible desesperación:
—¡Siannah! ¡Siannah! La maldición del Cielo ha caído sobre nuestras cabezas.
¿Conocéis a ese desgraciado a cuyos pies hay un cadáver y cuyas rodillas abraza una mujer? Es Pulo-Delhi, rey de Osira, magnífico señor dé señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos, por la muerte de su hermano y antecesor…
CANTO SEGUNDO
I
—¿De qué me sirven el poder y la riqueza si una víbora enroscada en el fondo de mi corazón lo devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida? Ser rey, señor de señores; ver cruzar ante los ojos,como las visiones de un sueño, las perlas, el oro, los placeres y la alegría; verlos cruzar al alcance de la mano y, al tenderla para asirlos, ¡encontrar todo cuanto toco manchado de sangre!… ¡Oh! ¡Esto es espantoso!
II
Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la púrpura de su lecho y torciéndose las manos a impulsos de su terrible desesperación. En balde el humo de los pebeteros embalsama la opulenta cámara; en balde la seda de brillantes colores se ha extendido sobre diez pieles de tigre para que descansen sus miembros; en balde han invocado los brahmines por siete veces al espíritu del reposo y al genio de los sueños de nácar… El Remordimiento, sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con un grito lúgubre y prolongado, grito que resuena incesante en el oído de Pulo, que golpea su frente con dolor al escucharlo.
III
Los genios que cruzan en numerosas caravanas sobre dromedarios de zafiro y entre nubes de ópalo; las schivas de ojosverdes como las olas del mar, cabellos de ébano y cinturas esbeltas como los juncos de los lagos; los cantares de los espíritus invisibles, que refrescan con sus alas los cansados párpados de los justos, no pasan como una tromba de luz y de colores en el sueño del criminal.
Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa, que se estrellan bramando sobre las obscuras peñas de un precipicio terrible; imágenes espantosas y confusas de desolación y terror; estos son los fantasmas que engendra su mente durante las horas de reposo.
IV
Por eso el magnífico señor de Osira no puede gustar la copa del beleño con que los dioses brindan a sus escogidos. Por eso, apenas la aurora abre las puertas del día, se lanza del lecho, se desnuda de sus vestidos, que abrillantan las perlas y el oro y, depositando un beso sobre la frente de su amada, sale de palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose hacia la parte de la ciudad que domina la cumbre de Jabwi.
V
Como a la mediación de esta montaña nace un torrente que se derrumba en sábanas de plata hasta bajar a la llanura, donde, refrenado su ímpetu, se desliza silencioso entre las guijas y las flores, para ir a confundir sus rizadas ondas con las del Jawkior. Una gruta natural, formada por enormes peñascos que parecen próximos a deformarse, sirve de taza a estas olas en su nacimiento. Allí, transparentes y sombrías, sus aguas parecen dormir sin que las turbe otro rumor que el monótono ruido del manantial que las alimenta, el suspiro de la brisa que viene a humedecer sus alas en la linfa o el salvaje grito de los cóndores que se lanzan a las nubes como una flecha disparada.
VI
Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad, manda retirarse a los que lo siguen, y emprende solo y sumido en hondas meditaciones el camino que, serpenteando entre las rocas y las cortaduras, se dirige a la gruta donde nace el torrente, que ya salpica su rostro con el polvo de sus aguas. ¿A dónde va el señor de Osira? ¿Por qué, desnudándose de su recamada túnica, del amarillo chal, cambia su vestidura por el tosco traje de un simple cazador? ¿Viene a los montes a buscar a las fieras en su guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad, único bálsamo de las penas que el resto de los hombres no comprende?
VII
No. Cuando el regio morador de Kattak abandona su alcázar para acosar en sus dominios al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de marfil fatigan el eco de los bosques, cien ágiles esclavos lo preceden y arrancando malezas de los senderos y alfombrando el lugar en que ha de poner sus plantas, ocho elefantes conducen su tienda de lino y oro y veinte rajaes siguen su paso, disputándose el honor de conducir su aljaba de ópalo. ¿Viene a buscar la soledad? Imposible. La soledad es el imperio de la conciencia.
VIII
El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a su término. A sus pies salta el torrente, sobre su cabeza está la gruta en que duerme el manantial que lo alimenta, manantial sagrado que brotó de las hendiduras de una roca para templar la sed del dios Visnú cuando, desterrado de los cielos, venía a cazar a las faldas del Jabwi durante la noche. A datar de aquella época remota, un brahmín vela constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo sus oraciones al dios para que conserve las maravillosas virtudes en que, según una venerable tradición, abundan las sagradas linfas.
IX
El último de estos sacerdotes que, encendidos en amor por la divinidad, han consagrado sus días a venerarla en contemplación de sus obras, es un anciano cuyo origen envuelve un misterio profundo: nadie sabe la época en que llegó a Kattak para guarecerse en la gruta de Visnú. Rajaes venerables, sobre cuya cabeza han lucido más de cuarenta mil soles, aseguran que en su juventud el brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y la frente inclinada. El pueblo lo mira con temor y respeto cuando por casualidad baja a la llanura. Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los cóndores le traen su alimento y que el genio de aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él mismo no es otra cosa que el Espíritu bajo la forma de un brahmín.
X
¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se ignora; pero los que se sienten con el valor necesario para llegar hasta la gruta en que habita, suben a ella para pedirle un remedio contra los males desesperados, una revelación para conocer el término de las empresas arriesgadas, una penitencia suficiente a lavar un crimen que ni la sangre borraría. Uno de estos es Pulo, porque a la gruta del torrente se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que los aduladores brahmines de Kattak le impusieron no bastaban a desterrar sus remordimientos, sube a consultar al solitario del Jabwi, solo, de incógnito, para que la pompa real no turbe el espíritu y selle los labios del profeta.
XI
Pulo llega, a través de las zarzas que rodean como un festón los bordes del torrente, hasta la entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de cobre suspendida de las ramas de una palmera, para que el viajero apague su sed. El caudillo toca por tres veces con el mango de su yatagán, y el cobre restalla, produciendo un sonido metálico y misterioso, que se pierde vibrando con el rumor de las olas. Un momento transcurre, y el solitario aparece.
—Elegido del Gran Espíritu —exclama al verlo el caudillo, inclinando la frente—, que el enojo de Siva no se amontone sobre tu cabeza como las brumas en las cimas de los montes.
—Hijo de mortales —replica el anciano sin responder a la salutación—, ¿qué me quieres?
XII
—Consultarte.
—Habla.
—Yo he cometido un crimen. Un crimen horroroso, cuyo recuerdo abruma mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté a los adivinos de Brahma. Las penitencias que me impusieron han sido inútiles. El remordimiento vive aún en mi corazón. El fantasma de la víctima me sigue a todas partes. Se ha hecho la sombra de mi cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú, a quien todos los dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en los astros y en las arenas que arrastran los ríos, dime: ¿Cuándo quedará lavada mi alma de este crimen?
—Cuando la sangre que mancha tus manos, que en balde me ocultas, haya desaparecido —exclama el terrible brahmín, lanzando una mirada de indignación al príncipe, que permanece aterrado ante aquella prueba de la sabiduría del solitario.
XIII
—¿Me conoces? —prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su estupor.
—No te conozco, pero sé quién eres.
—¿Quién soy?
—El matador de Tippot-Delhi.
El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como herido de un rayo, y el brahmín prosigue de este modo:
—En la pasada noche, cuando el sueño había descendido sobre los párpados de los mortales, yo velaba. Un sordo rumor se elevó por grados del fondo del agua sagrada, rumor confuso como el hervidero de cien legiones de abejas. Una manga de aire frío y silencioso vino de la parte de Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de sus húmedas alas mi frente. A su contacto, mis nervios saltaron y se heló el tuétano de mis huesos; aquel soplo era el aliento de Visnú. Poco después sentí su diestra, tan pesada como un mundo, descansar sobre mi hombro, en tanto que me contaba al oído tu historia.
XIV
—Ahora bien: pues conoces mi delito, dime la manera de expiarlo y hacer que desaparezcan de mis manos estas terribles manchas.
El brahmín permanece en silencio, y el príncipe prosigue:
—¡Qué! Mi sangre toda ¿no podrá borrar esta sangre?
—Lo ignoro; es muy corta tu vida para expiar ese delito, y Siva está airado porque has hecho uso de tus facultades para la destrucción, obra que a él solo está encomendada.
—Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Visnú. Él me protegerá contra su hermano. Penetremos en la gruta sagrada.
—¿Has ayunado las tres lunas?
—Sí.
—¿Has huido del lecho nupcial por siete noches?
—Sí.
—¿Has dejado de cazar durante nueve días?
—También.
—Entonces, sígueme.
Algunos momentos después de este corto diálogo, sus interlocutores se hallaban en el fondo de la misteriosa gruta.
XV
Lo que pasó en aquel recinto se ignora. La tradición guarda una idea confusa, y el príncipe, por quien esto se supo, habla vagamente de sierpes monstruosas y aladas que se precipitaron en las ondas del torrente, para aparecer de nuevo en forma de animales desconocidos y fantásticos; de conjuros tan temibles, que a veces se cubría de manchas, el sol y los montes se estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que la sangre se helaba al escucharlos.
XVI
Las palabras del dios se guardan, y son éstas: «Asesino marcado por Siva con un sello de eterna infamia, sólo existe una penitencia con que puedes expiar tu crimen: sube por las orillas del Ganges, a través de los pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta encontrar sus fuentes. El remoto país del Tibet, a quien defiende como un gigante muro la cordillera del Himalaya, es el término de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en el más escondido de sus manantiales y a la hora en que el valiente Tippot cayó a tus plantas. Si en el decurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa Siannah, que deberá acompañarte, la sangre desaparecerá de tus manos.»
¿Quién es ese peregrino que se apoya en su grosero cayado de abedul y que en la sola compañía de una mujer hermosa, pero humildemente ataviada, sale por una de las puertas de Kattak al mismo tiempo que la luna se desvanece ante los rayos del astro del día? Él, él: Pulo-Delhi, magnífico rey de Osira, señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos.
CANTO TERCERO
I