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Adéntrate en un universo poético donde la sensibilidad y el amor se entrelazan en las delicadas letras de Gustavo Adolfo Bécquer. "Libro de los Gorriones" es una joya literaria que te transportará a un mundo de emociones y reflexiones que perduran a lo largo del tiempo.
La obra nos invita a explorar la belleza de lo sencillo, a través de la metáfora de los gorriones, esos pequeños seres que habitan los rincones de nuestras vidas. Bécquer, con su poesía delicada y profunda, nos muestra que incluso en lo cotidiano y aparentemente insignificante, reside la verdadera esencia de la vida.
En la quietud de la lectura, sentirás la melodía de cada verso resonar en tu corazón. Esta obra no solo es una colección de poemas; es un viaje íntimo hacia las emociones humanas, hacia la naturaleza efímera y hermosa del amor y hacia la eterna búsqueda del significado de nuestra existencia.
"Libro de los Gorriones" es una experiencia poética que te hará sonreír, suspirar y reflexionar sobre la poesía que anida en cada uno de nosotros. Prepárate para ser cautivado por la magia de las palabras y por la conexión profunda que Bécquer establece con tu alma. ¡Una obra que perdura y que te invita a descubrir la belleza en lo más simple y puro!
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Veröffentlichungsjahr: 2018
LA MUJER DE PIEDRA
Fragmento
Yo tengo una particular predilección hacia todo lo que no puede vulgarizar el contacto o el juicio de la multitud indiferente. Si pintara paisajes los pintaría sin figuras. Me gustan más las ideas peregrinas que resbalan sin dejar huella por las inteligencias de los hombres positivistas como una gota de agua sobre un tablero de mármol. En las ciudades que visito busco las calles estrechas y solitarias; en los edificios que recorro, los rincones oscuros y los ángulos de los patios interiores donde crece la yerba y la humedad enriquece con sus manchas de color verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres que me causan impresión, algo de misterioso que creo traslucir confusamente en el fondo de sus pupilas, como el resplandor incierto de una lámpara que arde ignorada en el santuario de su corazón sin que nadie sospeche su existencia; hasta en las flores de un mismo arbusto creo encontrar algo de más pudoroso y excitante en la que se esconde entre las hojas y allí oculta llena de perfume el aire sin que la profanen las miradas. Encuentro en todo ello algo de la virginidad de los sentimientos y de las cosas.
Esta pronunciada afición degenera a veces en extravagancia y solo teniéndola en cuenta podrá comprenderse la historia que voy a referir.
I
Vagando al acaso por el laberinto de calles estrechas y tortuosas de cierta antigua población castellana, acerté a pasar cerca de un templo en cuya fachada el arte ojival y el bizantino amalgamados por la mano de dos centurias habían escrito una de las páginas más originales de la arquitectura española. Una ojiva gallarda y coronada de hojas de cardo desenvueltas contenía la redonda clave del arco de la iglesia en la que el tosco picapedrero del siglo XII dejó esculpidas en interminables hileras de figuras enanas y características de aquel siglo las más extrañas fantasías de su cerebro rico en leyendas y piadosas tradiciones. Por todo el frente de la fachada se veían interpolados con un desorden del cual, no obstante, resultaba cierta inexplicable armonía fragmentos de arcadas románicas en lienzos de muro cuyos entrepaños dibujaban las descarnadas líneas de los pilares acodillados con sus basas angulosas y sus chapiteles de espárrago propios del genero gótico; trozos de molduras compuestas de adornos circulares y combinados geométricamente se interrumpían a veces para dejar espacio a la ornamentación afiligranada y ondeante de una ventana de arco apuntado enriquecido de figurinas más airosas y altas y adornada de vidrios de colores. Adonde quiera que se fijaban los ojos podían observarse detalles delicados de los dos géneros a que pertenecía el edificio y muestras de la feliz alianza con que la generación posterior supo, imprimiéndole su sello especial, conservar algo de la fisonomía y el espíritu severo y sencillo en su tosquedad del primitivo monumento.
Siguiendo una invariable costumbre mía, después de haber contemplado atentamente la fachada del templo, de haber abarcado el conjunto del pórtico, con la cuadrada torre bizantina y las puntas de las agudas flechas ojivales que coronaban, flanqueándola, la cúpula de la nave central, comencé a dar vueltas alrededor de su recinto, inspeccionando sus muros, que ora se presentaban en lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían tras algunas miserables casuquillas adosadas a los sillares, para asomar mas a lo lejos sus dentelladas crestas por cima de los humildes tejados. A poco de comenzada esta minuciosa inspección de la parte exterior del templo y habiendo cruzado por debajo de un pasadizo cubierto que a manera de puente unía la iglesia a un antiguo edificio contiguo a ella, me encontré en una pequeña plaza de forma irregular cuyo perímetro dibujaban por un lado la antiquísima portada de un palacio en ruinas y por otro las altas y descarnadas tapias del jardín de un convento; ocupando el resto y cerrando el mal trazado semicírculo de aquella placeta sin salida parte de la vetusta muralla romana de la población y el ábside del templo que acababa de admirar, ábside maravilloso de color y de formas y en el cual, satisfecho sin duda el maestro que lo trazó al verle tan gallardo y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle los mas hábiles artífices de aquella época en que era vulgar labrar la piedra con la exquisita ligereza con que se teje un encaje.
Por grande que sea la impresión que me causa un objeto expuesto de continuo a la mirada del vulgo, parece como que la debilita la idea de que aquella impresión tengo que compartirla con muchos otros. Por el contrario cuando descubro un detalle o un accidente que creo ha pasado hasta entonces desapercibido, encuentro cierta egoísta voluptuosidad en contemplarlo a solas, en creer que sólo para mí existe guardando para que yo lo aspire y goce un delicado perfume de virginidad y misterio. Al encontrar en el ángulo de aquella pequeña plaza, cuyo piso cubierto de menuda yerba indicaba bien a las claras su soledad continua, el cubo de piedra flanqueado de arbotantes terminados en agudos pináculos de granito que constituía el ábside o parte posterior del magnífico templo, experimenté una sensación profunda semejante a la del avaro que removiendo la tierra encuentra inopinadamente un tesoro. Y en efecto, para mi sentimiento por el arte, aquel armonioso conjunto de líneas elegantes y airosas, aquella proporción de ojivas rasgadas y llenas de delicadas tracerías por entre cuyos huecos se dibujaban confusamente los vidrios de color enriquecidos de imágenes, hojas revueltas y blasones heráldicos junto con las grandes masas de sombra luz que ofrecían los pilares al presentarse iluminados de una claridad dorada mientras bañaban los muros con sus anchos batientes azulados y ligeros, constituían una verdadera maravilla.
Largo rato estuve contemplando obra tan magnifica, recorriendo con los ojos todos sus delicados accidentes y deteniéndome a desentrañar el sentido simbólico de las figurillas monstruosas y los animales fantásticos que se ocultaban o aparecían alternativamente entre los calados festones de las molduras. Una por una admiré las extrañas creaciones con que el artífice había coronado el muro para dar salida a las aguas por las fauces de un grifo, de una sierpe, de un león alado o de un demonio horrible con cabeza de murciélago y garra de águila; una por una estudie así mismo las severas y magníficas cabezas de las imágenes de tamaño natural que envueltas en grandes paños simétricamente plegados custodiaban inmóviles el santuario, como centinelas de granito, desde lo alto de las caladas repisas que formaban al unirse y retorcerse entre sí las hojas y los nervios de los pilares exteriores. Todas ellas pertenecían a la mejor época del arte ojival ofreciendo en sus contornos generales, en la expresión de sus rostros y en la propia y acentuada pleguería de sus ropas, el modelo perfecto del misterioso canon establecido por los ignorados escultores que siguiendo una tradición que arranca de las logias germanas poblaron de un mundo de piedra las catedrales de toda la Europa. Heraldos con blasonadas casullas, ángeles con triples alas, evangelistas, patriarcas y apóstoles llamaban hacia sí por sus imponentes o graciosas formas, por sus cualidades de ejecución o de gallardía, la atención y el estudio del que los contemplaba; pero entre todas estas figuras una fue la que logró impresionarme con una impresión semejante a la que al descubrirlo me produjo el ábside de la iglesia: una figura que parecía reconcentrar todo el interés de aquella máquina maravillosa, para la cual parecía levantada la mejor y más hermosa parte del monumento como pedestal de una estatua o marco de un cuadro, de la cual podía decirse era la pudorosa flor que escondida entre las hojas perfumaba de misterio y poesía aquella selva petrificada y apocalíptica en cuyo seno y por entre las guirnaldas de acanto, los tréboles y los cardos puntiagudos pululaban millares de criaturas deformes, reptiles, sierpes, trasgos y dragones con alas membranosas e inmensas.
Yo guardo aun vivo el recuerdo de la imagen de piedra, del rincón solitario, del color y de las formas que armoniosamen- te combinados formaban un conjunto inexplicable; pero no creo posible dar con la palabra una idea de ella ni mucho menos reducir a términos comprensibles la impresión que me produjo.
Sobre una repisa volada, compuesta de un blasón entrelazado de hojas y sostenido por la deforme cabeza de un demonio que parecía gemir con espantosas contorsiones bajo el peso del sillar, se levantaba una figura de mujer esbelta y airosa. El dosel de granito, que cobijaba su cabeza, trasunto en miniatura de una de esas torres agudas y en forma de linterna que sobresalen majestuosas sobre la mole de las catedrales, bañaba en sombra su frente. Una toca plegada recogía sus cabellos de los cuales se escapaban dos trenzas que bajaban ondulando desde el hombro hasta la cintura después de encerrar como en un marco el perfecto óvalo de su cara. En sus ojos modestamente entornados parecía arder una luz que se trasparentaba al través del granito; su ligera sonrisa animaba todas las facciones del rostro de un encanto suave que penetraba hasta el fondo del alma del que la veía, agitando allí sentimientos dormidos, mezcla confusa de impulsos de éxtasis y de sombras de deseos indefinibles.
El sol que doraba las agudas flechas de los arbotantes, que arrojaba sobre el templo el dentellado batiente de las almenas del muro y perfilaba de luz el ennegrecido y roto blasón de la casa solariega que cerraba uno de los costados de la plaza, comenzó poco a poco a ocultarse detraes de una masa de edificios cercanos. Las sombras tendidas antes por el suelo y que insensiblemente se habían ido alargando hasta llegar al pie del ábside por cuyo lienzo subían como una marea creciente, acabaron por envolverle en una tinta azulada y ligera. La silueta oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el claro cielo del crepúsculo que se desarrollaba a su espalda limpio y transparente como esos fondos luminosos que dejan ver por un hueco las tablas de los antiguos pintores alemanes. Los detalles de la arquitectura comenzaban a confundirse, los ángulos perdían algo de la dureza de sus cortes a bisel, las figuras de los pilares se d [...]