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El verano está en camino en la elegante ciudad universitaria de Lund, en el sur de Suecia, y las vacaciones están a la vuelta de la esquina para los muchos estudiantes de la ciudad. Sin embargo, una sombra oscura mancha los resplandecientes días de principios de verano: en el parque Stadsparken se encuentra a una niña que ha recibido una brutal paliza. No muy lejos de allí, un chico también aparece con evidentes signos de violencia. Ambas víctimas tienen algo en común: alguien les ha colocado en la mano la misma flor, una lila blanca. La inspectora de policía Sara Vallén será la encargada del caso, pero pronto se verá apartada al comprobarse que su hijo es el principal sospechoso. Si quiere exculpar a su hijo, Sara deberá poner en marcha su propia investigación privada. Lila Blanca es el primer libro de la serie sobre la investigadora Sara Vallén y sus compañeros del cuerpo de policía de Lund.
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Seitenzahl: 388
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Cecilia Sahlström
Translated by Olga Vizán Gagamro
Saga
Lila blanca
Translated by Olga Vizán Gagamro
Original title: Vit Syren
Original language: Swedish
Copyright © 2017, 2022 Cecilia Sahlström and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728223345
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Subía por el dique de Stadsparken, a lo largo de la avenida de Gyllenkrok, de camino a la lechería. El modo de andar era ligeramente desgarbado, el habitual de un chico adolescente que todavía no ha alcanzado la madurez. Entre la veteranía y la niñez estaban la juventud, cierta determinación, pero a la vez la incertidumbre. Él, que no sabía realmente dónde estaba la frontera entre el niño y el hombre, pero que aun así estaba totalmente convencido de su propia grandeza y de su gran personalidad.
Sus zapatos eran nuevos y de un blanco deslumbrante. Tarareaba una melodía, una muestra certera a caballo entre la armonía y la más absoluta felicidad.
El sol estaba al este, destellando, y la luz era de tonos rosados y rojizos en el horizonte, pero sobre su cabeza el cielo todavía era azul oscuro.
Se desvió del sendero hacia el interior del parque dando un pequeño brinco sobre un charco de agua. La vegetación clareaba y en los arbustos las hojas formaban una red densa y misteriosa. El niño, personificado en el modo de andar adolescente, caminaba sin prisas y con mucha confianza en la vida, adentrándose en el parque.
Por todos los lados había claros entre los árboles y los arbustos. «Ahí se puede sentar uno con su chica», pensó a la vez que se le escapaba un suspiro. El verano es estupendo. Las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina.
Su cabello no medía más de un milímetro de largo. Oscuro, casi negro, y áspero como el de una cabra. El sol naciente resplandecía en una línea oblicua blanca brillante sobre su cabeza. Una vez, hace mucho tiempo, se había caído de un árbol. Acarició, como tantas veces, la cicatriz con la mano, que era extraordinariamente suave y joven.
El chico se detuvo. En un suspiro, su tarareo se ahogó en el silencio. Algo blanco había centelleado a través del rabillo del ojo. Algo que parecía antinatural en la vegetación.
Giró la cabeza hacia la izquierda. Vio un pie, era un pie. Estaba completamente convencido y de repente sintió náuseas, pero se obligó a girar la cabeza una vez más en dirección a la pequeña gruta formada entre los arbustos de rododendros.
El chico titubeó por un momento, pero dio algunos pasos cautelosos hacia el claro y se agachó para ver mejor bajo el denso follaje.
Frente a él yacía una chica desnuda. Estaba en posición fetal, a excepción de la pierna izquierda, que estaba extendida.
Su pecho se elevaba y se hundía, lentamente.
La miró más de cerca mientras buscaba frenéticamente su teléfono móvil. Un líquido salía de su boca y teñía la piel a su alrededor casi de negro. «Sangre —pensó—, debe de ser sangre». Marcó el 112 con dedos temblorosos.
—Contesta, contesta. Respiraba con dificultad.
—112, Central de Policía, habla Stefan.
El chico escuchó la amable voz masculina, tranquila y un poco apagada. Inhaló profundamente en busca de aire.
—Hay una chica desnuda tirada todo lo larga que es en Stadsparken. Justo al lado de la lechería.
—De acuerdo. ¿Puedes describirlo con más precisión? —La voz estaba todavía notablemente tranquila.
—Justo entre el dique y el sendero de la lechería. Tenéis que daros prisa. Respira lentamente y con dificultad. Y le sale sangre de la boca, mucha sangre.
Johannes miraba el reloj cada dos segundos. La chica seguía respirando despacio. Ningún movimiento que él pudiera detectar. No se atrevía ni a tocarla.
De repente, Johannes vislumbró una sombra de reojo.
Se agachó hacia adelante entrecerrando los ojos. Una figura oscura se perfilaba entre el denso follaje. Johannes se quedó petrificado.
Corría. Su cuerpo se sentía ligero y los pensamientos eran claros y lúcidos.
«Zigzag —pensó—, hay que confundirlos». Su cuerpo se movía ágilmente entre arbustos y pérgolas. Por los caminos señalizados y después sobre el césped, entre los árboles, a través de los arbustos y luego de nuevo por los senderos, corría como si el suelo que pisaba estuviera encendido en brasas.
Al llegar al parque acuático, dio la vuelta y corrió hacia Svanegatan, y siguió por ese camino, igual de ligero y silencioso. Después, giró a la izquierda hacia Grönegatan.
Su respiración resonaba dentro de su cabeza. ¿Se escucharía igual de fuerte desde fuera? «¿Qué había pensado ella? ¿Que iba a escaparse? ¿Que tendría alguna posibilidad?». Pensaba en ella y su corazón latía con fuerza, casi sentía como si se estuviera asfixiando. «Ella no era más que una simple prostituta —pensó—, la flor, la lila», una idea con la que estaba satisfecho. Olía tan bien que ocultaba el hedor del cadáver. Nadie entendería lo que había hecho por ella: salvarla de las garras del diablo.
Se detuvo en uno de los portales y subió un escalón del descansillo. «Despistados», pensó. Dio un gran salto a la derecha y fue a parar a medio camino entre la puerta que acababa de atravesar y la siguiente. Se deslizó a lo largo de la pared de la casa pegado a los marcos de las ventanas y fue avanzando de puntillas hasta la siguiente puerta. Allí se quitó los zapatos. Durante un momento se quedó pensativo, contuvo el aliento por un instante y se coló silenciosamente por la puerta. Hasta logró cerrarla sin hacer ruido. Ya lo había hecho antes. El patio estaba en silencio, los ojos negros de las ventanas lo miraban con recelo.
Golpeó suavemente una de las puertas de la propiedad.
—¿Cómo estás? Adelante.
Entró en el apartamento sin hacer ruido. Estaba totalmente ensangrentado. Se desnudó por completo y se metió en la ducha.
Cuando salió, estaba solo. Se puso un chándal que había encima de la cama.
Malva Gran, la comandante de patrulla esa noche, limpiaba frenéticamente el vómito en el asiento trasero del coche patrulla. Fyllot Råttan había vomitado porque Peter Matsson había conducido como un idiota. Peter estaba comiendo salchichas con puré de patatas como si nada hubiera pasado. Sonreía felizmente ante la rabia de Malva.
Al principio, Malva se había sentido atraída por él, era guapo y fuerte. Poco a poco fue cambiando de opinión. Peter era un búfalo presumido, con una tendencia bastante notable a la agresividad. El pobre que se topara con un Peter Matsson de mal humor, se podría llevar más de un golpe bajo.
Malva secaba el último aclarado del asiento cuando escuchó la radio.
—Tres, nueve, diez, de siete, cero.
Matsson respondió con desgana.
—Tres, nueve, diez; estacionamiento, adelante.
—De inmediato a la entrada de Stadsparken desde la lechería. Allí se encuentra un chaval que se llama... —El operador guardó silencio, pero continuó poco después—. Johannes. En marcha, tres, nueve, diez; adelante.
Sin pensarlo, Malva reaccionó de inmediato ante la seriedad del operador. Peter Matsson abandonó la bandeja de salchichas en el lugar donde estaba. Saltaron dentro del coche. Malva tiró los trapos apestados de vómito.
Las sirenas y las luces azules estaban encendidas y Malva inmediatamente sintió cómo se le aceleraba el pulso. Miró a Matsson, que mostraba los mismos signos de adrenalina. Cuando había que actuar, él era rápido; ella no podía negarlo a pesar de su antipatía.
Malva llamó al centro de operaciones y anunció que habían llegado. Con un movimiento rápido, cogió su móvil, que estaba en la guantera. Luego, salió apresuradamente.
«El camino entre la lechería y el dique», pensó, pero allí no había nadie. No se oía nada. La luz todavía no se había hecho patente entre los árboles del parque, el sol estaba aún demasiado bajo. No había ninguna persona por allí.
—¡Hola! —gritó Malva—. ¡¿Hola?!, ¿hay alguien ahí?
Peter estaba justo detrás de ella.
—¿Qué demonios es esto? —Peter parecía casi decepcionado.
—No tengo ni idea. —Malva de repente hizo callar a Peter—. ¿Has oído? —Sonaba como si alguien estuviera gimiendo.
—Vamos por allí —señaló ella apuntando hacia uno de los caminos. En el suelo, un poco más adelante de ellos, había una persona estirada. Malva se apresuró. Era un chico.
Las sirenas de la ambulancia sonaban inconfundibles. La luz azul del coche de Policía parpadeaba como guía.
—¡Está vivo! —exclamó Malva.
—Lo vi y me tiró al suelo —susurró el chico.
Señaló hacia un arbusto de rododendro.
—Ella está justamente ahí.
Peter Matsson y Malva Gran dieron algunos pasos rápidos hacia el hueco en el arbusto.
—¡Oh, Dios mío! —se le escapó a Malva—, ¡oh, Dios mío!
Peter se acuclilló sobre la cabeza de la niña.
—¡Maldita sea!, esto ya es demasiado.
Sintió su pulso lento y su respiración superficial, pero no sabía qué hacer.
Al mismo tiempo, el sonido de un clic se escuchó desde la cámara del móvil de Malva y los flashes iluminaron el hueco. La escena era grotesca. Malva Gran se puso a cubierto detrás de la cámara.
La dotación de la ambulancia llegó corriendo y enseguida se llevaron la niña, pero habían negado con la cabeza. «Parece que no hay nada que hacer», pensó Malva.
—De siete, cero, a todas las patrullas en Lund.
Stefan, en el centro de operaciones, contó hasta cinco el número de patrullas disponibles para trabajar.
—De siete, cero, a todas las patrullas en Lund. Cambiamos al canal 60. Todas al canal 60. Recibido, adelante.
«Probablemente ya sea demasiado tarde», pensó Malva Gran cuando hubo distribuido todas las patrullas. El parque estaba abierto por todos los lados y había muchas posibilidades de desaparecer rápido.
Johannes todavía estaba sentado en el suelo. En su mano sostenía una flor, una lila blanca. Su olor era intenso. Peter se puso de cuclillas junto a él.
—Era muy alto, parecía enorme, creo que tenía las manos grandes... Estaba muy oscuro. No lo tengo claro. Creo que medía… no lo sé. Era muy grande —dijo Johannes—. En cualquier caso, era más grande que yo —continuó.
Johannes realmente hacía un esfuerzo.
—¿De dónde sacaste la lila? —preguntó Peter.
—No lo sé, debió de dejarla él, el que me golpeó.
—¿Dónde te golpeó? —preguntó Matsson.
—En el estómago, hasta que perdí el aliento. Después no recuerdo más.
Malva fue al coche a buscar una manta cuando vio cómo Johannes tiritaba. «Es del shock», pensó ella.
—Siete, cero; de tres, nueve, diez, ¿me reciben?
—Aquí siete, cero; te recibo. —Es la voz de Stefan—. «Suena bien —pensó Malva—, suena tranquilo».
—Necesitamos que vengan aquí los peritos y el investigador de guardia, cambio.
—Está bien, tres, nueve, diez; enviamos un perro. El oficial de servicio te llamará enseguida.
La comisaria Sara Vallén había tenido un día de trabajo largo y duro. Últimamente, se había visto obligada a resolver todos los asuntos por sí sola, porque su mentor estaba de baja por enfermedad. Estaba muerta de cansancio.
Era su noche de guardia, pero rara vez la llamaban en mitad de la noche. Como consecuencia del cansancio, los pensamientos vagaban y las mandíbulas estaban doloridas de concentrar toda la tensión. Se tomó una pastilla para la alergia, que la adormecía un poco, y finalmente se quedó dormida cerca de las 2:00 h.
Estaba en una sala en la que había una puerta abierta. Detrás de la puerta aguardaba su padre con un hacha. Había una serpiente anillada. Ella estaba petrificada. De repente su padre dio un salto y golpeó a la serpiente una y otra vez con la culata del hacha. La serpiente se acercaba a ella, impasible ante los insistentes golpazos. De su lengua afilada colgaban dos cascabeles tintineantes mientras siseaba. Se apretó desesperada contra la pared mientras el sonido continuaba y se hacía cada vez más cortante. Se despertó con una sacudida.
—Vallén —respondió ella respirando con dificultad, asustada de su sueño.
—Hola —dijo una voz—, soy el oficial de servicio Kjell Stigsson.
—¿Sí?
Sara se sentó con la espalda recta en la cama, se sacudió ligeramente y enseguida se despertó.
—Tenemos una niña que ha sido objeto de una violencia extrema en Stadsparken, en Lund. Según tengo entendido, resultó gravemente herida, posiblemente de forma letal.
—¿En Stadsparken? No está lejos de aquí. Llamo a los peritos y en menos de una hora están en el lugar. Calculo que yo llego allí en diez minutos.
—De acuerdo, tenemos también un perro a punto de llegar —informó Stigsson—. El presunto criminal abandonó el lugar, según un transeúnte que pasaba y vio a la niña. Esperemos que se salve. ¡Ojalá tenga suerte!
Sara ya estaba de camino cambiada. Siempre colocaba la ropa en un orden determinado cuando estaba de guardia, un orden lógico para vestirse. Sujetador deportivo, sudadera y pantalón. Las zapatillas en el suelo debajo de la silla. En otros momentos, era una persona desordenada. En los armarios, toda la ropa estaba hecha un desastre. Pero eran como dos versiones de ella misma: Sara como policía y Sara en la vida privada.
Sara Vallén subió a su coche, un viejo y destartalado SAAB 900, y llamó al mismo tiempo a Jörgen Berg y Rita Anker.
—En dirección a Stadsparken, y un poco más rápido que de costumbre. Os informo mientras conduzco —dijo Sara en la conversación a tres con sus colegas.
Sara había tenido que constituir su propio equipo de delitos graves y, por razones lógicas, eligió a sus antiguos compañeros del Departamento de Investigación Criminal del condado. Todos estaban un poco perdidos en sus nuevas funciones. De un equipo que durante muchos años había trabajado en conjunto a dispersarse en diferentes departamentos policiales e incluso en departamentos policiales locales. Ya nada era como antes. Se generó inseguridad, pero, en una situación como esta, ella sabía exactamente qué hacer.
—No estoy a muchos metros —dijo Rita, que vivía en Grönegatan.
—Yo ya estoy vestido —afirmó Jörgen—. He visto que se tarda un cuarto de hora en total. Salgo de Dalby en tres minutos.
Sara contó lo poco que sabía.
—Nos vemos allí —añadió finalmente. Se despidieron al unísono y ella repitió el mismo procedimiento con sus compañeros Jonny Svensson y Torsten Venngren, ambos pertenecientes al área policial de Malmö. Tras eso, silencio.
Una preocupación repentina invadió a Sara. «¿Estaban las niñas en casa?». No lo había comprobado. Tragó saliva. «¿Y si fuera alguna de ellas?», se le pasó por la cabeza. Volvió a coger el teléfono y marcó el número de uno de los móviles de sus hijas. Respondió la voz de una niña soñolienta. Sara se tranquilizó cuando su hija le confirmó enfadada que tanto ella como su hermana gemela estaban en casa.
Sara pisó más el acelerador.
Detuvo el coche con un fuerte frenazo delante de las vallas y corrió hacia la luz azul intermitente que había en la lechería.
La comandante de patrulla se dirigió hacia ella, una guapa mujer joven de cabello oscuro recogido en una cola de caballo. A pesar de la situación acuciante, parecía tranquila.
Malva le tendió la mano.
—Malva Gran —se presentó.
—Sara Vallén, jefa de operaciones.
—Te mostraré la escena del crimen —dijo Malva—. Quizá también tengamos un sospechoso. Ha sido detenido para interrogarlo por decisión del fiscal de guardia. Un investigador le tomará la declaración primero. Luego el fiscal de guardia decidirá qué hacer.
—De acuerdo, ¿tenéis alguna identificación de la chica? —Sara trató de ocultar su preocupación por que la víctima pudiera ser alguien que sus hijas conocieran adoptando un tono profesional.
—No, todavía no. La ambulancia tuvo que llevársela de inmediato. Sangraba de una forma inimaginable… le habían cortado la lengua.
Sara Vallén hizo una mueca de disgusto.
—¿De qué clase de perturbado estamos hablando? —preguntó ella—. ¡Debe de haber resultado realmente desagradable!
—Sí, ha sido terrible —respondió Malva Gran—. No fue toda la lengua, pero una parte considerable sí.
—Vaya mundo en el que vivimos —declaró la comisaria con severidad.
A pesar de haber trabajado durante muchos años en delitos graves con lesiones, no pudo evitar sentir terror ante el rostro deformado por la desmesurada violencia.
—La lengua estaba a su lado.
—Entonces ¿esta es la escena del crimen?
—Eso parece, pero no puedo afirmarlo con certeza. Eso es lo que opinan los peritos —respondió Malva de forma aseverativa.
Sara asintió.
—La chica tenía una lila en la mano. También resultaba un tanto inquietante, como si fuera una señal de algo. Es difícil de interpretar, tanto lo de la lengua como lo de la lila...
—Sí, desde luego que lo es, pero probablemente oculte un mensaje —respondió Sara.
Acompañó a Malva hasta el cruce, un buen trozo más allá del arbusto de rododendros donde había sido encontrada la niña.
Por todas partes estaba acordonado y reinaba un tenso silencio. El único ruido que rompía el silencio era el chisporroteo ocasional de las radios.
—Sea como sea, el chico que la encontró también tenía una lila —dijo Malva, mirando hacia otro lado.
Sus ojos parpadeaban y parecía aterrorizada. Malva contuvo el aliento.
—Su nombre es Johannes Vallén.
Sara sintió que el suelo cedía bajo sus pies. Quería escapar de allí y desapareció. Se recompuso rápidamente, apretando los zapatos contra el suelo, como para buscar apoyo.
—Es imposible —dijo sin más, alejándose de Malva con brusquedad.
—Pero estamos trabajando como si no supiéramos nada —gritó Malva tras ella.
—Por supuesto —respondió Sara—. Es imposible que mi hijo haga tal cosa. ¿Lo entiendes?
Malva observó a la jefa de operaciones con respeto en su mirada. Admiraba la fuerza que mostraba Sara Vallén, pero no podía evitar pensar que podría ser la madre de un criminal violento. Apretó los puños y decidió que lo más importante era ser objetiva.
Virro olfateaba el arbusto de rododendro. Alrededor de su pecho lo abrazaba un arnés desde el que salía una larga correa hasta su dueño. El perro mantenía la cabeza muy por encima del suelo, lo que indicaba que las huellas estaban frescas. Husmeaba de un lado a otro, no parecía que hubiera un rastro claro. Fredrik, su dueño, murmuraba para sí mismo. Había caminado demasiada gente sobre las huellas. Desplazó al perro un poco más allá del arbusto, hasta un sitio por donde el agresor parecía haber corrido. Había marcas claras en la grava como de haber clavado los talones.
Virro olisqueó algo y se alejó. La cabeza del perro se había hundido ahora un poco más cerca del suelo.
No estaba claro cuánto tiempo hacía que el perpetrador había huido de allí, pero la nariz del perro mostraba claramente que todavía quedaban huellas. Fredrik lo siguió. El rastro se adentraba en el césped hacia Svanegatan. El perro, haciendo su trabajo, se detuvo por un momento y olfateó, luego continuó. El guía iba en silencio detrás de su perro.
Después el rastro se desvió de nuevo hacia la grava, en dirección al parque acuático. Nuevamente el perro se detuvo y siguió olfateando antes de proseguir. La pista parecía zigzaguear y el perro tenía que trabajar duro. Los diferentes materiales de las superficies hacían que a Virro le resultara aún más difícil encontrar el rastro, pero en este momento se dirigía hacia Svanegatan.
El equipo del guía canino, que llevaba ajustado a la cadera, traqueteaba, pero por lo demás solo se escuchaba el jadeo del perro. De repente, Virro se detuvo, olfateó de nuevo, dio la vuelta rápidamente y se apresuró por el sendero hacia Högevallsbadet. Después, el perro salió corriendo, con el hocico a una distancia considerable del suelo, por el parque acuático y hacia la derecha en dirección Svanegatan.
«Asfalto —pensó Fredrik—, no es ninguna ventaja. Porque el rastro se perderá dentro de poco». Sin embargo, Virro parecía haber retomado la pista, aunque ahora acercaba aún más su nariz a la carretera, y continuó ávidamente hacia adelante hasta topar con Grönegatan. A poca distancia de un portal, Virro se detuvo. Olfateó alrededor durante unos instantes, pero parecía confundido. Llegados a este punto, el rastro parecía ser demasiado débil y el perro no era capaz de encontrarlo de nuevo. Jadeaba y miraba fijamente a su dueño. Luego olisqueó la pared junto a otro portal, levantó la pata y orinó. Fredrik empujó la puerta, pero estaba cerrada. Una idea repentina que desapareció con la misma rapidez. Por desgracia, Virro había perdido la pista. Era una pena. El guía estaba acostumbrado a que esto sucediera y sabía que tanto él como su perro seguían dando lo mejor de sí mismos. Su trabajo era así: unas veces se gana y otras se pierde.
—Siete, tres, diez a tres, nueve, diez.
El guía canino llamó a la comandante de patrulla.
—Adelante —respondió ella.
—El perro ha perdido el rastro. Estamos en Grönegatan, no demasiado lejos.
—Recibido.
—Tiene diecisiete años y están a punto de llegar las vacaciones de verano, ¿te das cuenta de que no puedes ponerle un toque de queda? Además, no es ningún asesino, es un error, Göran. He solicitado la asistencia de un abogado defensor —dijo antes de que le colgara el teléfono.
—Mi exmarido —dijo disculpándose a Malva, que estaba de pie junto a ella.
Malva se giró hacia la jefa de operaciones, quien negaba con la cabeza. Toda su conducta indicaba que se había distanciado de los acontecimientos. Una vez más, Malva pensó en la fuerza de Sara Vallén.
—Está claro que el verdadero autor pudo desaparecer en pocos minutos —aseguró Sara.
Hablaba deprisa y con un marcado acento de Estocolmo, poniendo en evidencia su tic, sus párpados se quedaban a medio camino en el parpadeo. Sabía que parecía arrogante, pero sucedía automáticamente cuando tenía dificultad para encajar ciertas cosas y algunos acontecimientos.
Johannes se atravesaba entre sus pensamientos racionales y emocionales. Dos voces, una argumentaba enfáticamente que era imposible que el amable y alegre Johannes pudiera hacer algo tan terrible. La otra enviaba incertidumbre directamente a su corazón, aunque supiera que él no tenía nada que ver con el crimen. Estaba simplemente fuera de discusión.
Sara echó un vistazo hacia el parque y, para su alegría, vio que Rita Anker venía corriendo junto a Jörgen Berg. Poco después, escuchó un coche detenerse más allá del coche pintado de Policía y salieron Jonny Svensson y Torsten Venngren.
Sara les explicó lo que había sucedido. Al principio dudó, pero luego también les dijo que su hijo, posiblemente, era sospechoso del crimen. Sus compañeros de trabajo la miraron incrédulos.
—Pero entonces no deberías ser la jefa de operaciones —sugirió Jonny Svensson.
—No tenemos a nadie más por ahora, pero se solucionará, porque Johannes no lo ha hecho. Punto final. —Sara los miró de forma arisca. Discutir esto ahora estaba fuera de lugar. Todos se dieron cuenta de ello.
Jonny agachó la cabeza con malhumor, pero cedió. Encendió un cigarrillo y se dijo a sí mismo que de todas maneras no tenía sentido discutir. Era una de las cosas que había aprendido con el desgaste constante de los años.
Saltaron juntos por encima de la cinta policial y caminaron con cuidado por los lados hasta la escena del crimen. Malva los acompañaba. Sara se volvió hacia ella.
—Asegúrate de mantener las balizas y también envía a alguien a Grönegatan —dijo sorprendiéndose a sí misma de que le saliera la voz.
Hizo un gesto disuasorio hacia Malva, que acababa de apretar el botón de enviar del mensaje sobre Grönegatan.
—Por lo demás, me arreglo con mi propia gente.
Señaló a Rita y Jörgen. Rita se puso nerviosa. Quiso irse de inmediato. Jörgen se adaptó como de costumbre y los dos desaparecieron rápidamente del lugar.
Luego asintió hacia Jonny y Torsten.
—Vosotros dos tomáis las vías de Svanegatan y Gyllenkrok.
Cuando se habían marchado, los dos peritos se acercaron a Sara. Ella señaló hacia la escena del crimen.
—Qué bien que estéis aquí. Por desgracia, ha pasado mucha gente por ahí dentro. Pero sé que hay huellas claras que se diferencian de las demás. Están ligeramente extendidas en la parte delantera, como si el agresor hubiera corrido.
Los peritos asintieron, no del todo ajenos a la situación.
—También podemos estar seguros de que hay huellas de zapatos tanto de la policía como de la dotación de la ambulancia, puesto que es imposible evitarlo —continuó.
—¿Existe alguna información más que sea relevante? —preguntó el jefe técnico Ove Ovesson.
—Sí, que el perro perdió el rastro en una puerta en Grönegatan.
—Esa zona debe ser acordonada de inmediato —dijo el compañero Bengt Karlsson—. Puede haber huellas de interés para la investigación.
Los peritos entraron en el área con cuidado. Karlsson instaló una cámara en un trípode y comenzó a fotografiar el lugar desde todos los ángulos.
Sus monos blancos parecían nubes entre todo lo verde.
En la cabeza de Sara, los pensamientos daban vueltas y vueltas. Lo de Johannes simplemente era demencial. Se sobresaltó cuando Ove Ovesson, la Sombra, se acercó de forma sigilosa por detrás de ella. Realmente su apodo estaba justificado.
—Hemos encontrado bastantes pruebas —dijo—. Es cierto que la escena del crimen está al aire libre y mucha gente ha estado antes aquí, como sabes. Además, es probable que tengamos que tomar huellas de los zapatos de la dotación de la ambulancia y de la Policía, exactamente como indicaste.
Sara asintió.
—De esto primero nos encargamos nosotros mismos —dijo ella en voz baja y firme.
El fuerte de ella estaba en que siempre sabía con exactitud cómo proceder, tanto en el trabajo técnico como en el práctico. Aunque era más fácil mantener el equilibrio a través de los aspectos más prácticos.
—El médico forense le hará un reconocimiento a la chica, por supuesto.
Sara captó la atención de Malva Gran.
—¿Hemos recibido alguna información de tu personal en la zona acordonada o de los que están haciendo la ronda puerta a puerta?
—Sí —dijo Malva—, pero hasta ahora no hay ninguna novedad. Por cierto, tanto mi compañero como yo ya hemos inspeccionado entre los arbustos.
—Vale, asegúrate también de tomar las huellas de los zapatos de él —dijo Ovesson—. Ya veo que tus pies son demasiado pequeños. Solo para que no generemos trabajo innecesario. ¿Tu compañero fuma?
Era de conocimiento público que Ovesson detestaba a los fumadores. Y aborrecía aún más a los agentes fumadores. Solían generar problemas. Colillas en todas partes y, lo peor de todo, en las escenas del crimen.
—No, no es fumador.
—De acuerdo, entonces no hace falta que os tomen muestra de ADN, dejad solamente las huellas de los zapatos.
Sara se giró hacia el asistente de la comandante de patrulla.
Sin decir nada, miró hacia abajo constatando la grandeza de sus pies.
—Asegúrate de dejar la huella tu zapato —dijo señalando hacia uno de los peritos.
La orden llegó más como un latigazo que como una petición amistosa. Peter Matsson asintió y no protestó como de costumbre, a pesar de que tenía la vaga sensación de que acababa de quedar mal frente a la comandante de patrulla.
Se sacudió ligeramente y se fue a firmar el protocolo de actuación que acababa de redactar. Había escrito una gran cantidad de informes de este tipo durante sus años como policía. Punto por punto, se podían seguir luego las decisiones tomadas y las tareas llevadas a cabo. Sabía que era importante hacerlo todo bien desde el principio, era difícil reconstruirlo con posterioridad. Además, el documento sería incluido en la investigación preliminar y podía ser que fuera examinado a fondo. Por eso, también restó importancia a la decisión de que sus zapatos fueran incluidos en la investigación preliminar. Una sonrisa torcida se escapó de sus labios.
El guía canino acababa de regresar.
—¿De qué te ríes? —le dijo a Peter.
—Ah, de nada en especial… Solo de la jefa de operaciones, que es una mujer muy intensa.
—¡¿Sí?! Pues he oído que es muy buena y tremendamente competente —apuntó el guía canino, comedido.
La boca de Matsson se convirtió en una línea y el guía canino se sintió satisfecho. Matsson era un cretino. Todos los que trabajaban con él lo sabían. El guía no era una excepción a esa regla. Se dio la vuelta y se dirigió hacia Malva Gran.
Sara se giró hacia Ove Ovesson, consciente de que había muchas preguntas que necesitaban respuesta y de que no las obtendría todas ahora. Aun así, no pudo evitar preguntar.
—¿Había algún indicio de pelea?
—Bueno, en principio, no. Aunque sí cierto movimiento en la zona, como es obvio. Tengo la sensación de que fue derribada bastante rápido. No estoy seguro, pero eso parece. Ya veremos si la chica tiene alguna herida defensiva. Por otra parte, no encontramos ni armas blancas ni de fuego en la zona.
—¡Qué bien! —dijo Sara sintiendo un pequeño destello de esperanza.
—¿Bien? —Ove Ovesson la miró inquisitivamente—. ¿Qué pasa?
—No se lo he mencionado a nadie más que a las personas que investigan el caso, pero el chico que la encontró es mi hijo. Ha sido detenido para ser interrogado como sospechoso, supongo. —Le temblaba un poco el labio.
—Pero ¿qué estás diciendo? —exclamó Ovesson.
—Sé que es imposible. Y por eso es bueno que no encontremos armas, porque se habrían reforzado las sospechas que existen en este momento. Antes de que hayamos obtenido el ADN, quiero decir.
—Sí, por ese lado puedes tener razón —dijo Ove pensativo, no del todo convencido de que el razonamiento fuera correcto. Sin embargo, lo dejó estar.
—¿Pero de verdad vas a quedarte aquí?
—Sí, el padre de Johannes está con él ahora. Me reuniré con ellos más tarde. Y me aseguraré de conseguir a otra persona como coordinadora de operaciones. Hasta entonces, lo soy yo.
—¿Debo realmente encargarme yo del interrogatorio de Johannes, dado que somos compañeros cercanos? —le preguntó Torsten Venngren cuando regresó de Svanegatan. Jonny Svensson había recibido ayuda de otro compañero.
—Sí, ya no estamos en el mismo lugar de trabajo —dijo Sara Vallén. Y, de momento, soy la jefa de operaciones —agregó.
Sabía que parecía más determinada y menos afectada de lo que se sentía. Se tambaleaba emocionalmente de aquí para allá, su corazón latía más fuerte de lo habitual y le dolía el estómago a causa del miedo. Aun así, podía pensar racionalmente. La psicóloga le había dicho, una vez hace mucho tiempo, que su mejor defensa era la racionalidad. Ese día le estaba agradecida a su estrella de la suerte precisamente por eso. Torsten era el único en quien confiaba plenamente. Tenía la capacidad de hacer que las personas contaran todo y más, sin resultar ofensivo o irrespetuoso ni una sola vez. Eso era lo que lo convertía en el mejor interrogador que jamás había conocido.
—De acuerdo, te llamo en cuanto sepa algo más. Verás que todo se arregla —dijo sonriendo con preocupación.
«Mi querido Torsten», pensó Sara, pero se limitó a asentir y volvió a lo suyo.
Los inspectores Jörgen Berg y Rita Anker llamaron a la puerta de Grönegatan. Sabían por experiencia que era importante ser rápidos en las actuaciones. Cintas blanquiazules colgaban frente a la puerta del edificio donde se había detenido el perro policía. Afuera, había también un policía uniformado. Ni Jörgen ni Rita entraron dentro. No podían acceder antes de que los peritos llegaran allí. De todos modos, nadie podía salir, porque no había puertas traseras, les dijo el policía uniformado.
Lo que no se determinara en unas pocas semanas corría el riesgo de quedarse sin resolver y archivarse como «caso sobreseído». Había muchos de estos casos en los archivos judiciales. Jörgen y Rita trabajaban infatigablemente, Rita más rápido que Jörgen, pero ambos sentían la presión y se daban prisa. Una tras otra las personas se abrieron paso a lo largo de la calle, la mayoría estaban recién levantadas y en bata, excepto una. Estaba completamente vestida, con pantalones deportivos y una camiseta de un material sedoso. «Salía a correr», dijo, porque empezaba temprano en el trabajo y aprovechaba la posibilidad de entrenar antes.
—Está claro que para correr esta es la hora perfecta —señaló. Rita estudió al hombre en la puerta de entrada con escepticismo. Tensaba los músculos de la parte superior de sus brazos y levantaba el pecho. No estaba segura de si era consciente o inconscientemente, pero le desagradaba de forma instintiva.
—¿No has visto pasar a nadie por aquí? —preguntó Rita—. Tienes ventanas que dan a la calle.
—¡Oh, no, no, no!, es demasiado temprano —respondió el hombre—. ¿Ha pasado algo?
La pregunta estaba justificada, pero el impulso de Rita fue de no contestarla. Jörgen Berg, sin embargo, miraba abierta e interesadamente al hombre de la puerta, porque no le parecía sospechoso. Rita trató de llamar la atención de Berg, pero tenía un semblante que revelaba que estaba más impresionado por la exhibición de músculos del hombre que por Rita.
—Una chica que ha sido herida y el presunto agresor da la impresión de haberse subido a Grönegatan —dijo.
Rita pellizcó a Jörgen en el costado. Rápidamente se dio la vuelta con una mirada de enfado y se soltó del agarre de Rita.
—¡Qué terrible! —respondió el hombre, y Rita lo examinó a fondo. Sus ojos de policía se clavaron en el molesto hombre complaciente. Nada en su rostro coincidía con lo que decía. Por un instante, vio una sonrisa que desapareció de forma fugaz. ¿O estaba equivocada? Lo miró de nuevo, pero lo que pensó que era una sonrisa dejo de serlo. Las campanas de alarma sonaban en su cabeza, aunque vagamente.
Jörgen Berg asintió con tristeza y luego le dio la mano al hombre.
—Gracias por tu tiempo —añadió.
Rita solamente asintió. Después, la puerta se cerró y salieron a través del portal.
—Parecía inofensivo —afirmó Jörgen.
—Su cara me suena —señaló Rita, pensativa.
Pensó en ello por un momento.
—Pero quizá no sea tan extraño, vivimos en la misma calle. La verdad es que no me parece tan inofensivo. Tuve la sensación de que no actuaba con naturalidad. Por eso te pellizqué en el costado, para que no dijeras nada. Pero no, tú no te das cuenta de nada y balbuceas como si fuera la persona más confiable del mundo. ¿No has aprendido nada después de quince años como investigador?
—No pensé en eso. No hace falta que estés tan enfadada.
Jörgen Berg se encogió de hombros y se preguntó si quizá lo que pasaba era que nunca entendería realmente a las mujeres. Aunque, en realidad, había más diferencias entre él y algunos compañeros masculinos que entre él y Rita.
—¿Cómo era? —preguntó Sara cuándo la informaron por teléfono.
—Era inquieto —respondió Rita— y musculoso. Dijo que era un trabajador de la construcción, que empezaba temprano en la obra. Por eso salía a correr ahora. Si me preguntas, había algo peculiar en él, raro y poco natural.
—¿Puedes afinar un poco más?
—En sentido estricto, no… Quizás había algo raro en sus ojos. En cualquier caso, no había visto ni oído nada.
—Está bien —respondió Sara.
—¿Cómo te sientes? —Rita estaba preocupada por Sara más que por Johannes. Conocía a la familia Vallén y no tenía ninguna duda de la inocencia de Johannes.
—No estoy preocupada, sé que no es culpable —dijo Sara—. Pero no quiero hablar de eso ahora. Lo dejamos para más tarde.
—¿Qué pensó Jörgen de ese hombre?
—Jörgen no notó nada, así que a lo mejor son imaginaciones mías.
Hizo una pausa.
—Aquí viene corriendo en este momento, así que en cualquier caso no mentía —dijo Rita—, que veía al hombre acercarse dando largas zancadas por la avenida Gyllenkrok. Admitió, aunque de mala gana, que en realidad era un poco admirable que una persona saliera a correr tan temprano por la mañana.
—Conduciré hasta el hospital para tratar de identificar a la chica —le dijo Sara a Malva, que estaba hablando por la radio.
Sara observó a los peritos, podía dejarlos trabajar con toda tranquilidad. Junto a ellos había bolsas de papel con ropa, pequeños sobres de papel con hisopos, muestras de esperma y rastros de sangre. La lila estaba aparte. La lengua había sido trasladada al hospital. Los hombres uniformados con el EPI blanco caminaban en silencio, buscando con la mirada clavada en el suelo.
Malva asintió a las palabras de Sara mientras escuchaba atentamente la emisora de radio.
—Cuando los peritos hayan terminado, puedes levantar el acordonamiento de la escena del crimen —dijo Sara Vallén mientras caminaba hacia su coche.
Sin previo aviso, las lágrimas comenzaron a fluir tan pronto como cerró la puerta del coche. Apoyada contra el volante, se aferraba con fuerza y lloraba como una niña, desde el fondo de su corazón. Gritó de forma amortiguada para que nadie fuera la escuchara. Después de unos minutos se incorporó, apuntó el espejo retrovisor hacia su rostro y lo acarició con manos temblorosas. Su rostro estaba pálido y se dio unas palmaditas en las mejillas para recuperar algo de color. Ordenó su mente y puso en marcha el coche de nuevo.
—Se trata de un traumatismo muy grave, o de varios traumatismos, y, por consiguiente, hay muchos médicos involucrados —dijo la enfermera advirtiendo con seriedad a Sara Vallén.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Sara.
La enfermera suspiró afligida.
—Primero fueron el cirujano y los médicos, además del ginecólogo, quienes la examinaron e hicieron todo lo que pudieron para salvarle la vida, junto con los anestesiólogos. Cuando terminaron, vinieron el neurólogo, el ortopeda y el otorrinolaringólogo. Pero antes que nada había que estabilizar a la chica.
—¿Puedo verla? —preguntó la comisaria.
—Bueno, puedes acompañarme y podemos quedarnos afuera de la sala de urgencias y tal vez echar un vistazo.
Sara asintió.
—¿Ha sido identificada?
—No, todavía no —respondió la enfermera—. No hemos tenido tiempo para eso. Además, estaba desnuda y básicamente no teníamos nada que pudiera ayudarnos.
Sara Vallén siguió a la enfermera, que se movía rápida y fácilmente hacia la sala de urgencias. Por una pequeña ventana, Sara pudo ver cómo el personal médico, enfermeras y auxiliares de enfermería trabajaban alrededor de la chica. Detrás de la cabeza de la chica había una doctora que presionaba lentamente un balón que estaba unido a un tubo que salía de la garganta de la niña.
—¿Qué es eso? —preguntó Sara.
—Un reanimador —respondió la enfermera sonriendo amablemente al ver el gesto interrogante de Sara—. El balón de aire sirve para insuflar oxígeno en los pulmones de la chica.
—¿Qué hay que hacer luego? —Sara sintió que el malestar se instalaba en su cuerpo. Las divagaciones sobre Johannes y lo que le pasaba estaban como desvanecidas. En ese momento ella era solamente una oficial de Policía.
—Van a tener lugar varias cosas al mismo tiempo —respondió la enfermera con la misma amabilidad—. Ya le han hecho una radiografía de la cabeza. Los neurólogos están estudiando las imágenes en este momento. Tal vez haya que trepanar. Además, enseguida pasará al servicio neurointensivo. El ginecólogo ha examinado las lesiones en el área genital. Como ves, esto llevará tiempo. La chica tiene muchas lesiones.
Sara Vallén hizo un gesto de resignación y se apartó de la ventana.
—¿Está sufriendo?
—No, ahora no, está sedada. Duerme, a pesar de que estaba inconsciente cuando entró.
La enfermera dio una palmadita en el hombro a Sara.
—Incluso para la oficial de Policía o la enfermera más curtida, incidentes como este son difíciles de manejar —dijo ella.
Cuando Sara salió del hospital, sintió lo cansada que estaba. No podía ni con su alma. Al menos podría dormir una hora. «Algo es algo», pensó.
Johannes Vallén estaba sentado en una celda. Apoyaba los codos en las rodillas con la cabeza entre las manos. No entendía nada, absolutamente nada. ¿Qué estaba haciendo aquí? Habían dicho que lo interrogarían porque estaba en el lugar donde encontraron a la chica. Pero ¿por qué estaba sentado en una celda, que, además, apestaba a orina y vómito si era un testigo?
Tenía dolor en el estómago y en la nuca. La ansiedad se mecía de un lado a otro y de repente las náuseas se incrementaron y vomitó.
—¡Ayuda! —gritó—, ¡necesito ayuda!
Un guardia de turno vino corriendo y abrió la puerta.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Me duele mucho la cabeza —dijo Johannes. Su ágil cuerpo comenzó a temblar convulsivamente.
El guardia desapareció corriendo.
Después de un largo rato, la puerta de la celda se abrió de nuevo y entró un hombre con una bata blanca. Miró amablemente a Johannes, se volvió hacia el guardia y le dijo bruscamente que se asegurara de que alguien limpiara la celda para que fuera posible estar en ella.
—Puede que hayas oído hablar de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU —concluyó agriamente su orden al guardia.
El médico examinó a Johannes y ordenó al personal de arresto que se encargara de que llegara una ambulancia.
—El chico irá al hospital a hacerse una radiografía —fue lo único que dijo.
—Papá —dijo Johannes cuando Göran Vallén entró en la habitación—. No entiendo nada. No he hecho nada. Lo prometo.
—Por supuesto que no has hecho nada —lo calmó Göran tratando de no revelar su preocupación.
Torsten Venngren se levantó de una silla junto a la ventana.
—Torsten Venngren, nos hemos visto antes. Enseguida vendrá un abogado —dijo tendiéndole la mano a Göran.
—Pero yo no he hecho nada —dijo Johannes—. Nunca le haría daño a nadie. Odio pelear y nunca sería capaz de hacer algo así. Ni siquiera sé quién es la chica.
Johannes apenas podía respirar. Todavía tenía muchas náuseas y sentía que su cabeza iba a explotar.
Göran vio el miedo en los ojos de su hijo y lo cogió abrazándolo con fuerza.
—Todo va a ir bien —susurró al oído del chico al mismo tiempo que se encontraba con la mirada preocupada de Torsten Venngren.
El interrogatorio comenzó después de que a Johannes le hubieran tomado muestras en la boca, en el interior de sus mejillas. «Son muestras de ADN —había dicho Venngren—. Nada peligroso».
Johannes pudo hablar con libertad mientras Torsten escuchaba atentamente. Johannes contó todo lo que había hecho y dejado de hacer. La abogada estaba sentada en silencio y Göran Vallén tuvo pleno control para guardar silencio. Sin embargo, las preguntas de Torsten no se podían valorar. Estaban formuladas sin la presencia de emociones, como el interrogador experimentado que era.
Johannes había estado con su amigo Axel. Habían estado en su casa hasta cerca de las 2:00 h. Había escuela al día siguiente y Johannes decidió irse a casa. Tal vez un poco tarde, pero aun así se fue. Había ido por Grönegatan y después cruzado la avenida de Gyllenkrok y caminado sobre el dique a lo largo de Stadsparken. No vio a nadie en el camino ni oyó nada hasta que cruzó el parque cerca de la lechería y vio los pies descalzos fuera del arbusto. Realmente no podía explicar por qué tenía sangre en la ropa. Supuso que era porque se había inclinado sobre la chica.
—No sé quién es ella —dijo—. No vi nada más que a la chica y una sombra al otro lado del arbusto. Luego todo se volvió negro.
—¿Qué viste exactamente?
—Vi que sangraba por la boca y que respiraba con lentitud.
—¿Qué color de pelo tenía la niña?
—No sé, no lo recuerdo o no lo vi, o ambas cosas.
—¿Qué hiciste cuando la viste?
—Llamé al 112. Luego me abatieron. Lo prometo.
El interrogatorio terminó después de casi una hora. El chico necesitaba descansar.
Torsten salió de la habitación del hospital, cogió su teléfono y llamó al fiscal.
—¿Y...? —dijo demandante el fiscal de guardia cuando Torsten hubo contado la historia del chico.
—No creo que sea él. Tiene heridas tras haber sido abatido, conmoción cerebral y costillas rotas —dijo Venngren sabiendo con certeza que Johannes era inocente. Aunque no había resultado herido, el chico estaba demasiado débil y carecía de tendencias agresivas. Solo estaba asustado.
—Está bien —dijo el fiscal —. Pero debe permanecer bajo nuestra custodia hasta que hayamos recibido respuesta a las diferentes pruebas. Queda detenido a las 6:22 h del día de hoy.
El fiscal terminó la conversación dando más instrucciones a Venngren antes de que él suspirara profundamente y dijera que se iría a casa a dormir enseguida. Era una indicación de que no quería que lo molestaran con nada más.
Torsten Venngren estaba muy sorprendido, pero no protestó, sino que anotó la decisión en un mandamiento de detención. Se sentía incómodo, pero sabía que no había nada que discutir. Lo que el fiscal hubiera decidido era lo que él tenía que acatar. Venngren tenía experiencia y sabía que las decisiones de los fiscales de guardia rara vez eran cuestionables. Sobre todo en el caso de los crímenes más graves, donde los fiscales prefieren ir a lo seguro antes que arriesgarse.
Volvió con el chico y se sentó en la silla con un ruido sordo. Cansado y un poco resignado, y además con las molestias que permanecían en la boca del estómago.
Miró a la abogada, que era una mujer joven con el pelo corto y un peinado juvenil. Ella inmediatamente vio lo que venía y agarró el hombro del chico. Parecía que se estaba aferrando al chico en lugar de darle apoyo.
—El fiscal de guardia ha decidido detenerte, Johannes.
Venngren miró al chico. Tenía muchas ganas de infundirle seguridad, pero en realidad no lo consiguió.
El agarre de la abogada sobre el hombro del chico se hizo más firme. Al mismo tiempo, Göran Vallén apoyó la cabeza contra la mesa. El rostro de Johannes palideció.
—Pero yo no lo he hecho —susurró Johannes—. ¡Yo nunca podría hacer algo así! ¡Jamás! Pregúntale a mi madre. Pregúntale a mi padre.
Göran Vallén negó con la cabeza.
—Maldita sea, estáis locos —dijo—. Sois ridículos. Me niego a aceptar que Johannes esté detenido. Nunca jamás voy a permitir que termine en una celda.
Se volvió hacia Venngren, y luego hacia la abogada.
—Asegúrate de que salga tan rápido como sea posible —dijo entonces recomponiéndose. El pelo de Göran Vallén se puso de punta, sus ojos estaban desesperados y Venngren no estaba seguro de si el hombre iba a golpearlo. Los ojos de Vallén ardían de ira. Pero no dijo nada más. Se levantó de su silla tambaleándose, aunque se enderezó con rapidez. Johannes Vallén permaneció en su silla. Como si ya nada pudiera salvarlo.
