Lobo rojo. Potente y convincente, esta recreación feminista de Caperucita Roja es perfecta para los fans de Stephanie Garber. - Rachel Vincent - E-Book

Lobo rojo. Potente y convincente, esta recreación feminista de Caperucita Roja es perfecta para los fans de Stephanie Garber. E-Book

Rachel Vincent

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Beschreibung

Desde que Adele, de dieciséis años, puede recordar, el pueblo de Oakvale ha estado rodeado por un bosque oscuro, lleno de terribles monstruos. Un bosque en el que la luz no puede penetrar. A diferencia de sus vecinos, Adele no puede evitar adentrarse en él, porque pertenece a una larga estirpe de guardianas: mujeres que adoptan en secreto la forma de un lobo para proteger a su pueblo. Pero cuando aceptar su destino significa renunciar al chico que ama, abandonar el futuro que imaginaba y romper su propio código moral, debe decidir hasta dónde está dispuesta a llegar para mantener a salvo a los suyos. "Una oscura e intrigante adaptación de un cuento de hadas". Kirkus Reviews "Una refrescante adaptación de "Caperucita Roja"... Mezclando elementos de cuento de hadas con el terror atmosférico de las películas de M. Night Shyamalan, el rápido ritmo de Vincent construye una tensión palpable." Publishers Weekly

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Lobo rojo

Título original: Red Wolf

© 2021 Rachel Vincent

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traducción: María Teresa Solana/Grafia Editores s.a. de c.v.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Alice Wang

Arte de cubierta: © 2021 Rachel Vincent

 

ISBN: 9788410021129

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Jennifer Lynn Barnes, quien me hizo recordar lo divertido que puede ser volver a nuestras raíces.

1

 

 

 

 

 

El oscuro bosque gimió, un sonido profundo e inquietante que era más que el crujir de las ramas de los árboles. Me volví y la cesta se balanceó en el hueco de mi codo derecho mientras miraba la extensión boscosa que rodeaba gran parte de Oakvale. Mi aliento flotó frente a mi cara como una pequeña nube. Siempre hacía frío cerca de los bosques, incluso en lo más cálido del verano, pero en un claro día de invierno como hoy, el mero hecho de mirar hacia la oscuridad sobrenatural era suficiente para hacer que un escalofrío me recorriera la espalda.

A mi derecha una antorcha crepitó; la llama parpadeaba en lo más alto de un poste que estaba clavado en el fondo del suelo congelado. Más allá, a unos pocos metros, brillaba otra antorcha, y más allá, otra. Había cientos de ellas formando un anillo alrededor de la aldea, un halo de luz protector que el vigilante del pueblo mantenía encendido a todas horas. En todas las estaciones.

Porque los bosques estaban llenos de monstruos, y los monstruos temían la luz.

Mi reparto a la cabaña Bertrand no había requerido que me acercara al bosque. Sin embargo, de regreso a casa me sentí arrastrada hacia los árboles y caminé por el perímetro exterior del pueblo, más allá de los pastizales y campos baldíos, en lugar de tomar directamente el camino más corto. Desde que era pequeña, el oscuro bosque me había llamado, su misteriosa voz era en parte seductora y en parte una advertencia. No tenía la intención de responder a ella. Pero parecía que no podía evitar escucharla.

De lo más profundo del bosque me llegó una especie de deslizamiento acompañado por el seco cascabeleo de unas ramas tiesas. Después escuché mi nombre, una suave súplica que una brisa helada traía desde las profundidades del bosque.

Adele. Ayúdame.

Un viejo dolor me paralizó. Era la voz de mi padre.

Mi padre había muerto ocho años antes. Yo sabía que no era él quien me llamaba desde el bosque, pero saberlo no hacía fácil ignorar la voz.

Incómoda, me alejé de los árboles para dirigirme a casa; sin embargo, de pronto me percaté de cuánto me había apartado en mi sinuoso rodeo, y mientras cruzaba los pastizales vacíos escuché unos pasos detrás de mí.

—Adele.

Me di la vuelta sobresaltada y encontré a Grainger Colbert a mis espaldas. No pude evitar esbozar una sonrisa. La de él se fue ensanchando lentamente mientras acortaba la distancia que nos separaba y me estudiaba con sus ojos azules. Su mirada me hizo sonrojar. Estaba muy guapo con su chaleco de cuero, sus botas y una espada en la funda que colgaba de su cintura, y saber que solo tenía ojos para mí hizo que una deliciosa calidez surgiera en la boca de mi estómago y alejara el frío del día. Del bosque.

Se acercó y tiró juguetonamente del borde de mi desgastada capa marrón.

—¿Haciendo repartos?

—Acabo de terminar.

—¿Entonces tienes un momento para hablar?

En mis sueños tenía todo el día para hablar con él. Toda la noche. Pero hoy…

—Tal vez un momento. Esta noche hay luna llena, así que…

—¿Vas a ir al bosque oscuro otra vez? —Su sonrisa desapareció en una mueca de preocupación.

—Estaré con mi madre. La abuela depende de nuestros repartos.

Se acercó y me miró a los ojos, lo que provocó que el pulso se me acelerara.

—Tu abuela debería venir y quedarse en la aldea. No tiene sentido para nadie vivir solo allí dentro, mucho menos para una mujer de su edad.

—Llevo años diciéndole lo mismo. A lo mejor hoy nos escucha. —Pero no tenía verdaderas esperanzas de que aquello ocurriera.

Mi abuela había vivido sola en el oscuro bosque desde mucho antes de que yo naciera, y había sobrevivido aventurándose en contadas ocasiones más allá del claro donde se encontraba su cabaña, una isla de luz del día en un mar de sombras.

Era el trayecto el que implicaba el mayor peligro.

—El bosque no es seguro para dos mujeres solas. —Grainger se acercó más, volvió a darle un tirón a mi capa y metió la nariz en mi pelo mientras murmuraba—: Cuando nos casemos, yo os acompañaré si insistes en visitar a tu abuela allí dentro.

El pulso se me aceleró con tanta fuerza que estaba segura de que podía escucharlo.

—¿Vendrías conmigo?

Se llevó una mano a la empuñadura de la espada.

—El vigilante de la aldea protege a todos en Oakvale. —Y cuando su padre se jubilara algún día, Grainger sería el jefe de la guardia—. ¿Crees que haría menos por mi propia esposa?

«Esposa». El pensamiento hizo que mis labios esbozaran una sonrisa mientras lo miraba. Estaba enamorada de él desde los doce años, cuando hizo que los hermanos Thayer, que me habían arrinconado detrás del molino y se estaban burlando de mi cabello pelirrojo, salieran corriendo. Grainger dijo que mi pelo era precioso. Después me robó un beso y juró que algún día se casaría conmigo.

A partir de entonces había sido un elemento constante a mi lado, dispuesto a dar a conocer su pretensión, a pesar de que nadie lo había desafiado por mi afecto. Y, sin embargo, esa pequeña emoción no había desaparecido con la familiaridad. Despertaba de nuevo entre nosotros cada vez que sus manos rozaban las mías o su mirada se posaba sobre mí. Cada vez que me robaba un beso…

—Hace un mes que he pedido tu mano. Y voy a serte sincero, a estas alturas tenía la esperanza de haber obtenido una respuesta.

—Y yo esperaba haberte dado una respuesta. —Me ajusté más la capa para protegerme del frío—. Pero cada vez que trato de hablar con mi madre, está demasiado ocupada para tratar el tema.

—Le pediré a mi padre que haga presión sobre el asunto.

—No, no lo hagas. —A pesar de que ella siempre había sido amable con él, y él con ella, en privado a mi madre le preocupaba la cordura del vigilante. Nunca había dicho por qué exactamente, pero siempre he sospechado que tenía que ver con la muerte de mi padre—. Hablaré con ella de camino a la cabaña de la abuela. Al estar solo nosotras dos no podrá evitar el tema.

Grainger movió la cabeza.

—¿Tendréis cuidado las dos allí dentro?

—Y no nos desviaremos del camino. Tampoco nos detendremos. Este no es nuestro primer viaje al oscuro bosque. —Me puse de puntillas para besarlo en la mejilla—. Y si vienes más tarde, esta noche te contaré toda nuestra aventura. Será como si hubieras estado allí conmigo.

—Lo espero con impaciencia. —Me cogió de la cintura antes de que yo pudiera volver sobre mis talones, y reclamó audazmente un beso de mis labios—. Acabo de terminar el mantenimiento de las antorchas y estaré patrullando hasta el atardecer, con la esperanza de ponerle los ojos encima al zorro que robó uno de los huevos de madame Girard. Espérame cuando el sol se haya puesto.

—¿Revisaste las antorchas tú solo?

Cuando nací, el sobrenatural bosque rodeaba solo dos tercios de nuestra pequeña aldea, pero después de dieciséis años había crecido hasta el punto de que abrazaba todo Oakvale, excepto en la parte en donde el río formaba la frontera norte. Lo que significaba que ahora había muchas más antorchas que mantener que las que había cuando el padre de Grainger se hizo cargo de la vigilancia de la aldea, cuando éramos pequeños.

La tarea parecía increíblemente ingente para un solo hombre.

—No, solo me ocupé de la mitad este del halo. No obstante, eso me ha llevado toda la mañana.

—¿Has escuchado algo del bosque?

No hubiera podido ver más allá de unos pocos metros hacia el interior, pero la oscura espesura rara vez estaba en silencio.

—Hoy solo aullidos y bufidos. Del tipo profundamente furioso, como si un toro estuviera a punto de arremeter desde la oscuridad. —Grainger sabía que eso no podía ocurrir gracias a las antorchas, aunque sin duda ese pensamiento lo hacía sentir incómodo—. Pero hace unos días escuché a mi tío llamándome.

Rufus Colbert había sido miembro de la vigilancia, como su hermano y su sobrino. Pero había muerto hacía dos años.

—Sé que no es real —continuó, frunciendo el ceño—. Pero siempre me provoca escalofríos.

—Sí, así es. Hoy escuché (otra vez) la voz de mi padre. —Me sacudí ese recuerdo, y en su lugar elegí enfocarme en el hombre que tenía frente a mí. En la promesa del futuro en lugar de en la tristeza del pasado—. Bueno, en nombre de toda la aldea te agradezco que mantengas las antorchas.

Esta era una labor tediosa pero vital para proteger a Oakvale, y me sentía henchida de orgullo por su implicación en tal esfuerzo. En su dedicación para proteger la aldea. Grainger era un buen hombre. Fuerte, valeroso y honorable. Y lo suficientemente guapo como para mantener mis pensamientos tan ocupados como mis manos durante las horas que pasaba amasando harina en la panadería. Hablando de lo cual…

—Mi madre me está esperando, pero te prometo que estaremos de vuelta antes del anochecer.

—Te veré entonces.

Su atención permaneció en mi boca y yo sentí el fantasma de sus labios en ella.

—Espero con ansia ese momento.

Grainger me brindó una sonrisa que encendió mis entrañas en llamas.

—Que tenga una agradable tarde, mademoiselle Duval —bromeó.

—Y usted también, monsieur Colbert —le dije juguetonamente por encima del hombro dirigiéndome hacia la aldea.

Pude sentir su mirada sobre mí hasta que rodeé el granero comunitario.

En mi camino a casa pasé al lado de un par de docenas de pequeñas cabañas con techo de paja, a algunas de las cuales había llevado encargos esa mañana desde la panadería de mi madre. La mayoría de las familias de las afueras de la aldea solo podían permitirse uno de centeno, pero esos encargos eran mis favoritos: pan sencillo para gente que era feliz por tenerlo.

Más cerca del centro de la aldea los edificios más grandes y más sólidos albergaban a clientes que hacían pedidos más caros y después se quejaban del tamaño, del precio o de la calidad. Sin embargo, la objeción real era que la única panadería de Oakvale estaba regentada por las mujeres Duval.

«Brujas pelirrojas», murmuraban cuando creían que no escuchábamos. O, a veces, cuando estaban seguros de que escuchábamos.

Pasé por esas casas con la cabeza bien alta, luego crucé la ancha y embarrada calle que conducía a la mansión del barón Carre, el señor del lugar, y su familia. La casona estaba vacía en aquel momento, por supuesto, porque el barón tenía otras residencias y porque cualquiera con los medios para dejar Oakvale durante los crudos meses invernales haría exactamente lo mismo.

Al hallarse nuestra aldea rodeada por el oscuro bosque, excepto en donde el río la atravesaba, el comercio y los viajes tenían que realizarse por barco, el único medio seguro para entrar o salir de Oakvale. Pero en pleno invierno el río se congelaba, aislando casi por completo nuestra pequeña aldea hasta el deshielo primaveral.

El barón Carre y su familia habían abandonado la aldea hacía más de un mes, justo unos días antes de las fuertes heladas, y no los veríamos de nuevo —ni nos beneficiaríamos de su mecenazgo— hasta la primavera.

Tampoco veríamos muchos visitantes o comerciantes.

Pasada la propiedad del barón, continué por el sendero de tierra hasta que llegué a la amplia plaza, en realidad más bien un rectángulo, en el centro de la aldea. La plaza estaba presidida en un extremo por la iglesia, que había sido construida con tablones de madera tallados a mano el año en que yo cumplí ocho años. El mismo en el que nació mi hermana pequeña. En el otro extremo se hallaba la casa Laurent, la segunda más grande de la aldea y la única construida en su totalidad con piedra.

Crucé la plaza rápidamente, conteniendo el aliento al pasar por el grueso poste instalado en el centro y rodeado de piedras colocadas en el suelo. Hacía mucho tiempo que se había limpiado la ceniza de las piedras, pero el antiguo y calcinado poste mostraría para siempre las cicatrices de cada fuego que había sufrido. De cada hombre y cada mujer que fueron quemados en la hoguera con objeto de proteger la aldea.

Contemplar el poste me estremecía tanto como detenerme en la linde del oscuro bosque. Así que, como de costumbre, desvié la mirada y un movimiento rápido captó mi atención. Había un niño, no, un hombre, que cruzaba a toda velocidad la plaza.

—¡Simon! —grité, y el mayor de los chicos Laurent se volvió. Cuando me vio, brilló en su cara una sonrisa lo suficientemente radiante como para iluminar todo el embarrado caserío—. ¿A dónde vas tan rápido?

—¡Buenas noticias, Adele! —gritó, caminando hacia atrás para no perderme de vista.

—¡Bueno, no te las guardes para ti!

Él se rio.

—Pronto las escucharás. ¡Te veré esta noche!

—¿Esta noche? —pregunté, pero ya se había dado la vuelta y corría hacia su casa.

El humo ondeaba en la chimenea de mi tejado, en el edificio más pequeño que bordeaba la plaza de la aldea, llevando con él el aroma de pan fresco. Mientras me acercaba, no pude evitar una sonrisa porque, a través de una de las pequeñas ventanas, que tenía las persianas de madera subidas, vi a mi madre en el centro de la habitación amasando masa con ambas manos, levantando pequeñas nubes de harina de centeno al espolvorearla sobre la mesa de trabajo.

Puede que nuestra cabaña no fuera tan grande como la casa de los Laurent, pero, a diferencia de las construcciones más pequeñas de las afueras de la aldea, en la parte de atrás tenía una habitación separada para dormir, que era necesaria pues el gran horno y la mesa ocupaban casi toda la habitación principal. Adoraba nuestra pequeña cabaña, pues, además de ese cuarto trasero, había suficiente espacio por delante para albergar a los clientes ocasionales que deseaban alquilar un espacio en nuestro horno, más que adquirir nuestro pan. La oportunidad de charlar con un vecino mientras se trabajaba era con mucho el momento culminante de cualquier semana, en especial durante el largo y frío invierno, en el cual pasábamos gran parte de nuestro tiempo encerrados.

La pesada puerta de madera chirrió cuando la empujé para abrirla y entrar en mi casa. El aroma a carne picada flotó sobre mí y se me hizo la boca agua.

—¡Adele! —exclamó Sofia cuando cerré la puerta para cortar el frío invernal. Mi hermana de ocho años se levantó del taburete que ocupaba en la mesa más pequeña de la cocina y lanzó un puñado de masa sobre la superficie llena de harina—. ¡Estoy haciendo un pastel de carne para nuestro almuerzo!

—Para tu almuerzo —la corrigió mi madre con una sonrisa complaciente—. Adele tiene que hacer un reparto más.

—¿Un pastel de carne? —Miré a mi madre arqueando una ceja, luego mi mirada se desvió hacia la olla que burbujeaba en el fuego.

Como de costumbre, los pedidos de ese día eran de pan sin levadura, ya fuera de centeno o de cebada. Cuando salí por la mañana para hacer mis primeros repartos, no había ningún rastro de carne fresca de vaca o de la rica masa de hojaldre que mi madre estaba haciendo ahora. En realidad, durante más de una semana no habíamos comido carne, con excepción del pescado ahumado de nuestra pequeña provisión de trucha en conserva.

—¿Qué celebramos?

—Los Laurent y los Rousseau finalmente han llegado a un acuerdo.

¡No era de extrañar que Simon fuera todo sonrisas!

La mirada de mi madre se detuvo en mi rostro mientras estudiaba mi reacción.

—¡Qué maravilloso para Elena! —Dejé la cesta en el otro extremo de la mesa, escondiendo mi frustración en privado detrás de una brillante sonrisa.

¿Por qué estaba mi madre tan interesada en mi respuesta al compromiso de mi mejor amiga, cuando se negaba incluso a discutir la petición de Grainger sobre mi mano?

Volvió a amasar.

—Hoy por la noche habrá una ceremonia de compromiso. —Lo que podría significar una celebración de toda la aldea—. Monsieur Laurent ha hecho un gran pedido. Cuando los pasteles de carne entren al horno, tengo que hacer más pan con pasas y una tarta de manzana. Además del pan sin levadura.

Me quedé mirando fijamente a mi madre.

—Un pedido de ese tamaño agotará nuestra reserva de miel, y no habrá nuevos repartos hasta el deshielo de primavera.

—Soy consciente de ello, Adele, pero los honorarios por tan extravagante encargo serán una bendición a mitad del invierno.

Retiré el paño que cubría mi cesta.

—Madame Bertrand envía media libra de tocino y te agradece las rebanadas de centeno. —Otros habían pagado con carnes ahumadas y vegetales de invierno como nabos, col y patatas—. ¿Podrías disculparme un momento si te prometo empezar a hacer la tarta en cuanto vuelva? Quiero felicitar a Elena.

Elena Rousseau había sido mi mejor amiga desde que tuvimos la edad suficiente para correr por los pastizales en la parte oeste del pueblo agarradas a nuestras muñecas de trapo. Era la joven más dulce de la aldea, pero también la más tímida y miedosa, y así como ansiaba en realidad felicitarla, también quería aprovechar un momento de calma con ella para asegurarle, una vez más, que Simon sería un marido estupendo. Era un buen hombre. Uno de los pocos, como Grainger, que no recelaba de mi cabello rojo ni era proclive a esparcir rumores infundados sobre mi familia.

Se ocuparía de ella y la cuidaría. Además de Grainger no se podía hallar un hombre mejor en la aldea de Oakvale.

—Eso tendrá que esperar a esta noche.

Mi madre espolvoreó más harina en la masa para evitar que se le pegara en las manos, y Sofia, en la mesa la imitó.

—He preparado un pan con pasas y una hogaza de pan de centeno para tu abuela. —Con una mano cubierta de harina señaló dos paquetes envueltos en un paño que había sobre el mantel—. Ve directamente y no te desvíes del camino.

El camino. En el bosque.

El corazón se me aceleró.

—¿Quieres que vaya a ver a la abuela yo sola?

—Creo que estás lista, Adele.

La tensión de su actitud desmentía la sonrisa tranquila que me brindó.

—¡Yo quiero ir! —Sofia golpeó la masa en la mesa con un ruido sordo—. ¡Yo también estoy lista!

Mi madre la miró bruscamente.

—No.

—¡Pero no tengo miedo!

Era verdad. Nada asustaba a mi hermana pequeña, probablemente porque era un bebé cuando nuestro padre murió. No tenía recuerdos de él. No lo vio cuando lo sacó del bosque el vigilante de la aldea con el brazo y la pierna izquierdos desgarrados por el lobo que lo había atacado. Se salvó de la salvaje compasión de la que mi madre y yo fuimos testigos, un trauma que me marcó a una edad tan temprana que la amenaza del bosque oscuro se extendía más allá de sus límites.

Escapar del bosque no era suficiente; uno tenía que hacerlo indemne, si no los aldeanos de Oakvale, nuestros vecinos, terminarían el trabajo… por el bien de toda la comunidad.

En los ocho años desde la muerte de nuestro padre, Oakvale solo había perdido a un puñado de aldeanos en el bosque oscuro, todos ellos almas descuidadas que se desviaron del camino, lo cual había impedido que Sofia tuviera un conocimiento claro de lo peligroso que era este. Lo que sabía era que la abuela vivía en el bosque oscuro y que nuestra madre sobrevivía a un viaje a través de él cada mes para llevarle una cesta con productos horneados, ayudarla en las reparaciones necesarias de su cabaña y ponerla al tanto de las noticias de la aldea. Sabía que recientemente yo había empezado a ir con nuestra madre, que la abuela nos daba de comer y después nos mandaba a casa con suficiente carne fresca para un mes.

Sí, también sabía sobre las enredaderas y las voces y las misteriosas huellas en la oscuridad, como cualquiera en la aldea. Sin embargo, esos terrores parecían fascinarla más que asustarla, lo que atemorizaba infinitamente a mi madre.

Eso también me asustaba a mí porque yo entendía su fascinación por el bosque, y temía que se sintiera atraída hacia él como me ocurría a mí. Que algún día pudiera responder a esa llamada.

—Eres muy joven —le dije a Sofia—. Y mamá, vas a necesitar mi ayuda con la tarta. El pedido de los Laurent va a ser difícil de cubrir, incluso con las dos trabajando.

—¡Yo puedo hacer la tarta! —Sofia golpeó con su pequeño puño los restos de masa pensados para mantenerla ocupada.

—Puedes ayudarme a preparar las manzanas —concedió mi madre—. Pero no hasta que hayas terminado el pastel de carne.

Los verdes ojos de Sofia se iluminaron y al volver a su tarea se echó sobre el hombro un mechón de cabello color cobre.

—Seguramente el reparto a la abuela puede esperar hasta mañana. —Saqué de la cesta el tocino y lo coloqué en el estante sobre el horno de ladrillo—. En cuanto se entere del compromiso de Elena, lo entenderá.

—Hoy hay luna llena, Adele. —El día que esperábamos cada mes—. Si ninguna de las dos llega, tu abuela pensará que algo va mal. Yo puedo ocuparme de los pedidos. —El tono de su voz sugería que no podría ganar la discusión—. Ya irás a ver a Elena esta noche. Ve a entregar el pan de la abuela y asegúrate de que te sirva algo caliente antes de regresar. Es un camino largo.

No había ninguna duda de que se sentía como un camino muy largo. Incluso con mi madre a mi lado casi siempre me tenía que recordar a mí misma que debía respirar, y ahora…

—Hay un farol colgado fuera.

Mi madre se limpió las manos en el delantal mientras yo guardaba los productos horneados para mi abuela en la cesta y extendía un paño limpio por encima para taparla. El pan de pasas estaba aún tibio y olía de maravilla.

—Adele. —Me cogió por los hombros y la preocupación que nadaba en sus ojos alimentó mis propias dudas—. Ten cuidado. Mantente en el camino y no te detengas hasta que llegues a la cabaña.

—Ya lo sé.

—El farol te mantendrá a salvo.

—Ya lo sé, mamá. —Los monstruos odiaban la luz y temían al fuego.

Me disponía a coger mi gastada capa de color café, pero antes de que la retirara del gancho mi madre movió la cabeza.

—Vas a necesitar algo más grueso que eso.

Me indicó que la siguiera a través de la cortina hacia nuestra habitación privada en la parte trasera de la panadería, en donde se arrodilló para abrir un baúl colocado a los pies de su colchón de paja, que estaba frente al que Sofia y yo compartíamos.

—Esto te mantendrá mucho más abrigada —dijo poniéndose en pie y agitando una preciosa capa de lana roja.

Aquella tela carmesí había estado doblada en el baúl de mi madre desde que yo tenía memoria. Cuando era niña, cada vez que tenía oportunidad pasaba las manos sobre la tela antes de que mi madre me apartara y cerrara la tapa. Sin embargo, en todos esos años nunca vi que la sacara del baúl. De hecho, no había sabido que era una capa hasta ese preciso momento.

Fruncí el ceño ante la hermosa prenda.

—¿No la estás guardando para algo especial? —¿Por qué si no la habría conservado todo ese tiempo?

El corte era sencillo y práctico, y el material resultaba cálido sin añadir mucho peso. Sin embargo, el color era extravagante: un tono rojo intenso que una vez había dicho que estaba hecho de frutos rojos que crecían en el bosque.

—No es mía, Adele. Es tuya. Tu abuela la hizo el año en que naciste, y creo que por fin puedes usarla. —Me cogió del brazo para darme la vuelta y me colocó la capa sobre los hombros.

Durante un momento mi sorpresa fue suficiente como para superar el zumbido nervioso que sentía debajo de la piel al pensar en ir al bosque yo sola. En enfrentarme a una oscuridad que la luz del día no era capaz de penetrar.

Porque la capa me quedaba perfecta. El rico tejido caía hasta mis tobillos y me cubría los brazos, así como la cesta. Además era cálido. Casi demasiado para usarlo en interior, con el calor escapándose del horno por debajo de la cortina de la habitación principal.

—No me puedo creer lo rápido que han pasado estos dieciséis inviernos. Naciste en un día muy parecido a este. Frío y claro. —Me giró para mirarme de frente una vez más y había algo extraño en sus ojos. Algo que, bajo la calidez de su mirada, a la vez analizaba y era nostálgico, como si de algún modo hoy yo le resultara diferente—. Viniste al mundo justo unas horas antes de que se elevara la luna llena.

Me ató el cordón al cuello sin apretarlo para evitar que la capa se resbalara, luego levantó la capucha y me la colocó en la cabeza enmarcando mi rostro.

—Preciosa —dijo, dando un paso atrás para verme mejor.

—¿De verdad la abuela hizo esto para mí? ¿Por qué ninguna de las dos me lo ha dicho?

—Porque se habría arruinado la sorpresa. Le va a encantar verte con ella puesta. —Mi madre me dio un abrazo que duró demasiado tiempo. Luego se volvió repentinamente de nuevo hacia la habitación del frente—. Debes irte ya si quieres regresar a tiempo para la celebración. No olvides el farol.

Empujé la puerta trasera para abrirla y cogí el farol que colgaba de la pared. La vela dentro del sencillo marco de metal era pequeña, pero sería suficiente para aguantar el viaje.

—¡Guapa! —Sofia saltó de su taburete en el momento en el que regresé a la habitación de delante—. ¿Dónde has conseguido la capa roja?

—Es un regalo de tu abuela —le respondió mamá—. Adele cumple dieciséis años y ya es hora de que empiece a pensar en cosas de adultos.

El rubor que me afloró en las mejillas no se debía al calor del horno. Quería que pensara en «cosas de adultos», pero no estaba dispuesta ni siquiera a discutir la petición de mi mano por parte de Grainger. Una negativa que tenía menos sentido para mí que su desconfianza hacia su padre.

—Date prisa —me dijo, mientras volvía a la masa—. Y no te detengas en el camino.

—No lo haré. —Sonreí a Sofia mientras encendía el farol y luego cerré la puerta detrás de mí.

En mi camino hacia el oeste a través de la aldea, pasé junto al herrero, el fabricante de velas, el flechero y la hilandera, y todos levantaron la vista de su labor para elogiar mi capa nueva. Saludé con la cabeza a madame Gosse, la esposa del alfarero, quien después de devolverme el saludo se detuvo a comentar con la hilandera que tal vez el rojo no era precisamente el color que mejor me sentaba, teniendo en cuenta el fuerte tono cobrizo de mis trenzas.

Les dirigí a ambas una sonrisa amistosa y seguí mi camino.

Pasé por el aserradero, los campos de cultivo y los pastizales vacíos, y al acercarme al camino que conducía al bosque vi a un grupo de aldeanos reunido en las lindes, trabajando a la luz del halo de las antorchas que penetraba en él, allí donde los rayos del sol se negaban a entrar. Media docena de mujeres con cestas recogían bellotas, en tanto que tres hombres de la aldea vigilaban fijamente el bosque con la mano en la empuñadura de la espada, listos y deseosos de arremeter contra cualquier bestia que pudiera surgir de la negra oscuridad.

Pero solo un tipo de monstruo se había aventurado a salir del oscuro bosque: la misma especie que le había costado la vida a mi padre.

Un loup garou. El hombre lobo.

En su apariencia humana eran normales, pero en su forma de lobos los loup garou eran enormes y estaban sedientos de sangre. A pesar de que mi padre había sobrevivido al ataque inicial de un hombre lobo, yo había visto los restos de otras víctimas destrozados miembro a miembro. Cuando yo era pequeña, en dos ocasiones el vigilante de la aldea había recuperado algo más que una pierna que aún llevaba puestos los restos despedazados de unos pantalones.

Los hombres lobo eran la razón por la que el halo se mantenía encendido alrededor de Oakvale: los loup garou temían el fuego.

A unos pocos metros al este, los hermanos Thayer trabajaban duro con sus hachas, cortando árboles nuevos que habían crecido en el perímetro del bosque. Los leñadores evitaban a diario que los árboles invadieran Oakvale; sin embargo, nunca lograron hacerlos retroceder. Y a pesar de lo agradecida que estaba por sus servicios —de los cuales se beneficiaban vendiendo los árboles a los aldeanos como leña o al aserradero para cortarlos y cepillarlos y luego venderlos río abajo—, encontraba a los hermanos desagradables, en el mejor de los casos, y a veces los sentía como una verdadera amenaza.

—¡Adele! —Una voz familiar me llamó cuando me acerqué al bosque, y me di cuenta de que Elena se encontraba entre las mujeres que recogían bellotas. Se separó del grupo y corrió hacia mí.

—¡Felicidades! —La abracé con cariño—. Pero ¿no deberías estar preparándote para la celebración?

Se encogió de hombros mordiéndose el labio inferior.

—Ya sabes lo que dice el cura respecto a las manos ociosas. Y necesitaba distraerme. —Elena retrocedió para mirarme—. ¡Qué bonita capa! —Luego, su atención se dirigió a mi cesta—. ¿Vas a ver a tu abuela? ¿Sola?

—No estará sola por mucho tiempo —dijo Lucas Thayer a la vez que se apoyaba el hacha en un hombro grueso y ancho—. Si Adele se mete ahí dentro, pronto se estará uniendo a su padre.

—Shhh —lo regañó una de las mujeres levantándose desde su posición arrodillada y mirándolo—. Dejad a la pobre chica en paz. No debe ir sola, pero es su decisión.

Noah Thayer resopló.

—¿A quién crees que reclutará el vigilante para ayudar a encontrar su cuerpo, sacarlo del bosque e incinerarlo? No debería permitírsele entrar. Tampoco a su abuela. Emelina Chastain es una bruja y todos vosotros lo sabéis. ¿De qué otra manera una anciana puede sobrevivir en el oscuro bosque por sí sola?

—No está sola —le solté, enfadada—. Mi madre y yo le llevamos provisiones todos los meses. Y no sé de ninguno de vosotros que haya rechazado su carne de venado.

Nuestro negocio era tan importante para nosotros como lo era para mi abuela. La mayor parte de los aldeanos no podía cazar en el oscuro bosque, aun cuando pudieran permitirse pagar al barón Carre por el privilegio, pero los venados con frecuencia vagaban por el claro que rodeaba la cabaña de mi abuela, y parecía que ella siempre estaba esperándolos con una flecha en su arco.

Y ninguno de los aldeanos que murmuraban «bruja» a nuestras espaldas había rechazado nunca la fresca caza que le enviaba a mi madre para que la cambiara por granos molidos, miel, sal y cerveza. Estaban dispuestos a hacer negocios con las mujeres pelirrojas Duval y su loca y solitaria matriarca, siempre y cuando esas transacciones llenaran o bien sus estómagos, o bien sus bolsas.

—Recuerda mis palabras —dijo Lucas Thayer cuando me coloqué la cesta en el hueco del brazo y retomé el sendero con la cabeza alta y la espalda erguida—. Esa chica regresará en pedazos.

El oscuro bosque estaba vivo. Yo siempre lo había sentido así. Como si cada brisa que rozaba mi piel fuera el aliento del bosque mismo que soplaba sobre mí. Como si hubiera entrado en el vientre de alguna gran bestia.

Como si me hubiera tragado por completo.

Mi corazón se aceleraba ante ese pensamiento, pero aspiré profundamente y continué colocando un pie delante del otro.

«Mantente en el sendero. No te detengas. Sostén el farol en alto».

Nada podía dañarme si seguía las instrucciones. ¿No? Sí, había monstruos en el bosque. Pero le temían a la luz. O al fuego.

Todo iría bien mientras tuviera mi farol.

Después de unos cuantos pasos perdí de vista las luces de la aldea, y otros pasos más allá dejé de escuchar los golpes de las hachas de los Thayer o el sonido de las mujeres charlando mientras recogían bellotas.

Cada paso me adentraba más en la oscuridad y podía sentir el frío de la tierra congelada a través de las suelas de cuero de los zapatos. El bosque se tragó la luz de mi farol a solo unos metros de él, dejándome aislada en una burbuja de una débil claridad y contemplando una penumbra impenetrable.

Nunca antes había estado sola en el oscuro bosque y sentí la ausencia de mi madre como la pérdida de una extremidad. Ella había crecido en la cabaña de la abuela, aunque en ese tiempo, antes de que el bosque invadiera tan descaradamente Oakvale, eso era justo dentro del oscuro bosque. Por tanto, ella estaba más familiarizada que yo con los peligros y con las formas de evitarlos.

A pesar de que solo podía ver el sendero bajo mis pies y alguna rama que ocasionalmente aparecía sobre mi cabeza, podía sentir a los árboles alrededor. Y podía escuchar… cosas. Un culebreo inquietante que parecía demasiado estridente y demasiado tardío en la temporada para que se tratara de serpientes. Una serie de resoplidos húmedos. El crujir de unas ramas bajo un pie demasiado pesado para ser humano. El ruido seco de unas ramas muertas que chocaban una contra otra con cada brisa.

«Sigue caminando».

Una repentina ráfaga de viento me levantó el borde de la capa y me estremecí cuando el aire helado me subió por la falda. Mi brazo empezó a oscilar y la burbuja de luz que me rodeaba tembló. Las sombras en lo alto danzaron.

La cesta se me cayó. Entonces el viento sopló y el farol se me apagó.

2

 

 

 

 

 

El terror me sujetó como un puño oprimiéndome el tórax. Me quedé paralizada temiendo dar otro paso porque ya no podía ver el sendero frente a mí, entonces fue cuando caí en la cuenta de que había roto dos de las reglas. Mi farol se había apagado y yo me había detenido. Pero si continuaba sin poder ver el camino, podría desviarme de él accidentalmente. Y si eso ocurría, perderme sería la menor de mis preocupaciones.

«Date la vuelta, Adele». Recogí la cesta buscando a tientas en la oscuridad y me puse en pie lentamente. «Date la vuelta y camina en línea recta hasta que escuches las hachas. Hasta que salgas del bosque». Eso sería mucho más seguro que insistir en continuar hacia la cabaña de la abuela en medio de la absoluta oscuridad.

Así que me di la vuelta con cuidado, tanteando con un pie el borde del camino. Y empecé a andar.

No caí en la cuenta de que me había desviado del rumbo hasta que el pie golpeó algo. Grité mientras caía hacia delante agitando los brazos. Solté el farol. Mis manos se estrellaron contra el suelo. Se me clavaron unas ramas en las palmas y el dolor me recorrió las muñecas y los hombros.

La cesta aterrizó en alguna parte a mi izquierda. El olor del pan con pasas se esparció cuando el paquete envuelto en un paño rodó e hizo crujir las hojas secas.

Respiré hondo y el aire helado me raspó la garganta mientras luchaba contra el pánico.

«¡Levántate! ¡Corre!».

«¡No, pide ayuda y espera a que alguien te encuentre!».

Los segundos pasaban mientras decidía qué sería lo menos probable que me matara. Tal vez los Thayer y los vigilantes estuvieran lo suficientemente cerca como para escucharme gritar.

Pero los monstruos podrían estar más cerca. Mi grito inicial debió de alertarlos de mi presencia, y gritar pidiendo ayuda solo podría conducirlos hasta mí. Algo se deslizó por mi tobillo y un alarido salió de mi garganta. Cerré la boca de golpe cortando el sonido, pero ya era demasiado tarde. Podía sentir que el bosque se me acercaba con una cacofonía de sonidos suaves e imposibles de identificar. Me di una palmada en la pierna y la enredadera se soltó y crujió ligeramente entre las hojas muertas.

Me senté y me concentré en la respiración, tratando de apaciguar el ritmo de mi corazón acelerado, de escuchar algo más que la velocidad de los latidos y el sonido áspero de mis propias inspiraciones de pánico. Mientras más trataba de calmarme, más escuchaba al bosque que me rodeaba. Ramitas que se quebraban. Ramas que se balanceaban. El susurro de lo que parecían unas alas peludas. El sonido húmedo de algo grande que respiraba. Que resoplaba.

Dos puntos luminosos aparecieron a mi derecha y me quedé sin aliento. Parpadearon. Volvieron a parpadear. Mi corazón me golpeó las costillas al darme cuenta de que estaba viendo un par de ojos brillantes. Y que definitivamente no eran humanos.

La bestia cogió aire y el sonido húmedo y áspero parecía que iba a sonar eternamente mientras llenaba sus inmensos pulmones. El ruido sordo aumentó, entonces me percaté de que estaba escuchando un gruñido.

Un lobo.

Aunque no un lobo normal. Loup garou.

El temor me bañó como un cubo de agua helada y erizó cada centímetro de mi piel. El estómago se me revolvió mientras observaba aquellos dos puntos luminosos. Volvieron a parpadear. Entonces escuché una suave inhalación y el golpeteo de unas garras enormes sobre la maleza cuando el lobo se disponía a atacar.

Cada músculo del cuerpo se me tensó. Balanceé el farol apuntando a esos brillantes ojos que corrían hacia mí.

Un grito salió de mi garganta cuando el farol se estrelló en el cráneo del lobo, que era poco más que un manchón borroso en la inmensa oscuridad. El marco de metal se me rompió en la mano. Algo cálido y húmedo me salpicó el rostro, acompañado por el olor a sangre. El lobo gimió con un sonido como el del perro del flechero cuando lo pateaba, y oí cómo la bestia tropezaba y caía a un lado. Me puse en pie y corrí sujetando todavía el farol roto. Ramas invisibles me golpeaban la cara y los brazos. Las raíces y las enredaderas se me enganchaban a los pies, como si el suelo del bosque intentara hacerme tropezar. Trastabillé varias veces; sin embargo, seguí adelante, abriéndome paso entre las ramas tan rápido como pude. No tenía ni idea de adónde me dirigía. Pero iba hacia allí muy rápido.

Sentía las piernas extrañamente poderosas, impulsándome por el bosque a una velocidad que nunca antes había alcanzado, y lo que debía haber sentido como un castigo a mis músculos de pronto lo notaba como un alivio. Igual que rascarse un picor desesperante.

Mis piernas querían correr.

Mis brazos se movían a ambos lados, manteniendo el ritmo de mi zancada. Ayudando a mi equilibrio. Mis pulmones se expandían con facilidad, impulsando mi cuerpo de manera tan eficiente que, aunque nunca en la vida me había movido con tal rapidez, no jadeaba. La velocidad era algo natural.

Sentía como si hubiera nacido para eso.

Pero a pesar de mi velocidad, en pocos segundos escuché al lobo chocándose con los árboles por detrás de mí, tan cerca que prácticamente podía sentir su aliento en la nuca. Un terror renovado me avivó los músculos y las piernas me dieron otra explosión de velocidad, alejándome aún más del camino. Llevándome aún más adentro del oscuro bosque.

Y de pronto me di cuenta de que podía ver.

Los árboles eran poco más que sombras esqueléticas, algunas de las cuales parecían acercarse a mí, aunque podía verlos. Lo que significaba que podía evitarlos.

Por primera vez en mi vida la impenetrable oscuridad del bosque había empezado a aflojar su control. Pero el lobo me estaba alcanzando a un paso tan aterrador que no podría dejarlo atrás.

Tendría que pelear.

Esa comprensión debía haberme hecho dar alaridos de terror; sin embargo, pareció calmarme. Para concentrarme en mis pensamientos escudriñé en la oscuridad mientras corría, en busca de…

No tenía ni idea de lo que estaba buscando hasta el momento en que lo vi. Un árbol caído. Grande, con un tronco lo suficiente ancho como para esconderme un segundo. Me desvié hacia la derecha y salté sobre el tronco como si hubiera crecido saltando sobre pacas de heno con los chicos de la aldea; luego me encorvé contra él, con mi capa roja enrollada detrás de mí. Me eché la capucha hacia atrás y cuando levanté el farol roto me di cuenta de que cada segundo que pasaba podía ver mejor, incluso sin una luz.

Algo me estaba ocurriendo. Algo extraño y milagroso.

De pronto, el farol era casi tan visible como lo había sido antes de entrar al bosque. A pesar de que ahora era inútil. El marco metálico se había separado y…

Un panel de metal finamente martillado se había desprendido para dejar al descubierto un borde afilado y terriblemente dentado.

Al tiempo que el lobo se abalanzaba sobre mí y su jadeante aliento crecía cada segundo que pasaba, desprendí el pequeño panel del marco y lo sujeté con la mano derecha, ignorando el dolor cuando un pequeño borde se me clavó en la piel. Fríamente me di cuenta de que podía oler mi propia sangre cuando escurría por la palma de mi mano.

Un instante después, el tronco se estremeció contra mi espalda al lanzarse el lobo sobre él. La bestia voló por encima de mí y aterrizó en la maleza a unos metros de distancia, y mientras giraba para ponerse de frente, pude ver bien a mi oponente por primera vez.

Era enorme, con el estrecho hocico echado hacia atrás en una maraña de afilados dientes que podía ver alarmantemente bien. Sus garras se aferraban a la tierra preparándose para saltar. Su pelaje era como nieve recién caída, pálida y reluciente.

El lobo se abalanzó haciéndome caer de espaldas sobre la maleza húmeda. Grité al sentir que unas inmensas patas caían sobre mis hombros y las garras se me clavaban en la piel a través de la gruesa lana de la capa. Mi pulso se elevó rápida y ruidosamente y la visión se me empezó a nublar. El lobo rugió y el olor de su aliento a podredumbre flotó sobre mí. Luego, su inmenso hocico se abrió y la bestia se abalanzó sobre mi cara.

Le clavé el trozo de metal en el cuello.

Los afilados dientes se paralizaron a unos centímetros de mi nariz. Del hocico le cayó saliva y giré la cara para que esta cayera sobre mi mejilla en lugar de en mi boca.

El lobo trató de retroceder y la adrenalina se apoderó de mí. Por algún instinto que no podía comprender, mi brazo izquierdo salió disparado y sujetó el cuello de la bestia. Rodé hacia mi derecha arrojando al lobo sobre su costado. Mi mano derecha retorció el trozo de metal enterrado en el cuello del monstruo, arrastrando la improvisada navaja a través de su carne. A través de su peluda garganta.

La bestia lanzó un sonido estrangulado mientras la sangre le brotaba de la herida. Me puse en pie y traté de escapar del desastre, pero una corriente cálida me golpeó un lado de la cara y salpicó la parte delantera de mi vestido a través de la capa abierta.

Por un momento me quedé aturdida y respirando con dificultad.

Entonces un calambre despiadado se apoderó de todos los músculos de mi cuerpo al mismo tiempo, arrastrando mis brazos y mis piernas a posturas antinaturales. Me desplomé en el suelo de costado, retorciéndome, atrapada en un horror mudo mientras todo el cuerpo se me convertía en una herida insoportable. Los huesos me dolían atrozmente. Las articulaciones estallaron. Cada centímetro cuadrado de mi piel fue atacado por una cruel picazón.

Parecía como si me estuvieran desgarrando en el potro y cosiendo para dar a mi cuerpo una nueva forma.

Y tan de repente como había empezado, se terminó.

Me senté, perpleja, resoplando todavía con alivio por el dolor, que se iba desvaneciendo. Y con un sobresalto me di cuenta de que el mundo parecía completamente nuevo.

Había sido capaz de ver mejor que nunca en el bosque desde que el lobo me había atacado, pero de pronto pude ver como si fuera de día. Cientos de diferentes tonalidades de hojas caídas, desde el marrón crujiente al negro y podrido. Cada grieta en la corteza de cada árbol a la vista. Gruesas y nudosas enredaderas de madera, del color marrón grisáceo de los troncos de los árboles. Procesé todo con una claridad sobrecogedora.

BIENVENIDA, NIÑA.

Me sobresalté, sorprendida por un mensaje que mis oídos parecían haber ignorado por completo y que había sido dicho directamente en mi cabeza. Había escuchado la voz de mi padre en el bosque varias veces desde su muerte, pero esta no era una que reconociera. No sonaba humana.

Esta era diferente a la manipulación normal del oscuro bosque. Era más como… una bienvenida.

Miré a mi alrededor, buscando ansiosamente su origen, y en lugar de eso mi vista se paró en el lobo blanco que yacía en un charco de su propia sangre, mirando ciegamente al árbol caído que había detrás de mí. Su garganta era una herida horripilante de la que aún rezumaba sangre sobre un charco en el suelo. A treinta centímetros yacía el panel de metal que había abierto una espantosa herida en su pelaje.

Yo había hecho eso.

Traté de alcanzar el metal, pero la mano que se alargó a mis ojos no era en absoluto una mano. Era una pata. Una pata de lobo, con un pelaje grueso y rojizo, un pelo áspero que no se parecía en nada al hermoso pelaje color nieve del lobo que había matado.

El terror me atravesó, oprimiéndome la garganta. Acelerándome el pulso. Intenté apretar el puño derecho y la pata color rojizo se curvó hacia dentro, girando las garras hacia el suelo.

Me levanté y me encontré a mí misma de pie… a cuatro patas.

Mientras el pánico se apoderaba de mi pecho, mientras aspiraba en respiraciones cortas y rápidas, una aterradora comprensión se me instaló en los huesos. Era una loba.

«Esto no es posible». No obstante, mi cuerpo acogió la nueva forma como si esta fuera un viejo y confortable vestido. La noche era gélida, en cambio yo me sentía ardiendo, aislada por el pelaje que me cubría la piel. Podía distinguir con facilidad infinidad de olores individuales. Hojas podridas. Mi propia sangre. La mecha quemada de mi vela apagada. El olor almizclado del lobo que yacía frente a mí.

Había temido a la muerte en el bosque oscuro; sin embargo, había sucumbido a un destino aún peor. Me había convertido en un monstruo.

«Noooo». Un gemido lupino escapó de mi garganta.

Había sido infectada. Pero ¿cómo? El lobo no me había mordido ni arañado. No me había desgarrado la piel. Sin embargo, ahí estaba yo, en una forma que aterrorizaría a mis vecinos.

Cuando tenía ocho años, mi padre había sido quemado vivo en la plaza de la aldea, mientras mi madre y yo observábamos desde la multitud, porque mis vecinos sospechaban que podía convertirse en hombre lobo después de haber sido atacado por uno.

Ahora, sin duda, yo me había convertido en la misma bestia que ellos creían que era él.

Y, no obstante, no me sentía como un monstruo. O como imaginaba que se sentiría un monstruo. No sentía la urgencia de derramar sangre humana. O de consumir carne humana. Pero, cuando el resto de Oakvale descubriera en lo que me había convertido, mi destino sería igual al de mi padre. Mi madre me perdería como lo había perdido a él, y ahora Sofia tenía la edad suficiente para ser marcada por la tragedia, tal y como yo lo había sido hacía ocho años. El poste carbonizado en la plaza de la aldea la acecharía igual que lo había hecho conmigo.

«Esto no puede estar ocurriendo».

Retrocedí moviendo la cabeza en una muda negación y las patas se me enredaron en algo. En un conglomerado de tela.

Estaba atrapada en mi propio vestido, o tal vez en la capa. Retrocedí, sacudiendo la cabeza, tratando de liberarme de la envoltura de tela, pero eso parecía enredarme más aún.

—Adele.

Me quedé paralizada al oír mi nombre y me llevó un segundo darme cuenta de que reconocía esa voz. Otro segundo más para darme cuenta de que quien hablaba no debería haberme reconocido en mi estado actual.

«¿Abuela?». Pero la voz salió como otro ronco quejido.

—Cálmate, chère. Todo va bien —me aseguró mientras buscaba un hueco para mirar por debajo de la capucha de mi capa nueva—. Lo has hecho muy bien.

«Yo… ¡¿qué?!».

—Tu madre va a estar muy orgullosa.

¿Mi madre estará orgullosa de que me haya convertido en un monstruo?

Sacudí la cabeza y la capucha cayó hacia la derecha, lo que mostró de nuevo el bosque. Y ahí estaba mi abuela, erguida y alta, con una brillante capa roja prácticamente idéntica a la mía, excepto por un hermoso ribete de pelaje blanco.

Nunca antes había visto que usara aquella capa.

Se arrodilló frente a mí, sin inmutarse por el lobo muerto, y desató el cordón que mantenía cerrada mi capa. Después la apartó y aflojó el corpiño que había debajo.

—Ven, niña, sal de ahí.

Liberada al fin, me arrastré fuera de las mal ajustadas prendas y me detuve frente a ella. Algo se agitó en la maleza detrás de mí y me di la vuelta, alerta ante la nueva amenaza, solo para darme cuenta de que había escuchado mi propia cola moviéndose en una cama de hojas muertas.

Porque tenía una cola.

Mi abuela rio.

—Lleva un poco de tiempo acostumbrarse. Pero tus instintos son buenos: hay tanto que temer en el oscuro bosque, incluso para nosotros. Quédate quieta un momento. Cierra los ojos y escucha; ya verás.

No quería quedarme quieta. No quería cerrar los ojos. Quería respuestas. Pero en mi forma actual no podía hacer ninguna pregunta.

—Vamos, niña. Cierra los ojos —insistió mi abuela. Así que los cerré.

Al principio no oí nada más que mi propia respiración. Los latidos de mi corazón. Después, lentamente me percaté de un sonido más sutil. Un suave deslizamiento, como una serpiente escurriéndose entre la maleza hacia mí, desde la izquierda. Solo que hacía demasiado frío para que fuera una serpiente.

Los ojos se me abrieron de inmediato. Mi pata delantera golpeó algo largo y redondo. Algo que tenía el grosor de dos de mis dedos. Era una enredadera leñosa que se había dirigido directa a mí, moviéndose por sí sola, hasta que la inmovilicé. E incluso mientras la miraba, la enredadera empezó a enrollarse en ambos lados de mi pata y a serpentear lentamente por mi muñeca. O lo que sería mi muñeca si no me hubiera convertido en un monstruo.

—Bien. —Mi abuela movió la cabeza en señal de aprobación, y yo gemí, intrigada por lo complacida que parecía respecto a ese horripilante cambio en mí—. Pero eso es solo el principio. Estás más preparada ahora que puedes ver en el oscuro bosque; sin embargo, eso no te pone a salvo. Vuelve a asumir tu forma humana y vayamos a que te asees.

Solo podía inclinar la cabeza a un lado, esperando que este gesto comunicara una pregunta que no podía realmente hacer.

Con un crujido en sus articulaciones, se inclinó frente a mí y sonrió.