Los crímenes de Åre. Oculto en la nieve - Viveca Sten - E-Book

Los crímenes de Åre. Oculto en la nieve E-Book

Viveca Sten

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Beschreibung

Bajo la nieve no se oyen los gritos La inspectora de policía Hanna Ahlander pierde su puesto de trabajo en Estocolmo y, de la noche a la mañana, su novio la deja por otra mujer y la echa de su apartamento. Sin otro sitio al que acudir, Hanna se muda al refugio de esquí de su hermana en la apacible localidad de Åre con la esperanza de empezar de nuevo. Sin embargo, cuando una adolescente desaparece, Hanna no puede evitar meterse en la investigación del inspector de policía local, Daniel Lindskog, y hacer preguntas incómodas: ¿por qué habían bajado las notas escolares de la víctima? ¿Por qué su novio parece tan nervioso? ¿Y por qué su mejor amiga no habla con las autoridades? Cuando las temperaturas bajo cero descienden todavía más, una traicionera ventisca se abate sobre Åre mientras la investigación de Hanna y Daniel avanza contrarreloj. Perdida o secuestrada, viva o muerta, el tiempo se acaba para resolver el misterio de la chica desaparecida.   La novela en la que se basa la exitosa serie Los crímenes de Åre, emitida en Netflix

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Seitenzahl: 555

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Viveca

Sten

Los

Crímenes

de Åre

Oculto en la nieve

Traducción de

Paula Parra

A Nicole y Pierre: ¡jamás habríamos acabado en Åre sin vosotros!

Primera edición: septiembre de 2025

Título original: Offermakaren, publicado inicialmente por Forum, Suecia.

© Viveca Sten, 2020

© de la traducción, Paula Parra Cotelo, 2025

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2025

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.

Esta edición se ha publicado mediante acuerdo con Nordin Agency AB, Suecia.

Ninguna parte de este libro se podrá utilizar ni reproducir bajo ninguna circunstancia con el propósito de entrenar tecnologías o sistemas de inteligencia artificial. Esta obra queda excluida de la minería de texto y datos (Artículo 4(3) de la Directiva (UE) 2019/790).

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Unsplash - sea dreamer | Freepik - edsel_dev - Mateus Andre

Corrección: Pablo López

Publicado por Principal de los Libros

Calle Roger de Flor, n.º 49, escalera B, entresuelo, oficina 10

08013, Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-10424-27-2

THEMA: FFP

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Tabla de contenido

Prólogo

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Agradecimientos

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Prólogo

La nieve forma una capa dura y sólida cuando Sebbe Granlund gira hacia el aparcamiento del personal en el VM6, el telesilla que se sitúa en el punto medio de la estación de esquí en la que trabajará durante toda la temporada.

La temperatura es de veinte grados bajo cero, pero la sensación térmica es todavía más acusada. Las copas de los árboles están cubiertas de escarcha y apenas se aprecia la montaña, conocida como Åreskutan, a través de la niebla de nieve. La intensa iluminación crea un paisaje blanco y negro con largas sombras que destacan sobre la blanca nieve.

La temporada de invierno en Åre no ha hecho más que empezar.

El camino hasta el VM6 es corto, pero la calidez del coche ha desaparecido en apenas unos segundos. El aire congela el vello de la nariz de Sebbe mientras abre la estación. Tan solo pasan unos minutos de las nueve, pero la estación de esquí abre al público a las nueve y media, por lo que todo debe estar preparado para entonces. Como de costumbre, el telesilla se puso en marcha a principios de diciembre, pero todavía son pocos los esquiadores que se acercan a las pistas.

Pulsa el botón verde para activar la maquinaria. Un ruido fuerte rompe el silencio y el VM6 empieza a moverse. Es uno de los telesillas más antiguos, con capacidad para seis personas simultáneamente. Una silla tras otra pasa ante la atenta mirada de Sebbe.

Saca el móvil para mirar Snapchat. Los asientos están cubiertos de nieve por la tremenda nevada de anoche; debería salir a limpiarlos, pero el frío lo obliga a permanecer en el interior. No es una tarea importante, al menos durante la primera media hora. El sol no se alza hasta las diez menos cuarto, por lo que no habrá mucha gente hasta entonces.

Levanta la mirada. Una sombra capta su atención. Se aprecia una figura inesperada en uno de los telesillas, como si alguien estuviese descendiendo.

Estira el cuello para intentar averiguar de qué se trata, pero todavía está demasiado oscuro allí fuera.

El telesilla se acerca a la plataforma de embarque. Lo cierto es que parece que lleva a una persona medio tumbada en la esquina más alejada, pero hay algo extraño en toda la escena: la postura parece contorsionada, desplomada.

La silueta oscura no se mueve, a pesar de que el telesilla ya casi ha llegado.

Sebbe actúa por instinto: pulsa el botón para detenerlo y sale apresuradamente. El telesilla se bloquea de repente y se queda colgado a unos metros de distancia. El movimiento brusco hace que el cuerpo se deslice aún más hacia abajo.

Sebbe se queda petrificado, mientras su cerebro trata de procesar lo que ven sus ojos.

Parece un maniquí, pero no lo es. Los rasgos humanos están ahí, pero cualquier signo de vida ha desaparecido. Las cejas y las pestañas están llenas de cristales de hielo, y el rostro se ha endurecido, contorsionado en una mueca helada.

La piel está entre blanca y azulada; los labios, secos por el frío.

El telesilla se balancea, el cuerpo se desliza y cae en la nieve, a los pies de Sebbe.

Observa boquiabierto el cadáver congelado.

—Mierda —susurra—. Tú no.

Lunes, 9 de diciembre de 2019

1

HannaAhlander no consigue esquivar la aguanieve de las aceras mientras camina desde el metro hacia su apartamento, ubicado en Solna. La humedad se filtra a través de sus deportivas y le llega hasta los calcetines. Maldice en voz baja.

La correa del bolso se le clava en el hombro, por lo que lo cambia de lado.

Intenta dejar de pensar en la conversación que mantuvo esa tarde con su jefe, ManfredLidwall, pero sus palabras siguen haciendo eco en su mente: dificultad para trabajar con los demás, insubordinación, falta de disciplina.

Manfred no la soporta. Lo ha dejado bien clarito.

Si no busca un puesto de trabajo en otro sitio de forma voluntaria, él hará todo lo posible para despedirla. La ha mandado a casa para que reflexione. No quiere verla hasta enero, después de las vacaciones de Navidad y Año Nuevo.

Se le hace un nudo en la garganta cuando piensa en dejar su puesto en la Policía Municipal de Estocolmo; su trabajo le apasiona, a pesar de todo lo que ha sucedido.

El asfalto empapado por la lluvia parece absorber la luz; el mundo está teñido de tonos negros y grises. En apenas unas semanas será Nochebuena: debería haber nieve en las aceras y temperaturas gélidas, y unos suaves copos deberían estar cayendo con pereza.

En vez de eso, no para de llover.

Tampoco es que a Hanna le importe; el espíritu navideño es lo último que ahora mismo le importa. En las últimas semanas, no ha pensado ni una sola vez en las galletas de jengibre ni en el candelabro de Adviento.

Los goterones de lluvia hacen que se le pegue el pelo a la frente. Inclina la cabeza para intentar protegerse la cara, pero el agua se le cuela por el cuello del abrigo, lo que la hace tiritar. Apura el paso, desesperada por llegar a casa, y se tambalea cuando da un traspié. Se ha pasado las últimas horas empinando el codo en un bar, con los mismos pensamientos dando vueltas en su cabeza entre chupito y chupito de vodka.

«¿Por qué no pudo mantener la boca cerrada?», «¿por qué no pudo hacer lo que todo el mundo hizo y ceñirse a las normas?».

Debería haber dado carpetazo a la investigación fallida: pobre Josefin, golpeada hasta la muerte por su marido.

Que da la casualidad de que es agente de policía.

Si hubiera hecho la vista gorda y se hubiera centrado en sus propios asuntos, no habría terminado en semejante situación.

Sus compañeros se han cerrado en banda y le han dado la espalda.

Ya casi ha llegado. Comparte con Christian un piso de tres habitaciones situado en una cuarta planta. Las luces están encendidas, lo que significa que está en casa.

Se muere de ganas de que la acoja entre sus brazos, pero no está muy segura de si debería contarle lo que ha pasado: que la policía y su jefe quieren deshacerse de ella cueste lo que cueste.

¿Cómo va a tener las agallas para decirlo en voz alta?

La vergüenza le recorre todo el cuerpo.

Manfred dijo que ni siquiera era capaz de mirarla a la cara.

Hay muchas cosas que no ha podido compartir con Christian durante los últimos seis meses, y todavía no se ve capaz de afrontarlas. No esta noche. Ya lo hará otro día.

Ahora mismo, lo único que le apetece es llegar a casa, servirse otra copa de vodka y sumergirse en un baño calentito. Poner en silencio el mundo entero, dejar de pensar en todo lo que ha salido mal.

Se le llenan los ojos de lágrimas, pero pestañea con furia para hacerlas desaparecer.

Va a fingir que todo está como siempre, al menos durante el tiempo que le lleve digerir la situación. Puede plantearse su futuro mañana.

Suspira, abre la puerta del edificio y sube las escaleras. Duda cuando se encuentra delante de la puerta de su casa, y se limpia rápidamente una lágrima que se le ha escapado.

Introduce la llave en la cerradura y la gira.

Lunes, 9 de diciembre de 2019

2

Cuando Hanna entra en el piso, lo primero que ve es una maleta negra con ruedas en medio del pasillo. Deja caer el bolso en la alfombra y se quita el abrigo. Se pregunta si tienen visita, pero enseguida se da cuenta de que es la maleta que usa Christian cuando hace una escapada de unos días.

—¿Hola? —dice ella—. Ya estoy en casa.

Se quita los zapatos y se dirige hacia la cocina americana y el salón.

Cada superficie está meticulosamente limpia, como siempre. Acaban de terminar de reformar el piso y Christian ha puesto mucho esmero a la hora de escoger los colores y los materiales. Fue idea suya; Hanna habría podido seguir viviendo con la decoración anterior. Sin embargo, tiene que admitir que ha quedado estupendo: las encimeras de granito gris combinan a la perfección con los armarios de la cocina, y el carísimo parqué le proporciona un acabado aún más especial a todo el conjunto.

Suena todo muy bien, lo único es que parece que el agente inmobiliario que tiene como pareja haya decorado la casa para una de sus jornadas de puertas abiertas.

Hanna busca algo para beber. No tienen vodka, pero encuentra una botella de vino tinto y se sirve una buena copa. El llanto le quema en la garganta, pero ella solo traga y traga. Se niega a seguir llorando por su trabajo. Ahora ya no puede hacer nada por cambiar la situación.

Entonces, se fija en su reflejo en el cristal de la puerta del horno. Está horrible. El pelo empapado se le queda pegoteado contra la cabeza, y se le ha corrido el rímel. No suele utilizar mucho maquillaje, pero ojalá hoy se hubiese puesto un poco de brillo en los labios agrietados.

Se lleva la copa hasta el baño y se limpia la cara. Después, abre el grifo para prepararse un baño caliente. Inhala una profunda bocanada de aire y se dirige a la habitación para saludar a Christian.

Lo único que necesita es un abrazo.

Se lo encuentra tumbado encima de la colcha color lila, completamente vestido, inmerso en su móvil. Levanta la vista en cuanto entra en el cuarto. A pesar de llevar cinco años juntos, todavía se estremece cada vez que se fija en lo guapo que es.

Siente mariposas en el estómago, como siempre.

Christian cumple con todos los estándares masculinos: la mandíbula pronunciada, la espesa cabellera castaña y un encanto juvenil que sabe utilizar a la perfección. Es un agente inmobiliario de primera, que adora su trabajo y disfruta de cada venta. Su ambición a largo plazo es abrir su propia agencia. Su entusiasmo por la vida es contagioso; cuando Hanna está con él, el futuro le parece más brillante.

Aunque no quiera hablar sobre el pésimo día que ha tenido, anhela el consuelo que solo él le puede dar. Le encantaría acurrucarse entre sus brazos y llorar, sentir la calidez de su cuerpo, escucharlo decir que todo se solucionará.

Que todo irá bien.

Christian se levanta de la cama, todavía con el móvil en la mano, pero no la toca. No la abraza ni intenta acariciarle la mejilla. Tampoco dice nada sobre sus ojos rojos e hinchados, ni sobre el hecho de que parece una rata mojada.

Algo va mal.

Se da cuenta de que Christian está nervioso. Aprieta la mandíbula; parece que se esté preparando antes de abrir la boca.

—Tenemos que hablar —dice, sin rodeos—. Esto no funciona.

Hanna necesita un momento para asimilar las palabras. No lo entiende. Trata de interpretar su expresión, pero su rostro es impenetrable, le resulta imposible leerlo.

—¿Qué quieres decir?

—Lo nuestro. No funciona.

Nada sensato se le pasa por la cabeza. Siente la lengua gruesa y sin forma, se niega a cooperar. Mira fijamente la copa que tiene en la mano mientras el pánico se abre paso por su pecho, como una masa pegajosa.

—¿Qué quieres decir? —finalmente consigue tartamudear.

—Tú y yo… Ya no podemos seguir juntos.

—¿Por qué no?

Pregunta estúpida.

—Porque es imposible vivir contigo —le responde.

A Hanna todavía le cuesta entender lo que dice. No le queda más remedio que admitir que, durante un tiempo, las cosas no han ido demasiado bien entre ellos, pero todas las parejas discuten de vez en cuando, así son las cosas. Seguro que él lo sabe, ¿no?

Es cierto que, últimamente, las exigencias de su trabajo le han pasado factura a la relación, y también es consciente de que se ha estado trayendo a casa el enfado por lo injustos que están siendo con ella. Se ha mostrado huraña y contradictoria por las noches, o simplemente se ha ido directa a la cama, pero no lo ha tratado tan mal.

¿O sí?

—¿Que es imposible vivir conmigo?

—Nos hacemos infelices el uno al otro —dice él, mientras pasa por su lado para dirigirse hacia el pasillo.

Hanna va a trompicones detrás de él.

—Es lo mejor —continúa. Su voz suena agotada, pero al menos es mejor que el tono gélido que utilizó al inicio de la conversación. Busca su maleta. De repente, Hanna odia esa maldita maleta con todas sus fuerzas.

—¿Qué quieres decir con «es lo mejor»? —Parece que es incapaz de formular una frase por sí sola. ¿De verdad está plantada en medio del pasillo diciendo semejantes estupideces?

Christian suspira.

—Lo único que hacemos últimamente es discutir. Hace meses que no nos acostamos. No tiene sentido seguir con esto. No eres feliz y yo tampoco. Es mejor que nos separemos. Es triste, pero así son las cosas.

Hanna se siente sobrepasada, no le parece que esto sea real. El piso está como siempre. Su ropa está colgada; sus zapatos están colocados en una línea ordenada, tal y como los dejó cuando se fue de casa esa mañana, antes de que todo se fuese a la mierda en el trabajo.

¿Su vida privada también se desmorona? ¿El mismo día?

Observa a Christian pasarse la mano por el pelo castaño, ese pelo que tantas veces ha acariciado después de hacer el amor. Tiene que saber que están hechos el uno para el otro. Si él se marcha, ya no le quedará nadie más. Estará completamente sola.

«¡No te vayas!», grita dentro de su cabeza, «¡puedo cambiar!».

—Yo te quiero —susurra.

Christian se congela. Una sombra pasa por su rostro; es un movimiento prácticamente microscópico, pero Hanna lo ve. En ese instante lo entiende todo, aunque él no haya dicho ni una palabra.

—Has conocido a otra.

Él duda, pero enseguida asiente sin mirarla a los ojos.

Es como si le hubiera dado un puñetazo. Durante estos cinco años juntos, Christian solía decir que sería capaz de perdonarlo todo, excepto una infidelidad. Jamás serían ese tipo de personas que actúan a espaldas del otro. Su amor era fuerte y honesto.

—Me voy a quedar con un amigo una semana. Eso te dará tiempo para que te mudes —dice, tirando del asa de la maleta.

—¿Mudarme?

Hanna mira alrededor con lentitud y su mirada pasa por el bonito sofá de cuero que Christian adquirió en alguna casa piloto, por el sillón tapizado de terciopelo, situado al lado del amplio ventanal con vistas al lago Råsunda. Ahí es donde le gustaba sentarse con las piernas cruzadas. La manta de lana que cubre el reposabrazos fue un regalo de Navidad.

Hanna parpadea y de repente se da cuenta de que el piso es de Christian: lo compró cuando se conocieron. Antes, ella había vivido en un destartalado estudio subarrendado desde que se convirtió en agente de policía.

La decisión de mudarse con él había sido muy sencilla.

Esta ha sido la casa de ambos durante todos estos años, pero ahora intenta echarla a la calle, así como si nada.

Hanna endereza los hombros.

—No me puedes hacer esto. —Le tiembla la voz. Odia no ser capaz de controlarse—. ¿Dónde voy a vivir?

Por lo menos, Christian tiene la decencia de parecer avergonzado.

—No armes un escándalo, Hanna —masculla—. Este piso es mío. Soy el que paga la mayoría de las facturas.

«Sí, porque cobras más que yo». Sabe que es inútil decir algo al respecto, a pesar de que ambos estaban de acuerdo con el trato. El sueldo de policía no da para mucho.

El teléfono de Christian suena. Rechaza la llamada, pero no antes de que Hanna vea el nombre en la pantalla.

Valérie. No conoce a nadie que se llame Valérie. De todos modos, ¿qué clase de nombre es ese?

Enseguida lo entiende.

—Vas a su casa. Ahí es donde te vas a quedar mientras me mudo.

Christian duda durante unos segundos que se le hacen eternos.

—Sí —suelta, y se gira.

Le da la espalda a Hanna, esto es el final. Christian se va a marchar antes de que terminen de hablar. Ha soltado la bomba y ahora no puede pararse a escucharla ni cinco putos minutos.

—¡Mírame! —grita Hanna—. ¡Lo mínimo que puedes hacer es mirarme a la cara!

Cuando Christian se da la vuelta, el brazo derecho de Hanna se mueve por voluntad propia.

Le lanza el vino a la cara. Una cascada de gotas de color rojo sangre le resbala por la frente y las mejillas. Unas grandes manchas oscuras aparecen en su ropa.

Lo mira boquiabierta. ¿Qué acaba de hacer?

—¡Eres una puta chiflada! —masculla Christian. Se limpia la cara con una mano, lo que no sirve para absolutamente nada—. Más te vale estar fuera del piso como muy tarde el domingo. ¡Quiero que me devuelvas las llaves!

Da un portazo y Hanna se deja caer de rodillas. Está tan conmocionada que ni siquiera llora. Respirar se le hace un mundo.

Entonces, escucha el agua que salpica el suelo mientras la bañera se desborda.

Martes, 10 de diciembre

3

Mientras el inspector Daniel Lindskog se prepara para empezar el día, Ida y la bebé siguen durmiendo en la cama de matrimonio, bajo la colcha verde claro. Ida está tumbada de lado y su pelo, largo y oscuro, ahora enmarañado, se extiende sobre la almohada. Alice está tumbada bocarriba y ronca suavemente con la boca medio abierta.

Daniel deja lo que estaba haciendo y se coloca al lado de la cama para observar a su pequeña. El amor que siente por Alice ha abierto un espacio en su corazón que ni siquiera sabía que existía. Cuando toca sus deditos, algo ocurre, se convierte en alguien diferente: un hombre que se enfrentaría a todo por su hija.

Ha vivido durante treinta y seis años sin entender lo que significa el amor incondicional, pero ahora, no hay nada que no haría por ella.

Sin embargo, tampoco puede negar que lo alivia que Alice esté durmiendo tan profundamente esta mañana. Se ha despertado un montón de veces durante la noche y, aunque viven en un amplio apartamento con tres habitaciones, es imposible ignorar el llanto desesperado de un bebé que padece cólicos. Después de estos primeros meses, están todos agotados.

Daniel siente como si tuviera arenilla en los ojos y plomo en el cuerpo cuando se mete en la ducha. El agua hirviendo no es suficiente para espabilarlo; solo el impacto del agua helada cuando gira el grifo consigue despertarlo del todo.

Se sube los vaqueros y opta por ponerse un grueso jersey de lana azul oscuro por encima de la camisa. Como es inspector, no está obligado a vestir de uniforme, pero es necesario llevar ropa de abrigo en esta época del año; nunca se sabe cuándo te va a tocar salir al exterior. Ese es el motivo por el que hace años que se deja crecer la barba, pues es una protección excelente para la barbilla. Además, le queda bastante bien, a pesar de que nunca lo admitiría en voz alta.

Se salta el desayuno para evitar molestar a Alice. Ya se tomará un café en la comisaría; de todos modos, nunca tiene mucha hambre por las mañanas. Es mejor dejar que Alice duerma, porque eso significa que Ida también puede descansar. Todavía le está costando adaptarse: convertirse en madre ha sido arrollador, y se siente un poco insegura en su nuevo papel. Que Daniel no pueda estar a su lado durante el día tampoco ayuda a aligerar la situación.

A pesar de que no solían discutir, últimamente han tenido bastantes encontronazos por problemas sin mayor importancia.

Daniel se suele sentir culpable. No tenían planeado tener un bebé, al menos no cuando solo llevaban seis meses juntos. Cuando llegó Alice, apenas tuvieron tiempo para conocerse bien el uno al otro.

Ida mencionó el tema de abortar, pero Daniel se sentía demasiado feliz con la idea de ser padre. Soñaba con ello desde hacía años.

Ida es diez años más joven. Era una monitora de esquí maravillosa, que se encontraba en una etapa completamente diferente en la vida cuando se conocieron un sábado en Bygget, la discoteca más frecuentada de Åre. El recuerdo todavía hace que le tiemblen las piernas. Estaba tan llena de vida y le pareció tan guapa que no podía apartar los ojos de ella. Bailaron toda la noche y volvieron juntos a su casa.

Fue amor a primera vista, el más fuerte que había sentido nunca.

Ida le alegraba los días: lo animaba a hacer excursiones locas en motonieve y a ir de pícnic a la montaña. Ella se crio por la zona y conocía a casi todo el mundo. Por aquel entonces, Daniel ya llevaba dos años viviendo en Åre, pero, junto a Ida, por fin se sentía en casa.

Tener un hijo con ella iba a ser fantástico, esa fue su primera reacción cuando le enseñó el test de embarazo con sus dos rayas azules. Él lo anhelaba tanto que se imaginó un futuro juntos color de rosa.

Ahora, cada vez que ve lo exhausta que está, la culpabilidad lo carcome por dentro.

Daniel sale de casa en silencio y baja las escaleras de la puerta principal. Raspa las ventanillas del coche meticulosamente; el parabrisas está cubierto por una gruesa capa de cristales de hielo y hay unos diez centímetros de nieve en el techo. Se pasa al menos diez minutos limpiándolo todo, y acaba completamente sudado.

La verdad es que podría ir andando hasta la comisaría; en verano no le lleva más de quince minutos llegar hasta allí, pero hoy, la temperatura es de diecinueve grados bajo cero, y está totalmente oscuro. Ha quedado con su compañero, AntonLundgren; van a ir a dar una charla al colegio de Duved. Proporcionar información y fomentar la cooperación es una parte importante del trabajo de un policía en las áreas rurales. Suele trabajar con Anton, un chico de la zona muy alegre y directo. Por las tardes, mientras Daniel se da prisa en volver a casa junto a Ida y Alice, Anton suele dirigirse a una de sus innumerables sesiones de entrenamiento con pesas.

Åre tiene una comisaría pequeña, con solo tres inspectores y siete oficiales de uniforme. Daniel trabaja en Östersund de manera oficial, pero pasa tres días a la semana en Åre.

Arranca el coche, mientras se pregunta si habrá habido mucha actividad en el pueblo durante la noche. Es probable que no. El jueves será peor, pues es la víspera de Santa Lucía y a los estudiantes les gusta salir de fiesta. No suele haber muchos inconvenientes, siempre y cuando solo sean los adolescentes de la zona; los que mantienen ocupados a sus compañeros son los turistas. La temporada todavía no ha empezado, pero pronto habrá peleas en los bares, disputas en las colas de los taxis y personas que buscan problemas en las hamburgueserías. Los delitos por conducción en estado de ebriedad y los robos de equipos de esquí también forman parte del día a día.

La nieve cae con fuerza poco antes de las siete, cuando Daniel pone el coche en marcha dirección a la comisaría de policía de Åre.

4

Un sonido persistente y penetrante despierta a Hanna. Le lleva unos segundos darse cuenta de que ese sonido tan estridente procede de su móvil. Lo busca a tientas en la mesilla, situada a su lado de la cama. Siente como si unos destellos blancos le atravesaran el cerebro por el esfuerzo.

Se le vienen a la mente vagos recuerdos sobre grandes cantidades de alcohol: se metió en la cama con una botella y bebió hasta quedarse dormida.

El ruido cesa al fin y Hanna se hunde en las almohadas, pero enseguida vuelve a empezar. Lo busca de nuevo y finalmente consigue localizar su teléfono.

—¿Sí? —gruñe.

—¿Te he despertado? —pregunta de forma animada su hermana mayor, Lydia.

Lydia tiene diez años más que ella. Es una abogada exitosa con dos hijos maravillosos de exquisitos modales, y está felizmente casada con un hombre igual de triunfador, que se dedica a las finanzas y gana una exorbitante suma de dinero al mes.

Hanna adora a su hermana, pero no lleva demasiado bien estar cerca de ella. Lydia es un recordatorio constante de todo lo que sus padres esperaban de sus hijas. Ese tipo de expectativas que Hanna jamás conseguirá cumplir.

—¿Sabes qué hora es? —continúa Lydia. Siempre se despierta temprano en su maravillosa y enorme casa situada en la isla de Lidingö.

Hanna echa un vistazo a la pantalla del móvil. Las once en punto. No importa. No tiene que presentarse en el trabajo.

Christian la ha dejado.

La conmoción la vuelve a golpear y se le contrae el estómago.

Le duele todo.

—Creo que he pillado algo —consigue decir.

Es verdad, en cierto modo está enferma. Hay un vacío enorme y doloroso donde debería estar su corazón.

No puede evitar soltar un sollozo.

Lydia será todo lo enérgica y exitosa que quieras, pero ni está sorda ni es una insensible. Se da cuenta de inmediato de que algo va mal.

—¿Qué ha pasado?

—Nada.

Hanna no tenía intención de contárselo a nadie. Está acostumbrada a sacarse las castañas del fuego y, en cualquier caso, su situación es una nimiedad si lo compara con lo que les toca vivir a las mujeres maltratadas y vulnerables que ha conocido en su trabajo.

Pero está tan cabreada… Se siente miserable, como si fuese el fracaso personificado. Si le cuenta la verdad a su hermana, se volverá real.

—¿Qué ha pasado? —repite Lydia.

Hanna se deshace en lágrimas.

—¿Hanna?

—Christian me ha dejado —consigue decir en algún momento—. Y he perdido el trabajo. Mi jefe me echó la bronca ayer, me dijo que me buscase otra cosa a la que dedicarme.

Todo sale a borbotones. Le gotean los mocos, que caen sobre la funda nórdica de color azul claro. Entorna los ojos, pero las lágrimas siguen descendiendo por sus mejillas.

—Tengo que dejar el piso antes del domingo.

Intenta secarse los ojos con la esquina de las sábanas, pero no es que sea de mucha utilidad.

Lydia inhala con brusquedad.

—¿Dónde está Christian?

—Con su nueva novia. Valérie.

Hasta Lydia se ha quedado sin palabras por primera vez.

—Vaya —termina por decir—. Menudo cabrón.

Hanna llora todavía más fuerte.

—Todo se solucionará —la tranquiliza Lydia tras unos segundos. Su voz se ha suavizado; en este momento, suena más como la hermana mayor que leía a Hanna cuando eran pequeñas y menos como la mujer poderosa a la que entrevistan para diferentes revistas—. Vas a estar bien, cariño. Sé que lo estarás —añade.

—¿Qué voy a hacer? —susurra Hanna—. ¿Cómo voy a ganarme la vida?

Se escucha que llaman a la puerta al otro lado de la línea, y una voz profunda y masculina murmura unas palabras.

—Lo siento, tengo una reunión —informa Lydia a Hanna. Su habitual tono de voz, eficiente y levemente estresado, está de vuelta—. Te llamo más tarde. Deja que le dé una vuelta al asunto.

—No se lo cuentes a mamá —suplica Hanna—. Prométemelo.

Hace mucho tiempo que se establecieron los roles en su familia. Lydia es la hija exitosa y trabajadora de la que sus padres presumen con sus amigos en España, mientras que Hanna es la que llegó de rebote, y prefieren no mencionarla. Siempre los ha decepcionado: su estilo de vida bohemio y la elección definitiva de su carrera hicieron que su madre y su padre, burgueses como ellos solos, se atragantaran con el vino tinto.

Lo único que su madre aprobaba era su relación con Christian.

Y ahora, eso se ha acabado.

Hanna deja el móvil en la mesilla y se cubre la cabeza con el edredón. No es capaz de entender el engaño de Christian. ¿Cómo le ha podido hacer esto después de cinco años juntos?

Ser consciente de que, en ese mismo momento, se encuentra en casa de su nueva novia hace que se sienta todavía peor. Ayer, Hanna y Christian se despertaron en la misma cama. Ahora, él se ha ido para siempre.

Además, no tiene dónde vivir. El mercado inmobiliario en Estocolmo es terrible. No hay propiedades en alquiler disponibles, solo apartamentos en venta que cuestan un riñón. Dinero que no tiene y que no tendrá jamás.

No puede pedirle dinero prestado a sus padres. Tan solo pensar en llamarlos y contarles lo que ha pasado le resulta insufrible.

La llaman «nuestro pequeño error». Nunca ha sido capaz de hacer nada bien.

No pudo aferrarse a Christian y, a sus treinta y cuatro años, no puede permitirse un lugar propio en el que vivir.

¿Qué va a hacer? ¿Adónde va a ir?

5

Lydia la llama una hora después, como había prometido.

Hanna sigue metida en la cama. Por fin ha dejado de llorar y está mirando el techo con apatía. Debería darse una ducha, tomar una pastilla para el dolor de cabeza y tratar de comer algo, pero es incapaz de mover ni un solo músculo.

—Vale, esto es lo que vamos a hacer —dice Lydia con amabilidad, como si estuviese hablando con una niña—. Vas a ir a nuestra casa en Åre y descansar durante unas semanas.

—¿Åre? —balbucea Hanna.

Su hermana y ella solían pasar las vacaciones de invierno allí con sus padres, pero Hanna no ha vuelto desde que terminó el instituto, a pesar de que siempre le ha gustado esquiar.

Algunos recuerdos todavía duelen.

Lydia continúa abruptamente:

—Mientras tanto, yo me encargaré de revisar tu situación legal con respecto al piso. Christian no puede echarte así sin más… No lo permitiré. Existe un documento gubernamental sobre las personas que conviven y las viviendas compartidas. También voy a hablar con tu jefe.

Lydia siempre consigue hacer que las cosas suenen sencillas.

—Estuvimos en Åre el finde pasado, pero el día veintiséis nos vamos de crucero. La casa estará vacía hasta finales de enero.

Lydia y su marido, Richard, construyeron una amplia casa a las afueras de Åre hace unos años, en una zona que se conoce como Sadeln. Hanna nunca ha ido a verla, pero Lydia le enseñó con orgullo las fotos de la elegante decoración. Es probable que solo el sofá cueste más de lo que Hanna podría llegar a ganar en tres meses.

—Será perfecto —dice Lydia con convicción.

Hanna lo duda, pero no tiene otra opción. No tiene trabajo ni un lugar adónde ir. Y tampoco es que tenga mucho dinero.

—Te he comprado un billete de avión

Lydia no espera a que Hanna conteste.

—El vuelo sale esta tarde, a las tres y media. También tienes un asiento reservado en el bus que sale del aeropuerto de Östersund y hace parada en Åre Björnen. Luego, tendrás que caminar unos diez minutos desde la parada hasta la casa, o puedes pedir un taxi.

El dinamismo de su hermana hace que Hanna se sienta todavía más indefensa. ¿Cómo va a hacer para irse de aquí? Si ni siquiera se ve capaz de darse una ducha ni vestirse, mucho menos de coger un avión sola hasta Åre.

Ni siquiera se siente con fuerzas para mostrarse agradecida. Solo mantener el móvil pegado a la oreja le supone un esfuerzo sobrehumano; le tiembla la mano, aunque esté tumbada.

—Hablando de taxis, ya he llamado a uno para que te pase a recoger a las dos menos cuarto. Ya te he hecho el check-in para el vuelo.

—No puedo permitirme pagar un taxi hasta Arlanda —objeta Hanna.

Lydia es como una apisonadora en cuanto se pone manos a la obra. Su actitud de «todo tiene solución» es abrumadora. Es como si tuviera una lista de tareas en la mente y fuera tachando un punto tras otro. Como si el simple hecho de hacer algo siempre fuese de ayuda.

—Ya lo he dejado pagado, no te preocupes por eso. —Suelta un pequeño suspiro de satisfacción—. Así que todo listo: la situación está bajo control.

Nada está bajo control, pero Hanna ni siquiera tiene la fuerza o la habilidad para explicar por qué. Tampoco se ve capaz de llevarle la contraria a Lydia.

—Gracias —susurra con poca energía.

—Hay un montón de comida en el congelador, coge toda la que quieras, ¿vale? También puedes utilizar nuestro equipo de esquí: tenemos tanta ropa de sobra que podríamos abrir nuestra propia tienda de alquiler de material —Lydia se ríe de su propio chiste—. Llámame cuando llegues para que sepa que estás bien. Tengo que dejarte. Me reúno con un cliente importante en su oficina y no puedo llegar tarde. La Navidad está a la vuelta de la esquina, y todo tiene que estar listo antes de las vacaciones. Ya sabes cómo funciona esto.

Finalizan la llamada y Hanna intenta digerir todo lo que acaba de pasar.

Lydia la envía a Åre para que se lama las heridas. Está todo organizado… Hanna solo tiene que vestirse y hacer las maletas. El taxi llegará pronto.

Åre.

Ya se imagina Åreskutan erigiéndose ante ella; la ve con tanta claridad como si estuviese al pie de esa majestuosa montaña. Por la cabeza de Lydia ni siquiera pasó la idea de construir la casa vacacional en otro lugar que no fuesen las montañas de Jämtland. A Hanna siempre le ha gustado ese sitio también, pero le trae demasiados recuerdos de su infancia, sobre todo de aquellos años en los que estaba a solas con sus padres, después de que Lydia se fuera de casa.

Ahora, no le queda elección. Si no se va a Åre, no tiene ningún sitio al que acudir. No quiere llamar a sus amigos y pedir ayuda: todos están ocupados con sus propias vidas, en especial justo antes de Navidad. Está demasiado avergonzada; no quiere tener que enfrentarse a dar explicaciones sobre lo que está pasando.

Se acurruca en posición fetal. Le da la sensación de que se va a desmoronar por culpa del intenso anhelo que siente por Christian: despertarse con él por la mañana, la seguridad de vivir con otra persona, ser parte de una pareja.

Todavía puede olerlo en la almohada que tiene al lado.

Ojalá pudiera retroceder en el tiempo y hacer que todo volviese a ir bien.

6

La puerta del aula en la que AmandaHalvorssen debería estar teniendo la reunión con su tutor, Lasse Sandahl, está cerrada. Lasse es el encargado de la asignatura de Economía en el instituto de Jämtland, donde Amanda cursa su último año.

Debe de ir con retraso, pues se supone que habían quedado a las cuatro. Ojalá no tarde mucho: el instituto está en Järpen, y el bus de vuelta a Åre sale a las cinco menos veinte. Amanda cumplió los dieciocho en septiembre, por lo que no es obligatorio que haya un padre presente en la reunión. Es la primera vez que viene sola y se siente genial. Mamá es dura, y tiene por costumbre soltar comentarios sobre sus progresos en los estudios. Se mete en prácticamente todos sus asuntos, siempre espera saber adónde va y con quién va a salir. Parece que no consigue aceptar que su hija ha crecido y que es capaz de tomar sus propias decisiones.

Ese es el motivo por el que Amanda no le ha hablado sobre Viktor.

Sabe exactamente lo que le diría su madre si estuviese al tanto del nuevo novio de Amanda. Con su mala reputación, Viktor no causaría furor en casa, ni mucho menos.

Amanda se sienta en el banco pegado a la pared del pasillo pintado de blanco y saca el móvil. Comprueba su apariencia en la pantalla oscura, le queda bien el pelo recién teñido de negro y el corte por encima de los hombros. Se ha marcado los ojos con delineador negro y se ha puesto un pintalabios rojo oscuro que se compró hace unos días. Era un poco caro, pero no le puede importar menos.

Abre Snapchat y se desplaza por la pantalla distraída. Ebba, su mejor amiga, le ha enviado varios snaps y un mensaje, a pesar de que se han visto hace menos de un cuarto de hora.

«¿Dónde narices se ha metido Lasse?».

Está sola en el pasillo; la mayoría de los casi cuatrocientos alumnos ya se han marchado. Amanda tiene hambre y quiere volver a casa. Además, está helada; ya hace bastante frío fuera a estas alturas del año. Cuando la temperatura cae hasta los veinte grados bajo cero, es complicado mantener cálido un edificio tan grande como el instituto.

Escucha unos pasos en las escaleras y aparece Lasse. Viste unos vaqueros y una sudadera, a pesar de que tiene, por lo menos, treinta y cinco años.

—Lo siento, llego tarde —dice sin aliento—. El director me ha cogido por banda.

—No pasa nada —suelta Amanda.

Lasse abre el aula, entra y va directo a las cortinas de color verde musgo. Hay una mesa redonda en medio de la clase, rodeada por tres sillas tapizadas de negro. Amanda se sienta en el lado opuesto a Lasse, no demasiado cerca de él.

—Veamos, Amanda —empieza—. ¿Cómo crees que han ido las cosas este semestre? Te presentarás a los exámenes finales en primavera, ya queda menos para que dejes de tener que aguantarnos a los demás profes y a mí todos los días.

Le dedica una sonrisa exagerada y, una vez más, Amanda se siente asqueada por lo amarillos que tiene los dientes. Le devuelve la sonrisa para mantener el buen rollo.

—Sí, supongo —contesta, encogiéndose de hombros.

Sus notas están lo bastante bien; no le apetece pasarse las tardes estudiando, a pesar de que sabe que eso es precisamente lo que debería hacer.

Lasse hurga en su viejo maletín y saca un montón de papeles.

—¿Cómo crees que te fue en la evaluación nacional de inglés que tuviste el viernes? —le pregunta él.

Amanda se quita el esmalte de uñas oscuro que ha empezado a descascarillarse en el pulgar. Le cuesta concentrarse en las preguntas, aunque sabe que es importante. Anoche permaneció despierta durante horas, mientras se preguntaba qué debería hacer.

Sus pensamientos daban vueltas y más vueltas, pero no era capaz de dar con la respuesta correcta. Es consciente de que debería hablar con un adulto acerca de lo que pasó, pero todo se ha complicado demasiado.

—¿Amanda? —La voz de Lasse la trae de vuelta a la realidad.

—¿Perdón?

—Últimamente estás bastante despistada y te falta concentración. ¿Hay algo que quieras contarme?

La ironía de la pregunta deja a Amanda atontada.

Él es la última persona en la que confiaría.

Antes de que le dé tiempo a reaccionar, Lasse acerca la silla. Coloca las manos sobre las suyas.

—Estoy aquí para ayudar.

Se detiene ahí por un momento que le resulta demasiado largo. Puede sentir su palma sudorosa en la piel antes de apartar la mano.

—Estoy bien —le asegura—. Creo que he estado trabajando demasiadas horas en vez de estudiar. —Se mueve con discreción hacia atrás para poner más distancia entre los dos—. Para ganar dinero y poder comprar los regalos de Navidad —añade.

—Lo entiendo —dice Lasse, hojeando sus notas—. Pero tus faltas últimamente también son un motivo de preocupación. Eso no mola nada.

A Lasse le encantaría que los estudiantes lo consideraran su amigo a pesar de su edad. Utiliza algunas palabras que suenan estúpidas cuando salen de su boca.

—Y he estado resfriada —miente Amanda—. Un resfriado tras otro, de hecho. Estoy segura de que las cosas irán mejor el próximo semestre.

Lasse repasa lo que han dicho sus profesores sobre ella, mientras Amanda finge que está escuchando y que le importa lo que le cuenta.

Al principio, cuando Lasse se convirtió en el tutor de la clase, ella pensó que era guapo y enrollado. A muchos de sus compañeros les gustaba el rollo que se traía de coqueto, la forma en la que hacía que cada persona se sintiera especial. No era como los demás profesores.

Sigue toqueteándose el pulgar; no queda ni un resto de pintaúñas.

Por fin han terminado. Ya son las cuatro y media pasadas, y no le va a quedar más remedio que correr para intentar llegar al bus.

Cuando se ponen en pie, Lasse se coloca a su lado y le estrecha los hombros con el brazo. No puede quitárselo de encima sin quedar como una borde.

—Espero que vengas a verme si necesitas hablar —dice—. Me sentiría muy decepcionado si no lo hicieras.

No consigue discernir si es una simple invitación o si hay algo más, algo que podría costarle caro.

El olor a tabaco rancio y a café que desprende su aliento llena el espacio que hay entre los dos.

Amanda asiente, sonríe con rigidez y se dirige hacia la puerta. No hay ventanas, por lo que nadie puede verlos.

Tan solo quiere alejarse de él lo más rápido posible.

7

Son las seis y cuarto cuando el bus del aeropuerto deja a Hanna en el centro de Björnen.

En Estocolmo, el suelo estaba despejado; aquí arriba, está lleno de nieve.

Todo es blanco.

Hanna ha viajado hasta Åre en modo zombi, concentrada en ir dando un paso tras otro y en no decir ni una palabra, excepto en las ocasiones en las que ha sido estrictamente necesario. Y, aun así, se siente cansadísima, como si hubiese corrido una maratón. Le duele el pecho por culpa de la tristeza y se odia a sí misma por haberse arruinado la vida de este modo.

El GPS del móvil la aleja del centro del pueblo, invadido por edificios de viviendas, telesillas y tiendas de alquiler de equipamiento de esquí. Cruza un puente, pasa la estación de esquí de fondo y se dirige hacia la nueva urbanización, conocida como Sadeln.

La nieve cruje bajo sus pies; de algún modo, el silencio le resulta irreal. La nieve que cae amortigua cualquier sonido y el mundo queda envuelto por un manto blanco. El frío le entumece los dedos de las manos y de los pies.

Después de diez minutos de caminata, llega a la entrada del complejo. Unos muros de pizarra bordean ambos lados de la carretera, y observa la palabra «Sadeln» escrita con unas letras de cobre brillantes.

Le resulta excesivamente caro e inaccesible, como si solo las personas con negocios importantes fueran bienvenidas; los demás no deberían ni molestarse en acercarse.

Sube con dificultad una colina empinada y respira profundamente cuando llega a la cima.

Es alucinante y muy… grande.

Las casas están desperdigadas por las amplias laderas y el bosque parece no tener fin. A pesar de la oscuridad, Hanna consigue apreciar la arquitectura vernácula moderna de las viviendas: unos inmensos tejados de turba, unos balcones amplios y unos enormes ventanales. Las parcelas y las edificaciones son mucho más grandes que en Björnen; aquí hay mucho espacio y las vistas son infinitas.

Justo debajo, el lago Åre descansa en gélida hibernación.

Parece un pueblo fantasma, aunque está a punto de despertarse en cuanto dé comienzo la temporada de verdad. El silencio casi se puede palpar. Las casas están vacías y a oscuras, con las cortinas echadas. Los extraños candelabros de Adviento y la iluminación exterior no consiguen ahuyentar la desolación de este sitio, donde no hay ni un alma.

Hanna sigue adelante con su mochila y su maleta. Lydia dijo que solo eran diez minutos de camino, pero ya debe de llevar quince minutos andando por lo menos. Debería haber cogido un taxi, pero no quería desperdiciar más dinero de forma innecesaria. No cuando su futuro es tan incierto.

Ayer, en cuanto su jefe, ManfredLidwall, le pidió que fuese a su despacho y le ordenó que cerrase la puerta, supo lo que se le venía encima.

Nadie se había molestado en hacer justicia, y estaba tan enfadada y se sentía tan decepcionada que protestó y actuó con la mayor testarudez que pudo. Sin embargo, jamás se habría imaginado que la castigarían a ella. Seguía teniendo la esperanza de que alguno de los peces gordos reabriera la investigación y se asegurara de que su compañero, NiklasKonradsson, pagara por lo que había hecho. Había golpeado a una mujer hasta la muerte. Su nombre era Josefin, pero a nadie le importaba. Todos decidieron proteger a Niklas.

Y ahora es Hanna la que se encuentra en el punto de mira, acusada por insubordinación y falta de espíritu de equipo.

Manfred ni siquiera le pidió que se sentara. Tan solo se quedó plantado en medio del despacho, con una expresión hostil dibujada en la cara y los brazos cruzados. Su tono de voz fue gélido cuando le dijo que se buscara un puesto de trabajo lejos de la Policía Municipal; de lo contrario, se aseguraría de que la trasladaran a un lugar donde su carrera se habría acabado para siempre.

Aprovechó para desquitarse: le dijo que estaba harto de sus descaradas faltas de respeto y de que estuviera tan cerca de ser acusada por mala conducta profesional. Ninguno de sus compañeros quería seguir trabajando con ella. Su arrebato de la semana anterior, cuando lo acusó de ser un incompetente y un corrupto, fue la gota que colmó el vaso.

Hanna creía que un superior no tenía derecho a hablarle del modo en que Manfred lo hizo. Quizá no se habría atrevido si hubiese habido alguien más en el despacho, pero, al encontrarse los dos solos, se dio el lujo de atacarla de forma personal.

Hanna intentó convencerse a sí misma de que él era una mierda de persona, pero no pudo evitar sentirse avergonzada.

Ellos ya no la querían allí.

Básicamente, la habían echado a patadas.

Continúa recorriendo la carretera, donde se ha acumulado la nieve. No queda ni rastro de las aceras, solo unas montañas de nieve a cada lado. Se detiene para ubicarse y se da cuenta de que la casa de Lydia se encuentra a unos cien metros más adelante.

La mandíbula casi le roza el suelo.

Es una casa de madera enorme, gigantesca, con dos alas. Se encuentra en lo alto de la colina, donde ningún vecino puede asomarse a husmear. Unas colosales ventanas divididas con parteluces aprovechan las vistas al máximo, mientras que la iluminación de la propia fachada crea una especie de halo que acentúa ese toque de exclusividad.

Lydia no bromeaba cuando dijo que no habían escatimado en gastos.

Hanna se había imaginado una cabañita normal y corriente, pero esta combinación de cristal y madera oscura tiene poco en común con las típicas cabañas de las montañas suecas. Se asemeja más a las que se pueden encontrar en Aspen, Colorado, o incluso a un gran chalet en los Alpes suizos.

Los suecos tienen fama de no llamar la atención, en lugar de alardear del dinero y de sus posesiones, pero la casa de Lydia es la excepción a la norma.

El rugido de un motor rompe el silencio.

Hanna apenas consigue ver el haz de luz de los faros antes de que un SUV oscuro aparezca a toda velocidad por la curva de la estrecha carretera. Tiene un vago recuerdo de haber visto una señal que indicaba treinta kilómetros por hora en la entrada de la urbanización, pero está claro que ese vehículo no se está ciñendo al límite de velocidad.

Por un segundo, se queda ahí plantada, congelada en el sitio. El conductor va demasiado rápido y el alto capó aparece justo delante de ella, demasiado cerca.

La va a atropellar.

Actúa por instinto y se lanza sobre la montaña de nieve más cercana. Por suerte, es lo bastante mullida, así que salta fuera de la carretera y cae en una nube de nieve.

El coche pasa a toda velocidad, a escasos centímetros de ella. Por pura suerte, consigue apartar los pies a tiempo, antes de que las ruedas le pasen por encima.

Hanna se queda ahí tumbada, bocarriba, con el corazón latiéndole a toda prisa. Le da miedo comprobar si puede mover todas las extremidades: ¿ha salido ilesa?

Se incorpora con cuidado. No parece haberse roto nada, tan solo se ha golpeado la cadera al caer de lado.

Mira fijamente por donde se ha ido el SUV, que ya ha desaparecido por completo. El conductor tiene que haberla visto y, aun así, no se ha dignado a parar para comprobar si está bien. Qué imbécil.

¿Iba un hombre al volante? Difícil decirlo, todo ha pasado demasiado deprisa. Ni siquiera se ha quedado con el modelo o la matrícula, solo recuerda que era tan negro como la oscuridad que la rodea de nuevo.

Sin duda estaba loco; casi le pasa por encima.

Podría haber muerto.

Está tan conmocionada que su impulso es quedarse exactamente donde está. Podría quedarse a dormir ahí tirada en el suelo: al menos así no tendría que lidiar con todo lo que ha pasado.

Es demasiado. Está cubierta de nieve, que se le ha colado entre el abrigo y ya está empezando a derretirse. No nota los dedos de los pies.

Christian se sentiría mal si encontraran su cuerpo aquí tirado por la mañana.

Niega con la cabeza y se pone de pie. Se quita la nieve para moverse, coge la maleta y recorre los últimos metros que la separan de la casa.

La puerta principal se sitúa en la parte de atrás, más allá de la entrada de esquí independiente, probablemente para evitar estropear las vistas.

Forcejea con el código de la cerradura, excesivamente moderna. Tiembla con tanta violencia que le cuesta mantenerse en pie.

Jamás se había sentido tan pequeña, tan abandonada. La idea de que Christian la ha dejado le golpea en lo más profundo de su mente.

Consigue abrir la puerta, al fin. De inmediato, el olor a madera la envuelve y se le viene a la mente un recuerdo de algo reconfortante de su infancia: un fuego chisporroteando, una taza de chocolate caliente con nata montada, ella sentada sobre las piernas de su hermana mientras le lee un cuento.

Aliviada por entrar en calor, está a punto de echarse a llorar.

Miércoles, 11 de diciembre

8

Ya son más de las doce cuando Hanna sale de la cama y entra en la cocina, vestida con su viejo pijama desaliñado.

Las habitaciones de invitados de Lydia no están nada mal. Hay cuatro en la planta baja, tres de ellas con unas amplias camas de matrimonio. Hanna escogió la habitación situada en la esquina este, decorada en tonos rojos, marrones y naranjas, con unas vistas espectaculares hacia el lago.

Ha dormido fatal, a pesar de la comodidad de la cama: se ha despertado varias veces y se ha dado cuenta de que estaba llorando en sueños.

Se dirige hacia la máquina de Nespresso y pulsa el botón para hacerse un café extrafuerte. Encuentra pan y un montón de comida en el congelador. Está repleto de carne, pescado y verduras; incluso hay unos rollitos de canela caseros. En la nevera hay mermelada, caviar de la marca Kalles y otros productos para untar con fechas de caducidad muy lejanas. Encuentra una caja de huevos en lo alto del frigo. Por supuesto que hay huevos, a pesar de que la casa debería estar vacía.

Lydia le comentó que estaba bien equipada. Hanna no puede evitar sonreír al pensar en su hermana, la persona más organizada del mundo.

Se prepara dos sándwiches, se sienta a la mesa y enciende la televisión para disipar el silencio.

Se queda mirando a través de los ventanales: el cielo está nublado y la nieve cae con delicadeza. Más arriba, sobre el Renfjället, un halo de luz apenas visible revela el lugar en el que se ha ocultado el sol.