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Diciembre de 1527. Durante meses, las tropas de Carlos V han sometido a la Ciudad Pontificia a un brutal saqueo en el que se han perdido las grandes reliquias de la Cristiandad. El Saco de Roma conmociona a toda Europa y parece confirmar las perversas profecías de los enemigos de la Iglesia católica. El rey de España, y emperador del Sacro Imperio, llega a un acuerdo con el papa Clemente VII para recuperar los tesoros sacros que ocuparán los cuatro pilares sobre los que se sostendrá la nueva cúpula de la basílica de San Pedro. Julio de Castillo, un capitán español, deberá afrontar tan ardua tarea. Su misión se verá dificultada por una serie de asesinatos entre los altos cargos de la Curia apostólica y el ejército imperial. Unos enigmáticos crímenes que implican a las redes de espionaje de Venecia y Francia, y que deberá resolver junto con Giovanna Inverno, una agente de la poderosa familia Colonna. Basada en un hecho real, esta tormenta de intrigas conducirá a los protagonistas por un laberinto de misterios, entre los palacios del Borgo Vaticano y los bajos fondos de la Roma renacentista.
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Seitenzahl: 558
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Primera edición en Pàmies: mayo de 2025
Copyright © 2025 de Marco Aurelio Balbás Polanco
Autor representado por Silvia Bastos, S.L., Agencia literaria
© de esta edición: 2025, Ediciones Pàmies, S. L. C/ Monteverde 28042 Madrid [email protected]
ISBN: 978-84-10070-83-7BIC: FV
Arte de cubierta: CalderónSTUDIO®Mapas: Yeyo Balbás
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
Mapa de Florencia en 1527
Mapa de Roma en 1527
Prólogo
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
Apuntes históricos
Agradecimientos
Contenido especial
Para Aurelio Balbás
(1943-2023).
Sequiturque patrem non passibus aequis.
«En la pública luz de las batallas
otros dan su vida a la patria
y los recuerda el mármol.
Yo he errado oscuro por ciudades que odio.
Le di otras cosas.
Abjuré de mi honor,
traicioné a quienes me creyeron su amigo,
compré conciencias,
abominé del nombre de la patria,
me resigné a la infamia».
El espía, Jorge Luis Borges
Trató de abrir los ojos y respirar. Pasaron horas, o tal vez un instante. Al fin, sus párpados se alzaron y percibió las desdibujadas formas del techo, hundido bajo el peso de la humedad, la pintura desconchada, el artesonado reducido a una maraña de madera pútrida. Su vista descendió por el ajado camastro, hacia las tablas que cegaban el portillo y apenas dejaban entrar la dorada claridad del ocaso.
Escuchó un áspero susurro deslizándose bajo el lecho. Ratas disputándose los últimos restos de comida. Dos yacían muertas. De sus bocas rezumaban babas mezcladas con migajas de pan.
Envenenado.
Ignoraba hacía cuántos días, había perdido la noción del tiempo. El dolor en el vientre se había convertido en una parte indisoluble de sí mismo, la lengua tan seca como el esparto y, bajo el grueso manto de lana, la humedad filtrándose hasta los huesos. El siseo de las ratas no alcanzaba a integrarse en la pesada melodía del silencio: el susurro del viento a través del vano, los chillidos de los grajos y su propia respiración, cada vez más lenta.
Estaba solo.
El único ser humano en una ruina abandonada de una ciudad muerta. Gritó, hasta que le dolió el pecho. Hasta quedar sin aliento. El corazón le decía que imploraba auxilio a viva voz; mas, en su fuero interno, sabía que de su boca apenas había salido un gemido. Cuando la ardiente necesidad de respirar regresó, incluso los gritos de su mente cesaron.
Tenía que levantarse.
Más fácil sería estar muerto; así, al menos, no tendría que intentarlo. Reptó entre las sábanas, probó a apoyarse en el codo y, por un instante, no hubo nada más que dolor. Un dolor tan insoportable que abarcaba todo el maldito universo. Logró ponerse en pie, la agonía remitió y pudo regresar a su maltrecho cuerpo.
Envenenado.
Y quien lo hizo sin duda buscaba algo. Se giró hacia la pared agrietada, para enfrentarse a una mirada enigmática, arcana, imbuida en una urdimbre desde hacía milenios. Cien veces había querido destruirla sin ser capaz de alzar la mano. Cojeando, descolgó el lienzo sagrado que exhibía el rostro de Dios y trastabilló hasta la lóbrega biblioteca. A duras penas consiguió arrodillarse junto al desvencijado arcón. Dobló la tela con devoción y la escondió bajo una moharra oxidada. Después, cerró la tapa, aherrojó el arcón dos veces y se llevó la llave a la boca… para tragársela.
Entre los estantes buscó a tientas un libro, andrajoso, desgastado, abierto con tanta frecuencia que el lomo resultaba ilegible. Lo guardó en su escondrijo y regresó renqueando hasta el cuarto. A tientas buscó la daga oculta bajo la almohada. Se remangó el antebrazo, pensó en las palabras y, con la punta afilada, trazó líneas rojas en su pálida carne. Una vez que el dolor se agotó, se descubrió sentado en el suelo. Manos ajadas, arqueadas y rotas; la sangre coagulada rezumaba por la diestra.
Eso es todo. Es el fin.
Mientras la agonía engullía su mundo, fuera alguien gritaba su nombre y golpeaba la puerta. Boum-boum. Era él. Tenía que ser él. La desesperación le otorgó fuerzas, y comenzó a arrastrarse por el suelo. Boum-boum. Unos hilos invisibles movían sus brazos; ni siquiera sentía las piernas. Boum-boum. Casi rodó por las escaleras, los cascotes se le clavaron en las manos. Boum-boum. La voz de su único amigo, su única esperanza, lo atraía como un faro en la noche.
Tuvo que apoyarse en el postigo para ponerse en pie. Tiró de él para abrir la puerta, y entrecerró los ojos ante el fulgor del crepúsculo. Allí estaba él. Una figura recortada sobre el rectángulo de luz y las oscilantes sombras de los cuervos. Su boca formaba una mueca cruel, y, con la diestra, sostenía una daga. El aleteo de las aves levantó motas de polvo que captaron la mísera luz que atravesaba las nubes y brillaron sobre el recién llegado como chispas de fuego.
Intuyó una puñalada. Quiso detenerla con el brazo, y el mundo entero se volvió un borrón oscuro. El acero le tajó los tendones, un humor rojizo salpicó el empedrado. El golpe que vino después habría silenciado el silencio.
Dolía.
Dolía tanto que, esta vez, pudo gritar. Y cuando se le agotó el aliento, vio un charco escarlata formándose en el suelo. Se quedó allí tumbado, sin fuerzas, exangüe. Los cuervos dejaron de agitar las alas, reapareció la luz del ocaso y la daga resplandeció de nuevo. Sólo había un pensamiento en su mente.
El lienzo. No debe encontrarlo.
Después, su vida se disolvió en la nada; hasta que el límite entre agonía, realidad e ilusiones se desvaneció por completo.
La alborada trajo una luz mortecina, fría, como la caricia de un cadáver, que tiñó el cielo de grises y púrpuras, arrastrando un mar de sombras sobre la Ciudad Eterna. Ante las lóbregas aguas del Tíber, un colosal cilindro se recortaba en el brumoso horizonte. Heridas de muerte por un sol desvaído, las estrellas se extinguían sobre el castillo de Sant’Angelo.
Amanecía el seis de diciembre de mil quinientos veintisiete. Odres y botas de vino pasaban de mano en mano entre la escuadra que aguardaba en el corredor anular de la vetusta fortaleza. Julio del Castillo se había habituado a climas mucho más recios que el de su Sevilla natal, pero aquella gélida mañana, vestido con brigantina y mangas de malla, la vigilia se le antojaba eterna. La armadura poseía la irritante virtud de congelar el cuerpo en invierno y abrasarlo en verano.
Esperar. Hay que saber esperar. Resignado ante lo más arduo del oficio de soldado, el capitán pasó revista a la veintena de hombres: coseletes bruñidos y engrasados, puestas a punto las armas de fuego. Apenas reconoció a Francisco Delicado, con el rostro ensombrecido por el gorro de tafetán que delataba su oficio de galeno.
—Nuestros antepasados godos ya saquearon Roma en una ocasión, cuando era el corazón de un gran imperio —decía a los soldados—. Los padres conscriptos se negaron a pagar el tributo acordado y el rey Alarico rapiñó la ciudad a su antojo. Así que ya veis cómo la historia se repite: los romanos son de naturaleza traicionera y nuestra reciedumbre germánica nos hace poco amigos de las bromas.
Tales razones esgrimía aquel clérigo menudo, fibroso y renegrido como un sarmiento. Persona afable, amigo de sus amigos, Delicado sólo perdía la compostura cuando alguien cuestionaba su hidalguía, momento en el que echaba mano a la daga que llevaba oculta bajo el balandre y esgrimía con una ferocidad endiablada. Cordobés de origen, compatriota de Séneca, bachiller y hombre de letras, poseía extraños hábitos y era pudoroso en extremo. Acostumbraba a orinar solo, y, si alguien se le arrimaba, lo ahuyentaba a golpes mientras maldecía a voz en grito.
—Esa raza vil y deicida que nuestros reyes católicos expulsaron aún está entre nosotros —le advertía a Juanillo—. Mas no temáis, que aquí todos somos cristianos viejos, del rancio linaje de los godos. Así que, mi buen amigo, podemos considerarnos parientes lejanos.
Juanillo era un lansquenete alemán, católico, oriundo de Suabia. Su padre lo había llamado Johannes en honor al maestro de armas de Liechtenau, cuyas enseñanzas en verso podía recitar de corrido aun borracho. Un doblesueldo del emperador Carlos que perdió la diestra durante el asedio a Milán y servía como entretenido en la compañía de Julio. Grande tal que un oso y pálido como si jamás hubiese visto el sol, había entablado una entrañable amistad con el cordobés, que apenas le llegaba al hombro.
El portalón se entreabrió con un gemido siniestro y de él asomó un mozuelo engalanado.
—Andiamo —dijo el zagal en un susurro, para no perturbar la gélida quietud de aquel mundo gris.
Julio lo acompañó por el corredor abovedado, una rampa sumida en tinieblas que giraba en las entrañas del coloso de hormigón y travertino. En la sala de las urnas un pendón en oro y sable exhibía la tiara papal y las llaves de San Pedro. Bajo el blasón que encarnaba al menguado poder pontificio aguardaba Hernando de Alarcón junto a un italiano ataviado con ropas de peregrino.
El marqués de la Valle Siciliana superaba ya los sesenta años. Había entrado en milicia a los dieciséis, durante la guerra del Moro en Granada, y después sirvió a Su Majestad en Nápoles bajo las órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Soldado viejo en todos los sentidos, el militar conquense mostraba un rostro ancho y vigoroso de cejas pobladas y dos grandes entradas, carencia capilar que compensaba con una barba grisácea que afloraba de su recia mandíbula como un matorral. Saludó a Julio y señaló a su acompañante, quien, con una gorra de paño y un manteo zurcido, intentaba ocultar, sin demasiada fortuna, su condición de clérigo.
—Debéis llevarlo a Capranica, una aldea a medio camino de Orvieto —dijo Alarcón—. Allí os aguarda la hueste de Luigi Gonzaga. Una escolta más aparatosa llamaría la atención.
El capitán hispalense asintió. Cincuenta ducados por cabeza bien valían los riesgos de aquel encargo, y, como oficial al mando, él obtendría diez veces más.
—Los alemanes desconfían de vueseñoría —respondió Julio con cautela—: habrán apostado vigías en torno a Sant’Angelo.
El marqués sonrió con los ojos, el resto de facciones sepultadas bajo un denso zarzal hirsuto. Hacía meses que las bandas de soldados ebrios, en perpetua búsqueda de vino y mujeres, suponían la única autoridad más allá de los muros de Roma, y no contaban con más divertimento que toda suerte de ocurrencias impías: tres días antes, unos lansquenetes habían degollado a un cura por negarse a darle de comulgar a un asno. Los germanos del ejército imperial, luteranos en su inmensa mayoría, veían al papa como el Anticristo y su presencia en la ciudad pontificia, como una suerte de peregrinación sacrílega. Exigían sus pagas atrasadas y, no sin motivo, desconfiaban de recibirlas. Tal y como empezaba a ser costumbre, los españoles habían sido los primeros en asaltar las murallas y serían los últimos en cobrar.
—Ayer repartimos soldada —explicó Alarcón—, y he procurado que las tabernas estén bien abastecidas.
Descendieron por la rampa hasta el paso de ronda. Los arcabuceros se giraron al verlos llegar y Delicado se adelantó al resto.
—No tenía en mente reclutar sotanas. —El marqués, por supuesto, hablaba de forma figurada: no había hembra o varón que osara mostrarse en hábito eclesiástico por las calles de Roma.
—El bachiller conoce bien el Lacio —respondió Julio—. Atenderá nuestras heridas o nos dará la extremaunción, según toque.
—¿Y qué hay del lansquenete?
—Juanillo nos hará de intérprete —añadió el sevillano—. Es un buen católico y persona de entera confianza.
No lo decía muy convencido, mas no quiso mostrar tales inquietudes ante el capitán general, no fuera que reconsiderase la confianza que había depositado en él. Saltó sobre el palafrén retinto y se despidió del marqués con un firme apretón de manos. Delicado y el italiano montaron las mulas, y la escuadra —veinte soldados a pie y media docena de criados— abandonó el Borgo Vaticano por la puerta de Sant’Angelo.
A su paso por la vía Trionfale, sólo se oía el entrechocar de las armas, los relinchos de las bestias, las herraduras que arañaban la ajada pavimentación romana. Olía a espliego húmedo por el rocío, a perfumes de miseria, entre un manto de niebla espectral aferrado a los escombros de una civilización extinta. Inmensas ruinas afloraban en ángulos imposibles, y, entre ellas, aún resonaban los gritos agónicos acallados por la muerte. Los cadáveres se pudrían a orillas de los caminos, la escarcha les servía de mortaja.
Un graznido rompió el silencio.
—Cuando el grajo vuela bajo hace un frío del carajo —murmuró Guillem Fabrat, con la piel pálida teñida de sombras.
—Frío hace en Teruel. —Las minas del Moncayo habían sido la infancia de Román Calavera; la mecha del arcabuz era su nueva realidad. Trataba de mantenerla seca como si le fuera la vida ello.
—Chitón —ordenó Julio.
Ante un ruinoso caserío, una escuadra de lansquenetes montaba guardia. La mirada del cabo recayó fugazmente sobre el peregrino y retornó al pichel de cerveza. Aliviado, Julio escrutó a su protegido, un florentino de unos cincuenta años. Decían que era una persona reservada, una cualidad desdichada para alguien de su rango. Vio círculos de insomnio bajo sus ojos cansados, y una tempestad de emociones al percibir la atención indeseada. No halló maldad en ellos, sino temor, y una petulancia nacida de sus propias virtudes y de un noble linaje paterno: lástima hacia los débiles, compasión por los humildes y desdén hacia los necios. Por un instante sus miradas entraron en liza, y el florentino hurtó la suya con fingido desdén.
El capitán poseía tres virtudes que servían bien a sus propósitos: un asombroso talento para comprender la naturaleza humana que, en ocasiones, rayaba la clarividencia, unido a una desesperante paciencia, como si viviera ajeno a las restricciones temporales de la existencia humana, y unos ojos zarcos, veteados en plata, insólitos en su rostro tan atezado, indolentes y engañosos a la mirada, que ocultaban unos pensamientos que nadie lograba descifrar.
—Capranica se halla a nueve leguas, siguiendo la vía Francígena —le informó el bachiller, tras azuzar a la mula—. Una aldea hermosa, recóndita, entre las villas de Sutri y Vetralla.
—¿Cómo acabó vuestra merced en Italia? —le preguntó Julio, intrigado.
—Todos los caminos llevan a Roma —respondió Delicado—, o eso decían antes.
Recorrieron la ladera del monte Mario para adentrarse en la Insugherata, un paraíso natural cuajado de ruinas. Algunas suponían vestigios de un imperio remoto; otras, más recientes, parecían obra del ejército cesáreo. Al contemplar la desolación desde el puente del Crémera, el rostro de Julio se ensombreció, asaltado por un tropel de recuerdos.
—Todo sucedió por el implacable juicio del Altísimo —le dijo Delicado, y añadió con voz gruesa—: El Señor nos dio por maestro al santo padre, para que de él aprendiésemos a vivir como buenos cristianos. Mas él nada de eso hizo. Con su ejemplo, Cristo nos conminó a que vivamos en la pobreza, y sus ministros nos enseñan que ninguna cosa podemos tener sino por dineros. Al bautismo, dineros; a la confirmación, dineros; al matrimonio, dineros; para confesar, dineros; para comulgar, dineros. Sólo nos darán la extremaunción por dineros y no nos enterrarán en sagrado si no es por dineros. Eran tantos los vicios eclesiásticos que el Señor inspiró a Erasmo Roterodamo, quien, con suma elocuencia, los denunció en sus escritos. Mas el papa hizo oídos sordos a tales advertencias y a los libelos de fray Martín Lutero. De suerte que el Hacedor decidió castigar a la ciudad pontificia, y ahora toda esa fortuna, obtenida de pleitos, bulas, indulgencias, confesionarios, dispensaciones, excomuniones, agravaciones y canonizaciones, está en manos de los soldados, siempre necesitados de plata, para repartirlo entre las mujeres de bien.
Al escuchar aquello, el clérigo florentino le dedicó una furibunda mirada. Después, bajó la vista y comenzó a porfiar en dialecto toscano.
—Erasmo despreció la cátedra en Alcalá que le ofreció el cardenal Cisneros —señaló Julio—. «Non placet Hispania», escribió: a su parecer, en nuestros reinos sigue habiendo demasiados judíos.
—Entonces que le den por el sieso.
Existen certezas tan inamovibles como la estrella Polar en el cielo: que un soldado, si desea vivir, ha de comer; que su único medio será la espada, que todos lo odiarán por ello y que morirá, tarde o temprano. Corrían tiempos difíciles, y el florentino al que escoltaban era, en gran medida, culpable de ello.
El rey de Francia, Francisco de Valois, se disputaba Italia con Carlos de Habsburgo, rey de España y emperador del Sacro Imperio. El Francés reclamaba para sí el ducado de Milán y el reino de Nápoles, que se hallaban en manos de su rival. Mas fue derrotado y apresado en Pavía y se vio forzado a rubricar un tratado por el que renunciaba a sus ambiciones, algo que, una vez liberado, dadas las gravosas imposiciones, por supuesto, no cumplió. En su lugar, se alió con el papa Clemente para fraguar una nueva alianza contra Carlos: la infame Liga de Cognac, compuesta por el reino de Francia, las repúblicas de Venecia y Florencia, el ducado de Milán y la puta de Inglaterra. El papa no deseaba que ni Carlos ni Francisco señoreasen Italia. De modo que traicionó al primero para apoyar al segundo, pactó con el segundo para guerrear contra el primero y así una vez tras otra. Entre tanto, en el norte, al ejército de Carlos de Borbón, un renegado francés al servicio del Imperio, se le adeudaban más y más pagas.
El invierno que vio nacer el año mil quinientos veintisiete había sido recio, los soldados no tenían dineros ni para comprar paño con que abrigarse, la tropa pisaba la nieve enlodada, descalza o con alpargatas de esparto. Alentado por tales privaciones, Clemente ofreció pecunio y vituallas a la Serenísima República y al lugarteniente del Francés, para que juntos asaltaran el reino de Nápoles. Pero aquel papa embustero no cumplió lo prometido, y, a esta causa, los de Cognac hubieron de retirarse. Entonces, el santo padre hizo treguas con Charles de Lannoy, el virrey de Nápoles, convencido de que así conjuraba la amenaza imperial. Y así fue, pero sólo la del sur: cuando les llegó la noticia a las tropas españolas del Borbón, los colonneses, enemigos declarados del papa florentino, les dejaron caer, de pasada, que el emperador no podría pagarles más que con el Saco de Roma. Los soldados de Castilla y Aragón se presentaron ante la tienda de Carlos, duque de Borbón y de Chantellerault, y capitán general de los ejércitos en Italia, para reclamar su dinero, dispuestos a acuchillarlo si fuera menester. Y tal vez lo hubieran hecho, de no ser porque este último, prevenido, buscó refugio en los cuarteles de los mercenarios alemanes, quienes, a cambio de su auxilio, le exigieron lo que les adeudaban. Puesto que la tropa se mostraba ansiosa por marchar a Roma, batirse y saquear el Vaticano, el Borbón, al no verse comprometido por una tregua firmada a sus espaldas, declaró con gallardía: «Yo iré con vosotros».
Sin bastimentos ni dineros ni apenas artillería, los imperiales cruzaron los Apeninos, dispuestos a que la Ciudad Eterna dejara de serlo. En vano los emisarios de Lannoy les entregaron cien mil ducados, reunidos a escote entre Roma y Florencia, pues les respondieron que harían falta al menos doscientos cuarenta mil más para abortar la empresa. Clemente amenazó entonces con excomulgarlos. El ejército cesáreo, formado por mil quinientos jinetes y dieciocho mil infantes, continuó avanzando por la vía Emilia y la noche del cinco de mayo acampó en la falda del monte Mario.
Al amanecer, los imperiales asaltaron el recinto amurallado que, flanqueado por el castillo de Sant’Angelo, defendía el Palacio Apostólico y la basílica de San Pedro. Al cabo, recibieron la ofensa de los cañones, y, al ver su ataque por dos veces rechazado, Carlos de Borbón se apeó del corcel con bizarría, tomó una escala y ordenó a sus hombres que lo siguieran. Nada más arrimarse a la muralla fue herido en la ingle por un disparo de arcabuz. Dicen que, con la hombría hecha jirones, el Borbón pronunció esta postrera arenga: «Cubridme, soldados, para que los enemigos no sepan mi muerte, y seguid animosamente la empresa: no impida mi desgracia que alcancéis tan gloriosa y segura victoria». Otros aseguran que berreó como un puerco en San Martín hasta morir desangrado. Sea como fuere, aquel percance, lejos de desalentar a la tropa, avivó aún más sus ánimos, y, sin nadie que la acaudillase, se desperdigó por la ciudad santa como las diez plagas de Egipto. Los soldados saquearon palacios, basílicas y monasterios, violaron a madres e hijas, a nobles y criadas e incluso a las vírgenes consagradas al Altísimo. Cardenales travestidos a la fuerza pasearon por las calles a empujones; mercenarios descalzos y en harapos jugaron a los dados en los altares del Vaticano, entre mujerzuelas engalanadas con las joyas de los santos. Las pérdidas ascendían a doce millones de ducados y la tropa seguía reclamando sus pagas atrasadas.
Mientras que en las siete colinas se desataba el infierno fabulado por Dante, Clemente permanecía asediado en Sant’Angelo. Sólo cuando perdió toda esperanza de auxilio y los españoles trajeron artillería gruesa de Nápoles para reducir el castillo a escombros, accedió a pagar cuatrocientos mil ducados. Desde entonces, el santo padre había estado recluido en Sant’Angelo bajo la custodia de Hernando de Alarcón. El acuerdo firmado con Carlos establecía que pagaría la mitad del rescate y, una vez liberado, entregaría el resto. Pero los alemanes desconfiaban de aquel papa tacaño, desleal y embustero, eterno conspirador, pues temían que, una vez que estuviera a salvo, se olvidase de sus promesas y si te he visto no me acuerdo. Entre tanto, el rey de Francia y los príncipes italianos protestaban ante aquella sacrílega atrocidad, Martín Lutero se mofaba de un emperador que lo perseguía en nombre de un papa al que mantenía preso, el Turco se apoderaba de Hungría y ponía sus ojos en Viena e infinidad de voces reclamaban la unidad entre cristianos. Para Carlos de Habsburgo, emperador del Sacro Imperio y rey de Castilla, Aragón, Navarra, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Borgoña y Lorena, archiduque de Austria y señor de los Países Bajos, la liberación del sumo pontífice se había convertido en una cuestión de Estado.
Y ahí estaban ellos, escoltando al italiano vestido de peregrino, a cambio de cincuenta ducados.
A lontananza, entre bosques y viñedos, las villas del Lacio se encastillaban en cerros de toba volcánica. A septentrión, se alzaba el Borgo de Sutri; más allá, el aserrado horizonte de los Apeninos y, por todas partes, bandadas de cuervos, graznando entre los despojos.
—Vivat Lutherus Pontifex!
De una iglesia en ruinas surgió una escuadra de lansquenetes borrachos con su acostumbrado aspecto canalla: rubicundas barbas sobre rostros sonrosados bajo enormes sombreros de ala ancha con más pluma que el colchón de un obispo; ropajes estridentes, ya deslucidos, con calzones y mangas acuchilladas. Portaban cruces e imágenes de santos, e iban armados con alabardas, montantes y espadas cortas «destripagatos» por las que los germanos mostraban tanta querencia. Sin duda, habían pasado una noche animada tras asaltar alguna bodega, y proclamaban a Martín Lutero como nuevo papa en aquel paródico vía crucis.
—Nada de pendencias —ordenó Julio a sus hombres—. No quiero demasías.
Los arcabuceros se hicieron a un lado ante aquella procesión sacrílega; los teutones los triplicaban en número, aunque los hispanos andaban sobrios y con las armas dispuestas. Mas el interés de los lansquenetes era un matrimonio italiano que marchaba en una desvencijada carreta. El esposo esgrimía el acta notarial que acreditaba el rescate pagado por ambos, con Antonio Zamora, el alcaide imperial, como garante. Pero los germanos no sabían ni querían saber nada de papeles ni de otra autoridad que no fuera la suya. Algo que Julio sintió como ofensa.
No lo hagas, se dijo. La misión es lo único que importa.
Con la diestra apoyada en el muslo, a un palmo de la espada, Julio vio cómo un sargento alemán tomaba a la mujer del brazo. Cerró los ojos y sus fosas nasales se dilataron.
—Dejadlos marchar. —El sevillano mordió las palabras y el sargento tudesco dio un paso atrás, al advertir que había desnudado una cuarta de acero.
Un chasquido de rienda y el carromato comenzó a traquetear por el lodo. La atención del capitán lansquenete, ataviado aún con la casulla sobre el coselete, recayó sobre la escuadra española, y su mirada adusta se clavó en el florentino: había reconocido la nariz afilada, la mirada de párpados caídos, las bolsas bajo los ojos negros. Echó mano al montante y caminó hacia él con paso decidido. Juanillo se interpuso y ambos discutieron. El rostro del clérigo italiano había perdido cualquier vestigio de color.
—Quiere que se lo entreguemos —tradujo Juanillo, mirándolo de soslayo.
Julio de Castillo descabalgó tras empuñar la tizona que llevaba en talabarte y sus hombres avivaron las mechas de las serpentinas.
—Decidle que he jurado escoltarlo —respondió—, y que un soldado con honra de su palabra es esclavo.
Tan pagado de ella que arrastrarás a veinte almas al infierno, se reprochó a sí mismo. En lo alto, la esfera celeste derramaba su mezquina luz sobre el filo de las armas, sobre los ojos fanáticos del luterano, clavados en el florentino como si se tratase del mismísimo diablo.
Un exabrupto en tudesco anunció el inminente duelo. Julio tomó un arcabuz de manos del cabo de escuadra y dio dos pasos al frente. Cualquier persona cabal se habría alertado ante el brillo de la mecha encendida, pero el germano se despojaba de la casulla. El español alzó el arma y tiró del gatillo: el percutor introdujo el ascua en la cazoleta, y resonó un estallido cuando una onza de plomo atravesó el peto de acero del alemán, para salir por el espaldar, reventando las entrañas que halló a su paso.
El tudesco se desplomó, salpicando de lodo y sangre el rostro de su sargento, un tirolés de cabello pajizo, suelto y desgreñado. Empuñó la destripagatos y, sin mediar un latido, una hoja le atravesó la garganta; emitió un grito, ahogado en sangre, y sus manos crispadas arañaron el aire negado a sus pulmones. Con la zurda, Juanillo le extrajo del cuello su propia espada y barrió con ella el espacio alrededor, apuntando en todo momento a los atónitos mercenarios:
—Komm verdammt nochmal raus! —rugió—. Raus!
La veintena de españoles les apuntaba con los arcabuces, prestos al disparo. Ningún germano portaba aquella arma mortífera forjada en el averno, gracias a la cual un Hércules de punta en blanco podía perecer a manos de cualquier infame. Impotentes, los lansquenetes se hicieron a un lado, y la escuadra reanudó la marcha por la desolada calzada a través de un feraz paisaje de abadías y torres.
—Dispararle mientras se desnudaba… —Delicado negó con la testa—. Muy honroso no fue.
—Hay que ir al meollo del asunto y no perderse en detalles —razonó Julio.
Recorrieron la vía etrusca con las armas dispuestas y el bachiller guiándolos por aquel sendero que marcaba el ansiado fin de aquella maldita historia. Anochecía cuando se presentaron en Capranica, un puñado de casas apiñadas en un escarpe que dominaba la campiña latina. Los lugareños los vieron desfilar por las angostas callejuelas como si fueran los heraldos de la muerte. Hacía meses que los soldados imperiales no se aventuraban solos por los caminos, a causa de la mala voluntad que les mostraban las gentes del Lacio.
En la plaza Mayor se reunieron con el centenar de jinetes de Luigi Gonzaga, un condotiero enorme, apodado Rodomonte, barbado, de mirada aviesa y trato amable, que lucía una ostentosa armadura de Negroli y un tabardo blasonado. La tensión quebradiza en los ojos de Gonzaga se relajó cuando vio llegar al clérigo al que escoltaban.
—Los corredores del campo oyeron un disparo —dijo el condotiero, despojándose del almete—. Temíamos por vos.
—¿Por nos o por el florentino? —replicó Julio.
—Una pregunta ociosa —le reprochó el mantuano—. Que ambos somos del gremio.
—Dadme pan y llamadme perro —dijo el sevillano, con la confianza entre veteranos de Pavía. Y a un gesto de Gonzaga, un contador les trajo una veintena de bolsas con cincuenta ducados, que el andaluz repartió entre sus hombres. Él dedicaría su parte a proveerse de un atuendo más lucido, zurdidos los remiendos tras ocho años de guerra y once meses sin soldada.
—Os aguardan unos jergones limpios y una mesa bien dispuesta —les dijo Gonzaga—. Holgaos, ahora que podéis…, y, por favor, no matéis a nadie.
Fatigados, los españoles fueron a posar a la fonda y Julio condujo a su montura por la brida hasta una cuadra de mampuestos y adobe. En el umbrío interior, una figura femenina le daba la espalda, inclinada sobre las patas delanteras de una yegua torda. Al acercarse, el capitán vio cómo empleaba una legra para reducir el grosor de las pezuñas. La mísera luz de un candil mantenía su rostro en penumbra.
—Cojea —le explicó la mujer, sin abandonar su tarea—. Tiene un absceso en el casco. —Su habla en castellano era culta, y vestía un delantal abrochado a la espalda sobre un vestido bermejo. Guardó el trebejo en una bolsa de corambre que colgaba de su hombro izquierdo y extrajo una gasa—. ¿Tenéis un filo a mano?
Cuando se giró hacia él, Julio se topó con unos ojos verdes con un halo de ámbar sobre un bello rostro ovalado de labios gruesos. Unos treinta años, supuso; en cualquier caso, algo más joven que él. Le entregó su daga testicular, que ella sopesó con destreza. Al palpar el filo, la expresión femenina mostró respeto.
—Un buen acero —dijo ella—. ¿Toledo?
—Vizcaya.
Cortó el paño y, con el retal, vendó el casco para drenar el absceso. Luego acarició las crines, al modo de quien mantiene un añejo vínculo con su montura. El retinto de Julio comenzó a pifiar con el cuello arqueado, y tuvo que tirar de las riendas.
—Está en celo —dijo la mujer, y él observó a la yegua: la cola alzada, las patas traseras abiertas. Después, se giró hacia los ojos verdes. Hacía más de un año que ninguna mujer honesta se atrevía a sostenerle la mirada, y, sin poder evitarlo, su atención descendió por el cuello, hasta la cruz argéntea que lucía en el pecho—. Ma io non. —La hembra sonreía, vanidosa, y él quiso responder algo ingenioso, mas su mente se hallaba en letargo.
—¿Quién sois? —preguntó Julio, pero ella pasó ante él en dirección a la portañuela. Sus formas femeninas oscilaron rotundas bajo la saboyana encarnada.
—Preguntáis demasiado —dijo, y, con un gesto enérgico, le arrojó la daga.
La vizcaína se clavó en la viga maestra, a un palmo de su mano enguantada, y la mujer se perdió en las tinieblas. Enfundó el arma Julio y dejó su caballo atado al pesebre. Lavose las manos en el lebrillo y entró en el albergue, angosto, mugriento, y aun así el crepitar de la chimenea prometía calidez y consuelo. Los soldados se habían despojado del hierro que amortajaba sus cuerpos y se acomodaban en torno a las mesas. Francisco Delicado demandó a la posadera una torta de pan con torreznos.
—La valía de un español se demuestra ante un plato de tocino —declaró con bizarría el bachiller, mas la atención de la italiana recaía en otra parte.
—¿Perdisteis el brazo?—le preguntaba a Juanillo, secándose las manos con el delantal.
—No —dijo el lansquenete—. Sé dónde está enterrado.
Una vez liberado del peso de la brigantina, Julio sentose a la mesa y dio un tiento al mendrugo, mientras la moza les servía. Recordó los preceptos de Juan de Aviñón para prevenir los malos humores: poca carne, salvo conejo y aves pequeñas, y sólo a veces carnero. Más mató la cena que sanó Avicena, concluyó, y, de mala gana, empezó a engullir la gallina en pepitoria.
Vaciada la escudilla, observó a sus hombres trasegar vino y engrasar las herramientas del oficio; cómo medraban y malográbanse los negocios al son de los naipes; gestos inconscientes, palabras inaudibles, cruces de miradas. La posadera tal vez aguardaría a que el sargento Román Calavera se encontrara lo bastante ebrio como para hallarla hermosa, o quizá olvidase sus requisitos irrazonablemente elevados para darle al alférez Abencio Verdugo una oportunidad. El hispalense bebió en silencio, a sabiendas de cómo acabaría la noche. A sabiendas de cómo acabaría todo. Se apoyó contra el muro encalado y cerró los ojos, al tiempo que rememoraba la jornada, tratando con todas sus fuerzas de no sentir.
Estoy viviendo la vida que me juré a mí mismo que jamás viviría.
Apuró el contenido del vaso; olía a fruta añejada en roble y sabía a medicina. Sobre la mesa, las velas proyectaban un oscilante anillo de luz que se desvanecía en los rincones. Limpiose la barba con el dorso de la zurda y el corazón le dio un vuelco al descubrir al clérigo florentino sentado ante él. De nuevo, esa enigmática mirada: arrogancia, gratitud e interés que le hicieron rechinar los dientes y, debajo de todo, acechando, algo más siniestro.
—Mi chiamo Giulio —dijo—. Siamo omonimi. Vero?
—È vero —admitió el sevillano, sabedor de que la semejanza entre ambos empezaba y concluía en el nombre.
Una deleznable sensación se deslizó por su espalda, como las patas de mil arañas. La minúscula lengua de fuego conjuraba sombras que bailaban en aquel rostro de nariz afilada, y extraía un brillo extraño a unos ojos que parecían escudriñar hasta el último de sus pensamientos.
—¿Es vuestra merced un buen cristiano? —le preguntó el religioso en dialecto toscano.
—Tanto como me permite mi oficio.
El florentino asintió y Julio supo que había dado la respuesta acertada: ni una mentira piadosa ni la cínica aceptación de su rol de matarife por mor de la patria y el rey.
—Jesús dijo que un hombre no puede tener dos señores —señaló el clérigo, en una tácita alusión a lo acaecido en el Saco—. Es imposible servir a Dios y al dinero.
—¿Y qué otra cosa quiso hacer su santidad Clemente séptimo?
—El emperador Carlos le usurpó Milán. —El italiano se relamió los labios—. Temía que hiciera lo mismo con Roma y Florencia. Por eso se alió con Francisco, el rey de Francia.
—¿Y eso hízolo el papa como Julio de Médici o como vicario de Cristo?
El andaluz se topó con una sonrisa agria, junto a la inquietud de cómo podía obrar aquel hombre, si en verdad lo importunaba. Por instinto, acarició la medalla de oro que llevaba al cuello. Un gesto impensado que el florentino no pasó por alto:
—¿Qué pensáis de las santas reliquias?
La boca del capitán se colmó de palabras amargas que a duras penas logró tragar. Aquella pregunta hundía el dedo en la llaga, en los motivos por los que había acabado tan lejos de su Sevilla natal. Tan lejos de su familia. Tan lejos de prácticamente todo.
Era un recuerdo esquivo, desdibujado en los márgenes, desvaído como una pintura ajada y oculta en algún oscuro rincón. Pese a ser hijo ilegítimo, su padre le había procurado el cargo de alguacil de los Veinte en la collación de Santa María, un laberinto de callejones, barreduelas y adarves atestados de tenderetes, tabernas y lonjas en torno a la catedral de Sevilla. Bajo su autoridad quedaba la gran mancebía que se extendía entre la puerta del Arenal y el arrabal de la Ribera donde fondeaban los navíos que zarpaban a las Indias. Una tapia medio derruida y la vetusta muralla mora aislaban aquel inmenso burdel del resto de la urbe, aunque repletas de portillos ocultos para favorecer los encuentros venéreos y la huida de rufianes.
En aquella Sodoma andaluza las querellas se sucedían a diario, y Julio acabó bregado de acuchillar tragahombres. El alguacilazgo se tenía por una fuerza venal y corrupta, tiránica con los débiles y servil ante los poderosos, y mucho había de cierto. Con todo, no había sido una mala vida, con dinero en la bolsa, una bella prometida y expectativas de medrar. Hasta una noche de ronda en la que, alertado por unos gritos, tuvo que personarse con la gurullada en una hospedería de la plaza de Molviedro. Tras derribar el portillo, se toparon con un canalla en cueros, fustigando con un vergajo a la inquilina por negarse a practicar algo que Julio, criado en el puerto junto a un burdel, ni siquiera supo en qué consistía. Quiso darle un escarmiento y se desató una trifulca con los criados.
El canalla resultó ser el comisario mayor del obispado de Coria, que retornaba de su peregrinaje a la Ciudad Pontificia. Allí, el santo padre otorgaba el privilegio de impresión de indulgencias para todo el reino de Castilla. El beneficiado revendía las bulas de cada obispado a los comisarios mayores, quienes, a su vez, mercadeaban con los comisarios arcedianales, los cuales, por su parte, las subastaban entre los buleros, para que estos, en último término, las vendieran a un tercio de ducado. Junto con las resmas que aligeraban el tránsito de almas desde el purgatorio, aquel santo varón traía consigo dos ampollas con leche de la Virgen, media docena de costillas de san Pancracio y un haz de plumas del arcángel Gabriel. Todo con el oportuno certificado pontificio. Tales mercancías, valoradas en ochocientos ducados, se perdieron en la riña, y el juez, primo segundo del cuñado de un amigo del injuriado, decidió que Julio debía reparar lo extraviado. Malogrado de esta suerte y perdido el cargo de alguacil, hubo de pedir prestado a un usurero y, por mediación paterna, se unió al ejército de Nápoles, desnudo de dinero y vestido de presunción.
—Mi fe nunca se ha basado en un pedazo de madera. —Julio acarició el amuleto: antes de partir a Italia, su madre le había entregado esa medalla de la Virgen del Socorro. Para adquirir aquel disco áureo que lo protegería de las lanzas francesas había empeñado sus joyas.
Vio asentir al clérigo, quien, a modo de veredicto, extendió la mano para ofrecerle algo:
—Guardadlo. Os abrirá muchas puertas.
El sevillano lo tomó sin verlo y ni tan siquiera pensar. Lentamente, sus dedos se abrieron para examinar el objeto que yacía en la palma, inocuo, engañoso, brillante: un crucifijo de plata con las llaves entrecruzadas de San Pedro. La atención de Julio retornó al vaso, al tiempo que sus entrañas hervían de pánico. Intentó sofocarlas con más vino.
Ojalá supiera qué significaba aquello.
Resonó el tambor mayor y la infantería española comenzó a escuadronar. Los piqueros formaron un bosque de astas de veinticinco palmos de vara, con los coseletes, protegidos por media armadura, en vanguardia; las mangas de arcabuceros debían situarse en los cuatro costados del cuadro. De mala gana, Julio colgose la rodela a la espalda, tomó el arcabuz y desplegó a sus hombres en vanguardia. Sobre una loma, entre jirones de niebla, podían distinguir las cruces blancas de los cuatro mil tudescos de la Banda Negra, con un millar de coseletes bien escogidos al frente. Al verlos llegar, los mercenarios alemanes empezaron a calar las picas y a gritar: «Heer, heer!».
Haciendo caracolear a su montura, Fernando de Ávalos tendió las riendas y se giró hacia la peonada para ordenarles que hincaran la rodilla e hicieran oración. La tropa española obedeció, y los capellanes recorrieron las filas con sus rezos y absoluciones. Julio metió la mano en el saquillo del cinto y saboreó el plúmbeo amargor de la munición. Vio a doscientos tiradores salir del escuadrón enemigo.
—¿Qué coño hacen? —A su diestra, Álvaro de Sessa reía; una dentadura perfecta resplandecía en su rostro agraciado, una oscura sombra sobre el pálido cortinaje de bruma. El humor de su viejo amigo era tan negro como su tez. Los tudescos sostenían las escopetas con una sola mano, al tiempo que, con la otra, acercaban la mecha encendida enrollada a un palo. Así difícilmente harían algo de provecho.
Un atronador rugido estalló en el parque de Mirabello cuando doscientos proyectiles de media onza desgarraron la calígine. Arrodillados, los españoles soportaron la tempestad de plomo susurrando un padrenuestro, con cinco balas en la boca y las mechas encendidas. Al fin, los escopeteros se retiraban para meterse en la formación enemiga.
El tambor mayor resonó de nuevo.
—Compañía, ¡arriba! —gritó Julio—. Vamos a traerles dolor.
Los soldados se pusieron en pie, en tres filas apretadas, dispuestos a dar cumplida réplica. Un estruendo, seguido de una nube de pólvora, y las picas tudescas se agitaron como si una galerna barriera un cañaveral. Una nueva rociada de balas, después otra, y otra, y en medio cuarto de hora no se veía coselete en la vanguardia enemiga. Algunos españoles habían tirado diez veces, y los que menos, seis. Abrasaban las armas y la munición se agotaba.
—¡Adentro! —ordenó Julio, y los arcabuceros se replegaron entre las picas.
A un redoble de caja, cuatro mil astas de fresno se abatieron para entrar en liza. El rechinar del metal y el crujir de la madera astillada apenas lograron sofocar los gritos de los heridos. Llegándose a la distancia de las espadas, los rodeleros irrumpieron por las brechas de la formación enemiga y alcanzaron la mitad del cuadro. Julio sacó el cuero empapado en vinagre para enfriar su arcabuz y escrutó el horizonte hacia poniente, a través de las filas de piqueros.
En el flanco izquierdo, los lansquenetes de Georg von Frundsberg se habían topado con los esguízaros y escuadronaban con picas y alabardas, precedidos por una doble fila de doblesueldos con montantes. Bajo el estandarte imperial —un águila bicéfala sobre un campo de oro—, reconoció el penacho negro de Frundsberg, que gritaba furioso su lema «Viel feind, viel ehre», «Muchos enemigos, mucha honra», y en verdad enemigos no les faltaban. La rivalidad entre mercenarios suizos y alemanes era proverbial, y ni pedían ni daban cuartel.
—¡Han herido al comandante!
El sevillano se giró alarmado. Vio a Fernando de Ávalos, el marqués de Pescara, retirándose de la refriega, con una herida de pica en la cara bajo la borgoñona y otra más en la diestra, amén de un arcabuzazo en el pecho que, pasándole el coselete, llegaba a la carne. Su caballo tordo lucía un feo corte en las quijadas y otro en el vientre que le hacía arrastrar las entrañas. Leyó la divisa pintada en la rodela del comandante: «Regresa con él o sobre él», y un sudor gélido como el aliento de la muerte se deslizó por su espalda.
Entre tanto, en el flanco derecho, los cañones franceses seguían despedazando a la maltrecha caballería imperial.
—¡Seguidme! —La orden de Julio salió de su boca sin tan siquiera pensar—. ¡Santiago, y España!
La compañía comenzó a trotar tras la deshilachada Cruz de Borgoña hacia una docena de falconetes apostados en un alto. La espesa niebla y el humo de la pólvora difuminaban sus formas; de vez en cuando, un destello, seguido de un retumbar, y una bala de seis libras despedazaba a los jinetes italianos y españoles.
—Julio… —Álvaro se había detenido y señalaba una alameda.
Más allá de la cubierta arbórea el cielo perdía su tono acerado y el sol teñía de ámbar la ribera del Vernabola. Fue el olor quien los delató. Una tenue brisa, un remoto tufo a estiércol y, de súbito, la tierra palpitó cuando doscientos jinetes acorazados surgieron de la espesura. Bajo un bosque de lanzas y gallardetes, adornados con flores de lis y cruces blancas sobre azul celeste, relucían las armaduras y las bardas de la Gendarmería francesa. Príncipes, duques, compañeros de reyes. Magníficos. Aterradores.
—¡En cinco filas de fondo! —gritó Julio, y los arcabuceros se desplegaron en una manga volante. No hubo tiempo para más. La colina retumbó con un pavoroso estruendo cuando una avalancha de centauros de acero cargó contra los harapientos soldados, exhaustos y con el rostro tiznado de pólvora.
Por encima del hombro, Pedrín miró al escuadrón que habían dejado atrás.
—¡La vista al frente, figamolla! —rugió Guillem—. ¡De aquí no se mueve ni Dios!
Ya no podían darles la espalda. Sólo tenían sus armas, una orden y quienes estaban a su lado. Condenados a morir por un rey al que no le importaban. Y aunque hubieran sido arrancados de sus hogares para librar una guerra que apenas comprendían, y aunque en su patria ignorasen aquel sacrificio, sus enemigos…, ellos sí lo sabrían.
Iban a regar con su sangre azul las escaleras del infierno.
—¡Fuego! —ordenó Julio.
Resonó un trueno, seguido del martilleo del plomo contra el acero. Una decena de monturas cayó sobre el terreno enlodado, aplastando a sus dueños.
—¡A los caballos, hostia! —gritó Álvaro—. ¡Tirad a los caballos!
Los cuerpos obraron por sí solos. Las mentes dejaron de pensar. Verter pólvora en el ánima, escupir una bala, dos golpes de baqueta, cebar la cazoleta, cerrar la cobija, avivar la mecha, apuntar y disparar de nuevo.
Julio escuchó un grito sobre el bramido de las bocas de fuego.
—Me cago en la Puta de Oros. —A Román le había estallado la espingarda en la cara: olvidó enfriarla con el cuero.
—¡Más pólvora! —vociferó alguien.
Les había prohibido demandar munición a viva voz, pues alertarían al enemigo de semejante flaqueza. Poco importaba ya. Pálido como un espectro, Pedrín les trajo la última saca. Con la daga Julio rasgó la corambre: apenas quedaba nada, y se preguntó por qué había dado aquella maldita orden.
Una docena de soldados se disputó el mísero tesoro. Con dedos trémulos, el sevillano tomó un puñado de polvo grisáceo, lo introdujo en el ánima y escupió la última bala. El sudor le escocía en los ojos, el humo le arañaba los pulmones, el cañón le abrasó la mejilla al apuntar. Los gritos en francés se hacían más audibles. Los gens d’armes se hallaban a diez pasos.
—¡Fuego!
Una última rociada de balas, casi a quemarropa. Las bestias se desplomaron sobre el fango, como títeres a los que se cortan los hilos. Y a la ofensa del plomo se sumó la del acero.
—¡Sin cuartel! —La Gendarmería habían segado demasiadas vidas como para que la orden de Julio se pasara por alto. La peonada española se adentró en la formación enemiga, postrada y deshecha, a degüello, para desjarretar a los caballos y apuñalar a la nobleza franca, engalanada con sedas azules y plumas de avestruz. Hundidos en el fango, los aristócratas se rendían y prometían rescates, mas allí no había remedio y los soldados hicieron lo que estaba mandado. Julio vio a un francés con una linda armadura gatear por el fango. El monsieur comenzó a berrear, y lo acuchilló una y otra vez por las aberturas, entre un violento agitar de brazos y piernas. Álvaro hundió el cañón entre las escarcelas del coutillier y disparó.
Jadeando, Julio alzó la vista. Los artilleros franceses azuzaban a los caballos que arrastraban los falconetes. Esta vez, los cañones les apuntaban, e iban cebados de metralla.
—¡Abencio! ¡Guillem! —gritó el capitán—. ¡Que no disparen!
Un centenar de arcabuceros corrió hacia la posición artillera; Julio tropezó, arañó el barro. Se detuvo a veinte pasos y apuntó contra un francés que arrimaba una mecha encendida a un falconete. Tenía el hombro en carne viva; tiró del gatillo y sintió la coz de la pólvora. A través del humo comprobó, satisfecho, que el artillero había caído. El ánima de tres pulgadas no había escupido su carga de muerte. Los españoles asaltaban la posición y cortaban las bridas, para dejar a los falconetes y los sacres hundidos en el cieno.
La sonrisa de Julio se esfumó cuando vio una mano aparecer sobre el fogón.
—¡Julio! —Álvaro corrió hacia él y lo empujó hacia un lado.
El mundo se estremeció con un estallido que sintió retumbar hasta en los huesos. Cayó al suelo, cerró los ojos, cegado por el dolor, y se llevó las manos al pecho. Un haz de esquirlas de hierro irradiaba oleadas de agonía y convertía en fuego el aire que engullían sus pulmones.
Despertó aferrándose el hombro. Como si la metralla se hubiera adentrado en su carne hacía sólo un instante. Amanecía en Capranica, y los soldados se desperezaban en los jergones tendidos sobre el suelo. Julio miró a través del portillo. La mañana se mostraba anubarrada, el bosque vomitaba una niebla húmeda y espesa como el aliento de un leviatán. Los días como aquel eran los peores. Diciembre significaba frío, humedad, el dolor constante en una vieja herida…, como si somatizara el que habitaba en su alma.
—¿Otro ajuste de cuentas con vuestra conciencia? —le preguntó Juanillo tras bostezar.
Las lenguas doctas aseguraban que, cuando un general romano celebraba un triunfo en la Ciudad Eterna, a su vera siempre había un esclavo cuya misión consistía en susurrarle al oído: «Recuerda que eres mortal». En la compañía, Juanillo era su memento mori. Era incapaz de explicar por qué no había despedido al tullido lansquenete cuyo mayor talento consistía en soltarle a bocajarro lo que nadie más se atrevía a decirle.
—Sí —contestó Julio, estirando las piernas.
—¿Y el hombro?
Los dedos de Julio acariciaron la cicatriz que recorría la cabeza del húmero. Contempló de nuevo el paisaje.
—Hoy lloverá.
Un viento gélido agitaba los cabellos de la escuadra española cuando formó ante la caballería de Luigi Gonzaga. Un centenar de estradiotes con arnés escoltaría al florentino hasta Orvieto, en los límites de la Toscana. Al ajustarse la brigantina, el capitán andaluz se percató de que el clérigo entregaba una carta al condotiero y luego se giraba hacia él.
—Addio —se despidió Gonzaga.
—A Dios va quien muere —masculló Delicado.
Nubes negras cubrían el horizonte y al oeste se gestaba una tormenta: un trueno apagado llegó a sus oídos y un relámpago brilló en la distancia. El regreso transcurrió en silencio por un camino sinuoso de fuertes pendientes. Gemía el cuero de los arreos y el viento en las avellanedas cuando sintieron las primeras gotas de lluvia en el rostro. En el margen del camino descubrieron el cadáver de un anciano, con los enseres desperdigados por el fango. Descabalgó Julio, recogió un libro abierto, lo limpió con la manga y examinó el íncipit de la primera página: el Decamerón, de Giovanni Boccaccio. Guardolo en el morral y esperó a que Delicado terminara con el responso.
—Debemos partir cuanto antes.
Cruzaron el Tíber por el puente Molle. Una escuadra de colonneses montaba guardia bajo la arcada de la torre que defendía su extremo norte. Entre el edículo y la estatua de san Gregorio, el legendario puente Milvio había sido demolido para colocar una plataforma de troncos que podía retirarse ante cualquier amenaza. Una vez rebasaron ese tosco entarimado, el horizonte romano apareció ante sus ojos erizado de torres y campanarios.
—Roma —anunció el bachiller—: gloria de príncipes, purgatorio de jóvenes, paraíso de putas, infierno de todos, engaño de pobres.
Recorrieron la calzada hasta la Porta del Popolo. Para entonces el sol rayaba el ocaso, resplandecía sobre los colosos de piedra y alargaba sus sombras reflejadas en el Tíber. Pasaron bajo el arco triunfal para adentrarse en una explanada de la que surgía un tridente de avenidas, y tomaron la vía Leonina, que conducía a la plaza Navona. Balaustradas, voladizos y pórticos invadían un laberinto de callejuelas que apestaba a basura, humo, especias, perfume y pescado. Les sorprendió toparse con una procesión de frailes que entonaba un Te Deum laudamus por la liberación del sumo pontífice. Hacía meses que en la sede de la Cristiandad no repicaban campanas, ni se decía misa ni había fiestas de guardar.
La Roma que conocieron Séneca y Quintiliano se asentaba en torno a las siete colinas, donde residían las clases pudientes. La plebe malvivía hacinada en las vaguadas que se veían anegadas de forma periódica por las crecidas del Tíber. Con el devenir de los siglos, los acueductos se derrumbaron y la urbe se fue desplazando hacia el noroeste, atraída por el sepulcro de San Pedro y las insalubres aguas del río. Los confines de la ciudad quedaron definidos por la vetusta muralla Aureliana: el abitato, la parte habitada, se concentraba en lo que antaño fuera el Campo de Marte, de suerte que el disabitato, el inmenso despoblado intramuros, ocupaba la mayor parte, salpicado de villas, granjas y monasterios entre viñedos y ruinas. El mecenazgo papal hizo que la Ciudad Eterna resurgiera de los despojos de un pasado imperial. Durante el Quattrocento, cientos de artistas y masones acudieron a sus escuelas y universidades, atraídos por la opulencia de los mercaderes y banqueros que competían por dignificar su prosapia y exhibir su oropel, entre la muchedumbre de mendigos que malvivía de la beneficencia destinada a los peregrinos. La Babilonia italiana se había convertido en la ciudad más sacra, obscena, corrupta, monumental y decadente de toda la Cristiandad.
El nepotismo y la simonía señoreaban la Curia, y el Cordero de Dios abrió el primer sello: cinco años ha que la peste diezmó la sede pontificia y cuarenta mil almas la abandonaron. Los ingresos de la Cámara Apostólica se vieron mermados, las obras de la nueva basílica de San Pedro tuvieron que abandonarse. Ni siquiera las indulgencias lograron paliar el desastre. Se abrió el segundo sello y acudió el segundo jinete empuñando su espada. El asalto de las tropas imperiales causó aún más estragos, la pestilencia engendrada entre cadáveres insepultos produjo una nueva mortandad. Cuando el jinete negro recorrió las siete colinas con su balanza, hasta el Sacro Colegio Cardenalicio hubo de alimentarse de ratas. Desde entonces, la muerte había señoreado Roma.
Con las facciones pálidas, los cuerpos fatigados y las almas roídas, la compañía de Julio irrumpió en la plaza Navona, el sórdido epicentro de la comunidad hispana, donde aún se organizaban los mercados. En torno a la iglesia castellana de San Giacomo, rival de la aragonesa de Santa Maria in Monserrato, se congregaban los hospicios para los peregrinos de la piel de toro. La escuadra bordeó aquella gran explanada, un antiguo circo romano, y se detuvo ante la deslucida estatua de un hombre barbado, llamada Pasquino. El pedestal veíase cubierto de hojas volanderas, pliegos de cordel, epigramas y viñetas toscamente impresos. Guillem Fabrat se arrimó a leer uno de los panfletos, la Frottola di Maestro Pasquino, de Pietro Aretino:
«En el cul ferri caldí,
tutti e coglion pelati,
credendo che ducati en chiocca avessi…
e co’ denti m’han mozzi ambo gli orecchi,
e anche ebbi parecchi
crudi di corda tratti».
—«En el culo hierros candentes, ambos cojones desollados, creyendo que tenía montones de ducados…, y con los dientes me cortaron las orejas, entre crueles tirones de cuerda» —tradujo Guillem.
—En este otro —añadió Román—, Luigi Guicciardini afirma que, durante el Saco, a los cautivos los llevábamos atados por los huevos. Dice que a algunos los obligábamos a comerse asadas sus propias criadillas, narices y orejas. La castración resultó tan común, asegura, que había montañas de cojones en las calles.
—¿No estaba él en Florencia? —gruñó Abencio—. Ese no ha visto el Saco ni en estampa.
El capitán deslizó su mirada por un zafio grabado. Conocía docenas de medios mucho menos aparatosos para averiguar dónde alguien ocultaba su oro que colgarlo de una balaustrada por las partes pudendas. Aquella parodia del strappado o garrucha sería la mofa de cualquier verdugo. La morbosa fijación testicular del mayor de los Guicciardini decía más sobre su propia mente que de lo acaecido en el Saco.
—«Roma in potestà di tanto libidinosa nazione, quanto è la spagnola, massime che allora fra essa erano molti marrani e giudei» —leyó el bachiller—. Merced al boca a boca, a cada semana que pasa, los estragos y bellaquerías del Saco se engruesan, y se culpa de ello a nuestra sangre semita.
—Primero, Benvenuto Cellini se atribuyó el letal arcabuzazo al Borbón —comentó Julio—. Después, se jactaba de haber herido al príncipe de Orange, y ahora se vanagloria de la defunción de Juan de Ávalos. De aquí a un par de meses, habrá matado al Gran Capitán; a Ruy Díaz, el Cid, o al rey Rodrigo en Guadalete.
Prosiguieron hasta un caserón de piedra ocre y, alojadas las monturas en los establos, ascendieron por la ajada escalinata hacia el sombrío comedor. En el rellano, se toparon con un rufián que arrastraba a un infeliz por el mugriento enlosado, al tiempo que le atizaba puñetazos y patadas hasta dejarlo doliente y exánime.
—¡Gana me viene de mataros! —gritaba el rufián—. ¡Y vive el Dador que peor será si volvéis!
Desde el corredor surgió la dueña de la casa, una belleza cordobesa de ojos azabache que fulminaban a quien no fuera de su agrado. Llamábase Aldonza y en su mocedad había malvivido de vender ungüentos, fraguar hechicerías, enmendar virgos y leer manos. Regentaba aquella mancebía, y no es que realmente importase. En la plaza Navona, igual daba si la morada perteneciera a un mercader de perfumes o una mujerzuela leprosa: el hedor de la orina rancia persistía en los soportales, los suelos de madera pútrida crujían a cada paso y una luz mortecina centelleaba en los techos abovedados, siempre atestados de humo.
—¡Rampín! —dijo la lozana andaluza—. ¿Qué cosa sucede? ¿Acaso ha maltratado a alguna de las mozas?
—Peor aún —respondió él, y pateó al galán con saña—. ¡Le ha ofrecido matrimonio!
El semblante de Aldonza se arrugó con disgusto y encaró a la atónita parroquia mientras el rufián se llevaba a rastras al pobre desgraciado.
—¡Escuchadme bien, malparidos! —voceó la dueña—. He invertido una fortuna en traer a estas nínfulas a la Ciudad Eterna. ¡Quien desee desposar con alguna antes habrá de apoquinar!
Escrutó a la escuadra española con ademán severo y Delicado alzó la bolsa con los cincuenta ducados, para dejar claro que sus intenciones eran honestas.
—Probad suerte fuera —dijo ella, zumbona—. Este año, muchas romanas se han arrimado al oficio.
—El mal francés ha hecho más que mis votos en favor de mi castidad —quejose Delicado.
Al poco de llegar a Italia, al bachiller le asaltaron unas fiebres. Se trataba del mal que contrajeron los castellanos al cohabitar con las indias en la Española y que, de regreso a Sevilla, contagiaron a las mujeres públicas, y estas a los soldados que pasaban a Italia y a las tropas francesas que asediaban Nápoles. Los españoles lo llamaron «el mal napolitano», los italianos «el mal francés» y los franceses «la sarna española», pues nadie quería tener algo que ver con el asunto. Las pústulas cubrían el cuerpo de la cabeza a las rodillas y la carne se desprendía del rostro; una cruel afección que se cebó con la soldadesca y el clero y que se llevó a la tumba a los papas Alejandro sexto, Julio segundo y León décimo.
—¡Claudia! —gritó Aldonza—. ¡Apareja que coman algo de lo bueno!
Los soldados irrumpieron en el comedor, tan necesitados del calor de un abrazo que muchos decidieron comprarlo. Más allá de los palacios del Borgo Vaticano y el rione Ponte subsistía un inframundo donde las mujeres sólo eran mercancía, pues todo el estamento clerical, desde el sumo pontífice hasta el último de los sacristanes, engrosaba su clientela, junto a los miembros de las embajadas atraídas por el poder temporal de la Iglesia y los peregrinos que atestaban las calles en los años de Jubileo. Un inframundo de apetitos enfermizos y deseos desviados, donde el pecado no existía, pues hasta el perdón de Dios podía comprarse. Cada año, cientos de muchachas acudían a la Ciudad Eterna con una dirección anotada en un pedazo de papel. El último censo estimaba en cinco mil las rameras de una urbe de cincuenta y cinco mil almas, y, en las trastiendas de los comercios las matronas ejercían el oficio llamado da candela, pues empleaban velas para medir el tiempo de cada servicio.
Fatigado, Julio se acomodó ante la mesa. El sosiego de la misión cumplida se había diluido en cansancio. Observó con suspicacia la carabaccia de cebolla que les servía la criada: a decir de los galénicos, su jugo producía un exceso de flema en el cerebro que devenía en epilepsia.
—Habéis vuelto pronto de Capranica. —Aldonza traía consigo una botella de vino—. ¿Cómo le ha ido a vuestra merced?
—Bien —respondió él, evasivo—. ¿Y a voacé?
—Un día horrible. Me alegro de que hayáis regresado. —La lozana se sentó junto a él y, cuando le ofreció un vaso, sus dedos se rozaron.
—¿Algún percance? —preguntó Julio.
—No —dijo ella—. Necesito compañía, eso es todo. Étienne marchó a Florencia.
—¿Busca mercancía nueva? —En la mente del hispalense se formó la imagen de Étienne Archambault, un comerciante de sedas bordelés, alojado en la embajada francesa, sofisticado y rico más allá del decoro.
La cortesana se detuvo, con el vaso a medio camino de los labios, y sus ojos de obsidiana le horadaron al tiempo que sopesaba el comentario.
—En cierto modo.
Refutada la sospecha, Aldonza apuró el contenido de un solo trago.
—En tal caso, ¿qué celebramos?