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«De este modo arrasa con la espada, el hambre y el cautiverio no solamente la Spania Ulterior, sino también la Citerior […] Arruina hermosas poblaciones, entregándolas al incendio, condena al suplicio a los ancianos y a los potentados, mata a puñaladas a los jóvenes y niños de pecho, e infundiendo de esta manera en todos el terror». Con estas terribles palabras describía la conquista islámica de la península ibérica, de Spania, el anónimo redactor de la Crónica Mozárabe, coetáneo de los hechos. Una conquista que culminaba la expansión hacia Poniente del pujante islam, un proceso que había comenzado menos de cien años antes y que había llevado a los seguidores del Profeta a extender su fe y sus dominios desde el Atlántico hasta el corazón de Asia. Y, como cualquier conquista, se hizo por la espada y acarreó hambre y cautiverio. Yeyo Balbás, investigador experto en el periodo y autor de novelas históricas como El reino imposible –que precisamente versa sobre la caída del reino de Toledo–, Pax romana o Pan y circo, escribe, con oficio de historiador y prosa de novelista, una documentada y completa narración del final de la Spania visigoda y del proceso de implantación musulmana. Frente a los relatos tradicionales, a menudo ideologizados, lastrados por una lectura acrítica de las fuentes o con un foco muy cerrado en la península ibérica, esta obra integra la conquista dentro del proceso de expansión islámica por el Mediterráneo, un análisis global que precede y proporciona muchas claves para entender lo que aconteció en la Península tras la –mal llamada– batalla de Guadalete. Espada, hambre y cautiverio. La conquista islámica de Spania hace hincapié, además, en las cuestiones bélicas, habitualmente ausentes en la historiografía, y cuyo estudio es necesario para explicar lo que fue una ocupación manu militari. Se analizan ejércitos y combatientes, estrategias y tácticas, aunando una renovada lectura de las fuentes con los aportes que proporciona la arqueología, para iluminar aspectos como el cruce del Estrecho, el derrumbe cual castillo de naipes del reino godo o la resistencia en las montañas asturianas, con la batalla de Covadonga, de la que acaso este año –dudas penden sobre su datación– se cumplen mil trescientos años. Porque hasta allí llega este libro, hasta explicar cómo un «asno salvaje» llamado Pelayo pudo articular un foco de resistencia en el septentrión peninsular que constituyó el germen de lo que ha venido a llamarse Reconquista.
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Seitenzahl: 1129
Veröffentlichungsjahr: 2022
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ESPADA, HAMBRE Y CAUTIVERIO
LA CONQUISTA ISLÁMICA DE SPANIA
Yeyo Balbás
Prólogo de José Soto Chica
Espada, hambre y cautiverio
Balbás, Yeyo
Espada, hambre y cautiverio / Balbás, Yeyo
Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2022 – 624 p. 8 de lám. :il. ; 23,5 cm – (Historia Medieval) – 1.ª ed.
D. L: M-3176-2022
ISBN: 978-84-123239-8-6
94(460)02.021.022.023
“36” 355.48
ESPADA, HAMBRE Y CAUTIVERIO
La conquista islámica de Spania
Yeyo Balbás
© de esta edición:
Espada, hambre y cautiverio
Desperta Ferro Ediciones SLNE
Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha
28014 Madrid
www.despertaferro-ediciones.com
ISBN: 978-84-123817-6-4
Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández
Revisión técnica: Alberto Pérez Rubio
Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro
Cartografía: Desperta Ferro Ediciones/Carlos de la Rocha
Todas las imágenes del libro son de dominio público, salvo aquellas en las que se especifica otra fuente.
Primera edición: marzo 2022
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Producción del ePub: booqlab
A Marco.
Antiquam exquirite matrem.
Prólogo
Introducción
Capítulo 1
Regnum gothorum spaniae
Capítulo 2
Los orígenes del islam
Capítulo 3
El ascenso del califato
Capítulo 4
La conquista de África
Capítulo 5
El Califa de Alá
Capítulo 6
Los relatos de la conquista
Capítulo 7
El cruce del Estrecho
Capítulo 8
La batalla del Lago
Capítulo 9
La sumisión de Spania
Capítulo 10
Las conquistas de los valíes
Capítulo 11
Covadonga, origen de un reino
Capítulo 12
El colapso
Bibliografía
«Esto no es una conquista, esto es la resurrección».* Dicen que escribió a su califa Mūsà ibn Nusayr, el conquistador del reino visigodo. Y, en efecto, tras las prodigiosas conquistas de la Persia sasánida y de las provincias orientales y africanas del Imperio romano, los musulmanes abatían un tercer, rico y vasto reino. Porque ¿qué otra cosa era el reino visigodo? Si lo comparamos con sus vecinos de occidente, la heptarquía anglosajona o la debilitada y dividida Francia merovingia de finales del siglo VII, el reino visigodo era un gigante.
¿Con pies de barro? En modo alguno. Los problemas del reino visigodo, como los de sus contemporáneos, la Inglaterra anglosajona, la Francia merovingia o la Italia lombarda, eran graves, pero no irresolubles y, desde luego, no más perentorios o extremos que los de los demás.
Cambio climático, un súbito enfriamiento que provocó fuertes sequías y, en consecuencia, malas cosechas y epidemias; debilitamiento del poder central frente a los poderes locales; luchas intestinas… Todo eso estuvo presente y fue importante. Pero fue el poder del conquistador, el califato omeya de Damasco lo que provocó la caída del reino. Fue la «espada» la que se impuso. Desagradable realidad. Realidad, al fin y al cabo.
La conquista islámica fue un proceso rápido y brutal. Esto es, un proceso de conquista llevado a cabo por «expertos en la conquista». Y si alguien era «experto en conquistas», ese alguien era el califato de Damasco. Desde el océano Atlántico hasta la India y el este de Asia Central no hubo tierra ni reino que no tentara o sometiera los ejércitos del califato. Esa gran expansión no tiene parangón en el Mundo Antiguo y constituye, por sí misma, el inicio, los primeros pasos de una nueva era.
Yeyo Balbás cuenta todo eso en este libro. Y lo cuenta bien. La historia o es universal o no es historia. Precisamente, el acierto que este libro tiene con respecto a otros muchos que se han interesado por el tema de la conquista islámica de Hispania y los primeros pasos del reino de Asturias y la Reconquista. El acierto de contextualizar la conquista del reino visigodo, de dotarla de un marco en el que poder evaluarla. En efecto, desde hace décadas y décadas se han venido escribiendo multitud de libros y artículos en torno a esta cuestión. Pero, en su inmensa mayoría, representan la conquista musulmana del reino visigodo como un ente aislado, como algo que súbita e inesperadamente ocurre: los árabes, los musulmanes, por mejor decir, aparecen en el Estrecho y los visigodos son unos seres aislados en una suerte de «reino isla».
No fue así. La conquista de Hispania fue una más en el ciclo de conquistas que se desencadenó desde Arabia a partir de 633, si se acepta la fecha canónica. Y, por ende, para entenderlo, para comprender el porqué de esto y de aquello, hay que conocer las conquistas previas hechas por los musulmanes.
De la misma manera, estudiar las debilidades y fortalezas de los godos no tiene sentido si no se enmarcan esas «taras» o «virtudes» en su contexto: el occidente de Europa a principios del siglo VIII.
Sin embargo, este libro ofrece mucho más que una adecuada contextualización de los hechos; ofrece soluciones propias. Tiene usted en las manos un gran libro de historia. Sí, porque he de decirle con la autoridad que dan más de veinte años en el oficio de historiar, que la mayoría de los libros que llegarán a sus manos acerca de este apasionante tema se contentará con repetir, resumir, reinterpretar y reajustar lo que ya se ha contado. Yeyo Balbás no se conforma. Tras evaluar con maestría fuentes y estudios contemporáneos, ofrece sus propias soluciones, sus propuestas. Y eso, eso convierte a este libro no solo en un buen libro de historia, sino también en un valiente libro de historia.
Valiente y bien escrito. Yeyo Balbás sabe narrar. Eso no es poco. Un historiador no solo debería conocer el pasado, debería saber «contarlo». Aunque, por alguna razón, que siempre se me ha escapado, la historiografía española se olvida a menudo de lo segundo. Yeyo Balbás no se olvida. No, su libro se lee con gusto, con interés, con pasión y sin dejar de lado un exquisito gusto por ser exacto, pulcro, puntilloso incluso. También se vale de las herramientas de todo buen historiador: el profundo conocimiento de las fuentes, su crítica y confrontación, el estudio de los materiales arqueológicos, numismáticos, etc., así como del conocimiento del terreno, y todo ello sazonado con una buena dosis de sana lógica.
Este año, 2022, se conmemora la llamada «batalla de Covadonga» y el nacimiento del reino de Asturias. Asturias, la de Pelayo, fue un núcleo de rebeldía. Su historia, la historia de Pelayo y de las pocas decenas o centenares de hombres que combatieran a su lado en Covadonga es una historia de rebeldía. En un mundo de conformistas, su gesta, minúscula gesta, es una llamada de atención. ¿Por qué resistieron? Lo normal, lo sensato, hubiera sido integrarse. No lo hicieron y tengo para mí que no lo hicieron porque no se conformaban con dejar de ser lo que habían sido. No solo no se conformaron, sino que, al poco, lo mitificaron. De esa «mitificación» de lo que habían sido, esto es, de esa «mitificación» de la Spania visigoda, de su caída, de su última resistencia surgió ese largo y complejo proceso que, andando el tiempo, se denominó «Reconquista». Se podrá discutir el término, pero más allá de si son «galgos o podencos» está el hecho ineludible de que la historia de España, y por ende la del mundo, no puede entenderse sin lo que en este libro se cuenta: la conquista de un reino, el surgimiento de un nuevo mundo y la rebeldía de unos hombres ante ese nuevo mundo.
Yeyo Balbás se lo contará en este libro con el rigor de quien sabe que un oficio se demuestra y no se proclama, y con el vigor narrativo que una gran historia requiere. Disfrute y felicítese por su acierto al elegir este libro.
José Soto Chica
Doctor en Historia Medieval,
profesor contratado, doctor e investigador
del C.E.B. N.Ch de la UGR
______________
* Ibn ‘Abd al-Hakam, Futūh Ifrīqiya wa-al-Andalus, 47.
Hacia el año 754, un erudito hispano desconocido redactó una crónica en la que describe la conquista islámica de Spania, el gobierno de los primeros valíes de al-Ándalus y las guerras entre facciones musulmanas hasta la llegada de Abderramán I. Para explicar estos importantes sucesos, el anónimo cronista consideró oportuno remontarse un siglo atrás en el tiempo para narrar los hechos históricos en tres ámbitos bien diferenciados: el Imperio bizantino, el califato islámico y el reino visigodo. El relato comienza con los avatares del rey Sisebuto y el emperador Heraclio, unidos al surgimiento de un profeta entre los árabes llamado Mahoma y la expansión de su imperio por los califas. Tras narrar la invasión de Tāriq y Mūsà, la crónica se centra en la Península hasta alcanzar el valiato de Yūsuf ibn ‘Abd al-Rahmān al-Fihrī (reg. 747-756). Para este ambicioso proyecto historiográfico, el autor de la Crónica Mozárabe hizo un notable esfuerzo por armonizar distintas cronologías: la era hispánica, la hégira, los años de reinado de cada emperador bizantino y de los distintos califas y el año ab exordio mundo, un sistema de datación empleado por Isidoro de Sevilla.
El libro que tiene en las manos desea retomar este planteamiento para reconstruir la caída del reino visigodo ante los ejércitos del califato y el surgimiento del reino de Asturias, para tratar de superar cierta visión hispanocéntrica que ha imperado en los estudios acerca de unos hechos de tan largo recorrido histórico. En virtud de esta perspectiva se ha tendido a explicar el fin del regnum Gothorum por causas endógenas, aunque, estudiados desde una perspectiva amplia, buena parte de los «problemas estructurales» que se han atribuido a esta entidad política era común a todas las sociedades de la Tardoantigüedad. Circunstancias medioambientales, como el severo enfriamiento climático de los siglos VI-VII, que propició una sucesión de hambrunas y los rebrotes de la peste de Justiniano, desencadenaron un periodo de conflictos y un retroceso demográfico que allanaron el camino a las huestes islámicas. Esta perspectiva nos permite constatar que, a pesar de lo que con frecuencia se apunta, no tiene nada de excepcional la relativa celeridad de la conquista musulmana del reino visigodo: las estructuras políticas del mundo posrromano resultaban extremadamente frágiles y cualquier severa derrota en una gran batalla amenazaba su propia existencia.
El seguimiento a las fuentes árabes que describen las sucesivas conquistas islámicas pone de relieve gran parte de los problemas, sesgos y clichés presentes en los relatos árabes en torno a la invasión de Spania. Las medidas acometidas por los primeros valíes de al-Ándalus solo pueden entenderse a la luz de las políticas impuestas en Damasco. El surgimiento del reino de Asturias solo adquiere sentido si se analiza la sucesión de reveses militares sufridos por el califato omeya, iniciados con el fallido asedio a Constantinopla de 717-718 y seguidos por una treintena de derrotas durante el gobierno de Hishām ibn ‘Abd al-Malik (reg. 724-743), como Poitiers (732) o la del río Sebú (741) durante la gran rebelión bereber que mermó la presencia norteafricana en el valle del Duero. En esta espiral de catástrofes, que concluyó con la tercera fitna, la revolución abasí, el derrocamiento de la dinastía omeya y las guerras entre facciones arabo-bereberes de al-Ándalus, no fue hasta el año 782 cuando se reiniciaron las expediciones al norte peninsular, en Pamplona y el alto valle del Ebro, dirigidas por Abderramán I. Cuatro décadas que resultaron vitales para la consolidación de los núcleos de resistencia cristianos.
La Crónica Mozárabe (54) incluye un dramático lamento por la «ruina de Spania», a causa de una conquista que supuso la creación de un «reino bárbaro». Frente a la abundancia de fuentes árabes de una cronología más tardía, el interés de esta obra reside no solo en su carácter coetáneo a los hechos, sino también en la aportación de la visión de los vencidos, la de un clérigo hispano que vive bajo el nuevo régimen musulmán y trata de adaptarse a las nuevas circunstancias sociopolíticas. Un aporte esencial, ya que, en la actualidad, imperan dos interpretaciones en relación con el proceso de conquista. Eduardo Manzano ha defendido la llegada de un limitado contingente de árabes y bereberes que protagonizaron diversas acciones violentas y forzaron pactos de capitulación con las élites locales, con quienes elaboraron un entramado de enlaces matrimoniales para afianzar su dominio. Otra corriente, en la que destacan investigadores como Pedro Chalmeta, Manuel Acién o Miquel Barceló, apunta hacia la existencia de una «trasferencia de soberanía pactada» y una auténtica migración de población norteafricana a la Península. Ni las fuentes textuales ni las arqueológicas respaldan tal hipótesis y, dado que las cláusulas de cualquier pacto de capitulación incluían el respeto a las propiedades de los sometidos, tampoco parece conciliable con la idea de cientos de miles de bereberes apropiándose de las tierras allá por donde pasaban.
En la historiografía moderna se ha dado una marcada tendencia a presentar la conquista musulmana de Spania y, en general, las conquistas árabes del periodo clásico, como un fenómeno netamente distinto a cualquier otra expansión militar; ya fueran hordas de fanáticos religiosos que arrasaban los restos del mundo clásico, o el oxímoron de la «conquista pacífica», basado en la premisa de que una rendición forzada por la presencia de un ejército ad portas tras una gran derrota militar no supone una acción militar violenta. La idealización de al-Ándalus suele ir acompañada de una visión oscurantista del reino visigodo que, en ocasiones, adquiere niveles distópicos, junto con la tendencia, propia de la posmodernidad, de transformar esta ocupación militar en un proceso migratorio, a causa de la mala imagen que hoy posee cualquier empresa imperial. La tesis que defiende este libro es que la conquista islámica de Spania no supuso un fenómeno sustancialmente distinto a cualquier otro proceso análogo de la Antigüedad y la Edad Media, lo cual, a causa de la propia naturaleza de la guerra de este periodo, implica el uso de una considerable dosis de violencia para forzar tales pactos de capitulación.
El lector interesado en la conquista islámica de Spania y en el surgimiento del reino de Asturias descubrirá que no existen dos monografías o artículos que reconstruyan los hechos del mismo modo. El motivo de que esto suceda responde, en gran medida, a las contradicciones que las propias crónicas presentan en cuestiones como fechas, itinerarios e identidad de los protagonistas de los distintos acontecimientos, aunque el armazón factual que describen resulte vagamente similar. Las fuentes árabes más antiguas se elaboraron en el siglo IX, unos ciento cincuenta años después de la conquista, a partir de relatos de tradición oral, e incluyen un buen número de leyendas y clichés característicos del género futūh que es preciso identificar. Estas divergencias han servido para que, con frecuencia, los historiadores modernos pudieran elegir, de entre todas las versiones, aquellas que mejor se ajustaran a sus ideas preconcebidas y las obras de investigadores tan reconocidos como Claudio Sánchez Albornoz o Pedro Chalmeta se han caracterizado por un marcado positivismo; en buena medida, se basan en fuentes extremadamente tardías y con la creencia de que pueden presentar una versión más detallada o completa, a pesar de que impera cierto consenso en que la Crónica Mozárabe resulta la fuente más fiable. Los estudios acerca del año 711 también se han caracterizado por la fusión de distintos relatos, con la premisa de que dos fuentes pueden presentar una versión parcial, aunque complementaria, de los mismos hechos. Esto da lugar a lo que, en ocasiones, se antoja una amalgama tan arbitraria como imposible.
En las crónicas altomedievales no existía el concepto de autoría y resulta frecuente que el autor se limitase a reproducir pasajes de obras más antiguas. Una décima parte del texto de la Crónica Mozárabe coincide casi literalmente con el de otra anterior, la Crónica bizantina-arábiga de 741; tal vez ambos cronistas emplearon alguna fuente grecosiria que nos es desconocida, traducida al latín en el norte de África. Con el paso de los siglos, a medida que estos bloques narrativos pasaron de una compilación a otra, tendieron a ganar extensión y a adquirir detalle. En ocasiones, esta labor pudo acometerse a partir de información verídica tomada de otras fuentes; en otros casos, su fiabilidad resulta más que dudosa. Algunos aspectos del relato original pueden alterarse, para superar las contradicciones que los distintos textos presentan, o para adaptar el contenido a las necesidades ideológicas del momento. Este sistema, basado en un «cortapega», convierte a las fuentes en un collage de textos conformado por sucesivas manos. La reconstrucción del proceso de transmisión textual resulta más sencillo en las fuentes árabes, a causa de la costumbre de citar la fuente mediante un qāla Fulān («dice Fulano»), aunque esta mención puede no ser honesta y la transcripción siempre está sujeta a interpolaciones.
A nivel metodológico, la interpretación de las fuentes exige un proceso inicial de crítica textual y cribado para soslayar los topoi y los pasajes legendarios. El alto número de contradicciones al mismo tiempo implica que las consabidas citas a las fuentes carecen de valor probatorio: aunque es posible aportar cuatro crónicas para respaldar una fecha a un suceso, se podría recurrir a un número similar para defender otra datación distinta. Por tanto, resulta imperativo considerar los procesos de elaboración y transmisión textual, así como los sesgos e intencionalidad de las obras, para otorgar o restar validez a la información que estas refieren. En las últimas décadas, Eduardo Manzano ha completado varios estudios esenciales acerca de las fuentes árabes de la conquista de al-Ándalus1 siguiendo una línea de investigación iniciada por Luis Molina,2 basada en el rastreo de coincidencias y similitudes textuales entre las distintas obras. Estas valiosas aportaciones, junto con los notables avances en otras disciplinas, como la arqueología y la numismática, han contribuido de forma sustancial a nuestro conocimiento del fin del reino visigodo y las fases formativas de al-Ándalus. Y aunque el propio Manzano se ha mostrado crítico ante cualquier recuento detallado y preciso de las expediciones militares,3 creemos que el contraste de toda esta información permite hacer una reconstrucción global y, en algunos casos concretos, al menos distinguir entre lo posible de lo imposible, o lo probable de lo improbable.
1 Manzano Moreno, E., 1999, 389-432; Manzano Moreno, E., 2012.
2 Molina, L., 1983. Acerca de la tradición de ‘Arīb ibn Sa’īd, vid. Molina Martínez, L., 1998, 39-66; Molina Martínez, L., 1999, 30-31; «Fath al-Andalus II», en Molina, L., 1994.
3 «Descender a los detalles concretos sobre la conquista es una tarea que exige a partes iguales ciertas dosis de prudencia y de interés en los aspectos estrictamente militares del suceso. Personalmente, no me cuento entre quienes consideran posible hacer un recuento detallado y preciso de las expediciones (Chalmeta): los datos son demasiado fragmentarios y contradictorios, y las opciones estratégicas debieron de ser tan variadas en cada circunstancia que resulta muy aventurado hacer una descripción siquiera aproximada de las campañas». Manzano Moreno, E., 2014, 244.
Las sociedades del pasado que han conocido la desdicha de ver su orden político violentamente derrocado por una derrota militar a manos de enemigos externos, a menudo no sólo han sufrido la indignidad de ser eliminadas, sino que también han debido soportar alguna forma de damnatio memoriae historiográfica póstuma. Allí donde no han sido destinadas inmediatamente al cubo de la basura de la erudición ello se ha debido a que algunos historiadores han deseado presentarlas como malos ejemplos morales.
Roger Collins, La conquista árabe 710-7971
El 1 de septiembre de 672 fallecía el rey Recesvinto en la villa de Gérticos. En torno al lecho mortuorio se hallaba un puñado de fideles regis, los miembros del Oficio palatino ligados por un juramento al ahora cadáver, conscientes de que, con el difunto rey, concluía un insólito periodo de tres décadas de continuidad en el reino visigodo. Recesvinto ha pasado a la posteridad por el que se convirtió en su gran legado, el Liber Iudiciorum, una magna recopilación de leyes elaborada junto con su padre, Chindasvinto. Este corpus legal pervivió durante siglos entre los mozárabes de al-Ándalus y su traducción castellana, con el nombre de Fuero Juzgo, ejerció un influjo decisivo en el derecho hispano. El Liber Iudiciorum refleja los intentos de padre e hijo por fortalecer la monarquía, a partir de un reconocimiento forzado del creciente poder de la aristocracia, cuya pujanza residía en su condición de possesores de unos latifundios con mano de obra servil. Chindasvinto había tratado de reforzar su posición otorgando bienes y privilegios a la nobleza que le era afecta, al tiempo que acometía purgas y confiscaciones entre la más refractaria. Ambas políticas iban de la mano. Para ganar apoyos, un rey visigodo debía conceder cargos y tierras. Si lo hacía a costa de sus posesiones privadas o del patrimonio regio, las tres mil haciendas que conformaban la res dominica, perdería parte de su poder pecuniario y base social para reclutar levas. Si lo hacía a costa de otra facción nobiliaria, alimentaría el descontento, las conjuras y la sedición.
Para Chindasvinto la decisión era fácil. Tras apoderarse del trono de forma violenta con casi 80 años de edad, hizo ejecutar a doscientos magnates de la más alta jerarquía y a quinientos de rango inferior. Algunos huyeron a territorio franco, otros tomaron los hábitos para escapar del patíbulo. Con una parte de las tierras confiscadas pudo recompensar a la aristocracia adicta a su figura, los fidelis regis, y con el resto incrementar su fortuna. A su muerte, en 653, Eugenio de Toledo le dedicó un epitafio apócrifo que ponía en su boca: «yo, Chindasvinto, autor de crímenes, impío, obsceno, infame, torpe e inicuo, enemigo de todo bien, amigo de todo mal; cuanto es capaz de obrar quien pretende lo malo, el que desea lo pésimo, todo eso yo lo cometí y fui aún peor».2 Esperó, eso sí, a que estuviera muerto. Dos siglos después, una crónica asturiana, llamada Albeldense, afirmaba que, una vez sentado su hijo Recesvinto en el trono, «Spania descansó».3 La historiografía altomedieval presenta a este rey como una antítesis paterna, el anónimo autor de la Crónica Mozárabe (25) dice de él «que aun siendo licencioso era de buen natural». Tal vez a causa de ello, nada más inaugurarse su reinado estalló una rebelión liderada por Froya, el duque de la Tarraconense, con el apoyo de un ejército de vascones y de la nobleza descontenta, que logró apoderarse de buena parte del valle del Ebro y asediar durante meses Zaragoza. Recesvinto logró reunir un ejército lo bastante potente como para derrotar a los rebeldes y ejecutar a Froya. Aquello no solo suponía la emponzoñada herencia de un padre «demoledor de godos». La sucesión dinástica sobre Recesvinto no había tenido una cálida acogida entre los nobles. Desde Leovigildo, cada rey visigodo había intentado centralizar el poder y hacerlo hereditario y todo aristócrata deseaba preservar la costumbre de que el monarca fuera elegido por una asamblea de nobles, el Aula regia…, al menos, hasta que lograra sentarse en el trono. A partir de ese momento, trataría de vincular a su primogénito a la corona.
Figura 1: Este capitel de la iglesia visigoda de San Pedro de la Nave (El Campillo, Zamora) muestra el sacrificio de Isaac por su padre Abraham. El edificio debió de construirse entre las últimas décadas del siglo VII y principios del VIII, poco antes de la conquista islámica. (Fotografía del autor).
Una vez aplastada la rebelión de Froya, en busca de respaldo entre la aristocracia laica y eclesiástica, Recesvinto organizó el VIII Concilio de Toledo. Las quejas de los próceres incidieron en el enorme enriquecimiento personal de Chindasvinto y en el hecho de que el hijo no hubiera sido elegido rey por el Aula regia. Recesvinto, magnánimo, accedió a que los bienes confiscados por su padre formaran parte de la res dominica, el patrimonio de la Corona, y no de su pecunio privado. Una cuestión esencial en un Estado carente de una monarquía hereditaria. Asimismo, el monarca accedió a devolver los bienes confiscados de forma ilícita, sin realizarse conforme a la ley. No es difícil entender por qué, según la Crónica Albeldense, Recesvinto «fue amado por todos».4 Tales concesiones debieron de mermar de manera considerable su poder económico, aunque tal vez fuera preferible a alimentar el morbo gótico, «esa detestable costumbre de los visigodos de asesinar a aquellos reyes que no son de su agrado», como lo definió Gregorio de Tours.5
El descontento de los magnates podía resultar fatal, ya que entre las reformas administrativas de Chindasvinto y su hijo destaca la militarización de las provincias. Una vez expulsados los bizantinos del mediodía hispano medio siglo atrás, el reino visigodo abarcaba toda la Península y una estrecha franja costera en el sur de la Galia. La división provincial, heredera de la tardorromana, incluía Septimania, Tarraconense, Cartaginense, Bética, Lusitania y Gallaecia. Al frente de estas demarcaciones territoriales unos duques provinciales (dux provinciae) asumieron las funciones que habían recaído sobre los gobernadores (rectores), fiscales y judiciales, a lo que ahora se añadía la dirección de unos ejércitos de carácter regional. Por debajo de los duques se hallaban los condes de las ciudades (comes civitatis) que también aglutinaron estas tres funciones. A partir de entonces, los duques provinciales, elegidos entre los jerarcas del Oficio palatino, se convirtieron en los aspirantes naturales a la dignidad regia.
Tanto el palacio del rey como el Aula regia –la sala donde se reunía esta asamblea de nobles– aludían por metonimia al Oficio palatino (Officium palatinum), el núcleo de la administración del reino, formado por los primates o señores de palacio (seniores palatii) unidos al rey por un juramento de lealtad personal que les convertía en fidelis regis. Al igual que los comes civitatis, estos magnates podían ser de rango condal y el título de duque no solo estaba asociado al gobierno de las provincias, ya que el cargo de dux exercitus podía asignarse de forma coyuntural a algún miembro del Oficio palatino para dirigir una campaña militar, y conocemos la existencia del dux exercitus Spaniae, que tal vez ejerciera una función superior. Entre los miembros del Oficio palatino estaba el conde del cubículo, el conde del tesoro o el conde de los notarios; por sus atribuciones militares, destacan el jefe de la guardia del rey, el conde espatario (spatharius comes), junto con el encargado de las yeguadas reales o condestable (comes stabuli). Esta guardia regia constituía una caballería de élite acuartelada en Toledo. Gracias a Procopio de Cesarea sabemos que el ostrogodo Teudis logró hacerse con el trono visigodo gracias a dos mil lanceros montados a los que denomina doriphoroi, el posible núcleo originario de esta unidad. Por supuesto, la aristocracia hispanogoda también contaba con séquitos armados, formados por buccellarii y saiones, bucelarios y sayones, soldados profesionales que les servían a cambio de tierras o bienes en usufructo, como las propias armas.6
Durante más de un siglo, un puñado de linajes se había disputado los principales cargos del Oficio palatino. El cursus honorum de un magnate era una senda cada vez más angosta y empinada, hasta alcanzar la dignidad oficial de dux provinciae, y la dignidad oficiosa de aspirante al trono. Más angosta porque, en cada escalafón superior, se reducía el número de cargos, lo cual, al igual que la posesión de las haciendas, suponía otro despiadado juego de sillas en el que siempre quedaba alguien sin asiento. A este darwinismo político se sumaba la Iglesia, un estado dentro del Estado, que poseía tierras, talleres y factorías; impartía justicia, elaboraba censos y recaudaba impuestos. La jerarquía eclesiástica del regnum Gothorum forjaba leyes y acuerdos en los concilios bajo la primacía del obispo metropolitano de Toledo.
Figura 2: Detalle del Disco de Teodosio, elaborado en una lámina de plata en el año 388 o 393. Muestra una pareja de guardias del emperador romano con escudos ovalados y unos torques al cuello como símbolo de su rango. (Fotografía del autor).
Aquel 1 de septiembre de 672, en Gérticos, ante el cadáver de Recesvinto, los fidelis regis, sin duda, consideraron las reglas de aquel peligroso juego y no esperaron a los funerales para elegir a un sucesor: Wamba, un veterano miembro del Aula regia. Conocemos lo sucedido gracias a Julián, el futuro obispo metropolitano de Toledo, ya que le dedicó una biografía en un tono abiertamente laudatorio. En un principio, Wamba habría rehusado la corona aduciendo estar «cansado por la edad», hasta que uno de los duques intervino de este insólito modo:
O nos prometes dar tu consentimiento, o sábete que te rebano a punta de espada. No tenemos intención de salir de aquí hasta tanto o nuestro ejército te acepte como rey o te quite de en medio hoy aquí con una muerte sangrienta por negarte.7
De modo que, «abrumado no solo por las súplicas, sino también por las amenazas, [Wamba] cedió al fin». Más allá de artificios, podemos deducir que Wamba, un bregado político entrado en años, no quiso asumir el cargo hasta contar con una mayor legitimidad que la aportada por el exiguo séquito de fidelis regis. Buscaba el respaldo del Oficio palatino, la aristocracia del reino y la jerarquía eclesiástica. El protocolo en la «creación de un rey» exigía tres pasos: la elección por el Aula regia, la unción por el metropolitano y la ceremonia de coronación en Toledo. El procedimiento electivo, según las ancestrales costumbres godas, lo convertían en un legítimo primus inter pares. La unción regia en la basílica de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo el 19 de septiembre a manos de Quírico, el obispo metropolitano, suponía, además del respaldo del clero, una ceremonia de origen veterotestamentario con un enorme valor simbólico.8 Una vez derramado el óleo sobre la coronilla de Wamba, le entregaron el solio y la vestidura púrpura, los símbolos de realeza que había adoptado Leovigildo un siglo antes. A partir de ese momento, la legitimidad de Wamba como rey no admitía dudas: «el Sínodo de obispos le proclamó, la comunión del Estado y la nación le eligió, en él recayó el favor del pueblo».9
Al igual que el de su predecesor, el reinado de Wamba dio comienzo con una insurrección en la Tarraconense. En la primavera de 673, el nuevo rey marchó a Cantabria con su ejército para dirigir una acción punitiva contra los levantiscos vascones. Antes de iniciarse las hostilidades, recibió noticias de una rebelión en la Septimania liderada por Hilderico, el conde de Nimes, junto a Gumildo, el obispo de Maguelonne. Los sediciosos actuaban en connivencia con un viejo enemigo, los franco-aquitanos, que les prestaban apoyo militar. No estaba claro cuáles eran las intenciones de los rebeldes, así que Wamba, ocupado en la campaña vascona, delegó lo que parecía una tarea fácil sobre Paulo, un destacado miembro del Oficio palatino al que nombró duque y confió un ejército. No obstante, nada más llegar a la Tarraconense, Paulo decidió emplear ambas circunstancias –la conjura nobiliaria y el ejército que le entregaron– para proclamarse rey con el apoyo de Ranosindo, el duque provincial. Una vez en Narbona fue aclamado por los rebeldes, Hilderico y Gumildo. Ante la expectativa de que la sublevación se extendiese y Paulo recibiera los refuerzos prometidos por los francos, Wamba reaccionó con extremada celeridad y se dispuso a concluir lo que tenía entre manos:
Figura 3: Tremis de oro del rey Wamba, acuñado en Emerita Augusta, y que, como el resto de acuñaciones visigodas, sigue modelos bizantinos. En el anverso aparece el busto del monarca tocado con la stemma, y la leyenda ID.IN.M.VVAMBA RX+. En el reverso, una cruz sobre tres escalones, que representa la gran cruz que, en el siglo IV, se levantó en la colina del Golgota, en Jerusalén, el lugar de la crucifixión de Jesús.
Acto seguido, se interna en el territorio de Vasconia, donde la devastación sistemática prolongada durante siete días a campo abierto, el hostigamiento de los reductos militares y el incendio de casas particulares se produjo con tal virulencia que los propios vascones, tras deponer la rudeza de su corazón y previa entrega de rehenes, solicitaron no sólo con súplicas sino con ofrecimientos que se les perdonara la vida y se restableciera la paz.10
Figura 4: Los mosaicos de la villa tardorromana de La Olmeda (Pedrosa de la Vega, Palencia) muestran escenas venatorias en las que los cazadores visten una panoplia similar a la empleada en la guerra, incluidos escudos y espadas. (Fotografía del autor).
Este pasaje nos ofrece una buena imagen de la guerra altomedieval: antes que buscar una batalla a campo abierto, el ejército visigodo se dedicó a la devastación sistemática del territorio enemigo, hasta forzarlo a capitular, entregar rehenes y pagar tributo. La campaña vascona apenas duró ocho días. La hueste de Wamba, formado por tropas de caballería, forzó marchas y, tras pasar por Calahorra y Huesca, se dividió en tres columnas que Julián de Toledo denomina turmae. José Soto Chica11 considera que estas unidades eran una adaptación visigoda de las tourmai bizantinas, que contaban entre dos mil y cinco mil jinetes, lo cual constituiría un contingente más que considerable.12 En nuestro caso, pensamos que Julián emplea turma de modo genérico para referirse a un cuerpo de caballería. El primer destacamento remontó el valle del Segre hasta llegar a Llívia, la capital de la Cerdaña, y después descendió hacia el río Tet. El segundo contingente cruzó el Pirineo por Vic y Céret; el tercero marchó hacia la Vía Augusta, la mayor calzada de la Península, que recorría la costa pasando por Barcelona y Gerona. Los tres destacamentos se reunieron de nuevo en torno a Perpiñán y, tras ellos, marchaba Wamba al mando de otra hueste, un recurso habitual en la época, para tomar los principales enclaves estratégicos que permitían el control del territorio, al tiempo que se aliviaban los problemas de abastecimiento de un ejército de grandes dimensiones.
El reino visigodo contaba con guarniciones permanentes en ciudades, castra y castella, además de otras en turres y otros enclaves estratégicos, como las claustrae que cerraban pasos de montaña. El castrum consistía en una fortaleza de grandes dimensiones y contaba con una guarnición al servicio del rey, mientras que el castellum resultaba de menor tamaño y estaba en manos de las élites locales.13 Una turris suponía una atalaya o almenara con una minúscula guardia para realizar labores de vigilancia, además de otras que hoy consideraríamos policiales. En esta época, la distinción entre incursiones militares y bandidaje resultaba difusa, o dependía del tamaño de la hueste invasora, ya que, en ambos casos, los objetivos a menudo se limitaban a la adquisición de botín. Estas guarniciones aseguraban las vías de comunicación y, en las zonas fronterizas, aportaban un elemental servicio de inteligencia. El abastecimiento dependía de la annona militar, un sistema para abastecerse del que también dependía el ejército de Wamba para poder avanzar por las calzadas y puentes romanos, que aún permanecían en uso, y cuyo mantenimiento dependía del conde de la ciudad o del territorio.
Los ejércitos hispanogodos movilizaban un número considerable de tropas montadas, que requerían, asimismo, de un considerable tren de bagaje. En el ámbito franco se empleaban carros de bueyes para transportar armas, impedimenta, víveres y el alimento destinado a las bestias de carga. Los bueyes no necesitaban grano como parte de su ración diaria, ya que podían alimentarse con heno o pasto silvestre. Un caballo, por el contrario, requería unos diez kilos de alimento al día como promedio; la mitad podía ser hierba o heno, pero la otra mitad tenía que cebada o avena. La abrupta orografía peninsular hacía que, al contrario que en la Galia, durante el Medievo la impedimenta normalmente no se transportara en carros de bueyes, sino en mulas de reata. Con una capacidad de transporte de unos cien kilos de grano, una mula consumiría 1/20 de su propia carga al día y, por consiguiente, si no se contaba con graneros a lo largo de los caminos, la autonomía y velocidad del ejército se verían muy limitadas. Las dificultades para emplear a los caballos de forma efectiva en batalla también estaban limitadas si, al mismo tiempo, se empleaban como medio de transporte. Si el jinete no tenía intención de luchar a caballo, pues actuaba como infantería montada –algo habitual en la época–, podría viajar unos doscientos veinticinco kilómetros desde la base de operaciones. No obstante, si deseaba que la montura estuviera en buenas condiciones para participar en un combate, la distancia se reducía a unos ciento treinta y cinco.14 La alternativa, propia de la Edad Media plena, consistía en contar con un palafrén junto al caballo de guerra –más bocas que alimentar– y cada bestia de carga adicional solo agregaba dos días al tiempo total de viaje de cada guerrero. Un itinerario de más de ochocientos kilómetros, desde Pamplona a Nimes, suponía un desafío logístico en una época en la que un caballo de guerra podía ingerir al año los excedentes de grano producidos por varias familias de campesinos trabajando de sol a sol. Para resolver estos problemas, existían un sistema fiscal y de abastecimiento a cargo del annonarius, un funcionario que, junto con el conde de la ciudad, mantenía los graneros dispuestos para las necesidades del ejército. El encargado de distribuir estos bastimentos a hombres y bestias era el erogator annonae.15
La caballería constituía el recurso militar más efectivo del ejército visigodo y contaba con un buen número de jinetes acorazados. Aunque en 1887 el historiador Heinrich Brunner atribuyó a Carlos Martel la creación de la «caballería pesada» europea, un fenómeno estrechamente ligado al desarrollo del feudalismo, en realidad, desde el siglo I d. C., los sármatas –un pueblo iranio al norte del mar Negro– contaban con jinetes acorazados provistos de lanzas largas sostenidas con ambas manos. Desde muy antiguo, el poder militar de los pueblos de las estepas se había basado en jinetes armados con lanzas ligeras, espadas largas y arcos de tipo compuesto y, aunque los sármatas no renunciaron a esta clase de tropas, el contarius o katafraktos podía protagonizar fulminantes cargas contra sus enemigos a caballo protegido por una pesada armadura de escamas. Cuando los alanos invadieron la provincia romana de Capadocia en el año 136 d. C., el legado Flavio Arriano se vio forzado a desarrollar una táctica específica para anular las temibles acometidas de estos catafractos. A partir del siglo III, el ejército romano empezó a incorporar una caballería acorazada de cataphractii y clibanarii que fue desplazando a la infantería como fuerza principal. Mientras que el catafracto parece especializado en ataques de formación cerrada contra la infantería, el clibanario de origen sasánida actuaba con el apoyo de arqueros a caballo y resultaba mucho más versátil.
Cuando los godos irrumpieron en el territorio de sármatas y alanos en el siglo II d. C. heredaron esta caballería pesada y la adaptaron a su propia tradición militar. Este proceso de «sarmatización» de los greutungos –más tarde ostrogodos– y los tervingios –después visigodos– supuso el surgimiento de tropas montadas con yelmos fabricados por secciones, cotas de malla, espadas largas y lanzas largas de tipo contus, junto a otras más ligeras que posibilitaban el uso de escudo. En su relato de la batalla de Nedao (454), Jordanes caracteriza al guerrero godo combatiendo con lanza mientras que el jinete huno dispara flechas,16 Isidoro de Sevilla elogia la habilidad de los godos en el combate ecuestre y el lanzamiento de jabalinas,17 maniobras similares a las del duelo ecuestre entre Sanilo y Bera, el primer conde de Barcelona, en febrero de 820, ante el rey franco Ludovico Pío en un duelo judicial «según sus propias costumbres». Parece que, durante su presencia en el Ponto, los godos no llegaron a adoptar el famoso binomio «arquero a caballo». En su Guerra gótica, Procopio presenta como debilidad propia de los jinetes ostrogodos que solo emplearan lanzas y espadas, además del lanzamiento de jabalinas, mientras que la caballería romana y sus auxiliares hunos contaban con arcos de tipo compuesto.18 Esta arma, más corta que el arco de una pieza, permitía el uso a caballo y estaba construida a partir de un núcleo de madera reforzado con láminas de asta en la parte cóncava y tendón en el dorso; las propiedades mecánicas de ambos materiales añadían una enorme potencia al disparo. El ejército del emperador Justiniano, por el contrario, se había empapado de la doctrina militar persa y de los pueblos iranios y las reformas del emperador Mauricio no hicieron más que acelerar esta tendencia, de modo que la caballería se acabó convirtiendo en la espina dorsal de los ejércitos bizantinos, dividida en cursores (arqueros a caballo) y defensores (jinetes con lanzas).19
Figura 5: El cazador de los mosaicos de La Olmeda (Pedrosa de la Vega, Palencia) viste una túnica biclavii, caracterizada por dos bandas verticales a modo de decoración, que permaneció en uso durante la época visigoda. (Fotografía del autor).
A pesar de tales carencias, la caballería goda demostró ser tan versátil como devastadora, capaz de realizar tanto cargas contra infantería y tropas montadas como acciones de hostigamiento, lo cual quedó de manifiesto en batallas como Adrianópolis (378) o los Campos Cataláunicos (451). El formidable aspecto de un jinete pesado godo quedó reflejado en el plato argénteo de Isola Rizza (Verona, Italia), datado en el siglo VII, que muestra un contario bizantino con spangenhelm y armadura laminar, un armamento similar a la de los guardias representados en el frontal del yelmo de Agilulfo, rey de los lombardos. La descripción de Procopio del rey ostrogodo Totila antes de la batalla de Tagina (552) se ajusta a esta panoplia:
[...] toda la armadura que lo cubría estaba casi entera chapada en oro y las placas de adorno que pendían del casco y de la lanza iban teñidas de púrpura y eran, en cualquier caso, dignas de un rey. Montado en un caballo de mucha alzada, con gran habilidad, ejecutaba una juguetona danza de guerra entre dos ejércitos: daba vueltas en círculo con el caballo y luego lo giraba hacia el otro lado en repetidas carreras circulares. Mientras iba cabalgando, arrojaba su lanza a los aires y de allí la recogía vibrando y luego se la pasaba sin parar de una mano a la otra con suma destreza.20
A finales del siglo VII, los jinetes hispanogodos ya no empleaban esta lanza a dos manos, sino otra más corta, acompañada de un escudo circular. Las tácticas de estos jinetes pesados con armas enastadas no eran las devastadoras cargas de la caballería feudal de la Edad Media plena. Aunque se ha exagerado la importancia del estribo para permitir este tipo de ataques –las sillas de montar con arzones altos otorgaban una considerable estabilidad al jinete–, en la Tardoantigüedad diversos factores limitaban la efectividad. A juzgar por los restos óseos, en esta época el caballo de guerra poseía una alzada máxima de entre catorce y quince manos (142-153 cm), una complexión media y unos cuatrocientos kilos de peso; unos diez centímetros y entre cien y ciento cincuenta kilos menos que un destrier de la Baja Edad Media. Esta mejora fue posible gracias a que, a partir del siglo VIII, la legislación carolingia fomentó la cría caballar y facilitó la importación de ejemplares de raza árabe desde al-Ándalus. Fue a partir del XI cuando la difusión y abaratamiento de las lorigas de malla, y el uso de una lanza más pesada sujeta bajo la axila –la lance couchée–, convirtieron a la caballería feudal europea en una fuerza de choque «capaz de abrir una brecha en las murallas de Babilonia».21 Hacia finales del siglo VII, las lanzas de caballería, de astiles de fresno, flexibles y más ligeras, podían arrojarse a corta distancia. Nitardo (ob. 844), un historiador franco nieto de Carlomagno, describe los ejercicios ecuestres más habituales en época de su abuelo. A una señal, dos grupos de jinetes cargan uno contra otro, tratando de mantener la formación. Poco antes del choque, una de las formaciones da un giro repentino y finge retirarse, antes de darse la vuelta y entablar combate con lanzas sin punta.22 Estas maniobras ecuestres, similares a las que había descrito en el siglo II d. C. Flavio Arriano en su tratado militar, constatan una tradición ecuestre basada en cargas con lanza, lanzamiento de jabalinas y maniobras evasivas desde época clásica. Asimismo, en la Tardoantigüedad resultaba habitual que los jinetes, en ocasiones, descabalgaran para luchar, o que emplearan los caballos para desplazarse por el campo de batalla para después luchar a pie. El Strategikon (XI.3), un tratado militar bizantino, asegura que, si francos y lombardos se veían presionados en un combate cerrado con la caballería enemiga, «desmontan a una señal acordada y se alinean a pie».
Figura 6: Placa con una figura de jinete del complejo de Cercadilla, Córdoba. Esta pieza del siglo VI o VII se ha identificado con una de las valvas de un molde fundición, para elaborar elementos ornamentales.
Figura 7: Bocado de caballo de origen visigodo o bizantino, datado entre los siglos VII-IX. La suntuosa decoración damasquinada con hilo de plata incluye monogramas griegos, rostros humanos, cabezas de animales y vides. (The Metropolitan Museum of Art of New York).
Cabe la posibilidad de que la caballería hispanogoda adoptara el uso del arco compuesto por influencia bizantina. En Cartagena se exhumaron restos de armadura laminar de origen bizantino, datados entre la segunda mitad del siglo VI y las primeras décadas del VII;23 en Ruscino (Perpiñán), un enclave del reino visigodo en Septimania, aparecieron varias láminas similares,24 con una datación entre los años 656 y 768. Esta protección posee origen asiático y su presencia en Europa occidental parece responder a un influjo ávaro iniciado en el siglo VI que afectó a alamanes (hallazgo de Niederstotzingen), francos (Krefeld-Gellep), lombardos (Castel Trosino) y bizantinos (Svetinja). Parece probable que los hispanogodos hubiesen adoptado las armaduras laminares, cuyo uso está asociado a un modo de lucha oriental.25 Junto a los restos de la armadura de Cartagena se hallaron dos puntas de flecha de tres aletas y una pieza de hueso que tal vez fuera parte de un arco de tipo compuesto. Los códices mozárabes del siglo X muestran arqueros montados, aunque podrían ser musulmanes, o tal vez reflejen influencia árabe sobre el armamento cristiano. No obstante, cabe la posibilidad de que parte de la caballería hispanogoda, hacia finales del siglo VII, estuviera compuesta por arqueros montados.
La base de esta fuerza de combate residía en las Scholae, la guardia palatina, formada por unidades de caballería mandadas por un spatharius comes o conde espatario.26 Permanecían acantonadas en Toledo y se desplazaban allá donde los ejércitos provinciales se vieran sobrepasados ante alguna amenaza, en servicio como ejército móvil de campaña, las tropas de élite al servicio del rey. Los fidelis regis, los miembros del Oficio palatino unidos por vínculos de lealtad personal al monarca, entre los que se hallaban los célebres gardingos, aportaban sus séquitos armados de bucelarios (buccellarii) y sayones (saiones). La diferencia entre ambos residía en que, en un principio, los sayones formaban parte del círculo más próximo a su señor, aunque tal distinción se fue diluyendo con el paso del tiempo y ambos acabaron siendo reclutados entre gentes de condición servil. Aparte de la caballería, el grueso de los ejércitos hispanogodos estaba formado por infantería, ya fuera a partir de levas entre los hombres libres o siervos armados por la nobleza. Mientras que las tropas montadas podían ser movilizadas desde cientos de kilómetros para una campaña, los peones solían responder a levas de origen local.
Las guarniciones que el rebelde Paulo había dejado en Barcelona y Gerona fueron barridas por el ejército de Wamba. Julián de Toledo presenta al rey castigando severamente a aquellos de sus hombres que mostraban una «indecorosa ansia de rapiña» e hizo cortar los prepucios de los violadores.27 Este texto, un auténtico panegírico, posee el interés de mostrar los criterios imperantes sobre el ius in bello, aquello que se consideraba moralmente admisible en un conflicto; unos ideales que, aun variando entre las distintas sociedades, muy rara vez –por no decir nunca– se han cumplido a lo largo de treinta siglos de historia militar. Sin embargo, la celeridad en el avance de la hueste de Wamba no da pie a pensar en un saqueo sistemático del territorio rebelde. En marcha después hacia el norte, las tres columnas tomaron los castra de Oltrera (Vulturaria), Colliure (Caucoliber), Llívia (Libia) y las Clausurae, que controlaban los pasos pirenaicos. En este último enclave fueron apresados el duque Ranosindo e Hildigiso. Se trataba de un complejo defensivo formado por dos castella, el Castell dels Moros y la Clusa Alta, que controlaban el paso a través del Pirineo por la Vía Augusta y su prolongación ultramontana, la Vía Domitia, que unía las principales ciudades de Septimania.28 Recorriendo esta antigua calzada, el ejército de Wamba tomó Narbona, Béziers, Agde y Magalona con el apoyo de una flota, hasta que Paulo y el resto de rebeldes se refugiaron en Nimes.
El retroceso demográfico de la Tardoantigüedad se tradujo en una contracción del área habitada de las ciudades, el abandono y reutilización de los antiguos espacios públicos y la proliferación de huertos y vertederos intramuros. La población tendió a concentrarse en algunos sectores del colosal espacio delimitado por las murallas de época clásica y reutilizó materiales de construcción para los nuevos edificios erigidos por los poderes locales. Los antiguos templos se convirtieron en residencias señoriales, la creciente presencia del cristianismo se hizo patente en forma de iglesias y centros episcopales, que asumieron buena parte de las labores administrativas. La poliorcética de época tardoantigua se adaptó a esta nueva realidad. Aunque, en raras ocasiones, los sitiadores realizaban obras de circunvalación, como Carlos Martel en los asedios de Aviñón y Narbona en 737, las huestes se mostraron incapaces de cercar ciudades, al igual que los sitiados de defender todo el enorme perímetro de las murallas heredadas de los días antiguos. Una de las narraciones más detalladas de un asedio tardoantiguo, elaborada por Procopio de Cesarea,29 testigo presencial, presenta al ejército ostrogodo atacando Roma en 537 durante la «recuperación del imperio». Incapaces de cercar todo el pomerium, las tropas bizantinas entran y salen de la ciudad eterna y, aunque los godos emplean torres de asedio, las continuas salidas de los sitiados hostigan el campamento y se producen combates extramuros entre los dos contingentes.
La precaria logística de la época también dificultaba someter a una ciudad por hambre; resultaba más fácil que en el campamento del ejército sitiador antes se difundiera la disentería o la malaria, a causa de las condiciones insalubres, a que se agotaran los víveres a los asediados. La mayor parte de ciudades caía tras un feroz asalto a las murallas. Las máquinas de asedio no eran desconocidas en el periodo; podían incluir arietes, escalas y catapultas, denominadas petrobollos en las fuentes bizantinas y petraria en las carolingias.30 La artillería de torsión desapareció en occidente junto con el Imperio romano y, en torno al siglo VI, desde oriente llegó al mundo mediterráneo un nuevo tiempo de artillería que funcionaba por tracción: los operarios tiraban de unas cuerdas fijadas a un extremo de una viga giratoria, para lanzar una piedra colocada en una honda del otro extremo. Siglos después a esta catapulta se le llamó mangonel y, en el mundo bizantino, helepolis o «tomador de ciudades».31 No obstante, en el mundo posrromano, la mayoría de asaltos a ciudades se basaba en concentrar los disparos de arqueros y hondas sobre algún sector de la muralla, para despojarlas de defensores, aproximarse a la base cubiertos por los escudos y superar las defensas con escalas, o bien derribar o incendiar las puertas.32
Figura 8: Este grabado de Nimes realizado por Braun Georg y Franz Hogenberg en 1580 muestra los principales monumentos del paisaje urbano de la ciudad, presentes a principios del siglo VIII. Destacan las colosales murallas de 9 metros de altura que delimitaban una superficie de 220 hectáreas, con 10 puertas y unas 80 torres, incluida la Tour Magne, de planta octogonal y una altura 32 metros, visible en la parte superior del grabado. A la izquierda del recinto amurallado se encuentra el anfiteatro Les Arènes, que servía de fortaleza, y en la parte superior el templo romano la Maison Carrée, probable residencia del conde visigodo. En época visigoda, este inmenso espacio intramuros estaba muy despoblado; existían tres núcleos habitados en torno a estos dos centros de poder y del conjunto episcopal.
Con nueve metros de altura, la muralla augústea de Nimes poseía un perímetro de siete kilómetros que delimitaba una superficie de más de doscientas hectáreas. El declive de Nimes debió de iniciarse de forma temprana, hacia finales del siglo III, a causa de la pujanza de Arlés y el inevitable éxodo urbano. Gran parte del enorme espacio intramuros quedó deshabitado y surgieron huertos entre las ruinas. La población tardoantigua se concentraba en tres núcleos, tal vez defendidos por empalizadas, en torno a los grandes monumentos que aún hoy se conservan. La Maison Carrée, un magnífico templo romano, se convirtió en la residencia del comes civitatis, el centro religioso se hallaba en el reducto episcopal en torno a la moderna catedral y las funciones militares recaían sobre un anfiteatro, las Arènes, reconvertido en fortaleza que, con cientro treinta metros en su eje mayor y veinte de altura, había figurado entre los más grandes del imperio.33
Figura 9: Templo romano de Nimes de orden corintio conocido como la Maison Carrée. Se trata de uno de los mejor conservados de todo el imperio, ya que estuvo en uso la mayor parte de este tiempo, al ser la probable residencia del comes civitatis visigodo, además de ayuntamiento, iglesia y museo, entre otros usos. (Fotografía del autor).
Wamba envió hacia esta ciudad un ejército con cuatro duques que, adelantado treinta millas y forzando marchas durante la noche, recorrió los cincuenta kilómetros que separan ambas ciudades y se presentó ante los muros de Nimes al despuntar el alba. La hueste de Paulo difícilmente podía defender de forma efectiva una muralla tan extensa y es más que probable que, en algunos puntos, se hallara en ruinas. Tal y como narra Julián de Toledo, la vanguardia del ejército hispanogodo…
[...] espoleados con mayor rabia de lo que habían estado, hasta aproximadamente la hora quinta del día socavan la fortificación de la ciudad en continuas acometidas, lanzan lluvias de piedras entre un pavoroso estrépito, incendian las puertas aplicándoles fuego abajo e irrumpen por los minúsculos entrantes del muro. Luego, entrando ufanos de gloria en la ciudad, se abren paso a punta de espada. Pero; al no poder contener los ánimos fieros de los nuestros, se recluyen para guarnecerse en las Arènes, que está vallado por un muro en extremo resistente y por construcciones antiguas. Y cuando les dio la impresión de que les seguían algunos de los nuestros, que se habían entregado a la rapiña, tan pronto se adelantaron hasta allí, mueren degollados, antes de que lograran introducirse en la fortaleza de las Arènes.34
El anfiteatro de Nimes, donde aún se celebran corridas de toros, sirvió al Rey oriental de refugio, en espera de la llegada del auxilio franco. La ciudad fue tomada al asalto después de que acudiese el grueso del ejército al mando de Waldimiro. Paulo se rindió el 2 de septiembre a condición de que respetaran su vida y la de sus hombres. Tras ahuyentar a la hueste franca que se aproximaba, Wamba regresó a Toledo después de medio año de ausencia. Los sediciosos fueron juzgados por alta traición y se les castigó con la decalvación y la confiscación de todos los bienes, con los que Wamba pudo recompensar a sus fidelis regis.
Dos meses después, el 1 de noviembre, Wamba promulgó una ley militar (LV, IX, 2, 8) que fue incorporada al Liber Iudiciorum. Contempla dos situaciones bélicas bien diferenciadas, ya sea una incursión enemiga en el regnum Gothorum, o una rebelión contra el rey. Para el primer supuesto, la ley de Wamba establece que, ante una invasión, todos los hombres libres que habiten a cien millas a la redonda deben acudir a la llamada de los jefes militares con todas las fuerzas que puedan reunir, ya sea nobleza laica, jerarquía eclesiástica o simples campesinos. En caso del incumplimiento de tales obligaciones, las penas previstas consisten en una colosal multa, perder el derecho a testificar en un juicio, la confiscación de todas las propiedades y el destierro. En el caso de obispos, presbíteros y diáconos, la ley no contempla la confiscación de bienes, ya que estos pertenecían a la Iglesia, pero debían sufragar con su patrimonio los daños causados por el enemigo y, por supuesto, sufrir el exilio. También castigaba con severidad a los oficiales del monarca que aceptasen sobornos para que alguien se librase del servicio militar. La segunda parte de la ley añade «si alguien dentro de las fronteras de Spania, de la Galia, de Gallaecia o de todas las provincias que están sometidas a la jurisdicción de nuestro gobierno, moviere o quisiere mover hostilidades en cualquier parte contra nuestro pueblo, la patria o nuestro reino»,35 quien no obrase contra él sería desterrado y sufriría la confiscación de bienes, salvo en caso de enfermedad.
Esta ley se ha interpretado como un síntoma de la endémica desafección de los nobles en la participación de las campañas militares, al no acudir a la llamada del rey a las armas (publica expeditio).36 Es posible que un magnate no estuviera interesado en comprometer sus recursos militares en el otro extremo del reino; que se negara a defender sus haciendas ante una invasión a cien millas resulta menos probable. La ley de Wamba surge como respuesta ante los poderes locales que no se habían opuesto de forma activa a la sedición de Hilderico primero y Paulo después. En opinión de Amancio Isla, la disposición de Wamba no era tanto de naturaleza militar, destinada a mejorar el reclutamiento y la efectividad de los ejércitos, sino que poseía una clara intencionalidad política, a raíz del débil compromiso de las élites locales de la Tarraconense hacia la monarquía.37
Figura 10:Les Arènes de Nîmes es uno de los anfiteatros romanos mejor conservados y fue uno de los de mayor tamaño al contar con una planta elíptica de 133 metros en su eje mayor. En época visigoda se reformó el edificio para servir como fortaleza y en él se refugió el duque Paulo en 673. Tras la conquista franca de Septimania, los vizcondes de Nimes erigieron su palacio-fortaleza en el interior. Después se convirtió en un barrio con un centenar de viviendas. Desde 1863 hasta la actualidad se ha empleado como plaza de toros. (Fotografía del autor).
De los hechos tampoco parece deducirse que un avanzado proceso de feudalización crease una tendencia centrífuga, en virtud de la cual los duques provinciales habrían ganado poder militar a costa de los reyes toledanos. En las dos rebeliones en la Tarraconense, la de Froya y la de Hilderico, el dux provinciae se muestra incapaz de reunir un ejército con el que enfrentarse, con unas mínimas garantías de éxito, a las Scholae y los fidelis regis. En el segundo caso, más bien parece desprenderse que, hasta la llegada de Paulo con una hueste entregada por el rey, no existía en la provincia un exercitus digno de tal nombre. Es posible que la nobleza local no quisiera comprometerse con el usurpador, ni tampoco apoyar la autoridad del soberano ungido en Toledo, precisamente la tibieza que pretendía castigar Wamba. Las aspiraciones de Paulo de convertirse en «rey oriental» dependían, casi por entero, del apoyo militar ofrecido por los francos –un tipo de ayuda siempre acompañado de abusivas contrapartidas–. En cualquier caso, resulta incuestionable que, desde el punto de vista militar, la campaña de Wamba supuso un rotundo éxito: no solo sometió con una desconcertante rapidez a los vascones, sino que, además, la marcha de 800 km constata el buen estado de las comunicaciones y el perfecto funcionamiento de la annona.
Las opiniones acerca de un Estado en avanzado proceso de descomposición parecen obedecer a un intento de explicar la conquista islámica como consecuencia de los problemas estructurales del reino visigodo, lo cual implica no reconocer ningún «mérito» o función a la potentísima maquinaria militar del califato omeya. No resulta extraño que hayan sido investigadores británicos como Roger Collins, Hugh Kennedy o Chris Wickham38 los primeros en negar esa supuesta debilidad endémica del regnum Gothorum en contraste con la llamada heptarquía anglosajona, un mosaico de reyezuelos bajo la supremacía de Mecia que solo alcanzó cierta unidad en época de Alfredo el Grande. O si comparamos el famoso morbo gótico, los atávicos enfrentamientos nobiliarios que, en teoría, habrían conducido a un Estado fallido, con la situación de los Teilreiche o «reinos divisibles» francos, sumidos en continuas luchas intestinas entre ducados autónomos que desembocaron, hacia esa época, en la guerra civil de 715-719 entre Plectrudis, la viuda de Pipino de Heristal, y Carlos Martel. Gran parte de los innegables problemas por los que atravesaba el reino visigodo en la transición entre los siglos VII y VIII eran comunes a todo el mundo posrromano de la cuenca mediterránea. En realidad, el reino visigodo constituía la estructura política más sólida de Europa occidental, más similar en muchos aspectos al Imperio bizantino que a cualquier otro reino germánico.
A las primeras incursiones de los bárbaros en el siglo III se sumó un largo periodo de inestabilidad política y una severa crisis económica. En su lecho de muerte, el emperador Septimio Severo habría aconsejado a sus dos hijos, Geta y Caracalla, «mantened la paz, enriqueced a los soldados e ignorad al resto»,39