Los designios de Lucio - Javier Ciminari - E-Book

Los designios de Lucio E-Book

Javier Ciminari

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Beschreibung

La transformación de un ser humano común, que entra en contacto con aspectos internos que desconocía En el suave vuelo de los ángeles, podemos captar la esencia del universo. Esa energía infinita que impulsa la existencia de todo aquello que percibimos, lo que soñamos y creamos luego con nuestra mente. Nuestra propia y, para nosotros, única realidad. Un breve transitar por uno de los miles de universos posibles. De vos depende... ¿En qué universo te encuentras? La existencia de Lucio no ha sido en vano. Ha intentado, dentro de sus lineamientos mentales, e influenciado por pensadores de la antigüedad, proporcionar algunas enseñanzas útiles para las futuras generaciones. Esas que desafían, sin temor, el sistema social imperante. El sistema que él considera nocivo, ya que impide —de acuerdo a sus razonamientos— el desarrollo de aspectos internos del ser humano.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Ciminari, Javier José

Los designios de Lucio / Javier José Ciminari. - 1a ed - Córdoba : Tinta Libre, 2021.

144 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-762-8

1. Novelas. 2. Novelas Policiales. 3. Novelas de Misterio. I. Título.

CDD A860

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución

por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2021. Ciminari, Javier José

© 2021. Tinta Libre Ediciones

“El universo es tuyo, solo tienes que enseñarle a tu mente a volar”

J. C.

Los designios de Lucio

Javier Ciminari

I

Inicios en los suburbios de la ciudad

Era una tarde como tantas otras y Nacho recorría ese callejón enclavado entre los ruinosos edificios de los suburbios de la ciudad, lugar que había sido testigo —desde su niñez— de sus primeras andanzas en el submundo del delito.

Su primer maestro, y quien lo instruyó en las rebuscadas artes del engaño y lo clandestino, fue un hábil cerrajero, apodado Lobo, que se especializaba en la instalación de cajas de seguridad y prestaba sus servicios a numerosos clientes —en su mayoría, acaudalados comerciantes y compañías financieras— que lo contrataban para garantizar la inaccesibilidad a sus reservas de dinero en efectivo.

Lobo, quien había logrado una gran reputación por sus habilidades profesionales, centradas principalmente en su tacto y oídos privilegiados, accedía de manera constante a información sumamente sensible, relacionada por supuesto con sus clientes, adquiriendo conocimiento sobre sus movimientos financieros y reservas de dinero, que luego sería proporcionada —con suma cautela— a bandas organizadas de delincuentes.

Sus nexos fueron extendiéndose con el correr de los años e incluían aceitados canales que llegaban incluso hasta los altos mandos de las fuerzas de seguridad de la ciudad. El ambicioso cerrajero no exteriorizaba temor al momento de diagramar los eficaces golpes que propiciaba a sus víctimas, con lo que presentaba rasgos de conducta que nítidamente anticipaban un temperamento obsesivo. Hombre de pocas palabras, rutinario, cauteloso y de aspecto humilde, no despertaba sospechas sobre su actividad secundaria, ya que, ante todos, se presentaba como un simple trabajador de escasos recursos.

Este astuto cerrajero conoció a Nacho desde muy pequeño, cuando este concurría a su negocio, situado a pocos metros de la casa del niño, el que convivía con la madre y sus cuatro hermanos menores en la más absoluta pobreza. Las circunstancias especiales por las que aparecieron los apremios económicos se debieron exclusivamente a la desaparición temprana del padre de Nacho, quien los dejó con escasos ingresos económicos que no llegaban a cubrir mínimamente las necesidades básicas del grupo familiar.

Nacho —un niño curioso, carismático e inteligente— cautivó desde el primer encuentro al cerrajero, por lo que se forjó entre ellos una amistad que fue robusteciéndose con el paso del tiempo y dio origen a lazos afectivos que se asemejaron a los de un padre para con su hijo.

Lobo advirtió, desde el principio de la relación, que había encontrado un sucesor, y sintió la necesidad de transmitirle al joven todos sus conocimientos en el arte del delito. Lo entrenó desde los siete años en el manejo del oficio y pronto se dio cuenta de que su futuro sería promisorio.

Ambos disfrutaban sobremanera los momentos que compartían, y pasaban prácticamente todo el día juntos, al menos en esas primeras épocas en las que el discípulo no había desplegado sus alas ni emprendido su rumbo. Las primeras clases se enfocaron en un meticuloso entrenamiento de los oídos del niño, recurso indispensable para las tareas desarrolladas en la cerrajería. La especialización de Lobo en la apertura de cajas de seguridad sería transmitida sin retaceos a Nacho, en una clara demostración de confianza y estima.

El maestro fue individualizado con un apodo muy particular, que respondía a una mirada profunda, propulsada por inquietantes ojos verdes, enmarcados en un rostro curtido por el paso de los años y sus experiencias en la calle. Este imponía respeto ante sus pares, quienes lo veían como un líder indiscutido y un perfecto diseñador de los atracos y estafas que propinaban a banqueros y comerciantes de la ciudad, que, con cierto grado de asombro, veían escurrir sus bienes más preciados y no podían dejar de reconocer la utilización de determinado nivel de inteligencia detrás de los hechos delictivos.

Nacho aprendía rápido, intuía y deducía lo que Lobo intentaba enseñarle, y sin demasiados rodeos, ejecutaba los planes impuestos en los primeros tiempos de esta sociedad clandestina, que se iba gestando entre limas y cerraduras, en un reducido local ubicado en los suburbios de la ciudad. Las jornadas de trabajo se extendían desde el alba hasta el anochecer, y muchas veces incluso llegaban a ocupar prácticamente todas las horas que el día les regalaba, salvo aquellas que utilizaban, sin remedio, para alimentarse y descansar.

Se potenciaban mutuamente, funcionando como dos almas aparentemente afines, con idénticos intereses y sueños. Luego del paso de unos años, con un Nacho ya adulto, la diferencia de edad entre estos singulares amigos se vio diluida, lo que colaboró a una ligazón emocional y un cariño mutuo que superaba las fronteras de la normalidad.

El discípulo, con una personalidad sumamente carismática y un aspecto naturalmente atractivo, representaba ese muchacho atorrante de barrio, que se ganaba la confianza de cuanta persona tenía contacto con él, con lo que llegaba de esta manera a las esferas más íntimas de aquellos individuos con los que entablaba algún tipo de relación, por más efímera que esta fuera. De movimientos ágiles, rostro estilizado, mirada con cierto matiz inocente y habilidad innata en las artes de la seducción, Nacho representaba la contracara de Lobo —ese hombre soltero de cincuenta y cinco años— que, por su carácter, no lograba los acercamientos indispensables en los ámbitos íntimos de sus potenciales víctimas, cuestión de la que se encargaba de forma exclusiva su alumno, cerrando así el círculo perfecto que estos individuos formaban en esa sociedad delictiva.

Los dos eran brillantes, pero Nacho se inclinaba más por las relaciones públicas y la manipulación de las conductas de sus víctimas, y la obtención de determinada información. Lobo aportaba su experiencia y sus contactos en el mundo criminal. Esta fórmula daría inmediatamente sus frutos y los posicionaría en los más altos estándares de peligrosidad. Eran dos mentes geniales que, por esos avatares de la vida, se enfocaron tempranamente en lo ilícito y que, tranquilamente, podrían haber desplegado —en otras circunstancias— cualquier tipo de actividad o profesión de manera exitosa.

Sus planes criminales estaban, en cierto modo, despojados de la ciega codicia por el dinero que impulsa a la mayor parte de los delincuentes, y se centraban en desafíos cada vez más complejos. No les interesaba estafar a cualquiera, sino a aquellos considerados más inteligentes y protegidos por la sociedad. Los atraía lo complejo y a simple vista imposible y el ego de ambos se sentía sumamente gratificado cuando lograban organizar un atraco que implicaba el desapoderamiento —sin el uso de la violencia física— de significativas sumas de dinero, obras de arte o bienes altamente ponderados por sus propietarios. Cuestionaban en cierta forma el sistema que los rodeaba y lo ponían en jaque permanentemente, demostrando un gran dominio no solo de los códigos criminales, sino también de la psiquis humana.

Este perfil delictivo los llevó a excluir de su acotado círculo prácticamente a todos aquellos criminales que demostraban un costado violento y que consideraban carentes de la inteligencia necesaria para unirse a ellos. Preferían codearse con banqueros y financistas —a quienes consideraban también delincuentes como ellos, pero que, por esas cuestiones curiosas del sistema, se ven como personas respetables—. Estas eran las víctimas que les interesaban, ya que no experimentaban remordimiento alguno al despojarlas de sus pertenencias, porque consideraban —de acuerdo con esta visión tan particular de la vida— que estos bienes regresaban a las manos de quienes correspondía y así se distribuirían de mejor manera para la sociedad que estando en poder de tan mezquinas personas. Si bien eran delincuentes, su motivación exteriorizaba la aplicación racional de una filosofía de vida que superaba lo meramente material. Eso los diferenciaba nítidamente de sus pares delincuentes.

La relación de Nacho con su madre evocaba el movimiento de los bejucos por el efecto del viento en el campo agreste, esa danza inacabable de intercambios de gestos afectuosos que revelaban un gran amor entre ellos y que se había cimentado en todas las penurias que tuvieron que superar juntos desde la más tierna niñez de Nacho, carente no solo del vínculo con su padre, sino también de todas aquellos bienes materiales supuestamente indispensables —conforme al sistema imperante— para la subsistencia natural del ser humano. Por momentos, ese amor mutuo entre madre e hijo que alimentaba sus almas se transformaba en energía vital, nutriendo incluso sus cuerpos casi vencidos por las adversidades que ponían cuesta arriba el difícil camino. Pero Nacho luchó, abriendo las puertas que tenía a su alcance, y logró —luego de unos años— poder cubrir holgadamente los gastos del hogar y la manutención de sus hermanos menores —obligaciones que había asumido estoicamente y cumplía con las mayores de las satisfacciones—.

Los cerrajeros compartían vivencias particulares que fueron forjando —con algunas distinciones— el carácter de ambos. La ausencia de la figura paterna que experimentaron desde muy pequeños los marcó de manera especial y les proporcionó una cuota adicional de fortaleza espiritual que fue sumamente útil para superar los inconvenientes normales de la vida cotidiana. Nunca tuvieron la oportunidad de ser niños consentidos, situación que, por el ámbito en que se movían, terminó jugando a favor de ellos, ya que supieron sortear con entereza los avatares del destino.

Lobo nunca supo la identidad de su padre, a pesar de las continuas inquietudes que manifestó desde pequeño a su madre, quien, en reiteradas oportunidades, solo respondió con evasivas a tales expresiones. Nunca dudó sobre la honestidad de la imagen materna, de quien siempre recibía cálidas demostraciones de amor. Con el transcurso de los años, el ingreso a la etapa de adolescencia caló profundo en su psiquis, diluyendo la natural curiosidad que lo invadió de niño por conocer su origen. Solamente obtuvo de su madre en una ocasión, y como breve respuesta, el dato de que su progenitor era una persona culta, adinerada, de buenos sentimientos, pero con compromisos impostergables que impidieron el contacto con él. Comprendió a duras penas la situación, ya que no pudo digerir que otras ocupaciones fueran más importantes que el vínculo de un padre con su hijo. Se sintió rechazado en los primeros años de vida, experimentado un resentimiento que luego lo acompañaría el resto de su existencia.

Nacho, en su infancia, pasó por situaciones semejantes, matizadas de continuas ausencias de la representación paterna y una lánguida soledad, que fue neutralizada parcialmente por la presencia de su humilde y joven madre. En los pasillos de la escuela pública del barrio, transitó desganado sus primeros años lectivos, aprendiendo mucho más en la calle que en las frías aulas del establecimiento educativo. Quizás no interpretó correctamente los mensajes que la sociedad le enviaba, de manera alternada pero frecuente, sobre los planes que para él había programado, en los que la miseria era una constante. O quizás supo leer con anticipación aquellas misivas que cruzaban sus ideas, que le indicaban que solo el delito podría sacarlo de la pobreza, ya que no existían lugares vacíos para el niño en los anaqueles de la comodidad y abundancia, reservados por aquellos tiempos solo para los niños ricos. Él no tuvo más remedio que arriesgarse en un mundo que solo le ofrecía alguna migaja dispersa, caída de los jardines de la abundancia que observaba distantes en los límites del horizonte.

Con el ceño fruncido, pero con su cabeza en alto, siguió caminando como pudo, entregándose a las caudalosas corrientes de los suburbios de la ciudad, que bramaban salvajes en su paso arrasador por los barrios humildes. Las aguas turbulentas lo tiraron no muy lejos, y cayó en la cerrajería de Lobo, quien lo cobijó con agrado, a pesar de su difícil carácter y extraña forma de vida. Así fue como creció y maduró sus virtudes, como así también sus defectos, que lo acompañarían el resto de su existencia. No hubo temor… no existió compasión… y él solo hizo lo que pudo en ese mundo desigual y competitivo. Se las rebuscó como un felino que, con las garras afiladas, defendió lo poco que tenía y que por ese entonces era solo su cuerpo, despojado de lujosos atuendos, pero adosado a un alma que clamaba por salir de un encierro por demás elocuente y austero.

II

Planificación de una gran estafa

Uno de los trabajos más importantes en los que a Nacho le tocó participar, entrado ya este individuo en los treinta y cinco años, fue el que involucró al Ruso Kovalev, un acaudalado y ambicioso prestamista de la zona norte de la ciudad, que había forjado y multiplicado su fortuna concediendo préstamos con garantía prendaria, instituidas sobre automotores utilitarios, cuyos titulares eran empresas y medianos comerciantes del sector. Estos clientes tomaban los gravosos empréstitos con la finalidad de ampliar y reforzar la flota de vehículos que estos destinaban a la actividad comercial que cada uno de ellos desarrollaba. El hábil prestamista, en sus inicios, utilizó para el funcionamiento de su compañía financiera, y la consecuente liquidez necesaria para desarrollar la actividad, el cuantioso dinero heredado de su padre, un millonario filántropo con quien mantuvo siempre una relación conflictiva.

Estos negocios le permitieron al Ruso posicionarse en el mercado como uno de los más fuertes financistas del sector y amasar un voluminoso patrimonio, que se encontraba conformado principalmente por dinero en efectivo y reservas en oro, que no dudaba en desembolsar cuando aparecía la oportunidad de colocarlo a altas tasas de interés en operaciones de crédito.

Kovalev era uno de los clientes más importantes de Lobo, a quien le encargaba asiduamente el mantenimiento de cajas de seguridad esparcidas por distintos domicilios de la ciudad. En una cálida mañana de diciembre, Lobo recibió un llamado telefónico de este astuto individuo, quien le solicitó los servicios de cerrajería en la casa central de su compañía financiera. Tenía que reforzar la seguridad de una bóveda especial, a la que Lobo nunca había tenido acceso en todos esos años que había prestado sus servicios al prestamista. La intriga por el contenido de la bóveda no se hizo esperar, y juntos, Nacho y Lobo, acudieron inmediatamente al domicilio fijado para tan noble trabajo.

A las diez horas en punto, estaban en el acceso de la financiera y fueron recibidos amablemente por Lucía, la eterna secretaria y mano derecha de Kovalev, quien lo acompañaba desde los primeros tiempos en los que su jefe atendía en un modesto departamento, digitando sus primeras operaciones de crédito. Lucía era sumamente desconfiada, y su mirada intimidaba sin descanso a todos aquellos clientes que concurrían al lugar buscando algo de liquidez para sus actividades comerciales. Con un rostro de rasgos duros y carácter parco, resplandecía como un general que vigilaba diligentemente todos los movimientos del negocio, y aportaba su opinión intuitiva sobre las distintas oportunidades que se presentaban. Para lograr el otorgamiento de un crédito, resultaba indispensable pasar por el filtro de Lucía, ya que, sin su aval, seguramente no habría suerte.

Luego de unos instantes, se encontraron frente al Ruso en su modesta oficina, de paredes que se notaban empapeladas varios años atrás y un enorme escritorio de patas torneadas y lustre oscuro que daban al sitio un sello frío y nostálgico, que conjugaba con la formal apariencia del anfitrión, de traje oscuro y con una mirada inquietante, esparcida por sus ojos grises que a su vez se refugiaban detrás de unas gafas con poderoso aumento, parcialmente escondidos como en una trinchera, esperando algún movimiento o avance de sus visitantes.

Interesado, pero en tono pausado, el Ruso no demoró en comunicarles a los cerrajeros el motivo de su requerimiento y les advirtió desde un principio que les confiaría a ellos uno de sus mayores y más celosamente guardados secretos, esto es, su oculta bóveda, que albergaba en su interior la mayor parte de su fortuna, compuesta de dinero en efectivo y lingotes de oro. Nacho y Lobo permanecieron tranquilos y sin mostrar demasiado interés, como si se tratara de un trabajo habitual, pero interiormente ambos experimentaban emociones diversas, que se transmitían mutuamente mediante una comunicación mental que no necesitaba aclaraciones. Ellos intuían la presencia de un futuro gran golpe que se acercaba a sus destinos de la forma más inesperada posible.

Sin demasiados rodeos, el prestamista pulsó un botón oculto debajo de la cintura de la escultura griega que adornaba el despacho para dejar al descubierto —detrás de la biblioteca— el ingreso al desconocido pasaje que conducía a la misteriosa y preciada bóveda.

—¡Allí la tienen! —exclamó el Ruso—. Necesito que modifiquen las cerraduras y combinaciones de la puerta que han permanecido inalteradas por muchos años. Recientemente, por un descuido, extravié el documento en donde estaban especificadas las claves de acceso, situación que me ha tenido intranquilo ante la posibilidad de que dicha información caiga en manos de personas de dudosa reputación.

—Sus deseos son órdenes para nosotros —contestaron los asombrados cerrajeros e iniciaron inmediatamente las tareas propias de su especialidad.

Transcurridos unos minutos, habían desarmado el frente de la gigantesca caja de seguridad y se concentraron en el desmantelado de los mecanismos que controlaban los blindados pestillos de acero y mantenían cerrada la compuerta. A la media hora, la bóveda estaba abierta, ante la presencia de su emocionado propietario, y se pudo apreciar en su interior una innumerable cantidad de fajos de dinero en moneda nacional, dólares estadounidenses, euros, monedas y lingotes de oro, entre otros valores, que dejaron estupefactos a los dos profesionales, ya que no habían contemplado tan cuantioso botín ni en las reservas de los más acaudalados bancos de la ciudad.

Terminado el trabajo, los especialistas del cerrojo cumplieron los protocolos de seguridad y el Ruso introdujo en soledad las nuevas claves para dar por culminado el encuentro. Ya camino a casa a bordo de su automóvil, Lobo pronunció sus primeras ideas para burlar las cámaras y alarmas que custodiaban la caja fuerte, únicos obstáculos que los separaban de tan abultado tesoro.

—Esta es nuestra gran oportunidad —esbozó Lobo con una leve sonrisa— de hacernos de un botín de dimensiones incalculables, que, además, es de un origen marginal, y que el Ruso difícilmente pueda justificar al momento de realizar una eventual denuncia por robo. Generalmente —especuló—, estos financistas cuentan con la mayor parte de sus activos en dinero en efectivo, al margen de sus declaraciones juradas impositivas, y quizás ni le convenga formular demasiados detalles ante la sustracción de estos bienes.

—Es muy inteligente tu análisis y me entusiasma —contestó Nacho mientras conducía velozmente el automóvil que los transportaba rumbo a casa—, y embaucar a tan mezquino personaje le pone una cuota adicional de adrenalina, ya que calculo que muy pocas personas se entristecerían o clamarían justicia por estafar a un prestamista, que además tiene ganado el mote de tacaño y desalmado por el maltrato que prodiga a sus deudores morosos, a quienes no perdona, como tampoco titubea en dejarlos en la calle ante el más mínimo inconveniente que derive en el atraso de sus obligaciones.

—Así es, Nacho —replicó Lobo— y debo reconocer que estos son los desafíos que más me motivan, ya que en modo alguno experimento sentimiento de culpa al estafar a estos personajes. Nos pondremos a diseñar un plan que, por su complejidad, sea considerado como uno de los mejores y más grandes robos de la historia de esta ciudad. Escucho tus sugerencias, amigo, y espero que utilices tu brillante y frondosa imaginación, ya que seguro nos hará falta recurrir a toda nuestra experiencia para obtener un resultado positivo en tan ambiciosa tarea.

No bien arribaron a la cerrajería, los dos amigos comenzaron a elucubrar los pasos de un plan que, en principio, parecía imposible. Lobo era partidario de avanzar lentamente en el círculo de confianza del Ruso —cuestión que no se veía simple— y en lograr que su secretaria cometiera algunos errores que hicieran a las oficinas vulnerables en sus mecanismos de seguridad. Para eso, iban a necesitar la participación de otras personas con reconocidas habilidades artísticas.

—Un actor sería ideal —repetía Lobo, pensando en quién podría cumplir ese rol, y que fuera además una persona reservada y de fiar, características poco habituales en el ámbito delictivo.

La idea era simular la aparición en la financiera de un cliente acaudalado y con comprobable respaldo patrimonial, pero con un problema de liquidez momentáneo, acuciado por vencimientos bancarios inmediatos y que inevitablemente demandaría la asistencia crediticia del prestamista, quien se vería tentado por una ganancia superlativa en un breve lapso de tiempo, un negocio grande y jugoso que lo llevara a poner, como dicen vulgarmente, todos los huevos en la misma canasta. El encargado de tal empresa debería ser preferentemente una persona mayor, de buena presencia y experto en el arte de la oratoria, que lograra incluso ganarse desde la primera visita al lugar la simpatía de Lucía, la fría, malhumorada y fiel acompañante del financista.

Nacho, a esta instancia, escuchaba atentamente sin emitir opinión alguna. Le agradaba el plan propuesto por su amigo y, con cierta predilección por los ardides más que por los atracos violentos, compartía todas y cada una de las sugerencias propuestas, por lo que se ofreció para la afanosa búsqueda del futuro socio, que haría las veces de empresario próspero, ávido por dinero en efectivo para sus compromisos urgentes.

Luego de unas horas cavilando, Lobo recordó un episodio de varios años atrás, en donde un actor que se desempeñaba en una pequeña compañía teatral había estafado a varias personas haciéndose pasar por vendedor de seguros de compañías extrajeras que luego resultaron inexistentes.