Los dones del Espíritu Santo - Gaultier de Chaillé - E-Book

Los dones del Espíritu Santo E-Book

Gaultier de Chaillé

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Beschreibung

Este es un libro sobre el Espíritu Santo dirigido a todos, pero especialmente a quienes se preparan para recibir la Confirmación o el Bautismo de adultos. La intención del autor es ofrecernos un método, o mejor una serie de consejos y sugerencias para hallar la felicidad y la santidad, para vivir vinculados al amor de Dios. Es el Espíritu Santo quien establece en nosotros la disposición a amar a Dios, generando en cada uno las disposiciones que nos permiten vivir, desarrollarnos y proyectarnos hacia Dios. Estas disposiciones son Los dones del Espíritu Santo –sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios–. Estas páginas, pues, no solo explican en qué consiste cada uno de los dones del Espíritu, sino que ofrece inspirados testimonios y consejos prácticos para vivir abiertos al Espíritu y profundizar, en la vida cotidiana, en la vivencia del amor de Dios.

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Introducción

¿Por qué interesarse por el Espíritu Santo?

«Sé feliz» o «cuida de ti» son deseos en forma de obligación que solemos oír a lo largo de nuestra vida. Hay como un peso de obligación vinculado a la realización personal en nuestra civilización occidental y, desde una edad muy temprana, todo está planteado para que cada cual pueda realizarse, estar en paz, no sufrir. Al mismo tiempo sufrimos por vivir en el sufrimiento, en las prisas, en lo virtual, en la inseguridad y en la angustia… ¿Cómo ser feliz en un mundo que no lo es?

Existen numerosos métodos de «desarrollo personal» que proponen que nos mantengamos a la escucha de nuestras resonancias más profundas, para no dispersarnos en deseos frustrantes y para progresar en la realización de nuestras auténticas posibilidades, a la escucha de nuestros deseos fundamentales y de nuestras aspiraciones vitales.

Por otro lado, los creyentes parecen ir contra esta búsqueda de la felicidad al escoger el camino del esfuerzo, de la abnegación y del sacrificio, como si tuvieran que «soportar» el sufrimiento en la tierra para tener la esperanza de llegar al Cielo. El otro día una joven me decía: «Para vosotros, los sacerdotes, es más fácil: habéis elegido sufrir en la tierra para alcanzar la alegría en el Cielo, así que no hay nada que de verdad os afecte». Cómo lo diría… Ese no es exactamente el sentido de mi vida, y tampoco es la razón por la que la he entregado… ¡La fe no alienta el sufrimiento ni la aceptación del sufrimiento por sí mismo! No estamos condenados a ser desgraciados, y si la fe nos lleva a mirar más allá de la historia para buscar en ella nuestra completa plenitud, no se trata de contentarnos con no estar contentos…

Mi objetivo en este librito sobre el Espíritu Santo es demostrarlo: nuestra vida no será nunca perfecta en la tierra, y ninguna receta de vida que nos encierre en nuestro narcisismo personal nos conducirá a la verdadera alegría. Por el contrario, Dios está ahí para ayudarnos a encontrar la felicidad, ya desde ahora, sin negar la dicha eterna, sino preparándonos para ella. Es la obra del Espíritu Santo, es el método de la fe para hallar la felicidad, realmente, y la santidad, plenamente. No se trata de seguir un método, sino de un conjunto de consejos, de sugerencias, que Dios nos ofrece y que pueden ayudarnos en nuestro día a día a tomar buenas decisiones para avanzar hacia la vida, para no dejarnos abatir por la adversidad y sin permitir a nadie que nos diga qué es nuestra felicidad, pues la felicidad de cada uno no se parece a ninguna otra.

Al proponer estos consejos de vida esenciales me gustaría ayudar en su progresión a aquellos a quienes les cuesta encontrar la verdadera felicidad, porque eso es lo que Dios quiere para cada uno.

Breve recordatorio: Dios Trinidad

Los cristianos creen en un Dios «trinitario», un único Dios en tres personas distintas… La base de nuestra definición de Dios parece muy compleja y nos cuesta mucho arreglárnoslas cuando tenemos que explicarla. Por mucho que digamos «es muy sencillo», por mucho que pretendamos que la teología es accesible, que Jesús habla a los pequeños, nos sentimos intimidados por los conceptos teológicos.

Entonces, ¿por qué la Iglesia se ve obligada a hacer esas afirmaciones tan paradójicas? Sería mucho más sencillo hablar de varios dioses o de un solo Dios que fuera patentemente único. ¿Por qué hacer esta especie de unión entre los dos, con un solo Dios pero varias personas que hacen que se parezca a una tríada de dioses? ¿Por qué tanta complejidad?

Porque la Iglesia no ha inventado su propia teología, sino que la ha recibido, descubierto y comprendido poco a poco… La teología cristiana no es una invención como la de los comunicadores actuales, que fabrican productos para vender, comprensibles, simples, que están de moda… La fe en un Dios único con tres personas distintas la hemos recibido del testimonio de Jesús, en su vida y en sus palabras, que llevaron a los cristianos a leer de nuevo todo el Antiguo Testamento tratando de comprender a Dios. Y así, poco a poco, a lo largo de los primeros siglos de la Iglesia, los teólogos comprendieron que Dios no era una sola persona. Esto solo puede explicarse en cuanto comunión, en cuanto amor dentro de sí mismo. Si, tal como dice san Juan, «Dios es amor» (1Jn 4,8), entonces no puede ser soledad, porque el amor solo existe en relación. El amor es, necesariamente, un vínculo entre varias personas diferentes unas de otras.

Y, en Jesús, Dios expone a los hombres esta «no-soledad», esta «anti-soledad», que le caracteriza y que los cristianos denominan Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cuando pronunciamos estos tres «nombres», tendemos a –o corremos el riesgo de– imaginar a Dios en tres entidades independientes, y la línea que lo separa de una especie de politeísmo es muy delgada. Para explicar quién es el Padre, quién es el Hijo y quién es el Espíritu, hay que ser extremadamente meticulosos en el uso de los términos. Entendámonos, Dios no nos va a lanzar un rayo si decimos algo inexacto sobre Él, pero una aproximación entre los términos engendra errores a la hora de representar a Dios. Me estoy conteniendo para no hablar aquí de «definición», porque al hablar de Dios, el uso de este término es inapropiado. «Definir» procede de «delimitar», que incluye la palabra «limitar», y engloba la idea de encerrar en una fórmula. Definimos un objeto de nuestro conocimiento, algo que observamos, una noción sobre la que reflexionamos, una idea que formulamos. Pero nunca definimos a una persona… «sé quién eres» es una fórmula que no encontramos en el evangelio más que en boca del diablo… (Mc 1,24; Lc 4,34). Quien dice «Sé quién eres» encierra al otro, lo destruye en la relación, le impide que se manifieste y le impone un concepto. Una persona escapa siempre a una definición, y si Dios es una persona, también escapa a ella.

Dios no habla de sí mismo más que en sus relaciones con nosotros. Se manifiesta, se experimenta, se presenta, y a nosotros nos corresponde entender quién es. Nos queda entenderlo como se entiende a una persona, en cómo tratamos de entrar en comunión con ella para vivir juntos. Y es así también como debemos comprender a Dios en cuanto Trinidad: es el que camina a nuestro lado. Sin embargo, al escribir un librito sobre los dones del Espíritu Santo, tengo que decir algo también sobre el Espíritu… ¿Quién es? Podríamos hablar de las tres personas de la Trinidad diciendo que lo son «en el sentido de…». Dios es Padre en el sentido de que está en el origen de todo. Es hijo en el sentido de que ha venido al mundo para compartir la vida de los humanos y salvarlos. Es Espíritu Santo en el sentido de que es amor. Pero también ahí nos encontramos como en un punto muerto… ¿Cómo entender que una persona se defina como «amor»? ¿Qué quiere decir el amor para nosotros?

¿Qué amor se vive en Dios?

Solo tenemos aproximaciones al amor, de acuerdo con nuestras experiencias, más o menos afortunadas o equilibradas. Nuestros amores humanos están hechos de don de sí, de deseo de reciprocidad. Puede que nos hayamos visto bendecidos, o decepcionados, o, por el contrario, transportados por amores vividos a lo largo de nuestras vidas. Pero ¿qué quiere decir «amar» para Dios? Podríamos decir que, en Dios, «amar» quiere decir «entregar» y «entregarse». La naturaleza trinitaria de Dios, esa no-soledad en Él, se caracteriza por la fuerza relacional. Entre nosotros, las relaciones son «adiciones», «accesorios» de nuestra existencia. Nuestras relaciones nos benefician mucho, y en cierto modo son necesarias para nuestro equilibrio, nuestra felicidad y nuestra vida, pero en Dios la relación es absoluta. Es decir, que es vital, indispensable. Dios solo puede existir en el don de sí mismo a otro. Es pura energía de don. Se da y se recibe eternamente, en una total circulación del Padre en el Hijo. Esto es lo que llamamos «amor» en Dios.

No se trata de la ternura de un padre por su hijo, del afecto total o incondicional, sino que es mucho más que eso. Dios está en el don total de Él a sí mismo, se vacía totalmente del uno al otro, como unos vasos eternamente comunicantes; el Padre se entrega, se da, totalmente, se «pierde» en el Hijo, y viceversa. Y esta dinámica de don del uno al otro, esta perpetuidad y esta totalidad del don, es tan poderosa que es una persona completa, que llamamos «Amor» o «Espíritu Santo». El Espíritu Santo es Dios que se entrega a sí mismo.

El Espíritu Santo es Dios que ama. Es Dios en cuanto comunión. Y esta comunión se extiende más allá de sí mismo, en lo que ha creado. Es lo que dice nuestra fe sobre todo el universo: este existe porque Dios ama más allá del círculo íntimo de sí mismo, ama desbordándose, ama a otro. Y ese otro somos tú y yo. Somos, individualmente, personalmente, el otro al que ama Dios. Somos la razón de ser del universo entero, ¡que es la condición indispensable para nuestra existencia! Esta idea, que debería producirnos vértigo, es, para la Iglesia, la forma de explicar el mundo. Porque Dios no ama solo a un ser separado de sí mismo, que sería una criatura meramente espiritual, como un ángel, sino que ama a otro tan diferente que le confiere aquello de lo que é l no dispone: un cuerpo y, por tanto, una historia. Somos el proyecto loco de Dios, una criatura que es, al mismo tiempo, «a su imagen y semejanza», pero solo «a su imagen y semejanza», es decir, tan diferente como semejante. Somos diferentes a Dios no porque Él nos haya querido menores que Él, sino porque ha querido amar la diferencia, pues el amor es más grande y más hermoso cuanto mayor es la distancia que ha de recorrer. ¡Y este amor hacia nosotros es el Espíritu Santo! Es esta ola de amor de Dios por sí mismo y hacia nosotros. Y, dado que Dios actúa como un vaso comunicante o un vaso comulgante, el Espíritu Santo es Dios porque Él nos ama. Y es Dios porque nosotros lo amamos.

De nuevo, nuestras imágenes del amor son insuficientes para representar el amor de Dios. No amamos a Dios por afecto, por una amistad como la de nuestros amores y amigos de la tierra, sino por un amor que es como una pulsión de vida, como una energía hacia Él que nos hace vivir. Eso es el Espíritu Santo, ese vínculo vivo, vivificante, dinámico, vibrante, esa energía de enlace entre nosotros y Dios…

Los siete dones del Espíritu

El Espíritu Santo establece, pues, en nosotros esa disposición a amar a Dios, y para ello genera en nosotros las aptitudes que nos permiten vivir, desarrollarnos y también proyectarnos hacia Dios. Son lo que denominamos «dones del Espíritu Santo». Estos dones son la sabiduría, el entendimiento, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor de Dios. Provienen de un texto de Isaías que anuncia la llegada del Mesías: «Pero brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor» (Is 11,1-3). Entendemos que habla de Cristo y del Espíritu Santo que lo envuelve para que lleve a cumplimiento la misión de salvación para todos. Pero el Espíritu Santo no se limita a Cristo, no se entrega solo a él, como acabamos de decir, porque es un vínculo de amor tanto con Dios como con todos nosotros. El Espíritu se manifiesta, pues, por estos dones en nuestra vida, para llevarnos a nuestra plenitud, para llevarnos hasta Dios mismo.

Así, la Iglesia ha ido considerando poco a poco que el Espíritu Santo se manifestaba a los hombres a través de siete formas, que irá llamando progresivamente siete «dones». Sin entrar en distinciones especializadas que superan el marco de este librito, que pretende mantenerse en la sencillez, podemos decir que los «dones» están cerca de lo que la filosofía griega, y posteriormente la teología cristiana, denominaban «virtudes». Una virtud es una «disposición a hacer el bien», es decir, una buena costumbre. En resumen, es la adquisición del reflejo del bien. La virtud, por tanto, se fortalece con la disciplina personal y la repetición. Al igual que los dones del Espíritu Santo, las virtudes suelen citarse en un grupo de siete: las cuatro virtudes cardinales de la filosofía clásica (prudencia, templanza, fortaleza y justicia) que tienen como objetivo conducir al hombre a su plenitud natural, junto a las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), que, a su vez, conducen a la plenitud sobrenatural, es decir, a Dios. Junto a las virtudes, que se obtienen por la acción humana, los dones provienen directamente de Dios para llegar a Él, de ahí que no se confundan con las virtudes.

Por medio de sus dones, el Espíritu Santo da a los humanos disposiciones que les permiten estar cerca de Dios y, al mismo tiempo, ser fuertes para cumplir su misión en el mundo. Con los dones del Espíritu Santo, Dios nos garantiza que, al confiarnos una misión de colaboradores de su obra de Bien, no nos deja desprovistos, con nuestras debilidades y nuestros miedos, sino que viene en nuestra ayuda para que le ayudemos, nos hace partícipes de su amor al darnos las fuerzas necesarias y más variadas para amarnos unos a otros en la tierra y también para amarle a Él.

En el texto de Isaías solo figuran seis. Porque falta la «piedad». Esto responde a una cuestión sobre la versión del texto. En el texto hebreo, fuente de la traducción que acabamos de citar, el final del versículo 2 y el comienzo del versículo 3 presentan una redundancia con la mención del «temor», en hebreo «yir’ah». Pero la versión griega de la Biblia [1] , que no apreciaba las repeticiones, optó por sustituir uno de los «yir’ah» por otro término. En el versículo 3 leemos phóbos (temor), que es la traducción griega de «yir’ah», pero en el versículo 2 leemos, en su lugar, el término «eusébeia», que significa precisamente «piedad». Será la misma decisión que tome la traducción latina de la biblia, que utiliza los términos «pietas» y «timor» .

Lo adquirido y lo conquistado

Al acompañar a numerosos jóvenes durante su preparación para el sacramento de la Confirmación, fui poco a poco descubriendo en ellos una constante. Se trata de una opinión personal, pero que creo que mi experiencia ha confirmado: en el Bautismo recibimos, en cierto modo, uno de los siete dones del Espíritu Santo, una marca de Dios en nuestra persona, un don personal que nos acompañará toda la vida como fortaleza adquirida y como lugar por el que nos vincularemos a Dios. Esta marca, que yo denomino «lo adquirido», es un don precioso que será, con frecuencia, el punto de partida de nuestras experiencias espirituales y, sobre todo, de nuestras renovaciones en los momentos en que tengamos la sensación de estar alejándonos de Dios, o cuando sintamos que nuestra fe se debilita. Y, a la inversa, para cada uno hay uno de los dones del Espíritu Santo que es como una carencia por la que Dios nos aguijonea y nos impulsa a crecer, a conquistar lo que necesitamos para ayudarnos a progresar.

Así, cuando los jóvenes que preparan su Confirmación escriben su carta al obispo, en la que le solicitan el sacramento, yo les invito a que formulen explícitamente el don que han adquirido y el que piden en particular a Dios el día de su unción. De igual manera, les pido que formulen esta adquisición y esta carencia ante sus padres la víspera del día de la Confirmación, donde exponen la oración de cada uno pidiendo lo que el Padre tiene que darles para permitirles avanzar como adultos en la fe.

Aunque a algunos aún les cuesta pensar con profunda claridad sobre su vida, para muchos otros es un auténtico descubrimiento y un elemento que caracteriza su vida espiritual, pues ahora comprenden que no es igual para todos y descubren que tienen que examinarla y entenderla para hacerla crecer.