Los hijos del rey: una historia de fantasía - Peter Gotthardt - E-Book

Los hijos del rey: una historia de fantasía E-Book

Peter Gotthardt

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Beschreibung

Los tres hermanos Signy, Regin y Buri deben huir para sobrevivir cuando el señor vikingo Lobato asesina a su padre, el rey Alrik. En algún lugar al este, detrás de las altas montañas, se encuentra un reino extranjero donde esperan encontrar ayuda para vengar a su padre y recuperar su hogar. Por el camino atravesarán un mundo poblado por hechiceras, fantasmas, elfos, gigantes y humanos con forma animal, y los tres necesitarán todo su coraje y determinación para vencer y permanecer unidos. -

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Peter Gotthardt

Los hijos del rey: una historia de fantasía

Traducción de Begoña Mansilla Sánchez

Saga

Los hijos del rey: una historia de fantasía

 

Translated by Begoña Mansilla Sánchez

 

Original title: Kongebørn 1 - I jordens dyb

 

Original language: Danish

 

Copyright ©2021, 2023 Peter Gotthardt and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728113141

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

1. En las entrañas de la Tierra

El lobo se acerca rápidamente. Tiene la boca entreabierta y muestra unos largos colmillos mientras gruñe sin apartar la vista del chico, que quiere luchar contra él, pero se ha quedado sin fuerza en los brazos. Intenta huir, pero sus piernas parecen haberse vuelto de agua. Aterrorizado, piensa que está perdido. De repente el lobo toma impulso y salta hacia él…

Buri se despertó con un grito en la pequeña cámara que compartía con su hermano Regin. Abrió los ojos y la pesadilla fue alejando sus garras de él.

—Me has despertado otra vez… Estoy empezando a hartarme de que me lo hagas cada noche —bufó Regin con voz indignada mientras se incorporaba en la cama.

—No he podido evitarlo —respondió Buri en voz baja—, he tenido la misma pesadilla, la del lobo. Es la tercera noche seguida y cada vez se me acerca más. Tengo miedo de que vaya a pasar algo malo.

—¡Ya estamos con las premoniciones! Ningún lobo se atrevería a acercarse al complejo del rey ni a un lugar con tanta gente —resopló Regin.

—Ya, es verdad —murmuró Buri, aunque no estaba convencido del todo. En su interior seguía sintiendo el terror.

Regin puso los pies en el suelo y se levantó de la cama.

—Se me ha pasado el sueño de tanto hablar y me ha entrado hambre. Voy a colarme en la cocina, ayer prepararon bizcochos de miel y me apetece comerme uno. ¿Te vienes? —dijo Regin.

—Pero ¿y si nos pillan? —preguntó Buri.

—No van a pillarnos, es medianoche y todo el mundo está dormido. Vamos.

Buri y Regin eran los hijos del rey. Regin era un año mayor que Buri, aunque los dos estaban creciendo muy deprisa y tenían brazos largos y piernas aún más largas. Buri tenía el pelo tan rubio que parecía blanco y lo llevaba peinado de punta. El de Regin era igual de claro, pero le cubría la frente y parte del cuello «como si le hubiera lamido una vaca», decían a sus espaldas.

Los dos chicos se pusieron los pantalones y las camisas, metieron los pies en los zapatos y salieron del dormitorio.

—¿Preguntamos a Signy si quiere venir con nosotros? —susurró Buri.

—Es mejor no preguntarle, nos dirá que está prohibido —contestó Regin sacudiendo la cabeza.

Signy era su hermana mayor, tenía un par de años más que los chicos. Su madre había muerto hacía tiempo y su padre era el rey de Normarca, un país de costas rocosas, valles verdes, páramos oscuros y altas montañas en cuyas cimas había nieve todo el año.

Regin y Buri salieron de la casa donde dormían y, en absoluto silencio, recorrieron el espacio al aire libre que separaba las edificaciones que formaban el complejo del rey. Entre las casas, vieron la niebla blanca flotando sobre el fiordo, justo debajo de donde estaban.

De repente, un toque de corneta rasgó el profundo silencio de la noche seguido de alaridos y el entrechocar del acero. Provenía de la costa.

—¡Es la señal de ataque! ¿Qué está pasando? —gritó Regin.

Los dos chicos se detuvieron y estudiaron atentamente el fiordo. Apareció un hombre a la carrera con una antorcha en la mano. Cuando se acercó a ellos, reconocieron a Skakke, uno de los hombres más leales del rey.

—¡Aquí estáis! —exclamó aliviado—. Por fortuna os he encontrado, debéis venir conmigo.

—¿A dónde? ¿Qué pasa? —preguntó Regin.

—Nos están atacando. Aún no sabemos quién es el enemigo, han llegado en barco hasta la costa ocultos por la niebla y los soldados están defendiendo nuestras posiciones con el rey a la cabeza. Me ha ordenado que os ponga a salvo, debéis venir conmigo de inmediato.

—¿Ponernos a salvo? ¿Dónde? —dijo Regin.

—No podemos seguir hablando, debemos movernos —contestó Skakke cogiendo a Regin del brazo.

Empezó a caminar tirando del hermano mayor y Buri tuvo que seguirlos al trote.

—¿Y qué pasa con Signy? —preguntó Buri.

—Os está esperando, ella sí estaba en sus aposentos, no como vosotros dos. A ella no he tenido que salir a buscarla en mitad de la noche.

Skakke los condujo a un pequeño embarcadero donde había un bote de remos ya en el agua. Dentro estaba sentada Signy con otro de los hombres de confianza del rey.

—¡Por fin llegáis! —exclamó Signy con un suspiro de alivio cuando sus hermanos saltaron al bote.

Para protegerse del frío de la noche, Signy se había envuelto en un gran chal que le cubría la cabellera rubia y la mayor parte de su largo camisón.

Los alaridos y el ruido de las espadas entrechocando seguían llegándoles desde algún lugar de la oscuridad y los tres hermanos trataron de adivinar quién iba ganando la batalla, pero ninguno dijo nada. Signy se mordió el labio para no echarse a llorar, Regin apretó los puños de impotencia y Buri miró a su alrededor preguntándose si habría enemigos acechándolos.

—Tenemos que irnos ya —apremió Skakke mientras se sentaba junto a uno de los remos.

Cada hombre cogió un remo y el bote empezó a deslizarse en dirección al fiordo.

—¿Dónde vamos? —preguntó Buri.

—A la isla —respondió Skakke—. Y no quiero oír una palabra más, no estamos solos en el agua.

Más adelante había una isla boscosa; allí se dirigían. Skakke y su compañero remaban con fuerza y salpicaban un poco de agua cada vez que sumergían el remo. Era el único ruido que se oía en la oscuridad. El agua del fiordo era una superficie oscura y lisa y, justo por encima, se deslizaban las partículas de niebla, reuniéndose hasta formar pálidas figuras que atravesaban la noche. Buri no podía apartar la vista de ellas. De repente, estuvo a punto de lanzar un grito de miedo cuando de la niebla surgió una cabeza negra de dragón. Skakke y el otro hombre también la vieron y sacaron los remos del agua para que el bote flotara en silencio. Detrás de la cabeza de dragón apareció la proa de un barco.

—¿Has oído un ruido de chapoteo? —preguntó una voz desde el barco.

—Debía de ser un pájaro posándose en el agua —respondió otra voz—. Lo hacen mucho. Qué aburrido tener que quedarse vigilando el barco mientras los demás se llevan el botín y la gloria.

—Es cierto, siempre tenemos mala suerte —añadió la primera voz.

Los hermanos permanecían silenciosos como ratoncillos, casi no se atrevían a respirar. El bote siguió deslizándose en silencio sobre el agua arrastrado por la corriente y, poco a poco, el barco con la cabeza de dragón fue desvaneciéndose en la niebla a sus espaldas.

Skakke y su compañero respiraron aliviados y cogieron los remos de nuevo. Empezaron a remar rápidamente hacia la isla, que emergió de la oscuridad al cabo de un rato. Llevaron el bote hasta una pequeña cala rodeada de árboles muy altos. Había un hombre esperándoles al borde del agua.

Skakke ayudó a los tres hermanos a salir del bote.

—Este es Grutte Barbagrís, él cuidará de vosotros —les dijo.

—He oído la corneta de los ataques, ¿es en el complejo del rey? —preguntó Grutte.

—Sí, y la suerte parece estar dándonos la espalda. Debemos regresar inmediatamente a luchar por nuestro rey —respondió Skakke.

—Yo también quiero ir, puedo… —exclamó Regin.

—Imposible —le interrumpió Skakke—. Esto no es ningún juego, cuando los hombres van a la batalla, la muerte es su única compañera.

Skakke saltó al bote, que se alejó a toda prisa de la isla.

Los tres hermanos miraron con curiosidad a Grutte. Tenía la barba salpicada de gris y la cara tan arrugada como la piel de una manzana seca. Pero los ojos le brillaban y su postura era orgullosa y erguida.

—¿Por qué nos han traído aquí? ¿Y quién eres tú? —preguntó Signy.

—Soy un viejo amigo de vuestro padre. Yo ya era un hombre hecho y derecho cuando él era tan pequeño como tus dos hermanos. De mí aprendió a manejar la espada y me acompañó en muchas aventuras. Cuando me hice demasiado viejo para seguir luchando y unirme a la batalla, me vine a vivir a esta isla. Desde entonces vivo aquí solo, pero prometí a vuestro padre que os acogería y protegería si alguna vez lo necesitabais. Y ahora parece que ha llegado el momento. Os enseñaré mi cabaña —contestó Grutte.

La cabaña de Grutte Barbagrís estaba en un acantilado de cara al mar. Había una red de pesca secándose delante de la puerta y un pequeño bote amarrado a un poste en la bahía de más abajo. Los tres niños siguieron a Grutte al interior de la cabaña.

—Sé que estáis preocupados por vuestro padre, pero tenéis que intentar dormir un poco —dijo mientras extendía unas gruesas pieles de animales sobre el suelo.

Los hermanos se tumbaron obedientemente y, a pesar de la agitación de la noche, pronto cayeron en un sueño inquieto.

 

Les despertó un olor penetrante a pescado hervido y la luz de la mañana, que se colaba por el agujero del techo de la cabaña por donde escapaba el humo.

—El desayuno está listo —anunció Grutte poniendo un cuenco sobre la mesa—. Seguramente no esté tan bueno como el que os sirven en el complejo del rey, pero es lo que hay.

Los hermanos se sentaron a la mesa y Grutte abrió la puerta de la cabaña para ver el fiordo mientras comían. Ya no quedaba rastro de la niebla y las olas resplandecían bajo el sol mientras una bandada de cormoranes volaba en rasante sobre la superficie del agua. Los tres hermanos trataron de divisar el complejo del rey con la esperanza de averiguar quién había ganado la batalla, pero les tapaba una pequeña península cubierta de árboles.

—Ojalá pudiéramos enterarnos de qué ha pasado —suspiró Signy.

—Los soldados de padre son los mejores del mundo, seguro que han acabado con el enemigo durante la noche —dijo Regin.

—¡Hay un barco! ¡Está bordeando la península justo ahora! —exclamó Buri súbitamente—. Podría ser padre que viene a buscarnos.

Grutte se puso de pie rápidamente y se acercó a la puerta con la mano sobre los ojos a modo de visera.

—Ese barco no es del rey Alrik: es un dragón sediento de vuestra sangre. No hay tiempo que perder: tirad los cuencos y la comida a la basura y venid conmigo —respondió Grutte.

Los niños se apresuraron a recoger la mesa mientras Grutte guardaba las pieles sobre las que habían dormido.

Los condujo al bosque, donde las primeras hojas amarillas habían aparecido en las finas ramas de los árboles. Los rayos del sol se colaban entre los troncos, pero seguía haciendo frío y humedad en las partes sombreadas. Los tres hermanos tenían que andar deprisa para no quedarse atrás.

—Me pregunto si padre… ¿Crees que estará bien, que todos estarán bien? —preguntó Signy.

—No lo sé —respondió Grutte—. Ahora lo que debemos hacer es encontraros un escondite. Esta isla es pequeña y puede registrarse a fondo con pocos hombres, pero conozco un lugar seguro.

Al cabo de unos minutos, Grutte se detuvo junto a un inmenso roble derribado por alguna tormenta de invierno. El enorme tronco yacía en el suelo del bosque con las raíces apuntando en todas direcciones. En el lugar que había ocupado en el suelo había un gran agujero que, con el paso del tiempo, había sido invadido por pequeños abedules y zarzas. El fondo del agujero estaba cubierto por una gruesa capa de hojas secas de los años anteriores.

—Hay una especie de cueva debajo de las raíces donde podéis esconderos —indicó Grutte—. No es fácil encontrarla si no sabes que está ahí. Sirve de refugio a un oso todos los inviernos.

—¿Vamos a escondernos con un oso? —preguntó Buri con los ojos muy abiertos.

A Grutte se le escapó una risilla.

—Los osos no se refugian para hibernar hasta las primeras heladas —respondió.

Grutte apartó las hojas secas y los tres hermanos descendieron entre los arbustos. Efectivamente, había un agujero muy pequeño en el suelo, con espacio suficiente para poder meterse los tres agachados. Grutte volvió a extender las hojas secas y colocó encima un par de tallos de zarza.

—Aquí estaréis seguros. No os mováis hasta que vuelva a buscaros y recordad: ¡no hagáis ruido! —les dijo.

Se dirigió a toda prisa a la cabaña y, cuando llegó, vio un barco con una cabeza de dragón atracando en la bahía. Un grupo de hombres armados con lanzas y hachas saltó del barco y vadeó la orilla. El que iba en cabeza llevaba una espada ornamentada en la vaina y un brazalete de plata en el brazo derecho.

El líder del grupo se dirigió a Grutte sin dudar.

—Somos los hombres de Lobato y yo soy Bodvar, su guerrero más poderoso.

Grutte apretó los dientes para ocultar su rabia. Había oído hablar de Lobato y sus soldados y nunca nada bueno. Lobato no tenía tierras, todo su poder se concentraba en su flota de veloces barcos que surcaba los mares de costa a costa. Sus hombres desembarcaban, mataban y robaban todo lo que podían. Eran odiados en el mundo entero y los soldados del rey Alrik ya se habían enfrentado a ellos otras veces.

—Lobato ya está al mando y nos ha enviado a buscar a tres hermanos: una joven y dos niños. ¿Los has visto? Entregaremos una bolsa de monedas de plata a quien nos ayude a encontrarlos.

—¿Niños? —repitió Grutte atónito—. ¿Cómo va a haber niños aquí?

—Eso está por ver —contestó Bodvar. Luego se giró hacia sus hombres y gritó—: ¡Buscadlos!

Dos de los soldados ya habían registrado la cabaña y se unieron al resto, que se estaba dividiendo en grupos más pequeños para adentrarse en el bosque.

—Has dicho que Lobato ya está al mando. ¿Qué quieres decir? —preguntó Grutte a Bodvar.

—Muy fácil: anoche atacamos el complejo real y matamos al rey Alrik. Debo admitir que luchó hasta el final con valentía —dijo Bodvar con una sonrisa perversa.

A Grutte no se le movió un músculo de la cara; se había preparado para lo peor.

—Cuando acabamos con Alrik, muchos de sus hombres se rindieron y se unieron al ejército de Lobato —prosiguió Bodvar—. El resto entró en el reino de los muertos antes de que saliera el sol… con algo de ayuda. Así, Lobato se ha convertido en el rey de Normarca. Pero los tres hijos de Alrik han desaparecido y una criada nos ha contado que vio a dos hombres remando en un bote con tres niños y que tú eres uno de los servidores más leales del rey Alrik.

—Yo no soy amigo de Alrik —contestó Grutte escupiendo en el suelo—. Es cierto que pasé muchos años a su servicio, pero cuando me hice mayor y perdí la fuerza, se olvidó de mí. «Mantener a un perro de caza sin dientes es un desperdicio de comida», dijo y jamás olvidaré sus palabras. Sus hijos no están aquí, pero si lo estuvieran sería el primero en decírtelo.

Bodvar lanzó una breve carcajada.

—Eres muy convincente, pero no confío en ti, viejo zorro. Esperaremos a ver qué presa nos traen estos perros de caza —contestó Bodvar.

 

Buri respiraba con dificultad en la cueva. El olor nauseabundo de la tierra podrida resultaba asfixiante y la gruesa capa de hojas marchitas no dejaba pasar los rayos del sol. La suave respiración de Regin y Signy era lo único que oía en aquella cueva, fría y oscura como una tumba, pensó Buri. El miedo fue apoderándose de él y pensó que, cuando los encontraran y los mataran, los dejarían ahí, en el mismísimo reino de los muertos.

Empezó a verlos delante de él en la tierra oscura: una multitud de rostros pálidos que habían abandonado la luz del día y habían acabado aquí, congelados en una quietud eterna. Pero sus ojos aún veían y todos se dirigían hacia los tres aterrorizados hermanos de la cueva.

—Están muertos… Nos están mirando —susurró Buri.

—Signy le tapó la boca con la mano.

—¡Silencio! —le siseó al oído.

Buri obedeció y Signy escuchó con atención los débiles sonidos del exterior. Fuera de la cueva, una ligera brisa agitaba las hojas y se oía el débil cántico de unos pájaros.

De repente, un arrendajo graznó muy cerca. Signy se puso rígida y, sin darse cuenta, rodeó con los brazos los hombros de Buri y Regin.

Al instante oyeron las voces.

—¿Cuánto tiempo tenemos que estar dando vueltas por este bosque? Menuda pérdida de tiempo —dijo una voz.

—Tienes razón, pero a ver quién se atreve a decirle eso a Bodvar —respondió otra.

—Mira ese montón de hojas secas de ahí abajo. Alguien podría esconderse ahí, ¿no crees?

—Sí, un ratón o una familia de bichos bola. Vámonos, nos hemos quedado rezagados del grupo.

—Voy a echar un vistazo.

Aterrorizada, Signy aguantó la respiración y abrazó con fuerza a sus hermanos.

La punta de una lanza atravesó la capa de hojas, se movió a ciegas de un lado a otro, rozó la suela de uno de los zapatos de Signy y desapareció.

—¿Vienes o qué?

—Ya voy.

Las voces fueron alejándose. Signy exhaló muy despacio mientras Buri y Regin se enderezaban como podían. El terror que los había invadido hacía un momento empezó a desvanecerse.

Llevaban mucho tiempo en aquel agujero diminuto donde no podían sentarse con la espalda recta ni estirar las piernas. Regin tenía un calambre en una pierna y cada vez le dolía más. Intentó estirarla, pero chocaba contra la dura pared de la cueva.

—Ya se han ido, ¿salimos? —susurró.

—¿Qué ha dicho Grutte? Que le esperemos aquí —dijo Signy agarrándole con fuerza del brazo.

Regin suspiró profundamente, pero se quedó sentado.

 

Por fin oyeron la voz de Grutte llamándoles. Apartaron las hojas y entrecerraron los ojos al encontrarse con los brillantes rayos del sol.

—Los hombres se han ido en el barco, el peligro ha pasado, por esta vez al menos. Fue Lobato quien atacó el complejo del rey. Ahora tenéis que…

—¡Lobato! ¡Era el lobo, lo sabía! —gritó Buri.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Grutte con asombro.

—Ehh… Un sueño que tuve —dijo Buri.

—Seguramente habréis oído hablar de Lobato —continuó Grutte—. Él y sus hombres son la mayor colección de asesinos y ladrones de esta tierra, yo mismo luché contra ellos antes de ser demasiado viejo para…

—Grutte —le interrumpió Signy—, no has dicho ni una palabra sobre padre. ¿Qué…?

Grutte la miró con impotencia.

—Padre… está muerto, ¿verdad? —susurró Signy.

Grutte asintió.

—Cayó mientras lideraba el ataque contra el enemigo y murió con honor… Aunque no creo que eso sea un gran consuelo para vosotros —dijo.

Signy empezó a llorar en silencio y las lágrimas le rodaban por las mejillas cuando Buri la abrazó torpemente. La cara de Regin estaba blanca como una sábana.

—¡Venganza! —dijo con un jadeo mientras apretaba los puños—. ¡Mataré a Lobato! Lo cortaré en pedazos, primero las manos, luego los pies y, finalmente, esa miserable cabeza.

Grutte agarró a Regin con fuerza por el hombro.

—Cuando llegue el momento, no antes, tienes un largo camino por delante. Debes aprender a controlar tu temperamento o te sobrevendrán infortunios. Y debes aprender a luchar con armas. Eso va para los tres, hay muchos que preferirían veros muertos.

—Yo ya sé luchar con la espada —contestó Regin.

—No lo dudo, pero no podrías enfrentarte a un guerrero experimentado. Tienes que practicar y yo puedo ayudarte: aunque mi barba se haya vuelto gris como el pelaje de un tejón, aún recuerdo cómo manejar el acero.

 

El sol estaba bajo cuando Grutte y los hermanos volvieron a la cabaña.

Mientras comían en silencio, Buri y Regin miraron varias veces hacia el agua, como si esperaran ver un barco con su padre a bordo. No podían creer que se hubiera ido para siempre.

Cuando terminaron de comer, Grutte sacó sus armas.

—Las he mantenido limpias y afiladas todos estos años, sabía que debía hacerlo. Fueron mis leales compañeras mientras serví al rey Alrik y ahora acompañarán a sus hijos. Sois los únicos descendientes vivos de su estirpe, si morís nadie podrá vengarle, así que debéis aprender a defenderos.

Los tres hermanos asintieron. Su vida había dado un vuelco de repente. Habían perdido a su madre hacía años y ahora su padre también había muerto, pero al menos tenían a Grutte Barbagrís para cuidarles.

 

Al día siguiente, Grutte empezó a enseñarles a luchar con armas. Para empezar, les hizo dos espadas de madera.

—Sé manejar una espada de verdad y Buri también ha probado alguna vez —dijo Regin.

—Ya imagino, pero no quiero que cortéis algún brazo o alguna pierna por accidente, ni vuestros ni de los demás. Regin, tú tienes más experiencia, encárgate de enseñar a Signy cómo se coge la espada. Después podéis demostrarme cómo lucháis.

—¿Quieres que yo luche con espada? —preguntó Signy con voz insegura—. Nunca he cogido una espada y no creo que se me dé bien.

—Eso está por ver —dijo Grutte poniéndole una de las espada de madera en la mano—. Cógela y empieza cuando estés lista.

—¿Y yo qué? —preguntó Buri.

—Tú también tendrás tu oportunidad, pero por ahora ayúdame a traer agua —contestó Grutte.

Detrás de la puerta de la cabaña había dos cubos de madera. Cada uno cogió uno y Grutte se guardó un trozo de pan en el bolsillo.

 

El manantial estaba en el interior del bosque. El agua manaba del suelo entre dos rocas, se ensanchaba hasta formar un pequeño estanque y se transformaba en un arroyo que serpenteaba entre los árboles.

Dejaron los cubos a orillas del estanque y Grutte sacó el trozo de pan del bolsillo. Lo colocó sobre una piedra plana.

—Un pequeño regalo para los que vivís aquí en agradecimiento por el agua que nos llevamos —susurró.

Buri lo miró con asombro.

—Es para los Invisibles, los conoces, ¿no es así? —dijo Grutte.

—He oído hablar de ellos, también los llaman elfos, ¿verdad? Aunque creo que no hay ninguno en el complejo del rey —contestó Buri.

—No, prefieren los bosques, los prados y los lagos. Hay muchos por aquí. La isla les pertenece, pero soy lo bastante inteligente como para llevarme bien con ellos. No les gusta que hagamos demasiado ruido y se enfadan si ensucias el agua del manantial con tierra o sangre —dijo Grutte.

Buri lo miró con curiosidad.

—¿Los has visto alguna vez? —preguntó a Grutte.

—Nunca. Por algo los llaman los Invisibles. A veces se ve algo que corre rozando el suelo del bosque, pero podría ser un elfo o la sombra de una rama que se balancea con la brisa. En las raras ocasiones en que se muestran, suele ser en forma de animal. Si un cuervo o un mirlo te mira fijamente posado en una rama, probablemente sea un elfo.

—¿Y nunca te han hecho nada? —preguntó Buri.

—No, al contrario —explicó Grutte—. Como te he dicho, mantengo buenas relaciones con ellos y a veces hasta me ayudan. Cuando llega la temporada de setas, se aseguran de que encuentre las mejores, y anteanoche un búho se posó en el tejado y ululó tres veces seguidas. Nunca antes lo había visto, por eso supe que pasaba algo y me levanté para prepararme. Poco después llegó vuestro grupo en la barca.

Buri asintió pensativo.

—Un arrendajo nos avisó de que estaban acercándose dos hombres a la cueva cuando estábamos escondidos. ¿Crees que era un elfo?

—No me extrañaría —contestó Grutte—. Ahora sois mis huéspedes y estáis bajo mi protección, así que los elfos de la isla también velarán por vosotros.

Llenaron los cubos y emprendieron el camino de regreso. Buri miraba a un lado y al otro deseando ver un elfo, pero no tuvo tanta suerte.

 

Cuando llegaron a la cabaña, Regin y Signy estaban ocupados con las espadas de madera. Regin atacaba y Signy se defendía como podía.

—Lo está haciendo bien para ser una principiante —comentó Grutte a Buri—. Regin tiene más experiencia, pero está presionando demasiado.

Regin estaba ansioso por ganar el combate y lanzó una salvaje embestida para arrancar la espada de madera de la mano de Signy, pero ella saltó a un lado con pies ligeros y, antes de que él pudiera cubrirse, le golpeó el brazo con el que sujetaba la espada justo por encima del codo.

Regin dejó escapar un aullido de dolor y soltó la espada para agarrarse el brazo dolorido.

—¡Maldita sea, me has hecho daño! —gritó.

Grutte se echó a reír y, al verlo, Buri y Signy empezaron a carcajearse con él. Regin enrojeció y les dirigió una mirada amarga, pero finalmente apareció en su rostro una sonrisa avergonzada.

—¿He quedado como un tonto? —preguntó.

—Un poco, pero también has aprendido algo de Signy: nunca debes dejar de vigilar a tu oponente. Creo que es suficiente por hoy. Tenéis hambre, ¿a que sí? —dijo Grutte.

 

Un poco más tarde, los cuatro se sentaron a la mesa a comer pescado frito y pan y a beber una jarra de cerveza suave para calmar la sed.

—Espero que no estemos vaciándote la despensa —dijo Signy.

—No te preocupes, el fiordo está lleno de peces y el bosque, de bayas y setas que podemos secar durante el invierno. La isla me da todo lo que necesito, excepto el pan, la cerveza y la sal —explicó Grutte—. Esos los cambio por otros alimentos en Fladstrandia, una pequeña ciudad al final del fiordo.

De repente, Buri, que era el que estaba sentado más cerca de la puerta, vio un petirrojo posado en el suelo justo fuera de la cabaña. Les estaba observando con sus pequeños ojos negros.

«¿Pájaro o elfo?», pensó Buri y, aunque no tenía forma de averiguarlo, sabía que quería ser su amigo. Desmenuzó un trozo de pan entre los dedos y lanzó las migas al curioso visitante.

 

Lobato miró indignado a Bodvar y al resto de soldados que navegaban en sus barcos. Se habían reunido en el gran salón del complejo del rey unos días después del ataque. Lobato presidía la mesa y lucía la corona de Alrik sobre la frente, nadie debía dudar de quién era ahora el rey. Era alto y fibroso, y su cara y sus manos estaban cubiertas de las cicatrices de muchas batallas.

—¿Ninguno de vosotros los ha encontrado? ¡No puede ser! —gritó Lobato.

—Hemos buscado por todas partes, señor —respondió Bodvar —, pero los tres niños se han evaporado de la faz de la Tierra.

—Seguid buscando y aumentad la recompensa para quien revele su escondite —ordenó Lobato.

Los guerreros abandonaron la sala mientras Lobato los seguía con la mirada.

—Sois todos unos inútiles —murmuró—. Por suerte he oído hablar de alguien que podría ayudarme.

Lobato se dirigió al establo e hizo que el mozo de cuadra le ensillara un caballo. Luego salió del complejo del rey y cabalgó hacia la colina que se elevaba a poca distancia de la costa, donde vivía una mujer de la que todos habían oído hablar, pero que pocos habían visto con sus propios ojos. Se llamaba Mandrágora y se rumoreaba que conocía la hechicería y estaba en contacto con los poderes oscuros.

Lobato subió por un estrecho sendero que serpenteaba entre rocas y pinos torcidos. El camino conducía a una cabaña tan gris y musgosa como la pared del acantilado contra la que se apoyaba. Cuando Lobato se acercó a la cabaña, el caballo se negó repentinamente a seguir, puso los ojos en blanco y enseñó sus enormes dientes.

Lobato lo ató a un árbol y se dirigió hacia la cabaña, pero, cuando se encontraba a poca distancia de la puerta, dudó; se había contagiado del miedo del animal.

—Pasa —ordenó una voz desde detrás de la puerta—, ya es demasiado tarde para volver atrás.

Lobato hizo acopio de todo su coraje y abrió la puerta. Le llegó un olor penetrante a humo de leña y hierbas secas. Las llamas de la chimenea proyectaban una luz rojiza y amarillenta en el interior oscuro de la cabaña.

Frente a la chimenea había una mujer sentada en un taburete, envuelta en una gran manta de piel de la que solo sobresalían un rostro arrugado y una larga melena gris.

—¿Así que has venido a pedir consejo a la vieja Mandrágora? —preguntó.

—Así es, y te recompensaré generosamente por ello. Busco a los tres hijos del rey Alrik, han desaparecido y nadie los ha visto. Quiero saber dónde están, me preocupa lo que pueda haberles pasado —dijo Lobato.

Mandrágora se echó a reír.

—No hace falta que mientas —respondió—. Eres un jardinero sabio y sabes que hay que arrancar las malas hierbas para que no vuelvan. Te ayudaré a encontrarlos.

—¿Y qué deseas como recompensa? —preguntó Lobato.

En el rostro de la mujer apareció una sonrisa socarrona.

—Habrá tiempo para hablar de la recompensa; me gusta que me deban favores. Y ahora, manos a la obra. En aquel rincón hay una cesta, necesito lo que hay dentro: tráemelo.

Lobato sacó un objeto pesado y redondo de la cesta. Cuando lo vio más de cerca, estuvo a punto de lanzarlo muy lejos. Era una cabeza cortada, seca, rígida y negruzca por el tiempo.

—Ya sé que no es bonita —rio Mandrágora—, pero conviene pedir consejo a los muertos, ellos ven lo que se nos oculta a los vivos.

Lobato llevó la cabeza a Mandrágora, que se la colocó en el regazo y sacó un cuchillo.

—¡Extiende la mano! —ordenó.

Lobato obedeció y Mandrágora le hizo un pequeño corte en la muñeca del que fluyeron unas gotas de sangre que la mujer recogió con el dedo índice. Luego soltó el cuchillo y untó la sangre en los labios agrietados del cadáver.

—Así, querido, un poco de fuerza vital para ti, mientras dure —susurró—. Y ahora debes decirle al lobo dónde se esconden los tres cervatillos.

El rostro muerto se contorsionó como si sintiera dolor y entreabrió la boca. Las palabras que salieron de ella eran tan apagadas como el susurro del viento sobre las hojas marchitas.

—Rodeados de agua, bajo la raíz del roble, en las profundidades de la tierra.

—¡La isla! Me lo imaginaba, ese estúpido de Bodvar se dejó engañar por el viejo gris —gruñó Lobato.

Mandrágora le alargó la cabeza decapitada y Lobato reprimió un escalofrío mientras la llevaba de vuelta a la cesta. Luego salió de la cabaña apresuradamente, subió a lomos del caballo y galopó de vuelta al complejo real.

 

Signy, Regin y Buri estaban sentados en una roca plana junto a la pequeña bahía donde estaba amarrado el barco de Grutte, que había vuelto con la red llena de bacalao y había enseñado a los tres hermanos a limpiarlo. Llevaban un rato abriendo peces con el cuchillo, tirando las cabezas y las vísceras a un cubo y colocando los trozos de bacalao cortados en un gran cuenco.

Era una tarde soleada, aunque una nube gris se cernía sobre el mar más allá de la boca del fiordo.

—Esperemos que no llueva estos días, si este pescado se seca con el viento puede durar todo el invierno —dijo Grutte.

Signy arrojó otro puñado de vísceras al cubo y se limpió los dedos viscosos en la hierba.

—¡Qué asco! Esto es trabajo para un sirviente —suspiró.

—Pero aquí no hay sirvientes, así que tendréis que hacerlo vosotros mismos. No os vendrá mal —contestó Grutte.

—Ojalá tuviera a Lobato aquí delante —dijo Regin con los dientes apretados—, le daría su merecido.

Buri cogió un pez por la cola y lo sacudió de un lado a otro.

—Imagina que este es Lobato, ¿qué le harías? —preguntó con una sonrisa traviesa.

—¡Matarlo! —rio Regin. Luego cogió el pescado y le clavó el cuchillo en el vientre.

Grutte había colgado la red para que se secara y la estaba limpiando de algas sin apartar la vista de las nubes. De repente, se quedó inmóvil.

—Hay un barco entrando por el fiordo, pero el sol me ciega. Vosotros que tenéis ojos jóvenes y limpios, ¿podéis decirme si es un barco de pescadores?

Los tres hermanos se levantaron de un salto y escudriñaron el horizonte por encima de las olas.

—Es demasiado grande para ser un barco de pesca —dijo Regin.

—¡Es… es un barco dragón! ¡Y viene directamente hacia la isla!—exclamó Buri un momento después.

—Deben ser los hombres de Lobato —dijo Grutte.

—¿Pero por qué vuelven? ¡Ya habían registrado la isla! —exclamó Signy.

—No hay forma de saberlo, pero no me gusta nada. Debéis esconderos de nuevo —respondió Grutte.

Grutte se quedó observando el barco, que navegaba a toda velocidad con la vela hinchada por la fresca brisa marina que lo impulsaba.

Mientras tanto, los niños se apresuraron a adentrarse en el bosque, ya conocían el camino hasta el enorme roble caído. Los tres pensaban aterrorizados en lo que ocurriría si les encontraban, pero ninguno se atrevió a decirlo en voz alta. Sabían que podía traer mala suerte.

Cuando llegaron al roble, Buri se detuvo de repente.

—Tenemos que… tenemos que alejarnos de aquí —dijo con voz entrecortada.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Signy desconcertada.

—Los muertos… conocen este escondite y nos atraparán si nos metemos en el agujero otra vez —dijo Buri.

—Son solo imaginaciones tuyas, Buri —contestó Regin.

Al instante, una serie de gritos roncos sonaron sobre sus cabezas. Levantaron la vista con un sobresalto y vieron dos buitres planeando en círculos por encima de ellos.

—¿Los oís? Nos están avisando —siguió Buri.

Regin y Signy se miraron indecisos.

—Esos hombres estuvieron a punto de encontrarnos la primera vez y, probablemente, esta vez buscarán más a fondo. Puede que el agujero sea una trampa mortal. Pero entonces, ¿dónde nos escondemos? —preguntó Signy.

—Iremos moviéndonos para evitarlos, no pueden estar en todas partes a la vez —dijo Regin.

Con Regin a la cabeza, se alejaron del roble y se adentraron más en el bosque. Permanecían atentos y en silencio para oír cualquier ruido y miraban sin cesar a su alrededor, en todas direcciones. La sombra era más oscura que nunca bajo los árboles y el sol había quedado oculto por las nubes. Un viento frío barría la isla.

No tardaron en oír voces de hombres gritándose unos a otros a poca distancia. Y se estaban acercando cada vez más.

—Tenemos que movernos —susurró Regin.

Comenzaron a andar en sentido opuesto intentando no hacer ruido.

Poco después, oyeron otras voces delante de ellos: era otro grupo de hombres de Lobato que se acercaba. Los hermanos se detuvieron y se miraron horrorizados, sin saber hacia dónde ir ni dónde esconderse.

Súbitamente, la temperatura descendió y la húmeda brisa del mar se convirtió en una niebla pegajosa que avanzaba por el bosque y envolvía árboles y arbustos en un velo blanco y gris. La niebla hacía que todos los sonidos parecieran más fuertes y los niños escucharon conteniendo la respiración las decenas de voces que les rodeaban.

—¡Maldita niebla! No veo ni mi mano delante de mis ojos —gruño uno de los hombres.

—Así es imposible encontrar a nadie —dijo otro.

—Dejad de quejaros—ordenó una tercera voz—. Están en esta isla, estoy seguro. ¡Seguid buscando! Mirad detrás de cada árbol y debajo de cada arbusto. Esta vez tenemos que encontrarlos.

«¡Debe ser Lobato!», pensó Regin y el cuerpo empezó a temblarle por una mezcla de rabia y miedo.

Las voces se acercaban cada vez más desde ambos lados y los hermanos dudaban entre echar a correr para intentar salvar la vida o tumbarse en el suelo del bosque y confiar en que no los descubrirían. Pero entonces oyeron un ruido extraño en los árboles a su derecha. Eran tres voces agudas, como de niños.

—Están a punto de atraparnos.

—Tenemos que irnos.

—¡Vamos! Corramos hacia allí.

Los hombres de Lobato lanzaron un bramido de júbilo y se lanzaron a toda carrera a atravesar la maleza en la dirección de la que provenían las voces. Unos cuantos soldados pasaron corriendo cerca del lugar donde estaban acurrucados Regin, Signy y Buri, pero no los vieron; estaban ocupados en tratar de alcanzar a las tres voces que los llevaban hacia lo más profundo del bosque.

Al poco tiempo, cuando estaba claro que todos los hombres de Lobato se dirigían al otro lado de la isla, Signy, Regin y Buri se atrevieron a ponerse de pie.

—Esas voces… sonaban igual que las nuestras —dijo Signy con asombro.

—Son los elfos, estoy seguro —contestó Buri.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Regin desconcertado.

—Grutte me explicó que son sus amigos, por eso nos están ayudando —dijo Buri.

Los niños aprovecharon la oportunidad para volver a la cabaña de Grutte sin que los hombres de Lobato los vieran. La isla seguía cubierta de una densa niebla, pero sabían que el viento venía del mar y que, mientras soplara desde su derecha, iban por el camino correcto.

Ya estaba oscureciendo cuando llegaron a la cabaña, donde Grutte caminaba inquieto de un lado a otro. Cuando vio llegar a los hermanos, se llevó inmediatamente un dedo a los labios y señaló hacia el barco dragón anclado en la bahía, donde había un soldado en la cubierta vigilando el fiordo.

Los niños contaron en susurros a Grutte lo que había sucedido mientras se alejaban un poco de la cabaña.

—Debemos sacaros de la isla lo antes posible, pero primero tenemos que solucionar lo del vigilante del barco —dijo Grutte.

Explicó el plan a los tres hermanos y, al cabo de unos minutos, bajó a la bahía.

—¡Ah del barco! —gritó al vigilante—. ¿Puedo haceros una pregunta? ¿Es Lobato un buen señor al que servir?

El soldado lo miró sorprendido.

—No tengo quejas. El botín se reparte entre todos, siempre que no le lleves la contraria… ¿Pero estás pensando en entrar a su servicio? Sinceramente, ya eres demasiado viejo.

—Ciertamente, ya no soy tan joven como antes, pero aún conservo mi fuerza y sin duda podría vencer a un joven inexperto como vos —dijo Grutte.

El vigilante se rio con sorna.

—¿Lo probamos? —sugirió Grutte. Una lucha cuerpo a cuerpo entre amigos. Si consigo derribarte, tendrás que admitir que soy más fuerte, pero si ganas tú, te traeré una gran jarra de cerveza. ¿Qué me dices?

Una amplia sonrisa apareció en el rostro del vigilante.

—¡Fantástico! Una jarra de cerveza me vendría de perlas ahora mismo —exclamó.

Soltó la lanza y saltó a la orilla. Grutte y el vigilante se colocaron frente a frente, estudiándose con las piernas separadas; luego se acercaron hasta agarrarse de los brazos el uno al otro e intentaron derribar a su rival.

Grutte tuvo que emplear todas sus fuerzas para no caer hacia atrás de inmediato, pero por suerte la ayuda estaba en camino. Los niños se habían escondido y estaban esperando, tal como Grutte les había indicado. Ahora corrían en silencio hacia la orilla. Regin y Buri agarraron cada uno una de las piernas del soldado mientras Signy le rodeaba el cuello con una cuerda y empezaba a tirar. Finalmente, entre los cuatro lograron derribarlo.

Grutte le metió un trapo en la boca para que no gritara y le ataron las piernas juntas y los brazos a la espalda.

—Lo logramos —gimió Grutte agotado—, pero el tipo tenía razón, soy demasiado viejo para este tipo de cosas.

—¿Vamos a… matarlo? —preguntó Regin un poco indeciso.

Grutte negó con la cabeza.

—Prefiero no hacerlo. He matado a hombres en luchas entre iguales, pero no puedo matar a un oponente con las extremidades atadas, sería como sacrificar una oveja o un ternero. No, aunque probablemente se lo merezca, pero al menos ya no puede dar la voz de alarma ni escapar. Vámonos de aquí.

Los niños subieron a la barca de Grutte, que izó la vela y soltó amarras. La embarcación empezó a deslizarse hacia aguas abiertas dejando a sus espaldas la isla, que seguía envuelta en la niebla, pero pronto desapareció en la creciente oscuridad. El barco iba avanzando por el fiordo, donde los únicos sonidos eran los de las olas golpeando suavemente la proa y los crujidos del mástil cuando el viento hinchaba la vela. Por lo demás, todo estaba en absoluto silencio.

Pronto la oscuridad se hizo tan densa que se alzó como un muro alrededor de la embarcación.

—Es como si estuviéramos solos en el mundo —dijo Buri con una voz que era apenas un susurro.

—Es que lo estamos —dijo Signy—. Padre… padre ha muerto y no nos queda ningún aliado en el complejo del rey.

—Y no creo que Lobato se rinda. Seguirá buscándoos, pero no tengo ni idea de dónde podéis refugiaros —añadió Grutte.

—Tengo una idea —murmuró Signy—. Padre tenía un hermano adoptivo llamado Harald. Cuando eran jóvenes partieron juntos en busca de aventuras e hicieron un juramento de amistad eterna intercambiándose la sangre de la palma de la mano. Harald gobierna Dalslandia, al otro lado de las montañas. Si llegamos hasta allí, estoy segura de que nos protegerá.

—Y podrá ayudarnos a vengar a padre —dijo Regin.

—Sí, ese es su deber como hermano adoptivo. Bien, os acompañaré hasta Fladstrandia y, desde allí, deberéis dirigiros al este —contestó Grutte.

—¿No vienes con nosotros? —preguntó Buri.

—No, soy demasiado viejo y tengo las piernas demasiado débiles para escalar montañas —dijo Grutte.

Los tres hermanos se quedaron callados y pensativos. El alivio inicial por haber escapado de la isla se había desvanecido, ahora sus pensamientos se dirigían al futuro desconocido que les esperaba.

 

Tardaron muchas horas en alcanzar el extremo del fiordo. Durante la noche, las nubes se retiraron lo suficiente como para ver los altos acantilados a ambos lados del agua. Mientras tanto, el viento fue amainando y el barco empezó a avanzar más despacio.

Grutte miraba hacia atrás de tanto en tanto para escudriñar el oscuro fiordo, pero no vio ningún barco dragón.

—A estas alturas ya deben haber descubierto que hemos escapado por mar. Solo espero que se dirijan hacia el otro lado de la isla, el que da al mar abierto —murmuró Grutte.

Con las primeras luces del amanecer, divisaron la ciudad. A lo largo de las orillas del caudaloso río que bajaba desde las montañas hasta el extremo del fiordo había muchas casas bajas con paredes hechas de troncos.

—¿Veis esa casa con la puerta roja? —preguntó Grutte señalando—. Es la posada de una mujer llamada Turid, la conozco porque suelo venderle pescado cuando vengo a la ciudad. Veamos si está despierta.

Grutte amarró la barca en un pequeño embarcadero y los cuatro bajaron a tierra.

En ese momento se abrió la puerta de la posada y salió una mujer con un cubo para transportar agua en cada mano. Era corpulenta y rolliza, y tenía una melena oscura que le caía en mechones sueltos sobre el rostro cubierto de pecas.

Grutte y los tres hermanos la alcanzaron mientras la mujer se dirigía al río.

—Qué pronto llegas hoy, Grutte Barbagrís —dijo Turid mirando con curiosidad a los tres desconocidos—. ¿Y quiénes son tus acompañantes?

Grutte miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca.

—Son los hijos del rey Alrik. Lobato está buscándolos y deben llegar a Dalslandia lo antes posible. Sé que el rey de esas tierras salvó la vida de tu hijo, ¿los ayudarás?

—De todo corazón —respondió Turid. Asintió a los niños y continuó—: Vuestro padre era un buen hombre, para los habitantes de Normarca es una desgracia haberlo perdido.

—Gracias, sabía que podía confiar en ti —dijo Grutte y, dirigiéndose a los hermanos, añadió—: Ha llegado el momento de nuestra despedida.

—¿Dónde irás ahora? —le preguntó Buri.

—Muy lejos de aquí. Los hombres de Lobato deben haber adivinado que os ayudé a escapar. Mi plan es navegar en dirección norte por la costa hasta donde vive mi hermana… si todavía está viva. Allí no me encontrarán nunca —dijo Grutte.

—Quiero agradecerte todo lo que has hecho por nosotros —dijo Signy.

Grutte miró a los tres hermanos un largo instante.