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En esta segunda parte de «Los Incorpóreos», la joven heroína Perséfone es cada vez más consciente del alcance de sus poderes. Ahora está preparada para emprender el peligroso camino que la llevará a conocer quién es realmente y cuál es su papel en la frontera de su mundo y el de las sombras. Deberá convivir con seres hasta ahora desconocidos para ella, constatará que es verdad lo que se cuenta de los vampiros y que las brujas tienen personalidades tan diversas como contradictorias. También tendrá que enfrentarse a ciertas incertidumbres y peligros. ¿Por qué Gabriel, su gran amor, se resiste a aceptar las sospechas de Ulla sobre la verdadera identidad de Perséfone? ¿Por qué es tan importante impedir que la fuerza oscura de Iskender alcance su temible objetivo? ¿Por qué es necesario arriesgar su vida para conseguir que no se expandan las fronteras de Pandemónium?
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Seitenzahl: 487
Veröffentlichungsjahr: 2011
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Índice
Cubierta
Prefacio
GRANADA
1
ESTAMBUL
2
3
4
LONDRES
5
6
7
8
MADRID
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
LOCRONAN
24
MADRID
25
26
Epílogo
Créditos
A mis padres
–Soy un incorpóreo. Un fantasma.
Abrí los ojos y le miré.
–¿Qué has dicho?
–Que no pertenezco a tu mundo. Soy un espectro. No puedo morir, porque, en parte, ya estoy muerto.
En otras culturas nos conocían como sombras. Nomuertos. Entro y salgo de tu mundo, a veces contra mi voluntad porque tengo que regresar a mi mundo. Ésta es la respuesta a todas las preguntas que tienes en la cabeza.
Los Incorpóreos 1: El mundo de las sombras
Hace frío esta noche. La oscuridad es más espesa de lo habitual. Me pregunto si habrá por aquí algún incorpóreo, agazapado en la penumbra, observándonos, espiando, una de esas sombras que se alimentan de seres humanos.
Tengo mucho frío.
El banco de madera sobre el que estoy sentada cruje al menor movimiento. El sonido rebota contra las paredes del panteón en el que me encuentro. Estamos a oscuras. Froto continuamente mis brazos, un acto reflejo en busca de calor, porque estoy congelándome. No estoy sola; me acompañan unas brujas que hablan entre susurros. Brujas de las que practican rituales de magia negra, una clase de seres humanos que los incorpóreos desprecian con mayor ahínco porque dicen que lo único que quieren conseguir con sus artes oscuras es lo que a ellos se les ha regalado: atravesar la frontera y cruzar al otro lado, al mundo de las sombras.
Estamos esperando que los vigilantes del cementerio terminen su ronda de vigilancia. Para ellas esto es habitual, una rutina en la que se sienten cómodas. Para mí es la primera vez.
Pese a que se han mostrado amables conmigo desde el principio, sé que no son de fiar. Orlando me ha avisado: las brujas son traicioneras. Pero aquí estoy, con ellas. En cuanto la que está sentada frente a mí dé la señal, aunque no sé cómo la veré, saldremos del panteón para dirigirnos a un lugar más peligroso. Necesito respuestas, las que Gabriel no quiere darme. No sé si las encontraré allí donde voy, pero al menos tengo que intentarlo. No puedo quedarme sentada, esperando. Hay demasiado en juego y necesito saber qué papel estoy representando.
Y además voy a conocer a un vampiro.
¡Un vampiro! Uno de los últimos de su especie. Eso es lo que me ha ofrecido una de las brujas esta tarde cuando me llamó. Sé que vienen aquí para comerciar con ella. Ella, no él. Se llama Constanza y es más vieja que la memoria. No puedo imaginar qué le van a comprar, qué puede tener un vampiro de interés para que las brujas arriesguen su vida por ello, ni con qué van a pagarle; pero los vampiros se alimentan de sangre humana, y nadie me ha quitado la razón en este punto. Como la sangre de las brujas... o la mía propia.
Me pregunto una cosa: si Constanza bebiera mi sangre hasta desangrarme, ¿podría realizar una última migración que me pusiera a salvo o estaría todo perdido? Por lo que sé, soy humana, como las brujas y, por lo tanto, mortal. No soy como Gabriel ni los de su especie. Recuerdo aquel corte en la muñeca de Gabriel con el cristal de una copa rota. Ellos no pueden desangrarse hasta morir porque, en cierta forma, están muertos.
Yo sí puedo desangrarme. Si un vampiro quebrase mi frágil yugular y bebiera la sangre que saldría a borbotones, moriría. Como lo hacen miles de seres humanos al día, cada minuto, en todos los rincones del planeta, de cientos de maneras distintas, justa o injustamente, lenta o rápidamente, solos o acompañados, por causas naturales o por una maldita carambola de circunstancias cuyo efecto último es devastador, porque sí o porque no.
Pero esta noche tengo otra duda, ligera como los pies descalzos de un niño que corretea por detrás de mi razonamiento, atisbando el momento de salir a la luz con todas sus consecuencias, como si jugara al gato y al ratón conmigo. Una duda terrible...
¿Y si es mi sangre con lo que van a pagar a Constanza?
¿Y si soy yo la moneda de cambio?
¿Voy a morir esta noche, esta vez sin retorno?
–No. Se hará como os estoy diciendo. No quiero volver a oír más comentarios de ese tipo, ¿lo entendéis? Y menos en un lugar público.
Los otros cuatro comensales siguieron comiendo en silencio; pese a que hablaban en un tono confidencial de voz, no me resultaba complicado escuchar su conversación porque nuestras mesas eran casi vecinas. El restaurante estaba prácticamente desierto; aparte de nosotros, sólo había otra pareja.
El hombre de la corbata roja habló de nuevo:
–Mirad, el asunto es bastante espinoso, pero con el nuevo asesor lo vamos a resolver más rápidamente y, sobre todo, de una manera limpia, porque este hombre tiene la mejor agenda de todo el país. Por eso lo he metido en esto.
–Pues si precisamente tú, Rafael, dices eso, es que los contactos de ese hombre son inigualables.
–Confiad en mí.
–Siempre lo hacemos. Pero los del gabinete legal van a estallar en cólera en cuanto se enteren.
El hombre de la corbata roja chasqueó la lengua con disgusto.
–Para cuando se enteren, hará semanas que lo habremos cerrado. Los rusos van a estar aquí solamente mañana, así que no hay tiempo para problemas. Y si los abogados comienzan a poner pegas cuando la venta esté firmada, ya habrá alguien que les explique la conveniencia de dejarlo como está. ¿Me vais a hacer caso o no? Os he dicho que no hay nada de qué preocuparse.
En ese momento, un camarero, vestido de riguroso negro, entró en la sala y se acercó a su mesa. Depositó una bandeja en una mesa auxiliar y colocó cuencos de cerámica blanca delante de cada uno de los cinco hombres.
–Bueno, al fin. Éste es de los mejores salmorejos de la zona.
–Que aproveche –dijo el hombre de la corbata roja–. Cenad tranquilos, que no hay prisa.
–Un día de estos tenéis que bajar a mi casa de la playa, para que mi mujer os prepare su salmorejo. Ése sí que es exquisito.
Los hombres rieron y comenzaron a comer. Asintieron satisfechos. El más grueso se echó la corbata por encima de su hombro para evitar salpicaduras. Otro, del que sólo podía ver su espalda y su calvicie, comprobó algo en su Blackberry y siguió cenando. El más pálido, un hombre con unas prominentes ojeras que no lograban ocultar las gafas con montura metálica, comía de manera nerviosa. El cuarto comensal, el de mayor edad y el que menos hablaba, miraba de reojo al de la corbata roja. Éste era el más alto y atlético de todos, rubio y de ojos azules, con un físico aún rotundo, superados ya los cincuenta años. Se notaba que se sentía cómodo en su piel y más aún dirigiendo la reunión.
El hombre pálido dijo entonces:
–¿Y qué hay de los pagos?
Los otros hombres detuvieron a medio camino sus cucharas, excepto el rubio, que susurró antes de beber de su copa:
–Aurelio, si vuelvo a oírte decir aquí algo parecido, te echo de una patada.
Apuró su copa de vino y le indicó con un gesto impaciente al camarero que le sirviera más. Luego miró al hombre pálido, que se había quedado aún más lívido, y le dijo bajando el tono de voz:
–Eso está resuelto. Lo del concejal está hecho. No tengo que repetiros que lo tengo todo bajo control, ¿verdad? A ver si es que ahora resulta que hablo en chino.
El hombre pálido asintió con unos movimientos nerviosos de cabeza.
Ése fue el momento en que decidí intervenir. Me levanté de nuestra mesa, pegada al ventanal que daba a la sierra de olivos, y me detuve junto a la mesa de los cinco hombres. Sabía que mi aspecto, el vestido negro ajustado, mi cuello desnudo al aire luciendo sólo el colgante de ónice, era más que atractivo. Era llamativo. Me lo había dicho Gabriel antes de salir hacia el restaurante.
Los cinco me miraron al instante.
–¿Sí? –dijo el hombre rubio, después de haberme repasado con su mirada. ¡Qué asco!
Crucé los brazos y dije:
–Eres Rafael, ¿verdad?
Los otros cuatro se giraron a mirar a mi interlocutor, que estaba sonriendo. Una sonrisa de chacal.
–¿Nos conocemos? –me dijo, en su tono más pretendidamente seductor. Había multitud de ramificaciones que nacían de su pregunta, en apariencia trivial. Pero lo peor fue su entonación, que daba a entender años y años de conseguir siempre lo que quería, a quien quería. Sólo dos palabras que me provocaron una intensa repugnancia.
–No en persona, pero tenemos amigos comunes.
–¿Ah, sí? –estaba claro que Rafael se estaba regodeando con la situación, porque detectaba el deseo en la mirada de los otros hombres de la mesa–. Y ¿cómo es que esos amigos en común no me han hablado de ti?
–Bueno, no ha habido oportunidad, me temo. Nuestra amiga en común es Camila.
Ni siquiera hubo un leve parpadeo en la mirada del hombre rubio, nada que alterara su sonrisa.
–Hum... creo que hay un error, porque no conozco a ninguna Camila.
Incliné levemente el torso hacia delante y clavé los ojos en Rafael.
–Oh, ya lo creo que sí –le dije–. Muy bonita, quince años, alta, pelo negro, piel blanca, una sonrisa cautivadora... Creo que os conocéis íntimamente, de hecho. ¿O debería decir conocíais?
El hombre rubio desvió la mirada al plato y cogió su cuchara.
–Lo siento, señorita, creo que se confunde. Si no le importa...
–Rafael –le dije–, sólo quería que supieras que conozco el punto exacto de la finca donde está enterrada Camila y que la policía también lo sabe. Se dirigen para allá ahora mismo.
Algo parecido a una corriente de aire gélido se removió sobre la mesa, aunque no se había abierto ninguna ventana ni puerta. El hombre rubio dejó de sonreír.
–Mira, guapa, no sé de qué estás hablando, pero...
–Un momento –interrumpió para mi sorpresa de pronto el hombre grueso, colocándose la corbata de nuevo sobre su voluminoso pecho–, ¿no se llama Camila la hija de los Mendoza? ¿La niña que ha desaparecido hace tres días?
–Exacto –continué–. Camila. Sus padres tienen una de las fincas vecinas a ésta. Rafael lo sabe muy bien porque ha estado acudiendo cuando los padres de Camila no estaban, ¿verdad, Rafael?, para abusar de ella. Llevas manteniendo una relación sexual con esa niña de quince años desde hace más de un año.
Todos sufrieron un instantáneo ataque de incomodidad, porque comenzaron a hablar al mismo tiempo:
–Pero bueno, oiga, ¿qué es esto?
–¿Se puede saber de qué está hablando?
–Joven, está formulando acusaciones muy duras.
Sus voces llamaron momentáneamente la atención de la otra pareja, unos ancianos británicos que no hablaban español. Continué clavando la mirada en el hombre rubio, y éste en mí. Nos estábamos retando a un duelo, sólo que yo no tenía que aparentar absolutamente nada, mientras él tenía que fingir que aquello no iba con él. La parte más difícil. La piel sobre su labio superior comenzó a brillar.
–Rafael –dijo el hombre de más edad, con una voz muy comedida tras la que se podía leer cierta impaciencia–, ¿se puede saber qué es esto?
Las palabras del hombre mayor fueron la gota que colmó el vaso de la paciencia de Rafael, que, por fin, asumió un papel más activo. Tiró la servilleta sobre el mantel con un gesto airado:
–No tengo ni puta idea, pero esta bromita está empezando a tocarme los cojones.
Se levantó de la mesa y apoyó desafiante los puños cerrados sobre el mantel, como un gorila. Pude ver por el rabillo del ojo cómo Gabriel echaba silenciosamente hacia atrás su silla en nuestra mesa. Levanté apenas un dedo de mi mano para indicarle que estuviese tranquilo. Aquel energúmeno me sacaba más de una cabeza de altura y medio metro de contorno, pero no tenía miedo. Además, no había terminado con él todavía.
–Este hombre de aquí –me dirigí al hombre de mayor edad, mientras señalaba con un dedo a Rafael– va a ir a la cárcel por mantener relaciones sexuales con una menor y por asesinato. La última vez que se vieron Camila y él en la finca, ella le dio una mala noticia y amenazó con contárselo todo a sus padres, que estaban en Madrid. Rafael tuvo un ataque de pánico, perdió el control y la atacó. La estranguló. Luego, con ayuda de su chófer, la trasladó a un punto de la finca y la enterraron. Lo que no sabe Rafael es que se dejó algo olvidado. Y eso –volví a dirigirme a Rafael– es lo que les va a conducir a ti.
Todos permanecieron callados. Uno de ellos, el pálido, se levantó de golpe y salió del restaurante. El hombre grueso se levantó también y le dijo al rubio:
–¿Qué es esto? ¿Una trampa? ¿Es que nos la estás jugando o es cierto lo que está diciendo?
Rafael estalló encolerizado:
–¡CÓMO VA A SER CIERTO, JODER! ¿Pero la estáis escuchando? ¡Son gilipolleces!
Varios camareros asomaron la cabeza, aunque dudo que ninguno de ellos tuviera intención de acercarse.
El hombre grueso continuó:
–Los Mendoza tienen la finca más extensa de esta región y su hija Camila tiene quince años. Ha desaparecido hace tres días y sus padres están desesperados. Son muchas coincidencias.
–¡Eso lo ha leído en el periódico cualquier idiota!
Esta vez sí que me ofendieron sus palabras.
–¿Ah, sí? ¿También he visto en el periódico la mancha de nacimiento que tienes en tu ingle? ¿La de forma de herradura? ¿Sabes cómo lo sé? Porque me lo contó la propia Camila.
Rafael palideció a una velocidad de vértigo y, un segundo después, su rostro y cuello se volvieron rojo granate.
–Joder, Rafael –intervino entonces el hombre grueso–, ¿qué está contando esta chica?
Rafael se giró hacia el hombre grueso, los ojos echando chispas y una fuerte vena marcándose en el cuello de toro. Gabriel se había levantado de la mesa en silencio. La pareja inglesa había dejado de cenar, absortos en la escena, y ahora todos los camareros se asomaban a la sala. Mientras, Rafael comenzó a gritarle al hombre grueso:
–¿CÓMO SE TE OCURRE HABLARME ASÍ? ¡A MÍ!
El hombre grueso retrocedió dos pasos y se dirigió hacia la salida, por donde había desaparecido el anterior. En la mesa sólo permanecían sentados el de mayor edad, sin mostrarse alterado, y el de la calvicie. Este último parecía sobrepasado por la situación, porque apenas se atrevía a respirar y su calva brillaba con un ligero baño de sudor. En ese momento, Rafael reparó en ellos dos y se giró a hablar al de mayor edad:
–Adolfo, ¿qué es esto? ¿Qué está ocurriendo?
–No lo sé, pero sí sé que conozco a los Mendoza y a sus hijos.
–¿Y qué estás queriéndome decir con eso?
El hombre mayor se levantó aparentando calma y depositó su servilleta educadamente sobre la mesa.
–Que también conozco a Camila. He visto cómo entraba a saludar a sus padres cuando tenían otros invitados, y he visto de qué forma entraba cuando eras tú el invitado. Sospechaba lo vuestro, pero, Rafael, por amor de Dios, es una chiquilla. Tú eres un hombre casado y tienes hijas de la edad de Camila. Es una aberración. Del resto, no tengo ni idea. Pero te aseguro una cosa: no quiero tenerla. No quiero saber nada de este asunto.
Las palabras del hombre mayor bloquearon a Rafael, que se quedó paralizado.
–Adolfo... pero esta mujer no tiene forma de demostrar lo que está diciendo...
–Sólo tengo una pregunta más que hacerte –continuó–. ¿Quieres que llame a la policía ahora mismo para que deje de molestarnos esta joven?
Rafael levantó la mirada. Había pánico en ella.
–Ya veo –replicó el hombre mayor. Entonces dio media vuelta y se dirigió a la salida del restaurante. Absolutamente abatido, Rafael le siguió con la mirada, incapaz de moverse, y luego se dejó caer en la silla. Me miró. Yo no me había movido ni un centímetro. Su rostro se convirtió en una mueca de furia.
–Eres una...
Levanté la mano.
–No te molestes, Rafael. Se acabó. Está todo en marcha. Si no hablas tú antes, lo hará tu chófer. Y si no, los padres de Camila pondrán todo su empeño y toda su fortuna en que habléis uno de los dos. Una cosa más: ¿no tienes curiosidad por saber qué es eso que les conducirá hacia ti?
Rafael me miraba anonadado, creo que estaba en estado de shock, así que rodeé tranquilamente la mesa, me coloqué a su lado, y le susurré algo al oído para que no lo oyera el hombre calvo que aún permanecía en la mesa, impresionado por la escena. Cuando me separé de él, Rafael había clavado la mirada en el mantel. Entonces el hombre pálido reaccionó, echando ruidosamente hacia atrás su silla y salió a toda prisa del restaurante.
Rafael me miró, sin rastro ya de arrogancia.
–Y tú... ¿cómo es posible que...?
–¿Que lo supiera? –dije–. Muy sencillo. Lo sé de boca de la propia Camila.
–¿Pero cuándo... te lo contó?
Mi memoria dio un triple salto mortal hacia atrás, en el tiempo, la distancia, las dimensiones, la realidad, más allá de la vida y de la muerte, hacia una callejuela de un laberinto que parecía de adobe, aunque sabía que no era adobe, en la ciudad de los muertos, Pandemónium, justo en el momento en que rocé la estela de un alma que pasaba junto a mí y, al hacerlo, adquirí toda la conciencia de su existencia, injustamente sesgada. Era el alma de Camila.
–Esta misma mañana.
Rafael pegó un puñetazo en la mesa y se levantó como impulsado por un resorte.
–¡IMPOSIBLE, IMPOSIBLE! ¡Tú misma acabas de decir que lleva tres días enterrada!
Ése fue el instante en que decidí que ya no iba a aguantar ni una sola palabra más de aquel asesino. Le di la espalda, regresé a mi mesa, recogí el chal del respaldo de la silla y le di un beso a Gabriel, que me esperaba de pie. Cuando pasamos junto a la mesa del ahora solitario Rafael, Gabriel lo miró con desprecio. Luego salimos del restaurante.
Era una noche propia de verano, aunque estábamos a finales de septiembre. Me coloqué el chal sobre los hombros y paseamos los dos por el jardín del restaurante. En el centro de una pequeña fuente, una diminuta boca de mármol blanco elevaba un chorro de agua unos treinta centímetros hacia el cielo negro; el agua elaboraba una parábola en el aire y caía a la pila, que tenía forma de flor. Del extremo sur de la flor salía un canalillo, una estrecha acequia de mármol que salvaba tres escalones y desembocaba en un pilón, cuyas teselas del fondo eran de color celeste, aunque en esos momentos, de noche cerrada, no se podía distinguir el color, pese a la luz que arrojaban los faroles de la entrada del restaurante. El recorrido del agua, desde su salto en el aire hasta su caída en el pilón, provocaba una cadena musical de notas perfectas, ininterrumpidas, armónicas, de agua fluyendo.
Contemplé la acequia y el pilón.
–¿Sabes? –dije–, la belleza es un estado armonioso de ánimo.
Me giré hacia el hombre que formaba el centro de gravedad de mi vida, rodeé su cuello con los brazos y le besé muy despacio.
–Gracias por permitirme hacer esto, Gabriel –dije.
–De nada –contestó él.
Atardecía en el Bósforo. Gabriel y yo estábamos apoyados sobre la barandilla del Puente de Galata, contemplando cómo bonitas nubes bordaban el cielo otoñal con los hilos rojos de un sol yaciente, usando las agujas de los miles de minaretes que se desparramaban por la ciudad infinita. A nuestra derecha sobresalían las cúpulas del palacio de Topkapi y, más allá, las de la Mezquita Azul y el templo de Santa Sofía. Alrededor, un tráfico intenso de ruidosos vehículos y bicicletas, transeúntes, pescadores que mantenían sus cañas al vaivén de las aguas... todos los elementos se confabulaban para crear una de las atmósferas más ruidosas y vitalistas que había presenciado.
Miré a Gabriel.
Si tuviera que recordar los últimos meses, todas las idas y venidas, todos los momentos, las dudas y los miedos, las luces y las sombras, podría resumirlo en una sola palabra:
–Gabriel –susurré–. ¿Cómo te apellidas?
Me miró sorprendido.
–¿Qué importancia tiene mi apellido?
–Quiero conocer tu historia. Siempre eres muy esquivo con tu pasado y no me parece justo.
Gabriel sonrió y continuó contemplando el Bósforo.
Había sido el verano más extraño de mi vida, que comenzó cuando descubrí que el hombre del que me había enamorado era... cómo decirlo... un transeúnte entre dos mundos, un espectro capaz de moverse entre los vivos sin despertar sospechas, una sombra, un incorpóreo, como gustaban de llamarse a sí mismos. Vivo y muerto. Alguien capaz de disolver su cuerpo para penetrar en el plano de la muerte, en un mundo donde reinaba la ciudad de los muertos, Pandemónium, y sobre ella y por encima de todas las cosas, La Araña, cuyo concepto era esquivo a mi razonamiento. La Araña me contó una vez que yo era el barquero Phlegyas que cruzaba el Styx una y otra vez para llevar almas de una orilla a la otra. Seguía sin entender aquellas palabras que me aterrorizaban.
Y con aquel descubrimiento, vinieron otros encadenados: yo misma era una mezcla entre la especie de Gabriel y la humana; alguien que, pese a seguir siendo mortal, podía traspasar el umbral para ir a Pandemónium. Pero, a diferencia de los incorpóreos como Gabriel, yo sí estaba sujeta a las leyes físicas que atan al ser humano. Si yo me cortaba la mano, sangraba. Gabriel simplemente cerraría su herida en un segundo. Cada día que me levantaba –junto a él, siempre junto a él– era un día menos de vida que me quedaba, porque continuaba mi proceso de envejecimiento, ajeno a mi posibilidad ultrahumana de ver cosas que ningún ojo humano debería captar jamás. Gabriel envejecía también, me lo decía a menudo, sólo que a otro ritmo. Cuando yo cumpliera noventa años, él aparentaría treinta y cinco. Tal vez treinta y seis. Ese detalle me dolía, aunque, al menos por ahora, no me obsesionaba.
–Dilo.
Sin girarse, Gabriel dijo:
–Si me estás retando a una prueba de paciencia, te aseguro que la mía es casi infinita. Te conozco desde antes de que nacieras. No sé qué importancia puede tener un apellido.
Cierto. Gabriel me había conocido en el vientre de mi madre, Helena, cuando La Araña le encargó que me eliminara porque se suponía que yo representaba una amenaza para los incorpóreos. Todavía no se había demostrado que aquella predicción de La Araña fuera falsa, pero no podía imaginar cómo alguien como yo, minúscula y mortal hasta la última de mis células, podría ser, siquiera en el más remoto de los mundos, una amenaza para alguien como Isaak, o como Ulla. Podían aplastarme con un dedo. No, Ulla no. Ella sentía aprecio por mí, como Orlando o Lyuba.
Mi vida se había vuelto tan extraña como mis compañeros de viaje. Excepto Gabriel, claro.
–Me gusta mirar la foto que me regalaste. Me transmite serenidad. Es como abrir una ventana a un mundo que luego no fue y hace que me pregunte cómo sería mi vida de seguir con Helena.
–¿Preferirías otra vida? ¿Una en la que Helena siguiera viva y yo nunca te hubiese conocido?
–No... preferiría que Helena y tú compartierais mi vida. No te hablo de elegir, te hablo de soñar despierta cuando miro esa pequeña foto. ¿Se la robaste a Helena?
Gabriel hundió su mirada bajo la superficie dorada del Bósforo.
–Más o menos. La cogí de su bolso el día que murió.
Sus palabras me pusieron en guardia.
–¿Estuviste con ella el día que murió? ¿El día del accidente? ¿Hablaste con ella?
Gabriel no respondió. Desapareció de nuevo en sus memorias. Había asumido hacía tiempo que alguien como él, con esa dilatada vida a sus espaldas, tenía un vasto arsenal de recuerdos, imágenes, pensamientos, en los que perderse. Y eso que últimamente desaparecía poco. Sin embargo, esa tarde se me escurrió entre los dedos.
Pisamos tierra firme en el barrio de Karaköy, dejando el Cuerno de Oro a nuestras espaldas, y comenzamos a ascender por Yüksek Kaldirim, rodeados por enjambres de turistas. Pasamos junto a la torre vigía de Galata. Cuando volvía la vista atrás, veía descender la ciudad a capas hacia el mar, sin ninguna prisa ni atención hacia el curioso. El ocaso había obrado el milagro y había transformado en oro el agua del Cuerno de Oro. Gabriel me apretó suavemente la mano.
–Pers, se hace tarde. Vamos.
Aceleramos el paso y pronto llegamos a la avenida Istiklal, un elegante bulevar repleto de escaparates a la europea, galerías de arte y otros comercios. Por el centro de la avenida circulaba un antiguo tranvía rojo que hacía las delicias de los turistas.
Nos estaban esperando. Lo sabía desde hacía algunas semanas. Gabriel me había anunciado que se iba a celebrar el mayor cónclave de incorpóreos de los últimos siglos. Una reunión legendaria, a la que iban a asistir todos los espectros... y una mortal: yo. Recuerdo que le pregunté por qué ahora. Es decir, de los últimos veinte siglos, por qué celebrarse ahora. Y Gabriel me dijo que seguramente era por mí. Al principio no lo comprendí, pero después lo vi claro: dentro de un siglo yo no seguiría viva. Hace un siglo tampoco lo estaba. Ahora sí. Aquello me provocó un revoltijo de náuseas y nervios que se coló en mi cuerpo días atrás y del que todavía no había logrado desembarazarme.
No es que tuviera miedo. Había visto, oído y experimentado cosas que deberían haberme conducido a un frenopático, lo sabía, y sin embargo las había incorporado a mi vida. He estado en la ciudad de los muertos. He visto en qué nos convertimos los seres mortales al morir, he tocado sus almas y he capturado retazos de sus vidas pasadas, de lo que fueron y no volverán a ser más. Sí, lo había experimentado. Pero seguía costándome enfrentarme a aquello. Tanto, que sólo había cruzado la frontera en una única ocasión desde aquella en que hablé con La Araña, para pedirle que permitiera a Gabriel regresar.
Intenté modificar el rumbo pesimista de mis pensamientos, fijándome en algún que otro escaparate de las lujosas tiendas junto a las que pasábamos. Íbamos deprisa, pero de todas formas no vi nada que me interesara. La misma ropa, las mismas intenciones y atenciones, todo visto, nada interesante. Aunque Gabriel se ofreciera una y mil veces a llevarme de compras por las calles más exquisitas del mundo, era algo que, generalmente, no me interesaba. Me pregunté si sería distinto de tratarse de una tarde de compras con una amiga, esas cosas que de vez en cuando hacía en mi otra vida, la anterior, la normal. Por ejemplo, con Elisa. Entrar y salir de tiendas, de probadores, tocar, mirar, comprobar en el espejo, reírnos, charlar, hacernos confidencias, tomarnos un café, decidir el siguiente paso, seguir hablando de nimiedades o de gravedades...
No sé. Hacer las cosas que se suponen normales en una chica de mi edad.
Echaba de menos a Elisa, a mi padre, a Max, a Mateo... pero a Mateo ya no podría verle más, a no ser que volviera a cruzar y buscarlo en Pandemónium. Durante un tiempo tras su muerte, el peso de la culpa me despertaba por las noches y me hacía temblar y llorar. Pero Gabriel tenía razón: cómo podría haberle salvado la vida si su asesino había conducido durante horas con el único y firme propósito de acabar con él. Si Mateo no le hubiera contado a la hermana del Interventor dónde se alojaba, tal vez el asesino no hubiera podido dar con él en una ciudad tan grande. O tal vez sí lo hubiese encontrado. Pero nada de eso servía ya de ayuda.
Llamaba a mi padre de vez en cuando. Me contaba los últimos pasos del proceso de adopción de su hija china, la niña que ansiaban María y él. Pobre papá. La vida le había arrebatado tanto que deseaba de todo corazón que por fin encontraran junto a la niña una vida algo feliz. De mi vida real él no sabía nada, por supuesto. Para él, yo vivía en Londres.
Igual que para Elisa, con quien me cruzaba correos electrónicos. Ella me contaba detalles de su rutina diaria y yo me inventaba una, para no despertar sospechas. Como cuando me preguntaba el nombre de la calle en la que, supuestamente, vivía en Londres, cuando en realidad estaba contestando desde el barrio tokiota de Ginza.
El resto del tiempo, es decir, cuando no me dedicaba a encubrir mi verdadera vida a mis amigos y familiares (o amiga y único familiar), viajaba con Gabriel. Nos movíamos por todo el planeta como una pareja de enamorados. Gabriel estaba ansioso por mostrarme las maravillas que había puesto el mundo ante nuestros ojos. Nada nos importunaba, salvo, de vez en cuando, su naturaleza de incorpóreo. Así había transcurrido el verano, como unas idílicas vacaciones. Sin embargo, ahora, a finales de septiembre, sentía la cercanía de una obligación intangible, algo así como la presencia ineludible de las clases después de las vacaciones, regresar a la rutina tras el descanso. Sólo que no había rutina esperándome.
–Por cierto, ni una palabra a Ulla de lo del restaurante –dijo en ese momento Gabriel.
–No entiendo por qué habría de molestarle.
–Oh, vamos. Lo sabes perfectamente. Cualquier paso que nos exponga a la luz sería muy mal aceptado por Ulla.
–Pero yo no expuse a nadie.
Gabriel me regañó con la mirada.
–Bueno –convine–, tal vez tengas algo de razón, sólo un poco. Pero no lo pude evitar. En Pandemónium rocé a aquella niña y me contó lo que le había ocurrido... No pensarás que iba a dejarlo correr.
–No es asunto tuyo. Ni mío. No estamos aquí para hacer justicia. Otros lo harán.
–¿Quiénes? ¿Quién lo haría? Sabes que si no hubiera avisado a la policía, aquella pobre niña se descompondría hasta la eternidad, enterrada en aquel agujero del campo.
–Pers...
–No. Soy humana, ni quiero ni podría olvidarlo nunca.
Nos habíamos detenido en mitad de la calle. Seguíamos cogidos de la mano, pero me dio la sensación de que entre Gabriel y yo había unos centímetros más. Reaccioné y me acerqué a besarle.
–Te prometo que Ulla no lo sabrá nunca.
–Eso espero. Se enfadaría.
Asentí, mirando al suelo. Ulla, enfadada. Si existiera una escala de uno a diez para medir la furia y la cólera, el enfado de Isaak estaría colocado en un nivel nueve, pero ¿y el de Ulla? ¿Nivel veinte?
–Vamos –me apremió Gabriel y tiró de mi mano suavemente para ponernos en marcha de nuevo.
Por fin llegamos a la Catedral de San Antonio de Padua. El mayor templo católico de Estambul, una iglesia neobarroca construida a principios del siglo pasado, que se hallaba en una plaza oculta tras un pasaje que comunicaba las dos alas del palacio adyacente a la catedral. Cualquiera que no lo buscara, podría pasar por delante sin percatarse del tesoro que se ocultaba a escasos metros de la populosa avenida Istiklal.
–¿Estás nerviosa?
–No. Mientras no te separes de mí.
Gabriel sonrió y me besó en la frente.
–Por supuesto que no. Ni por un segundo.
Me indicó con la mano la entrada del palacio. Allí, reunidos en las distintas estancias de aquel edificio se encontraba la totalidad de los incorpóreos, celebrando una reunión de la que la humanidad jamás tendría noticia. Seres como Orlando, Ulla, Isaak, Lyuba y otros muchos que había tenido oportunidad de conocer en estos meses.
–¿Cuántos sois?
–¿Actualmente? Noventa y siete. Pero no creo que estemos todos. ¿Entramos?
Tragué saliva y di un paso en dirección a la puerta barroca de madera.
Todos los convocados a la reunión nos alojábamos en el palacio. Llegamos a la habitación que nos había asignado Ulla sin toparnos con nadie. El balcón daba a la avenida Istiklal y, pese a estar cerrado, dejaba respirar el sonido de la calle, que subía hasta mis oídos como una gasa transparente que me envolvía, un último segundo de normalidad antes de abrir las puertas de mi conciencia a ese extraño mundo al que ahora pertenecía.
Mientras contemplaba el movimiento de los transeúntes, alguien entró en la habitación:
–¡Pers! ¡Hola!
Dibujé la sonrisa más amplia que pude. Nadir cruzó ágilmente la habitación y me dio tres besos. Nos miramos de cerca. La luz de la habitación arrancaba brillos azules a su pelo oscuro de rizos. También mostró algunas arrugas en su rostro que no recordaba. Parecía... más adulto, más maduro. Más seguro de sí mismo, como si hubiera dejado de lado ese juego de seducción inconsciente que desplegaba con cualquier mujer que se cruzaba en su camino, aunque fuera sólo un destello en su magnífica sonrisa persa. Seguía siendo atractivo, pero de una belleza más reposada, algo más enigmática. Sin duda, Violeta tenía algo que ver en esta transformación. Le pregunté por ella.
–Está muy bien, en casa, en Nueva York.
Violeta y Nadir esperaban su primer hijo, que nacería en siete meses. Cuando Nadir nos presentó, yo también caí prendida de su luz serena y aterciopelada. Como una pequeña estrella de grandes ojos negros y plácida sonrisa que hubiera decidido posarse a descansar en este planeta. Veía tan feliz a Nadir a su lado que era imposible no quererla.
Violeta no sabía nada de los incorpóreos. Nunca lo sabría. Para ella, Gabriel y Nadir trabajaban juntos en una empresa que gestionaba aranceles de importación y exportación. Y yo era solamente la novia española de Gabriel. Alguien con quien poder hablar en castellano. Violeta era ecuatoriana.
–Me hubiera gustado verla –le dije a Nadir.
Él sonrió.
–De todas formas, no se ha quedado sola. Ha venido su madre a pasar estos días con ella. Ahora mismo deben de estar decorando la habitación del bebé –sonrió con orgullo–. Sus paredes nunca albergarán suficientes nubecitas blancas. Cuando nazca, la casa estará llena de nubes.
–¿Sabes si ha venido Solomon? –le preguntó Gabriel desde el otro extremo de la habitación, mientras colgaba en una percha la chaqueta que había llevado puesta durante nuestro paseo. Nadir negó con la cabeza.
–No lo he visto, pero sí a Milton. Si está él, ha venido Solomon.
Gabriel asintió satisfecho y le preguntó por otros asuntos que no me interesaban, así que volví a distraerme con el ajetreo de la calle. Esta vez sí escuché la llamada en la puerta. Entró Lyuba. Iba comiendo algo y me saludó con la mano libre.
–Hola. ¿Qué comes? –le pregunté.
–Nada –y, fuera lo que fuera, se lo metió de golpe en la boca.
Luego saltó sobre mí para darme un fuerte abrazo. La escuché masticar algo crujiente que me revolvió el estómago.
–¡Qué bien que ya estás aquí! –dijo entusiasmada–. ¡Me moría de ganas de verte! Bueno, es un decir, teniendo en cuenta que ya lo estoy –y soltó una carcajada infantil que contrastó con la gravedad de sus palabras.
La miré perpleja. Desde la primera vez que la vi, en Praga, Lyuba no había dejado de sorprenderme. Siempre iba vestida de acuerdo con su aspecto de niña modelo de catálogo de ropa infantil y sólo te percatabas de que algo no iba bien si la mirabas fijamente a la cara, a esos ojos de ardilla gigante. Y luego estaban sus cambios de personalidad. Tan pronto actuaba como cualquier otra niña, jugando en un parque de columpios o pidiendo una muñeca de un escaparate, como mostraba su verdadera naturaleza, haciendo o diciendo cosas escalofriantes. Una tarde, dos meses atrás, paseábamos por un parque a las afueras de Berlín cuando Lyuba descubrió un caracol. Se agachó junto a él, lo observó unos segundos y, de pronto, lo levantó cuidadosamente del suelo, aplastó la concha y de ella extrajo el cuerpo del caracol, que se comió. Durante el resto de nuestro paseo, caminó con la mirada fija en el suelo, buscando otro.
Así era la niña que ahora cogía en brazos, mientras me acariciaba el pelo.
–¿Puedo? Di, anda, ¿me dejas? ¿Puedo peinarte?
Asentí, la dejé en el suelo y me senté al borde de la cama. Lyuba aplaudió y entró a la carrera en el cuarto de baño. Escuché cómo hurgaba en mi neceser de viaje y salió con un cepillo de pelo. Se colocó de rodillas en la cama, detrás de mí y comenzó a peinarme, con una suavidad hipnótica que hacía que mis músculos se relajaran. Trataba mi pelo como peinaría el de una muñeca, y tras ese pensamiento se escondía una sensación algo preocupante que me mantenía alerta; Lyuba era imprevisible y, aunque me quería o al menos daba muestras de albergar un sentimiento parecido al cariño hacia mí, no olvidaba quién era y que, a diferencia de Gabriel, no había desarrollado ningún sistema de reglas morales mínimamente parecidas a las de un humano adulto y razonable. Lyuba solía actuar movida por impulsos infantiles, como haría cualquier otro niño del mundo, pero en ocasiones sus impulsos no eran en absoluto humanos ni infantiles. A Lyuba nadie le había enseñado la necesidad de distinguir entre el bien y el mal. En cualquier caso, esas observaciones morales tampoco parecían preocupar a la mayoría de los incorpóreos que había conocido. A excepción, por supuesto, de Gabriel y, en menor medida, de Orlando o de la propia Ulla –aunque en su caso me daba la sensación de que era sólo un disfraz para no asustarme–, todos los demás actuaban al margen de cualquier necesidad, perentoria o no, de mantener el equilibrio entre lo que se puede hacer y lo que se debe hacer. Ellos estaban de paso en nuestro mundo y en el otro, así que habían perdido el interés por cualquier norma de convivencia o comportamiento.
En cualquier caso, lo único que me interesaba de su mundo y su raza era Gabriel, y a él lo tenía. Lo contemplé mientras hablaba con Nadir. Sonreía de vez en cuando. Soltó una carcajada y apoyó suavemente su mano en el hombro de Nadir.
Entonces me pregunté hasta cuándo podría durar lo nuestro, cuándo las diferencias de su naturaleza y la mía harían imposible nuestra convivencia. Nuestro amor. Un escalofrío sacudió mi espalda. Lyuba paró de peinarme y asomó su pequeña cabeza por encima de mi hombro derecho.
–¿Te he tirado del pelo?
–No, no, yo... está bien, puedes continuar si quieres.
–¿Seguro?
Iba a contestar cuando Gabriel dijo que teníamos que irnos.
–Por cierto –dijo en ese momento Nadir–, se rumorea que ha venido Kostya.
Gabriel miró gravemente a Nadir, pero fue Lyuba la que habló, súbitamente entusiasmada:
–¿En serio?
Tiró el cepillo sobre la colcha, saltó de la cama y abandonó corriendo la habitación. Dejó la puerta abierta y pude escuchar su carrera por el pasillo enmoquetado.
–¿Estás seguro? –preguntó Gabriel.
–El rumor se ha extendido como la pólvora. En cinco minutos comprobaremos su veracidad.
Entonces Gabriel me contempló de una manera extraña, en silencio, unos segundos eternos, como si estuviera mirando a través de mí. De nuevo perdido en su maraña privada de recuerdos, tan lejos, tan inaccesible. Después, con un leve movimiento de sus ojos, volvió a descubrirme. Y entonces sonrió.
Pero fue una sonrisa triste, que despertó un temor desconocido en mi interior.
–Bueno –dijo Nadir, rompiendo el hechizo que se había instalado en la habitación, entre Gabriel y yo–, me voy. Me esperan en la sala de los edecanes –me miró y sonrió–. Me gusta cómo suena. Me pregunto qué diría Violeta si supiera que su marido es un edecán –y con esas palabras abandonó nuestra habitación.
Nos quedamos Gabriel y yo a solas. Él extendió la mano, invitándome a acercarme. Yo me levanté de la cama e hice el mismo gesto. Gabriel declaró su derrota con una sonrisa y vino hasta mí, para abrazarme con fuerza. Con la cara apoyada sobre su corazón –siempre me sorprendía lo sólido de sus latidos–, le pregunté quién era Kostya y por qué era tan fantástico que acudiera a esta reunión.
–Sólo Lyuba es capaz de encontrar algo aceptable en este acontecimiento. Es un insociable, un salvaje. Siempre ha ido por libre. Un salvaje –repitió con desprecio.
–¿Y qué habrá hecho que venga? ¿La persuasión de Ulla?
–No creo. Es bastante ingobernable. En cualquier caso, no me interesa. Es probable que tras esta noche, si es que se encuentra aquí, no volvamos a verlo. Regresará a sus estepas mongolas. Rehúye el contacto con cualquiera de su especie o de la tuya.
–Suena agradable.
–Preferiría no tenerlo cerca.
–¿Es más peligroso que Isaak?
Gabriel inclinó la cabeza hacia atrás para mirarme a los ojos.
–¿Isaak? ¿Por qué le tienes manía?
Resoplé.
–¿Porque ha intentado asesinarme, tal vez?
–Oh, venga, reconoce que no es más que una manía tuya.
–Me odia, Gabriel.
–No creo, más bien pensaría que está enamorado de ti.
Me solté de su abrazo para recoger la chaqueta del respaldo de la silla.
–¿Qué tal si simplemente me ignorara? Eso estaría bien.
–Si quieres –dijo suavemente Gabriel–, hablo con él.
Lo pensé un segundo, pero rechacé la oferta.
–No, gracias. Creo que puedo cuidarme yo solita.
Gabriel encogió los hombros.
–Como quieras.
Se giró para salir, pero cogí su mano para atraer de nuevo su atención.
–Pero, por si acaso –le dije–, no te separes de mí.
–Hecho –me susurró al oído.
Salimos de nuestra habitación y Gabriel cerró la puerta cuidadosamente.
El edificio era una maraña laberíntica de pasillos enmoquetados y apliques en las paredes. Numerosas puertas de caoba oscura daban a los pasillos, todas cerradas. No nos cruzamos con nadie en nuestro recorrido. De hecho, la extraña soledad que nos rodeaba me ponía la piel de gallina. Me sentía como si fuéramos los últimos en abandonar un edificio en llamas.
Salimos a la galería exterior que unía los dos bloques adyacentes de la Catedral de San Antonio de Padua. Desde allí arriba, la privilegiada vista era impresionante, majestuosa. Pero había caído la noche y comenzado a refrescar, así que nos detuvimos apenas unos segundos para contemplar la fachada iluminada de la catedral.
Cuando supimos de la reunión, Gabriel me confirmó algo que había temido. Eres una de los nuestros, me dijo, estás convocada de la misma forma que lo estoy yo. Entramos en una sala con una recargada decoración barroca. Mi corazón comenzó a latir muy deprisa. De una doble puerta al fondo se escapaban voces. Allí nos dirigimos. Abrió la puerta con firmeza y entramos. Al instante, el murmullo enmudeció casi por arte de magia y se hizo un silencio pesado como el plomo. La nueva habitación sí estaba repleta de gente. Habría por lo menos un centenar de hombres. Sentados, de pie, apoyados en las paredes, en grupos, fumando... hicieran lo que hicieran, se detuvieron al entrar nosotros y nos clavaron los ojos. Una espesa nube de humo flotaba ya por encima de las cabezas. Noté el cuello ardiendo y supe que me había puesto colorada. Gabriel inclinó la cabeza a modo de saludo y todos los que estaban en aquella habitación le correspondieron con el mismo gesto fugaz. Nadie dijo una palabra. Fue como si una corriente eléctrica recorriese todos los cuerpos de la habitación. Aquellos hombres compartían un secreto: eran los edecanes de los incorpóreos, una tarea heredada de generación en generación, oculta al mundo, incluso a sus propias familias; desarrollada en secreto por una obligación nacida probablemente con el primero de los incorpóreos. Por cada sombra había un ser humano que le servía de escudo, de tapadera, de protector, de cómplice. No era un simple trabajo, por supuesto no uno de esos que se desarrollan de nueve a cinco. Ni siquiera era una profesión o un estilo de vida. Era algo que estaba por encima de las disponibilidades de cada uno de los participantes; nunca se les había dado a elegir. Nadir existía junto a Gabriel, de la misma forma que antes fue el padre de Nadir y, antes que éste, su progenitor, y el de éste... y así una cadena interminable que se sucedía elemento a elemento.
Nadir sabía que del vientre de Violeta nacería un varón que perpetuaría la ley no escrita de los edecanes de los incorpóreos. Y que lo viviría, al igual que él, no como una obligación o imposición, sino como un honor. O tal vez no fuera así; tal vez estuviera más allá de cualquier tipo de valoración o elección posible: era así y así seguiría siendo.
Una tarde me contó Nadir cómo conoció su verdadera misión. Había cumplido diecisiete años de una vida cómoda y aburrida, con la única salvedad de que el trabajo de su padre –un modesto comerciante de sedas, según se sabía en la familia– le llevaba constantemente lejos de su hogar. Nadir quería iniciar sus estudios de leyes en una prestigiosa universidad egipcia, opción que apoyaba su madre, pese a que la idea de vivir unos años separada de su único hijo le doliera. Pero su padre esperaba que siguiera sus huellas en el comercio de la seda, una perspectiva en absoluto atractiva para alguien tan joven como Nadir. El curso comenzaba en poco tiempo y Nadir necesitaba la autorización paterna para inscribirse en la facultad. En cuanto su padre regresó del último viaje, Nadir y su madre le comunicaron durante la cena la decisión tomada por el joven. Nadir habló cuidadosamente de su iniciativa: la presentó, la defendió y la desarrolló, en tanto que su madre asentía complacida al despliegue del ambicioso proyecto de su hijo. El padre de Nadir escuchó atentamente las palabras del joven, sin interrumpir ni una sola vez. Era un hombre serio, grave, de natural tranquilo y sosegado. Las escasas veces que había montado en cólera temblaban los cimientos de la Tierra. Sin embargo, Nadir sabía que le escucharía atentamente y que no daría una respuesta sin meditar sobre ella. Cuando el joven acabó su apasionada exposición y se sentó, exhausto y nervioso, a la mesa, la madre aguardando ansiosa con los ojos fijos en el padre, éste se limitó a levantarse lentamente. Contempló sus manos unos segundos y anunció que daría su respuesta a la mañana siguiente. Con paso cansado, se retiró a su habitación. Nadir y su madre permanecieron en silencio. No sabía qué pensar. Su madre le tranquilizó, diciendo que era un hombre razonable y tomaría la mejor decisión para todos ellos. Y la última luz de la casa se apagó, bien entrada la noche.
Nadir se levantó bastante antes del amanecer, se vistió, y esperó en la cocina, con la espalda pegada al respaldo de la silla, a que su padre apareciera. Cuando éste entró, no mostró sorpresa alguna al descubrir a su hijo. Las ojeras bajo los grandes ojos negros de Nadir delataban las escasas horas de sueño. El padre se sentó a la cabecera de la mesa y le comunicó su decisión. Respetaría lo que Nadir quisiera hacer con su futuro, con una única condición: esa misma tarde partiría con él a un viaje que tenía planeado. Solos los dos, padre e hijo, adulto y joven. Maestro y aprendiz, me revelaría Nadir aquella tarde. Porque su padre había tomado en secreto la decisión de adelantar la entrada de Nadir al mundo al que pertenecía desde el momento mismo de su alumbramiento. Cuando regresaran, dijo su padre, respetaría lo que el joven quisiera hacer. Pero, me confesó Nadir, el viejo edecán sabía que nunca había existido realmente esa libertad de decisión. Nadir nunca elegiría otra cosa que el camino que debía tomar y que su padre le mostraría en ese viaje, aunque el joven no supiera entonces los verdaderos motivos. No había vuelta atrás. Feliz en su ignorancia, convencido de que nada podría hacerle cambiar de opinión y de que su padre aceptaría finalmente su ingreso en la universidad, Nadir aceptó.
Cuando regresaron, un mes después, el Nadir que besó taciturno a su madre en la mejilla no era el mismo que había partido. Aquel nuevo joven era precozmente maduro, solitario, taciturno y, en ocasiones, asustadizo, como constató su madre, preocupada, cuando apagaba por las noches la lámpara que Nadir dejaba siempre encendida. Nadir había conocido, de la mano de su padre, la existencia de los espectros y la función que se esperaba de él en esta vida. Había conocido a Gabriel y a otros como él. A otros edecanes, maestros y aprendices. Su padre le había abierto los ojos a un mundo que jamás soñó que existiera, siquiera en pesadillas, como las que poblaron sus noches durante mucho tiempo después.
Cuando pudo digerir y aceptar la gravedad de su posición, comunicó a su madre que finalmente iría a Nueva York a estudiar. Se despidieron. Madre e hijo volverían a verse en pocas ocasiones más. Durante los años siguientes, Nadir se dedicó a aprender su oficio y, cuando llegó el momento, sustituyó a su padre como edecán de Gabriel.
Ahora, muchos años después de aquellos acontecimientos, descubrí en un rincón de aquella sala, junto a un grupo de jóvenes edecanes, al propio Nadir. En silencio, contemplándonos, como los demás. Pero cuando nuestras miradas se cruzaron, me guiñó un ojo. Aquel sencillo gesto me proporcionó confianza y tranquilidad y me hizo sonreír.
Atravesamos la inmensa sala en medio de un solemne silencio, hacia una puerta que abrió Gabriel. Después, se apartó para dejarme pasar primero.
Entré.
El salón en el que desembocamos era alargado, de unas dimensiones colosales. Grandes balcones se sucedían a lo largo de una de las paredes, cubiertos con gigantescos y pesados cortinajes de color vino, recogidos a cada lado por ganchos dorados en forma de puños. La pared frente a los balcones estaba cubierta de espejos de arriba abajo, que reflejaban la luz blanquecina hasta inundar el salón de una iridiscencia plateada que me trasladaba aún más, si cabía, a un escenario irreal, como de sueño. Los muebles eran ornamentales, grandes y pesados, con barnices y diminutas patas doradas; mesas redondas cuya cubierta era un delicado trabajo de marquetería que conjugaba minúsculas piezas de madera de distintos colores ocres hasta formar auténticos caleidoscopios; butacas con patas en forma de garras y viejas sedas en el respaldo que ya no brillaban, debido a la acción del tiempo; gigantescos floreros de cristal sobre ménsulas y cómodas.
Sin embargo, no era la decoración lo que más me llamó la atención. En aquel salón se encontraba la totalidad de los incorpóreos que existían en ese momento. Noventa y siete, había mencionado Gabriel un rato antes. No sé si estarían todos, pero era una aglomeración de lo más anómala y heterogénea. Al entrar en la habitación, pude observarlos con atención y, también, con algo de prevención porque, aunque conocía a muchos ya, aunque sólo fuera de vista, no era agradable estar entre ellos.
Cualquier espectador ignorante de lo que estaba ocurriendo allí tardaría un rato en percatarse y comprender el movimiento de todos los individuos reunidos. Había algunos incorpóreos en plena transición hacia su forma humana, pequeñas nubes gaseosas grises que aparecían en las esquinas más alejadas del salón y que segundos después se transformaban en seres físicos. El salón, abarrotado, hervía de actividad desigual y sonidos dispares. Formando pequeños racimos, los espectros conversaban, discutían o simplemente aguardaban. Algunos caminaban por la sala, generalmente en parejas o tríos, con las manos a la espalda. Alguna carcajada estrepitosa, gutural o ronca captaba momentáneamente la atención de los más cercanos, pero enseguida cada grupúsculo retomaba sus asuntos. Había incorpóreos de todas las condiciones físicas posibles: altos, tuertos, extraordinariamente viejos, apáticos... la mayoría era sencillamente desagradable.
Luego estaban los sonidos: risas que volaban por encima de nuestras cabezas y un constante y monótono ruido crepitante, probablemente provocado por la gran cantidad de migraciones que estaban produciéndose al mismo tiempo. Que aquella reunión escalofriante se estuviese celebrando en un salón tan refinado y no en el punto más aterrador del planeta sólo podría deberse al gusto de Ulla por la belleza clásica.
Reconocí al sobrecogedor John, un incorpóreo enjuto, de extrema palidez y hombros encorvados, que podría pasar por la personificación de las representaciones de la Parca. La piel de su rostro y manos, lo único de su cuerpo que dejaba expuesto a la vista, no tenía más consistencia que una membrana envejecida y bastante repulsiva. Sus ojos, dos pequeñas cavernas negras, provocaban escalofríos. Pero, pese a su aspecto espeluznante, John me trataba con una delicadeza extrema, una amabilidad que a veces me aturdía. Tenía unos modales exquisitos. Solía cogerme cariñosamente la mano cada vez que nos encontrábamos y se despedía de mí con un beso fugaz en la mejilla. Desconcertante.
Junto a John surgió de las brumas del otro mundo Masato, un antiguo guerrero samurái con el que no había cruzado palabra en mi vida, tal era el terror que me provocaba. Cada vez que nos encontrábamos, siempre tensaba los labios y me miraba con lo que me parecía un odio infinito. Una vez le pregunté a Gabriel por la actitud de aquel viejo incorpóreo; se encogió de hombros y dijo: «Viejos recelos, supongo».
Nos acercamos a saludar a un concurrido grupo de incorpóreos, del que sobresalía la cabeza de Huan, uno de los físicos femeninos más rotundos que había visto. Huan era de ascendencia china, aunque con rasgos bastante occidentalizados. Era guapa, de alguna manera sutil. A su metro ochenta de estatura había que añadir su extraordinario volumen. No pesaba menos de ciento cincuenta kilos. Mi mano parecía la de una muñeca entre sus excesivos dedos. Se movía como si éste no fuera su hábitat natural. Sabía por Orlando, gran amigo suyo, que Huan era una excelente nadadora porque era en el elemento agua donde desaparecían las limitaciones que le imponían sus exageradas proporciones en este mundo. Seguramente también desaparecían en Pandemónium, pero nunca nos habíamos cruzado al otro lado.
Otros incorpóreos tenían más de espectro que de humano. Por ejemplo, Dorian, un gentleman a la antigua usanza. Vestía siempre impecables ropas del siglo pasado y se jactaba de que Oscar Wilde le pidió permiso para usar su nombre para su personaje más célebre. Tenía un curioso pasatiempo: coleccionaba recuerdos de muertes. Cada vez que iba a Pandemónium, buscaba nuevos ingresados de quienes sustraer sus últimos recuerdos y, de éstos, la forma exacta en que murieron. Almacenaba esos últimos momentos ajenos y los ofrecía luego como un pasatiempo. A mí me engañó una vez, al poco de conocerlo: dijo que quería mostrarme algo y cogió mi mano entre las suyas. Al hacerlo, abrió su mente para mí y me mostró alguno de sus tesoros, como las últimas imágenes de una joven que se despeñó accidentalmente desde la terraza de un piso alto. Se estrelló contra el granito del suelo, a escasos centímetros del bordillo de una piscina que podría haberle salvado la vida. Lo más escalofriante fue comprobar cómo la joven se percató de su mala suerte una fracción de segundo antes de morir.
Dorian atesoraba aquellos recuerdos robados y luego los compartía con otros incorpóreos, como si fueran diminutas mariposas prendidas con alfileres. El desprecio por la vida humana que estaba latente en la mayoría de los incorpóreos cobraba más repulsión en Dorian.
También saludé a Ranjiv y su hermana Chandrika, los siameses hindúes que, como Brahma, compartían tronco y piernas. Vivían aislados de las miradas curiosas que tanto daño les habían causado en su infancia. Orlando me contó que fue Ranjiv el primero en migrar, cuando tenían cinco años, lo que me causó gran perplejidad: ¿qué había ocurrido con Chandrika mientras su hermano yacía muerto? Probablemente, de no haber nacido en una aldea paupérrima cercana al lago Rewalsar, sino en el seno de una familia occidental, habrían operado inmediatamente a los siameses, con el objetivo de separar la mitad muerta de la todavía viva. Afortunadamente para ellos, la familia de los siameses nunca había podido costearse esa operación. Cuando Ranjiv regresó de Pandemónium, su familia pensó que estaban embrujados y los vendieron al propietario de un circo ambulante, con el que recorrieron buena parte de la geografía india. Con el tiempo, huyeron del circo y se refugiaron en un lugar secreto que nunca abandonaban si no eran requeridos. Habían sido expuestos y mirados como monstruos, alimentados como tal en el circo, y eso que quienes los trataron nunca sospecharon de su auténtica naturaleza. Conmigo eran educados y corteses y, por lo que sabía, también habían rechazado la posibilidad de alimentarse de almas humanas.
Nos alejamos de los siameses y Gabriel descubrió un par de sillas vacías junto a un velador redondo, no muy lejos de lo que parecía el epicentro de la convocatoria: junto a una enorme chimenea al fondo de la sala, de tamaño desproporcionado, se encontraba de pie Ulla. Ella sí nos vio entrar y juraría que esbozó una ligera sonrisa, aunque dada la distancia que nos separaba no podría asegurarlo. Seguramente fuera un truco de mi cabeza, desesperada por encontrar algo de calor humano en aquella concentración de espectros. Ulla esperaba tranquilamente, con las manos cruzadas sobre el regazo de su vestido de color coral, a que se hiciera el silencio. Parecía no tener prisa. Aunque la mayoría de los asistentes estaban conversando, lo hacían en susurros entrecortados, como si fueran ellos los que esperaran una señal de Ulla.
Mientras nos dirigíamos hacia las sillas, vi en un rincón a Isaak. ¡Cómo no verlo! Sus más de dos metros sobresalían por encima de cualquier otra cabeza. Además, su forma tan agresiva de apoyarse en la pared, estirando su infinita espalda, dejaba a las claras su intención de mostrarse como el más depredador de todos los incorpóreos. Junto a él estaban algunos otros espectros que conocía de vista, pero con los que no había cruzado palabra nunca. Su coro de hienas.
Frente a él, sentada en un butacón enorme, descubrí a la diminuta Lila, con su perfecta carita de porcelana. Estaba sola, contemplando un punto vacío de la sala, muy atenta, como si esperara ver aparecer de pronto un espectro desde el otro lado. Yo también miré hacia ese punto, algo incómoda, pero nada se movía. Cuando volví a mirar a Lila, me estaba sonriendo y formó un «hola» con sus labios. Le divertía asustarme.