Los Incorpóreos 3. Mañana fue ayer - Ana Ripoll - E-Book

Los Incorpóreos 3. Mañana fue ayer E-Book

Ana Ripoll

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Beschreibung

Ha pasado más de un año desde que la joven Perséfone diera un giro radical a su hasta entonces tranquila vida tras enamorarse de Gabriel y descubrir que es un incorpóreo: mitad humano, mitad fantasma. Con él descubrió que ella también tenía la capacidad de caminar entre los muertos, y los habitantes del inframundo la conocen con el nombre de Reina Azul. Pero si La Araña ha hecho nacer una nueva Reina Azul es porque se acerca una batalla. La más peligrosa y la más desigual, pues será contra el oscuro ejército de occisos del aterrador Iskender. Todas las especies del submundo han tomado partido ya por uno u otro bando. Perséfone se prepara en un particular entrenamiento para desarrollar nuevas habilidades, con las que intentará vencer los oscuros poderes que amenazan con destruir el mundo.

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Veröffentlichungsjahr: 2013

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Índice

Cubierta

Portadilla

Prefacio

Parte primera. Fin

1. La Sociedad

2. Luna aparece

3. Soy Amelia

4. Apariciones y desapariciones

5. Kumiko presiente

6. El laberinto de Luna

7. Laine sueña con ella

8. Lyuba señala el Espejo

9. Las piedras no vuelan

10. Busca a Wozniak

11. Nibieski królowej

12. Juego con Kostya

13. Orlando no recuerda

14. El Barón sabe de magia

15. La necesidad de salvar a Elisa

16. La niebla que nos rodea

17. A solas, de nuevo

18. La cueva de Raiña

19. El secreto de Mateo

20. De besos inesperados y deseados

21. Raiña vuela

22. Los asuntos pendientes de Cala

23. ¡Elisa, Elisa!

24. El regalo del Tártaro

25. Preparando equipaje

26. Kostya lleva flores en el pelo

27. Noah se reúne con su madre

28. Elisa regresa a casa

Parte segunda. Mañana fue ayer

1

2

3

4

5

6

Inicio

Créditos

A Nacho y Charly

Prefacio

No estoy sola, Luna me acompaña. No sé qué hago aquí. Ella parece tener las claves. Como siempre. El entrenamiento es muy duro. Me duele cada fibra y célula de mi cuerpo. Pero lo que más me preocupa es la cordura, no sé cómo mantenerla a salvo. Luna y Amelia pueden enseñarme todas las tácticas, todas las habilidades que necesite en la batalla que se acerca, pero no cómo evitar volverme loca. Y creo que Gabriel también lo percibe así. Sé que está preocupado. Tiene esa mirada…

Y aquí estamos, Luna y yo, esta noche, ante esta puerta, como cualquier otra, en un momento tan elástico como todos aquellos en los que está involucrada Luna. Nos hemos detenido frente a la última habitación del pasillo, la única con la puerta cerrada. Abro y enciendo la luz. Es el dormitorio de un chico, ordenado, no hay nada que llame la atención. Podría haber sido el mío, tantos años atrás. Entramos Luna y yo, pero la mujer se queda fuera. Parece verdaderamente asustada.

–¿Lo percibes? –pregunta Luna. No sé a qué se refiere, pero el vello de mis brazos se ha erizado, porque, pese a que no percibo nada extraño, la pregunta de Luna significa que algo no marcha bien. Luna apaga y deja la habitación en penumbra, solo iluminada por la luz que entra del pasillo y que proyecta un rectángulo blanquecino sobre el suelo.

–Se moverán si los dejamos a solas –dice.

Salimos al pasillo y Luna cierra discretamente la puerta, pero su mano no abandona el picaporte. La mujer se excusa nerviosa y nos deja. Estoy esperando algo, una señal, pero no se oye ningún ruido. Todo está en calma. Una calma muerta.

Cuando Luna abre la puerta y enciende, se hace un vacío en mi estómago, la sangre se retira de mis venas. La habitación está poseída. Todos los muebles han cambiado de lugar, algunos de ellos se han movido varios metros, aunque no han producido el menor sonido. La cama está ahora en posición vertical, apoyada sobre el cabecero, en el centro del cuarto. Las dos puertas del armario se han descolgado de sus bisagras y flotan en paralelo al suelo. Todo lo que había sobre la mesa forma una columna altísima. La silla cuelga de la pared, las cortinas se arrastran por el techo como gusanos. Es lo único que permanece en movimiento, todo lo demás se ha detenido con nuestra irrupción en el cuarto.

–¿Los ves ahora? –pregunta Luna, pero niego aterrorizada–. Concéntrate y mira de nuevo –ordena, impaciente.

Cierro los ojos. Los latidos retumban como tambores de guerra en mis oídos. Busco en la oscuridad de mis párpados una senda que me guíe a través de los dos mundos por los que me muevo. Cuando abro los ojos, lo veo. Los veo.

La habitación no está vacía. Está inundada de occisos. Muchos de ellos están arracimados en las esquinas del techo y sobre las superficies de los muebles, como si fueran colonias de moho. Esta vez sí doy un paso hacia atrás. Sobrecogida, porque tal vez haya más de veinte. Es como un nido, como si hubiéramos dado con una de las puertas de entrada. Y todos y cada uno de ellos nos han visto y aguardan.

–¿Qué hacemos? –susurro, con la voz congelada por el pánico.

–Retornarlos adonde deberían estar.

La miro sin poder creer lo que acaba de decir.

–Luna, no puedo, es imposible, son demasiados.

Apenas consigo respirar. Esto no puede estar pasando, no estoy preparada aún, es una locura, un suicidio.

–Tienes otro problema, además de su número –susurra Luna, segundos antes de disolverse en el aire–: te han reconocido.

Los miro, al borde del ataque de pánico.

Tiene razón. Vienen a por mí.

PARTE PRIMERA

FIN

Esta es la crónica de una batalla.

Se acerca el final.

Mi tiempo se agota.

1. La Sociedad

El intruso se movía con dificultad entre los escombros en uno de los patios interiores del hospital. El complejo sanitario había sido abandonado cincuenta años atrás y la herrumbre y el vandalismo se habían apropiado de las ruinas, de manera lenta pero sistemática. A través de los vanos de las puertas y ventanas, se veían habitaciones expoliadas en cuyas paredes habían pintado obscenidades y símbolos ocultistas. Estos últimos provocaban sonrisas en el intruso. De vez en cuando, por debajo de los cascotes, asomaban objetos perdidos en el tiempo: una percha de goteo, una bacinilla con la pintura oxidada, informes médicos a medio quemar. Momentos antes, había descubierto un grupo de somieres oxidados y retorcidos. Unos cuantos gatos, vegetación salvaje, restos de un lavabo o de un retrete. Algunas paredes conservaban restos de los azulejos blancos originales. No existía prácticamente ningún techo en esta parte del hospital. Sin embargo, en el ala este todavía se podía subir al piso superior, aunque las escaleras no eran estables.

Percibió un destello dorado a su derecha y vio a la niña desaparecer fugazmente por el otro extremo del patio. El hombre resopló y echó a correr tras ella, después de acomodar la pistola en la cartuchera interior. Sus pasos creaban una estela de crujidos amplificados y repetidos por el eco. La iba llamando, pero todo lo que obtenía a cambio era una risa lejana.

–¡Espera! ¡No te vayas! ¡Solo quiero jugar contigo! ¡Espérame!

Entró en uno de los edificios y enseguida percibió una corriente de aire frío. Allí dentro, la temperatura era al menos diez o quince grados más baja que en el exterior. Olía a una extraña mezcla de paredes quemadas, sustancias químicas, el lejano recuerdo de los desinfectantes. Todas las puertas de las habitaciones que daban al pasillo estaban abiertas, invitando a entrar. Era fácil imaginarse a los pacientes, curiosos, alargando el cuello desde la cama para ver pasar al extraño. Tal vez lo estaban haciendo, pensó el hombre, en aquel mismo instante pero en otra dimensión, una en la que los muertos no se morían del todo.

En una de las habitaciones había una vieja silla de ruedas volcada. Pasó junto a un cuarto de baño común, con una hilera mellada de lavabos colgados de la pared en la que aún se mantenían a salvo los azulejos. Continuó avanzando por el pasillo, cada vez más oscuro, más lúgubre. El techo mostraba señales de un incendio. No veía a la niña por ningún sitio. Se detuvo, aguzando el oído. El viento ululó a través de las ventanas sin cristales. Un crujido que vino desde el final del pasillo le puso alerta. Se dirigió hacia aquel punto.

Entró en una sala amplia que aún conservaba un mostrador alargado. La antigua cafetería para visitantes. Tirada en un rincón, descubrió la caja registradora, blanquecina por el polvo y las telarañas. Por el mirador sin cristales se divisaba el limpio perfil de la sierra. Se estaba preguntando por el valor urbanístico de aquellos terrenos abandonados y fantaseando con la posibilidad de construir algún hotel sobre los posos de la mole destrozada, cuando sintió que estaba siendo observado.

–Escucha, no quiero hacerte daño –mintió–. Solo quiero enseñarte una cosita.

La niña pasó como una exhalación a su lado, rozándole. Intentó agarrarla pero solo apresó los restos de su risa, que cosió el aire con un hilo invisible. Cansado y malhumorado, soltó una retahíla de palabras obscenas y volvió sobre sus pasos, de nuevo corriendo. Tropezó con una loseta y cayó al suelo. Se levantó furioso:

–¡Ahora sí que te vas a enterar cuando te coja, mocosa de mierda!

Su vocecilla resonó en el pasillo:

–¿Mocosa de mierda? ¿Es que ya no quieres jugar más?

Inmediatamente después, una piedra golpeó el cuello del hombre. Brotó algo de sangre, que fue saludada por una risa ligera al fondo. El hombre se dio la vuelta, con una mano en la cartuchera de la pistola y la otra cubriéndose la herida del cuello. Respiró hondo antes de hablar:

–Mira, estoy cansado y solo quiero que me dejes tocarte. Nada más.

–Pero yo quiero seguir jugando.

El hombre esquivó en el último segundo otra piedra, que se estrelló ruidosamente tras él. Esta era considerablemente mayor que la anterior.

–¿Qué vas a tirarme ahora? –gritó al pasillo desierto–. ¿Un váter?

Hubo unos segundos de silencio hueco, hasta que sonó la voz infantil:

–Acepto tu idea.

Antes de que sonara el primer azulejo quebrado, el hombre se había ocultado en una de las habitaciones. A través de la ventana, saltó al patio interior y se acercó a la ventana del cuarto de baño común que había visto antes, desde donde procedía el ruido.

Vio a la niña en el momento en que levantaba el retrete por encima de su cabecita. A su mente le costó comprender la imagen grotesca. La niña, de tirabuzones rubios y grandes ojos oscuros, con un vestido azul celeste y zapatos blancos, se detuvo, sorprendida por la aparición del hombre en un lugar inesperado. Enseguida reaccionó y, cogiendo impulso, le lanzó el retrete, que reventó contra la pared, a escasos centímetros de la ventana. El hombre se agachó para protegerse de la avalancha de fragmentos. Cuando volvió a mirar, la niña permanecía en el mismo sitio. Pero esta vez lo contemplaba con la cabeza ladeada. Solo habían cambiado sus ojos.

–Fin del juego. Tengo hambre –dijo con otra voz. Y a la velocidad de la luz, derribó al hombre de un salto y se sentó sobre su pecho. Al caer, el hombre se golpeó la cabeza contra una piedra y quedó aturdido. La niña le arrancó la pistola sin ningún esfuerzo y la tiró lejos. Después hundió sus dedos índice y medio en el pecho del hombre, que lanzó un grito. Cuando los sacó, la niña chupó la sangre. El dolor había despejado momentáneamente al hombre, que intentó zafarse de la niña, pero esta le asestó un golpe brutal en la cara con el puño cerrado y lo dejó sin sentido.

Lyuba utilizó sus piernas para inmovilizar los brazos del hombre y colocó su cara a escasos centímetros de la de él. Con un movimiento brusco, le desencajó la mandíbula para abrirle la boca. Luego comenzó a absorber su hálito vital.

Un sonido restalló en las paredes del hospital y Lyuba se desplomó, los rizos rubios enmarcando el rostro del hombre sin vida. De la nuca de Lyuba comenzó a manar sangre, como una gruesa trenza carmesí, y comenzó a encharcarse en el suelo, sobre los ladrillos rotos.

Varios hombres aparecieron en el patio del hospital y se acercaron en silencio a los dos cuerpos. El más bajito del grupo, que ocultaba sus ojos tras unas gafas de sol, apremió:

–Probablemente esté solo atontada. Tenemos que llevárnosla de aquí rápido, antes de que reaccione.

–¿Y él? –preguntó otro de los hombres, señalando al que yacía bajo el cuerpo de Lyuba.

–¡Ah, este! Sí, no podemos dejarlo aquí. Cogedlo también y vámonos.

Dio media vuelta y regresó a la furgoneta, dejando a su espalda a los otros cuatro hombres cargando los dos cuerpos.

2. Luna aparece

–No vendrá.

–Sí que lo hará.

Miré impaciente mi reloj. Me apoyé en su hombro y él me besó en la frente.

–¿Y cómo es?

–Nunca la he visto. Es un mito.

Mientras estés aquí, estarás segura, no habrá posibilidad de ataque por parte de ninguna bruja, albina o no, susurró Gabriel sin palabras, desde el contacto de su mano con la mía. No estoy preocupada por eso, si vienen ya sabré cuidarme, es que no sé qué es lo que tengo que aprender aquí. Un entrenamiento, ya te lo explicó Ulla, no has de temer nada. Eso no es verdad, hay muchas cosas a las que temer, la reválida final no será un simple examen, será una batalla contra los occisos de Iskender y no sé si seré capaz de lograrlo, Gabriel. Sí, claro que lo serás, y también sabes que no estarás sola, que estaremos todos allí y…

Retiré mi mano.

–No nos escucha nadie, podemos hablar como si fuéramos normales.

–Como si fuéramos normales –repitió él, pensativo.

–Pero no lo somos –acabé la frase en su lugar. Puse un gesto de fastidio y me sonrió.

–Perdona.

–No pasa nada.

Nos quedamos callados, observando el cielo cambiante. Estábamos a finales de mayo y los días se alargaban sobre el horizonte bello y anaranjado. La primavera se había asentado en todas y cada una de las hojas, brotes y tallos que nos rodeaban. Zumbaban insectos, cantaban pájaros y estábamos viviendo en un tramo plano, tranquilo, después de varias subidas y bajadas vertiginosas a lo largo del último año. Aun así, podía ver, delante de mis narices, la siguiente caída. Me sentía como en esos breves instantes de calma tensa que encuentras justo en la cima de la montaña rusa, justo antes de tirarte raíles abajo.

Una mariposa naranja y azul se posó sobre la rodilla de Gabriel.

–¿Te acuerdas de Huan en la fiesta? –dijo, de pronto, animado.

Reímos, cómo no recordarla. El último día del año quise celebrarlo con una fiesta y elegí Río de Janeiro. Para nuestra sorpresa, se unieron a la fiesta Orlando, Nui, Solomon y Huan. Fue una noche estupenda, divertida, pero el punto álgido fue el momento en que Huan reapareció con un disfraz de mariposa, cuyas gigantescas alas de seda iban barriendo las mesas a su paso, como un huracán.

Aquella noche fue mi paréntesis personal en medio de las semanas que la precedieron y la siguieron, inmersa en el epicentro de una batalla en la que debía tomar parte. Durante muchas noches, diferentes incorpóreos aparecían en el piso del Retiro, para comentar los últimos movimientos de Iskender, de los occisos, de los posibles aliados que estuviera reuniendo. Mientras hablaban, me observaban. Algunos de reojo, otros sin disimulo. Planificaban, discutían la conveniencia de solicitar una audiencia con La Araña («La Araña ha creado este tablero de ajedrez; no nos va a prestar a nosotros más ayuda de la que les prestaría a ellos», decía siempre Ulla, tajante, siniestra). Había voces muy críticas –y escandalosamente altas– con mi presencia en todo aquello; aseguraban que no estaba preparada para ser la Reina Azul y que, si todo esto se debía a un error, estábamos perdidos. Cuando Gabriel escuchaba aquellas opiniones, me defendía con vehemencia. Les preguntaba si alguna vez La Araña había actuado sin prever sus siguientes movimientos, a lo que todos callaban, y declaraba que eso era la prueba de que yo era la Reina Azul y que mi entrenamiento comenzaría en breve y sería capaz de cerrarles a todos la boca. Pero ese mismo argumento me dejaba a mí sin ellos. Que yo fuera capaz de cumplir con mi cometido solo porque así lo había dispuesto La Araña, en lugar de afirmar y defender mi valía, me dejaba tocada. En otras ocasiones, las discusiones alcanzaban tal estrépito que Gabriel y yo nos escabullíamos sin que se dieran cuenta, y nos íbamos a pasear por El Retiro, abrazados, como cualquier otra pareja.

Luego, a solas, Gabriel me confesaba que habría dado su vida a cambio de que todo fuera un error. «Mañana nos iremos tú y yo a cenar antes de que comiencen a aparecer todos esos exaltados, para no escuchar ni una sola de sus palabras», me decía entonces. Pero resultó que, a medida que avanzaban los días, el nerviosismo fue prendiendo entre ellos como la pólvora, y cada vez aparecían antes en nuestro piso. Recuerdo una mañana en que, al salir de la ducha, me encontré a Lila sentada en mi cama. Se encogió de hombros y me dijo que había tanta gente en la biblioteca y en la cocina que no sabía dónde meterse. Era como vivir en una comuna multitudinaria donde las puertas no servían de nada. La situación se volvió insoportable. Una noche, poco después de la irrupción de Lila en mi habitación, el piso se hallaba atestado de incorpóreos, que discutían acaloradamente todo lo relativo al enfrentamiento. Gabriel se encontraba en un extremo de la biblioteca, y yo en el centro de la discusión. Cuando cruzamos nuestras miradas, se puso en marcha. Sorteando a los numerosos asistentes, me cogió de la mano y salimos. Ni uno solo se dio cuenta, enfrascados como estaban en su acalorada disputa. Decidimos poner tierra y mar de por medio. Para evitar que detectaran nuestra migración, y contando con la ayuda de Nadir, el edecán de Gabriel, cogimos un avión y volamos hasta Nueva York, la ciudad del millón de luces. Allí nos instalamos en un apartamento cercano a Central Park y le comunicamos a Ulla nuestra decisión de mantenernos alejados de aquel maremágnum de presencias. Lo entendió y nos apoyó cuando le exigimos que no les permitiera invadir nuestro pequeño oasis.

Durante unas semanas, conseguimos aislarnos del caos de los incorpóreos. Fuimos felices. Hablábamos cuando queríamos y disfrutábamos de un silencio tan maravilloso después que ninguno de los dos quería romperlo. Le conté que quería buscar a la sirena cuando regresara a Madrid, porque aquel ser inmortal, la última de su especie, me había dicho que tenía cosas que narrarme de mi pasado. Iríamos a buscarla a casa de Mamá Blanca. A ese sótano siniestro donde mantenía esclavos, prisioneros en celdas.

Desde el sofá blanco del pequeño salón del piso disfrutábamos de unas vistas inmejorables del este de la ciudad. Tenía unas enormes cortinas color vainilla, y el edredón de la cama de la única habitación estaba decorado con fresas gigantes. Gabriel comenzó a cocinar para nosotros dos y, al poco tiempo de mudarnos, aquel piso ya se había convertido en nuestro acogedor hogar.

Fuimos muy felices allí. Al menos los dos meses que duró aquella calma.

Todo cambió una tarde de típica tormenta primaveral: esquirlas de agua furiosa se estrellaban contra el cristal y el cielo oscuro parecía estar a punto de sucumbir ante la gravedad de las nubes. Gabriel estaba atareado en la cocina con un pastel de ciruela y yo estaba leyendo un libro de Irène Némirovsky. Había puesto la música de Nina Simone y sonaba «Wild is the wind», tan sobrecogedora que me obligó a levantar la mirada del libro. No escuché a Gabriel salir de la cocina ni acercarse a mí. Me abrazó por encima del respaldo del sofá y apoyó su barbilla en mi hombro. Los dos asistimos sin prisa a la tormenta de fuera y a las dulces palabras de amor de Nina Simone, que Gabriel fue susurrando en mi oído, como si fuera el elixir más dulce que hubiera probado en mi vida:

Love me, love me, love me, say you do / Let me fly away with you / For my love is like the wind / And wild is the wind / Give me more than one caress / Satisfy this hungriness / Let the wind blow through your heart / For wild is the wind.

La voz de Nina Simone dio paso a su interpretación al piano, mientras el eco de sus últimas palabras resonaban en mi cabeza: porque somos criaturas del viento y el viento es salvaje…

Justo en ese momento sonó el timbre. Gabriel suspiró, me besó en el cuello y fue a abrir. Desde la puerta, me llegó una voz, inconfundible:

–Como veis, respeto vuestro requerimiento de aislamiento. Por eso he llamado a la puerta, en lugar de aparecer sin más.

–Por supuesto. Adelante, Ulla –respondió Gabriel con evidente desgana.

Unos segundos después, estábamos los tres sentados en el sofá, contemplando los últimos jirones de la tormenta. Me levanté para apagar el reproductor de música. No tenía sentido malgastar un solo gramo de la magia que había creado Nina Simone. Ulla esperó a que se hubiera detenido la música para soltar la bomba:

–Bien, queridos, espero que hayáis descansado estos días. Fin de las vacaciones. Perséfone, niña, tu entrenamiento está a punto de comenzar. Mañana irás adonde te indique y esperarás a Luna.

–¿A quién? –quise saber.

Ulla repitió su nombre: Luna.

Gabriel me cogió la mano.

–Te acompañaré.

–No, Luna no aparecerá si te ve –contestó tajante Ulla–. Irá ella sola.

–Oh, muy bien, Ulla –dijo Gabriel, con una apenas perceptible elevación de tono en la primera sílaba que me dijo a mí, y solo a mí, todo lo contrario: «Iré contigo».

–¿Se sabe algo más del traidor?

Ulla negó con la cabeza, apesadumbrada. Si había un punto en el que coincidían todos era que la entrada masiva de occisos en este plano solo podía deberse a la labor secreta de una sombra, de un traidor, que les estaba facilitando el acceso, colaborando con Iskender. Una idea perversa y aterradora.

–No tenemos ninguna pista. Además, la incertidumbre está haciendo estragos entre los grupos mayoritarios de incorpóreos, todos sospechan de todos. La inquietud está dejando paso a la paranoia. He asistido ya a varios violentos enfrentamientos entre algunos que llevaban las últimas décadas instalados en la inactividad más complaciente. Nunca había vivido este estado de terror entre los nuestros. Se comportan como niños asustados ante la llegada del ogro.

–Ninguno de vosotros encajaría en el perfil del niño –susurré–, más bien en el del ogro.

Ulla me lanzó una mirada recriminatoria, pero no dijo nada.

–Tenemos otro problema más grave, en cualquier caso.

Ulla calló unos segundos antes de continuar:

–La certeza de que Mamá Blanca y su corte de monstruos se han unido a la causa de Iskender. No lo entiendo. Siempre hemos sido respetuosos con ellos, les hemos permitido la existencia con una única condición: que no se hicieran visibles a los ojos humanos. ¿Y así nos lo pagan? Cuando esto acabe, esa vieja albina perderá todos sus privilegios. Me encargaré yo personalmente de eliminarlos, uno a uno. Estoy furiosa con su traición.

–Pero –intervino Gabriel–, si la bruja blanca se atreve a enfrentarse a nosotros, sería un suicidio por su parte.

Ulla negó con un gesto cansado.

–No es eso. Te recuerdo que puede utilizar su magia negra contra la naturaleza humana de Perséfone.

Ah, claro, yo estoy viva. Ellos no. Genial.

–¿Y cómo podemos evitar eso?

–Poniéndote, querida, en manos de otro brujo, que te proteja. Hemos contactado con él. Por ahora no quiere tomar partido, aunque sé que no nos defraudará. Pero lo primero –dijo, dándose una palmada en sus rodillas y levantándose enérgicamente– es lo primero. Tu entrenamiento comenzará mañana. Eso rebajará la tensión.

Antes de salir por la puerta, como haría un ser humano, me informó:

–Al atardecer, en el Monasterio. Sé que Gabriel no te dejará sola, y acepto que te conduzca allí, pero luego tiene que desaparecer. De lo contrario, Luna no aparecerá. Adiós.

Tras la marcha de Ulla, el silencio se instaló de nuevo. Podíamos haber recuperado a Nina Simone, pero me sentí de pronto muy cansada. Había dejado de llover y el cielo parecía un damero desordenado de claros y oscuros. Gabriel se levantó y abrió la doble ventana. Un remolino de aire frío y olor a lluvia inundó el salón. Regresó con una manta y nos tapamos los dos, atornillados el uno al otro, adheridos, como pedía en su canción la Simone a alguien desconocido. Gabriel me abrazó con fuerza hasta que me dormí en sus brazos.

Al día siguiente, regresamos.

Condujimos hasta entrar en la provincia de Ávila. Dejamos el coche aparcado junto a los históricos Toros de Guisando e hicimos un trayecto a pie por una cañada, ascendiendo por la ladera de un monte entre arces, olmos, maleza baja. La subida fue áspera pero mereció la pena: tras un recodo, aparecieron dos viejos arcos de piedra, escondidos bajo hiedra salvaje, que flanqueaban una verja metálica de entrada. Más allá había una antigua casa de legos, rectangular, de una única planta, con un porche que se sostenía sobre carcomidas pilastras de madera. Gabriel rodeó la casa y bajó por una suave pendiente del terreno que conducía a un antiguo jardín, abandonado a la salvaje espesura de la naturaleza. En las cuatro esquinas de la antigua planta del jardín, unos setos de boj ocultaban unas viejísimas vasijas de piedra que debieron albergar bonitos árboles decorativos. Parecían pequeñas jorobas del terreno, ya de por sí salvaje. Frente a nosotros vi una cascada vegetal, en uno de cuyos extremos se podía adivinar la silueta de una pequeña puerta. Se trataba de un muro de dimensiones colosales, absolutamente devorado por plantas trepadoras. Diseminadas sin orden alguno, por aquí y por allá, delicadas columnas. A la derecha, un arco de piedra. A través de él se veía el horizonte.

Todo el conjunto de lo que había a la vista transmitía una belleza serena y cierta compasión por el tiempo pasado, por los ecos de otras risas, juegos y músicas que puede que una vez sonaran entre las columnas.

–Una mujer compró el monasterio y estas tierras hace más de un siglo, y lo convirtió en su casa-palacio –me informó Gabriel–. Pero tras un incendio, a finales de la década de los setenta, fue abandonado a su suerte. Esperaremos aquí a Luna y mañana te enseñaré el resto del lugar.

Sentados a los pies del arco, permanecimos en silencio por espacio de varios minutos, sobrecogidos por la majestuosidad de la belleza melancólica, frágil y decadente que nos rodeaba.

El sol comenzó a ocultarse tras el pico más elevado del horizonte. No había señales de movimiento alguno a nuestro alrededor. Sabía que Gabriel no me dejaría sola, pero si Ulla estaba en lo cierto, tal vez su presencia estaba alertando a Luna. Estaba considerando la opción de pedirle que se marchara, cuando una suave voz como un hilo de seda sonó a nuestras espaldas:

–¿Quiénes sois?

Nos levantamos a la vez para descubrir una extraña criatura, como surgida de una leyenda medieval, o más bien de un sueño. Era una figura menuda, de piel tan blanca que parecía de plata. También su pelo parecía metálico, cortado por debajo de las orejas, y sus ojos eran de un color extraño que, al principio, tomé por ámbar, pero con el transcurso de los días averigüé que eran realmente de color amarillo, oro. Llevaba un extraño vestido de mangas tan largas que ocultaban sus manos y lo arrastraba al caminar.

Se había detenido frente a nosotros y miraba fijamente a Gabriel.

–He dicho que quiénes sois.

–Nosotros… –comenzó a explicar un sorprendido Gabriel, pero aquella figura levantó una mano, alargada, y le interrumpió.

–A ella la conozco. Me refiero a vos.

–A ella ya la conoces –repitió Gabriel–. Bien, yo soy Gabriel.

La extraña figura inclinó suavemente la cabeza, asintiendo complacida a las palabras de Gabriel:

–Yo soy Kuu.

Estupendo, no era la persona que esperábamos. Decepcionada, miré a Gabriel, pero él se echó a reír.

–Kuu, claro –dijo. Se inclinó hacia mí y susurró–: Kuu es «luna» en finlandés. Te presento a tu entrenadora, Luna.

Kuu, o Luna, caminó despacio hacia nosotros y nos observó con detenimiento. De cerca era aún más increíble, muy hermosa, y parecía delicada como la mirada de un niño, porque había algo en su aspecto que sugería que se desvanecería si la tocaban. Por fin, Luna hizo una leve inclinación de cabeza hacia Gabriel y nos dio la espalda.

–Aquí es cuando me voy –me susurró Gabriel–. ¡Suerte!

Se abrió la brecha negra de sus ojos y desapareció por ella.

Luna había comenzado a bordear el edificio en dirección a la entrada, sin decir palabra, así que la seguí. Estaba oscureciendo rápidamente. Los ruidos del bosque, que con Gabriel a mi lado me habían parecido armónicos, ahora sonaban más fríos y amenazadores. Siguiendo a Luna, caminamos por un estrecho pasadizo que discurría entre el monasterio y un muro de piedra. Al final del muro surgía una senda escarpada que escalaba la ladera del monte, entre arbustos y piedras. Luna comenzó a subir por ella sin ninguna dificultad, pese a que era un camino de difícil paso y que la escasez de luz lo complicaba aún más. Tenía que agarrarme, tanteando, a las ramas y troncos de los árboles que tenía al alcance. Luna no se giró una sola vez para comprobar si la seguía, pero tampoco era necesario: mientras su escalada era absolutamente silenciosa, como si caminara en el aire, yo iba provocando una pequeña sinfonía de ruidos a mi paso.

Por fin, justo antes de que la noche hiciera invisible el camino, llegamos a la entrada de una cueva en una explanada de piedra, desde la que pude ver que estábamos a unos veinte metros por encima de la casa-palacio. Y que el muro descomunal junto al que habíamos pasado pertenecía a la imponente iglesia. Podría visitarlo al día siguiente.

Luna se sentó en la piedra llana y cruzó las piernas. Yo la imité, aunque no me dirigió ni una mirada. Ninguna rompió el silencio.

El cielo se ennegreció a una velocidad de vértigo. Pequeños racimos de luces diseminados a lo largo de la manta negra en que se había convertido la tierra mostraban las urbanizaciones y pueblos de la zona. Un pequeño cable serpenteante de luces allí abajo debía de ser la carretera. De vez en cuando, miraba de reojo a la extraña figura para comprobar que seguía sentada a mi lado. No se había movido. Apenas parpadeaba. Comencé a estrujarme las manos y tuve que cambiar de posición varias veces, porque las rodillas acusaban la inmovilidad. La noche era cálida y ahora silenciosa. Por encima de nuestras cabezas, un magnífico paisaje de estrellas inundó el cielo y me hizo recordar otras muchas noches, incluso de tiempos anteriores a Gabriel. Y entonces abrí un ancho sendero de recuerdos, de rostros y momentos pasados, por el que circulé sin prisa. Pensé en mi padre y María, regresando de China con Kumiko, si todo les había ido bien, y en mi pobre hermano muerto, en Mateo, al que no podrían abrazar como seguro que María estaba haciendo con Kumiko. Mis ojos se llenaron de lágrimas porque vi claramente la nuca de Mateo, como si pudiera alargar la mano y tocarlo. Lo vi en la cocina del Blue Bay, con un delantal del color de la nieve sucia que le había prestado el Cocinero. Max estaría en esos momentos tras la barra. Elisa cenando con su familia y Alberto. Y así, las vidas de todos aquellos que tuvieron relación conmigo alguna vez continuaban ondulándose y alejándose de mí.

Y mi nueva familia, la que me había adoptado, también estaría siguiendo unas rutinas en esos momentos. Huan estaría comprobando algo a través de la puerta de cristal de un horno, Noah estaría jugando en la biblioteca, Orlando… imposible saberlo. Orlando, que bien podría ser el hermano de Luna.

Me giré a mirarla y tuve que agarrarme a mis piernas para no caer de costado por la impresión. Porque, pese a que la oscuridad era de tal calibre que me impedía ver mis propias manos, a Luna se la podía ver porque brillaba. Refulgía en la oscuridad, como una de esas pegatinas a las que se adhiere la luz. Despedía una luminosidad blanquecina, algo metálica. Era inquietante.

No había cambiado su postura ni un centímetro, pero estaba segura de que llevábamos allí más de una hora. No me había llevado reloj. Pensé en preguntarle a Luna qué estábamos haciendo y cuánto tiempo más duraría aquella espera. No hizo falta.

Luna me miró de forma inexpresiva:

–Hemos acabado por hoy.

Se levantó suavemente. A mí me costó poner en marcha mis articulaciones, que me dolían como si estuvieran al rojo vivo.

–¿Qué has aprendido hoy? –quiso saber.

Su pregunta me desanimó por completo. No tenía ni idea de a qué podría referirse. Si me había dado algún tipo de lección sutil, esta se me había escapado. No sé qué esperaba de mí, pero ahora estaba segura de que la decepcionaría.

–¿Que no eres de mucha conversación?

Me miró como si acabara de descubrirme. Luego emitió un largo suspiro que me supo a derrota y desapareció. Como los trucos de los magos, se convirtió en una ligera nube, como un aliento que brilló en la oscuridad uno o dos segundos. En cuanto me quedé sola, la noche se llenó de ruidos amenazantes y de un súbito frío que no había sentido antes.

Migré.

3. Soy Amelia

Gabriel me estuvo esperando aquella primera noche de entrenamiento al borde de la ansiedad. En cuanto nos reunimos, me pidió que le diera todo lujo de detalles. Lo hice, pero ninguno de los dos supo entender las palabras de Luna. Gabriel estaba desorientado. No sabía qué esperar, me confesó, pero no eso. Le pregunté si sabía algo de este tipo de entrenamientos, pero me dijo que Luna era una leyenda entre ellos, una figura que no era incorpórea ni mortal, de origen desconocido. Que nunca antes la había visto y probablemente, de todos ellos, solo Ulla había tenido contacto con ella anteriormente. Que tal vez era la entrenadora oficial de la Reina Azul, fuera lo que fuera lo que aquello significaba.

La Reina Azul. Esas tres palabras que pesaban como una condena sin posibilidad de redención para ninguno de nosotros.

–Pero si no lo fuera, ¿estaríamos aquí juntos ahora mismo? –pensé en voz alta.

Gabriel surcaba con sus dedos la piel de mi brazo.

–Siempre.

–Quiero decir si nos habríamos conocido. Sabes que podría ser que no.

Sonrió.

–Bueno, supongo que en estos casos es más fácil echar mano del concepto clásico del destino, algo tipo «tú y yo estábamos destinados a encontrarnos, pequeña» –dijo, impostando la voz–. Pero eso es solo una excusa, una forma de escamotear tu propia responsabilidad…

–Vale, déjalo.

Y rompimos a reír. Más tarde, ya con las luces apagadas, le pregunté cuándo tendría que volver.

–Mañana. Al atardecer.

–Qué bien. Bueno, iré sola, no hace falta que me acompañes esta vez.

Y allí estuve, al atardecer, esperando bajo el arco abandonado el regreso de aquella figura enigmática. La noche cayó de golpe sin que Luna diera señales. Reinaba un silencio tan espeso como inhóspito y no me sentía cómoda. De pronto, un crujido a mi espalda rebotó en todos los recovecos del monasterio. Me levanté de un salto para ver, con la garganta seca y las manos frías, dos pequeños puntos rojos, casi a ras del suelo, entre los arbustos a unos metros de mí. Aquellos ojos me observaron unos instantes y luego desaparecieron, tras un rumor de hojarasca que se alejó colina arriba. Entonces descubrí a alguien bajando por el desnivel que conducía al jardín. Pero no era Luna. De hecho, la anciana que se acercaba era lo más opuesto a Luna que se podía esperar. Su cara era un conjunto de facciones que más que repulsivas eran hostiles, como si ninguna de sus partes quisiera realmente estar allí, reunidas en aquel rostro. Sus labios se curvaban tanto hacia abajo que sus comisuras casi rozaban la barbilla, en una mueca de perpetuo asco. Parecía hecha de cartón, áspero y feo, como esas cajas de embalaje abandonadas en la calle que la lluvia ha reblandecido y oscurecido. Aquella extraña figura vino hacia mí, con las manos cruzadas. Sus uñas eran grises y repulsivas. Caminaba arrastrando los pies, aplastando las pequeñas florecillas silvestres a su paso. Vestía con ropas holgadas, oscuras, sucias. Cuando estaba a menos de dos metros de mí, me di cuenta de que sus dos pequeños ojos estaban iluminados desde dentro por una brillante luz rojiza. Se me puso la piel de gallina.

–¿Tú eres Perséfone? –graznó. Su voz era tan desagradable como su aspecto.

Asentí.

–Estoy esperando a Luna…

Señaló con un dedo flaco hacia el cielo.

–¿Tú ves alguna luna hoy? ¿Eh? ¿Es que no sabes mirar hacia arriba? ¡Niñatos! ¡Hoy no hay luna!

Si no hubiera sido porque sabía mi nombre, hubiera pensado que era una chiflada.

–No tengo ni idea de si hoy hay luna o no, porque tampoco me fijé ayer. Lo que quería decir es que estoy esperando a una… persona que se llama Lu…

–Sí, sí, ya sé qué quieres decir –movió impaciente la mano–. No soy sorda, ¿sabes? Hoy te entrenaré yo. Me llamo Amelia.

¿Amelia? ¿Entrenarme ella?

–¿Por qué? ¿Es que Luna ya no va a continuar?

Me miró sin comprender. Luego frunció el ceño y se alejó de mí, musitando palabras. Antes de desaparecer por detrás del muro del monasterio me gritó que la siguiera. Dudé si hacerle caso o regresar y hablar con Ulla para ver qué había ocurrido con Luna, pero un nuevo graznido de aquel ser tan desagradable me enfadó y decidí arreglarlo yo sola.

Cuando giré tras la casa de legos, me cayó encima una lluvia de piedras. Me protegí la cara con los brazos y corrí a ocultarme tras el grueso tronco de un árbol. Cuando paró, me asomé para espiar. Sobre un promontorio bastante alto estaba esa mujer, con los brazos en jarras, mirándome. Sonreía y así era aún más espantosa.

–Menuda guerrera estás hecha. Voy a tener mucho trabajo contigo.

–¿Cómo has subido hasta ahí… en tan poco tiempo?

–¿Que cómo?

Súbitamente, se encorvó para coger impulso y saltó hasta el árbol que me servía de parapeto, un salto de no menos de diez metros. Se agarró ágilmente a la corteza del árbol con las manos y los pies –descubrí así que iba descalza y que sus pies tenían aspecto de garra animal–, y descendió por el tronco como un insecto. Cuando tocó suelo, se enderezó y me miró desafiante. Me señaló la frente. Me toqué justo donde más me dolía y comprobé que tenía un hilillo de sangre.

–Pero ¿qué haces? ¿Estás loca? –grité, enfurecida–. ¡Eso podía haber dolido!

Rompió a reír. Su aliento apestaba.

–¿Es que no te ha dolido? Entonces he fallado. La próxima acertaré y dolerá más. Tendrás que aprender que el dolor es parte de ti. Venga, camina, vamos a la cueva. Yo te sigo. A no ser que todos se hayan equivocado contigo y yo sea la única que te he juzgado bien.

¿Qué se había creído esa vieja loca? No iba a dejar que me pillara la próxima vez. Comencé a subir el escarpado camino que había tomado ayer tras Luna, pensando en hablar seriamente con Ulla cuando regresara. Entonces me pareció escuchar un sonido a mi espalda, una especie de pequeño crujido de piedra. De forma intuitiva, migré justo cuando notaba que algo me rozaba el hombro. Aparecí tras la mujer, que se giró sorprendida. Aún pude ver cómo el pedrusco, del tamaño de mi cabeza, se estrellaba contra el suelo en el sitio en que había estado un segundo atrás. Eso no eran pequeñas piedras. Mi paciencia se desvaneció.

–¡Se acabó! –grité–. ¡Menuda mierda de entrenamiento!

Para mi asombro, la mujercilla se acercó con actitud pacificadora, con las manos levantadas hacia mí.

–No, no, tienes que entenderlo. Necesitaba comprender cuáles eran tus aptitudes, eso era todo, te prometo que no te tiraré más cosas, pero tienes que confiar en mí. Estoy aquí por mandato de quien tú ya sabes –dijo, dulcificando un poco la voz; parecía convincente–, y mi misión es entrenarte. Con la otra aprenderás cosas que serán útiles, pero mi tarea es hacerte fuerte.

Me crucé de brazos, dándole otra oportunidad para que continuara:

–Entiéndelo: de tus manos van a depender muchas vidas. Y tú eres la mejor arma de las sombras. No hablo solo de velocidad, de fuerza, de poder, de resistencia. Eres la tercera Reina Azul que se enfrentará a Iskender. Esta vez no puede ganar él.

Se tapó la boca con ambas manos, los ojos abiertos. Pero era tarde, la había escuchado perfectamente. La agarré del brazo:

–¿Cómo que la tercera? ¿Qué estás diciendo? ¿Que ha habido otras dos batallas y ha ganado él?

La mujer retorció el brazo hasta que se zafó de mi mano y retrocedió unos pasos. Apretaba los labios con fuerza y negaba con la cabeza.

–¡Háblame! ¿Qué has querido decir con eso? –insistí.

–Bueno –confesó, bajando mucho la voz, como si pudieran escucharnos–, muy sencillo. Hubo otras dos antes que tú.

Tensé los hombros, impactada por esa noticia. ¿Iskender había vencido a dos reinas azules anteriores y nadie me lo había dicho? ¿Cuándo pensaban hacerlo? Miré alrededor, sin ver nada, imaginándome dos mujeres que habían fallado cuando ocuparon mi lugar. ¿Tan poderoso era? Y aquel nuevo giro de las cosas, ¿qué posibilidades me dejaba a mí?

La mujer se acercó más.

–Pero tú eres distinta –susurró, para insuflarme valor, supuse. Entonces alargó la mano huesuda y fea y me rozó el cabello–. Las otras dos eran rubias.

Ah, un gran cambio, sí. ¡Menuda idiotez! La miré con rabia.

–¿Alguna otra inutilidad? –le espeté.

La mujer se encogió de hombros.

–Sí, ya que insistes: ninguna de las otras dos se enfrentó jamás a mí como has hecho tú hoy.

Enarqué las cejas, con más asombro aún.

–Mañana a la misma hora –ordenó y dio media vuelta. Descendió por el bosque, sorteando los árboles, hasta que la perdí de vista.

Me quedé sola, rodeada por la naturaleza desbocada y mágica de aquel sitio, y por la noche, que había ido ocupando su posición lentamente. Efectivamente, no vi la luna por ningún sitio en el firmamento. Me encontraba demasiado abatida como para regresar con Gabriel, así que se me ocurrió ascender a la explanada de piedra del día anterior con Luna. Esta vez subí con menos dificultad. Me senté allí, contemplando la línea del horizonte, que aún podía distinguir. Y lo que vino a continuación pareció una coreografía de danza: primero un tropel de dudas, acerca de mi valía para la misión, seguido por nubarrones de oscuros presentimientos. Cerraba la marcha el miedo a perder a Gabriel, o a perderlo todo. Luego me mantuve en el nivel más bajo de autoconfianza unos instantes más, para después comenzar a salir del pozo negro, cogiendo impulso para subir a la superficie a respirar aire limpio otra vez. Así, fueron reapareciendo en fila india mi amor por él, el convencimiento de que todavía tenía por descubrir muchas más facultades, y de que todas ellas me convertían por derecho propio en la Reina Azul. Más aún: en la Reina Azul que derrotaría a Iskender. Me daba igual lo de las otras dos. Si Iskender seguía vivo, era evidente que las otras dos habían fallado. Yo lo lograría. Aprendería cuantas lecciones quisieran darme Luna y Amelia y, cuando llegara el momento, me enfrentaría a ese occiso o lo que viniera detrás.

Liberada de mis angustias, y más fuerte que cuando había llegado, regresé junto a Gabriel. Se lo conté todo, pero no sabía prácticamente nada de las otras dos. Que había oído que existieron, pero no sabía nada, nadie recordaba nada, se desvanecieron en la bruma de los tiempos. Así de fácil. Decidí que ya investigaría más sobre ese punto.

Al día siguiente, fue Amelia quien me recibió de nuevo en el monasterio. Bastante menos antipática que la jornada anterior, me explicó que mi entrenamiento con ella consistiría en fortalecer mis habilidades y en descubrir otras nuevas. Le pregunté si me enseñaría el manejo de armas, pero respondió que no eran de mucha utilidad contra los occisos. Tenía razón. Pero eso sí: necesitaba mejorar mi resistencia física.

Había limpiado de maleza una de las vasijas de piedra del patio de las columnas. Desnuda, al descubierto, y pese a su deterioro, seguía siendo un ornamento precioso. Estaba colocada sobre un pedestal tan gastado por la intemperie, que las esquinas aparecían redondeadas. Amelia y yo nos situamos a unos veinte metros de distancia de la vasija. Ella cogió varias piedrecitas del suelo y me las pasó.

–Destrúyela con esto.

Miré las piedras en la palma de mi mano. La mayor tenía el tamaño de una nuez.

–¿Cómo? Aunque lograra darle, son tan pequeñas que no le harían ni un rasguño.

Amelia resopló.

–¡Está bien! Comencemos por el principio: dale.

Eso sí podía hacerlo. Me preparé y tiré la primera piedra, que pasó un metro por encima. Lo intenté de nuevo. Fallé. De hecho, erré con todas las piedras. Amelia me miraba en silencio.

–Estaba segura de que le daría.

–¿Sabes por qué estás fallando?

–¿Porque no tengo puntería?

Me cogió del brazo y me acercó a la vasija. Ahora la distancia era solamente de unos pasos.

–Prueba –me dijo.

–A esta distancia es imposible fallar.

–¡Hazlo! –gritó.

–¡Oye! ¡Vamos a tener que trabajar tus modales! –me revolví.

Ella levantó las manos y me pidió perdón con un gesto. Luego me señaló la vasija. Levanté la mano y tiré suavemente la piedrecita. Para mi sorpresa, mi proyectil se desvió de su trayectoria, como si hubiera dado con un escudo invisible.

–¿Lo entiendes ahora? –me dijo la mujer–. Olvídate de lanzar la piedra con la mano y hazlo con tu mente. Si yo no quiero, no le darás nunca.

–¡No sé mover objetos con la mente!

–Bueno, te he visto desplazarte en el espacio de una forma poco natural. Si eres capaz de hacer una migración, sabrás hacer eso. Concéntrate.

Lo intenté algunas veces más, pero el resultado era idéntico. Sin decir nada, Amelia se alejó de la vasija, recogió una piedrecita diminuta y la lanzó sin hacer esfuerzo. La piedrecita voló con rapidez y se estrelló contra la vasija, reventándola en mil pedazos que salieron por los aires. Cuando la lluvia de fragmentos cesó, bajé los brazos y la miré atónita. La mujer se acercó a mí.

–Todas esas facultades residen en la frontera entre este mundo y el otro, tú solo tienes que arrancarlas de su regazo, como si metieras la mano en un estanque para coger una piedra del fondo. ¿Lo entiendes? Eres el barquero, mete la mano en el río y recoge su agua.

Para ratificar sus palabras, levantó los brazos y el aire comenzó a moverse en círculos a nuestro alrededor, cada vez más furiosamente, doblando los troncos de los árboles y creando un remolino colérico de hojarasca, polvo y ramas quebradas que nos envolvía. Lentamente bajó los brazos y la tormenta se deshizo. Durante unos instantes, ningún animal o insecto, ni siquiera la más pequeña de las hojas, se atrevió a romper el silencio. Al poco, los grillos comenzaron de nuevo a cantar.

Aquello me hizo recordar a Rebeca, la bruja retorcida, el monstruo que intentó ser mi amiga y que estuvo a punto de ocasionar la muerte de Elisa.

–¿Eres una bruja?

Se echó a reír.

–¿Bruja? ¡Bah! ¡Qué sabrán ellas! Deberían comer de tu mano.Tú eres mucho más poderosa. ¡Apréndetelo de una vez!

Se agachó para coger más piedrecitas que volvió a colocar en la palma de mi mano.

–Comencemos de nuevo. Destruye el siguiente jarrón.

Busqué otro de los promontorios de vegetación salvaje, bajo el cual imaginé que se encontraba otra vasija abandonada. Sopesando una de las piedrecitas en la mano, me concentré. Cerré los ojos.

Pensé en Pandemónium. No quería hacer una migración, solo quería ver la ciudad de los muertos, recordar su tacto, su color, trasladarme allí en un plano puramente mental, que no me hiciera abandonar este mundo, buscar esa frontera de la que había hablado Amelia. Y en lo más profundo de mi alma se abrió una luz ambarina que no podía ser otra cosa que Pandemónium. Vi de nuevo el río Styx, el que cruzaba en la mitología el barquero Caronte para llevar a las almas al reino de los muertos, y supe que el río, alejado de las murallas de la ciudad, era territorio de La Araña. Podía sentir su presencia, helando mi piel, síntoma de que no había abandonado aún mi corporeidad, aunque estaba al borde de hacerlo. Era como si me estuviera inclinando tanto para ver mi reflejo en la superficie de un lago que, de un momento a otro, pudiera caer, pero continué hasta que extendí la mano en mis recuerdos para reclamar lo que me pertenecía por derecho, esa fuente inagotable de deberes y responsabilidades que aparejaba mi condición de, ¿cómo lo llamó aquella vez la bruja?, ¿híbrido?...

Abrí los ojos y la piedra salió despedida desde mi mano hacia el promontorio. Como si hubiera sido un proyectil de fuego del infierno, nada más tocar el bulto vegetal, este explotó por los aires, un amasijo de piedras y hojas ardiendo que voló en todas las direcciones. Lo mejor de todo fue que no hubo sonido alguno. En Pandemónium no existía el sonido.

Luego tuve que hacer un esfuerzo para distanciarme de la frontera entre ambos mundos. Cuando lo conseguí, me senté, mareada y exhausta.

Amelia sonrió.

–Bien hecho. Mañana te veré de nuevo.

–Espera, antes quería preguntarte por eso que dijiste ayer sobre las otras dos reinas azules, quiero saber más...

–No hablaré contigo de eso.

–Pero…

–¡No! –zanjó la discusión–. Mañana seguiremos.

Me crucé de brazos.

–Entonces me tomo el día libre.

–Pero…

–Que descanses.

La dejé con la palabra en la boca y desaparecí.

4. Apariciones y desapariciones

–¿Os habéis enterado? Lyuba ha desaparecido.

Gabriel y yo nos giramos hacia Nui. Se había sentado en el único sitio libre del banco, entre una anciana que tiraba migas de pan a las palomas y yo.

–¿Qué quieres decir?

–Dicen que está retenida, pero no saben dónde. Ni aquí ni… –miró por encima de su hombro a la mujer y bajó su tono de voz– en Pandemónium. Ha desaparecido, simplemente.

–¿Creéis que Iskender ha tenido algo que ver? –quise saber.

Gabriel cerró los ojos por un instante.

–Podría ser… ¿Su cuerpo tampoco aparece?

–No. Ni ella ni su cuerpo. Es muy raro.

Los tres nos quedamos en silencio, contemplando el ajetreo del paseo en Central Park. Estábamos sentados frente al lago Belvedere.Tras él se alzaba, como de cartón piedra, el castillo Belvedere, escenario de tantas películas. Una pequeña ardilla rodeó nuestras piernas, cruzó el paseo y trepó por un chopo hasta desaparecer de nuestra vista.

–Recuerdo la última vez que devoró una de esas –dijo Nui–. Estoy preocupado por esa pequeña. Deberíamos hablar con Ulla.

–Sí.

La anciana, de la que nos habíamos olvidado por completo, se levantó del banco apresuradamente, sin dejar de mirarnos de reojo, y se alejó a toda prisa, paseo abajo. Nui se encogió de hombros y los tres nos levantamos para ir al refugio de Ulla.

Ulla, seguida por la corte principal de los incorpóreos, se había alojado en el castillo de Thornbury, al oeste de Inglaterra. Rodeado de prados, la enorme mole granítica del siglo dieciséis brillaba en todo su esplendor. En ese ambiente, recién desempolvado del paso de los siglos, la gran matriarca de los incorpóreos, como la llamaba privadamente, se movía a sus anchas. Tal vez entre los muros de piedra y hiedra del viejo castillo encontraba ecos de su niñez.

–Mañana –me prometió Gabriel– te llevaré a ese campanario de ahí, el de la iglesia de Saint Mary the Virgin, para que disfrutes de una perspectiva distinta del castillo. Incluso si llueve, te gustará. Hay días en los que la niebla se posa directamente en el suelo y solo se ven del castillo sus chimeneas.

La explanada frente a la fachada principal del castillo estaba llena de vehículos, más o menos lujosos. Tras la puerta de roble macizo, entramos en una sala repleta de armaduras y viejísimos tapices y alfombras. El edecán de Ulla nos recibió y nos guió al salón de lectura. Allí, apoyados en las paredes forradas de paneles de madera, pequeños círculos de incorpóreos discutían los últimos movimientos de Iskender. En cuanto Ulla nos vio entrar, se dirigió hacia nosotros:

–Bueno, bueno, ¿qué tal ese entrenamiento? –sus palabras atrajeron la atención de todos los presentes.

–Muy lento, creo. Vamos a necesitar muchísimos meses. No sé si estaré lista a tiempo para la batalla.

Vi de reojo cómo Nui y Gabriel esbozaban una sonrisa, pero me divirtió mucho más ver el revuelo que provoqué. Muchos se removieron incómodos y crearon nuevos conciliábulos para, estaba segura, comentar el estado de preparación de la híbrido. La única que siguió mirándome fijamente fue Ulla. Era obvio que esperaba una aclaración por mi parte. No me hice de rogar:

–Sí, sí, era una broma estúpida. Pero no me hablaste de Amelia.

Asintió lentamente, repitiendo con los labios el nombre que acababa de pronunciar.

–Tiene esa mirada tan inquietante… –dijo más para sí misma que para los que la escuchábamos–. Venid conmigo –y abrió una doble puerta de cristal que conducía al jardín trasero del castillo.

Allí había dos o tres mesas blancas de hierro forjado, desperdigadas sobre el césped. Ulla se dirigió a la más alejada. Las ventanas de arcos ojivales de la sala de lecturas daban al jardín y por ellas se asomaron varios rostros inquietos, sin perdernos de vista.

Dorian, el incorpóreo que aún vestía como si continuara en la época de Oscar Wilde y cuyo espantoso pasatiempo consistía en coleccionar los últimos recuerdos de los vivos, ocupaba una de las mesas junto a la que pasamos y, en cuanto me vio, se levantó. Ya me había engañado al principio de conocerle, cuando me pidió que le cogiera las manos y lo que hizo fue comunicarme, a través del contacto, el último segundo de vida de un chico que saltó del balcón de su habitación de hotel. Desde entonces, me daba escalofríos solo verle y lo evitaba como podía.

–Querida –dijo de manera untuosa–, creo que debería enseñarte algo.

–Ahora no, Dorian –interrumpió Ulla–. Más tarde.

–Pero…

–A la hora de cenar te buscaré –le aseguré–, pero te advierto: si se trata de otro de esos recuerdos miserables y asquerosos que guardas, te lo puedes quedar para ti solito.

Se detuvo en seco, con una extraña luz en sus ojos.

–Es que creo que este sí deberías realmente…

Levanté una mano.

–No.

–Escucha, yo…

Lo dejé con el resto de la frase colgando de sus labios de una manera poco elegante y me reuní con Gabriel y Ulla. Al sentarme, descubrí que Dorian se había marchado. No lo buscaría, no quería tener otra experiencia desagradable, de chicos suicidas o cosas parecidas.

En aquella parte del jardín solo se escuchaba el viento removiendo las copas de los árboles.

–Se acerca tormenta –anunció Ulla. Los tres volvimos el rostro al cielo, que se había encapotado. Ahora era de color gris cemento. Y el aire olía a lluvia. Pero no teníamos prisa ninguno de los tres por guarecernos. Esperamos tranquilamente a que Ulla hablase:

–Por cierto, sabíamos que las brujas despechadas harían de las suyas. Ya lo hemos averiguado.

Cuando Ulla supo que Rebeca y Berenice se habían aliado con Iskender e intentado acabar con mi vida, las castigó. Prohibió a las vampiras venderles su piel muerta. Sin ese ingrediente, las brujas no podían comerciar ni fabricar lo que fuera que las mantenía inhumanamente jóvenes a través de los años. Gabriel me confesó después que estaba seguro de que se vengarían de las sombras… y de mí.

Ulla aguantó la respuesta unos instantes. ¡Cómo le gustaba crear tensión dramática a esta mujer!

–La sirena de Mamá Blanca. La asesinaron. Estamos seguros de que fueron ellas, en represalia contra todos nosotros.

Pegué un bote en la silla. Me sentí como si alguien me hubiera tirado un cubo de agua helada por la espalda.

–¡No! ¡NO! Pero ¿por qué?, ¿por qué ella? ¿Qué les había hecho la sirena?

Miré a Gabriel angustiada. No era justo.

–No sabía que la conocieras –comentó Ulla.

–Sí. La escuché cantar una vez. El canto más hermoso que he oído en mi vida. Luego me dijo que tenía cosas que contarme. Me confundía con la Perséfone mitológica.

–Pues nunca sabremos qué era aquello.

–¿Y cómo… la mataron? –temblaba cuando lo pregunté.

–De una forma miserable. La dejaron secarse hasta morir en un bosque de encinas. La encontró un hombre. Hemos tenido que mover muchos hilos para que se borrara todo lo sucedido.

Sentí que alguien había apagado una luz en mi interior y me había dejado a oscuras, perdida ya toda esperanza. Pobre sirena. Recordé cómo su canto mágico había derribado todas las fronteras de mi conciencia para establecer una delicada y fugaz conexión con ella. ¡Maldita Rebeca! ¡La estrangularía!

–Bueno –dijo Ulla, cambiando de postura y dando a entender que zanjaba el tema de la sirena–. Quiero que me cuentes todo de Luna y Amelia. No es mi intención apremiarte, pero es necesario que comprendas la magnitud de todo lo que te rodea últimamente.

Oh, vaya, no estaba de humor para aguantar otra charla sobre mi papel y, en lugar de responder, le pregunté directamente por Lyuba. Ulla no puso objeciones al cambio de tema y, para nuestra sorpresa, sí tenía más información.

–La Sociedad.

Gabriel enarcó las cejas con sorpresa. Sin embargo, yo no había escuchado ese nombre anteriormente.

–Sí, la Sociedad –repitió–. Es lo que me ha asegurado Lyuba.

–Así que la habéis visto –dije.

Ulla asintió con gravedad.

–Sí, pero hemos preferido no hacerlo público. Ellos tienen el cuerpo de Lyuba retenido en algún sitio.

–¿Retenido? No entiendo, se supone que vuestro cuerpo físico os sigue cuando migráis…, ¿no?

–En este caso no ha sido así. La hirieron gravemente y, en consecuencia, se encuentra ahora mismo en la frontera entre ambos mundos.

–¿Como una especie de limbo?

–Más o menos.

–¿Y cómo sabéis que ha sido la Sociedad? –inquirió Gabriel.

–Porque ha visto la entrada del Espejo de Almas.

–En tal caso no hay duda de que se trata de ellos. La Sociedad –me informó Gabriel– es un grupo de humanos que nos sigue la pista desde hace muchas generaciones. Se van sucediendo unos a otros, convencidos como están de nuestra existencia. De vez en cuando merodean cerca y nos ocasionan leves molestias, pero es la primera vez que se aproximan tanto.

–¿Y por qué simplemente no vais a recuperar vosotros el cuerpo de Lyuba? ¿O lo hace ella misma?

–Porque no es el momento. Tenemos que concentrarnos en Iskender. No quiero perder tiempo y efectivos buscándolo. Y Lyuba no puede acercarse si tienen el Espejo de Almas.

–Supongo que ese espejo no es buena señal, ¿me equivoco?

Ambos negaron con la cabeza.

–Es un arma muy antigua. Algo capaz de atrapar a una sombra o a un occiso. Con el Espejo de Almas podrían capturarla si intentara habitar su cuerpo de nuevo. Ellos simplemente estarán esperando a que se acerque.

–Lyuba o cualquiera de nosotros, supongo –dijo Gabriel.

–Exacto. Por ese motivo, y porque no es el momento de enmendar los errores de esa niña traviesa, Lyuba tendrá que esperar. Tenemos peores problemas ahora mismo.

Una bandada de aves voló por encima del castillo. Nos habíamos quedado solos en el jardín. Un animal removió unos setos cercanos. No pude verlo, pero aposté a que nos había estado vigilando. Se trataría solo de un animalillo…

–Gabriel –dijo Ulla–, necesito que prestes tu ayuda en un asunto trascendental mientras Perséfone continúa con su entrenamiento. Solo puedo pedírtelo a ti, no confío en nadie más.

Volví a escuchar el roce de hojarasca tras el arbusto. Ulla también se había percatado y bajó la voz a un susurro apenas perceptible:

–Es imprescindible que desenmascaremos al traidor que está facilitando la entrada de occisos en este plano.

–¿Hay alguna pista?

La mujer negó con la cabeza y suspiró pesadamente.