Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Lucía es una niña muy imaginativa que siempre se mete en problemas. Después de inundar «accidentalmente» su casa, sus padres la envían a pasar unos días con su excéntrica tía abuela Ágatha, en una casa oscura y destartalada. ¡Qué fastidio! Desde el primer momento, Lucía percibe que algo extraño sucede en esa casa. Las cortinas se cierran solas y tres gatos sospechosos la acechan a todas horas. Pero ella está decidida a descubrir la verdad. Con la ayuda de su amigo inseparable, Luis, se embarca en una emocionante y divertida aventura para resolver los misterios que la rodean. Sin embargo, ¿estará preparada para lo que está por venir?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 216
Veröffentlichungsjahr: 2024
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
CRÉDITOS
© del texto: Lola Llatas
© de las ilustraciones: Beatriz Castro
© de la cubierta: Beatriz Castro
© de la corrección: Milena Hidalgo
Pyjama Books, SL. 2024
Avenida de Menéndez Pelayo, 67
28009 Madrid, España.
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-84-19135-45-2
THEMA: YFB
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de los titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
www.pijamabooks.com
SINOPSIS
Lucía es una niña muy imaginativa que siempre se mete en problemas. Después de inundar «accidentalmente» su casa, sus padres la envían a pasar unos días con su excéntrica tía abuela Ágatha, en una casa oscura y destartalada. ¡Qué fastidio!
Desde el primer momento, Lucía percibe que algo extraño sucede en esa casa. Las cortinas se cierran solas y tres gatos sospechosos la acechan a todas horas. Pero ella está decidida a descubrir la verdad. Con la ayuda de su amigo inseparable, Luis, se embarca en una emocionante y divertida aventura para resolver los misterios que la rodean. Sin embargo, ¿estará preparada para lo que está por venir?
Para Carlos, Pablo y Deniz,
por muchas aventuras más
(for all the adventures ahead)
CAPÍTULO 1
LA TÍA ÁGATA
No me quería bajar del coche. Tú tampoco te hubieras querido bajar si fueras yo. La casa de dos plantas, que me esperaba al otro lado de la ventanilla, era vieja y estaba un poco destartalada. ¿Y si se derrumbaba en el preciso instante en el que me colaba dentro?
Contrastaba con los edificios de alrededor que, aunque no es que fueran modernos ni nada por el estilo, parecían último modelo comparados con ella.
Tenía la puerta de madera descolorida y las persianas de la primera planta estaban dobladas y medio rotas. La rodeaban hierbajos largos y amarillos. Podría haber un tigre escondido entre la maleza y ni se le vería. O una boa. O un elefante. Sonaban grillos por todas partes. Era como si se estuviera celebrando una convención anual de grillos cantores en ese jardín.
A los dos lados de la puerta había ventanas alargadas a ras de suelo como las que salen en las películas de gente secuestrada en sótanos y, tal y como las de las pelis, estaban tapiadas con maderas.
Era una casa que te ponía los pelillos de la nuca de punta.
—Mamá —me atreví a decir—, creo que esto no es una buena idea.
Mi madre me lanzó una mirada asesina desde el sitio del conductor y yo me quedé callada. Mis dos hermanos, sentados a mi lado, ocultaron una risita de esas que sueltan cada vez que quieren chincharme. Hacen algo así como ji, ji, joo, ji, ji, joo.
—Lucía —me dijo mamá, porque Lucía soy yo—, eso tenías que haberlo pensado antes de inundar la casa entera y obligarnos a desalojarla.
Otra vez con lo mismo.
Tomé aire y volví a mirar hacia la construcción destartalada que tenía frente a mí. Las cortinas de las ventanas eran de esas gordas color marrón que dejaron de coserse hace treinta mil años. La antena de la tele estaba rota y caía por un lado de la fachada.
—Si es que no creo que tenga internet —susurré.
Mis hermanos, que como son gemelos lo hacen todo a la vez, volvieron a reírse. Ji, ji, joo, ji, ji, joo.
¿En serio pretendían que viviera en ese lugar?
Suspiré. Comprendí que nada de lo que dijera iba a poder salvarme de pasar los próximos cuatro días en casa de tía Ágata.
Era injusto. ¡Fue un despiste! ¿Quién no se ha despistado alguna vez? ¿Quién no se ha olvidado de algo? A veces resulta hasta gracioso, una anécdota que contar en los días de lluvia. Lo malo es que lo que olvidé fue cerrar el grifo de la bañera.
Me lo dejé abierto.
Muy abierto.
Lo más abierto que te puedas imaginar.
En mi defensa diré que fue un poco por culpa de Luis, mi vecino, porque me mandó un mensaje para que me pasara a su casa a ver unos vídeos chulísimos, y me desconcentró.
Le hubiera pasado a cualquiera.
Luis vive en mi mismo rellano, va a mi clase y es mi mejor amigo. Y si tu mejor amigo te dice que hay unos vídeos que no te puedes perder porque ya los ha visto toda la clase y a ti casi no te quedan datos, pues dejas lo que estés haciendo y vas.
Los vídeos no defraudaron, y después la madre de Luis me invitó a probar un poco de bizcocho, y después escuchamos unas canciones y nos pusimos a comer pipas y... El caso es que nos dimos cuenta de que algo raro pasaba cuando el agua ya corría libre por el edificio y se metía hasta el salón de mi amigo por debajo de la puerta.
En veinte minutos se nos inundó la casa, vinieron los bomberos, acudieron mis padres y el matrimonio extranjero que vive abajo me puso en su lista negra de enemigos mortales.
Y por eso, allí estaba, sentada en la parte trasera del coche y mirando por la ventana, sin atreverme a abrir la puerta. Según los del seguro harían falta cuatro días para secarlo todo y reparar los desperfectos, que podían contarse en decenas. Durante ese tiempo mis padres, mis hermanos y yo tendríamos que repartirnos con familiares y a mí, que me dejaron elegir la última, me tocó pasar los últimos días de las vacaciones de Pascua con tía Ágata.
Sí, tía Ágata, la misma tía Ágata a la que solo veo en Navidad y en casa de los abuelos. Era muy anciana y casi no ve ni torta. Mis hermanos mayores dicen que tiene ciento cincuenta y dos años.
—Baja del coche que la tía te estará esperando —ordenó mi madre. Y abrió su puerta para acompañarme.
Yo obedecí. Bajé del coche y caminé lentamente alejándome del vehículo. Miré hacia atrás, hacia la ventanilla. Mis hermanos me sacaban la lengua. A los gemelos les había tocado estar en casa de los abuelos que tenía minigolf y piscina comunitaria y, con el buen tiempo que estaba haciendo, se podrían hasta bañar.
No era justo.
Nos acercamos mi madre y yo hasta la puerta. Ella me iba diciendo cosas como: «No olvides ayudar en todo lo que puedas, ya verás qué bien lo pasas, te va a venir genial pasar tiempo con la tía, es muy viejecita, no ve muy bien, le echas una mano y aprendes responsabilidad... », pero cuando la puerta se abrió en un chirrido y tía Ágata salió a recibirnos, hasta mi madre dio un saltito y arrugó la nariz. De la casa salía un olor a húmedo que tiraba para atrás.
Y a gato.
Y a cosas que no podríamos explicar. Cosas que yo no había olido antes jamás.
Me agarré a la mano de mi madre. La cara de mi tía, sonriente, apareció por la ranura que había abierta. Llevaba un moño alto y un vestido azul con flores blancas puesto del revés, con las costuras por fuera.
—¿Es usted el cartero? —nos preguntó.
Lancé una mirada suplicante a mi madre, pero ella no me miró. Mi madre tiene los nervios de acero y es un témpano de hielo cuando quiere. Y quiere muchas veces.
—Tía, somos nosotras —explicó mi madre—. Le traigo a Lucía para que la ayude en todo. Ya lo hablamos. ¿No se acuerda?
La anciana miró en nuestra dirección muy fijamente y arrugó los labios, como si estuviera haciendo un esfuerzo enorme por reconocernos. Y entonces sonrió. Una sonrisa enorme que le desplazó las arrugas de la cara para atrás.
—¡No os había conocido! ¡Qué tontería! Claro que sí. Qué grande y qué guapa estás, Lucía —me dijo la tía. Llevaba unas gafas tan gordas que los ojos se le veían pequeñitos, como si estuvieran a kilómetros de distancia. Está encorvada y es delgada.
—Tía, qué bien se le ve —dijo mi madre, aliviada.
La anciana se volvió hacia la voz de mi madre y movió los ojitos para buscar su cara. Madre mía, estaba cegata del todo.
—Es que estoy divinamente —explicó—, y me va a encantar pasar más tiempo con esta señorita tan guapa de aquí. Lo vamos a pasar muy bien, ¿verdad, Lucía?
Yo lancé otra mirada de socorro a mi madre antes de contestar, porque la tía Ágata no me estaba mirando a mí, sino a la bolsa en la que había traído mi ropa. Mi madre me lanzó una mirada dulce y después volvió a ponerse seria para demostrarme lo enfadada que estaba.
—Pues yo me voy, tía —dijo—. Lucía se va a portar muy bien. Puede pedirle lo que sea porque lo va a hacer gustosísima. A su disposición. Y si le hiciera falta alguna cosa, llame. Germán y yo estaremos en un hotel y los chicos con los abuelos.
Yo me volví hacia la tía de nuevo y hacia la casa y, cuando me fijé en la oscuridad que se abría tras el cuerpo enclenque de la anciana, me pareció ver una sombra enorme que pasaba de un lado al otro de la habitación del fondo.
Di un respingo. ¿Había visto lo que había visto? Mi madre me dio un codazo para que contestara a mi tía y yo volví a fijarme en la anciana.
—Claro que sí —dije. Y entonces pregunté—:. Esto... ¿Hay alguien más dentro?
Mi tía rio.
—Solo mis gatitos. Son tan lindos que seguro que te enamorarás de ellos y no te querrás marchar.
Eso dijo con su voz de amable ancianita y su vestido al revés, con la etiqueta cien por cien poliéster que no se puede planchar asomando por fuera, pero lo que había visto no podía tratarse de un gatito, no. Había algo grande ahí dentro, con brazos y garras, y me había congelado el corazón.
CAPÍTULO 2
MI VIEJA NUEVA CASA
Vi alejarse el coche de mi madre desde la puerta de la casa, sin atreverme a entrar. Mis hermanos, con las caras aplastadas contra el cristal de la ventanilla, terminaban de pitorrearse de mi situación.
—Tenía muchas ganas de que vinieras —dijo mi anciana tía.
Y a mí se me congeló el pescuezo porque no me acordaba de que seguía ahí. Las caras de mis hermanos son muy absorbentes.
Se abrió la puerta del todo y chirrió de nuevo, como en las películas de suspense. Estaba claro que tendría que entrar, así que mejor hacerse a la idea por mucho que doliera, escociera y pinchara.
—Gracias, tía —balbuceé.
Ella me indicó que la siguiera y yo agarré la bolsa, pero mis pies no querían moverse del sitio. Tuve que hacer un gran esfuerzo para levantar cada talón del suelo y, cuando al fin logré atravesar el umbral y cerrar la puerta tras de mí, sentí un poco de claustrofobia.
Estaba todo demasiado oscuro.
—Por aquí, nena —me dijo la tía.
Frente a mí se abría un recibidor estrecho. La madera del suelo crujía y había una alfombra con los bordes descosidos. Había un mueble y, sobre él, las llaves y unas cuantas fotos de gente que yo no conocía de nada. Sí, espera, en una de ellas estaban los abuelos. Había un jarrón de esos altos para guardar los paraguas, pero dentro había un bastón, una escoba y un rastrillo para las plantas.
Continué caminando. Me topé con unas escaleras que subían al piso de arriba, que estaba todavía más oscuro que el de abajo, pero por suerte mi tía había pasado de largo y caminaba lenta por el corredor. La madera del suelo era testigo de sus pasos.
Al fondo había lo que parecía ser un salón y las cortinas estaban echadas. Daban calor solo de verlas. Por ahí es por donde me había parecido ver a la sombra enorme cruzar desde una parte de la habitación a la otra. Por eso aceleré el paso y seguí a mi tía, que se había desviado a la derecha, hacia la cocina.
—Ya estoy por aquí —dije al llegar.
Pero lo que vi en la cocina también me dejó paralizada. Iba de mal en peor.
Ante mí se abría una estancia enorme y llena hasta arriba de trastos. Estaba en la más absoluta penumbra y casi no se veía nada.
—¿Podríamos dar algo de luz? —pregunté, con voz temblorosa—. ¿O abrir la ventana para ver si, de paso, entra oxígeno para que podamos respirar?
Mi tía se rio, inocente y dulce. Vi moverse su silueta pequeña y enclenque hasta descorrer las cortinas de la ventana.
¡Menos mal!
—Perdona, nena —me dijo—. Ya decía que lo veía todo oscuro. Si es que me paso el día descorriendo cortinas y prendiendo luces. Es como si se apagaran solas. Soy un despiste. Mira que yo pensaba que las tenía abiertas, claro que sí. Pero no te preocupes, que podemos dar la luz también.
Mi tía pulsó el interruptor y del foco del techo salió un resplandor tan potente que parecía que estábamos dentro de una nave espacial. Fue como un oasis después de tanta penumbra, y respiré hondo.
Mi tía estaba agachada haciendo algo en el horno.
—Un segundito —me dijo.
Y yo, mientras, observé lo que tenía a mi alrededor. Me llevé las manos a la cabeza. Había una mesa central con un mantel con fresitas bordadas. Estaba plastificado. Sobre él descansaba un frutero. Entre un par de plátanos y naranjas había un monedero y el mando a distancia de la tele.
—Espero que te guste —dijo mi tía, alzándose de repente.
Y la vi portando la bandeja humeante de un bizcocho. Se acercó a la mesa y aparté el frutero para hacerle sitio.
—De chocolate —recalcó, satisfecha.
Tenía buena pinta y no me haría mal tomar un trozo. Mi tía abrió el cajón de los cubiertos y, cuando miré de refilón, vi que había un alicate junto a las cucharas y una llave inglesa con los tenedores.
Charla con Luis
Me llamo Luis y tengo diez años, casi once.
Soy el vecino de enfrente de Lucía y, bueno, sé que quieres saber algo más de ella y he pensado que lo mejor es que sea yo el que te la presente, que para eso soy su mejor amigo y nos conocemos desde que éramos bebés.
Has hecho muy bien en recurrir a mí. Sus hermanos mayores, los gemelos Jacinto y Julio, son un poco bordes.
Yo, que soy muy objetivo, te diré que Lucía es la mejor amiga del mundo, y la mejor persona, y la más divertida. También que tiene mucha imaginación.
¿Dice mentiras? Si preguntas a los de clase puede que te digan que no se cansa de soltarlas, pero yo creo que la gente es muy exagerada.
Aunque hay excepciones, claro. A veces se le escapa, supongo que sin querer, alguna trola inocente. Como cuando dijo que un hombre lobo se había colado en su casa en plena noche y había despedazado su trabajo de Ciencias. O cuando aseguró que había una momia viviendo en el parque, junto a los setos.
Ella es así.
Y un poco despistada, la verdad. Por eso, cuando vimos el agua pasar por debajo de nuestra puerta ayer, tanto mi madre como yo supimos que Lucía tenía algo que ver en el asunto. Y por eso ella se puso roja como un tomate y aguantó la respiración. Como cuando rompió la tele de su casa o descolgó la puerta de la vitrina. O como cuando quemó el horno.
Menuda se armó. Cuando abrimos la puerta, el agua bajaba como una cascada por el rellano. Los vecinos de abajo, que son ingleses o algo así, estaban chillando y alguien se había quedado atrapado en el ascensor. Mamá fue la que corrió hasta casa de Lucía, abrió la puerta y se empapó con una ola de agua que le venía por la cintura. Después avanzó como pudo hasta el baño para cerrar el grifo.
—Habrá sido culpa de un fantasma —dijo Lucía, con una vocecita que casi no le llegaba al cuerpo—. Hay fantasmas juguetones que se creen muy graciosos. Yo misma he visto tres.
Doce minutos después llegaron los bomberos y poco después sus padres con los del seguro.
Lo demás ya lo sabes: debían desalojar la casa por cuatro o cinco días, aunque mi padre, que siempre lo sabe todo, dijo que las dos semanas no se las quitaba nadie.
Por supuesto, mi madre se ofreció a quedarse con Lucía. Con los gemelos no, que son muy intensos y tienen muy mala idea. Siempre se están metiendo con su hermana y conmigo.
Pero sus padres tenían otros planes para ella.
Dijeron que ese era el colmo de los colmos y que Lucía tenía que fijarse en las cosas y prestar atención. No ganaban para disgustos con sus despistes. Germán dijo también que se estaba quedando calvo por culpa de Lucía, pero yo creo que eso no es verdad porque su abuelo también es calvo, así que debe de ser genético.
En fin, que allí mismo, mientras rellenaban el parte de los bomberos, pensaron que lo más adecuado era que mi amiga pasara esos días con su tía Ágata, que está cegata y necesita que la cuiden un poco. Quieren que Lucía se convierta en una persona responsable y que lo haga de golpe.
Yo no lo veo tan claro.
Ahora lo malo es que Lucía está en la otra parte de la ciudad y no vamos a vernos en días, porque estamos en el último puente de pascua antes de que comience el cole.
La voy a echar de menos. Bueno, espera, ¡mira! Acaba de mandarme un mensaje al móvil.
A ver qué pone...
«Luis, esto no es normal».
Muy propio de ella.
«Me quedan pocos datos, así que atiende: este es el lugar más extraño en el que he estado jamás».
Más propio todavía.
«Me está mirando un gato ahora mismo que parece un oso de lo grandote que es. Le veo instintos asesinos».
Algo me dice que debería cargar el móvil para asegurarme de que tengo batería porque la necesitaré para hablar con mi amiga durante estos días.
CAPÍTULO 3
MI HABITACIÓN
Tía Ágata tenía un montón de gatos. Cuando le pregunté cuántos, ella me contestó, con gesto travieso, que solo ocho, pero yo no hacía más que ver gatos por todos lados.
Me pareció contar once en el salón pero es que se movían y maullaban tanto que yo no sabía si los había contado repetidos.
Mi tía intentó presentármelos:
—El de la naricita blanca es Nariblanqui —me dijo, agarrando a un gato pardo con la nariz más negra que una boca de lobo.
Yo sonreí a mi tía. No me explicaba cómo podía ir así de cegata por la vida.
Mi tía tomó otro gato y lo miró atentamente.
—Y este de las patitas grises se llama Pinta.
Vale, el gato en cuestión tenía las patas marrones. Yo di una vuelta sobre mí misma. No había ni uno con las patas grises.
Suspiré.
Los gatos iban a lo suyo y se restregaban contra mis piernas buscando algo de cariño, pero yo es que me estaba agobiando un poquito. Y mira que a mí me gustan los animales, que si se me cruzara un unicornio o un león con alas, sería la primera en acariciarlo e intentar montarme; pero es que el salón estaba un poco oscuro, y hacía mucho calor, y había muchos gatos.
—Tía, ¿podría abrir las cortinas? —pregunté.
Mi tía me miró extrañada.
—¡Claro que sí! Eso ni se pregunta, cielo. —Y corrió a hacerlo ella misma—. Cada vez estoy más despistada. Creí haberlas descorrido hace un ratito. Qué tonta.
Cuando se descorrieron las cortinas, entró tanta luz que los gatos maullaron. Había un ventanal que daba a un patio trasero al que los mininos accedían por una gatera. El patio parecía un campo de batalla de tan desastrado que estaba.
—¿Podría ir a mi habitación? —sugerí, un poco sofocada.
Mi tía sonreía a uno de sus animales.
—Claro que sí, pero antes saluda a Bolita de Nieve, mira qué bonita.
Yo acaricié, un poco forzada, a un gato negro con cara de mala uva.
—Mi habitación —insistí, intentando sonar muy educada y ocultando las ganas de salir corriendo.
—Uy, qué tonta, claro. Sube las escaleras —me dijo—. Es la primera habitación a la derecha. Te va a encantar.
Agarré mi bolsa con el equipaje. Un gato siamés con las patas negras se había acurrucado sobre ella y me dio un poco de susto. El gato maulló, se restregó contra mi mano y salió brincando.
Yo me afané hacia las escaleras y subí los peldaños a toda prisa. Estaban tan desgastados que se hundían un poco. Tenía ganas de llegar a mi cuarto y olvidarme de tantos maullidos.
Arriba se extendía un pasillo tan oscuro que no me atreví ni a dar un paso. Eran las cinco de la tarde, pero no se colaba por ningún lado ni un rayito de sol.
Justo a mi lado había unas cortinas que pesaban de lo gruesas que eran y, como sospechaba, había una ventana bajo ellas. Descorrí las cortinas y subí la persiana, que estaba un poco atascada. Tuve que hacer un esfuerzo, pero valió la pena porque al fin entró algo de claridad y pude ver dónde estaba.
Había un pasillo y, a lo largo de él, unas cuantas puertas cerradas. La puerta de mi habitación, que era la más cercana, estaba cerrada también, y me dirigí a ella lentamente. ¿Cómo sería mi cuarto? ¿Habría sábanas sobre la cama o se habría equivocado tía Ágata y usado bragas gigantescas o algo así para hacerla?
No lo quería ni pensar.
Tomé aire y empujé la puerta. La habitación estaba también en penumbra y me dirigí a la ventana para dejar entrar la luz. Descorrí la cortina, abrí la persiana y, cuando me volví, vi a tres gatos sentados sobre mi cama.
Mi primer impulso fue caminar hacia ellos y espantarlos, pero me miraban tan fijamente que me dejaron congelada en el sitio.
Uno de ellos era el gato grande y feo que había visto abajo. Tenía un ojo más abierto que otro y una oreja medio raída. Seguro que mi tía lo llamaba algo así como Bomboncito o Belleza, porque no acertaba ni una.
Había otro gato delgado y estirado, de esos que parece que no tengan pelo y que no acariciarías aunque te pagaran por ello; y el tercero era un gato negro con un mechón en el centro de la cabeza de color blanco. A lo mejor era Nariblanqui, mira tú por dónde.
Tragué saliva.
Me estudiaban como si entendieran cada una de mis sensaciones. Parecían incluso mirarme con sorna. Eran los gatos más extraños que había visto jamás.
—Fuf —dije extendiendo la mano hacia ellos—. Fuera de mi cama, gatitos. Cama, no. Cama, no.
Pero los gatos observaban mis gestos sin mover una pata. Sus ojos, en lugar de seguir mi mano, seguían fijos en los míos. Me estaba comenzando a inquietar.
—Lucía, ¿necesitas ayuda? —preguntó mi tía de repente.
Me dio un susto espantoso. Ya no sé ni los que llevaba esa tarde. Cuando me volví, estaba junto a la puerta.
—Hay tres gatos encima de mi cama —balbuceé.
Pero cuando me volví de nuevo hacia la cama, estaba vacía. Miré de un lado a otro, barrí la habitación entera, pero no había ni rastro de ellos.
—Los tengo tan malcriados, mis gatitos guapos —dijo mi tía—. Dime dónde están y les explico que este es tu cuarto. Son muy listos y lo entienden todo. Tienen más conocimiento que muchas personas, no creas.
Pero esos tres gatos misteriosos no estaban por ningún lado. Habían desaparecido, y eso hizo que se me pusieran los pelos de punta porque tenían algo que daba muy mala espina.
Pero malísima de verdad.
CAPÍTULO 4
LA PRIMERA NOCHE
Desde el momento en el que puse un pie en aquella casa, me quedó claro que iba a tener que andarme con mil ojos. No habían pasado ni dos horas y ya me parecía una semana, de lo atenta que estaba a todo.
Le salvé la vida a mi tía tres veces mientras preparaba la cena: la primera, cuando confundió el abrelatas con un soplete; la segunda, cuando quiso meter bajo el grifo la tostadora de pan enchufada y la tercera, cuando en lugar de cortar zanahoria de poco deja sin cola a uno de sus gatos.
Esta mujer era una bomba de relojería cegata.
—No tengo ajo, siempre me desaparece, pero si quieres te preparo una tortillita de cebolla que...
Pero yo la interrumpí.
—No, tía, no. Yo creo que quiero cenar algo para lo que no se necesite hacer fuego. ¡Una pera! Es menos peligroso. ¡Una pera sin pelar!
Cenamos en la cocina. De vez en cuando algún gato se acercaba a nosotras y se restregaba contra nuestras piernas, ronroneando. A mi tía le hacía muchísima gracia.
—No les des de comer de lo tuyo, aunque te lo pidan con esas caritas suyas tan dulces —me dijo la tía—. No es bueno que coman de nuestra comidita.
Y yo no sabía cómo decirle a tía Ágata que tenía un gato comiendo directamente de su plato.
—Tía, yo creo que...
Mi tía entonces agarró al minino pensando que se trataba del salero y lo sacudió con fuerza, haciendo que el animal diera un grito y saliera despavorido.
—Uy, qué traviesos —se disculpó ella, dulce y divertida.
Bajé la mirada al gato que no dejaba de restregarse contra mí.
—Déjame, Michi.