Los McWilliams y el timbre de alarma - Mark Twain - E-Book

Los McWilliams y el timbre de alarma E-Book

Mark Twain

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Beschreibung

La conversación fue pasando lenta, imperceptiblemente del tiempo a las cosechas, de las cosechas a la literatura, de la literatura al chismorreo, del chismorreo a la religión, y por último hizo un quiebro insólito para aterrizar en el tema de los aparatos de alarma contra los ladrones. Fue entonces cuando por vez primera el señor McWilliams demostró cierta emoción.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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LOS MCWILLIAMS Y ELTIMBRE DE ALARMA

MARK TWAIN

1

La conversación fue pasando lenta, imper-ceptiblemente del tiempo a las cosechas, de las cosechas a la literatura, de la literatura al chismorreo, del chismorreo a la religión, y por último hizo un quiebro insólito para ate-rrizar en el tema de los aparatos de alarma contra los ladrones. Fue entonces cuando por vez primera el señor McWilliams demostró cierta emoción. Cada vez que advierto esa señal en el cuadrante de dicho caballero me hago cargo de la situación, guardo profundo silencio y le doy oportunidad de desahogarse.

Empezó, pues, a hablar con mal disimulada emoción:

No doy un céntimo por los aparatos de alarma contra ladrones, señor Twain, ni un céntimo, y voy a decirle por qué. Cuando es-tábamos acabando de construir nuestra casa advertimos que nos había sobrado algo de dinero, cantidad que sin duda había pasado desapercibida también al fontanero. Yo pen-saba destinarla para las misiones, pues los paganos, sin saber por qué, siempre me habían fastidiado; pero la señora McWilliams dijo que no, que mejor sería instalar un aparato de alarma contra los ladrones, y yo hube de aceptar el convenio. Debo explicar que cada vez que yo quiero una cosa y la señora McWilliams desea otra distinta, y hemos de decidirnos por el antojo de la señora McWilliams, como siempre sucede, ella lo llama un convenio. Pues bien: vino el hombre de Nueva York, instaló la alarma, nos cobró trescientos veinticinco dólares y aseguró que ya po-díamos dormir a pierna suelta. Así lo hicimos durante cierto tiempo, cosa de un mes. Pero una noche olemos a humo, y mi mujer me dice que más vale que suba a ver qué pasa.

Enciendo una vela, me voy para la escalera y tropiezo con un ladrón que salía de un apo-sento con una cesta llena de cacharros de latón que en la oscuridad había tomado por plata maciza. Iba fumando en pipa.

-Amigo -le dije-, no se permite fumar en esta habitación.

Confesó que era forastero y que no po-díamos esperar que conociese las normas de la casa, añadiendo que había estado en mu-chas por lo menos tan buenas como aquella y que nunca hasta entonces se le había hecho la menor objeción en ese sentido. En toda una larga experiencia, puntualizó, en ningún sitio se pensó jamás que tales normas obliga-sen a los ladrones.

Yo repuse:

-Pues nada, siga fumando, si esa es la cos-tumbre; creo, no obstante, que conceder a un ladrón el privilegio que se niega a un obis-po constituye una clara demostración de la relajación de los tiempos en que vivimos.

Pero dejando eso a un lado, ¿con qué dere-cho entra usted en esta casa, furtiva y clan-destinamente, sin hacer sonar la alarma contra los ladrones?